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A mi madre

Rosalía de Castro

[Nota preliminar: Edición digital a partir de Vigo, Impta. de J. Compañel, 1863, cotejada con la de Marina Mayoral (Obras completas, Madrid, Fundación José Antonio Castro, 1993, t. I, pp. 466-481).]

- I -

   ¡Cuán tristes pasan los días!...

¡cuán breves... cuán largos son!...

Cómo van unos despacio,

y otros con paso veloz...

Mas siempre cual vaga sombra

atropellándose en pos,

ninguno de cuantos fueron,

un débil rastro dejó.

    ¡Cuán negras las nubes pasan,

cuán turbio se ha vuelto el sol!

¡Era un tiempo tan hermoso!...

Mas ese tiempo pasó.

Hoy, como pálida luna

ni da vida ni calor,

ni presta aliento a las flores,

ni alegría al corazón.

    ¡Cuán triste se ha vuelto el mundo!

¡Ah!, por do quiera que voy

sólo amarguras contemplo,

que infunden negro pavor,

sólo llantos y gemidos

que no encuentran compasión...

¡Qué triste se ha vuelto el mundo!

¡Qué triste le encuentro yo!...

- II -

    ¡Ay, qué profunda tristeza!

¡Ay, qué terrible dolor!

¡Tendida en la negra caja

sin movimiento y sin voz,

pálida como la cera

que sus restos alumbró,

yo he visto a la pobrecita

madre de mi corazón!

    Ya desde entonces no tuve

quien me prestase calor,

que el fuego que ella encendía

aterido se apagó.

Ya no tuve desde entonces

una cariñosa voz

que me dijese: ¡hija mía,

yo soy la que te parió!

    ¡Ay, qué profunda tristeza!

¡Ay, qué terrible dolor!...

¡Ella ha muerto y yo estoy viva!

¡Ella ha muerto y vivo yo!

Mas, ¡ay!, pájaro sin nido,

poco lo alumbrará el sol,

¡y era el pecho de mi madre

nido de mi corazón!


- I -

   ¡Ay!, cuando los hijos mueren,

rosas tempranas de abril,

de la madre el tierno llanto

vela su eterno dormir.

    Ni van solos a la tumba,

¡ay!, que el eterno sufrir

de la madre, sigue al hijo

a las regiones sin fin.

    Mas cuando muere una madre,

único amor que hay aquí;

¡ay!, cuando una madre muere,

debiera un hijo morir.

- II -

    Yo tuve una dulce madre,

concediéramela el cielo,

más tierna que la ternura,

más ángel que mi ángel bueno.

    En su regazo amoroso,

soñaba... ¡sueño quimérico!

dejar esta ingrata vida

al blando son de sus rezos.

    Mas la dulce madre mía,

sintió el corazón enfermo,

que de ternura y dolores,

¡ay!, derritióse en su pecho.

    Pronto las tristes campanas

dieron al viento sus ecos;

murióse la madre mía;

sentí rasgarse mi seno.

    La virgen de las Mercedes,

estaba junto a mi lecho...

Tengo otra madre en lo alto...

¡por eso yo no me he muerto!


- I -

    Ya pasó la estación de los calores,

y lleno el rostro de áspera fiereza,

sobre los restos de las mustias flores,

asoma el crudo invierno su cabeza.

    Por el azul del claro firmamento

tiende sus alas de color sombrío,

cual en torno de un casto pensamiento

sus alas tiende un pensamiento impío.

    Y gime el bosque y el torrente brama,

y la hoja seca, en lodo convertida,

dale llorosa al céfiro a quien ama

la postrera, doliente despedida.

- II -

    Errantes, fugitivas, misteriosas,

tienden las nubes presuroso el vuelo,

no como un tiempo cándidas y hermosas,

sí llenas de amargura y desconsuelo.

    Más allá... más allá... siempre adelante

prosiguen sin descanso su carrera;

bañado en llanto el pálido semblante,

con que riegan el bosque y la pradera.

    Que enojada la mar donde se miran

y oscurecido el sol que las amó,

sólo saben decir cuando suspiran:

Todo para nosotras acabó.

- III -

    Suelto el ropaje y la melena al viento,

cual se agrupan en torno de la luna...

locas en incesante movimiento,

remedan el vaivén de la fortuna.

    Pasan, vuelven y corren desatadas,

hijas del aire en forma caprichosa,

al viento de la noche abandonadas

en la profunda oscuridad medrosa.

    Tal en mi triste corazón inquietas,

mis locas esperanzas se agitaron,

y a un débil hilo de placer sujetas,

locas... locas también se quebrantaron.

- IV -

    Ya toda luz se oscureció en el cielo,

cubriéronse de luto las estrellas,

y de luto también se cubrió el suelo,

entre risas, gemidos y querellas.

    Todo en profunda noche adormecido,

sólo el rumor del huracán se siente

y se parece su áspero silbido

al silbido feroz de una serpiente.

    ¡Cuán tenebrosa noche se prepara!...

Mas al abrigo de amoroso techo,

grato es pensar que la hórrida tormenta

no ha de agitar la colcha de mi lecho.

- V -

    Mas... ¿qué estridente y mágico alarido

la ronca voz de la tormenta trae?

Triste... vago... constante y dolorido,

cual fuego ardiente, en mis entrañas cae.

    Cae, y ahuyenta de mi lecho el sueño...

¡Ah! ¿Cómo he de dormir...? locura fuera,

fuera locura y temerario empeño

que con gemidos tales me durmiera.

    ¡Ah! ¿Cómo he de dormir? ese lamento,

ese grito de angustia que percibo,

esa expresión de amargo sufrimiento

no pertenece al mundo en que yo vivo.

- VI -

    Donde el ciprés erguido se levanta,

allá en lejana habitación sombría,

que al más osado de la tierra espanta,

sola duerme la dulce madre mía.

    Más helado es su lecho que la nieve,

más negro y hondo que caverna oscura,

y el curo altivo que sus antros mueve,

sacia su furia en él, con saña dura.

    ¡Ah!, de dolientes sauces rodeada,

de húmeda yerba y ásperas ortigas;

¡cuál serás, madre, en tu dormir turbada,

por vagarosas sombras enemigas!

- VII -

    ¿Y yo tranquila, he de gozar en tanto

de blando sueño y lecho cariñoso,

mientras herida de mortal espanto

moras en el profundo tenebroso?

    ¿Llegará a tanto el insensible olvido?...

¿La ingratitud del hombre a tanto alcanza,

que entre uno y otro lazo desunido

ceda siempre al vaivén de la mudanza?

    ¡Odioso y torpe proceder de un hijo,

a quien la dulce madre en su agonía,

con besos y caricias le bendijo

olvidando el dolor por que moría!

- VIII -

    Nunca permita Dios que yo te olvide,

mi santa, mi amorosa compañera:

¡Nunca permita Dios que yo te olvide

aunque por tanto recordarte muera!

    Venga hacia mí tu imagen tan amada

y hábleme al alma en su lenguaje mudo

ya en la serena noche y reposada,

ya en la que es parto del invierno crudo.

    Y que en tu aislado apartamiento fiero,

tan ajeno del hombre y su locura,

velen, mi llanto y mi dolor primero,

al lado de tu humilde sepultura.


- I -

    De gemidos quejumbrosos,

de suspiros lastimeros,

vago suena en el espacio

melancólico concierto...

Son las campanas que tocan...

¡Tocan por los que murieron!

Plañidero el metal vibra,

las regiones recorriendo

de los valles solitarios,

de los tristes cementerios,

y también allá en la hondura

de las almas sin consuelo.

¡Vasto páramo es la mía,

como abrasado desierto,

como mar que no se acaba,

y en ella un sepulcro tengo

más profundo que un abismo,

más ancho que el firmamento,

y al eco de las campanas

que en él se va repitiendo,

los esqueletos se rompen,

de mis pálidos recuerdos!

¿Será cierto que pasaron,

y para siempre murieron?

¿Es verdad que cuanto toco,

cuanto miro y cuanto quiero

todo ilusión me parece,

todo me parece un cuento?...

Y que tuve un tiempo madre

y que ora ya no la tengo...

También un sueño parece,

¡pero qué terrible sueño!

- II -

    Ayer en sueños te vi...

Que triste cosa es soñar,

y que triste es despertar

de un triste sueño... ¡ay de mí!

    Te vi... la triste mirada,

lánguida hacia mí volvías,

bañada en lágrimas frías,

hijas de la tumba helada.

    Y parece que al mirarme,

con tu mirada serena,

todo el raudal de mi pena

se alzaba para matarme.

    Y también me parecía

que tu acento desolado,

llegando hasta mí pausado:

«¡Ya estoy muerta!», repetía.

    Y al repetirlo, gimiendo

el eco en el hondo abismo

de mi pecho, iba así mismo

«¡ya estoy muerta!», repitiendo.

    Y qué terror... qué quebranto

aquel eco me causaba...

Llegué a pensar que me hallaba,

en la región del espanto.

    Y aunque era mi madre aquélla,

que en sueños a ver tornaba,

ni yo amante la buscaba,

mi me acariciaba ella.

    Allí estaba sola y triste,

con su enlutado vestido,

diciendo con manso ruido:

«Te he perdido y me perdiste»

    Y llorábamos... ¡qué horror!

Llorábamos de tal suerte;

ella lágrimas de muerte,

yo lágrimas de dolor.

    Todo en hosco apartamiento,

como si una extraña fuera,

o cual si herirme pudiera,

con el soplo de su aliento.

    Y es que el sepulcro insondable,

con sus vapores infectos,

mediaba entre ambos afectos,

de un origen entrañable.

    Aun en sueños, tan sombría,

la contemplé en su ternura,

que el alma con saña dura,

la amaba y la repelía.

    ¡A la dulce, a la sin par

madre que me llevó el cielo!

¡Ah! ¡Qué amargo desconsuelo

debe su tumba llenar!

    ¡Aquélla a quien dio la vida,

tener miedo de su sombra!

¡Es ingratitud que asombra,

la que en el hombre se anida!

    Mas tú que tanto has amado,

tú que tanto has padecido,

tú que nunca has ofendido,

y que siempre has perdonado,

    a la que nació en tu seno

sé que no guardas rencores;

tú toda mieles y amores,

aun de la tumba en el cieno.

    Ruega, ruega a Dios por mí,

desde tu lecho de espinas,

por donde al cielo caminas

al alejarte de aquí.

    Y cuando al Dios de ternura,

llegues de gracia cubierta,

dile no cierre su puerta

a esta humilde criatura,

    porque en santa paz unidas,

donde no hay penas ni olvido,

gocemos en blando nido,

las glorias desconocidas.

- III -

    Como en un tiempo dichoso

fui al campo por la mañana,

que estaba hermosa y risueña,

que fresca y galana estaba;

fuime al romper de la aurora,

cuando tocaban al alba,

cuando aún los hombres dormían

y los jilgueros cantaban,

saltando de rosa en rosa,

volando de rama en rama.

    Con su murmurio apacible,

solita la fuente estaba,

bajo el castaño frondoso

que tiernamente la guarda.

Y estaba la verde yerba

toda cubierta de escarcha.

Las tenues lejanas nieblas,

cual vaporosos fantasmas,

vagaban tristes y errantes

sobre las altas montañas.

    El lejano campanario

sobre las nieblas se alzaba,

con sus graciosos festones,

con su armoniosa campana.

Y en torno al humilde templo,

bajo su sombra guardadas,

veíanse humildes chozas,

aun más que la nieve blancas.

    ¡Cuánta pureza en la atmósfera!

¡Cuánta dulcísima calma,

del cielo azul descendiendo,

en torno se respiraba!

Mas yo vestida de luto

y aun más enlutada el alma,

bajo las ramas del bosque

bajo las ramas paseaba,

soñando en sueños de muerte

que nos rasgan las entrañas.

Paseaba yo silenciosa,

paseaba yo solitaria,

mientras las aguas del río

camino del mar rodaban.

En vano, en vano buscando

al ángel de mi esperanza

que con sus alas ligeras,

hacia los cielos tornara.

¡Pobre ángel! pobre ángel mío...

¡Cuánto en la tierra te amaba!

¡Mas cómo no amarte cuando

tus alas me cobijaban,

si fueron ellas mi cuna,

la cuna en que me arrullabas.

Si fueron mi dulce aliento

y el paño, ay, Dios, de mis lágrimas!

Hora corren hilo a hilo.

Hora mis mejillas bañan,

bañan la tierra que piso

y en su amargura me empapan,

mas nadie viene, ángel mío,

¡ay!, nadie viene a enjugarlas.

    Ya el sol bañaba las cumbres

de las risueñas montañas,

ya disiparan las nieblas,

las brisas de la mañana;

ya despertaran los hombres,

ya no tocaban al alba,

cuando torné de los campos,

paso tras paso a mi casa.

Dejárala silenciosa

cuando salí a la mañana,

y silenciosa a mi vuelta,

más que las tumbas estaba.

En la solitaria puerta

no hay nadie... ¡nadie me aguarda!

ni el menor paso se siente

en las desiertas estancias.

Mas hay un lugar vacío

tras la cerrada ventana,

y un enlutado vestido

que cual desgajada rama

pende en la muda pared

cubierto de blancas gasas.

No está mi casa desierta,

no está desierta mi estancia...

Madre mía... madre mía,

¡ay!, la que yo tanto amaba,

que aunque no estás a mi lado

y aunque tu voz no me llama,

tu sombra sí, sí... tu sombra,

¡tu sombra siempre me aguarda!

    Muchos lloran y lloran y se quejan,

y entre quejas y llantos y suspiros,

que hijos son del dolor,

la ruda fuerza del dolor mitigan,

cantando al son de lira cariñosa

con plañidera voz.

Yo ni lloro, ni canto, ni me quejo,

mas en mi seno recogida guardo

la hiel del corazón;

y por eso, vivir, vivo muriendo,

que sentir nadie sin morir pudiera,

¡ay, lo que siento yo!