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Al trasluz de la lengua actual

Alonso Zamora Vicente



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ArribaAbajoPresentación

Ya van siendo numerosos los homenajes, aniversarios, discursos y conmemoraciones de todo tipo, que a lo largo de mi vida universitaria he presenciado o en los que, desde más cerca o más lejos, he participado. El resultado en letra impresa de estas celebraciones, engordado por la colaboración del opositor de turno que se encuentra en el difícil trance de acopiar méritos para su futura cátedra, o por la circunstancial u obligada intervención del colega en honor del maestro agasajado, las más de las veces pasa sin pena ni gloria, diluido en el ajetreo de nuestra complicada vida. Los homenajes se arrinconan en las estanterías de nuestras bibliotecas, si no en las de los depósitos editoriales, condenados a la fotocopia del lector que por casualidad ha encontrado a través de cualquier repertorio bibliográfico la nota de erudición apropiada y oportuna para su doctísima investigación. Raro me parece encontrar en los homenajes páginas escritas con efusión, desde el rato de tibia soledad, de recuerdo cercano para aproximarse al maestro o al amigo. Es difícil, pues, esforzarse en demostrar que la retórica de los homenajes tiene algo de veraz, de justificadamente auténtico, de atracción hasta el calor de nuestra circunstancia del personaje motivo de la conmemoración.

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Creo que el mejor homenaje que nuestra Universidad puede rendir a sus maestros es el de sacar a la luz su mejor fe de vida, hacer patente su permanente lección de trabajo tenaz y silencioso. Esfuerzo que apenas se percibe y que, por recatado y humilde, no suele valorar la sociedad en que vivimos, pero que constituye la mejor manifestación de cómo se han sabido dedicar, con tesón inquebrantable, horas y horas al quehacer intelectual, sacrificando el brillo social que podía ofrecer una situación en la cúspide de la vida académica. Por todo ello, creo que es obligado calificar de excelente la idea del Vicerrectorado de Extensión Universitaria de iniciar una colección con escritos de maestros de reconocido prestigio de nuestra Universidad de Madrid. Emprendamos, pues, en las páginas que siguen, homenaje renovado, la expedición solitaria cuya meta puedan ser unas palabras que ya no se olvidarán jamás. Busquemos en esta recopilación de escritos, publicados en lugares alejados unos, inéditos otros, el libro dispuesto siempre a hacernos compañía.

Quisiera quitar a mis líneas de presentación de este libro del profesor Zamora Vicente cualquier aire de forzado ritual, de obligado elogio. Tengo que decir que me acerco a esta tarea con indudable vacilación. Todas mis ideas confluyen en una sola dirección: la del gozo que produce el encuentro con una persona que, con envidiable juventud a la par que con sencillez ejemplar, me ha enseñado muchísimo en estas lides del cotidiano oficio.

Conocí a Alonso Zamora Vicente hace ya unos cuantos años. Fue en una de esas aulas enormes del edificio que hasta hacía poco había ocupado la Facultad de Económicas y al que la avalancha de alumnos había desterrado a algunas Secciones de la de Filosofía y Letras. Zamora Vicente explicaba Lingüística Románica y Dialectología. Dibujaba en la pizarra mapas con fronteras lingüísticas, pintaba algún que otro objeto de la cultura popular y, a veces, escribía una transcripción fonética, o el nombre de un dialectólogo extranjero o un palabro en alemán,   —11→   ante el murmullo de los estudiantes que no habían entendido y preguntaban al vecino de banco. Nombres como el de Schuchardt, Krüger, incluso alguno tan nuestro como el de Américo Castro, métodos como el de «Wörter und Sachen», se iban desgranando al correr de las clases. Muchos los descubríamos por vez primera, aunque ya andábamos por los últimos cursos de una nueva especialidad que habían bautizado de «lingüística».

Cualquier pretexto era bueno para dejar reposar sobre la mesa las notas sobre la suerte de la e abierta en sardo o en retorrománico y recordar un soneto de Garcilaso, un pasaje del Lazarillo, una escena de Tirso o unos versos de César Vallejo. En los manuales de Filología Románica se podía encontrar todo sobre la diptongación o acerca de las palatales. Pero aquellas estupendas interpretaciones de los textos de nuestros clásicos, aquellas invitaciones a leer tal o cual libro, el comentario sobre una película de Berlanga, o la visita obligada que debíamos hacer para contemplar el cuadro o el retablo de una iglesia cercana..., no era precisamente lo que solíamos escuchar a los demás profesores.

Esta manera de enseñar no era siempre bien comprendida por muchos de nosotros, acostumbrados a que se nos dictaran unos apuntes, mejor o peor pergeñados, que luego tendríamos que vomitar el día del examen y que fácilmente habríamos olvidado pocas semanas después. Las clases de Zamora Vicente que yo conocí eran el mejor ejemplo de cómo abrir horizontes a los alumnos, la mejor manera de enseñar a discurrir por cuenta propia.

La universidad madrileña de estos años ya no se ajustaba a las medidas de Zamora, que había iniciado su andadura de catedrático universitario, en 1943, en la de Compostela, y años más tarde, en 1946, en la de Salamanca. Universidades mucho más familiares, y en las que se había formado toda una generación de discípulos suyos, hoy repartidos por el ancho mundo, a los que había tratado de inculcar el espíritu institucionista de la Facultad de Letras del Madrid de antes de la guerra.

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Si repasamos la biografía de Zamora, todo parece indicar que dejó de sintonizar con nuestras formas de vida universitaria allá por el año 1948 cuando dejó su cátedra de Salamanca para marchar a la Argentina, donde dirigió el Instituto de Filología de la Facultad de Buenos Aires, en el que sucedió a Amado Alonso. Posiblemente esta etapa argentina fue una de las más fructíferas en el quehacer investigador de Zamora: funda la revista Filología (1949), edición de Por el sótano y el torno, de Tirso (1949), Rehilamiento porteño (1949), De Garcilaso a Valle Inclán (1950), El dialectalismo de Gabriel y Galán (1950), Presencia de los clásicos (1951), Las Sonatas de Ramón del Valle Inclán (1951)... Y allí, en Buenos Aires, sus colaboraciones en el suplemento literario de La Nación, muchas de ellas a mitad de camino entre la creación y la crítica literaria, comenzaban a perfilar la que acabaría siendo su decidida vocación: la del cuentista -en el buen sentido de la palabra-, el narrador. Más tarde profesor en Alemania (Colonia, Heidelberg), Director de la Sección de Filología del Colegio de Méjico, Estocolmo, Copenhague, Puerto Rico, los Estados Unidos... y, de nuevo, España. En 1966 es elegido académico de la Española, y en 1967 lee su discurso de ingreso, Asedio a «Luces de Bohemia», primer esperpento de Ramón del Valle Inclán.

Por aquellos años da clases en la Facultad de Letras de la Complutense como «penene», circunstancia inusual entre los catedráticos de aquellos años que tan fácilmente conseguían la pertinente comisión de servicios o la creación de la plaza dotada «ad hoc». En 1968 sucede a Dámaso Alonso en la cátedra de Filología Románica. Zamora ya no podía entender cómo se podía dar una clase a un centenar de alumnos, o lo que era un Encargado de Curso nivel D. Tampoco podía encontrar el sentido -si es que tiene alguno- de una interminable Junta de Facultad, o de las múltiples normas, formularios, convalidaciones, horarios, oficios..., toda la burocracia   —13→   inútil que constantemente invade nuestros despachos.

Desde aquellos días nuestro trato ha avanzado, seguro, enriqueciéndose con matices, intereses comunes, entendimiento mutuo, también -por qué no decirlo- con alguna discrepancia, mínima. Pero siempre teñido de un afecto inquebrantable. En 1971 comencé a su lado mi camino de profesor universitario. Me encargó explicar, un día a la semana, un poco de gramática histórica y comentar los primitivos textos románicos. Cómo debieron de ser aquellas primeras clases, aunadas mi inexperiencia y mi ciencia diminuta, por más que siempre se pudiera encontrar su consejo oportuno, su generosa comprensión de la ignorancia ajena: «Te puede servir el Avviamento de Monteverdi..., tal vez te resulte útil echar un vistazo al libro de Bec». Siempre he encontrado en la cercanía de Zamora ese calor de persona que vive para enseñar, para compartir los saberes, para transmitir un hallazgo sin sobrevalorarlo ni adornarlo de una oratoria pulida y artificial.

Luego vendrían la tesis doctoral, los apuros de las oposiciones, el bregar continuo con los papeles del Departamento, con los innumerables proyectos de planes de estudios: «Pedro -me ha repetido una y otra vez-, tienes que familiarizarte con el tejemaneje administrativo de la casa..., en la universidad hacia la que vamos es necesario. Yo ya no sirvo para esto...». Seguí su consejo, y debo confesar que más tarde, desde la secretaría de la Facultad primero y en la dirección del Departamento después, más de una vez me he acordado de sus palabras y, por lo bajín, las he maldecido alguna vez al ver el tiempo estérilmente perdido en perjuicio de lo auténticamente universitario. Pero también tengo que reconocer que era necesario para sobrevivir en un mundo en el que para muchos la zancadilla amparada por la burocracia se ha convertido en algo esencial.

En 1980 Alonso Zamora comenzó a distanciarse poco a poco de la rutina cotidiana de la Universidad para dedicarse   —14→   más de lleno a su actividad en la Academia. Cursos de doctorado, algún que otro tribunal de tesis, cada vez más espaciados, hasta su jubilación en septiembre de 1985, unos meses antes de la fecha en que le hubiera correspondido. No quiso aceptar ningún tipo de agasajo de despedida, ninguna solemnidad bajo la forma de última lección. Era comprensible. Muchos eran los cambios que se habían producido en las modas y, sobre todo, en los modos universitarios a los que estaba acostumbrado el maestro.

Tenemos en las manos unos cuantos trabajos de Alonso Zamora Vicente, que se apiñan bajo el común interés por la lengua. Una buena parte de ellos son muestra de su continuo trajinar con las tareas académicas, con las palabras del Diccionario, manifestación reiterada de su convencimiento de que la Academia es, debe ser, un lugar de trabajo y no la institución decorativa que representa para muchos. Ese ir y venir por las palabras de ayer y de hoy, por la lengua literaria, o por el español hablado y escrito en los más recónditos rincones del ancho mundo hispánico constituyen el mejor ejemplo de respeto, de amor por lo que es propio, de gratitud hacia la tarea realizada por sus maestros o amigos. No he encontrado en ninguna parte, por ejemplo, una interpretación como la que hace Zamora Vicente de nuestras primeras Glosas Emilianenses. Lejos de repetir tópicos tan traídos y llevados a la hora de considerar las primeras manifestaciones de las lenguas romances que encontraban en el francés de los Juramentos de Estrasburgo la lengua de la política, en el italiano de los Plácitos casinenses la lengua del derecho y, en fin, la lengua para hablar con Dios en el español escrito entre líneas que traducía la oración del manuscrito de San Millán, Zamora trata de explicar nuestras Glosas en su contexto sociocultural, desde el mismo hecho de hacerlas, como la pequeña trampa del escolar, del clérigo que tiene que manejar una lengua que no conoce bien. Una perspectiva que nos encarrila hacia la picaresca, algo que sí es de veras español.

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En fin, creo que es necesario cerrar estas líneas de presentación («delantal» que diría Zamora). Tal vez la misión que me había encargado la Universidad Complutense tendría que haber sido la de hacer una detallada biografía de Alonso Zamora Vicente, o dar cumplida cuenta y realizar un análisis crítico de los más de quinientos títulos que componen hasta hoy su bibliografía. No hubiera sabido hacerlo. Leamos, pues, las páginas que siguen y tratemos de encontrar en ellas la mejor lección del maestro y del amigo. Tal vez éste pueda ser el mejor homenaje al catedrático que por el imperativo de la jubilación ha dejado las aulas universitarias, pero que sigue, seguirá muchos años, cerca.

Pedro Peira





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ArribaAbajoI. En torno al habla actual


ArribaAbajoMás palabras nuevas

Ha sido una idea excelente la de ir publicando poco a poco -casi al ritmo de su aprobación- las nuevas palabras que la Real Academia Española autoriza a figurar en el gran repertorio de la lengua. Una vez incorporada al Diccionario, esa palabra se convierte en un escalón más en la rápida mirada resbaladiza, la que persigue Dios sepa qué voz perdida en las columnas, revestida de anonimia. Pero en las listas que van apareciendo poco a poco, tales palabras tienen aún vivo el aliento que las ha hecho destacarse del acervo común, para, aunque sólo sea por una vez, provocar una mirada individualizadora. La misma que, por exigencias de un momento, las entresaca del fondo patrimonial y las dota de vida y autonomía.

Y las listas citadas, en consecuencia, reflejan vivamente algunas de las corrientes más significativas del vivir en esas mismas fechas. Una ojeada a las últimas voces aprobadas nos ayudará a entender lo que quiero decir.

Como fácilmente deducimos en cuanto nos asomamos al habla corriente, es la vida técnica, de las industrias, de las ciencias aplicadas, del nuevo y opulento desarrollo material, lo que nos acosa por todas partes. Palabrería   —18→   abstrusa, compleja, pronunciada con familiaridad no exenta de magia. Así se percibe en la nueva era de los plásticos. En la vieja forma de vida, hablando, por ejemplo, de la cerámica, sonarían como armónicos inexcusables barro, vidriado, albarelo, horno... Ahora se dice, y con un alto grado de impasibilidad, acroleína. Esta palabreja (del latín acer más olere) es el «líquido volátil, sofocante, que procede de la descomposición de la glicerina y que se emplea para la obtención de distintas materias industriales, especialmente plásticos». Como persona ajena a tales procesos, confieso que la acroleína no me produce gran alborozo, pero me alegra verla dentro del Diccionario. Primero, para que no se lamenten los entendidos en esos procesos químico-industriales, y, segundo, para que, si llega el caso, no la confundamos con otras cosillas acabadas en =ína y bastante diferentes (aspirina, efedrina, moralina, etcétera).

Hace muy pocos días los periódicos hablaron a más y mejor de la antimateria. Las informaciones hacían equilibrios arriesgados para no sembrar un pánico colectivo. Se hablaba de apocalípticas calamidades: destrucción del universo, el caos, la desaparición absoluta de... de... de... En fin, que nunca mejor dicho, daba miedo. Para los que, desde la más pura inocencia veíamos eso, con las reacciones laterales asainetadas tan frecuentes en Madrid, ya veíamos la antimateria, bien organizada y dispuesta, para acabar con las injusticias y el desorden sociales, y, de paso, con todo lo demás. Pero parece que, según dirá el Diccionario, no será para tanto. La antimateria, deduciremos del léxico general, es «materia compuesta de antipartículas, es decir, materia en la cual cada partícula ha sido reemplazada por la antipartícula correspondiente». Esto obliga a definir antipartícula, que también pasará al Diccionario: «Partícula elemental, producida artificialmente, que tiene la misma masa, carga igual y contraria y momento magnético de sentido contrario que las de la partícula correspondiente. La unión de una partícula con su antipartícula, produce la aniquilación de ambas, dando lugar   —19→   a otras nuevas partículas». Y leemos esta definición con un suspiro de alivio. No me paro a ver eso de partícula y antipartícula. Me sosiega, en cambio, esa cauda final: «... dando lugar a otras nuevas partículas». Sí, es claro que algo nuevo saldrá de ahí, de esa catastrófica conjunción de contrarios. Ahora, por lo menos, ya tenemos la esperanza, que no es cosa deleznable, ni mucho menos. Y luego... ¡Ah, ese «luego», quién podrá soñarlo!

Es natural que ante el empuje de las máquinas, asombrosas máquinas, que nos dan todo hecho, tales artefactos pasarán al Diccionario. Y así ha sido aprobado computador, -ra electrónicos. Ya es de la lengua corriente en multitud de casos (estudiantes con una matrícula irregular; casos de documentación no bien hecha en organizaciones, mutualidades, sanatorios, etc.) oír frases como «la maquina no me quiere»; «la computadora ha contestado no». Corre por ahí ya una copiosa teoría de chascarrillos (con cierta carpetovetónica adustez) sobre las contestaciones de la máquina. Pues bien. Ahí van de cabeza al Diccionario, explicadas como mejor se puede: «Aparato electrónico que realiza operaciones matemáticas y lógicas con gran rapidez». Lo mismo ocurre con memoria. Ya no va a ser solamente memoria ese torcedor hacia atrás que, para bien o para mal, conllevamos los humanos. Ya hay, por ejemplo, ascensores que tienen memoria. No, no es que se paren donde les dé la real gana, que va. Es que se paran donde se les ha dicho, y por un turno casi parlamentario de la mejor escuela. Así que, en lo sucesivo, figurará en el Diccionario una acepción de memoria, que, con la observación de Física dirá poco más o menos así: «Dispositivo electrónico en que se almacena la información sobre datos y procesos, para emplearlos en un momento dado». Y esto nos lleva de la mano a una palabreja muy representativa del desvivirse actual: informática. Leemos en todas partes, con caracteres epidémicos, esta voz, y se ofrecen o reclaman especialistas en informática, y hay ya instituciones que se ocupan y preocupan de esta felicidad amenazante... Informática (del francés   —20→   information y automatique) «conjunto de conocimientos científicos y técnicos que se ocupan del tratamiento de la información por medio de calculadoras electrónicas», es el exponente de nuestra vida de hoy, sometida a las máquinas, a la reglamentación rigurosa. El hombre como centro de la creación ha perdido muchos puntos. Es, sin más, una cartulina taladrada, pasada por una máquina perforadora, juguete de mil situaciones previstas, y pobre de quien pretenda escaparse de ese caudal de medidas. Ah, se me olvidaba: todos estos artilugios mágicos traen consigo nombres, profesiones, trampas, enfermedades... Pero, eso sí, en inglés. De ahí que la jerga de los que con ellos trabajan se salpique de anglicismos, que, paulatinamente, van buscando la calle, la tertulia, la conferencia, el periódico... Para estos casos, la Academia ha recogido y aprobado ya anglicanizado, anglicanizante, anglicista, anglohablante, anglomanía... He ahí un buen testimonio de una actitud colectiva ante el contorno cultural.

La nueva técnica nos hace matizar la lengua cotidiana cargando de nuevos matices semánticos la voz tradicional, o permitiendo la irrupción del neologismo en la intimidad de la vida casera. En ocasiones, se trata de voces ya algo viejas. El descuido en aceptarlas es disculpable: casaban tan bien con el ritmo general del habla que no había apenas preocupación por hacerles un hueco inalienable en el repertorio máximo de nuestro léxico. Así sucede, o sucedía, con aislador, «pieza de material aislante que sirve para soportar o sujetar un conductor eléctrico». Las viejas casas, las de nuestros padres, que tenían al aire los cables eléctricos, estaban acribilladas de aisladores de porcelana. Y en todos los pueblos españoles, más de cuatro pandillas de muchachuelos, organizaban, verano arriba, por la tardecita madura, su gran expedición de pedradas contra los aisladores altos, los de los postes del tendido. A esos aisladores, por su semejanza con cierto útil de la vajilla, se les llamaba en algunos lugares jícaras. Muchas veces la diversión infantil derivaba en horas de malhumor casero ante la exhumación olorosa del viejo candil, o de la lámpara   —21→   de petróleo. Diversión ibérica, esa de las pedradas, que supongo ya extinguida. Aislador figurará en el próximo Diccionario. También era corriente la voz cruce. Había cruces de caminos, de vidas, de dedos, de ferrocarriles, de aburridos y cansados peatones... Pero faltaba el que quizá más se oye ahora: el de unas conversaciones telefónicas, el de una emisión de radio. Esas conversaciones, pintorescas al comienzo, desesperantes al ratito, que siempre nos salen al paso cuando hay que emplear el teléfono para algo importante, o cuando no logramos captar limpiamente la onda de un lugar anhelado. Todo eso tendrá en lo sucesivo su hueco en el Diccionario, y podremos llamarle cruce sin miedo a molestar a nadie. Mucho ojo con seguir diciendo palabras poco amables en los casos señalados. Cruce, nada más que cruce, y ya nos entendemos. Ah, y nada de darle porrazos al aparato, ¿eh?

El sentido jerárquico de algunos nuevos estilos de la sociedad actual es muy perceptible en la voz personalidad. Hasta hace poco, personalidad tenía exclusivamente sus valores jurídicos; ya se había comenzado a extender el uso de «cualidad destacada de una persona, diferencia individual»: Fulano tiene mucha personalidad, o bien: Una personalidad muy guasona, muy sentimental, etc. Pero ahora se lee por todas partes, y la televisión nos lo enseña, cómo se mueven las personalidades por la geografía nacional, es decir, los «personajes», «personas destacadas en una actividad, o en un ambiente social determinado»: Asistieron al acto tal o cual, diversas personalidades del arte y de la ciencia, y de la política, o de la milicia. Es decir, «jerarquías destacadas». Ese valor, relativamente reciente, pasará a la próxima edición del Diccionario.

Esas personalidades pululan en las inauguraciones de certámenes, exposiciones artísticas, conferencias, etc. El arte plástico se ha convertido en un procedimiento de inversión económica. Pero, si la pintura es cara normalmente, las otras artes menores pueden suplir, a veces con mérito, el hueco de los óleos. El grabado, por ejemplo.   —22→   La xilografía sigue teniendo su encanto, su valor. Y ya estaba recogida. Pero los grabadores se llamaban indistintamente, sin mayor determinativo. Ahora, xilógrafo vendrá a delimitar al artista que emplea determinada técnica (la del grabado en madera) y revestirá de erudición y complicidad sapientísimas la expresión del comprador de grabados.

En ese camino del neologismo de sentido, habitabilidad es un buen ejemplo. La tradicional «cualidad de habitable» es evidentemente cosa distinta a la idea encerrada en las modernas e inesquivables células de habitabilidad, o simplemente la habitabilidad, nombre del papelito oportuno. He ahí una gestión, una preocupación vivísima de todos los españoles que no estaba en el repertorio máximo. Pues ya va a estar: «Cualidad de habitable, que, con arreglo a determinadas normas legales tiene un local o una vivienda». Es lo menos que se podía hacer, el incluirla. Son muchas las horas de cola en las oficinas públicas, los desvelos y las ansias que los españoles pasan antes de tener el dichoso papelito en las manos, el papel milagroso que permite habitar la casa adquirida con mil afanes y penurias, papel-cédula-de-habitabilidad, verdadera llave de la casa. El calor, el latido, vendrá después, pero antes... El papelito, ea, el papelito. Si no...

Y ya instalados en la casa, el apartamento de los metros cuadrados tolerables, con sus largas recuas de recibos, averías, remiendos, que si el teléfono, que si la calefacción, que si el ascensor, que si el jefe de casa o los niños, los repajoleros niños del vecino, llega el bienestar. Ah, bienestar, por dónde andarás, figura esquiva y pasajera. Bienestar es, a veces, un rato de siesta breve y sosegada, mientras voces alborotadas intentan remontar los muros por las hendiduras de la puerta, por el hueco de los patios, por la caja de la escalera. Pero, para la gente, hoy, el emblema de la felicidad está en el seiscientos, el utilitario (que no está todavía en el Diccionario), y el electrodoméstico: «Cualquiera de los   —23→   diversos aparatos eléctricos que se utilizan en el hogar, como refrigeradoras, calentadores de agua, planchas y cocinas eléctricas, etc. Ú. m. en pl. Ú. t. c. adj.» ¡Cómo chorrea por esa definición la nueva actitud de la vida ante el tradicional ajuar, hecho de horas de vela ante el encaje y los bordados, los hilos caros o las porcelanas exquisitas! Ya no queda sitio ni siquiera para las inevitables torres de cacerolas que las verbenas madrileñas pulían al sol y a los gritos de la rifa, fiesta del barrio adentro. No, ahora todo es mágico, eficaz, milimetrado, dotado de una peculiar anatomía, con pulso de vatios y recibo mensual indescifrable. Lavadoras, batidoras, secadoras del pelo, tostadores de pan, cafeteras (por favor, que sea italiana, y comprada en Tánger, sacan el café de las piedras), mantitas para las noches de enero, tan frías, Dios mío, qué noches, y lavaplatos, y aspiradoras... Bueno, todo ese aluvión de níqueles brillantes y ruiditos más o menos tolerables. Apoteosis del electrodoméstico, con su secuela de plazos, ya envejecido el modelo antes de que llegue el último recibo, pero tan brillante, tan puestecito, tan melodioso el runrún de la nevera, y el de la trituradora de basuras, mientras la televisión pone el acorde de venturas o de tiros con que nos obsequia... Tranquilicémonos. Electrodoméstico ya está aceptado y figurará en el próximo Diccionario, y esta vez sin ruido alguno.

En este trajín sobre las palabras, creo que sobrenada, y muy nítidamente, una consecuencia. La Academia no descansa, sino que, al contrario, labora hora tras hora, día tras día. Se hacen huecos para voces totalmente nuevas, o se añaden valores inusitados a las viejas. Se repasan etimologías, se pulimentan las redacciones de los artículos (¡Algunos no se han tocado desde el siglo XVIII!, y aunque hoy disuenen, tienen su justificación y hasta su gracia). Etcétera, etcétera. Y de vez en cuando, como al pasar, los ojos se paran sobre artículos añejos, voces de hoy y de siempre, en las que se nota, una orilla ruborosa escoltando el tropiezo, la falta de algo que, por lo   —24→   usual y sabido, estaba sin ser recogido. Hay que añadirlo. El Diccionario no es sólo para los que necesitamos resolver con premura una duda, una interferencia, ni es exclusiva incumbencia del filólogo, sino que también está destinado al lector extranjero, al estudiante aficionado a cuestiones literarias, al hombre técnico (ingeniero, biólogo, médico, economista, etc.) que necesita, de vez en cuando, comprobar algo de su trabajo o del de los demás. Y puede notar las lagunas mejor que el especialista en lexicología. Así han surgido las vacilaciones ante algunos casos que van a ser corregidos o ensanchados. Son los matices de arrear, por ejemplo. Ya hace algún tiempo que los españoles medios no arreamos a las bestias. La misma interjección ¡arrea! parece que va de capa caída. No digamos lo que se refiere a los arrieros. Pocos españoles saben ya qué era un arriero. Y, sin embargo, todos los hispanohablantes seguimos arreando golpes, tiros, puñetazos, patadas, etc. Amabilidades, vamos. Los españoles tenemos fama de simpáticos, de amables, de... Bueno, de eso. Pues ese valor de arrear será incluido como acepción nacida, por extensión, de la relativa a las bestias. Pero, entendámonos. El que tal acepción pase al Diccionario general por la puerta grande no autoriza, en manera alguna, el ejercicio entusiasta de tal semántica. Tengamos la fiesta en paz.

Aunque parezca mentira, bodega, «almacén de vinos», «tienda donde se venden vinos», no estaba recogida. Aparecían, sí, otros valores próximos, pero ése no. Todos recordamos las tabernas populares, con sus flecos de sainete, que se llamaban o se llaman Bodegas de Camarena, Bodega del Cojo, Bodega del Sol, Bodegas manchegas. Todas tienen su mostrador de cinc, sus taburetes clásicos de pino, sus viejas frascas de litro, su herrumbre de tedio y de rumores alarmistas. Bodegas del norte y del centro, de la Mancha, y de Aragón, y de Andalucía, dispersas por toda la geografía nacional, casi siempre pintadas de rojo, todavía, en muchas de ellas, un ramo de pino o de laurel, como reclamo, secándose encima de la puerta,   —25→   mientras dentro, golpeteo de dominó, atmósfera hedionda de tabaco, fritangas y vino derramado, exulta, de vez en vez, el grito triunfal de haber ahorcado un seis doble, de cantar las cuarenta, o se desparrama, atenazante, la pesadumbre de la sequía o del hielo tardío... Ya están ahí las bodegas, en el Diccionario, entre bode, «macho cabrío», y bodegaje, «almacenaje». Y están sin el olor característico a comidas requemadas, a vinazo peleón y aceite rancio, a tarde de toros retransmitida y polémica.

Son muchas más las palabras que veníamos empleando casi abrumadoramente y que se habían escapado de las columnas diccionariles. La charla coloquial tiene eso, a lo que se ve. Se desliza, rauda, chorreante, de la comisura de los labios, y no queda tiempo, entre frase y frase, para observarla. Despilfarra, aquí y allá, ocasionales creaciones que caen bien, se convierten en imagen bruñida y no se nos ocurre jamás ir a buscarlas en la fila de nichos del grueso volumen. ¿Cuántas veces ante el reclamo de un delicado postre casero, o de una fiesta familiar, nos han hecho empapuzarnos de esa comida? ¿Y no ocurre eso en todas partes? Pues empapuzar estaba condenado a no ser más que de un uso localista. En lo sucesivo, podrán llenarse impunemente el papo, «la barriga, el buche» todos los hispanohablantes. Siento a priori una vaga lástima por esta voz tan expresiva, ahora que todo el mundo piensa en calorías, regímenes dietéticos, planes para adelgazar, etc. ¿Cuántos españoles, cada vez más, acuden, ingenuamente soñadores, a una Facultad? Mañana tras mañana, los jóvenes van a esa parte de la Universidad que llaman Facultad, y se matriculan, y se citan, y comen y se enamoran y no suelen estudiar gran cosa, en esa casa que llaman también Facultad. Pues, en este país, atiborrado de abogados, médicos, licenciados en letras, etc., esos dos valores no figuran en nuestro Diccionario. Verdaderamente, era cosa grave. ¡Con tantas como se están fundando ahora, casi epidémicamente!

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Ya decía Cervantes que una cita latina viste muchísimo. Sobre todo si no se entiende. Pues allá va: Errare humanum est. Lo que significa no que sea sano ponerle herraduras al vecino, no, hombre, no, sino que viene a decir algo así como «cualquiera mete la pata». Lo importante, en esos casos, es sacarla de donde se haya metido. Así, por ejemplo, ocurre con malandrín. Es una voz que, la verdad, apenas se usa. Es cervantina, y, como aquí todo el mundo repite frases del Quijote, por aquello de matar moscas con el rabo y tal y cual, todos sabíamos la existencia de malandrín. «Deteneos y esperad, canalla malandrina», clama en una ocasión Don Quijote (II, 85). Pues a esa vocecita se la hacía proceder de muy lejano origen y a través de muy complejas encrucijadas. Desde ahora, más clarito, vendrá del italiano malandrino. La equivocación venía de muy atrás, y había sido sostenida por eminentes maestros de la filología románica, pero ahora nos parece más transparente su origen italiano. Debe decirse, en honor de nuestros abuelos, que el Diccionario de Autoridades, el primer repertorio académico, con muy buen sentido, la hacía derivar del italiano. He aquí un caso en que la ciencia, la cacareada ciencia, se equivocó. Quede, pues, corregido.

Malevo, «malhechor; malévolo, matón» (y malevaje, «conjunto de malevos») es una voz rioplatense. Es el personaje dañino de tantos y tantos tangos de hace años, circunstancia que le hizo ser conocido en todas partes. No figuraba en el Diccionario. Entra un poco tarde. Muy tarde ya para los tangos, pura arqueología o divagación añorante. Pero a tiempo para los hablantes rioplatenses, donde sigue vigente, y donde ha tenido y tiene uso literario. Sale frecuentemente en la poesía gauchesca y en los más destacados escritores argentinos: «... calamidad de la mujer gritada y golpeada y del malevo que con infamia se emperra...» (Borges, Evaristo Carriego). Del mismo lugar y autor, y como cita insigne: «El barrio era una esquina final. Un malevaje de a caballo, un malevaje   —27→   de chambergo mitrero sobre los ojos y de apasionada bombacha».

¿Qué español no habrá visto una feria, con sus desfiles, sus cabalgatas, sus conciertos de bandas militares? En el programa de mano, repleto de dichas proclamas y prodigios por poco dinero, de versos elaborados a brazo por los honrados comerciantes y por los aventajados alumnos del internado local, se encuentran las dianas matinales. Que nadie llegue tarde. Y la banda del regimiento despierta a trombonazos a todo el pueblo. Cohetes, gigantones, dinero en abundancia, celosamente ahorrado durante el año para gastarlo ahora, en un santiamén... Sí, sí, todo eso está muy bien. Pero ¿sabíamos que el director de esa banda militar se llamaba músico mayor? ¿Sí? Bueno, usted es del oficio, y, así, cualquiera. Pero, ¿y los demás? Pues ahora tendrán que saberlo, porque músico mayor, «director y jefe de una banda militar» pasará al Diccionario. Sí, ese militar serio que dirige a sus subordinados, que vigila que el metal suene a su tiempo y brille siempre, y que desfila rodeado de chiquillos el día de la Virgen patrona o del Cristo de septiembre, y pasa delante de su casita de descanso, que está para eso, para que usted no descanse, y para que usted cuide sus zinnias, estivales. Ahora, ya puede usted cuidarlas, ya, que zinnias, para no dejar solo al músico mayor, entrará también en el Diccionario. Y por triplicado: cinia, cinnia, zinnia. Yo prefiero la última: recuerda a Zinn, un naturalista alemán del siglo XVIII que les dio su nombre.

Aparte de las voces aisladas, con su cargazón semántica múltiple, quedan por recoger en el Diccionario multitud de expresiones, locuciones, frases hechas, etc., que, poco a poco, se irán incorporando. Señalo ahora muy pocas. Llevarse las manos a la cabeza, «asombrarse de alguna cosa» o «indignarse a causa de ella»; dar sopas con honda, «abrumadora superioridad de una persona o cosa sobre otra»; vivito y coleando, «que se creía muerto o desaparecido y está con vida y ahí». ¿No es verdaderamente admirable que en estos tiempos de invasión técnica   —28→   y anglosajona, aún podamos hacer un ratito para pulir nuestro Diccionario con la introducción de estas frasecillas? Sí, es un tantico milagroso. De algunas de ellas hablaremos otro día.




ArribaAbajoContestación

En todo tipo de conversaciones, entendidas o no, con o sin autoridad para ello, oímos opiniones sobre las palabras que la moda y la realidad sociopolítíca o económica van lanzando al aire, a veces con escandalosa profusión. Todo el mundo echa su cuarto a espadas: Que si competitivo no está bien, que si contenedor requetemal, etc. Y ¡qué hace la Academia, a ver esa Academia si se entera!... Yo no sé qué tiene la Academia que todo el mundo la acusa de los desaguisados que oye. A este paso, la Academia va a tener la culpa de ese español de los locutores, o de los traductores, o de las charlas crípticas de los afiladores o de los canteros, vaya por Dios. Lo mismo daría decir que también es la responsable del ancho de vía o de la pésima calidad de algunas ropas hechas... Con lo poquito que cuesta ponerse a leer un ratito y escuchar atentamente, y procurar arrimar el hombro una miaja, y no gritar que me lo den todo arreglado...

Una de esas voces machaconas, que suenan malhumoradas en unos círculos sociales y llenas de entusiasmo en otros -¡menos mal que aún quedan bríos en alguna parte!- es contestación (y contestatario). No es que se emplee en la lengua hablada, por ejemplo, así: «Exijo una contestación!», no, qué va. El que dice esto, jamás emplearía esa voz con su valor nuevo. Una contestación de ahora equivale a «protesta, réplica airada, casi violenta», es decir, se carga en realidad de «subversión». Tampoco los componentes o partidarios de la contestación la usarían así: «A ese voy a contestarle yo». En ese desajuste de sentido entre el valor tradicional de contestación, contestar y el nuevo, orlado de barullo callejero, de manifestación   —29→   protestataria y violenta, revolucionaria, etc., está el quid de la cuestión. Ese valor nuevo de contestación no figura en el repertorio académico, por lo menos con el ruido con que se nos presenta en la calle.

Sin embargo, ¿es eso nuevo, realmente nuevo? El diccionario, bajo «contestación» señala una acepción segunda, «altercado o disgusto», que no parece estar muy lejos de lo que hoy nos preocupa. Por lo menos, se percibe un claro parentesco, una soterraña cercanía semántica. Se adivina una base de la que ir arrancando para alcanzar el sentido actual. En efecto, si meditamos sobre la palabreja, veremos que su generalización en la lengua escrita y en la tímidamente pedantesca de la oratoria política o circunstancial, procede de las frecuentes convulsiones de carácter político-social, de los movimientos estudiantiles de protesta, etc. Revela siempre una situación conflictiva, que roe ya casi todas las esferas de la convivencia social, con lo que destaca un contorno más en la voz: el conflicto generacional. Es decir, hay una generación joven, ansiosa, intranquila, repleta de futuro, que contesta. Y hay otra, la generación vieja, sosegada, inmovilista y suficiente, bobamente suficiente, repleta de nostalgia, que es contestada.

La voz se usa de manera tumultuosa desde hace unos años, especialmente desde el mayo parisino, tan pródigo en clamores inéditos y en actitudes arrogantes. He aquí dos ejemplos de dos publicaciones españolas de muy diversa orientación.

Leo en ABC, 2 marzo, 1969:

«'Alberto Moravia ha dicho que en I pugni in tasca se consuma 'todo el mundo de la juventud''». Y nos quedamos perplejos. Porque la tragedia es grande, pero los sentimientos que sugiere no están fundados sobre una acción y el carácter de unos personajes, sino que tienen otros fines que se llaman en lenguaje de hoy 'contestación' y 'rechazo del orden social'».

  —30→  

Y en Ínsula, núm. 267, febrero, 1969:

«Zeffirelli ha dado el Romeo y Julieta de la protesta y del inconformismo, la del mayo de París, la de la problemática existencial y la de la contestación generacional».

Repito: dos publicaciones con lectores de muy diversa orientación: ABC e Ínsula. Y en las dos, la contestación se nos ofrece clara: rechazo del orden social, inconformismo, lucha de una generación contra otra. En la base de ambas ¿no está el valor de «altercado, disgusto», que ya trae el Diccionario académico desde 1726?

La contestación-protesta ha invadido últimamente el territorio eclesiástico. La Iglesia Católica, solidaria con las transformaciones sociales, se ha hecho también, en una gran parte, contestataria. En lo que va de año, es raro el día que no oímos hablar de la contestación de la Iglesia, etc. El día de los Santos Inocentes -quede claro que no es broma, ¿eh?- del año pasado, Ya, periódico que se caracteriza por una exquisita ponderación en esta parcela de la vida nacional, decía, en un brevísimo articulillo, cosas como éstas (todas, reitero, en el mismo artículo): «1971, descenso de la contestación en la Iglesia»... «Un claro descenso de la contestación típica de los años 68-69...». «¿Abandono de muchos contestatarios? ¿Búsqueda de una contestación más subterránea y menos aparatosa?». «¿Asunción por parte de la jerarquía de los elementos más válidos de la contestación?». «Tendríamos que registrar una acentuación de la contestación conservadora...». (De paso, observemos esta última cita, donde contestación se aleja de una sólida muralla de combate tradicionalista...). Y ya, como era de esperar, la contestación, el contestar y loscontestatarios han entrado en todo. Sigue en primer lugar, y esto sí que es lógico, lo universitario (¡pobre país aquel donde los universitarios no estén en primer lugar!): «Y ante ellos [los exámenes] se acentúan las tensiones, discrepancias y contestaciones en el ámbito universitario». (Ya, 3 junio, 1972). El adjetivo contestatario ha venido a sustituir, casi eufemísticamente a veces, a «alborotador, huelguista», etc. «... Las   —31→   fáciles tentaciones que excitan a la juventud a posturas que se nos antojan no contestatarias...». (Ya, 18 enero 1972). Incluso en un sitio del que cabría esperar -y no es otra la cosa- la máxima cordura, el Colegio de Abogados, alguien se expresa así: «La actitud, cada vez más contestataria, de las nuevas promociones de colegiados, claramente politizadas, augura, en las próximas elecciones, el asalto a las Juntas de Gobierno...» (ABC, 4 diciembre, 1972).1

Es ya de tal forma intensa la huella de la «contestación de mayo» en París, que se lee contestación con el valor «período de revuelta social habido en Francia en tal y tal ocasión», es decir, algo así como la Revolución de fines del siglo XVIII, o como la Gran Guerra, o las pestes medievales. Está ya a punto de ser escrita con mayúscula. Un artículo puede titularse: «¿Vuelve la contestación?». De ese artículo se entresacan afirmaciones de este tipo: «Marcuse, el padre de la contestación» (frase hermana de «Robespierre, el héroe de la Revolución...»), «¡Contestación a la vista!». («¡Revolución al canto!», para variar). «La contestación ha sido reabsorbida, se proclamó tras el fracaso del mayo francés...». («El Imperio reabsorbió la obra de la Convención», pongo por caso), etc. Estos ejemplos, procedentes de un artículo firmado por Julio Colomer (Ya, 13 febrero, 1972), van acusando, al lado de otros que ya nos son familiares («los periódicos nos vienen detectando el rebrote de la contestación...». «Los procesos están agitando a una contestación que no quiere ser condenada...». «La contestación se fragmentó en una aguda crisis interna ideológica...») una derivación   —32→   semántica hacia «período histórico de revuelta, de crisis», «suceso revolucionario» entre tales y cuales límites y de tales características: No de otro modo hablamos hoy de la Revolución francesa, de la Comuna, de las Cruzadas, etcétera. Ante este muestrario, tan copioso y engolado, tan convencido de su enorme trascendencia, nada más fácil que caer en los extremos más pintorescos, y así podemos llamar contestación, sin que se nos provoque la menor alarma ni la más sosaina sonrisa, a una decisión de la señora Tellervo Koivisto, esposa del Presidente del Banco de Finlandia y ex jefe del Gobierno. (Noticia dada en Ya, 5 enero 1972). La señora Koivisto, al parecer, se ha negado, no sé con qué grado de reconcomio, quizá con vocerío, a zurcir los calcetines de su marido, de su importantísimo marido. Personalidad que tiene ella, ea, qué le vamos a hacer. Dejemos aparte que ya hace tiempo que no se estila remendar calcetines (a no ser en la inevitable frase contra las mujeres automovilistas o toreras, lo que, dicho sea de paso, sólo es típico de nuestro saladísimo país, y no de la seria Finlandia), pero el suelto periodístico, entre bromas y veras, es bien tajante:

«Está visto que la revolución femenina empieza por la contestación más o menos privada». ¿Bonito, no? ¡Qué genio se gasta esa señora! Así, cualquiera. Solamente me produce una delgada tristeza entrever que los niños finlandeses no jugarán -¡ellos tampoco!- con el huevo de madera que nuestras abuelas empleaban para repasar tomates, tan bien como sonaba por el suelo del pasillo adentro, carambola va, carambola viene, y hasta se atrevía, puntería reidora, a perforar los cristales, chillidos, desigual pelea resuelta en bofetones... Dada la clase social de la dama contestataria se echa de ver en seguida que en esa tierra nórdica hacen la revolución desde arriba. Es natural.

Pero volvamos a nuestro diccionario. Los sesudos y beneméritos académicos de 1726: «Contestación: Se toma también por altercación y contienda, por diversidad de pareceres. En esta acepción es voz tomada del francés   —33→   e introducida modernamente sin necesidad». Indudablemente al quejarse esos académicos, pensaban en el francés contester, en el que se documenta el valor «disputar, combatir o pelear a propósito de algo». Contester deriva del latín jurídico contestari, en el que había un valor claramente polémico. En la litis contestatio, había afirmaciones mantenidas por varios ante el Pretor. Cada litigante afirmaba, sostenía algo. Y la autoridad, después de imponer calma, resolvía. Así, contestatio era una afirmación opuesta a otra, como más o menos ocurre hoy, envuelta en brisas de discordia.2 Ese valor, todavía con la toga bien puestecita, se encuentra en La Fontaine:


«On en vient au partage, on conteste, on chicane,
Le juge sur cent points tour à tour les condamne».


(Fables, IV, Le vieillard et ses enfants.)                


Pero ya va siendo otra su orientación en este ejemplo de Madame de Sévigné: «M. de Montmoron sait votre philosophie, et la conteste sur tout» (15 set. 1680). También en Sainte Beuve: «Puis, je ne conteste jamais; je no réfute personne, j'admets toutes les opinions» (P. J. Proudhon, Sa vie et sa corresp.). Ejemplo nítido de vigencia en estas regiones de la especulación intelectual nos lo proporciona este texto de Marcel Aymé, el gran escritor contemporáneo: «Je trouve au contraire naturel que le génie s'impose avec cette autorité et ne soit contesté de personne» (Conf. intellect. IX).

Del francés, ya atestiguado en el siglo XIV, ese valor pasó al español en el siglo XVII. Como tantas otras cosas que se van extendiendo con los cambios sociales y políticos que el predominio de los Borbones lleva consigo. Ya la encuentro en los diccionarios de César Oudin (1607; contestación, disputa) y de Lorenzo Franciosini (1620:   —34→   contesto, disputa). En 1705, el Diccionario de Francisco Sobrino traduce contestation por «disputa». El posible valor francés estaba, pues, bien incorporado, como tantos otros galicismos abstractos que entran por esas fechas. Sin salir de la atmósfera de salón, de amable tertulia discutidora, respetuosa, se encuentra ya en Feijoo copiosamente: «La institución de los Electores es materia muy contestada». «Los eruditos no ignoran las contestaciones que hay y ha habido sobre la donación de Constantino». Estas citas nos llevan de la mano a una reunión, ya entre dos luces, al calor del brasero o de una buena chimenea (¡ay, espejismo de La plaza de Berkeley!), aromas de las Indias en el aire, gentes de casaca y prurito neoclásico, que dialogan plácidamente sobre las «antigüedades» de España y piensan, tímidamente, sobre los viejos mitos sin acabar de derrocarlos. Si la discusión va hacia la realidad social, parece teñirse de cierta violencia; eso sí, sin perder la sonrisa, entre complicidad y benevolencia escandalizada: «Y sin subordinación alguna al Metropolitano, como hoy gozan, sin la menor contestación». Cosas de clérigos, que en esa espectral tertulia, pondrían un gesto irreverente al intentar, vana ilusión, esquivar la autoridad del prelado.

Todos estos ejemplos citados arriba son, digo, de Feijoo. Todos de su Teatro crítico universal, excelente balcón al mundo y al pensamiento (1726-1760). En lo sucesivo, parece grande la familiaridad con la voz contestación «protesta, discusión, altercado», con límites un tanto borrosos entre estos significados. El Diccionario académico de 1780 suprime la apostilla de galicismo, con lo que ya la vemos incluida en el torrente del habla. La leemos en el Memorial literario, I, de 1784:

«Que enterados todos de lo que les toca [...] y reconociendo los respectivos límites, se contengan en ellos, y cese cualquiera contestación o competencia».

Jovellanos, excepcionalmente alertado en su tiempo, nos la ofrece en sus Diarios: «Se empieza a concurrir a las siete; hay mil contestaciones sobre excluir a los no   —35→   convidados; fuéronlo algunos clérigos, y abiertamente el cura de San Lázaro, que, sin embargo, entró» (p. 275).

La encuentro en Quintana: «Se le ve entrar en una vana contestación de palabras y de política con el ministerio» (Cartas a Lord Holland, 3). Por cierto, que, en una de las ocasiones en que el muy planchado y almidonado Quintana emplea la palabreja, ya me parece que estamos muy cerca de la contestación de la Ciudad Universitaria. «Después de algunas contestaciones en que hubo arrestos y animosidad bastante, los malcontentos trataron de sorprender a Vasco Núñez y ponerle en prisión» (Balboa). Esas alusiones a la animosidad y a los arrestos nos alejan, y de qué modo, del tono suave y comedido del XVIII. El valor de la tertulia amena y lentísima, nos vuelve a acosar en testimonio de Alcalá Galiano y de Martínez de la Rosa.3

Y ya el siglo XIX la utiliza sin rodeos. Balmes («Estas reflexiones apoyadas en datos que nadie me podría contestar...»; Protestantismo, 151, 1842-44) y Menéndez Pelayo («Protestó Corro, y más de veinticinco meses duraron sus contestaciones con el Consistorio de la Iglesia Francesa de Londres...»; Heterodoxos, II, 487) son adeptos a ella, quizá por aquello de la legalidad, y la visten de su viejo valor jurídico. En la América que empezaba a balbucear su historia, la emplean, entre otros, Fernández de Lizardi («Después que hubo contestado con él, al despedirse observó el versito que os he dicho...»; Periquillo Sarniento, I, 57) y Faustino Domingo Sarmiento («El gobierno, cuya autoridad era contestada de una manera tan indigna, intimó a Facundo...»; Facundo, 68, 1945).

Hasta el habla viva de hoy ha llegado, de forma disimulada, el valor dieciochesco. Lo encontramos en el familiar,   —36→   dirigido, por lo general, a los niños: «Haz, o hazlo y no contestes». Un niño no es contestón porque, feliz él, se sepa de carrerilla cuántas son seis por ocho, o las bienaventuranzas, los nombres de los barcos supervivientes en Trafalgar, o porque los días que recibe visita la abuela se empeña en recitar, venga o no a cuento y subido en una silla, El embargo, verdadera epopeya de lírica. No. Es contestón porque replica de mala manera, con peores gestos, en obstinada rebeldía (un encanto de nene, vamos), a cuanto se le dice o propone, y porque, después de ésta, digamos, amabilidad, no es prudente dejarle entrar en la sala donde las visitas van remendando el mundo como Dios les da a entender. Y contestón existe todavía en el habla popular y rural. Sí, claro, es muy coloquial, bueno ¿y qué? ¿Que recurra a palabras más dignas, menos de la calle y de la era? Pues ahí está incontestable, que rezuma erudiciones, y que está, pero que muy clarito: «Que no se puede discutir, que tiene la máxima evidencia». El Diccionario dice, campanudo (bueno, el Diccionario resulta un poco así, un poco pedantuelo, a ver, es tan gordo, sabe tanto): «Que no se puede impugnar ni dudar con fundamento». ¿No parece una réplica inmovilista?

Los contestatarios pueden, pues, ser contestones a la manera de nuestros niños mal criados, nuestros niños de pueblo que tanto tienen -¡todavía!- que rechazar y contestar. Pero no serán, en manera alguna, respondones. Responder exige ese sufijo, con su cenefa despectiva, para acercarse a contestar. Y estoy seguro, a nadie le gustaría ser confundido. La juventud universitaria, clamante por una estructura más limpia y eficaz, se sentiría mucho más humillada y reprimida si se le despachara con llamarla respondona. No, no, por favor, tengamos la fiesta en paz. Ya se le ha ocurrido a alguien el chistecito. Con su pan se lo coma. Es algo, por fortuna, bastante más vital y profundo, que encierra, por lo menos, el balbuceo de un nuevo estilo vital. Respondón, -na lo es el que dice necedades por no callar, aventura verdaderamente   —37→   peliaguda y de difícil logro. En cambio, el contestón afirma su tenaz rebeldía, su no darle la realísima gana.

Contestación, con ese significado de polémica al rojo vivo, no figura en el repertorio máximo de la lengua. Examinados los testimonios que he aducido atrás, parece claro que no será muy oportuno censurar el uso de contestación, contestar con el fondo que hemos leído en ABC e Ínsula. Se trata de un neologismo de sentido, de una reactivación de un viejo valor olvidado que, al abrigo de nuevas corrientes de vida social, política y cultural, se ha henchido de eficacia. Me parece prudente suponer una enmienda a la acepción del Diccionario actual «alteración o disputa», o, mejor aún, soñar con una nueva que nos diga sobre poco más o menos: «Por extensión, polémica, oposición declarada y a veces violenta hacia formas de vida consagradas». Y hacer ver de alguna manera el influjo del francés contester, contestation, en este ensanchamiento del sentido original.

Insisto: esto debe hacerse en contestación, pero algo habrá que retocar también en contestar. La palabreja está a punto de convertirse en la voz clave de una actitud social de lucha, de protesta, por parte de unos grupos jóvenes que pretenden hacerse un hueco en lo establecido y quieren que su voz sea escuchada. Puede ser una voz «bandera», bajo la cual milite el descontento general ante el egoísmo natural de los viejos. También veo como muy probable que, al igual que la observación de los académicos de 1726, reveladora de la inutilidad del galicismo, la nuestra de hoy, por comedida que resulte, haya de desaparecer también en otra edición futura, hacia el año 1980, o el 1990, o cuando fuere. Quedaría, por lo menos, huella de nuestra vigilancia, de nuestro alerta en vilo. Pero también es verdad que la «inutilidad» del siglo XVIII no es ahora posible, cuando las lenguas se van pareciendo cada vez más, anuladas las diferencias localistas y sometido todo a la nivelación de los grandes medios de comunicación y a la identidad de los grandes   —38→   problemas sociales. No, no debemos asustarnos por esa contestación. En mesuradas dosis, puede resultar fructífero incluso el practicarlas...




ArribaAbajoSiguen palabras nuevas

Fiel a su costumbre de ir anticipando voces de las que, en sucesivas ediciones, pasarán al Diccionario general, la Real Academia Española ha hecho públicas algunas de sus decisiones en ese sentido. Las palabras que a continuación vienen consideradas responden a tareas del mes de octubre de 1971. Es decir, podrán presentar un certificado de nacimiento, una fe de vida o carta de trabajo, según los gustos. Por lo pronto, estas enmiendas y adiciones quedarán un período (que quizá resulta algo largo: lo que tarde en aparecer una nueva edición del Diccionario) en una especie de limbo, flotando en el aire, quién sabe si algo molestas al notar que algún curioso va a buscarlas en el Diccionario actual y no las encuentra... De todos modos, no les cae mal a las palabrejas un tiempo de aprendizaje, de prueba diríamos, ya que sería ése que van a estar sometidas a una forzada humildad. Reconozcamos que es medicina, la humildad, que no puede sentar mal a nadie.

He aquí algunos ejemplos de voces pertenecientes a esta lista de octubre de 1971.

Banal no estaba en nuestro diccionario. Y ya llevaba bastante tiempo en funcionamiento. Banal es un galicismo. En francés es palabra de buena prosapia, que, por diversos caminos, vino a significar «comunal, que está a la disposición de todos». Así aparece por ejemplo en Fromentin (Dominique, II, de 1863):... «Quelques prairies banales ou les plus gênés (les pauvres) menaint pacager leurs vaches». De ahí pasa fácilmente a valer por lo común, lo vulgar, lo general, lo desprovisto de personalidad. Con ese valor entra en la literatura española con   —39→   los modernistas. Todo español dice una vez y otra el verso famoso de Sonatina


0Parlanchina, la dueña dice cosas banales...



Banal equivalente pues a trivial, anodino, insustancial. Para entendernos: algo al borde de la simpleza. Lo cual no autoriza a que nos entreguemos entusiásticamente a decir banalidades, palabra que, también desde ahora, figurará en el Diccionario. Corremos el peligro de que alguien diga, poco cortésmente, que no pasan de ser tonterías... Y a propósito: banalidades ya aparecía censurada por R. M. Baralt, en su Diccionario de galicismos (1855). Recomendaba que se dijera generalidad, perogrullada, etc. A pesar de su brillo literario, me temo que, dada la enorme abundancia de sinónimos coloquiales, le espere siempre a banal, banalidad un hueco impreso, y solamente de vez en cuando aparezcan en el habla.

En la nueva medicina, va siendo raro el humano que no tiene que ver con un cirujano. Ya a nadie se le oculta qué es un cirujano y qué límites tiene el ejercicio de su profesión. Pero todos hemos repetido, casi secularmente, que Miguel de Cervantes era hijo de un cirujano romancista. Y lo decíamos mecánicamente, sin saber muy bien hacia dónde apuntaba ese calificativo. Que no era muy lucida su interpretación aún nos lo acusa este ejemplo de José María de Paredes, en De tal palo: «Le mató la asistencia de cierto romancista que pretende curarlo todo con zaragatona». Desde ahora romancista estará muy claro en el diccionario. Un poco tarde, ¿no? Sin embargo, nunca es tarde si la dicha es buena. Y un cirujano romancista, por obra y gracia del hijo de uno de ellos, tiene perfecto derecho a figurar en el Diccionario: «Decíase del cirujano que no sabía latín». En una época en que el latín suponía la máxima distinción y prestigio, un romancista era algo perteneciente a una variante de segunda división. Y, sin embargo... Bueno, ahí queda. Ya los niños futuros, que tendrán que seguir recitando la vida   —40→   de Cervantes, no preguntarán por la profesión del padre (los últimos manuales, cortando por lo sano, decían que Rodrigo era, sin más, cirujano, lo que despertaría probables sueños en la cabeza infantil, sueños de fama, de dinero, de consideración social...). La definición que el Diccionario traía: «Decíase del que no sabía latín», no era muy buena. Se deducía de ella que cualquier persona que no supiese latín podía ser llamada cirujano romancista. No, no era eso. En lo sucesivo estará más claro, mucho más. Pero aún se me ocurre una pequeña duda. Nuestros cirujanos, ésos que despiertan en la cabeza de los principiantes resonancias de fama, prestigio, aureola de grandes premios y ecos taumatúrgicos, ésos, ¿saben latín? ¿No tendremos que añadir dentro de poco una definición más a romancista? Mejor no pensarlo.

La vida actual, como venimos destacando de continuo, nos ha puesto en circulación una serie de palabras que obedecen al predicamento del dinero, de la banca, de la sociedad capitalista. Cheque es una de ellas. Entre nosotros, aún hay un cierto recelo a los cheques, a diferencia de otros países donde todo el mundo cobra por cheques y paga por el mismo procedimiento por pequeñas que sean las cantidades. Nosotros seguimos pensando que el cheque es reflejo vivísimo de la situación capitalista, y que solamente para cantidades respetables debe llenarse uno. A pesar de lo cual, los cheques van multiplicando sus cualidades y atributos: al portador, al titular... Y cruzados. Estos últimos son de distinta manera según los países, las costumbres, etc. Pues bien, los cheques cruzados va a «cruzar» ahora la barrera del Diccionario y figurarán también, ampliada su definición, en la próxima salida: «Aquél en cuyo anverso se indica, entre dos líneas diagonales paralelas, el nombre del banquero o sociedad por medio de los cuales ha de hacerse efectivo. En algunos países, bastan, en ciertos casos, las dos líneas diagonales paralelas, sin otra indicación».

Nuestros pobrecitos niños, acostumbrados a la felicidad nacional, debían de sufrir de una manera angustiosa con   —41→   sus deberes. Yo pienso que el sufrimiento más bien era de los padres, que, heroicamente, se ven obligados a repetir, paso a paso, los escalones de su educación, las primeras letras, el catecismo luego, y el álgebra endiablada, y la química aquella de las cadenas y las valencias, qué demonios, tener que volver a aprender todo eso, y a repetir las clasificaciones botánicas. Hombre, eso de que al volver del teatro, o de comer con don fulano, jefe de tal y cual negociado, y que el dichoso niño esté con que si la regla de tres, los complementos predicativos, este lamelibranquio que no me sale... Hasta ahí podíamos llegar. Es que no hay derecho. Seguramente un clamor paternalísimo ha acabado con los deberes en casa. Nuestra sociedad no quiere complicaciones, necesita todo su tiempo para vivir, no para compartir las tareas de los niños, de los repajoleros niños. Que se larguen a la piscina, al campamento, a la porra, pero que no vengan con problemitas. (Quiero decir problemas problemas, de ésos de electricidad y todo.) Además, que las mamás no pueden retratarse con el ceño fruncido, chupeteando la punta del lápiz a ver si así se consigue resolver algo. Total, que se acabaron los deberes. Y con ellos, quizá horas de recogimiento en la camilla, vuelta a la infancia bajo el círculo cómplice de la lámpara, los mapas, las ecuaciones, composiciones más o menos poéticas, la incipiente colección de minerales o de mariposas, desterrado todo al rincón de lo inservible, a la leonera cerrada e intocable. Los deberes han dado muchos quebraderos de cabeza. Y, sin embargo, no figuraban en el Diccionario. Quizá los pedagogos, ahora tan en candelero, nos pudieran decir cuándo ha comenzado a circular esa voz en el campo de la enseñanza, y de dónde ha venido, con qué escuela se ha generalizado. La nueva redacción, que conoce el horror de los españoles al trabajo en casa, o fuera de las horas sacramentales, definirá así: «Ejercicios que, como complemento de lo aprendido en clase, se encargan, para hacerlos fuera de ella, al alumno de los primeros años de enseñanza». Es indudable que este deber también nos ha   —42→   venido de fuera. «Ce fut sans émotion, et comme mettant la dernière ligne à un ennuyeux devoir de classe, que je traçai sur l'enveloppe le nom», leo en Proust. Buen complemento de estos deberes escolares será el ejercicio que llena la vida estudiantil: ejercicio de traducción, de análisis, de comentario, de tal o cual cosa. No llega a la trascendencia de examen, aunque algunas veces pueda confundirse con él, pero se emplea constantemente. Y ahí la tenemos, un poco rezagada también, pero boyante, felicísima. «Ejercicio: Trabajo práctico que en el aprendizaje de ciertas disciplinas sirve de complemento a la enseñanza teórica».

Y ya que vamos de niños, más o menos creciditos, se me olvidó, cuando unos renglones más atrás les mandaba a unos cuantos sitios, se me olvidó, digo, hacer con ellos lo más prudente: guardarlos. Van surgiendo por todas partes, ya en instituciones públicas, ya privadas (especialmente en sitios donde trabajan las madres) las guarderías infantiles: «Lugar o servicio donde se cuida y atiende a los niños de corta edad». Ya podremos dejar tranquilos a los peques en la guardería, sin necesidad de pensar recelosamente que les van a hacer algo malísimo allí dentro, dejos de su madre de su alma, etc. Si hasta el Diccionario se entera de que existen esas plácidas habitaciones, con jardín, cachivaches múltiples para la curiosidad primeriza, y dulces, dulcísimas caricias y buena sopa... Una delicia, vamos, un paraíso cerrado a los mayores, gente seria y sin sentido de la inocencia...

Hace ya muchos años que los españoles hablamos de moralina con un gesto cómplice, desencantado, con esa facilidad nuestra para encogernos de hombros ante problemas gravísimos, o para disculpar de antemano lo que no suele tener disculpa. Moralina ha sido empleada muchas veces como «falsa moralidad, semimoralidad». Parece que tiene antecedentes en el pensamiento de Niestzche, y de ahí que los hombres del 98 la pusieran en circulación. Hoy está al alcance de cualquiera. Ha pasado el mar, y la encuentro en una novela de Eduardo Mallea,   —43→   La bahía de silencio. «Le importaba un bledo la moralina». «¿Qué quieren ustedes? Lo más triste de Londres no es la niebla, sino la moralina», dice Julio Camba en Aventuras de una peseta. Tarde, muy tarde llega al Diccionario. Repito la apostilla de hace unos instantes: si la dicha es buena... Y es evidente que lo es, que es buena, aunque ya no sea tan bueno que siga en circulación la evidente moralina, la falaz circunstancia que el alcaloide resucita en el habla. (La gente joven tiene mucho menos de eso, la verdad, aunque vayan teniendo otros varios -inas). En fin, ya no habrá dudas. Moralina (a imitación de nicotina, morfina, cocaína, etc.) será un sustantivo normal, femenino y autorizado: «Moralidad inoportuna, superficial o falsa».

Todos los días (esos fines de semana, ¡Señor!) los periódicos nos abruman con las cifras del turismo y de los accidentes. En contra de lo que se le puede ocurrir a un mal pensado (¡pero, hombre, no hace falta serlo tanto!) esas cifras suelen ser verdad, aunque ya no estemos tan seguros de las consecuencias que de ellas se sacan. Sí, nos invaden por las fronteras gentes y gentes, vestidas de mil modos. De algunos, la verdad, no se adivina muy bien en qué parte del trajecillo breve llevarán escondidas las divisas que los periódicos nos lanzan también a la cara, con muchos ceros a la derecha, porque, vamos, ¿eh?, que ni bolsillos... Esas gentes suelen buscar dónde dormir, que también los turistas comen y duermen, y, a veces, hasta pagan esas minucias tan triviales. Y en el hotel suele haber una persona, ésa sí que repleta de ropa por mucho calor que haga, corbatísimo señor, pantalón a rayas, finolencias en cuatro o cinco idiomas, que hace sus quinielas a ratos perdidos y se sabe de carrerilla, el horario de los ferrocarriles y de los diferentes cultos... Este señor es el recepcionista. La palabreja es algo feúcha, me parece, pero yo no la he inventado. Y debe de tener ya consagración oficial en los medios laborales, y, hay que reconocerlo, queda muchísimo mejor que si dijéramos: «El tío ese del mostrador», o cosa parecida.   —44→   No, además, suelen ser simpáticos, enterados de su quehacer y sufriditos con el cliente ceporro que siempre, vaya usted a saber por qué, encuentra todo mal, requetemal, que si el agua caliente, que si la ropa, que si las conferencias telefónicas, que si los kilómetros que han puesto hasta su pueblo... Todo, como se ve, cosas que no suelen tener mucho que ver con el recepcionista. Pues el recepcionista (que está en su sitio de trabajo, es decir, en recepción) figurará en el Diccionario, como hasta ahora, y con iguales o parecidos fundamentos, estaban mayordomo, conserje, encargado, etc.: «Persona encargada de atender al público en una oficina de recepción». Y recepción: «En hoteles, congresos, etc., dependencia u oficina donde se inscriben los nuevos huéspedes, los congresistas que llegan, etc.». Está patente que las relaciones públicas y el vaivén continuado de la gente viajera producen alteraciones en el Diccionario.

A prisita y para disimular, diré que revancha «desquite», tan abundante en el deporte y en otras competiciones y peleas, no estaba en el repertorio máximo de la lengua. Claro que esto de estar o no estar es de un elástico muy notorio. Siempre es mucho más lo que no está, pero revancha... ¡Si era muy vieja, si todos los españoles sueñan con ella alguna vez al día, vamos, con tomársela!... Pues ahora va a estar: «Del francés revanche: f. Desquite». Se ha venido usando todo el siglo XIX. Ya aparece en La Gaviota, de Fernán Caballero, novela de 1849: «Tiene usted... que tomarse la revancha». La usaron José Joaquín de Mora, Ventura de la Vega, Rodríguez Rubí, Gamero... Hoy la empleamos todos. Para aquellos que crean que no ha tenido prestigio literario, esta cita del Tenorio de Zorrilla podrá calmarles la duda: «... a jugar/vamos ahora el corazón. / ¿Le arriesgáis, pues, en revancha / de doña Ana de Pantoja?».

Hay quien tiene que hacer grandes esfuerzos para convencerse de lo bueno que resulta rectificar. A tiempo, e incluso un poco tarde. La rectificación revela amplitud de criterio, humildad, auto-observación... Cualidades que   —45→   no son muy usuales en una sociedad triunfalista, donde cada disparate se remedia premiando al disparatante. El Diccionario, más sosegado, se corrige ininterrumpidamente. Como viene del siglo XVIII, esas correcciones se imponen a veces por el simple decurso de las costumbres, las apetencias, los intereses, los inventos, los saltos de la vida pública, de las modas, de la economía... Del desarrollo en general. Pero yo quiero destacar cómo se cambia también en esos detallitos que revelan una mirada atenta y honda; detalles que no suelen tomarse en cuenta, y se consideran algo natural. Y no son tan naturales: hay que buscarlos, pasar una vez y otra la mirada sobre el diccionario, olvidándonos de nuestro hablar hasta pescar la errata, el quiebro anticuado, la exigencia de un matiz nuevo. Por ejemplo: peraltar es voz muy usada entre nosotros. Todos echamos la culpa al peralte de una curva cuando se sale el utilitario de la carretera, cosa que suele ocurrir (ya ahora recuerdo que hablé atrás de los accidentes) con más frecuencia de la debida, porque al conductor, hartísimo de oír las quejas familiares que le zumban al lado, o, porque, saturado de merluza a la vasca o de pimientos rellenos, se le antoja que el mundo es suyo, incluido el árbol lateral o el barranco agreste, tan bonito desde arriba y tan poco acogedor al precipitarse por él. Dios mío, con los líos que se arman luego en el seguro, que si llevaba diez personas más, que si a mí el alcohol no me lo mide nadie, etc. Heroísmo hispánico, qué le vamos a hacer. Pues ese peralte, que los niños del coche buscan sin acabar de encontrar cuando el papá, para justificar su impericia, acusa al Ministerio de Obras Públicas de no saber peraltar nada y, entonces, los familiares que van, desafiantes, domingo arriba, dispuestos a incendiar cualquier pinarillo latoso y a llenar de plásticos vacíos el manantial aquel de allí, donde aquella vez..., y, hijo, sé prudente, que mañana tengo que ir a la modista... Entonces, digo, los de dentro, desafiantes, agresivos, buscan el peralte como si se tratase de un guardia civil mal encarado, o de un autoestopista   —46→   a medio peinar. Y, claro, qué va a aparecer. Pues ese peraltar ya estaba en el Diccionario, donde decía: «Levantar el carril exterior en las curvas de los ferrocarriles». Como quiera que por lo general no hace falta una curva para que un tren se estampe contra otro que viene de frente, el Diccionario muy comprensivo, amplía la definición. Hay que ayudar a los automovilistas en las campañas de prudencia. En lo sucesivo, dirá: «Técn. En las carreteras, ferrocarriles, etc., levantar la parte exterior de una curva». La apostilla de «tecnicismo» viste de una súbita elegancia a la mesocracia dominguera que llena los caminos. Es como si, tras un largo consejo de familia, se acordase ponerle al cuatroele o al sincamil una calcamonía más, un adorno más, a fin de hacer más llevadero el tortazo.

De todo esto vemos que ese cambio que se percibe en nuestro vivir, en la cara más externa de nuestras ciudades, también se perfila en el Diccionario. Todo tiene que ir armónicamente. Espigando en las enmiendas, he aquí una que es muy sintomática. Los periódicos andan a cada paso con la historia de las mujeres y su promoción, y que si hay mujeres que son esto y lo otro, y que si discriminaciones o no, y que si fue y que si vino. A veces se ha acusado a la Academia de discriminatoria, de ser enemiga de mujeres en su recinto. Pues en la lista de voces que hoy comentamos, encontramos una prueba de la falacidad de esas afirmaciones. En el Diccionario, y ya hace mucho tiempo, venía huelguista: «m. El que toma parte en una huelga de los trabajadores». Llevaban razón las mujeres. El Diccionario las ignoraba o poco menos. En lo sucesivo, desaparecerá esa m. de masculino y vendrá com. Es decir, que también las mujeres podrán declararse en huelga, no faltaba más. De todos modos, con cautela, ¿eh?, hasta ahí podíamos llegar. Y nada de echarle la culpa a la Real Academia Española del próximo movimiento revolucionario -si es que se deciden a plantearlo-.

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Los olvidos del Diccionario aparentemente son graves por el uso, entre determinados especialistas, de voces que han sido recogidas por el habla general media. Los tecnicismos siempre estarán en esa cuerda floja, de difícil equilibrio. La dificultad estribará siempre en ver con diafanidad qué tecnicismos pasan a la lengua y cuáles se quedan en la conversación críptica de los iniciados. El especialista suele a veces molestarse si una persona de las que él considera lejanas a su oficio se permite emplear algún palabrejo de su quehacer. Lo considera una invasión. Lo que no le impide que después, en una sobremesa de esas aburridísimas y superpedantonas, acuse al Diccionario de no traer esa palabra (o palabrón). (El palabrón, suele ser, de propina, una trivialidad que cualquier estudiante aprovechadillo de finales de bachillerato puede descifrar: es lo más corriente). Un ejemplo muy suave: la Academia acaba de aceptar, para remediar un olvido, tenebrismo y tenebrista, aludiendo a ciertas tendencias pictóricas. Hasta hace unos años, eran palabras usuales en el léxico de los estudiosos de Historia del Arte, y se manejaban sin dificultad ni vacilación en ese ámbito. Ahora, quizá debido a la furia turística, que llena museos entre bocadillo y bocadillo y pone ante los cuadros tenebristas a una multitud fatigada y sudorosa, y lleva a los folletos la palabrita en cuestión, se ha generalizado y la propaganda es capaz de ofrecer como aliciente a sus planes y calmante de sus precios la visita de tales y tales cuadros tenebristas. Mucho me temo que a esos viajeros el tenebrismo, mal dosificado, les cause algún malestar, una leve desazón. Tinieblas..., y en España. En fin...

Como vemos, repito, el Diccionario se va modernizando. Día tras día, y sin descanso. ¿Que queremos mercado común? Pues se incluyen cítrico, «planta que produce agrios, como el limonero y naranjo», citrícola (del latín citrus y colere, cultivar), citricultura... ¿Que diga algo más serio, para terminar? Pues allá va: el próximo Diccionario traerá = cida, elemento compositivo (de = cida,   —48→   de caedere matar) que, pospuesto a otro, entra en la formación de palabras españolas, con idea de matador o exterminador: fratricida, insecticida, ovicida, hormiguicida. Hombre, que si es serio el vocablo, si hasta viste de luto, no hay más que verle. Ahora ya, aunque no venga en el diccionario, el hablante podrá usar impunemente palabras como... Bueno, que diga las que quiera, pero, por favor, que no las practique sin ton ni son. Nos pueden llamar cargantes, adjetivo que (¡Dios mío, que no es vicio ni nada! y que no hay, que digamos) figurará también en la próxima edición: «Que carga, molesta, incomoda o cansa por su insistencia o modo de ser». Después de esto, lo mejor, sin duda, es poner punto final.




ArribaAbajoVoces recién estrenadas

Incansablemente, con la lentitud de los pasos ciertos, sigue la Academia poniéndole al Diccionario un acorde de adiciones, enmiendas, supresiones... He aquí otra lista más, como ya se nos va haciendo costumbre. Corresponde a la tarea llevada a término en el mes de noviembre de 1971. No son todas, repito. Entresaco solamente aquéllas que pueden, por una u otra razón, llamar más poderosamente la atención de un hombre de la calle, de ese hombre anónimo y preocupado, siempre dispuesto a arreglar el mundo (o, por lo menos, aquella parte del mundo que le caiga más a mano). Veamos alguna de esas palabras.

Llevamos ya algún tiempo entregados al reclamo sobrevalorador de las artesanías. Vemos en tiendas lujosas, de cuando en cuando, unos cacharros de cerámica popular, verdaderamente encantadores. Es frecuente tropezarse con uno que es un lebrillo o barreño de barro vidriado, que, en el borde, lleva unas pequeñas plataformas o ensanchamientos a manera de plato, sobre los que descansan unas jarritas. Suelen ser de color ocre claro, con adornos geométricos amarillos (a veces, florales).   —49→   Adornos muy abundantes en la cerámica popular española: así se ven (del color, quiero decir) cacharros de Alba de Tormes, de Úbeda, de Cuerva, de Consuegra. Otras veces, las más raras y, sin embargo, las que el turismo, gran destructor de las artesanías tradicionales, está poniendo de moda, son de un subido color, rojizo, con visos morados, con adorno de uvas en relieve en el costado, y alguna que otra inscripción llamativa y falaz. No sé cómo llamarán a estos venerables barros en los opulentos mercados y en las tiendas lujosas de decoración y caprichos, pero mucho me temo que sean muy pocos los que sepan que eso es una cuervera, y que el lugar de nacimiento de los más de ellos (de los más representativos por lo menos: ahora veo que hay multitud de cacharros parecidos, con variaciones más o menos estilizadas, que deben de ser fabricados en cualquier lugar) está en Chinchilla, la bella ciudad que se encarama por un cerro en la orilla sureste de La Mancha, a pocos quilómetros de Albacete. En la travesía moderna de la carretera, un desvío al pie de la colina militar que sustenta la ciudad, aparecen, en el borde, destellando al sol, al pie del castillo, las cuerveras brillantes, alineadas en formación. Allí mismo las venden los alfareros locales. Y ese cacharro gracioso, evocador de la comida pastoril de los llanos, donde todo el mundo come o bebe del mismo recipiente, se llama cuervera porque en él se hace y bebe luego la cuerva, bebida típica de las tierras manchegas. La cuerva se hace con vino, agua, canela, trocitos de fruta... Lo más parecido a la sangría, nombre que, a pesar de figurar en el repertorio máximo de la lengua desde principios del siglo XIX, se ha ido generalizando desde hace unos años tan sólo, y eso debido al fomento que le han dado los viajes innumerables y el turismo arrollador. (La sangría lleva hielo, claro. Imposible pensar en el hielo, algo muy moderno, ya lo creo, en los campos manchegos, sobre todo hasta hace muy pocos años. Todo lo más, refrescar los ingredientes bajándolos al aljibe, lo que daba un excelente resultado). Pues bien, cuerva y   —50→   cuervera, cosas ya viejas y abundantes en el catálogo de las bebidas populares, no figuraban en el Diccionario. Ya tienen sitio con pleno derecho.

Otra palabra nueva es encuestar. El Diccionario recogía ya encuesta, «averiguación o pesquisa» (del latín vulgar inquaesita por inquisita, «busca»). Se añade ahora el verbo: «tr. Someter a encuesta un asunto. //: Interrogar a alguien para una encuesta. //3: intr. Hacer encuestas». Así se llena totalmente un hueco que el uso había ido haciendo, por su frecuencia, muy profundo. Especialmente entre dialectólogos, que se pasan la vida haciendo encuestas en el campo, a caza de voces y usos ya casi extintos, el verbo tenía una alocada urgencia por hacerse respetar. Así perderán ese sentimiento de culpa que proporcionaba estar haciendo algo que la Academia no reconocía, vaya por Dios, también era cosa. En lo sucesivo, sin duda alguna, serán más tranquilas y fructíferas sus expediciones.

Y ya que estoy hablando de dialectólogos (y lo hago por aquello de la vecindad personal con el oficio), judeoespañol hace tiempo que se viene usando en el campo de los estudios dialectales y literarios. Y, sin embargo, no estaba en el gran corpus de la lengua. Estará, desde ahora y con todos los honores. Ya todo el mundo podrá encontrar en el Diccionario la aclaración oportuna: «Judeoespañol, -la, o judeo-español, -la, adj. Perteneciente o relativo al dialecto judeo-español, o a las comunidades sefardíes que lo hablan. //2. m. Dialecto español hablado con variedades regionales, por los sefardíes, principalmente en los Balcanes, Asia Menor y Norte de África; conserva muchos rasgos del castellano anterior al siglo XVI». Judeoespañol entra en 1971 en el Diccionario y estaba en uso, y con grandes monografías que se ocupaban de él, desde que la Dialectología española comenzó a dar señales de vida. Claro que antes se hablaba de sefardíes, habla sefardí, etc.

Como siempre, los nuevos usos se nos destacan vivamente en todas las listas de novedades académicas. Estamento,   —51→   «estrato de una sociedad» definido por un común estilo de vida o análoga función social. Estamento nobiliario, intelectual, etc., y estamental, el adjetivo adecuado, se han generalizado mucho en la nueva Sociología. Al aceptar estos valores, el Diccionario relega a una zona de arcaísmo, o de historia añeja por lo menos, los valores que se registraban, correspondientes al uso antiguo de la Corona de Aragón o a los cuerpos colegisladores establecidos en el siglo XIX por Estatutos o Constituciones.4 A caballo entre la ortodoxia positivista y los nuevos usos se mueve estrato, «capa o nivel dentro de una sociedad». Así lo leemos en Julián Marías: «... dentro de la lengua hablada, la vigencia está con frecuencia restringida a un estrato de la sociedad; a veces a una clase; otras a un grupo de edad...» (Discurso recepción Academia Española). «En la concreción del hecho lingüístico convergen distintos estratos de realidad, que importa distinguir...» (Ibidem). Se ve que la voz, de vieja inspiración geológica, ha hecho fortuna y ensancha su contenido.

Algunas de las nuevas acepciones han dado mucho que hablar antes de ser decididamente aceptadas. La ortodoxia obligaba a desecharlas, pero el uso, el sagrado uso... No hay que olvidar que la Real Academia Española muy raramente hace de sargento ordenancista, sino que se limita a atestiguar que las cosas «son así», o «han sido así». Si preguntamos a la mayor parte de los hispanohablantes qué es una jaca, solamente los entendidos en caballos, peritos por curiosidad, deporte o milicia, sabrán decir que jaca es «caballo de cierta alzada». Unos pocos más, muy pocos, quizá piensen en «caballo de montura»,   —52→   es decir, no de tiro. Y la mayoría, esclava ya de la desaparición del prestigio del caballo en la vida cotidiana, nos dirá que una jaca es, sin más, «una yegua». Le añadirá garbo, juventud, pensará en los ágiles animales del rejoneo... Lo que se quiera, pero la condición femenina sobrenadará. La gente, qué le vamos a hacer, ya no entiende de caballos. La vieja sabiduría necesaria antiguamente para moverse por el mundo ha sido sustituida por los caballos = impuesto del automóvil, como antes lo fue por los de la locomotora. El valor «yegua, hembra del caballo» figurará desde ahora en el Diccionario. Ese valor faltaba, y en contra de las protestas de exactitud que el entendido pueda alegar, debía haberse incluido hace tiempo. Ya Cervantes (¡nada menos!) pensaba de las jacas así, y lo demostró en el Quijote: «Sucedió, pues, que a Rocinante le vino en deseo de refocilarse con las señoras facas, y saliendo así como las olió, de su natural paso y costumbre, sin pedir licencia a su dueño...». Bueno, lo que sigue, ya lo recuerda el lector. Las jacas tenían más ganas de comer que de andarse con sentimentalismos, y le recibieron, desagradecidas ellas, a bocados y coces. «Pero lo que él debió más de sentir fue que, viendo los harrieros la fuerza que a sus yeguas se les hacía...» (I, 15). ¿Queda alguna duda? Los duchos en caballería pueden seguir protestando. Pero lo cierto es que para Cervantes, las jacas eran «yeguas», sin vacilación alguna, y es vano decir que se equivocó. Saquemos algo en limpio del libro inagotable, siquiera sea un articulejo nuevo para el Diccionario. Pienso que ya andaba por entonces, flotante en el aire de las conversaciones, el inevitable femenino que la forma de la voz despierta en el hablante.

Pero volvamos a esos nuevos hábitos sociales, «usos nuevos», para no llamarlos de otra manera. Nos encontraremos en la lista de hoy dos ejemplos exquisitos: marginar y motel. Desarrollo material y actitudes políticas o morales. Una voz muy frecuente en nuestro tiempo -y generalmente por desgracia- es marginar. Son muchas   —53→   las gentes que, aquí y allá, están marginadas. Individualmente o en grupos hay gentes que pagan, arrinconadas, tenazmente sometidas a un olvido o a una larga humillación, supuestos pecados propios o de sus antepasados. En estos momentos en que las doctrinas políticas suelen tener un excesivo miedo a los oponentes, ilusorios o reales, el marginar a los grupos parece que se practica incluso con febril entusiasmo (ojo, no hablo de eficacias, sino de torcidas voluntades...). Pues eso va a entrar en el Diccionario. Ya figuraba con algunos valores: Decía: «tr. Poner acotaciones o apostillas al margen de un texto. //2. Hacer o dejar márgenes en el papel u otra materia en que se escribe o imprime. //3. fig. Dejar al margen a una persona, preterirla, prescindir o hacer caso omiso de ella». En lo sucesivo, las dos primeras seguirán igual. El resto se altera y añade: «3. fig. Dejar al margen un asunto o cuestión, no entrar en su examen al tratar de otros. //14. fig. Preterir a alguien, ponerlo o dejarlo al margen de alguna actividad, prescindir o hacer caso omiso de alguien. //5. fig. Poner o dejar a una persona o grupo en condiciones sociales de inferioridad». Esperemos que, en un par de ediciones, sea menester colocar a estas acepciones nuevas, hoy tan en candelero, la connotación de arcaísmo. ¿Se logrará?5

Y siguiendo por ese camino de lo recién estrenado, recapacitemos sobre motel. Motel está también «al margen». Al margen de la carretera. La palabra no es muy bonita, qué va a serlo, pero, en fin, ahí está y ya no tiene remedio. Nos la ha traído la mecánica, el turismo,   —54→   el ir y venir de gentes intranquilas, deseosas de marcharse en seguida, huidizas... Motel (del inglés motel, de motorist's hotel), esa construcción alegre, lejos de las ciudades, que brinda un reposo transitorio en el largo viaje, y que, forzosamente, ha de tener garaje, ya está incorporada a la vida y, por lo tanto a la lengua. No nos escandalicemos: por razones parecidas entró hace siglos mesón. «¡Mesón de los caminos y posada / de Esquivias, Salas, Almazán, Olmedo!», leemos hoy estremecidamente. ¿Ocurrirá lo mismo con motel? Todo se andará. Bastará con una voz así, delgada y temblorosa, y asunto terminado. Y será ella, inexcusablemente, insustituiblemente ella... ¿Podíamos llamar a estas construcciones, con frecuencia opulentas, posada, parador, venta, mesón, albergue...? Todos notamos un matiz, un regusto especial ante estas viejas palabras, un borde que aún no nos atrevemos a colocarle a motel. Sí, tiene algo de eso, pero es otra cosa. El garaje manda. Motel ya es nuestra.6

Por si no fuera suficiente con motel, he aquí otra palabreja que ha ensanchado su contenido a expensas del léxico vivaz de ahora: el de los deportes: cubrir. Los gritos de los niños que se cubren en el solar próximo, o en la misma calzada, la delirante facundia del locutor de radio que explica al viento un partido, los periódicos que leen infinitos jóvenes en el aire viciado del metro, todos ya podrán utilizar gozosamente el verbo cubrir: el Diccionario añadirá un nuevo valor a los ya consagrados, tan numerosos: «En algunos deportes, marcar o vigilar de cerca a un jugador del bando contrario».

Vamos viendo, en consecuencia, varias palabras nuevas,   —55→   en muy diferentes provincias del idioma: el turismo, la sociología, la conversación ordinaria, los deportes, la equitación... Me falta por señalar aún otra que ha sido muy debatida. En las reuniones sociales, más o menos útiles o frívolas, la copa de cierta hora ha impuesto, desde hace algún tiempo, el whisky o el whiskecito, o el whisquito, o... el güisqui. La conversación va ensanchándose en cordialidad, familiaridad, expresividad... Y en güisquitos y güisquelitos. Un plano inclinado que no deja de tener sus peligros. Se trata de una voz inglesa, el nombre de esa bebida, whisky, que pronunciada a la española, suena güisqui. Y así se admite. Es cierto que, como se trata de una bebida, digamos, empingorotada, hay mucha gente que se resiste a esa pronunciación y se aferra a su sapiencia de etiquetas, empeñándose en mantener la pronunciación de la palabra escrita, y sigue diciendo whisky (o cosa parecida, claro). La letra impresa, en este caso, desempeña un importante papel. Pero la gente dice güisqui, con excelente sentido lingüístico, la gente que no tiene por qué saber hacia qué mano caen las Islas Británicas. La gente que tampoco se preocupa de dilucidar si el güisqui es compatible con el té, otro de los mitos británicos en la conciencia popular española. La Academia pondrá whisky, a la inglesa, con su horrenda ortografía, pero remitiendo a güisqui, de excelente equivalencia fonética (donde vendrá explicada). Ya hace mucho tiempo que tal grafía, que, repito, responde muy de cerca a la pronunciación, existe por todo el mundo hispánico. Oponerse ahora al güisqui, como he visto en conversaciones de saloncillos o en bromas de algún periódico, no me parece sensato. Hay que someter a las normas del idioma todo lo que no sea patrimonial, y nada mejor, como en este caso, que el resultado del tacto fonético de la mayoría.7

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Queda por señalar, en la lista que nos ocupa, el apartado de las correcciones, de las enmiendas a los errores, leves unas veces, mayores otras. O el de los pulimentos aquí y allá. Dentro de este capítulo hay que recordar lo que se refiere a español (lengua, idioma), donde una leve precisión aclarará la situación en Filipinas. Ladino se amplía para aludir al judeoespañol y sus variedades: he ahí un olvido de gran calibre. Se arreglan por igual botar, bufar, morder y reventar en un común valor: el que reflejan las expresiones está que bota, está que bufa, está que muerde, estoy que reviento. Estas expresiones de la lengua coloquial, aunque sean de vida fugaz, deben ser recordadas y registradas, ya que, después, solamente el Diccionario podrá ser testimonio de su uso, y será la guía inexcusable para interpretar textos donde salgan, que serán muchos, dada la riquísima corriente contemporánea de utilizar la conversación espontánea y fluyente.

Y para terminar hoy, citaré una especie de espaldarazo que el Diccionario oficial va a dar al humor negro, tan típico de nuestros chistes, hábitos (o disimulo de nuestro auténtico pavor). En la próxima edición figurará necro- (del griego necrós, «muerto») como «elemento compositivo que se antepone en algunas palabras para relacionarlas con la idea de la muerte». Así se incluirán, o podrán incluirse, necrofilia, necrófilo, necrolatría... El avispado hablante podrá dedicarse a hacer composiciones con necro-, «muerto», en los ratitos desocupados. Pero, ojito, háganse bien, no sea que el muerto acabe gozando de buena salud. Y entonces...




ArribaAbajoOtra lista de novedades

Durante mucho tiempo leímos en un periódico madrileño La academia trabaja. Allí nos encontrábamos casi   —57→   al día una información sobre la marcha de las tareas léxicas de la Real Academia Española. En parte y sin pretender ni anular ni sustituir aquélla, estas líneas vienen a dar testimonio de lo mismo: La Academia sigue en el tajo, empeñosa, dando a cada día su afán. Voy a entresacar a continuación algunas palabrejas de las estudiadas durante el mes de febrero de 1972, y a las que la Corporación dio el espaldarazo. Como siempre, nos encontramos ahí voces de muy diferente signo: unas son nuevas, traídas por vez primera al Diccionario; otras son acepciones nuevas, balbucientes aún y apoyadas en voces viejas, a veces ya de siempre en el patrimonio idiomático. Otras son americanas, traídas por encima del mar, con sus ecos de vida diferente. Finalmente, abundan las correcciones, el pulimento, esos deslices que tanto hacen sonreír a los que leen diccionarios (óigame, también es humor, eh, con la cantidad de cosas llamativas que hay por ahí, por el mundo adelante), y los leen con lupa, a ver qué gazapo se le ha escapado al lexicólogo de turno...

Comencemos esta vez por lo americano. Aunque parezca extraño, la voz mate, evocadora de la famosa costumbre pampeana de tomar la infusión de esa planta, no estaba lo suficientemente clara en el repertorio oficial. Estaba, sí, hasta con cierta amplitud, pero no reflejaba, ni con mucho, la variedad y riqueza con que la infusión funciona en los medios rioplatenses. Le ha llegado la hora de ser puesta al día. Esta vez, la tarea de la Comisión permanente de la Asociación de Academias ha traído al Diccionario una amplia, a la vez que precisa, visión de cuantas variedades de mate pueden existir. Es muy posible que haya más, repartidas por la anchura del campo argentino o uruguayo, que grande es la geografía de esa costumbre, pero, por lo menos, ya no se encontrarán lagunas graves. ¿Cuántos hispanohablantes sabían que se puede hablar de mate sin que, en realidad de verdad, sea «mate» lo que se está tomando? La abundancia de la bebida ha hecho que se extienda su voz a otros contenidos, y así se llama mate a otras infusiones o tisanas,   —58→   hechas con hierbas medicinales: mate de cedrón, mate de menta, mate de poleo... Eso sí, deben tomarse, para llamarse así, con la tradicional bombilla, y hasta es probable que se exija la sosegada parsimonia con que se toma en la pampa semejante bebida, una especie de reposo ancho y húmedo, como el paisaje. Todos evocamos así la vieja casa de los abuelos, donde en paquetitos menudos, cuidadosamente envueltos y sujetos con cintas de colores, se escondían, en el arca de los tesoros, las hierbas milagrosas, el cantueso, la yerbaluisa, el orégano, la salvia, la mejorana... Un desfile de prodigios que estaban dispuestos a hacer nuestra felicidad. Por allá abajo, en las lejanas tierras australes, el mate ha venido a unificarlas, igual que la variedad vegetal de la llanura se ha convertido en pasto, sin más, anonadada por el infinito horizonte. Aparte de seguir en el Diccionario los viejos valores («planta», «calabacita», «infusión», «vasija»... incluso «cabeza humana», igual que nuestro muy acreditado melón), sabremos ahora qué es un mate amargo, o simplemente, un amargo («que se ceba sin azúcar») y al que también se llama cimarrón.8 Nos enteraremos del matiz, tan cuidado por los argentinos, que convierte el mate en cocido, que es el que solemos tomar los que no tenemos   —59→   calabacita para hacer el ritual uso de la bombilla, es decir, como si fuera un vulgar té en taza. Hay mate de leche, y dulce, que fácilmente sabemos qué son. Pero ¿y un mate lavado, o un lavado? Pues no, no es una cosa mala, es simplemente el extraído de una yerba que ya ha sido sometida a la acción del agua caliente alguna vez antes, y, claro está, hasta el mate acaba por quedarse exangüe, o, como dirían ahora los jóvenes tecnócratas, desfasado. La verdad es que entre el habla popular quedaría mucho mejor (y valga aún la imagen del lavado) decir que en vez de con mate, se hace la infusión con un vulgar estropajo. En fin, hay que tener mucho respeto a los hábitos culinarios.

Hay muchos mates más: yerbeado («cocido»), verde («amargo»), etc. Pero hay un ritual del mate, símbolo de la hospitalidad, en que, en un lugar y una sazón determinados, toman el mate por turno los presentes, tomándolo sucesivamente todos, en la misma bombilla. Símbolo de hermandad, atestado de seculares vivencias, y que muy fácilmente podemos poner en relación con otros muchos ritos de la vida rural. Una especie de pacto de sangre con infusión en lugar de la herida. Pues bien, a veces, alguien puede alterar el orden consagrado del turno. De ahí la deliciosa expresión barajar el mate («tomar el mate, al pasar, la persona a la que no le toca el turno»), usual en Uruguay, y reveladora del descuido, de una falta de respeto a lo mítico y consagrado. Igualmente entrará ahora curar el mate, «preparar» la calabacita para el uso de la infusión y hacer que, ya dispuesta, tome el sabor oportuno que proporciona gratamente al paladar la bebida.

Pero no basta con esto. Cada acción de la vida cotidiana arrastra consigo una orla de voces auxiliares, una escolta de situaciones que no deben ser olvidadas. Y al tocar una de aquéllas en el Diccionario, es menester reforzar la atención sobre esa escolta: bombilla («la caña con que se bebe el mate») ha debido ser arreglada. El Diccionario decía, después de explicarla: «También las   —60→   hay de oro y de plata». La enmienda esta vez equivale a la seriación de la nueva vida masificada, y un sí es no es anticapitalista. Dirá en lo sucesivo: «También las hay de metal». Cebador, cebadora, «persona que ceba el mate», no estaba: pasará a engrosar la familia. Lo mismo cebadura, «cantidad de yerba que se pone en el mate».

Se amplía la localización de algunas acepciones que figuraban de otra manera en la edición XIX. Se aclara qué es copete, «porción de espuma o de yerba seca que corona la boca del mate bien cebado», cosa que antes no figuraba en el Diccionario. Se aclara que yerba del Paraguay es precisamente la «yerba mate», pequeño detalle que se había quedado sin decir en medio de una profusa explicación botánica. Mateada, «acción de matear, es decir, de tomar mate muchas veces», entra como voz nueva. Se ilumina que palo, voz tan vulgar, significa en ese léxico «pedacito del tronco o de la rama de yerba mate que se mezcla con la hoja triturada». Ha habido que rectificar alguno de los extremos de la definición de pava, «recipiente en el que se calienta el agua para el mate». Se ha corregido tereré, «mate amargo preparado por maceración con agua a la temperatura ambiente»; yerba, yerbal, yerbatero han tenido que ser revisadas y puestas en armonía con todo lo anterior. Y se incluye yerbera, «vasija donde se pone la yerba mate que se emplea en la casa. Suele estar dividida en dos compartimentos, uno para la yerba y otro para el azúcar». En fin, que, la verdad, después de este repasón a la tan representativa costumbre rioplatense, los celadores del Diccionario tienen derecho a un descansito, tomando un mate, un dulce o un amargo, según los caprichos personales para recuperar alientos, darse un respirillo y continuar.9

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Y ya que andamos por tierras hispanoamericanas, volvamos al tema de los americanismos. La Real Academia Española lleva ya una larga temporada dando vía libre a los americanismos, pero, eso sí, pulsándolos cuidadosamente antes de aceptarlos. Es indudable que los españoles hemos pasado a ser una minoría en el campo hispanohablante, y hasta incluso una minoría arcaizante. Hay todavía mucha gente que no es muy partidaria de la inclusión de los hispanoamericanismos en el Diccionario general, pero son los que viven en perpetuo contrasentido, los que aún se molestan cuando oyen hablar de «superioridad» de alguna otra lengua sobre la nuestra, y demás zarandajas parecidas. Conversaciones de Puerta de Tierra, sin más. El meridiano de la lengua hace ya mucho que no pasa, o no pasa solamente, por Madrid, sino que es una línea zigzagueante, Buenos Aires, Madrid, Méjico, Bogotá, Lima, Barcelona. Menudo meridiano... Menos mal que nunca se lo tropieza uno en realidad, por ahí, por el viento, al viajar, al asomarse a la ventanilla del avión, que si no... Y las variantes léxicas enriquecen el fondo común, qué duda cabe, y su uso literario va ensanchando la gran coiné hispánica. La permanencia en Madrid, durante el invierno, por riguroso turno entre todas las Academias asociadas, de dos representantes hispanoamericanos, incorporados a las tareas académicas, hará que se vayan llenando lagunas y perfeccionando errores. En la reducida cantidad de palabras que pueden entrar en un mes, notamos muy claramente los procedimientos de creación léxico-semántica típicos del español americano. Abanico, por ejemplo, es en Ecuador nuestro «soplillo», utensilio que, hecho de esparto, o de otra materia vegetal, sirve para avivar el fuego. He ahí un caso de limpia acomodación de la voz antigua por la forma o por el destino del trabajo. La tendencia a la   —62→   composición de voces nuevas dentro de la norma rigurosa, la encontramos en abreboca, «aperitivo», usual en Ecuador y Venezuela.10¿Es que se le puede objetar algo a afuereño, «forastero, que es o viene de afuera»? Está dentro de lo patrimonial idiomático con pleno derecho: Así se usa en Colombia, Ecuador, Guatemala y Méjico. Por fin entenderá el lector curioso de la Península lo que quieren decirnos los americanos cuando hablan de una casa de altos: «Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay: Casa que además de la planta baja tiene otro u otros pisos». Quizá algún lector se quede ligeramente sonriente al leer esta definición, pero no se le ocurrirá pensar en lo que supone históricamente la aparición de los altos en las ciudades americanas, hechas a hilo y escuadra, con sus largas fachadas blancas, de casas de una sola planta, con rejas andaluzas o extremeñas, y donde el alto, o el altillo suponen ya un gran avance en la vida material.

Otro, quizá el mayor, venero de voces americanas está en los indigenismos. En la lista que hoy nos ocupa, nos encontramos con alguno muy significativo: poro, del quechua puru, «calabaza en forma de pera y con cuello, que sirve para diversos usos», y porongo del quechua puruncu, «planta de las cucurbitáceas», y también «poro» en la Plata.11 Pero, por si no bastaba con el posible pintoresquismo de la voz rara, he aquí que en la lista que nos ocupa nos encontramos con la vitalidad indígena en quiché. Estaba en el repertorio de la lengua, claro, pero aparece ahora matizado y detallado ampliamente. La historia del indigenismo podrá hacerse según las variantes   —63→   que se han ido recogiendo en los diccionarios peninsulares, será casi seguro. Quiché se transforma por completo: «Dícese del individuo perteneciente a un numeroso grupo étnico, de origen maya, que puebla varios departamentos del Occidente de la República de Guatemala. U. t. c. s. //2. Dícese del idioma hablado por este grupo étnico. U. t. c. s. //3. Perteneciente o relativo a dicho grupo étnico y a su cultura». Estamos ya muy lejos del tiempo en que Pedro Henríquez Ureña dividía el español americano sobre una ilusoria base de lenguas indígenas. Se va sabiendo bastante más que entonces, y el Diccionario va registrando esos avances en la medida en que van pasando a la lengua general.12

Como siempre, otros americanismos se agrupan en torno a algunas voces comunes, pero que se revisten de una nueva capa semántica, una vestidura que no deja de tener sus peligros por lo que supone de diferenciación. Sin embargo, miradas con atención, revelan un fondo común, una base firme. Así pasa, por ejemplo, con tambor, «bombona donde se guardan gasas, algodones, etc., esterilizados». Así se usa en Argentina, por ejemplo. Abarcar, en Ecuador, es «empollar la gallina sus huevos». La base común de «ceñir, rodear, comprender» está bien clara en el nuevo matiz que se incorpora. Lo mismo ocurre con el ecuatoriano acompañado, «guarnición de una comida, por lo general de hortalizas». Achiote, voz náhuatl, «árbol de las bixáceas, de cuya semilla se saca un jugo tintóreo» que se empleó mucho y se emplea para teñir de rojo, era conocido desde los primeros días de la «americanización» de los españoles. Y se empleó enseguidita entre nosotros. Lope de Vega decía en un soneto incluido   —64→   en las Rimas de Tomé de Burguillos (Decía una dama que no hallaba a quién querer, folio 59 a):


   Entre tantos sombreros capacetes,
ámbares negros, rubios achiotes,
lampazo, ligas, cuerpos chamelotes...



Sobre todo en la preparación de los guantes era muy utilizado entre nuestros clásicos. Pero el achiote ha seguido siendo cosa usual en los pueblos americanos, y de ahí su vigencia en la familia léxica. Achiotero, adj. pasará al Diccionario. Unas veces será el mismo árbol, y otras un «utensilio típico, de cocina, pequeña sartén de barro provista de un cernidor» (Ecuador), y otras, simplemente, «vasija destinada a guardar achiote» (Puerto Rico). Como vemos, no se pierde ocasión de ir cubriendo vacíos y de ir ensanchando el área y determinación de las voces.

Será rara la ocasión en que no quede entrevista la condición de las Canarias como antepuerto americano en las listas léxicas que, ya feliz costumbre, van saliendo. Abracar, «abarcar», estaba documentada como americanismo. Ahora se registra también su uso en Canarias. Alegar, «disputar», «altercar», era considerada también americanismo (y sus parientes alegador, alegato). Hoy se ensanchan también a Canarias, donde son corrientes y vivísimas. Estas y otras voces (y realizaciones fonéticas varias) contribuyen fuertemente a dar esa sensación de anticipación americana que las islas producen en el oído peninsular.

Y nos queda, como siempre, considerar esas minúsculas voces, expresiones, etc., del habla coloquial nuestra, las creaciones momentáneas que pasan a ser generales, o los olvidos por aquello de estar tan cerca que ni siquiera nos damos cuenta de que están ahí. Estas voces que -¡por fin!- entran en el Diccionario por la puerta grande son numerosas, y nunca dejarán de aparecer algunas. Como muestra, sobra con un botón: Los canales se   —65→   han cegado desde que existen: por fin entrará esa acepción de cegar en el repertorio máximo: «Disminuir el calado de un canal, puerto o rada por los acarreos, tierra o limo, hasta quedar impracticable para la navegación». No es una broma inocente. Desde ahora las dragas de los puertos y sus servidores podrán hacer sin preocupaciones su tarea, ya que antes, desde el punto de vista académico, estaban haciendo algo casi ilegal, de contrabando. A trabajar tranquilitos, ea. Claro que no es consecuencia que debamos sacar, así, sin más, de estas voces nuevecitas. Porque va a entrar también butrón, «agujero que los ladrones hacen en techos o paredes para robar» (claro que con la connotación de germanía, para que no haya errores), butronero, «ladrón que roba abriendo butrones», y buitrón (también germanía), «bolsillo de grandes dimensiones que la tomadora lleva colgado debajo de la falda para guardar lo que hurta». Esta acepción nueva, en todo caso, no hará más que avivar la vigilancia en los grandes almacenes, esos kafkianos almacenes ruidosos de nuestras ciudades, donde siempre hay señoras revolviendo en las mercancías y, algunas por lo menos, llevarán ese bolsón que ahora sí que vamos a saber llamar por su nombre.

Por igual camino y con igual resultado de enriquecimiento, podremos leer en la próxima edición palabrejas como burricie, que tanto y tanto se ha prodigado estos últimos años; se echa de ver enseguidita que debe de ser cosa frecuente y hasta barata: «calidad de burro, torpeza, rudeza». Aunque parezca mentira, no estaba bien recogido tren botijo. Es verdad que ya no hay trenes botijos, o por lo menos no los hay con la abundancia con que, aún hace unos pocos años, se vertían sus contenidos sobre el Madrid de San Isidro, gentes alegres, que venían empeñados en gastarse ruidosamente sus parcos ahorros, a ver bajar la bola de la Puerta del Sol, y a comer rosquillas bobas y listas a granel. (También se llamaban así otros trenes, con pasaje barato, que iban del interior a las costas, especialmente las levantinas.) Ya   —66→   está ahí ese tren, tan utilizado en la literatura teatral del cruce de los siglos XIX y XX y que fue un lugar común en el habla popular de toda España, y aún lo sigue siendo ocasionalmente. Era un grave olvido. El habla quitó el sustantivo a tren botijo (como en peso duro o en medias calzas y redujo la expresión a botijo. Al no estar bien puesto, parecía que la gente iba, según el Diccionario, realmente dentro de un botijo, acreditadísimo cacharro para demostrar la extranjería del que no sabe más que beber chupeteando. Ahora ya estará clarito, lo que no está nada mal. Algo es algo.

Otra frasecilla parecida es a todo meter. Esa locución que hace la locura de nuestras juventudes en las carreteras o en el baile moderno, o en todo lo que suponga una muestra de valentía ocasional, impulso violento y rapidísimo, etc., no estaba. Ahora podremos encontrarla en meter: «a todo meter, loc. adv. Con gran velocidad o con gran ímpetu y vehemencia». ¿Cuántas veces la habremos dicho? ¿Qué tenía de especial para que fuese indigna de estar al lado de los otros valores dignísimos de meter? Nada, simplemente que la veíamos todos los días. Era una amiga excelente y no la teníamos en cuenta al hacer algún plan de vida extraordinaria, estaba ahí, en casa, sentada a la mesa. Ahora ya tendrá puesto fijo, y no tendrá que quedarse en la mesa de los niños. Pero ¿y como si nada? ¿Quién, hablando español, no la ha dicho alguna vez, o muchas veces? Verdaderamente era un olvido raro. Ahora estará. Busquémosla en nada: «como si nada. loc. Sin dar la menor importancia». Bueno, así está mejor, bastante mejor.

Si no estaban bien el botijo, como si nada, a todo meter, ¿qué tiene de raro que no estuviese actualizado el quedarse de una pieza? Pero hombre, por Dios, mira que no estar eso. Ahí se suele ver, mejor que el olvido académico, la mala voluntad o lo que ustedes quieran llamarle que aflige a los lectores de diccionarios, los que siempre andan diciendo que si la Academia tiene la culpa de los letreros extranjeros, del retraso de los trenes o de la música   —67→   beatle. Nadie buscaba eso, porque a nadie se le planteaba el menor problema cuando se quedaba de una pieza, cosa que solamente a los experimentados y con gran soltura no les ocurre. Estaba quedarse de una pieza o hecho una pieza «fr. fig. y fam. Quedarse sorprendido, suspenso o admirado, por haber visto u oído una cosa extraordinaria». Ahora dirá: «de una pieza, loc. fig. y fam. Sorprendido, suspenso o admirado por haber visto u oído alguna cosa extraordinaria o inesperada. U. m. con los verbos dejar y quedar o quedarse... // hecho de una pieza, loc. fig. y fam. de una pieza», y se suprimirá lo que había. Ganaremos en exactitud, y nos quedaremos de una pieza con más derecho.

Las variaciones de la vida nuestra, apresurada y siempre dispuesta a la leve trampa que disimule las premuras, hacen cambiar alguna institución venerable. Por ejemplo, el puente. El día puente. Las ediciones en vigencia dicen que el día puente es el «laborable situado entre dos festivos». No, no, no vamos a estropear el puente. Ya se hunden solitos los otros, los puentes de veras. Ahora se corregirá más en armonía con el desbarajuste de las carreteras y las preocupaciones de la Dirección de Tráfico, etc., etc.: «Día o días que entre dos festivos o sumándose a uno festivo se aprovechan para vacaciones». Y la expresión hacer puente, tan usual, será: «loc. Aprovechar para vacaciones algún día intermedio entre dos fiestas o inmediato a una». Esto es más exacto, parece un puente tan sólido por lo menos como el del viejo folklore, que siempre está firme, aguantando mareas, guerras, avenidas, camiones, etc. Se nota en seguida que es una auténtica obra de romanos, y así, cualquiera.

Hay una breve lista de voces donde la realidad circundante se hace muy presente, como ocurre con la violación santificada del puente-fiesta. Así sucede con bombona «recipiente de metal, cilíndrico y de poca altura, en el que se guardan gasas y algodones por lo común esterilizados»; climatizador, -ora «aparato para climatizar». No nos gustará mucho esta palabreja, pero lo cierto es que se dice   —68→   en muchos sitios: cohetería, en este país de moros y cristianos, de palabrería vana y fluyente, pues ya ven, lo que son las cosas, no estaba. Aún se nos quedará prudentita y tímida la nueva definición: «Cohetería. f. Taller o fábrica donde se hacen cohetes. //2. Tienda donde se venden. //3. Disparo de cohetes. //4. Conjunto de cohetes que se disparan juntos. //5. Arte de emplear cohetes en la guerra o en la investigación espacial». No deja de ser una broma un tanto pesada que haya sido la última acepción la que ha empujado a las anteriores, tan inocuas y ruidosas, a entrar en el Diccionario académico.

También es de nuestro hablar cotidiano enfocar, «abordar o considerar un asunto desde un determinado punto de vista». Es voz de que se usa y abusa en problemática de estadística, sociología, etc. No basta con los tradicionalesconsiderar, mirar, ver, observar, etc. Por lo visto, las nuevas técnicas piensan ya cinematográficamente, o con una cámara fotográfica en la mano, y colocan el foco para iluminarse más. Lástima que a pesar de eso sigan naciendo problemas nuevos, irresolubles incluso en el enfoque novísimo y potente, qué le vamos a hacer. Aunque parezca mentira, y ahora sí que no es retórica, motorista, «persona que conduce una motocicleta» no estaba. Bueno, ahora va a estar. Desde ahora, esos niñatos de buena familia a los que su papá premia el haber aprobado el Preu al sexto asalto comprándoles una moto, podrán impunemente arruinar nuestras vacaciones con el estrépito insufrible de su memez, ya consagrada por el léxico oficial. También es cosa, hombre. Esperemos que en una próxima edición se distinga, en el Diccionario, entre el hombre llano que se gana la vida de aquí para allá, con su moto, incluidos los carteros de urgencia, y el semiculto de colegio elegante, también motorista, qué duda cabe, que tiene como meta el fastidiar al prójimo con los decibelios hiperbólicos ...

Tampoco figuraba en el Diccionario, nudo con el valor «lugar donde se cruzan varias vías de comunicación». Ahora hay muchos nudos de ésos, a veces nuditos simplemente,   —69→   y casi siempre ciegos, es decir, de los que no se desatan así como así. Antes, nudo evocaba las estaciones con trasbordo en la madrugada, trenes con caloríferos y retraso impresionante, mientras los carteles inexpresivos de números quiméricos se emborronaban solitos bajo las primeras claridades de la amanecida. Estaciones de Medina del Campo, de Venta de Baños o Chinchilla, siempre con hielo, con anuncios de países y ciudades brotando de la prolongada vigilia para pregonar felicidades con billete de tercera clase, y viajeros tristes, de ésos de «No salgo desde lo de la pobre Enriqueta, y merienda con tortilla de patatas...». No, ahora los nudos son mejores. Quizá por eso se han atrevido a entrar en el Diccionario, sexta acepción. No menos viejas eran las pistolas. Ya de niños nos traían siempre los Reyes la pistola inevitable del «Todo a 0,65», con la que se disparaban pistones para asustar a todo el mundo, reventárselos en el oído a los que dormitaban al abrigo del brasero y salir corriendo enseguida por lo que pudiera pasar, siempre el bofetón amenazando... Ahora entrarán otras pistolas más eficaces y pacíficas: «Pulverizador de forma semejante a la de una pistola». Las que sirven para pulverizar, pintar, etc. Será para contrarrestar un poco las pistolas de la televisión, tan empeñadas en hacernos pasar mala noche, caramba, qué modales. Estas últimas son de gente que posee mucha política, «orientaciones o directrices que rigen la actuación de una persona o entidad en un asunto o campo determinado», acepción que tampoco estaba: la política de las órdenes religiosas, de las empresas eléctricas, etc.

Potencial, «fuerza o poder disponibles de determinado orden», es también muy actual hoy: Potencial militar, económico, industrial, etc. Es voz que está en la vanguardia de la soberbia contemporánea. ¿Es que no están en primera línea en estos días sexología y sexólogo? No hay más que pararse un instante en un quiosco de periódicos y ver si es o no verdad. ¿Será posible que rotonda, «plaza circular» no estuviese? Pues va a estar. Bien que añadamos sopesar, «examinar con atención el pro y el contra   —70→   de un asunto», y supeditar, «subordinar una cosa a otra, condicionar una cosa al cumplimiento de otra»; tan abundantes, pero es indudable que había un olvido que quizá no era olvido. Probablemente al Diccionario, que bueno o malo se hace en Madrid, le producía espanto la palabreja que tanto y tanto ha salido de nuestros labios en los últimos años: socavón, «hoyo que se produce por hundimiento del suelo». Si aún estuviera vigente la crítica lingüística de cultura y lengua, de vida y lengua, podríamos pensar que la ausencia de esta palabra estaba basada en el miedo de los redactores a ser devorados por ese enemigo soterrado, que aparecía cuando menos se esperaba y se tragaba autobuses, gentes, pacíficos paseantes, y daba lugar a bromas, caricaturas, malos humores, atascos indecibles. Ahora el subsuelo de Madrid también podrá hundirse con todos los carismas necesarios.

Y para terminar por hoy, digamos que también va a entrar por la puerta grande secante, «fastidioso, molesto», valor que se desprende en plena sazón de los anteriores: «que empapa, que seca, que deja sin jugo» e incluso de secar, «fastidiar». Es voz muy coloquial. Ahora, a esperar otra lista.

* * *

En el cruce de 1972 y 1973, han entrado en el Diccionario general nuevas palabras. Una mirada a las elegidas nos pone, como de costumbre, al descubierto la trama del vivir. Llegan ahora al Diccionario palabras ya muy viejas, pero que solamente el nuevo contexto social ha hecho que todos, entendidos o no, las usemos. Varias son, por ejemplo, las relacionadas con el automóvil y sus entrañas. En el siglo XVII, al decir de numerosos testimonios de nuestros escritores clásicos, todo el mundo se pirraba por tener un coche. Los coches iban y venían por las calles de Madrid de manera agobiante, tumbo arriba, tumbo abajo. Alguna de esas calles fue   —71→   llamada por Lope de Vega «Magallanes de los coches»,13 clara alusión a las dificultades de la navegación por aquellas lejanas tierras, casi míticas, y que, al parecer, se reproducían en inacabables atascos o baches en el centro de la corte. El mismo Tirso de Molina inventó el verbo cochizar (¡no, hombre, no, cómo va a estar eso en el Diccionario, eso solamente lo dijo Tirso!).14 La manía cocheril fue tan destacada que quien no tenía coche lo pedía prestado a los amigos para menesteres a veces bien practicables a pie: es el caso de Lope de Vega pidiéndole el vehículo al Duque de Sessa.15Vamos, que pasaba   —72→   lo mismito que ahora. Hoy, la gente se siente ya muy desdichada si no posee un coche, si no puede hablar de marcas, de adelantamientos, de supuestas heroicidades en la carretera. (Y esto debe de ser indiscutible verdad, a juzgar por lo mal que van la mayoría, sin la menor idea de las velocidades, jugando a pisar raya y tercamente empeñados en embestir al compañero de tarea). El léxico del automóvil se ha generalizado, incluso para los que no son propietarios de un seiscientos, de un simcamil, etc. De ahí que ahora, después de tantos años de automóvil, entre en el Diccionario general, marcha: «Mec. Cualquiera de las posibles posiciones en el cambio de velocidades». Como es natural, esta nueva acepción acarrea la definición de su equivalente velocidad, que tampoco estaba. Así tendrá sentido la pregunta: «¿En qué velocidad ibas?, ¿en qué velocidad se sube tal puerto?», etc. Naturalmente, estas voces han provocado la enmienda a cambio, que figuraba con una explicación envejecida. Ahora dirá: «cambio de velocidades: Mec. Sistema de engranajes u otros dispositivos que permite cambiar, valiéndose de un mando o automáticamente, la relación entre la velocidad de un motor y la del órgano útil arrastrado por él».

Muchas y de ámbito muy variado son las palabras que corresponden al período que hoy nos ocupa, es decir, que han logrado su fe bautismal en ese cruce de los años 72-73. Hay algunas de los deportes, como no podía ser menos: despejar, despeje, desmarcarse. Son voces de la calle, del juego, que ya han invadido la conversación   —73→   ordinaria y pueden oírse con valores metafóricos incluso (¿Cuándo entrará ese echar balones fuera, pariente deportivo del antiguo salirse por la tangente?) Los niños de nuestras ciudades macizas, apelmazadas, que juegan al fútbol con una pelota improvisada, junto a las vallas de cualquier obra, siempre en obra y escombrera, grito va, grito viene, siempre un perro olfateando por las basuras, ya podrán tranquilamente despejar, desmarcarse, hacer un despeje. Podrán hacer cualquier jugada de ésas que colman de satisfacción al interesado. Lástima que las otras connotaciones de despeje, «abierto, inteligente, despejado», etc., sean tan poco prestigiosas...

Y como va siendo ya de rutina, tampoco puede faltar esta vez algo relacionado con el turismo. La palabreja es hoy el sésamo más sésamo de todos los sésamos: cheque de viaje o viajero. Ahí es nada. Todavía en el Diccionario se pueden perseguir las viejas cadenas de oro con que nuestros clásicos arreglaban sus cuentas en tierras lejanas,16 o los pagarés oportunos. Y más tarde las buenas peluconas, que desconocían las fronteras. Ahora es el papelito mágico: «El que extiende un banco u otra entidad a nombre de una persona y va provisto de la firma de ésta. Puede hacerse efectivo en un banco o pagarse con él en un establecimiento comercial, hotelero, etc., firmándolo el titular nuevamente delante del pagador o cajero». ¡Y pensar que, después de estos años de tejemaneje viajero, el dichoso papelito no estaba en el Diccionario! La verdad es que, para lanzarse a las carreteras y levantar el dedo en determinada dirección no hacía mucha falta. Pero si se tiene... Menudo prestigio ante una sociedad que, mal que bien, aún cuenta en reales, en pesetas flacas y hasta en perronas. El papelito debe de tener un hueco muy calentito en el bolsón   —74→   de esas gentes variopintas que mascan chicle ante los Goyas del Prado, haciendo unas tés (¡qué inTeresanTe!!!) de no te menees, o devoran bocadillos por los claustros de El Escorial, sudorosas, pringosas, y, cómo no, checosas, es decir, bien resguardado el lomo con cheques de viajero. Desde ahora, ya podrán pedirlo anticipadamente todos los vendedores de cerámica falsa, de espadas toledanas de cualquier sitio, de sombreros de toda la etnografía nacional.

Pero todo no va a ser para los foráneos. También a nosotros nos toca algo. Y esta vez parece muy simbólico: abierto tendrá una nueva acepción: «Comprensivo, tolerante». Llevamos ya tanto tiempo dándole tientos a la apertura que casi está pareciendo un mito inasible. Cualquiera diría que se trata de un espantoso pecado, o de una plaga temible... No, no, nada de eso. El Diccionario empieza a poner un poco de orden en el tumulto y, modestamente, nos dice que un hombre abierto no es ningún monstruo dañino, qué va a serlo, hombre, qué va a serlo. Un hombre abierto, en el peor de los casos, no va más allá de ser un poquito despistado. No es grave, ¿no verdad?

Frente a este rasgo deseable, se nos cuela hoy en el repertorio máximo del idioma, otra palabreja de signo muy diferente: cenizo. Había ya algo parecido: aguafiestas. Pero ahora lo encontraremos más adecuadamente: «Dícese de la persona a la que se atribuye mala suerte»; también, «el habitual pesimista». Ya podremos llamar de alguna manera a esas personas que tienen el cenizo (frasecilla que aún no está en el Diccionario, pero todo se andará), ésos que, en medio de una general alegría, nos desconciertan con su tristeza, su pesimismo, su humor alarmante... ¿Aguafiestas? Bueno, sí, pero decimos más frecuentemente cenizo. Y nos parece que es más representativo, más justo, más ceñido a lo que realmente se piensa.

Algunas de las voces que hoy nos ocupan han sido muy usadas. Se trata de olvidos, en la mayor parte de   —75→   los casos disculpables, por ser palabras fáciles, bien hechas, expresivas, de contenido indudable. Y se pasaba por alto sobre ellas, seguros de que ya estaban. En estos casos, el pasmo del que las eche en falta es verdaderamente morrocotudo. He aquí algunos ejemplos:

Carbonear, «embarcar carbón en un buque, para su transporte o para su consumo», la hemos leído miles de veces en la literatura de viajes, de expediciones juliovernescas.17 Hemos carboneado con los ojos cerrados en infinitos puertos remotos, con esos libros de premio colegial en la mano, libros con barcos que aún tenían una monumental rueda en el costado y un largo penacho de humo acostándose en las riberas de un río de nombre extraño y evocador, Nilo, Mississipí, Rhin, Volga, y sabíamos del ruido de las grúas y las minas de Cardiff... El Diccionario sólo registraba el valor, muy de tierra adentro, «hacer carbón vegetal». Ya está remediado. Algo muy parecido ocurría con cisterna. Familiarmente, el depósito de agua de retretes, etc., se llamaba, sin más, depósito, pero la verdad es que cisterna era voz vieja con ese valor. Y no estaba. Lo mismo ocurría con camión cisterna, barco cisterna, etc., nombre que se aplica a esos gigantescos depósitos que se llenan y se vacían por toda la geografía nacional (o ultramarina). Artilugio, que figuraba ya en su lugar, no estaba muy preciso. Lo estará de ahora en adelante: «Mecanismo, artefacto, sobre todo si es de cierta complicación: suele usarse en sentido despectivo». 2ª (y es nueva por completo): «Ardid o maña, especialmente cuando forma parte de algún plan para alcanzar un fin». 3.ª (ya figuraba): «Herramienta de un oficio». Desde ahora, artilugio puede ser empleado, con tranquilidad, por los niños mimosos, los enamorados solícitos, los vicios caprichosos y, por qué no, algo maniáticos... Ea, a disfrutarle.

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Más, más olvidos remediados. ¡Cuántas veces hemos oído en las croniquillas de los sucesos que alguien disparó su arma con silenciador? Hemos visto ese adminículo en la abundante pólvora del cine y de la televisión. El asesinado se siente mucho más cómodo, más respetuosamente tratado si le atizan unas docenas de tiros con silenciador, a ver, si no. Pues bien, tal chismecito no aparece en nuestro Diccionario, que resultaba así muy ruidoso. Ahora se portará mejor: silenciador: «Dispositivo que se agrega o un arma de fuego para disminuir el ruido de su disparo». Menos mal. Ya que matan, que, por lo menos, no molesten.

Tampoco estaba recogida, y hoy vamos de ruidos, trompetilla, «instrumento de esa forma que los sordos empleaban para oír mejor, aplicándolo al oído». La verdad es que ya no debe de haber mucho de eso. Pero la estampa tradicional de Beethoven, con su gran trompetilla y su cuadernillo de notas, ¿no puede quedar más redondeada, más próxima? Creo que sí, naturalmente. Es verdad que trompetilla estaba, pero como de uso actual, y solamente «de plata o de otro metal», cuando las había también de madera. Queda mejor ahora, dejando en suspenso el material de que estaban hechas, y definiéndolas en pasado.

Ingresa ahora -y ya era tiempo- en el Diccionario, fuchina, la voz popular para designar los colorantes que se llaman fucsinas, forma esta última que también se enmienda: «Materia colorante sólida que resulta de la acción del ácido arsénico u otras sustancias sobre la anilina. Se emplea en laboratorios biológicos y en la industria, para teñir de rojo oscuro fibras, tejidos, papel, pieles, etc., para colorar los vinos y para otras aplicaciones». Cuando los tintes se hacían en casa, con el jolgorio de un acontecimiento familiar, ya iban los niños a la droguería a comprar fuchina... Ahora, que ya no irán, entra la voz en el repertorio general. Nunca es tarde si la palabra es buena. Y en este caso, lo es; no hace falta gesticular.

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Una voz americana muy usual es abra, «claro en un bosque, calvero». Es una de tantas voces marineras como penetraron en el habla general de aquellos territorios, debido al peso de las complejas y largas navegaciones. El lenguaje acabó por teñirse de marinería.18He ahí una prueba: abra. Otro olvido remediado. Es usual en la República Argentina, Uruguay y México. Y usual desde que se habla español por allá. Bien venida sea esa voz.

Pero hay olvidos que, a veces, producen cierto asombro. Una frase muy usual entre los hispanohablantes, sea cual fuere su condición o su cultura, es subirse a la parra. Entre nosotros, por menos de nada, vemos a la gente encaramarse a este linajudo vegetal, y, a veces, es cierto, también vemos a los trepadores, y no sin regocijo, despeñarse desde lo alto de la planta. El Diccionario traía ya una acepción: «montar en cólera». En lo sucesivo, vendrán dos acepciones más, las más frecuentes y significativas: «Darse importancia, enorgullecerse», y «tomarse algunas atribuciones que no le corresponden». La sabiduría popular ha acertado al llevar a la planta madre de tantos y tantos mareos, la propina del desvanecimiento, la grotesca pedantería, el ciego entrometimiento. Subirse a la parra, ¿quién no lo ha hecho centenares de veces? Pues ya está ahí, para que no sea solamente algo casero.

¿Palabras nuevas, de ésas que, rarillas ellas, nos salen al paso en la conversación cada vez más culta y uniformada? Pues, sí, las hay, hay algunas. Por ejemplo: abertura, hablando de esa cualidad de las vocales, término tan vigente en lingüística o fonética; acoplar, «encontrar acomodo, trabajo, etc.»; alexia, «ceguera verbal»; cadena fónica, cadena hablada, «sucesión de elementos lingüísticos en el habla»; capuchino, «café con leche de cierta   —78→   manera». (Hombre, claro que se trata de algo muy culto. Si sólo lo dicen los que saben lo bien que hacen el café en Italia, o los que saben que en el habla argentina hay un discreto porcentaje de italianismos, hasta ahí podíamos llegar).19 Entran, por fin, contestación y contestar, y contestatario, como ya esperábamos hace unos meses. Enrolamiento, «acción y efecto de enrolar», ya tendrá su hueco. Lo mismo sucede con especie, en química, «sustancia de una sola y determinada composición química»; filmador, «el que filma» y «aparato para filmar»; fisiopatología, «rama de la patología que estudia las alteraciones funcionales del organismo entero o de alguna de sus partes»; fotoluminiscencia, «emisión de luz como consecuencia de la absorción previa de una radiación. Casos particulares son la fluorescencia y la fosforescencia»; neutrónico, «perteneciente o relativo al neutrón»... (y luego dicen que el Diccionario es alérgico a la ciencia). Se hacen ampliaciones a deshidratante, lingüística (aplicada, comparada, evolutiva, general), con lo que se actualiza el aire del léxico en esas parcelas del conocimiento o del trabajo. Se reestructura todo el artículo cambullón, «cambalache», con diversas connotaciones y matices, tan conocido de los canarios y de algunos países americanos.20   —79→   En fin, que el Diccionario, sin reposo, se va puliendo aquí y allá. Precisamente, las listas de estos dos meses, con una Navidad por medio, son ejemplo bien claro de la asiduidad con que la Academia se entrega a sus tareas. El muchacho que hace años estudiaba Historia de España tenía que hablar de los pueblos primitivos, cosa bien natural en esa área, y acababa muy prontito. Se decían cuatro vulgaridades sobre iberos, celtas y celtíberos y a vivir. En realidad, muy poquito más. Pues bien, las listas que nos sirven hoy de materia traen transformadísima esa vieja enumeración, puesta al día según las más adelantadas teorías sobre nuestros lejanísimos abuelos: nos encontramos corregidos a los arévacos (de tierras de Soria y Segovia), los autrigones, los bastetanos (de Granada, Jaén, Almería), carpetanos, celtas celtíberos, caretanos (de Cerdeña), contestanos (Valencia, Alicante y Murcia), los edetanos (en Teruel, Zaragoza...), los iberos, los ilergetes (en Huesca, Zaragoza y Lérida), los iliberitanos (de Granada, la antigua Iliberris), los indigetes (de Gerona), lacetanos (de Barcelona, Lérida, Tarragona), los lusitanos (de los territorios portugueses al sur del Duero y norte del Tajo, Cáceres y Badajoz), los oretanos (de Ciudad Real, Toledo y Jaén), los tartesios (del occidente de la actual Andalucía), los turdetanos (del valle inferior del Guadalquivir), los túrdulos (de la Andalucía central), los vacceos (de Valladolid, Palencia, y tierras vecinas), y los várdulos (de Guipúzcoa y tierras vecinas). Y nos toparemos por vez primera con otros ilustres e igualmente remotos antecesores en esta tierra de nuestros pecados: los baleares (de estas islas), los bástulos (vivían en el sur, desde el Estrecho hasta Almería), los berones (habitaban por la actual tierra logroñesa), los caristios (de Guipúzcoa y Vizcaya), los célticos (del sur de Lusitania y norte de la Bética), los ilercaones (vivían en la Tarraconense, en las actuales tierras de Tarragona y Castellón), los jacetanos (en la región de la actual Jaca), los mastienos (antiguos pobladores de la costa meridional desde Cartagena al Estrecho),   —80→   los pelendones (en las fuentes del Duero), los turmódigos (de las actuales tierras burgalesas)... Y finalmente, nos enteramos de que los vetones habitaban parte de los territorios que hoy pertenecen a Salamanca, Ávila, Cáceres, Toledo y Badajoz. La población antigua queda así puntualizada y puesta en orden en nuestro repertorio máximo, y los sufridos padres podrán echar una manita a sus desventurados retoños, en las peleas manu militari con los manuales de Historia...

Voces, voces, voces de todas las provincias del idioma. Poco a poco hila la vieja el copo, es decir, no basta con echar en cara a la Academia que tarde en recoger los términos de los deportes o de la física moderna. Las lagunas tienen, todas, su sazón y su luz especiales para ser desecadas...




ArribaAbajoAbril-junio 1973

Un eslabón más en la cadena de los días: abril-junio, 1973. En esos meses, la Real Academia Española ha incorporado al Diccionario usual unos centenares de voces que, como ya viene siendo casi ritual en estos breves comentarios, responden a la cara actual del idioma (en su mayoría), escoltadas, aquí y allá, por correcciones, enmiendas, pulimento o adaptación de algunas definiciones. Ocupa un lugar muy destacado en la nueva lista (aparecida en el Boletín de la Corporación, número CC, último cuatrimestre de 1973) el apartado referente al mundo científico, la gran avalancha de nuestros días. La entrada de los términos científicos en el Diccionario es siempre terreno resbaladizo. El Diccionario no debe ser una mera enciclopedia, un montón de conocimientos múltiples y donde el curioso encuentre al día la marcha de la ciencia. No, el Diccionario no es eso. Solamente deben pasar al Diccionario usual aquellas voces que, siendo características del habla científica, adquieran una difusión notoria, destacada, figuren   —81→   en la conversación ordinaria o en el acervo lingüístico de las clases educadas, pertenezcan o no como especialistas a aquella parcela de la cultura en la que viven esas palabras. Así, y tras los visados necesarios, entrará, en la próxima edición del Diccionario, actínido (referido a los «elementos químicos cuyo número atómico está comprendido entre el 89 y el 103»; y, usado en general, «grupo formado por esos elementos»); aerofobia («temor al aire, síntoma de algunas enfermedades nerviosas»; también, como es natural, aerójobo). Podremos leer audiofrecuencia, «cualquiera de las frecuencias de onda en la transmisión de los sonidos». Algo más extraña, pero que ya va sonando copiosamente, es bioluminiscencia, «propiedad que tienen algunos seres vivos de emitir luz» o «esa misma emisión». Con este vocablo, que va penetrando en la conversación general, por la extensión cada vez mayor del ámbito cultural, perderán su magia tantos destellos luminosos que antes nos fascinaban en el vuelo de algunos insectos, o que rutilaban torpemente escondidos entre las briznas de la hierba.

De la misma área son cuantificar, «expresar numéricamente una magnitud» o «introducir los principios de la mecánica cuántica en el estudio de un fenómeno físico». He ahí una voz que aún hace muy poco tiempo pertenecía a la lengua casi críptica de los especialistas, pero que ya ha desbordado esa barrera y puede oírse frecuentemente en boca de las nuevas generaciones. Y dicha con familiaridad, con espontaneidad. Lo mismo ocurre con lantánido, dicho de «los elementos químicos cuyo número atómico está comprendido entre el 57 y el 71», o, en plural, «grupo formado por estos elementos, llamados también tierras raras». Seguramente, en el ánimo conservador de nuestra tradición idiomática, estas palabrejas son verdaderos palabros, qué le vamos a hacer. Pero, ¿es que no comienza a oírse y a leerse en las vallas, en la gritería de la publicidad, liofilizar? Ya había sido incorporada al suplemento de la edición de 1970, pero, ahora, pasará muy reformada, con alusión muy detallada   —82→   al proceso químico (o como sea, Dios mío) que la liofilización encierra. Así se podrá leer... Bueno, que lo busquen allá. Para mí, hombre de letras al borde de la viejera, liofilizar será siempre algo que le hacen a algunas cosas (¿al café?), Dios sepa con qué intenciones. Sí, sí, claro, hombre, claro, muy buenas, quién lo duda. Si no, la propaganda...

Pasa ya al repertorio máximo, y con el aire más vivo posible, el del elemento compositivo o prefijo, radi- o radio-. Con él se da idea de radiación o radiactividad en la formación de palabras españolas. Lo que es de la historia contemporánea ha avanzado hasta ponerse al nivel de los viejos componentes latinos. Así se hacen más próximas y peculiares radiofrecuencia, radioterapia, radiactivo, radisótopo, radiotelescopio, etc. Lo mismo, y reconozcamos que en este caso ha ido más rápida la aceptación académica, ha ocurrido con video (del latín video, «veo»), que también funcionará como prefijo. De ahí, videofrecuencia, videocinta, etc. Por este procedimiento se han generalizado, y entran con todos los honores en el repertorio general, voces formadas con termo-, ya incluido hace algún tiempo: termostable, «plástico que no pierde su forma por la acción del calor y de la presión», y termoplástico, «el plástico que se ablanda por la acción del calor y puede moldearse entonces mediante presión». Como vemos, las ciencias experimentales y la técnica van penetrando el área de la conversación, igual que nos han invadido la vida, la intimidad, el sueño... Es natural que la nueva valoración del contorno haya traído, de la mano diríamos, a culturizar, «civilizar, incluir en una cultura», a futurología, «conjunto de los estudios que se proponen predecir científicamente el futuro del hombre» (y futurólogo, no faltaría más, ahora hay que ponerse un prestigioso marchamo, ahí es nada, el alcance de tal dedicación). No sé si tendrá que ver con estos afanes, aunque presiento que sí, la cada vez más amplia trayectoria semántica de cosificar «convertir algo en cosa, considerar cosa algo que no lo es, por ejemplo una persona». No   —83→   tendrá nada de extraño, si seguimos adelante con nuestros actuales hábitos, que acabemos siendo una quisicosa, un papel más, una póliza o una fotografía más, un número complicado y mágico para un ordenador, escasamente un tristecillo elemento para el tejemaneje de una novela de ciencia-ficción. Por lo pronto, cosificar pasará al Diccionario. ¿Será casualidad? Entra a la vez que la expresión asomar la oreja, que no figuraba. Una secreta ironía empalma las dos nuevas entradas en el léxico general.

Todo lo que vengo señalando revela la honda renovación de la vida circundante. Nuevas técnicas, nueva actitud científica. La Lingüística no se ha quedado atrás. También se trasforma el léxico gramatical y filológico tradicional, enriqueciéndose con las nuevas valoraciones semánticas. En el período que hoy nos ocupa, se hacen serias adiciones o enmiendas a agente, caso, complemento, declinable, declinación, declinar, fraseología, paradigma, paradigmático, predicado, sintagma, sintagmático... A todos se les hacen correcciones necesarias, o se les añaden nuevas acepciones. Esta labor de bruñido va poniendo al Diccionario al unísono con las nuevas corrientes lingüísticas. (Sin olvidar la acomodación de la terminología empleada en el Esbozo de una nueva Gramática, recién aparecido.)

Los deportes, ya lo demuestran las sucesivas listas, van a la cabeza de las preocupaciones actuales. En el metro, en el tren, en las barras de bares y cafeterías, todo el mundo habla de deportes. Los nombres de los grandes héroes van de boca en boca. Los pequeñuelos ya no recitan los reyes godos en hilera, para admiración de las señoras que vienen de visita, ni los cabos de España, sino que, con una seriedad cómica, largan las ristras de los once, y se saben, muy solemnes, las cifras de los traspasos... En la lista que hoy comentamos, hay, no podía ser menos, léxico deportivo. Así, área, tan familiar en otros campos semánticos, se ensancha con otro valor: «en determinados juegos, zona marcada delante de la   —84→   meta, dentro de la cual son castigadas con sanciones especiales las faltas cometidas por el equipo que defiende aquella meta». Ahora se podrán lanzar las faltas con toda tranquilidad, porque se les da la ocasión de tener dónde poder hacerlo, y, además, se recoge esa expresión, lanzar una falta, que tampoco estaba (en falta, naturalmente, es donde se añade, no es simplemente un chistecito).

Otras voces de esta área (área en el valor de «recinto, campo») son, por ejemplo, banda, para designar esas zonas laterales de los campos deportivos; barrera, «la fila de jugadores que se aprietan ante la meta para protegerla»; batear, bateo y batazo, términos del béisbol, etc. En esta ocasión, el Diccionario da entrada a alguien que suele estar fuera: el juez de línea, tan necesario y eficaz, con su banderita en alto (y su poquitillo de riesgo, que todo ha de decirse). Y ya que andamos de «dentro a afuera», digamos que el Diccionario registrará también la expresión fuera de juego, «posición antirreglamentaria de un jugador, y que es sancionable». Línea de meta se incluye asimismo, como «cada una de las dos líneas que delimitan los campos de fútbol y de otros juegos, en la cuales se encuentran las porterías».

Para esa cháchara frecuente y vana que no deja de interesarse por la entrada de las mujeres en la Academia, el Diccionario va señalando caminos. La verdad es que no hay, en absoluto, prejuicios previos, sino la palpable realidad de que es ahora cuando la mujer se va incorporando a las formas culturales de la vida. Todavía hay muchas mujeres, dedicadas muy noble y eficazmente a un quehacer intelectual, que no quieren que su ocupación sea designada en femenino. Ya lo creo que las hay. No hay más que leer algunas placas anunciantes de abogados, médicos, etc., con nombre de mujer. (No, hombre, no; lo de poetisa es harina de otro costal.) Sin embargo, el Diccionario va limitando la tradicional exclusividad masculina y, en la próxima edición, leeremos copiosas actividades de mujeres que, hasta hace muy poquito, eran propiedad de los barbudos señores: antropólogo, contará   —85→   al ladito con su antropóloga. Y lo mismo harán astrónomo, -ma; bacteriólogo, -ga; etnógrafo, -fa; etnólogo, -ga; farmacéutico, -ca; futurólogo, -ga; lexicógrafo, -fa; librero, -ra; etc. Ése es el camino. A trabajar se ha dicho. Y, luego, después de una fecunda tarea, quizá se pueda hablar de los votos, de la elección, del discurso reglamentario, del problema que va a plantear el vestidito de la recepción, del reparto de invitaciones.

Fiel a la política de «puerta abierta» a los americanismos, política que es el signo del actual entendimiento estrecho y leal colaboración con los hispanohablantes del otro lado del océano, esta lista es rica en nuevas voces hispanoamericanas. Entran huipil, la hermosísima prenda femenina de las mujeres guatemaltecas; huisquilar y huisquil, planta cucurbitácea y su fruto; irupé, nombre guaraní de la Victoria regia, la gigantesca planta flotante, tan recordada en la vida y el folklore de los grandes ríos meridionales; jocote, «fruta» parecida a la ciruela; mamboretá, también guaraní, la «santateresa», Mantis religiosa, también usadísima en los países del Plata. De la Argentina, mazorca y mazorquero, aludiendo a la temida organización del tiempo del dictador Juan M. Rosas (y a sus miembros), se había olvidado. Ahí estará, para que pueda encontrarla el estudioso de ese período. También es argentina patriar, «cortar a un caballo la mitad de la oreja derecha, designándolo así como propiedad del Estado». (Recordemos, de paso, la increíble riqueza del léxico del caballo en la tierra pampeana.) De Guatemala y México procede miltomate, minúsculo fruto parecido al tomate. Esperemos que este apartado de las listas continúe siendo productivo y tenaz.

Y viene, como siempre, el copioso barrio de las voces usuales, familiares, cotidianas, ésas que, ahí, al borde seguidito de la existencia, se han quedado descuidadas. Rectificar, rectificar, qué buena costumbre. He aquí, entre muchas, unas cuantas de las rectificaciones y correcciones que, para escarmiento de ligerezas, aparecerán en la próxima edición: claretiano, «perteneciente o relativo   —86→   a San Antonio María Claret», «religioso de esa orden», etc. La tan destacada y discutida figura (y obras) de la España isabelina no estaba en el Diccionario. Pero, hombre, en qué estaban pensando... Tranquilidad al canto. Igual suerte había corrido compartimentar «proyectar o efectuar la subdivisión estanca de un buque»; coquería, «fábrica donde se quema la hulla para obtener el coque» (¡con la cantidad de años que hemos luchado contra el frío con aquellas venerables estufas de coque, o cock, como decían las facturas!). Al igual de claretiano estaba ausente cordimariano, «religioso de instituciones que llevan en el título el nombre del Corazón de María». Aunque parezca mentira, no figuraba en nuestro repertorio la corona fúnebre, ni la floral ni la literaria. Si por no figurar tanta y tanta cosa femenina se ha podido hablar de discriminación, por la ausencia de corona se podía, quizá, rastrear la calificación de «inmortales» que se cuelga, con excesiva retórica, a los académicos. Pues, no, nada de eso: ahora se pueden morir tranquilitos, que ya tienen corona: «ofrenda floral con figura de círculo, que se dedica a un fallecido como prueba de afecto y estimación» y, también, «colección de escritos y discursos producidos con ocasión de la muerte de una persona y que vienen a constituir su panegírico».

Otras novedades: corraleta, andaluza, «corral pequeño adicionado al caserío, destinado a guardar útiles, etc.». Crisis que se moderniza con el uso actual, tan frecuente, «situación dificultosa o complicada». Es de la conversación y del coloquio cotidiano chaqueteo, «que chaquetea o cambia de opinión o partido por conveniencia», y también «adulador, tiralevitas». Faltaba en nuestro catálogo el chico de las tiendas, comercios, oficinas, etc. Y más raro aún resultaba que no estuviese chica como «criada, sirvienta». ¿Hay alguien que no haya dicho esos chico, chica? Se redondea escenografía como «conjunto de decorados», y se incluye flexibilizar, «hacer flexible alguna cosa», y fraseología, «conjunto de frases hechas, etc., existentes en una lengua, en el uso individual o en el de un   —87→   grupo». Buen arreglo se lleva interpretar, en el que destacan los valores usuales («representar un texto dramático», «ejecutar una pieza musical», «ejecutar un baile con alcance coreográfico», «expresar la realidad de un modo personal»). No figuraba la tan socorrida manga de hornos y cocinas, el instrumento con que se añade nata a algunos preparados. Mayo y maya con el contenido de la fiesta tradicional, tan rica en nuestra geografía, pasa ahora, con varios valores («reina de las fiestas» y «su acompañante»; «el palo adornado para el ritual»; «la canción oportuna para la celebración de la misma fiesta»). Mimo, con su significación teatral o de espectáculo no estaba recogido. Ya podremos asistir cómodamente a sus representaciones. El fácil y socorrido pasodoble se había escamoteado y perdido entre los otros valores de la voz. Primitivismo, tanto en su valor recto como en el limitado artístico, se podrá leer desde ahora. El abrumador y tan necesario tañar, «adivinar o descubrir las intenciones o cualidades de una persona», pasará a partir de esta lista a ocupar su indiscutible vacío. Y pasa por la puerta grande, con todas las exigencias cumplidas. Nuevas acepciones remachan el contenido de zarabanda, tan ruidosa o tan musical («danza del siglo XVII que se convierte en una parte de la sonata de cámara». Aparte queda su significado local de Guatemala, «baile y jolgorio populares»).

Y, como en otras ocasiones, queda por recordar la aceptación de algunas frases familiares, esos rictus del habla coloquial que, a fuerza de conocidas, nunca hemos buscado por las densas columnas del Diccionario. Llamarse a altana, «acogerse a sagrado», no figuraba; a bodas me convidan, «expresión de alegría, de gozo», entrará también. No estaba a cuerpo gentil, tan traída y llevada, tan expresiva de una actitud y un garbo especiales. Algo semejante ocurría con ser o estar alguien chaveta, «haber perdido el juicio». ¿Es posible que esto, tan desoladoramente frecuente, no estuviera? Verdaderamente era un descuido de peso. Ocurría que figuraba en otra forma, algo más arcaica, ya apenas vigente. Descuido revela   —88→   también la ausencia de asomar la oreja, que ya he citado por otra causa, «revelar cualidades que no se esperaban, generalmente malas». Estaba descubrir la oreja, que ya apenas se oye. También se incluirá en la primera edición del Diccionario, sacar faltas, «achacar a alguien faltas reales o imaginarias, murmurando de él», frase copiosamente utilizada y aún más frecuente ocupación. Todas estas frases, además de su uso vivo, tienen respetable autoridad literaria. Son, como si dijéramos, un hecho consumado, «acción que se ha llevado a cabo adelantándose a cualquier evento que pudiera dificultarla o impedirla», locución, o frase, que también entrará -¡ahora!- en el léxico oficial de la lengua.



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