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Cervantes: Bulletin of the Cervantes Society of America

Volume XII, Number 2, Fall 1992

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THE CERVANTES SOCIETY OF AMERICA

President

RUTH EL SAFFAR (1994)

Vice President

JOHN J. ALLEN (1994)

Secretary-Treasurer

WILLIAM H. CLAMURRO (1994)

Executive Council

MARY M. GAYLORDPC ANTHONY CASCARDI
PETER DUNNSW DIANA WILSON
CARROLL B. JOHNSON MW MARY COZAD
HELENA PERCAS DE PONSETISE DANIEL EISENBERG
ELIAS L. RIVERS NE THOMAS LATHROP/
DOMINIC FINELLO

Cervantes: Bulletin of the Cervantes Society of America

Editor: MICHAEL MCGAHA

Book Review Editor: EDWARD H. FRIEDMAN

Editor's Advisory Council

JUAN BAUTISTA AVALLE-ARCEEDWARD C. RILEY
JEAN CANAVAGGIOALBERTO SÁNCHEZ

Associate Editors

JOHN J. ALLENLUIS MURILLO
PETER DUNNLOWRY NELSON, JR.
RUTH EL SAFFAR HELENA PERCAS DE PONSETI
ROBERT M. FLORESGEOFFREY L. STAGG
EDWARD H. FRIEDMANBRUCE W. WARDROPPER
CARROLL B. JOHNSON ALISON P. WEBER
FRANCISCO MÁRQUEZ VILLANUEVA

Cervantes, official organ of the Cervantes Society of America, publishes scholarly articles in English and Spanish on Cervantes' life and works, reviews, and notes of interest to cervantistas. Twice yearly. Subscription to Cervantes is a part of membership in the Cervantes Society of America, which also publishes a Newsletter. $17.00 a year for individuals, $20.00 for institutions, $28.00 for couples, and $9.00 for students. Membership is open to all persons interested in Cervantes. For membership and subscription, send check in dollars to Professor WILLIAM H. CLAMURRO, Secretary-Treasurer, The Cervantes Society of America, Dept. of Modern Languages, Denison University, Granville, Ohio 43023. Manuscripts should be sent in duplicate, together with a self-addressed envelope and return postage, to Professor MICHAEL MCGAHA, Editor, Cervantes, Department of Modern Languages, Pomona College, Claremont, California 91711-6333. The SOCIETY requires anonymous submissions, therefore the author's name should not appear on the manuscript; instead, a cover sheet with the author's name, address, and the title of the article should accompany the article. References to the author's own work should be couched in the third person. Books for review should be sent to Professor EDWARD FRIEDMAN, Book Review Editor, Cervantes, Dept. of Spanish and Portuguese, Ballantine Hall, Indiana University, Bloomington, Indiana 47405.

Copyright © 1992 by the Cervantes Society of America.



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ArribaAbajoIntroducción

José Antonio Cerezo Aranda


Daniel Eisenberg


La ciudad de Montilla (Córdoba), famosa por sus ilustres linajes y sus ilustrísimos vinos, tuvo en el siglo XVI una extraordinaria importancia cultural. En Montilla vivió muchos años el Inca Garcilaso, y en Montilla escribió, entre otras obras, su traducción de los Diálogos de amor de León Hebreo. Vecino suyo fue el «Apóstol de Andalucía», el Beato Juan de Ávila, a quien acudieron para lecciones de misticismo los futuros santos Juan de Yépes y Teresa de Cepeda. De Montilla salió San Francisco Solano, el evangelizador del Perú, y también fue montillano el cultísimo Gran Capitán. Su castillo, uno de los más bellos y grandes de Andalucía, fue demolido por orden de Fernando el Católico.

Montilla, en la frontera del misterioso reino de Granada, cerca del antiguo centro judío de Lucena, estaba y está en una comarca con tradiciones de brujería. Por algo Cervantes colocó en Montilla el episodio central del «Coloquio de los perros»; el Hospital de San Juan de Dios en el cual Cipión se encontró con la bruja es hoy el Ayuntamiento. La eutrapélica Camacha histórica fue una mesonera montillana.

Cervantes, quien tuvo que visitar Montilla muchas veces en camino a Cabra, donde su tío fue el alcalde, y en sus viajes oficiales andaluces, eligió esta ciudad para pasar el invierno de 1591-1592. Para conmemorar el cuarto centenario de dicha estancia, el Ayuntamiento de Montilla y el programa Montilla 92, en colaboración con la Asociación de Cervantistas, organizaron los días 29 y 30 de noviembre y 1° de diciembre de 1991 el coloquio «El erotismo y la brujería en Cervantes». Con sede en la restaurada casa del Inca, la última   —6→   sesión en el histórico Ayuntamiento, con un concierto coral y un acto solemne de la Cofradía de la Viña y del Vino, el Coloquio fue calificado unánimemente de éxito. Recibió mucha atención de la prensa y televisión.

Ofrecemos aquí cuantas comunicaciones nos permiten los recursos. Añadimos unas notas sobre brujería local, escritas por una mujer que la estudia y que no pudo estar presente. Sí vinieron a escuchar las comunicaciones, sin identificarse ni hacer preguntas ni comentario alguno, unos brujos.





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ArribaAbajoArticles


ArribaAbajo Erotismo y marginación social en la novela cervantina

Monique Joly



Université de Lille III-ura d 1242 du CNRS

In this paper a parallel is established between the sum total of obscene allusions which Sancho makes whenever he comes across a sexually desirable young woman, and those that are made in the «danza guiada» in La ilustre fregona. In both cases the divergent handling of improper and abnormal attitudes with respect to love reveals the ideological filter through which Cervantes views the country bumpkin to whom he can ascribe positive values, as opposed to the urban infra-world, which he represents in a much harsher manner.


Para A. J.

Esta es la segunda vez que me corresponde intervenir en un coloquio sobre el problema del erotismo en Cervantes. No lo digo para historiar mi propia bibliografía, sino para aclarar que ha habido en mí un cambio de actitud frente a la idea misma de tratar el tema; como este cambio está directamente relacionado con lo que aquí tengo intención de decir, me permitiré entrar en unas breves consideraciones sobre las circunstancias en que se ha producido. Resulta, en efecto, que cuando se organizó hace algunos años un encuentro dedicado, de un modo general, al erotismo en el Siglo de Oro, y me escribieron pidiéndome que contribuyera con un trabajo dedicado a Cervantes, la idea comenzó por serme tan poco grata que rechacé la proposición y sólo la acepté ante la amistosa insistencia de quien estaba entonces organizando ese primer coloquio1. La situación no ha sido en absoluto la misma en el caso presente, en el que acepté en cambio en seguida la proposición de Daniel Eisenberg, cuando me habló de la posibilidad de intervenir nuevamente sobre el tema en el presente encuentro.

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Mi primera reacción de rechazo se explicaba, en parte, por el deseo de quedar al margen de un movimiento a raíz del cual se había puesto de moda hablar de realidades cuya existencia ni siquiera se reconocía, unos decenios antes, en los ambientes académicos, en los que se estaba ahora promoviendo su estudio. Confieso que consideraba el impulso que favorecía a este tema de estudio tan cuestionable como la ceguera o la mojigatería de la época anterior. Fue por eso, en el ya aludido simposio madrileño, un motivo de satisfacción escuchar de labios de una persona tan autorizada como el profesor Jammes unas reservas parecidas a las mías, al referirse a la tal ceguera y a los excesos que en sentido inverso se habían cometido, como a los Escilas y Caribdis de la investigación en ese delicado terreno2.

Mis reticencias personales ante la idea de intervenir en un coloquio sobre erotismo también estaban relacionadas con el malestar que me producía el regodeo con el que el interés suscitado por el tema llevaba a exponer, para decirlo casi con las mismas palabras que las de unos duendes lorquianos, secretos que todo el mundo sabía. La salida que encontré para ese primer trabajo, salida de la que reconozco que no estaba exenta de cierta perversidad, consistió en apoyarme en unas profundas y bellas palabras de Italo Calvino, conforme a las cuales es en el fondo erótica toda literatura, para presentar una de las ponencias que cuenta entre las más recatadas de las que se leyeron durante aquel simposio. Me apresuro a aclarar, tranquilizando así de antemano a algunos de mis oyentes de hoy, que no es ésta la línea que aquí pienso seguir, no por el puro gusto de mostrar que soy capaz, si quiero, de hablar sin morderme la lengua, sino por otras circunstancias personales con cuya exposición pienso dar fin a estos preliminares.

Resulta en efecto que en otro simposio, en el que ya no se daba por supuesto que se tocaran temas eróticos, acerté a comentar de paso y a proponer que se leyera como estoy persuadida de que debe leerse un fragmento de la segunda parte del Quijote del que no se señala en ningún lugar que encierra un doble sentido escabroso. Me refiero al fragmento del capítulo 62, en el que Sancho se encarga de comentar la grotesca exhibición de sí mismo que se le ha ocurrido hacer a don Quijote, cuando se   —9→   quiso meter inconsideradamente a bailarín, frente a la distinguida concurrencia reunida para el sarao que se celebra en la casa don Antonio Moreno. El comentario de Sancho con el que queda rematada la humillación del caballero -que, recordémoslo, se encuentra entonces deshecho y sentado en medio de la sala, a la vista de todos- culmina en efecto en la afirmación de que, si en lugar de bailar, hubiera sido preciso hacer allí públicamente gala de talento para zapatear, él habría podido suplir ventajosamente las faltas de su amo, por ser capaz de hacerlo, según él mismo declara, «como un gerifalte»3. Observé entonces que, para valorar debidamente el carácter agresivo de la intervención de Sancho, es preciso tener presente el uso del verbo zapatear con el valor del mejor documentado y semánticamente afín calzar, o sea, como equivalente de joder. Para que no quepa la menor duda acerca del doble sentido obsceno de las palabras de Sancho, que está en realidad confrontando ventajosamente su propia virilidad con la de su amo, basta fijarse en cómo, justo después de haber resaltado lo bien que se desenvuelve cuando de zapatear se trata, agrega que en lo del bailar, en cambio, no da puntada, otra clarísima alusión al mismo contraste entre capacidad e incapacidad sexual. Repito que esto corresponde a algo que estaba diciendo de paso y que lo esencial de las reflexiones que estaba por otra parte desarrollando giraba en torno a otros problemas. Me llamó, por lo mismo, la atención que en una de las discusiones que tuve luego por los pasillos, éste fuera el único detalle sobre el que a dos eminentes colegas -con los que me apresuro a señalar que tengo por otra parte unas relaciones personales excelentes- se les ocurriera hacerme un comentario. El desfase, desde luego frecuente, entre lo que uno procura decir y lo que captan los interlocutores se me presentaba allí con mayor crudeza que nunca, debido, según parece, a la índole un tanto particular de la apostilla hecha tangencialmente por mí a   —10→   un pasaje escabroso del Quijote. Esto, según antes he apuntado, ha influido de un modo decisivo en la orientación dada a las reflexiones que ahora paso a exponer.

Dado el ligero retintín que me pareció advertir en las palabras de quienes me preguntaban si tenía en reserva más aclaraciones sobre pasajes escabrosos del Quijote, se me ha ocurrido que lo mejor que podía hacer para contestarles a distancia era detenerme de nuevo en el sentido de la agresiva conclusión aportada por Sancho al episodio del sarao de damas que se presenta en medio del capítulo 62. No es en efecto ésta la primera ni la última interferencia de Sancho en una situación que, desde el punto de vista erótico, aparece supuesta o realmente cargada de interés para alguna de las muchas parejas que aparecen en la novela. El caso más próximo al de su alusión a lo bien que hubiera zapateado, de haberlo tenido que hacer en lugar de don Quijote, es el que encontramos cuando, al final del capítulo 70, se despide para siempre de Altisidora, dándole a entender que se compadece de su triste suerte, cosa que hace diciendo: «Mándote yo... pobre doncella, mándote, digo, mala ventura, pues las has habido con una alma de esparto y con un corazón de encina. ¡A fee que si las hubieras conmigo, que otro gallo te cantara!». Vicente Gaos ha llamado en nota la atención sobre el segundo sentido de esta declaración de Sancho, y ha señalado que ésta se había de relacionar con otras intervenciones del escudero, hechas frente a la misma interlocutora y mediante las cuales le da parecidamente a entender que con él le hubiera correspondido otra suerte que con su señor4. Aunque es valiosa la identificación de esta red de alusiones del escudero a cuanto mejor le hubiera ido a Altisidora de haberse enamorado de «otro amante más blando» que don Quijote, creo que la crudeza de la última de estas indirectas incita a salir de la consideración exclusiva de lo transcurrido en la corte ducal y a reflexionar, según he   —11→   comenzado a hacer, sobre lo que significa el hecho de que los dos episodios de la Segunda Parte en los que aparecen unas mujeres hermosas y dispuestas, según declaran o dan a entender, a favorecer a don Quijote se cierren muy parecidamente, con sendas alusiones de Sancho a su propio vigor sexual.

El salto que me propongo dar ahora es mayor todavía, en la medida en que voy a sugerir que el modelo inicial de estas expresivas alusiones de Sancho a su añoranza de no haber podido mostrar que es más gallo que su señor, que por dos veces encontramos en los quince últimos capítulos de la Segunda parte, está en realidad presente en la obra desde que por primera vez aparece en ella una situación parecida a las anteriormente descritas, a saber desde el momento en que la trayectoria de Dorotea se cruza con la de Sancho y don Quijote. Resulta, sin embargo, que en esta primera aparición del tema la afirmación por Sancho de su propio deseo no se hace, pese a su extrema crudeza, con la misma claridad que en los dos episodios de la Segunda parte previamente examinados. No obstante lo cual, y por el hecho mismo de que integra ciertas zonas de sombra, esta primera alusión de Sancho a su propia virilidad resulta iluminadora para captar lo que en el fondo late por debajo de todas las demás apariciones del mismo tema, según en seguida vamos a ver.

El extenso episodio centrado en torno a la transformación de Dorotea en princesa Micomicona tiene la particularidad de encerrar las dos intervenciones más irreverentes de Sancho que encontramos en el Quijote de 1605. Al decir esto, me estoy refiriendo, por un lado, a la sal gorda del chiste tradicional mediante el cual da Sancho a entender el entusiasmo que le produce la contemplación de la belleza de Dorotea: «Pues ¡monta que es mala la reina! ¡Así se me vuelvan las pulgas de la cama!5». Estoy pensando, por otro lado, en la punzante indirecta que da la medida de su decepción frente a la actitud, para él intolerable, de la supuesta princesa, cuyo furtivo intercambio de besos con don Fernando no ha escapado a su ojo avisor. La rabia que siente entonces el desilusionado Sancho se expresa cuando, dando una muy poco edificante muestra de su dominio de la expresión proverbial, expresa el deseo de que «cada puta hile, y   —12→   comamos6». Lo interesante es que, en este largo y complicado episodio, el papel que le corresponde a Sancho ya no es exclusivamente el de interferir con alguna salida inoportuna en unos amores reservados en teoría a su amo. Como da a entender su agresiva intervención de aguafiestas y de mirón en las primicias amorosas saboreadas a escondidas por Dorotea y don Fernando, está Sancho de una manera mucho más general dotado de una sensibilidad que le lleva a contaminarse por el clima de excitación erótica que en torno a sí crean algunos de los personajes femeninos de la novela, concretamente, las mujeres sexualmente apetecibles que, de una manera u otra, dan a entender que la unión con el hombre a quien consideran digno de sus favores es algo que ellas desean intensamente.

Este aspecto de la caracterización de Sancho, tanto más importante a mi juicio cuanto que aparece no solo conservado, sino subrayado con una claridad aún mayor en el Quijote de 1615 que en el que se publicara diez años antes, es algo que no se toma absolutamente en cuenta en el libro de Combet, en el que se hace de manera casi exclusiva hincapié en todos los indicios que autorizan a hablar de la vertiente femenina del personaje de Sancho, aunque se deja la puerta abierta a una posible reversibilidad de esta tendencia, presentada no obstante como dominante7. En   —13→   la medida en que la perspectiva en que yo me estoy situando no es la del análisis psicoestructural que interesa a Combet, la observación que acabo de hacer está desprovista de intenciones polémicas. No la he hecho más que para llamar mejor la atención sobre esas esporádicas alusiones de Sancho a su propio vigor sexual que encontramos en varios lugares de la obra, y que yo interpreto como otras tantas exhibiciones fálicas, se entiende que restringidas al terreno de la expresión verbal. No me parece dudoso que este aspecto de la caracterización de Sancho tenga sus raíces, exactamente como la a veces marcada caracterización fálica del bobo tradicional, en un pasado muy arcaico8. Pasado que aflora con una pureza que me parece casi experimental en la última de las confrontaciones de Sancho con una mujer joven y hermosa que aquí voy a tomar en consideración. Esta confrontación es la que tiene lugar cuando, en el capítulo 21 de la Segunda parte, aparece rodeada de la comitiva de la boda la bella Quiteria, y son dos las consideraciones que me llevan a hablar a su propósito de pureza experimental. Resulta en efecto, por un lado, que el contexto altamente ritualizado en que se produce el encuentro es de los que favorecen la emergencia de las reminiscencias arcaicas que aquí me interesan9; a diferencia, por otro lado, de lo que ocurre durante el episodio en el que interviene Dorotea, no asoma en ningún momento la idea de que don Quijote pueda intervenir a título de litigante en la contienda amorosa   —14→   que, según es sabido, suscita la posesión de la bellísima aldeana. Son, pues, los aspectos rituales de la fiesta los que explican que los rústicos elogios que Sancho tributa a la novia desde el momento mismo en que ésta llega a su alcance encierren unas significativas muestras de las bien conocidas alusiones transgresivas que solían salpimentar la celebración de las bodas, y que a veces las salpimentan hoy en día todavía. Observamos en efecto que, junto a una clara reminiscencia de la poesía amorosa del Cantar de los cantares («¡No, sino ponedle tacha en el brío y en el talle, y no la comparéis a una palma que se mueve cargada de racimos de dátiles!»), suelta Sancho un rotundo hideputa -cuya relevante impropiedad para elogiar a una doncella subrayó él mismo en su diálogo con el escudero del Caballero del Bosque- y, luego de haber propuesto fugazmente la visión de una novia dotada de atributos masculinos, al aplicarle un elogio estrictamente reservado para un varón («Juro en mi ánima que ella es una chapada moza»10) termina sus ditirámbicas consideraciones con una desvergonzada alusión a la desfloración («y que puede pasar por los bancos de Flandes»11).

El valor excepcional de este último ejemplo estriba, según ya he señalado, en la forma en que está desgajado de todo compromiso personal de Sancho en el asunto -trátese de un compromiso en el que su secreto deseo de ocupar el lugar de su amo se oculta a medias tras otros intereses, como cuando insiste para que don Quijote se case con Micomicona, por creer que con esto basta para que él llegue a ser gobernador, o de un compromiso más crudamente reminiscente de las tradicionales contiendas eróticas entre villanos y caballeros. De ahí que se nos aparezca   —15→   entonces con más transparencia que en cualquier otro lugar de la obra que su figura es, entre otras cosas, una figura priápica.

Está claro que, por inquietante y amenazadora que en el fondo sea, la fuerza primitiva que de este modo se expresa a través de Sancho no puede tomarse contextualmente más que como un motivo de risa. Risa de la que sabemos que suele servir para conjurar el miedo que esa fuerza bruta inspira, y que en efecto es la reacción que de manera expresa se menciona en el texto cervantino después de tres de las exhibiciones sanchescas aquí examinadas12.

Estas consideraciones, centradas en torno a los momentos en que podemos decir que se da cabida a la expresión de las pulsiones exhibicionistas de Sancho, se completarán ahora con el examen de otro tipo de exhibición. Me estoy refiriendo a la que aparece intercalada en «La ilustre fregona», cuando el bien conocido grupo de mulantes y fregatrices, cuya barbarie queda por otra parte puesta de manifiesto por medio de las palabras que sus más destacados representantes llegan a pronunciar a lo largo de la novela, se somete gozosamente a las instrucciones de Lope Asturiano, quien se encarga en este momento excepcional de guiar su danza. Aunque Bataillon califica esta grotesca manipulación de los mozos y mozas que participan en el baile de «espectáculo alegre, festivo en sentido etimológico», llegando incluso a hablar tanto a su propósito como a propósito del interludio cantado y bailado de «Rinconete y Cortadillo» de «sublimación espectacular de la vida picaresca»13, y aunque Combet,   —16→   de quien se habría podido esperar una mayor clarividencia, hace hincapié en la «decencia» del baile guiado por Lope (p. 494), la canción que éste interpreta reserva unas sorpresas muy parecidas a las que encierra la celebración de los méritos y milagros de la Cueva de Salamanca, estudiada hace poco por Maurice Molho14. Piénsese en particular en los versos que Lope canta cuando, tras las coplas del comienzo, dirigidas a la monstruosa Argüello y a su pareja, interpela seguidamente a dos miembros más del conjunto cuya danza está guiando, aunque para asociarlos in fine a la Argüello y a Barrabás. Vuélvase a leer lo que entonces canta Lope: «De las dos mozas gallegas / que en esta posada están, / salga la más carigorda / en cuerpo y sin devantal. / Engarráfela Torote, / y todos cuatro a la par, / con mudanzas y meneos / den principio a un contrapás». ¿Qué otra visión, sino la de un acoplamiento bestial es la que se nos presenta cuando, luego de rogarle a una moza de mesón que se distingue, al parecer, por lo rollizo de sus carnes que salga a bailar en cuerpo y sin devantal, se le incita a un mozo significativamente llamado Torote a que la engarrafe? Y esto, en un contexto en el que, por otra parte, el infierno al que expresivamente ha deseado Lope que fuera llevada la monstruosa Argüello se confunde con uno de los más famosos prostíbulos de la época, como se desprende de las coplas anteriores, que antes he dejado intencionadamente de lado: «Salga la hermosa Argüello, / moza una vez y no más, / y haciendo una reverencia, / dé dos pasos hacia atrás. / De la mano la arrebate / el que llaman Barrabás, / andaluz mozo de mulas, / canónigo del Compás». Que los meneos a los que se refiere aquí Lope estén pensados como unos meneos altamente indecentes, además de obscenos o degradantes15, lo confirma el hecho de que sea éste uno de los varios lugares de la obra cervantina en los que encontramos una lista significativa de algunos de los más destacados bailes lascivos de la época. Además de las zarabandas, chaconas y folías, mencionadas a propósito del disparatado contrasentido   —17→   cometido por uno de los mozos, al oír la voz, para él desconocida, de contrapás, y además de la, por otro lado, bien conocida celebración por Lope de la chacona, aparecen por otra parte citados, el pésame, la perra mora y el «soberbio» zambapalo.

Queda por explicar por qué esta veta procaz, que según sabemos está aprovechada con singular virtuosismo en tres al menos de los entremeses16, y que también está experimentalmente desarrollada en «La gitanilla»17 ocupa el lugar que acabo de señalar en «La ilustre fregona». El problema se tiene que enjuiciar, creo yo, desde dos perspectivas, hasta cierto punto complementarias. Lo primero que se me ocurre observar es que, exactamente como ocurre en el caso de la buenaventura de Preciosa, el carácter escandaloso de la letra cantada por Lope está de manera muy notable atenuado por su intercalación medio festiva en medio de un contexto en prosa y por su entronque con formas tradicionales: la buenaventura en el caso del poema dicho por Preciosa, la danza guiada, en el caso de la canción de Lope18. Ahora bien, aunque es cierto que la picardía de buenaventura de Preciosa entra en marcado contraste con el por otra parte bien conocido idealismo de «La gitanilla», como justamente ha resaltado Márquez Villanueva, creo que la misma tensión se exacerba   —18→   más todavía y llega a un grado no alcanzado tal vez en ningún otro lugar de la obra cervantina cuando la visión de los amores bestiales de los mulantes y fregatrices de «La ilustre fregona» se nos presenta justo antes de cantarse por otra parte el bello romance en el que el movimiento mismo de las esferas aparece organizado en torno a Costanza. El fenómeno, a mi juicio, se ha de relacionar con la degradación excepcional a la que el mismo personaje femenino aparece por otra parte sometido, al admitirse que, por fugaz que sea la alusión, resulte posible aplicarle la famosa sentencia que la define como «fregona que no friega». Posiblemente sean contados los lectores que hoy se percaten de lo escabroso de estas palabras, clarísimas si se toman en cuenta los inequívocos comentarios de Covarrubias, quien indica, por un lado, que refregarse con las mujeres es «allegarse mucho a ellas» y, por otro, que la mujer de buen fregado es «la deshonesta que se refriega con todos» (s.v. fregar). Ignoro hasta qué punto la rápida folclorización del tipo de la fregona que se advierte en textos de finales del siglo XVI está relacionada con las posibilidades de juego abiertas por el segundo sentido señalado por Covarrubias. De lo que no cabe duda es del carácter sumamente degradante de las imágenes que la fregona como tipo solía suscitar, como se desprende de la descripción burlesca de un desfile de carnaval de comienzos del siglo XVII, ya citado por mí en otro lugar19. Me limito aquí a indicar, porque creo que basta el detalle, que en el tal desfile las fregonas salen tras dos danzantes «vestidos todos de arriba abajo de braguetas viejas» y que entre los comentarios que suscita su aparición figura el que sigue: «Aquí fue fácil interpretar por qué salieron las mozas tras las braguetas, porque luego se dijo que la piedra imán que llevaba tras sí los hierros de fregonas, eran braguetas»20. Es, pues, normal que la novela que se construye en su totalidad en torno a la presencia latente de un objeto sometido a una degradación semejante se convierta en la obra en la que el tratamiento cervantino del eros tiene tal vez un carácter más experimental. De ahí que en ella, como en el Quijote, lo erótico en su vertiente procaz se aproveche en momentos claves para dar idea de las tensiones engendradas por el encuentro entre dos mundos irreconciliables. El tajo, sin embargo, no   —19→   se representa con la misma saña cuando se trata del rústico Sancho que cuando se trata de la plebe urbana de quienes sirven en el mesón o tienen una relación de trabajo con él. Y con esta faceta del problema está claro que se ha de relacionar la elección de modos de expresión que también difieren, en la medida en que las breves salidas procaces de Sancho suelen tomar la forma de indirectas lexicalizadas, o de juegos con las mismas, mientras que el inframundo de las mozas gallegas y de los mozos de mesón solo puede exhibirse desde la despiadada perspectiva de un poema burlesco, debido al feliz ingenio de un caballero impropiamente y por poco tiempo metido a aguador.



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