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ArribaAbajoHamletiana127

Manuel Fernández Galiano


Hace falta realmente gran ánimo a estas alturas no sólo para enfrentarse con Shakespeare, cuya bibliografía no andará lejos de los millones de páginas, sino también con Hamlet, ese único y enigmático personaje del que se ha dicho128, no sé si con razón, que solamente cede, en la atención reiterada de la crítica y el comentario mundiales, ante Jesucristo, Napoleón y el propio autor de su tragedia. Es la obra más larga, más compleja, más citada de Shakespeare; es la que más problemas textuales, léxicos y sintácticos presenta; es la que más se entrega al inmoderado y oscuro juego de palabras. El quibble, la sutileza verbal, pasa a veces en este autor de procedimiento acertadísimo a verdadera manía conceptista, es para él, como decía el Dr. Johnson129 en frase muy conocida, «the fatal Cleopatra for which he lost the world and was content to lose it». Y así nos lo pone a todos de difícil; pero, en fin, vamos a ver si algo saco en claro de estos breves minutos.

Los puntos de vista, las aproximaciones -empleemos el cómodo anglicismo- con que la crítica se ha acercado al Hamlet son infinitas. Comenzando, y no estamos quizás en esto más que al principio, por el sociológico-lingüístico de que la Hamletología de Cándido Pérez Gállego130 es interesante muestra. Pero éste no es campo en que yo me sienta a mis anchas. Me muevo mejor, por mi ordinaria dedicación, en el de la crítica textual, donde, dado el calamitoso estado en que las ediciones presentan la obra, hay todavía mucho que hacer. Recuérdese, por ejemplo, la genial intuición con que Dover Wilson vio131 que la inexplicable conducta de Hamlet respecto a Ofelia se aclara con la simple adición de una indicación escénica en mitad de un verso132: el príncipe oye hablar a Polonio desde la antecámara y piensa que padre e hija traman algo contra él. Observaciones como ésta son el único modo de luchar contra la absurda escuela, no carente por cierto de   —85→   representantes, que ve en la obra un inepto intento de zurcir bien conocidas fuentes en un drama más o menos homogéneo.

Y, naturalmente, el raro carácter de Hamlet proporciona a estos detractores un material utilísimo. Tanto más cuanto que precisamente el enfoque exacto de las distintas situaciones espirituales del protagonista, en el sentido que ya apuntaron unas famosas frases de Goethe133, Coleridge134 y Anatole France135, es lo único que nos puede dar la clave del drama entero. Pero no es una clave fácil. Su comportamiento con sus amigos ante el fantasma, o en la llegada de Rosencrantz y Guildenstern, nos deja perplejos. Sus vacilaciones resultan insufribles. Y así, no es de extrañar que los críticos se hayan lanzado a los libres campos de la psicología y psiquiatría en relación con este personaje. Se ha hablado de un temperamento demasiado intelectual para andar por el mundo; de una tremenda falta de moderación en las pasiones; de una grave psiconeurosis; de una patológica situación, que conocen bien por otra parte los médicos, en que el loco se finge un cuerdo que se finge loco.

Como era de esperar, este problema fue ampliamente aprovechado por la literatura psicoanalítica, no sólo en cuanto a Shakespeare, sino también en relación con sus antecedentes y conexiones literarias: Saxo Grammaticus, Belleforest, Kyd, Der bestrafte Brudermord, etc. Ya Freud mismo136 planteó brillantemente el caso en el capítulo VI de la Traumdeutung y luego el tema ha sido extensamente desarrollado por Ernest Jones en 1911, 1923 y 1949, año este último de la publicación137 de su Hamlet and Oedipus. Las bases de la cuestión138 están claras. Oposición entre el viejo que no quiere ceder el poder y el joven que aspira a él (tan antigua, que se plantea ya en la creación del mundo con Urano, Crono y Zeus; tan elemental, que está ya en la Naturaleza, con el mito del invierno que se resiste a morir ante la primavera); celos del anciano respecto a la hija en que subyace una relación incestuosa (Enómao dificultando la boda de Hipodamía en la leyenda de Olimpia); o bien respecto a una segunda esposa joven y su hijastro (Belerofontes, de cuya historia toma Shakespeare el tema de la carta fatal para el mensajero, o Hipólito139, en   —86→   ambos casos con el motivo de la mujer de Putifar); tentativa fallida del abuelo o tío abuelo (Anfión y Zeto, Rómulo y Remo), que quiere evitar el matrimonio de la hija o sobrina metiéndola en una cárcel (Perseo140, estos últimos gemelos), o bien aminorar el peligro casando a la doncella con un hombre socialmente inferior (Ciro); y, después del indeseado nacimiento, intento de muerte del niño por exposición o lanzamiento al mar de él y de la madre (Perseo otra vez, Télefo, Anio), con una variante (Edipo, Paris) en la cual el que expone es el padre; e indefectible salvación del amenazado, que termina por matar al viejo (en el caso de Perseo, por accidente) o al menos destronarlo, como ocurre con Ciro.

Todo ello contribuye a la creación de complejos de Edipo, aunque no precisamente en el propio rey de Tebas, que paradójicamente no sufría de él, pero sí en jóvenes héroes a quienes la identidad de tristes fortunas une afectivamente a sus madres, cuyos padres divinos (Zeus, Apolo, Heracles, Marte) se desentienden de ellos y cuyos torturadores y asesinos frustrados se les hacen naturalmente odiosos. Llega luego el niño a mayor y tiene que tomar partido en un conflicto entre sus padres. Heródoto141 nos ofrece un curioso ejemplo, a mi parecer no explotado psicoanalíticamente, en Licofrón, cuya actitud negativa ante su padre por haber éste matado a la madre del muchacho (alentado en su rebeldía, y esto es importante, por su abuelo materno), impresionó a Gerhart Hauptmann, que hablaba de él como de un Hamlet griego y parece que pensó en tratar dramáticamente el tema. Pero, naturalmente, el caso más conocido es el de Orestes142, sobre el cual hace ya tiempo que varios investigadores143 se entretuvieron en poner de relieve concomitancias respecto al Hamlet que pueden o no (ésa es otra cuestión) ser indicio de relación directa entre las leyendas griega y nórdica. Por ejemplo, el tema del regreso del vengador (Orestes ha estado en la Fócide, Hamlet en Wittenberg; aquí me gustaría, si tuviera tiempo, dedicar al menos un párrafo a la inteligente versión de Cunqueiro144); la contraposición entre un padre guerrero sin complejos de ninguna clase (Agamenón, el viejo Hamlet) y un hijo atormentado intelectualmente; las parejas Orestes Pílades/Hamlet-Horacio, e incluso Orestes-Electra/Hamlet-Ofelia si se recuerda que en Saxo el papel de ésta lo desempeña en parte una hermana de leche del héroe; incluso pormenores como las preocupaciones de ambos protagonistas ante las muertes de sus padres sin ritos funerarios adecuados en el caso de Agamenón, sin tiempo para la contrición en el del viejo rey de Dinamarca. Pero, sobre todo, hay un elemento común interesantísimo, que es la locura de ambos personajes con sus lógicas secuelas: vacilaciones, que por otra parte justifica suficientemente la enormidad del empeño; alucinaciones (claras en el caso de Orestes;   —87→   sobre Hamlet volveré luego); tendencia al delirante monólogo, descuido y suciedad en la presentación física, etc. Otra cuestión distinta, y clínicamente muy importante, es la de la simulación, que en Orestes no se da, aunque sí el subterfugio como, por ejemplo, en el relato de su propia muerte por parte del pedagogo. Para la leyenda de Hamlet es elemento primordial, y no sólo en Shakespeare; pero además se trata de un antiquísimo rasgo mitológico que se encuentra, por ejemplo, en las historias de Guillermo Tell y Parsifal y sobre todo en la del fundador de la República romana, Lucio Junio Bruto, cuyo nombre puede ser incluso paralelo al de Hamlet, pues amlod «loco» y otras palabras semejantes aparecen en lenguas escandinavas.

Sobre esto se podría seguir elaborando hasta el infinito, si, por ejemplo, se profundiza en la sugestión ciertamente muy interesante de Jan Kott145, que ve en el Hamlet, a partir del acto V (y precisamente desde que, al final de la escena primera146, el protagonista salta a la tumba de Ofelia), un paso a la bien conocida impersonación Hamlet/Orestes a partir de los cuatro actos anteriores, en que la actitud del héroe recuerda más bien a la dubitativa y retardataria de Electra, afectada por un complejo de Edipo negativo (pues la expresión complejo de Electra, al parecer, no gustaba a Freud). Pero lo que yo quisiera ahora es generalizar más aún y fijar tres componentes básicos en la analogía que ofrecen los mitos de Edipo y Orestes:

a) la mentalidad patriarcal que exige al hijo la venganza del padre asesinado;

b) el tema usurpación: prescindiendo de si Shakespeare sabía o ignoraba o prescindía voluntariamente del hecho de que Dinamarca era monarquía electiva en su tiempo, Hamlet, como Orestes, se encuentra expulsado de un poder al que cree tener derecho;

c) una determinada posición ante la madre, y aquí es donde tenemos que matizar más y que volver a Jones con más explicaciones, pues la verdad es que hasta ahora Edipo apenas ha aparecido en estas cuartillas más que de forma muy secundaria.

Es probable -apunta el notable psicoanalista- que Hamlet tuviera lo que vulgarmente -aunque inadecuadamente, insisto yo- llamamos un complejo de Edipo. No se nos dice nada de un sentimiento de odio infantil hacia el padre, aunque es posible que las hazañas del viejo rey, derribando de un manotón polacos sobre la nieve147, despertaran cierta insatisfecha amargura en el joven estudiante; pero evidentemente todo su entorno familiar y social favorecería la represión. Lo que sí está claro es que el otro indefectible elemento en tales casos, el mimo excesivo, incluso aberrante, por parte de la madre148 sí se daba aquí.


The queen his mother
Lives almost by his looks,



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dice, no sin ciertos celillos, Claudio en cierto momento149. Y cuando, en la escena de la representación, el mozo se niega a sentarse con su madre150 prefiriendo a Ofelia (here's metal more attractive), es difícil no ver en ello un malévolo coqueteo indicador de inocentes, pero peligrosas intimidades. Los protocolos psicoanalíticos están llenos de escenas y afectos de este tipo. Hay, por ejemplo, una famosa151 en que el padre de Proust, irritado ante la debilidad de su madre para con el futuro escritor, asegura proféticamente que éste terminará por ser un enfermo, como en realidad ocurrió; y del filólogo Wilamowitz, aborrecedor de la dura figura de Junker que fue su padre, sabemos152 que durmió en la alcoba materna hasta los once años.

El niño, dentro de la ortodoxia freudiana, conoce e imagina la unión sexual de sus padres -recuérdese La metamorfosis- y se convierte así en odiador de su progenitor: esto es cosa clara. Pero la postura frente a la madre es ambivalente. Por una parte hay amor, pero, al estar éste reprimido, es frecuente que surja el odio. En definitiva, el problema que se plantea es típico: ¿a quién matará el hombre engañado ante el delito flagrante? La respuesta dependerá de los condicionamientos psicológicos y aun sociales: un temperamento frío y pragmático eliminará al intruso adúltero respetando, y aun recuperando quizá, a la amada. En las relaciones hijo/madre, esto puede darse, y aun producir una sublimación de la figura maternal: tal han detectado Langer respecto a Hitler e Ivon Brès153 en relación con Platón. La madre patria Alemania y las sabias Aspasia y Diotima serían idealizaciones del tipo materno frente a un padre odiado o ignorado. Pero lo usual es el caso de Otelo, el desgarrado y desesperado «la maté porque era mía» y, en todo caso, el aborrecimiento, la misoginia. Kafka con sus timideces, Proust con su apología del matricidio154, Platón y su soltería; o, en la esfera mítica, la postura negativa de Hipólito hacia Afrodita. Y, como un caso límite, Baudelaire155 y su elogio del lesbismo: aquí lo que se odia no es ya la mujer, sino la cópula heterosexual; o, dicho de otra forma, el hijo cobra aversión a aquello que, además de recordarle la traición, le pone en peligro de cometer incesto generalizado en el trato con cualquier mujer. Por eso son homosexuales tantos de los incursos en este complejo.

La misoginia de Orestes no puede estar más clara: ni falta en su caso, como ha visto bien Devereux156, el mordisco castrador de la serpiente en el pecho materno. Pero volvamos a Hamlet, donde, para empezar, no creo, como tampoco Murray157, que tenga significado alguno, más allá del obvio, el simbolismo de Claudio como reptil158 en el primer acto (the serpent that did sting thy father's life).

Hamlet condena, sí, el asesinato de su padre y usurpación del trono, pero lo que le produce un verdadero horror es el incesto, el amor criminal coronado con la muerte del esposo y las segundas nupcias velozmente contraídas. Naturalmente,   —89→   esto conlleva sentimientos misogínicos que ha estudiado agudamente Manuel Ángel Conejero159; pero ello no impide que para Hamlet no haya problemas sobre a quién debe matar, porque el espectro le ha ordenado160 que respete a su madre


(not let thy soul contrive
Against thy mother aught),



que nada sabe del asesinato; es más, resulta probable que, como apunta Dover Wilson161, la aparición del fantasma en el dormitorio vaya encaminada a impedir que el excitado Hamlet revele a Gertrudis toda la verdad sobre ello. Pero no era necesario, porque el príncipe, al dirigirse a la alcoba162, se ha negado a ser


(let not ever
The soul of Nero enter this firm bosom)



un Nerón, esto es, doblemente repugnante por amante de su madre y por asesino de ella.

Esta liberación le permite volcar su odio entero sobre Claudio: su complejo de Edipo, porque el tío, al usurpar el puesto del padre (es curioso que en O incerto señor Don Hamlet, príncipe de Dinamarca, publicado en 1958 por Álvaro Cunqueiro, el protagonista sea realmente hijo adulterino de Claudio), ha cargado también con la odiosidad subconsciente de este papel; pero con la diferencia de que aquí la represión es mínima. O se ejerce en otro sentido: las vacilaciones de Hamlet pueden deberse al hecho de que en el fondo Claudio es para él otro yo, un rival del viejo rey frente a la esposa y madre, y así matar al tío es un poco morir él mismo. Dudas que no existen ante Polonio, anciano odioso y pesado, encarnación típica del padre opresor a quien Hamlet mata con alegre ferocidad. En este sentido hay una clave valiosísima163: también Polonio fue actor en la Universidad,   —90→   y su papel fue precisamente el de César, muerto por Bruto en el Capitolio. Y recordemos que Julius Caesar fue compuesto probablemente un año antes que Hamlet; que Bruto, aunque Shakespeare no mencione el hecho, como tampoco, por cierto, Leopardi, pasaba por ser hijo ilegítimo del dictador; y que también aquí164 se aparece la sombra del asesinado, en este caso a quien le mató.

De ahí no hay más que un paso, en la valerosa manera de proceder de la escuela freudiana, a la interpretación biográfica del Hamlet. Muy repetida observación165 de Dover Wilson es que la sex nausea, una especie de obsesión y aversión del sexo, se hace bien visible en los dramas escritos a partir de 1600. Y, más concretamente, una misoginia como la expresada de modo tremendo en las tiradas contra Gertrudis y Ofelia. Algo muy duro e íntimo tenía que ocurrirle a Shakespeare por aquellos años; algo que necesariamente debía ser puesto en negro sobre blanco para que sobreviniera la benéfica catarsis; para que Hamlet, con inteligentes palabras166 de Ella Sharpe, sea lo que el poeta podría haber llegado a ser si no hubiera escrito el Hamlet. Sobre esto se ha lucubrado mucho desde George Brandés, ya en 1896, pasando por Freud, por el Ulysses de Joyce167 y por muchos otros comentaristas, entre ellos T. S. Eliot168, que basa parcialmente en ello su criticada calificación de artistic failure para el Hamlet, porque en esta obra -dice- Shakespeare, movido por su propia excesiva emoción personal, tackled a problem which proved too much for him. Los hechos son bien conocidos. En 1579 se ahogan en el Avon, como Ofelia, un pariente del autor, un tal William Shakespeare, y una muchacha llamada Katherine Hamlet. En 1585 nace un hijo del dramaturgo que es bautizado como Hamlet y que morirá en 1596. Entre el 1598 y el 1601 se escriben los sonetos, producto de la decepción causada por William Herbert y Mary Fitton, dama que fue presentada por él mismo a su amigo y que tuvo un hijo con éste en el último año mencionado -Frailty, thy name is woman!-169. En febrero también del 1601 es ejecutado el conde de Essex, temperamento «hamletiano» en tantos aspectos; y en septiembre, cuando probablemente estaba siendo compuesto el Hamlet, muere el padre de su autor. Piénsese en el gran tinglado psicoanalítico que puede organizarse con tantos y tan buenos mimbres. Lo cual no deja de aprovechar Jones, aunque, a mi entender, pasándose de la raya en ciertos aspectos. Por ejemplo, cuando monta una complicada estructura170 en que Laertes y Hamlet resultan ser, en virtud de una serie de descomposiciones y traslaciones, cada uno recíprocamente padre e hijo del otro. No es extraño, pues, que estas tesis freudianas o más bien hiperfreudianas haya quien las tome un poco a broma. Y así, en su Finnegan's Wake, Joyce171 saca a relucir, con sucias implicaciones sexuales, a otro profesor Jones, uno de los grisly old Sykos que han actuado sobre alices (como la Alice niña, amiga del viejo Lewis Carroll, cuyo psicoanálisis llevó a cabo William Empson) cuando éstas eran yung (jóvenes, pero también Jung) y podían ser fácilmente freudened (esto es, conquistadas, befriended, pero también   —91→   «freudeadas»); y más allá el propio ficticio Jones172 sigue hablando de Burrus y Caseous, que son queso y mantequilla, pero también Bruto y Casio, asesinos de un César outnullused (aniquilado, pero también reducido a la segunda parte del dilema de César Borgia, aut Caesar aut nullus, lo cual recordaremos luego); y, finalmente, Jones (que ya no es Jones, sino un Jonás sumergido entre ballenas y delfines) aparece173 entre una cita del Hamlet y unos pies hinchados (swell foot) que difícilmente pueden pertenecer a otro que a Edipo. Y el genial Vladimir Nabokov, en uno de sus capítulos más sugestivos, de la novela Bend Sinister, aparte de apuntar otras ideas curiosas a que al final me referiré, se lanza174 a una verdadera catarata de anagramas más o menos logrados para el nombre de Ofelia (muchacha/ sauce, lass/salix; hoja flotante, phloating leaph, con ph para que resulte más cercano; Alpheios, el Alfeo, un dios fluvial) y termina con un estupendo palíndromo: Hamlet es Telmah, Telémaco, el que lucha de lejos (mal combatiente, en efecto, habría sido el príncipe), el que mata a los pretendientes, que son objetos secundarios de una fijación edipal, etc. Y hay también una novela muy reciente, de 1973, escrita175 por la desigual Iris Murdoch, que aquí nos afecta bastante. Es la historia bien conocida de un viejo scholar enamorado de una estudiante, pero toda ella compuesta a base de nuestro tema, porque la discusión sobre la obra de Shakespeare constituye una parte no pequeña del argumento y porque, como su propio título, The Black Prince, indica, la tradicional androginia de Hamlet tal como se le suele hallar en escena desempeña también un papel importante: el protagonista no consigue consumar su relación sexual mientras no se le presenta la muchacha con pantalones negros muy ajustados, zapatos y chaqueta del mismo color, camisa blanca, cadena de oro y cruz al cuello y contemplando filosóficamente una calavera de cordero. Todo ello, claro está, con implicaciones en parte psicoanalíticas. Por una parte, sí, se bromea sobre los excesos freudianos y jonesianos. En un momento dado, Bradley, el amante, explica a la niña, ingenua al principio, que al viejo Hamlet lo mató Gertrudis porque la estaba engañando con Claudio, y luego, ante la sorpresa de ella, dice graciosamente: I'm teasing you. They have not thought of that yet, even in Oxford. Y en otro lugar apunta algo, también más o menos jocosamente, sobre una liaison Hamlet/Horacio (que, por otra parte, habría encontrado precedentes no sólo en Orestes/Pílades, sino en Aquiles/Patroclo y un sinfín de otros casos). Pero el final es relativamente más serio, con el informe del psicólogo en que se diagnostican para Bradley complejo de Edipo y homosexualismo, relacionado en este caso con la citada ambivalencia de Hamlet teatral. Nótense el éxito que, como recuerda Tones, tuvo Sarah Bernhardt representando al príncipe de Dinamarca y unas breves frases del Ulysses de Joyce en que se habla176 de una actriz: «Hamlet» she played last night. Male impersonator. Perhaps (se refiere ahora al personaje de Shakespeare) he was a woman. Para terminar con una inquietante sugestión: Why Ophelia committed suicide?

Pero, en fin, abandonemos definitivamente estos resbaladizos senderos y terminemos con otro problema no carente ciertamente de trascendencia. Shakespeare debió habernos dejado resueltas varias cuestiones en que no se manifiesta claramente. ¿Existía realmente ya adulterio entre Gertrudis y Claudio en vida del viejo Hamlet? Aun en caso positivo, ¿fue Claudio quien mató a su hermano? Todo   —92→   depende, claro está, del testimonio del fantasma. Pero ¿cómo sabe este mismo que su muerte no fue accidental? Y, forzando un poco más las cosas, ¿existió realmente el fantasma como algo más que una alucinación del príncipe? Sobre todo esto, claro está, se ha escrito muchísimo y, si Dios no lo remedia, se continuará escribiendo.

Ahora bien, antes de pasar brevemente a esta cuestión debemos decir algo sobre simpatías y antipatías. Uno no puede evitar el encariñarse o enemistarse con las personas; ni tampoco con los temas de estudio. Es posible que un erudito pase cientos de horas inclinado sobre un texto o un personaje y, a lo largo o al final de ellas, conciba verdadera aversión, quizá por hastío, a aquello sobre lo que investiga. Algo así le debió de ocurrir en tiempos a Salvador de Madariaga. Editó y tradujo en verso el Hamlet, le consagró un libro en inglés y una amplia introducción en español y de todo ello177 extrajo un pobre concepto del héroe mismo y, todo hay que decirlo, tampoco la mejor idea de Shakespeare como dramaturgo. Su estudio On Hamlet, publicado en 1948, llamó bastante la atención y obtuvo en Inglaterra críticas desfavorables. No puedo detenerme aquí mucho sobre él y además se trata de obra bien conocida. En ella hallamos consideraciones sobre cierto ambiente e ideario no típicamente inglés, más bien hispanizante, que impregna, según el comentarista, la pieza entera; y, por lo que toca a su protagonista, una despiadada mentalidad maquiavélica o borgiana, como el propio autor dice con referencia a César Borgia: una filosofía del éxito, del poder y la virtú renacentista frente a la filosofía cristiana de la virtud y el mérito. Evidentemente, el comportamiento de Hamlet para con Polonio, Ofelia, Rosencrantz y Guildenstern se presta en ocasiones a una tal interpretación; y, si se alega como atenuante la locura, ahí está ese bello capítulo en que Madariaga compara dos locos bien distintos, Hamlet y el idealista, inofensivo don Quijote. En el primero tendríamos, pues, el príncipe del Renacimiento, libre de escrúpulos, egocentrista, indiferente a otro ser humano que a sí mismo. Esta tesis viene a ser casi absolutamente inversa a la de Knight, autor, en 1930 y 1931, de dos conocidos ensayos que, al montar la interpretación hamletiana sobre la contraposición estructural vida/muerte, buscaban en el protagonista los gérmenes de la destrucción de los demás y de la suya propia, the nihilism of the superman. Pero lo verdaderamente llamativo es que tanto Knight como don Salvador se vean de modo paralelo llevados por la fuerza de sus propias argumentaciones a defender a Claudio. Ya el primero veía en él178 a politic, wise, and gentle king; para Madariaga, el marido de Gertrudis es figura de una pieza, no a king of shreds and patches, un rey de parches y remiendos, como dice179 Hamlet en la alcoba. Shakespeare lo describe bien con la decidida intención de no dejar que el público se base, al enjuiciarle, solamente en las apasionadas diatribas del príncipe. Es un verdadero anti-Hamlet, no sólo porque se le opone, sino porque es su antípoda: un tipo real y real tipo, coherente, cortés, eficaz, dominante, capaz de dirigir cualquier situación. Tiene, es cierto, dos debilidades: una, su amor   —93→   inmoderado hacia Gertrudis, que tantos disgustos le proporciona; otra, el ser, a diferencia de Hamlet, un buen cristiano en quien la contrición y conciencia de su culpa luchan con su ambición y sus deseos180. Y, si al final se lanza por la pendiente borgiana al conspirar contra el príncipe, no hace más que defenderse contra éste con sus mismas armas.

Dover Wilson ha dedicado bastantes páginas de su fundamental What Happens in «Hamlet» a refutar con dureza la tesis de Madariaga. Y, naturalmente, está obligado a adoptar la posición contraria. Nuestro compatriota no habla apenas del acto I -claro, apunto yo, porque no le conviene-: pues bien, ahí tenemos a Hamlet como un hombre afectuoso, simpático, buen hijo de su padre y también de su madre, cuya degradación moral le apena. Y, en cambio, Claudio, también desde el punto de vista de dicho acto, sería con razón considerado por los espectadores como un villano traidor y lujurioso; un carácter realmente borgiano y maquiavélico en sus trucos y conjuras; un adúltero usurpador ayudado por el inmoral valido de Elsinore que es Polonio. Un monstruo italianado, como dice textualmente Dover Wilson con palabra difícil de traducir. Porque este notable comentarista, en su afán por vilificar al pobre Claudio, piensa181 en una fuente italiana que Shakespeare o su antecesor Kyd habrían injertado en la leyenda nórdica y a que respondería The Murder of Gonzago, la obra representada por los cómicos, de la que vendrían el jardín, el veneno en la oreja (parece que así fue asesinado un duque de Urbino) y la figura entera de Claudio, effeminate and Italianate, una figura mean and contemptible, vicioso, espía, envenenador, en una palabra, ése sí un verdadero hombre del Renacimiento. Lo cual ha dado lugar a una ingeniosa y zumbona teoría de Nabokov: ese italianado Claudius tendría junto a sí a un bufón que, como solía ocurrir por entonces, llevaba casi su mismo nombre, el más italiano aún de Claudio, y era quien tenía que haber llevado al rey la mala noticia del regreso de Hamlet, pero ha abierto indiscretamente la carta y, al ver lo que contenía y temeroso del malhumor del destinatario, se la ha entregado a otro mensajero, el que dice182 They were given me by Claudio, he received them... Todo muy florentino y complicado.

Pero es que el problema no está claro. Puede recurrirse, por ejemplo, al test de la popularidad. El pueblo, claro, no conoce pormenores sobre la muerte del viejo Hamlet, pero podía haber intuido la existencia anterior de un adulterio, pues todo se transparenta, aun en las cortes más secretas, y ello habría creado mala imagen de su hermano. Si es que existía tal adulterio. Oigamos, sin que, naturalmente, yo atribuya a esto valor decisivo, el diálogo entre Bradley y Julian, la muchacha, en la novela de Iris Murdoch:

- Bradley, do you think Gertrude was in league with Claudius to kill the king?

- No.

- Do you think she was having an affaire with Claudius before her husband died?

- No.

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- Why not?

- Too conventional. Not enough courage. It would have needed tremendous courage.

- Claudius could have persuaded her, he was very powerful.

- So was her husband.



Realmente esto hace pensar. Pero, aun prescindiendo del tema del adulterio, Claudio, de cuya popularidad inicial183 se queja Hamlet -those that would make mows at him while my father lived, give twenty, forty, fifty, a hundred ducats apiece for his picture in little-, decae muy rápidamente en el favor del pueblo. Si fuera un excelente monarca, libre de sospecha alguna, salvo la de una excesiva prisa por casarse con la viuda de su hermano, ¿se habría armado184 una tal revolución contra él, con Laertes como aspirante a nuevo rey, a la muerte de Polonio? Bien está que los públicos de hoy se pongan siempre de parte de Hamlet -la obra es poco usual, dice la Murdoch, porque en ella everyone identifies with the hero-, y más todavía los juveniles -no young person can understand Claudius, sigue apuntando con razón la novelista-, pero parece que también Shakespeare pretendía no sólo presentar a Hamlet como un príncipe muy querido -luego volveré sobre esto-, sino también que el rey resultara antipático desde el principio. Shakespeare, que no sus predecesores; porque en la leyenda anterior el hermano del rey Hamlet mata públicamente a éste, pero intenta justificarse -también aquí ha visto Jones un tema freudiano185 en que Claudio sería un paralelo de Hamlet el joven- alegando que la reina estaba gravemente amenazada por su marido. Y la gente se lo creyó, y, según Belleforest, son péché trouva excuse à l'endroit du peuple et fut reputé comme justice envers la noblesse, et... chacun des courtisans luy applaudissoit et le flattoit en sa fortune prospère.

Pero, en fin, ahora hablamos de Shakespeare. Voy a situarme en 1917, en plena guerra europea, cuando Greg publicó, en la Modern Language Review, un agudo artículo186 titulado aliterativamente Hamlet's Hallucination. En él se comienza por estudiar los casos de fantasmas que aparecen187 en Richard III, Macbeth y el Julius Caesar de que hablábamos y se concluye de ello que el autor de los tres dramas, un tanto incrédulo sobre la existencia de visiones sobrenaturales, considera que los respectivos espíritus no son más que alucinaciones de los personajes a quienes se aparecen. Si es así, podrá también pensarse que el fantasma del viejo Hamlet es igualmente una creación de la sobreexcitada mente de su hijo. Esta hipótesis no ofrece dificultades en cuanto a la escena de la alcoba, pues la reina está claro que no ve a su marido y dice188 this is the very coinage of your brain; y, por lo que toca a las apariciones del principio, puede haber mucho o aun todo de sugestión no sólo en los simples, Bernardo y Marcelo, sino también en Horacio, tan escéptico al principio (Tush, tush, 'twill not appear189). Por otra parte, Claudio presenció impertérrito la representación de la pantomima, previa a la abra propiamente dicha, en que se podía ver ya claramente a alguien vertiendo ponzoña en los oídos de un hombre dormido; luego, si no se inmutó, es porque él no había matado a su hermano así; luego la declaración del fantasma, que alude a tan extraño modo de asesinar (in the porches of my ears190), es una creación acalorada de la   —95→   mente de Hamlet, que conocía la obra The Murder of Gonzago, en que, como dije, se ponía en escena un tal caso; luego Claudio, si es que mató a su hermano, empleó otro sistema; o bien, en el plano teórico, Claudio pudo no haber sido asesino de su hermano el rey, y en ese caso la obra entera sería el desarrollo de la conspiración calumniosa de un loco, y tendrían cierta justificación el rencor y aun la perfidia con que el tío, a partir de la representación, se dedica a tramar la muerte del sobrino. Tal conducta de Hamlet sería ciertamente impensable desde el punto de vista positivo hacia él de Dover Wilson y otros; pero ya no tanto si, como apunta Pujals191, Shakespeare ha querido mostrarnos en su ejemplo una mente abocada al desorden y el mal, una conciencia derrumbada que serviría al poeta como alegoría dramática frente al público.

Ahora bien, la tesis de Greg ofrece muchos puntos débiles y hoy apenas se habla de ella, sobre todo después de la hábil refutación de Dover Wilson en el libro citado. Realmente, nuestra impresión, después de las escenas iniciales, es que Horacio y los otros han visto al fantasma; y ya hace tiempo que, para explicar el raro desarrollo de las dos piezas teatrales, se piensa que Claudio y los demás no se dieron cuenta de cómo se estaba representando la pantomima porque, distraídos y preocupados ante el extraño comportamiento de Hamlet, hablaban entre sí a lo largo de toda ella, mientras que la segunda vez fue cuando el rey, ya más atento, pudo comprobar que se estaba poniendo en escena su propia fechoría y que, por tanto, Hamlet conocía la verdad y, como consecuencia de ello, debía ser quitado de en medio.

Pero algo de duda ha quedado después de Greg en los comentaristas o simples lectores. Joyce, en el Ulysses, anota reflexivamente192 sobre las declaraciones del viejo rey: By the way how did he find that out? He died in his sleep. Y más adelante193 saca burlonamente la obvia conclusión teológica: But those who are done to death in sleep cannot know the manner of their quell unless their Creator endow their souls with that knowledge in the life to come. Pero esto nos lo pone más difícil. ¿También en el infierno, donde está el rey, hay conocimiento sobrenatural?

En cuanto al Bradley de Iris Murdoch, sus reservas son patentes:

- Why did Hamlet delay killing Claudius?

- Because he was a dreamy conscientious young intellectual who wasn't likely to commit a murder out of hand because he had the impression that he had seen a ghost.

- But, Bradley, you yourself said the ghost was real.

- I know the ghost is real, but Hamlet didn't.



En efecto, algo más de treinta páginas antes ha dicho Julian del viejo rey:

- We only see him through Hamlet's eyes.



A lo cual Bradley ha contestado:

- No. The ghost was a real ghost.



Es decir, una situación complicadísima. Shakespeare y los lectores creen en un espectro real, pero Hamlet no está seguro. ¿Y Horacio, lo estaría?

Por lo que toca a Nabokov, su chispeante ingenio no conoce límites en las   —96→   páginas que ahora nos interesan. En ellas se nos describe, con fingida seriedad, la puesta en escena e interpretación de Hamlet en un país comunista. En realidad -dice pedantescamente el hermeneuta-, está claro que el argumento de la obra, en la intención de Shakespeare, no es otro que la victoriosa lucha del joven Fortimbrás para recuperar las tierras que arteramente arrebató el viejo Hamlet a su padre. Something is rotten in the state of Denmark. Pero no, algo no, todo. Es una democracia podrida donde no hay más que desorden, impotencia, palabras194. ¿Qué se puede esperar de un país decadente donde a un soldado de guardia le pone malo el frío? I am sick at heart! Afortunadamente, hay un pueblo nórdico que se mantiene firme y puro frente a la basura que son el degenerado Hamlet padre y el judeo-cristiano (peor aún que italianado) Claudio. Un pueblo en que las masas y la sociedad predominan sobre el caos individual; cuyos jefes saben engañar al tonto del nuevo rey para que ceda el derecho de paso a unas tropas que en realidad son invasoras; cuya astucia política discurre, en fin, la más divertida y osada de las tramas. El viejo Fortimbrás, mostrándose un buen ciudadano desde su tumba, se prestará a aparecerse a Hamlet disfrazado como si fuera su padre; y lo de menos es su relato glib and probably quite untrue (nótense una vez más estas dudas) de la muerte del rey; lo importante es que tales fantasmagorías crean disensiones, tensiones internas, desmoralización del afeminado pueblo danés y, en definitiva, that group of slaughtered personages, who are dispatched so suddenly at the end of «Hamlet», para emplear la ágil expresión de Thackeray195, el montón de cadáveres que con indisimulado gozo contempla al final el joven Fortimbrás, cuyo this quarry cries on havoc significa realmente the foxes have devoured one another.

El libro de Nabokov, primero escrito por él directamente en inglés, fue compuesto entre 1945 y 1946 y publicado por primera vez en los Estados Unidos en 1947. Lo que hace de él en cierto modo un precursor respecto a ideas de Jean Paris196, para quien Fortimbrás desempeña, con sus paralelos Hamlet y Laertes (tres vengadores de sus padres), un papel primordial. Y es también curioso que su irónica visión de un Hamlet comunista se haya hecho muy pronto realidad. Salvo que conociera las ideas someramente apuntadas por Granville Barker en 1930197, pues el enfoque ya francamente marxista de Brecht198 se redactó en 1948 y hasta 1961   —97→   no apareció la obra interesantísima de Jan Kott199 titulada en polaco Szkice o Szekspirze y traducida al francés en 1962 con prólogo de Peter Brook y al castellano en 1966. En ella se habla ampliamente no sólo de cómo el tema de Fortimbrás pacificador, introductor -mala resonancia ciertamente- de una neue Ordnung, se viene insinuando en la crítica parcialmente estructuralista de los años cincuenta (aunque él200 considera el personaje como insignificante desde el punto de vista estructural y recoge palabras del gran director en escena Peter Hall, que no cree que podría sentirse muy feliz en una Dinamarca regida por Fortimbrás), sino también de una representación celebrada en Cracovia en 1956, poco después del XX Congreso del Partido Comunista de la U.R.S.S. Allí no sólo huele todo a podrido, sino que el país entero es una cárcel -Denmark's a prison201- donde imperan el miedo, el espionaje recíproco y -tema bellamente tratado por mi querido Luis Alberto de Cuenca en un artículo inédito- las hermosas, fuertes horcas202 que las dictaduras saben construir y de las que se jacta el sepulturero. Pero esta visión sui generis del drama resultó efímera. Cuando el libro de Kott aparece, solamente tres años después de la representación de Cracovia, los polacos se han sublevado adquiriendo un mínimo de libertad oral y crítica. Hamlet -apunta esperanzadamente el autor- es ya una especie de contestatario, insatisfecho James Dean que no lee a Montaigne, sino a Sartre, Camus o quizás a Kafka como los jóvenes polacos de 1961 y no sé si los de ahora. Lo cual no ha obstado para que en 1962 volviera Kettle machaconamente a la tesis «ortodoxa»: The evil is a social one203 y Hamlet tiene clara visión de los males de la corrupta aristocracia, aunque se ve impotente para combatirlos con éxito.

Pero retrocedamos un poco más, y les prometo que es el último viaje. Hasta 1899. Hasta un texto que tendría prioridad cronológica sobre casi todos los que hoy he mencionado si no hubiera permanecido inédito sesenta y nueve años. Se trata204 de un poema que pocos han leído todavía, El rey Claudio, que Konstandinos Kavafis tenía entre sus papeles con la nota not for publication, but may remain here y que Savvidis ha editado en 1968. Es el más largo de los de Kavafis y quizás uno de los más interesantes, aunque quede al margen de la temática usual en él; y la combinación de un estilo laxo y familiar con una gran profundidad de intención, la habilidad del autor, como en otras poesías, para volver del revés los hechos históricos enfocándolos desde el punto de vista popular -comportándose así no en modo muy distinto al de Stoppard cuando, en su finísimo Rosencrantz and Guildenstern are dead nos ofrece, en el destino antiheroico de los compañeros de Hamlet, algo así205 como el envés del brillante tapiz trágico-, resulta, al menos para mí, francamente apasionante. Como es obra casi desconocida -tan sólo sé que exista de ella una versión inglesa206 y prácticamente ningún comentario-, me permitirán que se la dé en traducción mía. Y Kavafis, con su mirada llena de sabiduría   —98→   y de fatiga, contemplará benévolamente, espero, mis intentos para dialogar con él.



   A países lejanos va mi espíritu.
Me paseo por las calles de Elsinor,
doy vueltas por las plazas y recuerdo
la tristísima historia,
a aquel desdichado rey
al que mató su sobrino
por ciertas fantásticas sospechas.

   En todas las casas de los hombres pobres
a hurtadillas, pues temían a Fortimbrás,



(ya está aquí el feliz conquistador)


le lloraron. Tranquilo y dulce
era. Y amó la paz
(el país había sufrido mucho
a causa de las guerras de su antecesor).



(El soldado Bernardo, cansado del trajín y trastorno, post-haste and romage, que perturba al país, dice del viejo rey that was and is the question of these wars; y Claudio parece aburrido ante los eternos problemas de this warlike state207.)


Se comportaba noblemente para con todos,
grandes y pequeños. Aborrecía
las arrogancias y buscaba consejo
siempre, para los asuntos del reino,
en personas serias y expertas.



(¡Polonio! ¿Bromea aquí Kavafis?)


   Por qué le mató su sobrino
jamás lo dijeron con claridad.



(Esto es enteramente cierto, al menos por lo que se refiere al drama.)


Le tenía por sospechoso de un crimen.
La base de su sospecha era
que, cuando una noche paseaba a lo largo
de uno de los antiguos baluartes,
imaginó (e)qa/rrfe) que veía a un fantasma



(no de su padre, obsérvese)


y con el fantasma mantuvo una conversación
y quizás oyó de boca del fantasma
algunas acusaciones contra el rey.
    Habrá sido un arrebato de fantasía
probablemente y una ilusión de los ojos.
El príncipe era nervioso en extremo;
mientras estaba en Wittenberg, le tenían
por loco muchos condiscípulos suyos.



  —99→  

(Esto, querido Kavafis, es totalmente falso. Es cierto que Nabokov, siempre enredando las cosas, ha escrito sobre Hamlet en Wittenberg, llegando siempre tarde a las clases de Giordano Bruno, porque nunca usa reloj y se rige por el de Horacio, que está atrasado, y por eso se presenta en la explanada después de media noche a pesar de que había prometido208 estar allí entre once y doce; pero este atolondramiento y desorden en un estudiante son cosa venial. Cuando llegan Rosencrantz y Guildenstern, those gentle interchangeable twins en deliciosa frase de Nabokov, los patéticos y risibles Tweedledum y Tweedledee que tan certeros y obsequiosos corren a su destino, Claudio les habla claramente209 de la Hamlet's transformation, y la reina210 de su too much changed son, sin que ellos protesten, lo que hace suponer que Hamlet en Alemania era un muchacho normal; y en Stoppard sus amigos de juventud comentan largamente la mutación.)


   Pocos días después fue
a ver a su madre para hablar
de algunos asuntos familiares; y, de repente,
mientras estaba hablando se excitó
y empezó a gritar, a vociferar
que el fantasma se aparecía frente a él.
Pero su madre no veía nada en absoluto.



(Rigurosamente exacto.)


   Y el mismo día a un viejo
magnate mató sin razón alguna.
Como estaba proyectado que el príncipe fuera
a Inglaterra uno o dos días después,
el rey aceleró a toda prisa
su viaje para salvarle.



(¿Para salvarle de qué, querido poeta? El propio Claudio se da cuenta211 de que va a ser difícil castigar la muerte de Polonio, porque he's loved of the distracted multitude, y luego habla212 de the great love the general gender bear him).


Pero tanto se irritó la gente
ante el espantoso crimen



(contra Claudio, se entiende, como antes vimos)


que se alzaron unos rebeldes
y marcharon a las puertas del palacio
para derribarlas con el hijo del muerto,
el prócer Laertes, un joven
valeroso y ambicioso además;
en el tumulto algunos amigos suyos
gritaban: «¡Viva el rey Laertes!»
    Cuando después se tranquilizó el país



(es importante este punto de vista; ya no se trata más que de la fama póstuma de Hamlet y Claudio, pues ambos han muerto)

  —100→  

y el rey yacía en su sepulcro
asesinado por su sobrino
(el príncipe no fue a Inglaterra;
en el camino se escapó del barco),
un tal Horacio se puso a hablar
y salió con algunas historias
para justificar al príncipe.
Dijo que el viaje a Inglaterra
era una asechanza secreta y que había sido dada
orden para que le mataran allí
(esto, sin embargo, no se demostró claramente).



(En efecto, Rosencrantz y Guildenstern, aunque hubieran leído la carta como en la obra de Stoppard, no podían, ya muertos, revelar nada, de modo que el único testimonio válido para nosotros, el monólogo de Claudio213, no lo era para los daneses que no habían ido al teatro; obsérvese también que nada dice Kavafis del segundo mensaje, el que provoca la muerte de la citada pareja, a pesar de que éste pudiera haber sido un argumento contra Hamlet: a mí mismo se me ocurre pensar si en el Why, what a king is this! de Horacio214, que no viene muy a cuento, no habrá un desilusionado «¡Qué clase de rey va a ser éste cuando suba al trono!»)


Habló también de un vino envenenado,
envenenado por el rey.
Esto lo dijo, es verdad, también Laertes.
Pero ¿no pudo haber mentido? ¿No pudo haberse engañado?
¿Y cuándo lo dijo? Cuando, herido,
expiraba y su cabeza daba vueltas
y parecía como si estuviera delirando.



(Sí, claro, el danés de tipo medio, que no puede haber asistido a la tremenda conversación de Claudio y Laertes215, tampoco está seguro de que Horacio diga la verdad.)


En cuanto a las armas envenenadas,
después se reveló que el veneno
no lo había puesto en absoluto el rey,
el único que lo había puesto era Laertes.
Pero Horacio, en el aprieto,



(¡qué bien está cumpliendo el último encargo de Hamlet, quien le quiere superviviente216 para contar su verdadera historia! )


sacó también el testimonio del fantasma.
¡El fantasma dijo esto, dijo lo otro!
¡El fantasma hizo esto y aquello!
   Por eso, mientras oían lo que decía,
los más de ellos en su interior
se compadecían del buen rey
que, con todos esos fantasmas e historias,
fue injustamente asesinado y desapareció.
Sin embargo, Fortimbrás, al que ello beneficiaba



(¡a ver si va a tener razón Nabokov! )

  —101→  

y que consiguió fácilmente el poder,
daba mucho valor y gran atención
a las palabras de Horacio.



Y así, abruptamente, como es usual en él, termina Kavafis; y así lo dejaremos también para que otros sigan dando vueltas a estos versos inmortales217.