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ArribaAbajoDiscurso inaugural

Marcel Bataillon


Señoras y señores:

Discurso inaugural me parece título muy pomposo para las sencillísimas observaciones que voy a presentar. Nadie espera de mí un alarde de elocuencia académica, género para mí insoportable. Ni siquiera me siento capaz de asestarles una muestra del discurso comparatista en el sentido de la palabra discours que Benveniste al distinguirlo certeramente contribuyó a autorizar en tantos empleos pedantescos: le discours sociologique, le discours psychanahytique et tutti quanti... Yo creo que tenía razón Benveniste cuando definió una amplísima extensión de dicha palabra discours: «toute énonciation supposant un locuteur et un auditeur et, chez le premier, l'intention d'influencer l'autre en quelque manière», y no hay peligro de que me convierta a mi edad en apóstol de la literatura comparada, pues hace años que tuve la franqueza o la imprudencia de confesar que en este campo, en esta capilla o disciplina militante, me sentía mártir sin la fe.

Diré ahora con más serenidad que los estudios literarios comparatistas se caracterizan a mis ojos, no por principios o métodos perfectamente conocidos y fáciles de practicar, sino por exigencias, por aspiraciones difíciles de satisfacer, aun cuando se acuda para ello a varios métodos a la vez, y desde luego sería perverso o por lo menos importuno, el insinuar o parecer insinuar una duda escéptica en el momento en que nos alegramos todos de estar reunidos para inaugurar en Madrid este Primer Coloquio de Literatura Comparada. ¿Por qué primero? Podrá ser expresión de una esperanza de que sigan otros en años venideros. Me atrevo, sin embargo, a interpretar el adjetivo ordinal primero en el sentido más absoluto, para dar a nuestra reunión un valor de cosa nueva, de un advenimiento español en el campo del llamado comparatismo, desde luego sin caer en la simpleza de creer que España esperó hasta hoy para ocuparse de estudios literarios que suponen enfoques comparatistas. No me parece nada inverosímil que el presente coloquio sea, en efecto, el primero que hasta la fecha se celebra en Madrid, quién sabe si en España, bajo la advocación de la Literatura Comparada.

No me sorprendería el que no haya en las Universidades españolas cátedras tituladas así. Y para explicar la ingenuidad con que lo creo, me bastará puntualizar con algunos recuerdos personales de hace medio siglo aproximadamente, lo recientes que son en este país las cátedras de Literaturas Extranjeras Modernas, pues en la práctica más difundida de: Littérature Comparée, Comparative Literature, Vergleichende Literatur, las comparaciones de que se trata suelen ser entre obras   —13→   de diferentes literaturas -a esto aludía Claudio Guillén- señaladamente modernas. Habrá ocasión de recordar una de las significaciones que tuvieron en la época de los Schlegel, de Herder, de Fauriel, etc., los estudios comparativos a base de varias literaturas. Mi recuerdo de 1920 es éste. Tuve la suerte cuando ingresé en las filas del hispanismo de frecuentar la clase de Américo Castro en su cátedra de Historia de la Lengua Española. Más de una vez salimos juntos de la Universidad Central, y por San Bernardo arriba nos íbamos andando y charlando hacia el viejo Centro de Estudios Históricos de la calle Almagro. Y un día don Américo me explicó, con vehemente indignación, que en la última junta de la Facultad de Filosofía y Letras había lanzado él la propuesta de que se pidiera al Gobierno la creación de unas cátedras de Lenguas y Literaturas Extranjeras Modernas, sosteniendo que esto sería un ensanche fecundo para los estudios y alegando que en las Universidades de los países más cultos de Europa y América se enseñaban aquellas lenguas y literaturas. Y, el entonces decano de la Facultad, había cortado las alas a mi querido maestro y amigo, declarando que la Universidad de Madrid vivía muy bien sin esas cátedras, y hasta hay quien dice, que añadió, que lo de las lenguas modernas era el asunto de las Escuelas Berlitz... Y no necesitaba el decano llegar a este exceso oratorio para indignar a don Américo. Naturalmente había entonces entre los universitarios españoles muchos que deseaban ver abrirse su país a esta clase de estudios lingüístico-literarios modernos y creo recordar que para estas enseñanzas empezaron a crearse unas cátedras de pocas literaturas extranjeras y en contadas Universidades, algunos años después; me parece recordar que fue gobernando ya Primo de Rivera, hacia 1924. Y desde luego España habrá desarrollado estos estudios, estas enseñanzas en los 50 años ulteriores.

Pero tengo que confesar que vuelven de vez en cuando a mi memoria aquellos hechos comprobados en mi juventud cuando quiero explicar a amigos comparatistas, por qué no abundan en España, tanto como en otros países, los estudios fundados en el aprendizaje -aprendizaje algo detenido- de dos o más literaturas. Por lo mismo que es reciente la tradición de estudiar en las Universidades españolas las Literaturas Extranjeras, la investigación comparatista sobre relaciones entre estas literaturas, ya nos decía Claudio Guillén que esto ha sido durante mucho tiempo la literatura comparada, carece también de tradición aquí, y acudiré aquí también a un ejemplo que me parece significativo. Hace quince años publicó el Consejo Superior de Investigaciones Científicas un libro titulado Goethe en España, y no era obra de un español, sino de un francés, Robert Pageard, discípulo de Jean Marie Carré; y Pageard escogió el tema porque su maestro Carré había dedicado su propia tesis doctoral a Goethe en Inglaterra, y otro maestro de la llamada escuela francesa de Literatura Comparada era autor de un Goethe en Francia. Y ya es tiempo de declarar que para mí el no producir libros de ese tipo no significa forzosamente una inferioridad o una carencia mortal para la cultura literaria española. Lo que sí es inferioridad y carencia es la ignorancia de las lenguas extranjeras. Y a este respecto, no hay comparatista que no lamente su propia ignorancia cuando recapacita las pocas lenguas que domina más o menos frente a las muchas que le gustaría conocer.

Pero es evidente que la Literatura Comparada no cifra su ambición en comprobar la mayor cantidad posible de influencias de un autor ilustre en el mayor número posible de literaturas. Un agudo comparatista norteamericano ironizó acerca de este tipo de investigación de influencias por encima de las fronteras, tachando a sus cultivadores de «aduaneros literarios».

Bastante nos hemos reído entre colegas comparatistas, incluso franceses, al considerar lo lamentablemente fácil que sería cuadricular el ancho campo de la   —14→   literatura universal para explorar en él un sinfín de influencias emitidas o recibidas por todo escritor, más o menos ilustre, hacia o desde otras literaturas que la suya, mediante un imponente programa internacional de tesis doctorales para explotar esa imponente mina. Veremos, y, nos lo decía Claudio Guillén hace unos minutos, que semejante programa más útil para una Historia General de la Cultura o de las Ideas que para el conocimiento profundo de la literatura como tal, no es considerado hoy como la suprema razón de ser de los estudios comparatistas.

Volviendo a la situación original de España frente al cultivo académico de tales estudios, haré ahora otra advertencia histórica que tal vez ilustre la tendencia común de muchos españoles a limitar su horizonte a la propia tradición nacional. Esa tendencia que indignaba a Américo Castro en trances donde ésta se manifestaba hasta un extremo de barbarie, es una tendencia que se cifra en resumen en la palabra «casticismo», que sirvió a Unamuno para determinar una dirección que para él era esencial de la cultura española, especialmente tal como la captaba en la época de Unamuno. Noto que el propio Américo Castro había de reaccionar en tiempos más recientes contra otro tipo de cerrazón casticista. La tendencia multisecular a expurgar la Historia cultural de España de sus adherencias semíticas, por lo cual tituló su gran libro de 1948 España en su Historia: cristianos, moros y judíos. No cabe duda de que la originalidad cultural y literaria de España procede en parte de los intercambios entre Occidente y Oriente que se dieron durante la Edad Media en el interior de la Península Ibérica. Recuérdense las jarchas románicas incluidas en moaxajas árabes o hebraicas y también todas las cuestiones y controversias suscitadas en la posteridad románica.

Es de notar el abono de don Marcelino Menéndez Pelayo, gran casticista al mismo tiempo que clasicista, que en el manifiesto más nacionalista de su juventud La Ciencia Española, no se preocupaba por cierto de dotar a España con cátedras de Lenguas y Literatura europeas modernas, pero sí proponía escindir la historia de la literatura española entre cuatro cátedras: una de nacionalidad hispano-latina que tenía su lugar apropiado en Salamanca; otra de literatura hispano-semítica, que podía establecerse en Sevilla o Granada; otra de literatura catalana, en Barcelona; otra de literatura galaico-portuguesa, en Santiago. Me parece que es capital, desde el punto de vista comparatista, recordar esta pluralidad interna de la historia literaria peninsular que obligó a todos los grandes filólogos españoles a ser comparatistas, no digo sin saberlo, pero sí sin proponérselo.

Repito que no quiero fastidiarles en esta sesión inaugural con ambiciosas consideraciones teóricas. Sólo quiero recalcar algo que ya insinué, y es que la comparación entre literaturas no tiene su finalidad en sí misma ni la tiene siquiera en la búsqueda de influencias, aunque pareció complacerse durante medio siglo en demostrar que las literaturas se nutren unas de otras, y por eso durante unos decenios la política cultural de varios países del Este de Europa prohibió el comparatismo como producto del cosmopolitismo, del cosmopolitismo llamado burgués. En realidad late en todo estudio comparatista particular, limitado, la tendencia consciente o inconsciente a preparar una comprensión general de la literatura como fenómeno humano universal, a promover un conocimiento general inevitablemente teórico, de qué es la literatura, qué es la poesía, etc., o como la llamaron los alemanes, Literaturwissenschaft; la Literaturwissenschaft es el horizonte de las investigaciones comparatistas. Hará dos años, la Société Française de Littérature Comparée decidió cambiar este título por el de Société Française de Littérature Générale et Comparée, y noto que varios temas generales del presente coloquio -conceptos de forma literaria, formas y géneros literarios- son temas fundamentales de la anhelada o soñada literatura general. Recordaré también que en la edad heroica   —15→   de la comparación literaria que prolonga y desarrolla un impulso venido desde el Romanticismo alemán, desde Goethe y Herder hasta Fauriel, hay una profunda aspiración generalista, aunque claramente historicista más bien que teórica. Por el estudio de la poesía popular, tradicional, de varios pueblos se pretendía remontar a los oscuros orígenes del fenómeno literario, a una razón común de la literatura. Como en los primeros balbuceos de la lingüística general nacida de la gramática comparada de las lenguas indoeuropeas, era difícil descartar del todo el insoluble problema del origen del lenguaje.

A mediados del siglo pasado es Ernest Renan quien en L'avenir de la Science se entusiasmaba por Fauriel descubridor de poesías tradicionales de varios países y celebraba a Fauriel como pionero de una ciencia nueva que él llama «Science des produits de l'sprit humain», y protesta Renan contra la frase del clasicista Villemain que tachaba a Fauriel de «ateo» en literatura. ¿Por qué ateo? Porque desviaba la atención de las obras clásicas, perfectas, regulares, canonizadas hacia productos más informes.

«Il fallait dire un panthéisme, un panthéiste c'est qui n'est ne pas la même chose.» exclama Renan; es una curiosa manera de divinizar los comunes orígenes nebulosos a los que se quería remontar. Aquella materia primitiva que se viene descubriendo es un conjunto de temas con sus estilos propios de expresión más bien que un sistema de formas. Citaré un ejemplo típico español de hace poco más de medio siglo, ¿en 1851?, no, fue el 1881, en pleno fervor del II Centenario de la muerte de Calderón, estupenda ocasión para el casticista Menéndez Pelayo de ensalzar a Calderón como símbolo de la Raza, la Real Academia de la Historia de Madrid -notemos que no es la de la Lengua- propone a los investigadores la cuestión siguiente: ¿Qué relaciones establece la crítica histórica entre el argumento del Mágico prodigioso, de Calderón, y el del Fausto, de Goethe, consultando las tradiciones antiguas y las leyendas de la Edad Media en que los dos escritores pudieron inspirarse? Ya se ve cómo la misma pregunta presupone la solución. La obra premiada fue la de Memoria acerca del Mágico prodigioso, de Calderón, y en especial sobre las relaciones de este drama con el Fausto, de Goethe. Y sin ser genial el estudio de Sánchez Moguel, fue bastante sonado para que se tradujese casi en seguida al alemán y al francés. La conclusión del autor, muy ortodoxa, era que los dos dramas arrancaban de corrientes tradicionales independientes.

El recordar esta orientación del siglo XIX nos servirá para captar mejor por contraste lo actual y tal vez también lo tradicional de lo que llamaré Literatura General y Comparada vigente a esta altura del siglo XX, no sólo en América, sino creo que también en España. Bastará citar algunos títulos bien conocidos de los hispanistas Dámaso Alonso, Ensayo de métodos y límites estilísticos; Carlos Bousoño, Teoría de la expresión poética: Hacia una explicación del fenómeno lírico a través de textos españoles, para comprobar que se trata de un camino hacia la significación general, la razón de ser de la poesía que no se explaya necesariamente por varias literaturas, sino que procura una verdad teórica a través de comparaciones. Una verdad teórica general, o bastante general, o generalizable, a través de comparaciones entre textos de una misma literatura y hasta de un mismo género de ella.

Todos recordamos que Dámaso Alonso arrancó del análisis clásico del lenguaje debido a Saussure, signo = significante más significado, con relación arbitraria del primero al segundo, pero lo recordaba Dámaso, para mostrar en seguida que el signo poético es de índole muy peculiar, pues no toda comunicación por el lenguaje es poética. Pero es el carácter formal del lenguaje el que respalda los valores   —16→   formales de la expresión poética. Dámaso arranca de un soneto de Dante y de la delicia personalísima y cambiante que le dan los catorce versos.

Pero no puede encaminarse la búsqueda teórica sin acudir a clasificaciones viejas, tradicionales, tradicionalísimas de los signos poéticos y de sus valores significantes, y valores de esta clase conocidos desde antiguo son los de la metáfora y de la metonimia, hechos literarios destacados ya por la vieja retórica. El siglo XIX desmonetizó la retórica porque la revolución romántica había rechazado sus exigencias normativas. La lingüística moderna, en cambio, le ha restituido su dignidad de instrumento de análisis y pueden inspirarse en los métodos de la lingüística los análisis modernísimos de la poesía española con o sin acudir a comparaciones extranjeras -y conste, que tanto Bousoño como Dámaso Alonso las hacen felicísimas- para superar lo que Bousoño, a propósito de la metáfora como fenómeno de superposición, llama «las lamentables deficiencias de la preceptiva tradicional».

Y señoras y señores, ya llega el momento en que mis perogrulladas caerían en la simpleza ambiciosa si hiciese salir de mi modesto propósito que era evocar brevemente comparatismos de ayer y de hoy, de España y de fuera, fijándome más bien en algunas divergencias culturales que son probablemente algo más que menudencias anecdóticas. Por eso quiero agarrarme, para terminar, del majestuoso sustantivo que surge en mi última cita española: la preceptiva. La preceptiva es palabra familiar a cualquier español culto, mientras que no tiene, que yo sepa, equivalente francés. Lo cual tiene en parte su razón de ser en la mayor facilidad del español para sustantivar adjetivos, pero yo creo también que puede ser porque en pleno siglo XX, cuando ha sido suprimida en los liceos de mi país toda enseñanza de retórica normativa, ha seguido existiendo en los institutos españoles, si no me equivoco, una asignatura, una materia de enseñanza llamada «preceptiva literaria». Tal vez esta diferencia pueda explicar en parte que, frente a los franceses algo analfabetos o autodidactos en el terreno de la retórica tradicional, los hispanos con su educación preceptiva pueden llegar mejor preparados a las modalidades nuevas de literatura general o teoría literaria que se inspiran en la lingüística moderna y manejan los conceptos redivivos de la vieja retórica para perfeccionarlos o superarlos. Y me temo que vengan de más lejos nuestras desiguales propensiones a formalizar y a teorizar.

Es inmensa la tarea de una ciencia de la literatura como producto del espíritu humano que atienda no sólo a contenidos o temas, sino a formas, estructuras. Muchas escuelas intelectuales pueden colaborar en la empresa. Lamento que no pueda estar entre nosotros mi compatriota Etiemble, defensor de una literatura verdaderamente general. Verdaderamente, es decir, libertada del europeocentrismo. Así como la lingüística de hoy se está haciendo verdaderamente general porque se enfrenta con problemas cada vez más profundos suscitados por comparaciones no sólo entre lenguas europeas, sino con muchas más de muy diferente estructura, hay que revisar, como quiere Etiemble, el concepto europeo de Weltliteratur. Pero ninguno de nosotros olvida que la literatura es para cada cual asunto de cultura individual. Hace más de quince años que el organizador de nuestro coloquio sugería que esta posesión personal de una o varias literaturas nacionales, funciona en cada uno de nosotros como un sistema comparable hasta cierto punto con el de una lengua diferencialmente. Y al fin y al cabo me importa menos a mí y a otros una literatura general en abstracto que no la literatura personalmente experimentada y disfrutada. Espero que no me lo tachen de hedonismo senil. Muchas gracias.