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Nosotros. Tomo I, núm. 1, agosto de 1907

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ArribaAbajo Presentación

La Dirección


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La revista ya lleva en su título una rotunda afirmación de sí misma. Acaso ese título, como toda altivez juvenil, aún pueda parecer algo petulante. Porque es en efecto Nosotros una revista de jóvenes, y como tal se presenta armada de aquel ardimiento que una esperanza todavía no decepcionada presupone.

No sabemos si ella viene o no a llenar un vacío. El éxito que obtenga lo dirá. Pero, de todos modos, siempre ha de marcar alguna huella. Lo espera, aún más, lo pretende, pues que, cumpliendo rectamente su programa, que es el de tenerse apartada de todo lo burdo, de todo lo vulgar, de todo lo manoseado, no ha de ser ineficaz la contribución que aporte, por poca que sea, al adelanto de las altas actividades del espíritu entre nosotros.

Bueno es arrojar la simiente. Ya fructificará algún día.

Sus aspiraciones no tienen un límite prefijado. Ellas tomarán sin duda una mayor amplitud, a medida que la revista avance en su camino. Más alto se sube, más el horizonte de uno se ensancha.

Esta revista no será excluyente. No desdeñará las firmas desconocidas. Si lo hiciere, renegaría de éste su origen, humilde como el lector ve. Todo aquello que bien pensado y galanamente   —6→   escrito a sus puertas se presentare, recibirá una afable acogida. Ningún otro anhelo anima a sus directores que el de poner en comunión en sus páginas, las viejas firmas consagradas con las nuevas ya conocidas y con aquellas de los que surgen o han de surgir. Siempre que lograra revelar a algún joven, ya podría esta revista vanagloriarse de su eficacia. Y si estas aspiraciones pudiesen salvar las fronteras de la patria y extenderse a toda la América latina, mejor aún. Nada de más urgente necesidad que la creación de sólidos vínculos entre los aislados centros intelectuales sudamericanos.

Sonrían los descreídos. Salmodien una vez más su repetida pregunta: «¿para qué sirve eso?» El arte, en toda su aparente inutilidad, pasa sencillo, sonriente, en marcha hacia el cumplimiento de los altos fines que persigue, sin cuidarse de aquellos que desde las tinieblas le arrojan piedras.



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ArribaAbajo Introducción a Nosotros de Roberto J. Payró

Rubén Darío1


Cuenta un prodigioso narrador en un cuento bíblico que habiendo matado a su mujer por adúltera, Eliaçam, hijo de Ghoni, fue llevado a los jueces para que deliberasen sobre su culpa delante del pueblo. Dos eran los jueces, ambos viejos como dos viejos cedros. Ambos tenían barbas canas y largas, pesadas   —8→   de respetos, y ojos profundos, de varones que ven la verdad. El uno condenó al matador, el otro le absolvió. El pueblo alzó su enorme clamor. Y una voz fuerte pidió que para decidir la verdadera justicia, se juzgasen a sí mismos mostrando sus vidas, diciendo el secreto de su sangre y de su alma.

Quien había absuelto era Gedeón, profeta, hijo de Johas Abihezerita; hombre de bondad, escogido por los hombres, con ciento treinta años sobre sus lomos; vigoroso aún por la virtud de Dios. Él dijo cómo había pasado su juventud en Hophra, y cómo cuando había en él despertado el amor, a los quince años sacrificó gloriosamente su virginidad por la virgen Nazerath, hija de Maslonn. Después usó de la lanza y la espada combatiendo en los combates de los justos: degolló capitanes y reyes, se reprodujo en innumerables vientres, hizo hijos; y así pudo llegar a vestir el lino blanco de los patriarcas, y a reposar, anciano de bien, después de cumplida su misión de varón.

El viejo juez que había condenado se levantó a su vez, y delante de la muchedumbre silenciosa, habló el secreto de su existencia.

Dijo que había nacido bajo una higuera cerca de Gaza. A los quince años le había vestido su madre de lino blanco, y consagrado a la virginidad. Creció en el aborrecimiento del amor, y miraba la fecundación como un hecho de espanto. La mujer inspirábale desdén y horror: y su virginidad habíase conservado hasta la llegada del invierno de la vida. Era así anciano sin descendientes, cuya simiente había sido ahorrada y perdida sobre   —9→   la faz de la tierra. «He ahí porque, obedeciendo a su corazón» había condenado a muerte al acusado.

«¡A muerte!» -respondió un inmenso eco. Muerte a ti, juez, pues eres tú quien ha juzgado mal.

Los cinco mil brazos del pueblo tendieron un solo puño. Ese puño terrible amarró al juez contra un árbol; y era la ligadura tan fuerte, que las uñas de su nodriza se hubieran roto al querer libertarlo.

Se puso en libertad a Eliasçam.

«Después, se precipitaron los soldados, el arco tendido con sus flechas, y el sol se infló, sopló su fuego como un torrente rojo. Entonces las mujeres vinieron. Descabelladas, delirantes, los senos agitados por gritos ardientes; hasta la noche estuvieron alrededor del árbol; insultaron con sus burlas al hombre de corazón muerto, al casto que negaba el amor. ¡Y las vírgenes despreciadas le cubrieron de lodo y los niños que él detestaba, le lapidaban; mientras que erizados de lanzas, llegados como el viento llega, espantables hombres a caballo detenían su galope bajo el árbol, destrozaban al juez, golpeaban su sexo inútil!»

Eso cuento de D'Esparbes ha venido a mi memoria, mi querido Roberto Payró, cuando he visto más bien que adivinado el noble impulso que te ha llevado a escribir tu libro Nosotros: pues tu libro es ante todo una protesta que quieres hacer contra los infecundos e impotentes, en este tiempo en que en todas partes, y en nuestra América sobre todo, se necesitan los fecundadores de almas, los trabajadores, los vigorosos hacedores de hijos intelectuales.

Si el ambiente no te es propicio como a todos los que tenemos nuestras barcas en la Estigia de tinta de prensa, no por eso te has acobardado, y has podido, en medio de tus tareas psicomecánicas del diario, trazarte tu plan intelectual y poner a disciplina tu pensamiento para la realización de obras de verdad, de bien y de belleza.

De tus primeros libros de juventud no te diré sino que ellos daban a entender claramente las vías que con el tiempo había de seguir tu producción. Por cierto que en tendencias artísticas y en ideales has cambiado mucho. No te felicitaré por la pérdida de tu frescura primitiva; pero ella debía desaparecer para dar paso   —10→   a un vigor saludable y viril, y lo que has perdido en amables ensueños lo has ganado en conocimiento de los hombres y de las cosas del mundo.

Tú sabes de las luchas del hombre de letras, en todos lugares atroz y martirizadora, pero en ninguna parte como en estas sociedades de la América Latina, donde el alma anda aún a tientas y la especulación del intelecto casi no tiene cabida. Has tenido un buen campo de experiencia y ése es el diario. ¡El diario! Yo le oigo maldecir y sé que se le pinta como la galera de los intelectuales, como el presidio de los literatos, como la tumba de los poetas. Y es a mi ver injusto de toda injusticia ese cargo. Pues si el trabajo continuado sobre asuntos diversos no nos hace ágiles y flexibles en el pensar y en el decir, ¿qué nos hará entonces?

Los inútiles y los lechuguinos de las frases, los peluqueros de la literatura, los «incomprendidos», los almidonados, teman al diario. Los que aman el hervor continuo de los pensamientos no le temen; los que sienten llamear un deseo de fructificación y de parto, un ansia de elevación sobre las muchedumbres, o una consagración a un ideal, no le temen.

Antes bien miran en él el campo de batalla.

Y no es por cierto sino saludable su ejercicio y su frecuencia.

No mueren las ideas porque tengamos que escribir del hecho común o que comentar el suceso de ayer, nacen las ideas por eso mismo. Luego vienen las correlaciones extrañas, el secreto de las cosas, las simpatías inexplicables, la amistad con el utensilio -así el amor a la pluma y al papel- y la voz pausada y cadenciosa de la máquina, que anuncia su diaria preñez.

Bendita sea esa voz que nos habla de trabajar y fecundar. A ti, como a tantos otros, te ha arrullado como la voz de una nodriza. Sin esas gimnasias de la prensa, tu idea no habría tenido nunca músculos.

No habrías podido anhelar lo que hoy estás en vías de conseguir. No habrías podido conocer el medio en que vives, ni el mecanismo social de tu patria, ni esta actual gestación, ni soñar con la visión de tan glorioso y luminoso porvenir.

Escribir un libro que contenga la condensación del ser de tu tierra, un libro al par de sociología y de literatura, de estadística   —11→   y de poesía, mezcla de todo y reflexión de todo; meter la Argentina en un libro tarea es de dar temor. No hay un libro que contenga la Argentina. Yo te diré de mí, que cuando quiero confundirme con el espíritu de esta gran nación, me relaciono con el Facundo de Sarmiento, con Martín Fierro; leo los versos de Obligado o los libros de González, y decoro también las saludables y ásperas verdades de Groussac.

Intentas encerrar en tu libro a Buenos Aires. Tarea es. No conozco tampoco libro que la contenga. No cuento con lo antiguo. No me refiero sino a este Buenos Aires modernísimo, cosmopolita y enorme, en grandeza creciente, lleno de fuerzas, vicios y virtudes, culto y políglota, mitad trabajador, mitad muelle y sibarita, más europeo que americano, por no decir todo europeo. A mi memoria vienen a este respecto algunos nombres: Cambaceres, Juan Argerich, el autor de ¿Inocentes o culpables?, Miró con su Bolsa, y Sicardi con sus libros extraños. ¿Citaré al celebérrimo López Bago? Todos han pintado lados parciales. Y luego no vas a hacer una novela. La parte que conozco de tu obra, por más que parezca el comienzo de una novela, no tiene de ella sino el diálogo.

Nosotros... ¿Y qué vas a hacer, he exclamado, ¡oh escritor! atrevido? ¿Vas a hablar con entera franqueza de las cosas buenas y malas que hay en tu propia casa? De las buenas, pase: pero de las malas ¿cómo vas a hablar? ¿Quieres fecundar tu conciencia? ¿Quieres apostolizar o redimir? Tienes buen seso para saber ya que esas siembras no dan sino cosechas de espinas.

Tú lo arrostras todo. Te caparazonas de audacia y vas adelante. ¿Estilo? Un día me dijiste: «Soy un periodista, he abandonado por completo toda preocupación literaria».

Pero desmientes en hermosas partes de este libro tu propósito.

La psicología de Buenos Aires hecha entre personajes excelentemente encarnados, he ahí lo que he visto yo.

Y la sugestión de Zola en descripciones minuciosas y bien ajustadas y elegantes.

Sí, eres un periodista; ¿pero quita eso ser un escritor? No es obra de un inmenso, de un colosal repórter esa Roma de Zola que estás aún traduciendo para La Nación? ¿Zola no nos demuestra que Homero hace competencia a Baedeker?

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Para este libro has hecho, según entiendo, varios planos; al par del plano urbano, has puesto un plano moral, un plano intelectual y un plano político y administrativo. Y en ellos has ido estudiando parte por parte, acumulando observaciones, marcando detalles. Te sabes tu Buenos Aires de memoria. Lo has auscultado: le conoces cerebro, ojos, lengua, corazón, vientre y sexo, vigores y enfermedades.

De todo eso nos hablas con franqueza y dureza; pero esta dureza es de amor a esta querida y bella enemiga. De todo tratas desde la estadística hasta la lírica. No me extraña, pues eres uno de los periodistas más completos que yo haya conocido. Enciclopédicamente atrevido, te he visto cómo entiendes desde los partes de policía hasta los editoriales de La Prensa y algunos versos míos, que dicen por ahí que no se entienden.

Y así, con constancia, dando tiempo al tiempo, y preparando tus materiales para lo futuro, has concluido la primera parte de Nosotros.

Dios te ayude, y te ha de ayudar, puesto que tú te ayudas bravamente. Y pronto veamos la tarea completa en su fin digno.

Y cuando seas juez, bajo tu árbol, podrás juzgar sin peligro a inútil e infecundo: «No, podrás decir, no puedo ser lapidado y amarrado al árbol, ni herido por las lanzas de los caballeros fuertes, ni vejado por las mujeres, como el juez del cuento bíblico. Mal o bien, he crecido, al impulso de mis propias fuerzas. He trabajado en el rudo trabajo; y mi pensamiento no ha guardado la castidad de los impolutos: se ha manchado de tinta, y ha engendrado».



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