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ArribaAbajoLas palabras son noticia

En los últimos días del pasado mes de mayo (escribo en julio de 1974), ha atravesado por los medios informativos españoles un verdadero repeluzno de espanto. No era para menos: la Real Academia Española se había atrevido a gastar su tiempo con la voz braguetazo. Ahí es nada, con el turbión de asépticos cultismos que nos está invadiendo, ir a ocuparse de palabreja tan popular, tan expresiva, aureolada de pícaras connotaciones sociales, sentimentales, etc. Estos académicos, Señor, en qué diablos estarán pensando... Los periódicos, con varia fortuna,21 echaron su cuarto a espadas sobre la oportunidad de la palabreja, que, dicho sea de paso, brindaba mil aristas a la bromita pasajera y facilona. Bien, cada cual hace de su capa un sayo. (¿O no puedo emplear esta frase popular por mi condición académica?) Hubo para todos los gustos y disgustos. En TVE, para cerrar el   —89→   tedio del día (las inevitables peleas, los accidentes de carretera, el hundimiento catastrófico de una casa, quizá una librería agredida en nombre de Dios sepa qué falacia, etc.), se aludió al vocablo de marras, se le situó entre el esfuerzo agotador de la Academia (algo así como haber aprobado unas seis palabras en un largo período: ¡Ah, descansada vida, ¿dónde estás, que no te veo?), y, lo que es peor, se rodeó de un ingenioso comentario sobre el lema de la Corporación, el famoso Limpia, fija y da esplendor, que todo el mundo se sabe y casi nadie parece entender. Al comentarista de turno, quién lo diría, le evocaba algo así como un «detergente», aunque reconocía (¡menos mal!) que se trataba de otra cosa. No sería malo. Lo cierto, en cambio, es que, cada cuatro meses (y lo hacemos así por ser el período de aparición del Boletín académico, me atrevo a afirmar que es la rarísima revista científica de nuestra especialidad que nace al día en nuestro pedazo de tierra), sale a la luz una copiosa lista de nuevas transformaciones en el Diccionario. La lista en que aparece la palabra que tanto ruido ha hecho va acompañada discretamente: cerca de seiscientas reformas o añadidos. Indudablemente, al comentarista le escamotearon los ceros por el camino. Y debo añadir que alguna de esas voces añadidas o enmendadas son riquísimas de ámbito geográfico y de polisemia, lo que, bien mirado, elevaría mucho el número de voces estudiadas. En fin, que, por una vez, lo de ser noticia ha cojeado bastante. Menos mal que la vecindad del comentario disculpa la ligera lectura: la reformita ya apareció publicada en el número CXCVIII del Boletín de la Real Academia Española, (enero-abril 1973), es decir, un año antes (un muy largo año antes, ya que las voces de esa lista corresponden al anterior, 1972) del comentario que nos ocupa. Muy muy actual, la verdad, parece que no lo es. De entonces a hoy, han salido tres números más del Boletín referido, cada uno con su correspondiente lista de «novedades», alguna, por cierto, mucho más abundante que de ordinario. Sí, decididamente, lo de las seis palabras debe   —90→   de ser una errata bastante atravesadilla... Y en cuanto al comentario sobre el lema... ¿Habríamos podido oír algo parecido sobre el lema de una organización militar, o sobre el de un pontífice, pongo por caso? Hombre, hombre, un poquito de seriedad... El humor, el buen humor emplea recursos muy diferentes.

Es lamentable el acorde en la tardanza. Porque podría ocurrir que de ahí hubiese salido el error generalizado: de una audición, ya a última hora del día, cansados, los primeros calores en el aire. O quizá, por qué no, de un retraso en el reparto de las listas (se suelen enviar separatas de ellas a la prensa, ritualmente). Pero, de todos modos, suele ser muy sano enterarse de por dónde van los tiros antes de sembrar ideas entre la masa anónima de lectores. Leo en un periódico de provincias (Córdoba, 31 mayo 1974) un artículo muy significativo. Se llama, cómo no, «El braguetazo». Una pluma femenina se despacha a propósito de tan delicado tema. De sus argumentos se deduce, a grito pelado, que la Academia sigue siendo misógina, ya que limita el significado de la «nueva voz» al hombre que por interés se casa..., etc. La articulista aprovecha el quite para hablar sobre las formas de la educación pre-matrimonial de muchas señoritas españolas -«prolongados inmovilismos», dice- y bromea a costa de la sufridita Academia misógina: «¡Por cierto! La Academia ha incluido los vocablos inmovilismo y sexualidad. ¡Progres que son!».

En el batiburrillo que se maneja, no habría sido un desatino leer un poquito sobre el asunto, informarse, embarcarse en una leve cautela. Creo que la ligereza puede ser un pecado capital, sobre todo si se ejercita sin sanción alguna y a costa ajena. En primer lugar, el braguetazo en cuestión ya figuraba en el Diccionario. Era palabra veterana. Y documentada, además.22 Lo que la Academia   —91→   ha hecho ha sido, precisamente, salir del posible «inmovilismo» y arreglarla. Se decía: «aumentativo de bragueta». Lo cual, nadie lo discute, es gramaticalmente puro, pero... Eso sí que sonaría ordinario y chabacano, matices que parecen afligir patéticamente a la articulista. Se sustituye por «Casamiento por interés con mujer rica», ya que la formación con el sufijo -azo, correcta a no poder más (una cosa son los pudores y otra la marcha normal de la lengua), no produce, en realidad, un vocablo, sino una variante cargada de otros valores, acarreados por el sufijo. En segundo lugar, se corrige la vieja definición no de la «palabra», sino de la locución dar braguetazo. Se venía diciendo: «fr., fig y fam. Casarse un hombre pobre con una mujer rica». Ahora dirá: «Casarse por interés un hombre con una mujer rica». Con lo que, me parece, al no reducir al hombre a la pobreza como requisito para tal boda, se extiende al aire de censura subrepticia que la expresión conlleva, y se extiende, precisamente, al hombre en general. Haría falta revisar la misoginia académica en este caso. Simplemente hay un lícito anhelo de pulimento y corrección. Y nada más. La Real Academia Española no se dedica a catalogar mal (léase «vituperar, enjuiciar peyorativamente», etc., como parece acusar el artículo) cosa alguna que ocurre. Se lo dan ya todo catalogado. En fin de cuentas, y yendo a la raíz de la voz, si se generaliza bragueta para los pantalones femeninos, y se dieran claramente las circunstancias del   —92→   actual braguetazo popular, y si se usara libremente con ese valor por las bocas hispanohablantes, puede estar segurísima la articulista de que la Real Academia Española redactaría una definición válida para los dos sexos. Pero, por hoy, nos basta con la que existe: es la documentada en el uso y en el habla cotidiana. Así no mezclaremos inmovilismo y sexualidad como inclusiones nuevas, y no llamaremos con ironía progres a quienes lo son hasta donde pueden y deben serlo. Inmovilismo, aprobado en 1972, ya hace más de dos años, no creo que tuviese mucha circulación antes de esas fechas, o, por lo menos, no la tenía tanto como para ser causa de un rasgado general de vestiduras por el retraso en aceptarla. Y en cuanto a sexualidad, tampoco es nueva: ya figuraba en el Diccionario con cierta ranciedad. Lo que se hace en 1972 es añadirle una acepción nueva, muy acorde con las nuevas conductas socio-eróticas que escoltan su contenido. No; palabras fáciles, no. Es conveniente extremar el rigor. Braguetazo hoy; ayer, los contenedores; en otra ocasión, el güisqui, o el mercadeo... Y venga barullo. ¿Qué pasaría aquí, si, como acaece en Francia, se ordenara, desde la más alta boca ordenadora, la palabra que debe usarse en casos de duda, para mantener el aire «nacional» de la lengua? Mucho me temo que nos lloverían los artículos eruditísimos, protestones, etc. Y, sin embargo, el amor por el propio idioma, creo yo, debería tener sus exigencias, su devoción, y no frívolas apostillas mal informadas.

No sé en qué secreta relación, más o menos cartesiana, podrá estar el artículo que proclama los braguetazos femeninos con el recentísimo problema que ha desencadenado la existencia de una mujer en la Presidencia de la República Argentina. ¿Presidente? ¿Presidenta? En la lista de voces nuevas correspondiente a octubre-noviembre de 1973, la Real Academia Española ha incluido una copiosa relación de femeninos que no figuraban antes por la sencilla razón de que no existían en la vida   —93→   real.23 La enumeración, que coloco en nota para evitar en lo posible tan médica letanía, nos revela el auténtico y noble camino que la mujer tiene delante, y que ya va subiendo, en algunos casos con notoria brillantez. En otro lugar de estos comentarios he aludido a ello.24 No, no había discriminación, puesto que no había qué discriminar. En ese quehacer puede y debe colocarse presidenta, ya admitida hace mucho tiempo: «la que preside». Pero es curioso ese afán de protesta mantenida, y, cuando se ha logrado algo, entonces resulta que hay quienes se consideran disminuidas por la forma femenina: así, las poetisas no quieren serlo (habrá que empezar a poner en circulación poeto, para los desventurados varones de dudosa lírica, a ver qué pasa); hay decanas que se obstinan en seguir siendo decanos; hay abogadas que se pirran por llamarse abogados. Y así sucesivamente. ¿No hay por ahí, escondidilla, una segunda forma, una forma satélite, de la discriminación?

Es, naturalmente, el prestigio social del cargo, de la fachada, o un prurito de distinción, de superioridad equívoca, que, a veces, puede llevar a extremos de amena parlería: es el caso de alcaldesa, que también llenó bastantes columnas de los periódicos. ¿Qué tal nos sonaría hablar de la tradicional fiesta de Santa Águeda, citando a las alcaldes de Zamarramala? Todo esto, ¿para qué? ¿No sería una poco meditada concesión a la «noticia»? ¿Justifica eso el plantear una duda, por remota que sea,   —94→   a la más noble tradición del idioma? Presidenta existe. Como existe reina. Como hablamos de las presidentas de ciertas asociaciones (Cruz Roja, cofradías de tal o cual, organizaciones benéficas, etc.). En el caso concreto de la República Argentina (donde también hay presidentas) será el uso, el buen uso del pueblo argentino el que haga la elección sobre la manera de designar a la persona que ocupa el más alto puesto de la nación.25

He aludido antes a las palabras aprobadas en octubre-noviembre de 1973. En esa relación, hay voces nuevas. Dominan las médicas: alergista, ángor, cancerología, fisioterapeuta, hematología, psicoterapeuta, quinesiología, radioterapeuta, reumatología, sexología, tisiología, traumatología, urología, venereología... La agria especialización médica tiene que ir notándose en el léxico corriente. Nos quejamos, con razón, de la desaparición del viejo médico de cabecera, consejero y amigo, y confidente... Cada vez que ensanchamos esa terminología (de la que doy un breve muestrario) echamos más paletadas de tierra sobre la antigua concepción del médico siempre dispuesto a venir a casa, a saberse de carrerilla los problemas de las   —95→   tres o cuatro generaciones del apellido que convivían bajo el mismo techo... ¡Ah!, se me olvidaba. Sí, claro, alguna de esas palabras que pasan ahora al Diccionario existían hace tiempo, es verdad. Pero estaban encerradas en el ámbito de sus propios especialistas, eran fríos carteles de hospital o críptica erudición del oficio. Figuraban tan sólo en los diccionarios de tecnicismos, en los glosarios médicos. Solamente ahora nos llegan, por debajo de la puerta, los folletos repletos de fabulosos especialistas, portadores del secreto de la vida y de los innumerables paseos a la consulta... Ya que él no viene a casa, iremos nosotros a buscarle. Crece, crece toda esta provincia de cultismos, tanto como va disminuyendo la vieja terapéutica a base de hierbas milagrosas, de recetas caseras ungidas de portento.

No sería imprudente llamar repetidamente en esa puerta tan abierta hacia la ciencia y la técnica, que, nunca lo diremos bastante, son los apartados más necesitados de renovación y ensanche dentro del léxico mayor. Añadamos, como vía de ejemplo, algunos testimonios más: autótrofo, -fa, cultismo con el que se designa el organismo capaz de elaborar su propia materia orgánica partiendo de materias inorgánicas (las plantas clorofílicas, por ejemplo); complemento, «sustancia existente en el plasma sanguíneo y en la linfa, que queda destruida por temperaturas superiores a los cincuenta y seis grados centígrados y es indispensable para que dichos líquidos ejerzan su actividad inmunitaria». Es explicable que, al lado de autótrofo, ingrese heterótrofo. Homeóstasis u homeostasis es también nueva adquisición: término biológico para designar un «conjunto de fenómenos de autorregulación», complejidad que se me escapa por demasiado técnica, pero que ya leo en muchos sitios. Al campo de otras actividades pertenecen ecología, «una parte de la sociología»; autognosis, «conocimiento de sí mismo»; holografía, «cierta técnica fotográfica»; univocidad, «calidad o condición de unívoco»... Como vemos, el nuevo humanismo avanza sin obstáculos.

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Los espectáculos teatrales, ya serios, ya frívolos, dejan en la lista que hoy comentamos, fuertes testimonios: conjunto, «orquesta pequeña, con cantantes», o «grupo que actúa bailando y cantando en revistas, variedades, etc.»; frívolo, aplicado a ciertos espectáculos, no figuraba en nuestro léxico oficial: desde ahora se encontrará. La definición de conjunto arrastra consigo la inclusión de revista y variedad. Las representaciones dramáticas salen enriquecidas con encarnar «representar un personaje», y reparto, «relación de personajes de una obra dramática» y «de los actores que los encarnan». Reestrenar y reestreno (de reestreno), tan usuales en nuestros cines, pasarán también al repertorio.

¿Olvidos remediados? Como siempre, los hay. Albarelo, italianismo con que los ceramistas designaban y designan el tarro o bote de farmacia, saldrá del olvido. Sabremos así cómo llamar a esos bellísimos potes de las viejas farmacias, la del Monasterio de Silos, o la del Hospital Tavera, con nombres latinos en su lomo, ruibarbo, salvia, menta, ruda, mirra, y tantos más, olorosos y prometedores de eterna juventud. Más extraña era la ausencia de archipiélago con el valor de «conjunto de islas»: ahora se remedia.26Influenciar, tan combatido por los puristas partidarios del tradicional influir, será admitido ante la abundancia de su aparición en excelentes autores. Póney, poni, «caballo de poca alzada», muy discutida, pasará al Diccionario, definido en la segunda de esas formas, con un plural pónis. Finalmente, destacaré, en este   —97→   reducido repaso, las nuevas acepciones de redundanciaComunicación: Cierta repetición de la información contenida en un mensaje, que permite, a pesar de la pérdida de una parte de éste, reconstruir el contenido del mismo»), y segmentoLingüística: Signo o conjunto de signos que pueden aislarse en la cadena oral mediante una operación de análisis»).

Repito: no hablo más que de una ligera muestra. En esta lista, correspondiente a dos meses, octubre-noviembre de 1973, hay bastantes más voces, nuevas muchas, otras reformadas o ensanchadas. Para terminar, citaré dos frasecillas coloquiales que no figuraban y que, con todo derecho, entran por la puerta grande: capear el temporal y ¡Tierra, trágame! o ¡ábrete, Tierra! Las dos frases han asomado o asoman alguna vez en los labios de todos los hispanohablantes. No estaban en el Diccionario. Apuntemos solamente la satisfacción de corregir un descuido injustificable.




ArribaAbajoEl Diccionario de 1970

La Real Academia Española acaba de publicar la 19 edición de su Diccionario de la Lengua. Innumerables manos de hispanohablantes se habrán lanzado ansiosas sobre sus páginas, buscando, costumbre ya inveterada y renacida a cada tropiezo con el grueso e ilustre volumen, las palabras que, de seguro, siguen sin estar. Sonrisa cómplice por todo comentario, gesto de suficiente desencanto, equivalente a un «Ya lo sabíamos, Era de esperar, Estos académicos», y mil agudezas así. Qué le vamos a hacer. Sin embargo, confiemos en que a alguien se le haya ocurrido pensar en la muy valiosa aportación que este volumen trae consigo. Y que vamos a intentar decir, siquiera sea muy ligeramente.

Siempre que nos encaramos con una obra de este tipo, anclada en circunstancias muy lejanas (nuestro diccionario   —98→   viene ya desde el siglo XVIII, lo que no es corto camino, reconozcámoslo), creo que lo primero y más oportuno que nos conviene hacer es comparar lo que tenemos en la mano con la última aparición anterior. Es un buen supuesto metodológico, ya lo creo. Y en este caso nos tropezamos con numerosas diferencias. Primera: Las ediciones anteriores escribían con mayúscula todas las palabras registradas. En ésta, solamente van de ese modo aquéllas que ortográficamente deben llevarla. He aquí un largo repaso, un muy largo camino que ha sido necesario llevar a cabo. Segunda: Han sido suprimidas las referencias a acepciones numeradas que figuraban en la anterior edición, y han sido sustituidas estas referencias por una escueta (a veces demasiado escueta), definición de la numeración suprimida.27 He ahí otra muy copiosa revisión, un largo viaje a través del diccionario. Y un viaje que no es precisamente de vacaciones o de ameno paisaje. Tercera: Se han aclarado de manera directa y extensa numerosísimas voces que en la anterior edición aparecían definidas por un sinónimo, lo que hacía quizá más fácil el manejo, pero, la verdad, no solía responder con rigor en gran número de casos. Eso de la sinonimia es una fiebre endiablada, que estilísticamente puede acarrear muy serios tropiezos, vaya si los acarrea. Y, lo que es más importante,   —99→   cuarta diferencia: La nueva edición presenta un muy copioso Suplemento, en el que se refugian (más de cincuenta páginas) las enmiendas y adiciones que han sido estudiadas y acordadas por la Academia durante la espaciosa impresión del diccionario. Añadamos lo que ha supuesto la revisión de etimologías, la modernización de muchos aspectos léxicos del texto, y la supresión de todos los refranes que aparecían en las ediciones anteriores, y a los que la Academia piensa dedicar un tomo especial, y nos daremos cuenta de que no está tan mal el nuevo diccionario como nos quieren hacer ver muchas gentes que, indudablemente, lo manejan alguna vez, buscando, por lo general, lo que ellos quieren que esté. Deseo que, entre nosotros, rara vez coincide con el del vecino más próximo...

Sí, porque no pasa día sin que alguien nos diga con aire compungido y desencantado que hay «algo que no va» en el Diccionario. Que si tal término de la teoría de los conjuntos, o de la modernísima Biología, o de la Economía dichosa, no está. O, lo que es peor, está mal definido. Y a estos se les suele olvidar que el Diccionario es, ante todo, un diccionario usual. Es decir, están las cosas tal y como suelen ser empleadas. A veces, claro está, se pone también la definición más técnica y especializada, pero no es forzoso ponerla, ya que para eso existen otros diccionarios, tan gruesos o más que el académico, en los que se desmenuza, detalladísimamente, el habla, casi al borde de la jerga críptica, de un quehacer especializado. Solamente se hace figurar en el diccionario usual, desde el punto de vista técnico, aquella parte de ese lenguaje que tiene un uso o expansión suficientemente vigentes entre todos los hablantes como para ser necesariamente utilizada. Es evidente que todo el mundo maneja ya apendicitis, e incluso hepatitis (dónde ha ido a parar la vieja ictericia?), y no digamos misil, que los periódicos hacen pasear todos los días sobre nuestras cabezas, indudablemente para recordarnos el felicísimo mundo en que habitamos. (Ahora mismo, mientras escribo   —100→   una radio me llega a través del tabique, y habla de una base de misiles que ha sido bombardeada Dios sepa dónde...).28 Y así, esas palabras, de origen diverso y contenido variadísimo, pasan al diccionario. Pero no creo que debamos buscar en él macrogrametofito, isopropil-nortropenmetansulfonato, fotoelasticimetría, cosas que, muy señor mío, parece que existen... Me consta que ha habido quien ha ido a buscar al Diccionario qué es azol, palabreja que responde a algo muy diferente de lo que debe ser una palabra... Lo que son las cosas, tampoco estaba. En cambio, aspirina, por las mismas razones que acabo de señalar, pasó al diccionario ya en la edición de 1939.

Volviendo al Diccionario. Como el preámbulo editorial dice, las enmiendas y adiciones registradas en el cuerpo de su texto (es decir, sin el suplemento, y referidas a la edición anterior) han alcanzado la cifra de diecisiete mil. No está mal. Y, sin embargo, y aun teniendo presente el gran acervo del suplemento, hay que considerar que son relativamente pocas. Y tocamos con esto la realidad de las amenazadoras circunstancias que hoy envuelven a la lengua española, Es la primera manifestación el peligro de su enorme geografía. Somos ya muchos millones de hombres los que hablamos español, y es inútil pensar que el meridiano de la lengua pasa solamente por Madrid. No, ahí están Buenos Aires, Méjico, Lima, entre otros sitios de ya noble prestigio cultural, literario o científico, y con enorme industria editorial por añadidura, que necesariamente han de ser tenidos en cuenta y reflejados en el Diccionario. Los americanismos tienen derecho a figurar en un Diccionario de la lengua española. Y están entrando a raudales. Pero no por una compuerta desvencijada   —101→   o de matute, no. Existe, y esto lo sabe muy poca gente de esa que inevitablemente está dispuesta siempre a entonar patéticos trenos ante el Diccionario, una Asociación de Academias de la Lengua española, en la que la Academia madrileña no es más que una afiliada, que cuenta con el respeto y la veneración de las demás por existir determinadas razones históricas o afectivas. Pero es una más, con sus compromisos y sus limitaciones. Tampoco se sabe, o se sabe muy medianamente, que funciona en Madrid, todos los años, con turnos diversos entre sus miembros hispanoamericanos, una «Comisión permanente» de esa Asociación, que discute y elabora la aceptación del léxico americano. Esa Comisión está en constante contacto con las academias del otro lado del mar, y no toma decisión alguna sin que haya sido antes muy cuidadosamente sopesada y meditada. Los americanismos entran ahora, pues, en abundancia, sí, pero después de haber sido meticulosamente aquilatados y debidamente comprobados los matices de su uso. Nadie podrá ya quejarse de si están o no, pues a medida que vaya pasando el tiempo y se afiance esta colaboración, será más vigilada y reglamentada su inclusión. Dada la enorme vitalidad (entre otras razones) de la literatura hispanoamericana en estos momentos, es de capital importancia que el lector de cualquier país hispanohablante pueda tener cerca y muy a la mano ese repertorio, que, naturalmente, no podrá ser definitivo, pero se acercará lo más posible a la imagen real de la lengua. La diferencia entre esta táctica de colaboración y la tarea de hace unos pocos años, cuando la Academia madrileña se veía obligada a fiarse de informes incorrectos, obra de aficionados con virus purista muchas veces, y, en ocasiones, ridículamente nacionalista (¿qué es peor?), para acabar incluyendo americanismos que han tenido que ser rechazados después, es muy notoria. Por lo que es necesario andar con más seguro paso. Sí, ya lo sé, la Academia es muy cauta, mucho. ¿Qué hay de malo en ello? ¿Nada? Pues entonces...

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Es indudable, se quejan por ahí, que la lentitud de las ediciones del diccionario académico (como si se pudiese hacer un libro así cada año o poco menos), deja en una zona penumbrosa las voces aprobadas. Es decir: imaginemos una palabra aprobada dos días después de la aparición del suplemento de la última edición, la 19; no figurará en el diccionario hasta que aparezca la edición 20, que parece que no va a ser pasado mañana, aunque la Academia ya esté preparándola (ya ha comenzado la reestructuración de la 21). Y entonces, el interesado en el planto (que, cosa curiosa, suele muy frecuentemente tener gran vocación inédita de académico) vuelve a sus lamentos: ¡Qué lentitud, qué barbaridad! ¡Esos académicos, cuándo se decidirán a correr un poquito! ¡Y...! ¿Estamos? Lo de siempre). Esa persona hará muy bien en leer los boletines académicos, tanto el de la Corporación como el de la Asociación de Academias, donde periódicamente (cada cuatro meses, y el Boletín de la Real Academia Española suele salir al día) aparece la lista de las voces aprobadas o de las enmiendas hechas. Y así podrá estar, si no al día, sí por lo menos al cuatrimestre, lo que no está del todo mal.

Pero estamos hablando de peligros, peligros... He aquí el más grave riesgo que nos ciñe hoy. Nuestro diccionario necesita aceptar multitud de tecnicismos. Ésta es la faceta más voluminosa que espera su inclusión. Las ciencias (y ahora sí que resulta verdad indiscutible) adelantan que es algo más que una barbaridad. Sí, muy aprisa. Tan deprisa que mañana no se dirá lo que hoy decimos. La humanidad ha entrado en una nueva era, de sentido y contenido tecnológicos, científicos. Por todas partes y en casi todas las ramas del quehacer humano, las tradicionales maneras de trabajo, de pensamiento, etc., han envejecido de modo casi súbito. Un nuevo humanismo, qué duda cabe, pero ¡qué difícil aventura vivir el momento de la fricción, del choque! En la tradición humanista, renacentista y literaria en que aún vivimos, o mejor, de la que nos despedimos, creo que la lengua española   —103→   posee un valiosísimo pasado, como quizá no lo posee ninguna otra lengua románica. Pero desde el punto de vista de esta nueva vida... No creo útil ni fructífero lamentarse o justificarse: no tenemos nada o casi nada. No nos llamó Dios por los caminos de la ciencia experimental. Sería necio creer que nuestra aportación a la historia humana es menor por eso. Ha sido de otro signo, y es suficiente. Pensar en superioridades es, en el fondo «complejillo», como dicen los estudiantes -o decían-, que ese pequeño argot está sin estudiar y es de lo más inestable y fugitivo.29 Lo cierto es que la lengua española se encuentra indefensa ante la invasión de la moderna técnica sajona, y que las cosas se traen su nombre consigo. Nos falta ahora léxico de la moderna Biología, de la Bioquímica, de la Física nuclear, de las Matemáticas, de la Economía, de las casi milagrosas máquinas actuales, de la televisión, de las diversas vertientes de la electroacústica... Y de tantas cosas más. Informática, cibernética, cosmonavegación, publicidad... Pues bien, sí, a los que acusan al Diccionario de ignorar estas cosas, les diremos que la Academia no lo ignora. Falta también (y los filólogos lo sabemos muy cumplidamente), toda la terminología de la moderna Lingüística, desde   —104→   los fonólogos de Praga a la lingüística de Chomsky. Y digo esto porque es de mi oficio. Y falta actualizar todo lo referente al lenguaje religioso, litúrgico, etc. Es curioso. Si se pudiera pulsar la realidad íntima de los españoles por esas fobias antidiccionariles, podríamos deducir quizá algo muy notable. Los ataques mayores proceden del campo científico. Cualquiera diría que se pretende aprender una ciencia manejando el Diccionario académico. Es evidente que muchas definiciones científicas son, o parecen estar, anticuadas, a veces ridículas, sí. Pero se le olvida a la gente que así las califica que alguna vez se han dicho así, con ese contenido mítico o de trasfondo legendario o divino, y que hasta se han escrito así por egregias autoridades literarias, y que, por lo tanto, no hay que eliminarlas (o no eliminarlas aún, por lo menos), sino que hay que aumentar las definiciones con la acepción nueva. Actualizarla, y nada más. Y eso en cuanto haya entrado o adquirido la circulación necesaria. Para lo cual, la Academia pide siempre colaboración. Bueno, y un poquito de paciencia, virtud recomendable, de muy buena familia.

Pero como digo, la mayor parte de las quejas proviene siempre de ese campo de la moderna técnica. Y yo supongo que también habrá un léxico entre los espiritistas, los prestidigitadores, los tachistas y demás gentes envidiables que -¡ojo, tachista no figura en el Diccionario, hasta ahí podíamos llegar!- aún siguen cultivando la capacidad de ensueño y de asombro del hombre. Y de esto no se protesta nunca. Tampoco he oído protestas (aquí al menos) sobre lo anticuado de las descripciones de materia religiosa. ¿Será que los españoles, los arriscados héroes tridentinos, no tienen ahora preocupación religiosa? Hombre, no está bien maltratar así la propia historia.

A pesar de todo, la Academia encara estos problemas por igual. Tiene una Comisión de Vocabulario técnico que trabaja, y vaya si trabaja. Y no hará falta encarecer la apremiante urgencia con que algunas zonas hispanoamericanas   —105→   necesitan reaccionar en español ante el peso de sus vecinos del norte. Y existe otra Comisión encargada de revisar, quehacer perentorio y verdaderamente sobrecogedor por su enorme trascendencia, las traducciones de los textos litúrgicos, traducciones que se pondrán en circulación en el ámbito católico del habla hispana. ¿Saben los que protestan que ya se reza el Padrenuestro de manera diferente en varios lugares hispanohablantes? ¿Se han parado a pensar lo que puede ser semejante divergencia para la unidad de la lengua en el mundo hispánico? ¿O es que vamos a poder reducir a fórmulas todo cuanto existe? Estamos aviados. Por favor, no me digan que sí. Para estos problemas tan variopintos, lo que la Academia madrileña pide y ha pedido siempre, repito, es colaboración. La gran herencia que los españoles hemos salvado de nuestra azacaneada peripecia histórica es nuestra lengua, y hemos de cuidarla como la mejor hacienda, el pegujal más acariciado y mimado. Y me parece que no lo hacemos. Y al decir esto no caigo en travesuras puristas o de preocupación de exquisitez. No, estas cualidades las considero necesarias, sí, pero solas, también las creo inoperantes y hasta perjudiciales. Conducen a una muerte embalsamada. Es necesario estar atentos al fluir del idioma y ayudar todos un poquito. Un profesor de la más alta matemática o de la más abstrusa metafísica, si explica en español, es, antes que profesor de eso, un profesor de español. Y si no, mejor será que explique poco. El hecho de hablar español nos obliga a una serie de compromisos hacia todos los que hablan como nosotros, por lejanos que nos parezcan. Hemos de considerar la velocidad a que hoy se hacen los cambios, y disculparla, porque es nuestro hábitat, queramos o no. Radio, televisión, reactores, imprenta sobreabundante ponen en poco tiempo al alcance de todos lo que bocas descuidadas o afectadas pueden decir (y escribir más tarde) en muy variadas ocasiones. Hay que tener, pues, cuidado. Mucho cuidado. La Academia está consciente -consciente y abrumada por su conciencia-   —106→   de la gravedad y de la acucia de estos múltiples problemas. Pero no puede convertirse en un ungüento amarillo que remedie todo taumatúrgicamente.

¡Ah, se me olvidaba! El Diccionario tiene muchas erratas. (Me refiero a esta edición recién salida.) Después de haberle dado varias vueltas a sus entrañas, no me parece raro. ¿Qué impreso no las tiene? Vamos a ser formalitos y a gesticular un poco menos. Es mejor agarrar un papelito y ponerse a escribir: «Sres. Académicos (o señor Secretario, o como mejor nos salga, o sea, nuestra costumbre, que todo vale en estos casos): ¿Saben ustedes que en el artículo revocar, acepción 5.ª, dice 'Incluir o pintar de nuevo...', y que no, que no es así, sino 'enlucir o pintar de nuevo...'? ¿Han notado que en liso, acepción 2.ª, se define: 'Aplícase a las telas que no son palabras y a los vestidos que...'. Hombre, hombre, claro que las telas no son palabras, sino labradas, pero qué cosas. Anden, sean buenos y corríjanlo. Suyo afectísimo...», etc., etc.

Y como en la Academia son pero que muy muy buena gente, se pondrán enseguidita a corregirlo. Estoy seguro.




ArribaAbajoY más palabras

Nuevas palabras, sí, que a veces son muy viejas, y que, por esas cosas que pasan, se han ido quedando atrás en la mecánica de los días. La Academia no recoge las voces en el cuerpo de su diccionario hasta que no está suficientemente documentado su uso. Toda cautela es poca. A veces, y esto ha pasado con frecuencia a determinadas voces americanas o dialectales, se han recogido vocablos atestiguados por una autoridad (por qué no, indiscutible), y que ha habido que eliminar después, por su poco uso, su casi ignorada existencia y su ausencia de la lengua escrita. Esto es lo que hace que ahora, en muchas ocasiones, aparezcan a lo largo de la lista de voces aceptadas, algunas que ya eran de uso corriente   —107→   en la lengua, y que, eso, eran voces traspapeladas. Echando una miradita a las últimas listas de adiciones y enmiendas (que, por si alguien no lo sabe, se publican regularmente en el Boletín de la Corporación, a fin de que toda persona interesada en la pequeña historia de las palabras pueda estar documentada), podremos encontrarnos con algo muy curioso. Un lector ingenuo se quedará asombrado de que en el léxico oficial no hubiese entrado todavía bombardear, «arrojar bombas desde un avión», palabra tan usada y sufridilla en estos últimos años. Sólo estaba recogido el sentido tradicional de «cañonear». Pues ahí está. ¿Qué ha podido motivar su retraso? En primer lugar no debemos olvidar la transformación académica de los últimos años, posterior a los de la Guerra Civil española. Antes, el diccionario se había limitado a registrar lo que buenamente se heredaba, y muy poco más. En las últimas revisiones, a nadie se le había ocurrido mirar cuidadosamente esa voz tan ruidosa. Y ahora, una mirada sagaz descubre su imperfección. ¡Adentro, pues! Ya podemos bombardear impunemente -si nos dejan, claro-. Algo muy parecido ha ocurrido con gorgotear. El ruido del agua en determinadas circunstancias (o de otro líquido) estaba olvidado en su forma más vulgar. Había otros muchos: borbotar, borbotear. Existía el sustantivo gorgoteo... Pero esa voz, la de la calle, la de los periódicos, la de la literatura infantil, ésa no estaba. Corrección al canto. Y ya está dentro, por la puerta ancha.

Algunos olvidos parecen más extraños, y sin embargo, son bien lógicos. Empleamos muchísimas veces voces extranjeras, de ésas que nos traen la industria o la técnica de fuera, y que nos hartamos de emplear sin olvidar su extranjerismo durante mucho tiempo. Piénsese en el léxico de los deportes. ¿Quién que tenga la cabeza sobre los hombros, pensará que es una radio española la que transmite un partido de tenis? Estos extranjerismos van entrando, entrando, hasta que llega un día que son tan connaturales y usuales que ya nadie   —108→   piensa en su lejano origen, con sus documentos, su pasaporte, su peaje. Éste es el caso de somier. Ya deben quedar pocos de los viejos colchones de muelles por ahí. Somier se ha encargado de arrinconarlos al almacén de la chatarra. Sin embargo, durante mucho tiempo, el habla vaciló. Se le llamó colchón de muelles, aunque no tuviera muelles, o el metálico, deliciosa evasiva, o de malla, lo que no estaba nada mal. Pero... La Academia esperaba a ver qué ocurría con el foráneo. Y ha ocurrido que ha adquirido carta de naturaleza, y hay fábricas de somieres, y en los mercadillos de barrio hay un hombre de aspecto jovial, con mono azul de mecánico, que piropea a las muchachas y les ofrece sus servicios para reparar somieres, asientos, butacones, y lo que su señoría sea servida, y en las callejas aledañas al Rastro se pudre, bajo el cartel repleto de somieres con enloquecida ortografía, un triste regusto barojiano de metales, gritos, martillazos... Somier acaba de ser aceptada, y ya era hora, es verdad, pero es buen ejemplo de lo que hay que hacer con las voces extrañas.

Otras veces es más curiosa la transformación. Porra, la popular porra de los desayunos, de la masa del churro, no estaba en el diccionario, o necesitaba al menos un arreglo. No hay que escandalizarse. Los términos de la comida, como los de los juegos o los de la moda, suelen ser locales, muy inestables, escurridizos y transitorios. Hay que esperar. La voz buñuelo adquirió en determinados ambientes una matización por la forma, por la ocasión, y nadie esperaba que tal hecho metafórico de la lengua coloquial fuera a generalizarse (como de hecho no se ha generalizado, ya que no se emplea en toda España, sino más bien es algo de ámbito madrileño). Sin embargo, esta vez, y dada su aparición en diversos contextos, porra pasa al diccionario en la acepción «fruta de sartén semejante al churro». (Que sí, hombre, que sí, que tejeringo ya lleva mucho tiempo incluida.)

Todos los españoles andamos siempre preocupadillos con las perras. Su ausencia o su presencia tiene la sin   —109→   par virtud de alterarnos el humor, la sonrisa, la apetencia de porvenir. Y hay perras chicas y perras gordas. A mucha gente se le ha olvidado que esta denominación procede del león que sostenía el escudo en la cruz de las viejas monedas de cobre. Ese león le pareció a la gente poco fiero, y le llamó siempre un perro. Perro gordo y perro chico, según fuese de diez o de cinco céntimos. Y he aquí que en una época, no sabemos bien cuál, ese perro cambió de sexo, quizá empujado por el hecho de ser una moneda, es decir, cosa femenina. Pues bien, esas formas habían llegado al diccionario de manera irregular, desnivelando la ordenación y simetría rigurosas del diccionario. Pero faltaba el valor general «dinero, riqueza». Tener perras, cuestión de perras, etc. He ahí unos ladridos muy bien soportados en esta sociedad del desarrollo. Ya está admitida, sancionada totalmente (y cuando ya no hay perras en la moneda) y la podremos leer en la edición XX.

Si es curiosa la marcha de estas voces que proceden del habla cotidiana, no lo es menos la de algunas otras que marcan la vida española con un sello muy claro, y que también, a fuerza de familiares, se habían quedado en la puerta del olvido, uno de esos parientes que corren y recorren las galerías largas de la casa familiar, que nadie les pregunta nada, y que, en fin de cuentas, resulta que no figuran entre los apellidos del clan. España está corroída por el funcionarismo, por el papeleo. No somos más que papeles. No se ha nacido ni se ha muerto nadie si no tiene un papel para demostrarlo, póliza va, póliza viene. Llegará, y pronto, el día en que a los cadáveres se les impondrá un buen repertorio de timbres móviles por si al llegar «allí» queda descalificado por falta de quince céntimos, como ocurre en tantas y tantas listas de opositores a esto y a aquello. Cada vez que en uno de nuestros múltiples papelitos se hace una gestión, que se apunta allí, que se fecha, y de la que da solamente fe un señor secretario, que, naturalmente, no ha visto nunca ni conoce de nada al dueño   —110→   del papelito, un ascenso, un cese, un traslado, esa dinámica lentísima de los escalafones y los funcionarios, etc., esa gestión, digo, se llama diligencia. Una diligencia. (No creo que aluda burlescamente a la velocidad de ciertos vehículos que ya no se llevan.) Pues bien, en un país de diligenciados, esa voz no figuraba en su diccionario. Ya va a entrar. Y con ella, diligenciar, diligenciamiento. Se añadirá, pues, ese valor a los consagrados ya.

Pero, como era de esperar, el capítulo más largo lo constituyen las voces que surgen con las nuevas maneras de vida, las exigencias de la técnica, del azacaneado vivir actual. Agarrotar, con el sentido de «inmovilizarse un mecanismo», que tanto empleamos ahora que la felicidad humana se condensa en tener unos cuantos cachivaches más o menos eléctricos o móviles, condenados a agarrotarse, va a ser definido con cuidado en el Diccionario; lo necesitaba. Estamos ya hartos de ver correas sin fin, que, «por fin», van a entrar. Se añadirá una segunda acepción a sin fin, «correas, cadenas, cintas, etc., que forman figura cerrada y que pueden girar continuamente», etcétera. Descuidillos. Lo mismo pasará con el bobinado. Pero al lado de estos deslices, y para que no todo sea una especie de mea culpa, hay que registrar la viveza con que entran otras voces. Crudo, hablando de los petróleos, representa muy bien una de las preocupaciones más claras de la ciencia y la técnica actuales. Ha sido enmendada en vistas a una mayor exactitud científica. Por todas partes leemos polígono con el valor de «unidad urbanística de diversos fines» y lo mismo polo. La geografía nacional se llena de polígonos urbanísticos, industriales, sanatoriales, etc. Pues ya va a entrar. Y con polo, la voz que está viniendo a representar la manía del desarrollo, va a pasar lo mismo. He aquí dos casos de dos voces antiguas a las que un neologismo de sentido ha ensanchado atrozmente en la conciencia de los hablantes. Al lado de éstas, urbanización, esa felicidad pregonada en los alrededores de las grandes ciudades, con su regusto de banderas, altavoces, la inevitable piscinita y el   —111→   bar de coca-colas. Santa palabra: urbanización. ¿Quién no ha soñado con eso, con un rincón en una de esas paradisíacas demarcaciones, ahí, al borde del ruido y del humo? Palabra que expresa muy bien el ansia de sosiego del hombre de hoy, casi como lo representaban en el XVI los prados de la novela pastoril, los castillos encantados de la caballeresca. Pues urbanización pasará a la próxima edición del diccionario. Y ya está vigente y aprobada por la Academia, que, en este caso, no se ha quedado tan atrás como otras veces.

¿Y psicodélico? No sé yo si no será, y muy pronto, vencida por otra palabreja que revele los afanes de una juventud apresurada y descontenta, de unas nuevas maneras de entender el aspecto externo de la vida y de sus tejemanejes. Psicodélico va a entrar, mejor dicho, ya está autorizada. Alguien se preguntará: Si es posible que sea sustituida por otras formas de vida, ahora que todo va tan aprisa, ¿por qué aceptarla? Pues porque ya se ha escrito mucho, y puede tropezársela cualquier lector varias veces. Y cuando se haya olvidado (si es que se olvida, no profeticemos), el diccionario tendrá que dar fe de vida de que se usó en la lengua media culta y en la popular, y podrá ser entendida en sus alusiones, implicaciones y recovecos. Psicodélico estará, pues, muy bien puesta en las columnas del diccionario como «perteneciente o relativo a la manifestación de elementos psíquicos que en condiciones normales están ocultos, o a la estimulación intensa de potencias psíquicas». También se registra la acepción «causante de esa estimulación» aplicada sobre todo a drogas como la marihuana y otros alucinógenos.

Los españoles hemos ido siempre al médico a sufrir o pasar un reconocimiento. Decíamos también una consulta. Pero reconocimiento era lo normal, lo ortodoxo, lo que todos entendíamos y sabíamos muy bien hasta dónde podía llegar. Pero ahora la gente se somete a un chequeo. (Y se dice incluso el verbo chequear). Chequeo, todavía en muchos casos, evoca solamente una idea confusa,   —112→   vagamente bromista, relacionada con los cheques. ¡Oh, infinita avaricia humana! Sin embargo, chequeo (del inglés check «computación») se está generalizando extraordinariamente. Lo dicen, desde luego, los médicos, lo generalizan los numerosos estudiantes hispanoamericanos que andan por España, y se lee en multitud de sitios. No vale la pena decir que no es un reconocimiento a la manera antigua, porque también valía el viejo vocablo. Y en los cuarteles supongo que tardarán mucho en tocar a chequeo, ese toque largo, triste, del qué malito estás... Pero chequeo, como tantas otras cosas procedentes del inglés, está ahí, y ha sido menester abrirle la puerta. Los modernos métodos que ahora rigen han hecho que figure al lado de las palabras más corrientes la voz aerosol, determinado procedimiento de administrar medicamentos convertidos en sutil niebla. ¡Qué lejos los caseros vahos de eucalipto, tapada la cabeza, los ojos llorosos, con que, aparte de no curarse las afecciones bronquíticas, se inoculaba un respetable sentido mítico, pavoroso, a los niños de la casa!

También las técnicas nuevas son las culpables de transvasar y transvase (ahora hablan del transvase Tajo-Segura hasta los rapaces que pregonan el resultado de los partidos) y trasplantar, con otra nueva acepción, la del parchecito fisiológico que hará que se pueda vivir un poco más gracias al bondadoso donante de un riñón, un corazón, Dios sepa qué resorte en caliente. (Personalmente acuso mi malestar ante la idea de tener que llevar las vísceras de algunas personas que conozco, que no, hombre, que no, tengamos la fiesta en paz.) Pero, en fin, se hace, y ya la gente alude a ciertas fotos donde los divos de esa cirugía pasean por el mundo, acompañados de los poderosos, o suben y bajan las escalerillas de los aviones en las revistas de las peluquerías, v no dicen sus nombres, quizá demasiado difíciles para la fonética castellana media, sino que se le despacha: «¡Ah, el del trasplante!». Ahora sí que nuestro Juan Ramón no se   —113→   atrevería a rezongar aquello de «¡Valiente billetito falso éste de la gloria!».

Baremo, escala de valores, méritos, derechos, etc. He ahí otra voz de nuestro tiempo, de gentes que corren tras algo, permisos, premios, pisos, traslados... Pues baremo, que tan bien retrata la sociedad actual, ha sido aceptada y ahí la tendremos. ¿Hay algo que refleje mejor que droga, algunos de los aspectos de la sociedad moderna, ansiosa de cambios, necesitada de ensueños, de engañarse a sí misma? ¿Cuántas veces se habla de drogas en los periódicos, en la radio, en la conversación ordinaria? Pues droga necesitaba el retoque que la adaptase a esta angustia que provoca. La fecha del retoque (adición del valor «alucinógeno») marcará en el diccionario el momento en que esas substancias, que han llenado el trasfondo vital de tantas gentes, se han convertido, de pronto, en una plaga. Y ahí está. En el futuro, el historiador del léxico español podrá ver, sociológicamente hablando, cómo la aparición de esa enmienda coincide con la aparición de una nueva delincuencia, de una progresión de formas de vida diferentes, con costumbres diversas, etc. La lengua es siempre espejo de la realidad social en que se habla, y resulta, bien observada, su mejor exponente.

Un capítulo muy importante en la historia de las palabras son las acepciones nuevas que surgen amontonándose sobre la palabra vieja. Ya hemos citado algún caso atrás. He aquí otros más: hostelero, el hombre del hostal, ya nos era conocido. Hace unos años, todo Madrid recitaba (qué digo todo Madrid, todo el país) aquellos versos del Tenorio: «¿Está en casa el hostelero?». Ese sustantivo, de «tabernero, persona que tiene una posada o negocio», se ha convertido, por esta furia turística que nos envuelve, en un adjetivo digno. Y hay legislación hostelera, y se estudia hostelería, y hay quehaceres muy o poco hosteleros. Es decir, que ha nacido el valor adjetivo de la voz, dignificada, ascendida diríamos, en aras   —114→   de una nueva manifestación social de la vida. Esa acepción no figuraba en nuestro repertorio máximo.

Idea, palabra más bien abstracta, ha pasado a significar «creencia, convicción, especialmente religiosa o política». En nuestro país, de tan larga y enrevesada historia por la lucha de estas «ideas», esa manifestación no figuraba en el diccionario, que seguía tan pancho parado en el sentido filosófico de la voz, en el psicológico, etc. Ha sido menester incorporarla. Ahora se puede ser mártir de las ideas, o por las ideas, y se tiene una ideología, etc. Y las gentes de ideas avanzadas se sentirán muy felices al verse consagradas en el léxico general de la lengua. Como vemos, el diccionario se enriquece a costa de la vida. De dónde, si no.

Quizá en ambientes de cultura no muy escogida se viva más intensamente la necesidad o el prestigio de una cultura bien llevada y asimilada. De eso es vehículo excepcional el libro. Nada como un libro para dar índice de cómo es la gente. Las ediciones, en número o en modelo, la frecuencia con que un texto llega al público, dan certera fe de vida de una colectividad. Pues bien, la palabra edición se ha puesto delirantemente de moda. Pero, eso sí, sin tener que ver con los libros. Hay ediciones de campeonatos, de juegos, de romerías, de exposiciones artísticas o industriales, de carreras de coches antiguos, de concursos de belleza femenina y de moda masculina. Dios mío, qué lujo de edición sin imprenta. La palabreja anda al borde mismo de la ruina, de tanto emplearse, es decir, ha comenzado a deshojarse ese libro. En fin... Ahí está. ¿Nos parece medianejo ese uso? Sin embargo, ya los viejos juegos clásicos se contaban por ediciones... Lo que me temo es que no haya estado en la mente de los propagadores de este uso el venerable testimonio ...

De este capitulito de las voces que parecen nefandas o mal empleadas, por criterios puristas o simplemente por caprichos personales, y que, no obstante, deben ser aceptadas porque históricamente o culturalmente son,   —115→   han sido o pueden ser españolas, hablaré otro día. Hoy basta. Me he limitado a llamar la atención sobre cómo en la Academia se da, pasito a pasito, cuerda al habla, y se registra, hasta donde se puede, el latido lingüístico de la colectividad.

Se me olvidaba... Alguien puede decir que solamente entran palabras nuevas, extranjeras que acomodamos, o ampliamos sentidos a las viejas, o qué sé yo. No, no todo es así. Ya ven, también ha sido aprobada ahora, en el mes de octubre de 1970, hispanismo. No está mal, ¿no? ¿O será que nos hemos vuelto ya simple materia de estudio, más o menos fosilizada? Ojo, mucho ojo...




ArribaAbajoSobre el género gramatical de pueblos y ríos españoles

Llego, mi querido amigo, un poco tarde al diálogo entablado por «Azorín». Pero no quiero que si dejo de contestar a su amable invitación pueda quedar por descortés. En realidad, después de lo que ya se ha dicho, yo no puedo añadir nada. Sin embargo, quiero hacer ver cómo en esta rápida duda de «Azorín» está él, entero, gran maestro y dueño del idioma, encarándose -¡tantas veces le habrá sucedido!- con la vacilación típica de este caso, esa vacilación que, repentinamente, hace levantar la pluma del papel y ceñir la atención agudamente, amorosamente, sobre el río o la ciudad en que estamos pensando.

No, no vale la pena machacar sobre esto. Todos los corresponsales encontrarán, segurísimo, un cauce femenino que alegar (casi siempre diminuto y sediento), y encontrarán razones suficientes para llamar a los topónimos con el o con la. (Dependerá de si piensan en pueblo, lugar, ciudad, villa, etc.) Otros, y con muy buen sentido, se aferrarán a esa terminación en a, que lleva fácilmente a hacer femeninos: Coruña, Pontevedra, Sevilla, Salamanca, etc., y dejarán para el masculino los en o y todos   —116→   los demás. (Sin embargo, «Azorín» dice Argamasilla entero, el propio Argamasilla, en La ruta de Don Quijote, capítulos III y XV.) Quizá otros, pensando en el énfasis, el amor, el empeño o el cariz especial de las situaciones (medio Madrid, todo Barcelona, medio Zaragoza, la nueva Santander, etc.), pretendan justificar su personal preferencia desde laderas extragramaticales. En fin, no cabe poner puertas al campo. A mí, y aparte de la clara vacilación (cada vez más restringida vacilación, ya que el uso va lentamente petrificando las estimaciones colectivas hasta elevarlas a norma), me gusta ver en esta inseguridad una manifestación del ideal artístico de la lengua, tan desdeñado por lo general. Detrás de esa predilección por masculinos o por femeninos, o de la especial visión del apelativo que condiciona el género gramatical, se entrevé la creación permanente del hablante, que trae, en ese momento, a las palabras que le preocupan su personal visión, intocable, y la expresa poniendo toda una carga emocional, sentida, viva. A los acostumbrados a un Madrid inevitablemente villa, coronada, limpita, simpática, etc. (póngase aquí una copiosa lista de femeninos desgastados por la literatura madrileñista), les parece que el gran Madrid tendría que ser forzosamente incómodo, desmesurado, ingrato. Cualquier persona de edad avanzada seguirá añorando la primera tanda de adjetivos; los jóvenes se decidirán también por ella, pero en masculino: simpático, limpio, etc.

Sí, ideal artístico de la lengua, detrás del que caben infinitas variedades concretas. En este caso determinado, «Azorín», que, como nadie, nos ha ido descubriendo, a lo largo de su ejemplar tarea, la hondura del vivir español, se habrá planteado mil veces el problema. Y lo habrá resuelto, en ocasiones, mecánicamente, oyéndose, pero en otras, las más, lo habrá hecho después de sopesar agudamente, inédito fulgor del descubrimiento, la luz, la silueta, las torres de un pueblo contra el cielo de España, el sesgo del río con género en litigio. Recuerda esta duda azoriniana aquella otra de Pío Baroja, nuestro   —117→   gran novelista, cuando -lo cuenta Ortega en El espectador- se vio, de pronto, fuera del idioma, al no saber qué hacer con Aviraneta, en ese momento tan poco heroico en el que el héroe avanza mal calzado. ¿Cómo decir, Dios mío? ¿En zapatillas, con zapatillas, de zapatillas, a zapatillas...? El ideal colectivo nos suprime la última construcción, ¿no es así?

Vacilación, inesquivable y perentoria, resuelta por una oscura razón súbita, deslumbradora sin embargo. La excelente Gramática de Salvador Fernández Ramírez, que tantas preguntas nos contesta, registra la vacilación de Gabriel Miró al designar a Tárbena unas veces alta, callada, y otras, ceñido. Al lado de esa vacilación, contenida en Años y leguas, Miró dice, al ver al pueblecillo trepando por las sierras: «Ahora se daba cuenta de la femineidad del nombre y de la imagen que siempre le inspiró este pueblo». «Pueblo = mujer hacendosa, firme, limpia...». «Los nombres de los pueblos -añade- son concretamente ellos en su profundidad; profundidad máxima, que es la del lenguaje. Estos nombres equivalen en su fonética y evocación a ese alguien -hombre o mujer- tan intensamente él o ella, que no dejamos de mirarle hasta muy lejos, y siempre queremos saber quién será y cómo será».

Algo muy cercano le ha pasado ahora a «Azorín», asombradamente sonreído ante Nuevo Alcalá. Me emociona verle en esta coyuntura, que no revela, en último término, otra cosa que amor por el idioma, al que él, «Azorín», ha dado tanto empuje, tan excepcional dimensión.




ArribaAbajoEn el milenario de la lengua

Se está celebrando el milenario de la lengua española. Un milenario que no tiene día o año precisos como arranque, sino que conmemora un amplio período, la segunda mitad del siglo X, en que, con bastantes opiniones   —118→   encontradas, se vienen fechando las Glosas Emilianenses, primer texto románico de la Península Ibérica. Ese texto está formado por una corta oración y unas cuantas apostillas de estudiante de latín, que, para ayudarse en la interpretación del texto, escribe entre los renglones o al margen la traducción o la aclaración que juzga necesarias. Es decir, una pequeña trampa de escolar, tal y como todavía practican los que se inician en la lengua latina. (A veces, el anónimo escritor utiliza signos o letras que le pongan en orden románico el hipérbaton latino.) De una u otra manera, la lengua romance peninsular reflejada en las glosas participa de los caracteres del dialecto aragonés, riojano, con voces vascas escoltándolo. Nadie podía presentir, en aquella remota ocasión de la vida monástica, el espléndido futuro que la lengua vulgar alcanzaría, extendiéndose por el territorio de la vieja Cantabria, ensanchándose a costa de sus vecinos, penetrando en ellos, produciendo durante siglos una literatura deslumbradora y, finalmente, saltando el mar para crear en la otra ribera una nueva Romania hispánica de enorme extensión geográfica y de ambiciosa voluntad de futuro. Ésa es la lengua que hoy, más o menos exactamente, cumple los mil años de existencia y que varias entidades y organismos provinciales y locales de las tierras que algo tuvieron que ver en su más lejana historia con la Cantabria celebran con decidido entusiasmo.

Siempre me ha gustado, ante las reiteradas preguntas que se desparraman sobre el milenario de la lengua, la lengua misma, los rasgos y la salud de ésta, etc. (y que pueden encontrarse resueltas en multitud de lugares, en vez de martirizar a oyentes y lectores con algo que debería ser ya un valor sobreentendido), destacar el carácter eminentemente popular del español. Popular no quiere decir, ni muchísimo menos, populachero. Se trata de algo que hacemos entre todos, el alto y el bajo, el letrado y el artesano, y a lo que solamente pone linderos el famoso buen gusto, actitud que sirve de fiel a un equilibrio que, voluntariamente, se somete al consenso   —119→   general. El rasgo a que aludo se acusa vivamente al comparar nuestra lengua con sus hermanas digamos mayores, el francés y el italiano, lenguas que tienen en su base raíces cultas, palatinas, pulimento de gramáticos y cortesanos (el francés) o decididamente literarios (el italiano). En la producción más destacada de nuestra historia, el peso popular es muy notorio. Mana agazapado de los textos aparentemente más universitarios y cultos, atraviesa de refranes y experiencia colectiva las páginas más solemnes y canturrea abiertamente, emocionadamente, en toda la escena clásica, y lo hace en los mejores momentos, despertando así la complicidad y entrega totales del espectador. Nombres como Gil Vicente, Lope de Vega, Lorca, son difícilmente equiparables en lugar alguno. Y no digamos de las corrientes popularistas de la lírica en general. Todos reciben del pueblo lo mejor de su arte y se lo devuelven reinterpretado, disfrazado bajo un ropaje aún más popular, falsamente popular, pero repleto de armónicos colectivos. Circunstancia que torna en popular legítimo lo que hasta ese momento es acto individual.

Esta vuelta a la lengua viva y general es perfil muy definitorio en la historia de la lengua española. Citaré dos casos evidentes, de ambas orillas del Atlántico. Uno, nuestro: en el siglo XVI, Juan de Valdés, estudiante en Alcalá, tenía que conocer la Gramática de Nebrija. Nos es muy fácil suponernos que Valdés vería, más de una vez, pasear por las calles de la ciudad al famoso humanista, quien andaría con todo el prestigio de profesor ilustre y de autoridad universalmente reconocida a cuestas. La Gramática de Nebrija supone un hito fundamental en la historia de las lenguas románicas. Pues bien, cuando Juan de Valdés necesita exponer su teoría de la lengua se olvida del Arte de Nebrija y se inspira en la lengua hablada, en los refranes, en lo coloquial. El escribo como hablo, con la natural selección obligada ante la general exigencia de entendimiento y de respeto y de belleza asequible son las únicas leyes que acata. El otro   —120→   ejemplo es el de la actual y brillantísima literatura hispanoamericana. Durante todo el siglo XIX, el primero de vida independiente, la literatura hispanoamericana fue una voluntad de existencia, una prolongación de la lengua de Cervantes, el lugar común de las inauguraciones solemnes, las primeras piedras, discursos de circunstancias, etc, Hubo incluso un afortunado y fino escritor que escribió un libro titulado Capítulos que se le olvidaron a Cervantes. Ha sido ahora, cerca de nosotros, cuando los escritores han descubierto la existencia de una colectividad a la que dirigirse, y han hablado con ella sin reparos, y han logrado el éxito que nos asombra. He ahí dos ejemplos excelsos de vuelta a la voz de la calle, y los dos con idénticos resultados de brillo y eficacia.

Muchos se preguntan a estas horas por la salud, el porvenir de la lengua española. Es pregunta un tanto capciosa, mezcla turbia de inseguridades, nacionalismos e intereses macroeconómicos. Yo creo en el porvenir brillante de nuestra lengua. Considero muy sano y operante el purismo; creo que es un medicamento que no está mal emplear de tarde en tarde, pero no lo considero el único ni el mejor remedio. A los hablantes que se preocupan, hasta el clamor, por la invasión de tecnicismos y voces extranjeras en general, no hay que enseñarles otra cosa que la necesidad, cada día más apremiante, de que la lengua se estudie, y se estudie con pasión de conocimiento. Lejos de oportunismos y de anecdotario facilón. Es verdad que la lengua que se oye en los círculos de la cultura media está bastante descuidada, desmaño y ligereza escandalosamente aunados. (En este sentido, la responsabilidad de los medios de comunicación es enorme.) Y no vale la pena emplear lenguajes mezclados, no; eso no sirve más que para disimular la ignorancia o la escasa preparación, cuando no exhiben un fleco de ingenua cursilería. Es menester crear en el hablante español, hoy sometido a un abandono total de la norma lingüística (olvido que han sufrido, por otra parte, todas las normas durante unos largos años en que no ha sido precisamente   —121→   lo auténtico lo que latía bajo la palabrería retórica de una gran mentira orquestada), hay que crearle, digo, la conciencia de un amor por su propio idioma. Una colectividad que pierde parte de su lengua, pierde una parte aún mayor de su propia identidad como pueblo. Ya nos lo dijo Miguel de Unamuno hace bastantes años:


   «La sangre de mi espíritu es mi lengua
y mi patria es allí donde resuene
soberano su verbo, que no amengua
su voz por mucho que ambos mundos llene».



Sí, hay que convencer al hispanohablante de que nuestra lengua es la más noble y valiosa herencia que hemos recibido y que, al usarla dignamente, estamos acrecentando el patrimonio hacia un futuro en el que, y no importará que nuestros nombres no resuenen, nos veremos prolongados, palpitantes, ya por encima de todos los cambios momentáneos y de todas las vacilaciones. No hay que celebrar milenarios más o menos hipotéticos y orillados por la opulencia de festejos y pompas ocasionales. La mejor manera de conmemorar esos mil años será la de crear, crear arte o ciencia, que, al ser creadas, inventadas en español, dilatarán la fabulosa herencia, nuestro común idioma. La cosa es mucho más importante y grave y trascendente que unas improvisadas charlas sobre el pulso, el futuro o el cómputo de palabras y de hablantes, zarandajillas que nos están acosando peligrosamente en las esquinas del hoy perentorio.




ArribaAbajoSignificación de las Glosas Emilianenses

Cúmpleme hoy representar a la Real Academia Española en este acto en que, por varias razones coincidentes, recordamos, una vez más, que, en este Monasterio de San Millán de la Cogolla, en este o su anejo antecesor mozárabe, se escribieron hace mil años las primeras   —122→   palabras en la lengua que hoy llamamos española, la lengua de nuestra comunicación diaria, la que, por los azares históricos, ha adquirido mayor extensión geográfica entre sus hermanas y mayor consideración y empuje literarios.

Asombrosa herencia

Es realmente asombrosa la herencia, la caudalosa herencia que de esas mínimas palabras se ha desprendido. Con razón puede ponerse hoy en esa lápida que, desde hace unos instantes, brilla en las paredes de esta casa. Lo que a mediados del siglo X se nos presenta como un penoso balbuceo es hoy la lengua de más de doscientos millones de hombres y tiene a sus espaldas el haber creado, única entre las lenguas modernas, mitos de universal valía: La Celestina, Don Juan, Don Quijote no supieron nunca, en la anchura generosa de su personal vuelo, nada de su humilde antepasado, aquí, en la raya del vasco, en una situación conflictiva entre la huella de las legiones y la administración romanas y una cultura de signo popular, rural, vitalista, apegada al terruño. De una conjunción tan dispar ha salido como resultado el ademán español ante el mundo. De ese ademán recordamos hoy, aquí, su primera manifestación escrita, tímida, acobardada, recelosa casi, agazapada entre el prestigio religioso de las palabras latinas, las palabras ungidas por la cultura superior, por el mito, por la relación con lo inasible.

Lenguas romances

Toda persona que se acerca al campo de las ciencias filológicas tropieza más de una vez con estas pequeñas advertencias, vocablos sueltos, alguna frasecilla breve que un monje probablemente vasco o, por lo menos, bilingüe, escribió en el cenobio de San Millán a mediados del siglo X. La Lingüística románica, ciencia que avanzó   —123→   a una rapidez de vértigo en el siglo XIX y la primera mitad del XX (tan aprisa que está hoy moribunda, exangüe), tuvo que encararse con este testimonio. Y se destacaron de mil maneras, con esa afición pedantesca del hombre de ciencia a ordenar todo según su personal capricho, los rasgos de las voces contenidas en el rancio documento. Y, como era de esperar, se comparaban con sus parientes no españoles. Sobre todo con los testimonios franceses e italianos, ya que otras lenguas eran poco conocidas (el caso del portugués, del rético), o había aparecido muy tardíamente sobre el papel (el caso del rumano). Se destacaba siempre que el primer texto escrito en francés, los Juramentos de Strasburgo, del año 842, era un texto político, y que el primer texto escrito en italiano (Plácitos Casineses), de hacia 960, era un texto jurídico. Y se proclamaba que el nuestro, el español, basándose especialmente en la traducción final de un sermón agustiniano, era una oración.

Nada más fácil que deducir de ahí casi la prefiguración total de la historia subsiguiente en cada una de las lenguas. El francés, la lengua de la política, de las cancillerías, la lengua de los salones, hábil con especial empeño para dirimir cuestiones de límites, de peleas dinásticas, de política, en una palabra. El italiano salía de esas confrontaciones hecho la lengua del derecho, la de los sesudos estudiosos de Bolonia. (El otro texto primitivo, más primitivo aún, puesto que es de fines del VIII o principios del IX, L'indovinello veronese, es una adivinanza, con lo que nos llevaba al camino de la astucia y la artería renacentistas, y salían los Borgias al retortero, claro está, pero olvidándose de que los Borgias tenían su mucho de valencianos). Y el español, en esta ruta, era la lengua del rezo, de la conversación con Dios. Realmente, era difícil hallar una solución más oportuna para explicar, ya en los años del siglo X, los místicos del XVI, la frase del Emperador en la archifamosa reunión italiana, incluso la evangelización de América o los Ejercicios de San Ignacio; pero...

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Todo esto es verdad. Es, además de verdad, extraordinariamente subyugador. Yo veo prefiguradas en esas palabras iniciales la verdadera historia íntima de los pueblos, la Historia que en estos momentos parece estar en descrédito, ahora que los historiadores se lanzan de preferencia por las interpretaciones económicas de la conducta humana, e incluso de la Literatura. (Hay ilustre profesor que piensa que los judíos fueron expulsados de España a fines del siglo XV por razones económicas: ahí tenemos un ejemplo de la falta de seriedad a que nos pueden llevar nuestras opiniones partidistas). Todo eso, digo, es verdad, pero la Historia no puede ser solamente una cosa, una sola cosa, de entre las muchas que el hombre hace. Al hablar de hombres no podemos reducirlos a simplistas esquemas, sino que conviene replantearse la situación de cada cosa, de cada sucedido, para ver cuál es el que más se repite y extraer de ello consecuencias estructurales, formales, que nos sirvan para algo más. Y las Glosas, como sujeto histórico, también nos dan ejemplar enseñanza.

Juramentos de Strasburgo

Es verdad que los textos francés e italiano son así, son lenguas que yo me atrevería a llamar de estadios superiores de la vida (y entra, naturalmente, la realidad económica que los historiadores actuales buscan). La gente que jura en Strasburgo los límites de las tierras del Rhin son gentes de salón, nobles, palatinos, gentes con el riñón bien cubierto, y está fuera de toda duda que pertenecen a la casta directora, son los que pueden repartir sobre el mapa sus heredades, sin contar para nada con los repartidos. Ahí está la realidad de una Historia secular, el eterno litigio, ese ir y venir de un lado a otro las tierras de Alsacia y de Lorena. Y las gentes que lo hablan y escriben son siempre aristócratas en el bueno y único sentido de la palabra, aunque pueda coincidir con el más usual. Una transformación fonética del   —125→   francés, incluso casual, puede hacerse general si ha sonado bien en los oídos cortesanos o si ha sido pronunciada por los labios de una amante del rey. La lengua se impone de arriba abajo, cortesanamente, ayudada por los gramáticos. En toda la larga historia, larga y brillante, de la lengua francesa, tan sólo un hecho evolutivo es obra del pueblo, de la comunidad, y para eso hay que llegar a la Revolución, a los años de la Restauración borbónica en el siglo XIX. Lengua, pues, superior, dirigida desde arriba por los socialmente mejores, y aceptada por los de abajo, por el predicamento intocable, mítico, que los de arriba ejercen.

Plácitos casineses

Algo parecido, incluso más extremista, ocurre en el italiano. Los Plácitos de Montecasino revelan el imperio de la Ley, de la mejor herencia romana: el Derecho, así, en abstracto. Se tiene un sentido reverencial de la legislación, lo que no excluye el uso de trampas. El hecho de las testificaciones de Capua lo demuestra. Pero esas personas son también de la tradición culta, son de salón, jueces, magistrados; incluso las palabras populares que suelta el labriego en el juicio están teñidas de leguleyismo, son acomodadas del ritual consagrado y acatado. Los jueces marcan una diferenciación entre su habla, saturada de latines, y la del labriego ignaro. La lengua literaria misma, por encima de las infinitas variedades dialectales, es un invento superior, el resultado de una laboriosa contienda entre el hombre, creador y artista, y la lengua común. Esa lengua se la han sacado de la manga, un buen día de la Florencia del XIV, tres hombres egregios: Dante, Petrarca y Bocaccio. Y esa lengua sigue pesando sobre todo nacido en la península italiana, una lengua exquisita, pulidísima, que sirve de fácil espejismo de coterraneidad, pero que, en realidad de verdad, no lo es. Tan fuerte es o ha sido su fuerza sugeridora, que acabó con las posibilidades literarias de otros dialectos,   —126→   con el veneciano, por ejemplo, o con el romano, vivo aún en el XVI, extinguido a pesar del enorme relumbrón de la corte pontificia. El halo cortesano del francés es aquí el deslumbramiento de la personalidad creadora, pero el primer impulso es muy parecido.

Las glosas, mística y picaresca

Vengamos ahora a nuestras Glosas y a nuestra habla castellana. Nos encontramos con una lengua hecha totalmente al revés que sus hermanas, el francés y el italiano. Es una lengua que no sabe de salones, que está hecha de abajo arriba. Se va imponiendo en su historia como la obra de todos, colectivamente, en quehacer común, el del pueblo, y al decir pueblo no quiero decir plebe, que es otra cosa, digo pueblo, la organización sociocultural en la que todos entramos, donde habita por igual el prelado, el noble de sangre, el artesano, el villano, el sometido, el delincuente, el santo... Una lengua que alcanza sus cimas expresivas sin otra ortopedia que el «escribo como hablo», que defendía Juan de Valdés, o el «buen gusto» de la Reina Católica. Una lengua como la vida misma, en tumultuoso devenir, dejando a cada paso su huella imborrable.

Este anónimo glosador es un monje que probablemente no tiene el castellano como lengua materna. Desliza voces de claro aire aragonés, con las oclusivas sordas sin sonorizar; no está muy seguro todavía en lo que a las vocales finales se refiere. Su peso latinizante le hace respetar siempre la «f» inicial latina, pero es muy probable que le llamara, y mucho, la atención el que muchos hablantes no la pronunciaran, y quizá eso fuese ya para él un testimonio de vulgarismo intolerable; tiene las formas arcaicas del artículo y diptonga algunas formas del verbo ser (que ya aparece invadido por sedere), como solían hacer los mozárabes en muchos sitios... Ha dejado escapar entre sus Glosas algunas en vasco, y en   —127→   un vasco algo dificilillo, que participa de caracteres de varias variantes de esta lengua. En fin, se tiene la impresión de estar oyendo a un mozárabe que se empeña en adiestrarse en un latín olvidado.

Es un poco maestrillo, por otra parte, que necesita, por alguna razón, allanarse dificultades en el texto fuente. Este monje emilianense, que no pudo nunca calcular qué flaco servicio nos hacía al tener que estar desentrañándole, me produce la impresión de un estudiante actual, que va a los exámenes con alguna minúscula, inocente trampa, donde van escritas las contestaciones a las temidas preguntas, la resolución a las fórmulas de los horripilantes problemas. ¿Que no sabemos traducir Et ecce repente? Pues escribo entre líneas lueco; ese luego que significa «inmediatamente», como lo significó hasta la lengua del XVIII, y como todavía se puede perseguir en América. ¿Que suscitavi es rarillo? Pues escribo al lado levantai y ya está resuelto. ¿Que pecuniam es confuso? Nada más fácil que poner al lado ganato.

En fin, si mirando las Glosas desde el punto de vista del contenido y el contexto hemos llegado a explicarnos los místicos, mirándolas desde el hecho mismo de hacerlas, nos encarrilamos hacia la picaresca. Qué le vamos a hacer. Y esto sí que es español, de veras español: un sentido integral de la existencia, una mezcla extraña y absurda de dignidad y satanismo, de bondad generosa y de roñosería inequívoca.

Y digamos, para concluir, que lo que el monje anónimo está haciendo no es otra cosa que escribir lo que habla. Palabra romance, familiar, o vasca aún más familiar y limitada, igual que, andando el tiempo, Santa Teresa recurrirá a tachar cualquier voz que le parezca seria o erudita para sustituirla por otra del mercado o de la conversación, incluso por un regionalismo agresivo. Así va penetrando en nuestros mejores hitos esa voz de la calle, la del que canta en la esquina, la que resuelve, rapidez y buena intención, los problemas del desvivirse cotidiano. Eso son las Glosas, nada más, nada menos.

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Palabras que congregan

Sin embargo, no debemos hacer generalizaciones peligrosas. Se han podido perder muchos documentos que alterarían esta visión con que la Filología románica nos ha venido atrayendo a sus filas. Han podido ocurrir tantas y tantas cosas... No olvidemos que estamos en 950, que aquí, en esta tierra, no hay ni siquiera españoles, que la palabra español es un provenzalismo, que los que aquí habitan son gentes en una constante lucha religiosa, enajenada, enloquecida. Para un europeo, lo que hay en la Península Ibérica, en la vieja Hispania, son gentes de tres tipos... Cristianos, moros y judíos.

Esas tres palabras no añaden al hombre una connotación terruñera o geográfica, sino que aluden a una peculiar manera de resolverse los problemas de esta vida y de la otra. Y aquí sí que las Glosas, con su papel de aclaración de unos textos piadosos, cumplen con un papel muy del tiempo. Los españoles hemos sido, de entre todos los pueblos modernos, los únicos que hemos confundido, a veces muy peligrosamente, las fronteras de la vida política con las fronteras de la creencia. De ahí también que este monje anónimo de San Millán, que hoy recordamos, tenga todavía la fuerza necesaria para congregarnos, para hacernos ir una vez y otra a rebuscar en las palabrejas sueltas que intercaló sobre un texto ya entonces venerable. Lo que no pudo prever cuando escribía cuidadosamente, seguro, seguro, muy despacito, y paseando la lengua de extremo a extremo de los labios, para que saliera bien su grafía, lo que no pudo prever, repito, fue esta formidable descendencia que, en voz, en letra, en aliento, ha vivido el español, en aquella lengua de su pequeña trampa de latinista mediocre: una literatura incomparable, que participa, no podía ser menos, de lo que tienen otras, es decir, de lo que acarrea consigo el hecho de ser hombre.

La Real Academia Española, que ha tenido el acuerdo de designarme para representarla aquí, no podía estar   —129→   ausente en este acto, en el que se recuerda el primer balbuceo, a mil años vista, de la lengua cuya custodia le está encomendada.




ArribaAbajoSe habla mucho del idioma

En cuanto un purista se acerca a la lengua, con sus problemas actuales, especialmente los que se derivan de la pertinaz interferencia de otras lenguas, inmediatamente comienzan los tonos elegíacos, las profecías amenazadoras. Se habla de escisión y de ruina, de vasallaje, de pérdida de una tradición valiosísima. Sí, hay de todo eso en la presente coyuntura, pero conviene poner en claro previamente muchas cuestiones.

Por todas partes es muy perceptible que se tiende a una integración en unidades superiores. Me atrevería a decir que uno de los rasgos de esta sociedad contradictoria, opulenta y esclava a la vez de sus brillantes logros, es el afán de hablar de grandes estructuras supranacionales (en la economía, en la política, en los medios culturales). Por todas partes surge grandioso este juego de macroestructuras. Es reconocible incluso en los discursos de propagandas políticas aún teñidas de paternalismos. Y detrás de esto se adivina la uniformidad seriada de un estilo de vida que nos hace parecernos extrañamente, sin las acusadas y a veces hostiles diferencias de antaño, de aún no hace, por ejemplo, medio siglo. Para muchos humanos, estas situaciones se desarrollan en un ambiente conflictivo, por lo menos en sus inicios y hasta lograr su madurez. En ese clima de lucha, de esfuerzos por imponer una supremacía, es indudable que uno de los componentes, el más fuerte, será el que lleve la voz cantante. Y lo será el país o la sociedad que, dentro de los reunidos, logre arrastrar a los demás por el prestigio que fuere, su cultura, su potencial económico, su desarrollo material, cualquier otro motivo que le haga estar a la cabeza de la nueva agrupación. Y aquí hemos llegado a la cima de   —130→   nuestras cuestiones: esa comunidad, dirigida, quiérase o no, por uno de sus miembros, necesitará de una lengua, un medio de comunicación inconfundible, eficaz y aceptado por todos y que, a la fuerza, ha de responder ceñidamente a las también nuevas necesidades y urgencias de la naciente comunidad social.

En esta orilla del mundo que llamamos civilización occidental (cosa que, la verdad, cada vez se va entendiendo menos, a pesar de su rancio peso proselitista) son tres las lenguas que aspiran a ejercer, por diversas razones, la dirección de estas comunidades o a ser vehículo de una comunicación de grandes proporciones: el inglés, el francés y el español. Constantemente, dentro de las fronteras de estas lenguas, asistimos a la tenaz exhibición de sus millones de habitantes, de su pasado literario, de su ámbito geográfico, oímos una vez y otra la pueril discusión sobre el número de voces que caben en sus diccionarios, etc. Argumentos adobados con no poco lirismo y con efectista suficiencia y, sobre todo, con no disimulado desprecio de las unas hacia las otras. Que si Lope es mejor o peor que Shakespeare, que si Racine o Descartes, que si los místicos españoles están mandados retirar, que si Cervantes era o dejaba de ser... Alejandrinas discusiones que no pasan de circunstanciales ejercicios de retórica verbal, orillada de concienzuda ignorancia. Todos esos valores existen y no deben suponer jamás un menosprecio para los de una lengua ajena, sino que se debe ensalzar la particular aportación al acervo general y, en especial, la circunstancia histórica en que se han producido. Ni el teatro español es inferior a ningún otro, ni los místicos son desdeñables porque sí, ni el teatro francés ha sido tan tedioso y engolado como muchos quieren. Han sido así, y qué le vamos a hacer. Y, siendo así, han satisfecho las apetencias de una sociedad que se reconocía en ellos y veía así compartidas y disculpadas sus ilusiones y aliviados sus desencantos.

Y ahora, esas actitudes, ¿pueden satisfacer la problemática que se nos viene encima? La contestación es algo   —131→   difícil y no pasaría, de hacerla tajante y repentina, de ser palabrería. Entristece un poco ver que, en el ámbito hispánico, todo se reduce a hacer oral proclamación de calidad, reconocimiento más o menos gritón de algo que ya hace mucho que fue reconocido, vistiéndolo hoy, arropándolo de momentáneas razones políticas. Se lucha porque el español pase a ser lengua oficial en congresos y reuniones internacionales del más alto rango; sí, está muy bien, pero ¿para decir qué? Tal deseo, ¿tiene que ver con las capacidades de comunicación de nuestra lengua? ¿Estamos seguros? ¿No será más bien el deseo de no perder del todo situaciones anteriores que fueron conquistadas por el acendrado prestigio de una presencia política directora, por el indiscutido peso de un trabajo y una creación artística que no son los que ahora dominan? Y si es así, toda esta lucha por seguir sonando en las nuevas estructuras, ¿no será un canto de nostalgias bastante aguadas? Mirémoslo con cuidado, que quizá nos pongamos de acuerdo. Todo lo más es una simple cuestión práctica, que tiene su meta en sí misma, y quizá se justifica por una sencilla comodidad. En el mejor de los casos, no representa más que una mínima vertiente del problema: la lucha por el poder, el mando, la dirección en estas nuevas sociedades en proceso de amplísima fusión.

No, no se trata de un recreo emocionalmente encarado. A pesar de nuestra riquísima tradición (ignorada, con frecuencia redondamente, por los que claman por la presencia del español en el concierto internacional de hoy), nuestra lengua, en el tipo de sociedad hacia la que vamos o, mejor dicho, en la que ya estamos, no crea (bueno, no nos enfademos: apenas crea). Nuestra lengua es, entre las románicas, la de mayor herencia humanista y literaria. Pero, en lo que se refiere a la lengua científica, nuestra tradición es mínima. Hoy, la aportación científica en español no puede ser divulgada en español, sino que necesita, inmediatamente, de un rodrigón en inglés. El investigador se encuentra constantemente sometido a la cuesta arriba de una comunicación que no puede hacer   —132→   desde su lengua materna, necesita de unas muletas porque se ha quedado atrás. Esto provoca la natural introducción de anglicismos. Con las cosas advenedizas llegan las voces de la colectividad que les ha dado vida, que las pone en marcha, las propaga y mitifica. Así, nos van entrando tantas y tantas voces que no figuran en nuestros diccionarios, que colman el léxico críptico de los especialistas (biólogos, físicos, ingenieros, economistas). Ante el aluvión de estas voces, claman y claman los puristas, los amantes de una tradición añeja. En nuestro dominio lingüístico las academias nacionales han comenzado, después de tomar conciencia del peligro de invasión, una especie de defensa dirigida, a base de comisiones de vocabulario técnico, que, en algunas academias (Madrid, Bogotá, Buenos Aires) funcionan con empeño y de acuerdo con las tareas análogas de las instituciones meramente técnicas, ya no literarias. Estas comisiones proponen el término español capaz de sustituir al inglés o su castellanización más correcta (sancionada finalmente por la Academia Española), pero la mayor parte de las veces llegan tarde. La Real Academia Española parte del principio, secular en su estructura, de consagrar lo que el uso pone a sus puertas ya maduro. Y ahora el problema ha de encararse de otra forma: todo va mucho más de prisa de lo que ha ido hasta hoy, y la novedad, unida a la movilidad de la moda y de lo llamativo, lanza sobre el mapa idiomático el neologismo, a veces hiriente, con una gran facilidad. Se trata de un problema que no es meramente lingüístico (lo que sí sería soluble por unas academias en vilo o alerta), sino de algo más profundo, que debe considerarse manifestación de la sorda pelea por la supremacía política o económica, fenómeno que va paralelo a la cultura de las masas y a un estilo de vida bien visible ya en toda la redondez de la Tierra.

De ahí la penosa impresión del purista al verse derrotado, es decir, al sentirse inferior en algo tan inalienable y querido como su propio hablar. Pena y lamentos   —133→   que se recrudecen alarmadísimos ante la inconsciencia general de los no educados en su lengua, que aceptan alegremente lo que les llega, convencidos, de añadidura, de que se ennoblecen al emplear frívolamente lo extranjero. De otra manera: el purista llora por una cultura que ya no está vigente y el irresponsable adaptador mecánico (y por qué no decirlo: cursi, desteñidamente cursi) se engalana de cultura ajena para disfrazar la falta de educación profunda. A unos y a otros habría, sin más, que encarrilarlos por un amoroso y constante quehacer en pro de un idioma henchido de futuro.

Es verdad que la lengua española no está amenazada, pero sí acosada. ¿Cómo luchar contra esta penetración, contra esta forma subrepticia de colonialismo?

* * *

Visto el problema desde la calle, con una mirada poco exigente desde el punto de vista filológico, resalta en seguida un carácter muy típico de estas luchas por el prestigio, por la permanencia de una lengua en el lugar que parece querer arrebatarle otra: nace el prejuicio lamentoso de creer que una lengua sea inferior a otra. En este sentido, los franceses, orgullosos de su lengua (y reconozcámoslo, no sin razones) no han querido o no quieren reconocer que en toda lengua se pueden presentar lagunas, vacíos para actividades humanas (recordemos la escasa tradición técnica del español, y creo que a nadie con la cabeza sobre los hombros se le ocurrirá pensar que es inferior por eso la lengua de La Celestina, del Lazarillo o de Ortega, por citar un poco a salto de mata), actividades que no han figurado entre las preocupaciones o quehaceres de sus hablantes. Y, naturalmente, la lengua se ve obligada a tomar prestado de otra lo que necesita conocer, amar o convivir. Y no es que sea la lengua extraña la más poderosa, sino, simplemente, la que, en ese momento de la convivencia histórica, posee una mayor creatividad en determinados campos. Tácitamente,   —134→   se reconoce su superioridad en ese instante y en esa cuestión, lo que no puede considerarse, ni mucho menos, una situación de oprobioso vasallaje. Lo importante sería embarcarse en el torbellino de los hallazgos y añadirle notas nuevas en la lengua propia, y dejarse de hablar, de una vez y para siempre, de imperialismo, como se suele hacer en determinados lugares.

Los hispanohablantes han reaccionado ante la avalancha de anglicismos, poniendo en marcha, ya lo recordamos antes, sus comisiones de vocabulario técnico, es decir, han interpretado el hecho como un suceso asépticamente lingüístico. Quizá ha sido una prueba más de la hondura de sus calidades innatas, la del español, lengua que, desde la vertiente de lo técnico, no ha sido víctima de preocupaciones excesivas. ¿Que hay muchos anglicismos raros, deformantes? Vamos a sentarnos ante una mesa, discutir, sopesarlos, estudiar nuestra tradición y ver qué hacemos luego con esa mercancía. En la mayor parte de los casos no habrá voz patrimonial con que sustituir la nueva, pero los académicos se sentirán muy satisfechos de haber hecho tantas y cuántas exploraciones por una lengua espléndida, y acabarán reconociendo lo nuevo, sometiéndolo pacientemente a su fonética, a su sintaxis, a sus peculiares rasgos. No otra cosa pasó con la enorme entrada de galicismos por el camino de las peregrinaciones a Santiago, en la Edad Media, o con los numerosos del siglo XVIII. Una soterrada ley los acomoda y hermana con lo nativo, y pasado algún tiempo, tan de casa como el que más. En Francia, en cambio, ha sido muy diferente la actitud. Ha sido el Estado todopoderoso quien ha decidido que su lengua está en condiciones de bautizar perfectamente lo que llega de fuera, y por medio de leyes especiales, recuerda a sus súbditos el empleo de determinadas palabras y se escalofría ante el uso indiscriminado de las foráneas. Una lengua como la francesa, hecha de arriba a abajo, con el visto bueno de gramáticos y palaciegos, ha dado un paso más en esa trayectoria y ha dictaminado, desde las más altas instancias   —135→   de la nación, cuál ha de ser la reacción ante el extranjerismo que se cuela por casa en forma de palabra inglesa. Unas comisiones de terminología tienen la obligación de destacar cuáles son las zonas pobres del francés, y de decir cuáles han de ser las palabras patrimoniales que se hayan de emplear ante las realidades nuevas: Sí crédit-bail, no leasing; sí noyau, no hardcore; sí minimarge, no discount-house; sí revelance, no royalty; etcétera. Para la normal ciencia lingüística del francés medio, educado en el amor a su lengua, la medida se acata sin vacilaciones. Para espectadores ajenos, se trata de un rasgo de imperialismo. La lengua que ha cesado de ser la directora (como lo fue en la diplomacia, en la política, en tantas y tantas manifestaciones de la vida artística e intelectual) no quiere considerarse inferior en provincia alguna del habla. Pero lo cierto es que coloquios, reuniones, disposiciones del mayor rango, cuidan oficialmente de la lengua francesa, para protegerla del anglicismo imperante.

¿Sería concebible entre nosotros una estrategia así? Mucho me temo que no. Una medida de este alcance revela un temor ante lo que se avecina y un resto de soberbia lícita. Existe, además, una línea fronteriza confusa, donde los límites de la soberanía, de la conciencia nacional, se entremezclan apasionadamente con los de una cultura. Y es un hecho fuera de toda discusión que, en las sociedades modernas, las colectividades invadidas por una cultura diferente, por una economía ajena, incluso por algo tan aparentemente inofensivo como unas modas pasajeras (en el comer, en el vestir, en el divertirse o en las maneras de henchir el ocio) tienen que ser también agredidas en su conciencia lingüística. Entre nosotros, parece que una de las cosas más vigentes es el desconocimiento de la propia lengua. Y eso que se nos plantean problemas de extraordinaria dimensión y de enorme trascendencia, debidos al gigantesco espacio geográfico donde el español se asienta, y a la diversidad de situaciones conflictivas que, por esa misma razón, nos asaltan.   —136→   Todo esfuerzo que se haga por mantener la unidad de la lengua debe ser fervorosamente acogido y ayudado. (Habría que prescindir de actitudes líricas, puristas o tradicionalistas.) Una postura como la francesa sería en el mundo hispánico una medida dictatorial, calificada con adjetivos denigrantes. No podemos aspirar más que a una política de colaboración y entendimiento, tendente a unificar las soluciones ante los problemas múltiples. Y a fomentar en los hispanohablantes, dirigentes y dirigidos, la conciencia de su habla como valioso vehículo de una cultura, que no es sólo manifestación de dominio, económico o político, sino algo más profundo y duradero. No son leyes especiales, con su trompetería de preámbulos, promulgaciones, articulado, sanciones, etc., las que armonizan la conciencia defensiva de un hablante, sino simplemente, la superioridad interior del mensaje, superioridad que se conquista minuto a minuto con el trabajo consciente y la apasionada actitud ante el idioma. Pasión y serenidad sabias, no asociadas a circunstancia alguna. Una lengua que se añade voluntariamente a una circunstancia humana, política o económica, se está encadenando a algo caduco, perecedero, transitorio. Puede fácilmente encontrarse un día vacía, sin saber a dónde mirar, cubierta y recubierta de fórmulas muertas. Y tampoco se debe mirar con hostilidad lo que traiga lo nuevo, sino procurar adaptarlo a lo tradicional. Un renacimiento es, siempre, una fecundación de lo nacional y autóctono por lo extranjero.

Por ahora, la amenaza no es tan grave desde fuera como desde dentro. Domina una total falta de gravedad ante el idioma. No voy a hacer un catálogo de disparates o chocarrerías, que no haría más que hacerme pasar por algo diametralmente opuesto a lo que verdaderamente soy: un fervoroso partidario de la sana evolución lingüística. Pero... es fundamental crear la conciencia colectiva de que hablamos con muchísimos más, que no es nuestro horizonte un aldeano y cabañero charloteo, y que nuestro descuido puede llevarnos a serias escisiones   —137→   en la gran comunidad hisponoparlante. ¿Leyes, sanciones exigencias oficiales? Hace escasas horas, la publicación oficial del Estado recoge algo que, por el lugar de su aparición, no debería ser una alegre fiestecilla pasajera. Allí se habla reiteradamente de singles de longplays, de cassettes... Ni siquiera se les ha ocurrido traducirlas, o plantearse el problema, o comprobar si alguna estaba ya adaptada, hispanizada (ocurre con casete, que se hermanó con carrete, volquete, etc.). Estaba publicada su oficialidad. ¿Sanciones? En Francia, como todo en su lengua, la sanción vendría de arriba a abajo. Aquí, como todo en nuestra Historia, de abajo a arriba. ¿No sería excesivamente subversiva la sanción, o por lo menos, el procedimiento? Es urgente actuar contra esta dejadez casi delictiva, campo abonado para cualquier tipo de infiltraciones anómalas. Nada de medidas puristas o coercitivas, sino clara conciencia de una actitud plástica, de intercambio de mutuos valores y mutuos respetos, en la que debe sobrenadar la necesidad de mantener la lengua española en trance de creatividad constante, lo que será la mejor prueba de su buena salud. Sin necesidad de calcar las aguerridas (y tan nobles) medidas francesas, algo podríamos aprender de ellas, digo yo...





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ArribaAbajoII. La Real Academia Española

Una preocupación que no debe abandonarnos nunca a los hispanohablantes es, sin duda, la de la pureza y expresividad de nuestra lengua, la gran herencia común. Hoy habla el español una colectividad de más de doscientos millones de personas. Y todos nos entendemos, todos podemos, en cualquier momento, establecer una estrecha comunicación de voluntad o de sentimiento. Eso se lo debemos al idioma. Pero, en tanta y tan variada geografía donde se habla español, y con tan larga memoria ya, es natural que surjan, aca y allá, algunas variaciones, disidencias, modas, actitudes diferentes ante el hecho lingüístico. ¿Cómo compaginarlas para que el idioma siga constituyendo el nexo espiritual más fuerte? He ahí súbitamente, la necesidad de una codificación, de una supervisión consciente. Eso es la tarea de la Real Academia Española y de las Academias hispanoamericanas.

Hoy todos utilizamos, sin ninguna vacilación, la palabra adoquín, «piedra labrada en cierta forma de prisma para el pavimento y otros usos». La palabra era ya usada en el período clásico, aunque no fueran exactamente iguales los adoquines a lo que hoy nos imaginamos al decirlo. Pues bien, adoquín no figura en el primer Diccionario, sino que no es recogida hasta 1770, es decir, cuando la   —140→   voz ha comenzado a extenderse con el valor que hoy tiene. Nos lo demuestra su uso en las Ordenanzas de Madrid, de Teodoro de Ardemans, ilustre arquitecto urbanista (1719). Y así llega a nosotros. Es evidente que el trabajo de poner las piedras en el suelo ordenadamente, etc., se llamó adoquinado («acción y efecto de adoquinar»). Así aparece en textos muy diferentes: en las Lecciones de arquitectura, de Portuondo, en 1877, y en Pequeñeces del Padre Coloma (1891). Pues bien, no es recogido por el Diccionario hasta 1899. Los académicos obraban cautelosos, sí, pero seguros. La cautela llega a hacer que no aparezca todavía la acepción figurada de adoquín «hombre necio, testarudo, torpe, ignorante», que se viene empleando normalmente desde mediado el siglo XIX (mucho en el género chico; también en América). Figurará en la próxima edición, ya que la Academia decidió su aceptación en 1960. Es de esperar que también entre el valor «caramelo de gran tamaño», usual en algunas comarcas españolas y en general en el habla popular.

Otras ocasiones, al surgir un trabajo nuevo, la voz necesaria se busca en algo análogo, que tuvo el prestigio suficiente para designar una forma de vida. Así, azafata, que todos usamos hoy normalmente unida al avión, fue antes una doncella o camarera escogida, que se encargaba de las ropas y joyas de la reina. La voz ha surgido nuevamente para designar, sin duda con mucho acierto, a las agradables muchachas que trabajan en los aviones.

Todas estas palabras han tenido un uso cuajado de vacilaciones, imprecisiones, hasta que han adquirido el beneplácito del uso y del consenso. Es entonces cuando la Academia madrileña interviene para darles carta oficial de ciudadanía, incluyéndolas en el Diccionario usual. Esa inclusión lleva un proceso bastante sosegado y consciente. Tanto para estas palabras como para otra cualquiera que esté llamando a las puertas del Diccionario, la Academia tiene previstos unos cauces bastante eficaces y acertados.

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Lo primero es comprobar que efectivamente existe tal palabra en uso. Se buscan todos los testimonios posibles de ello, escritos u orales, traídos a la Academia por los académicos de número o por los correspondientes, quizá también por personas o instituciones que tropiezan con problemas lingüísticos (profesores, escritores, redacciones de periódicos, etc.) y se examina cuidadosamente el posible origen o etimología de la voz. Si se trata de un extranjerismo, la Academia procura buscar si en la tradición hispánica existe palabra que pueda representar adecuadamente el contenido de la voz nueva, etc. Se discute ampliamente las posibilidades de existencia o de matices que esa palabra pueda conllevar, etc. (A veces, de las discusiones salen otras varias palabras, olvidadas, o insuficientemente explicadas en el Diccionario), y, finalmente, después de un período de un mes largo para que se medite sobre su aceptación o su rechazo, y después de haber pasado por una comisión especial, en la que figuran los filólogos más destacados con que cuenta la Academia, esa voz es admitida definitivamente, o rechazada, bien mandándola a cuarentena, a ver qué giro toma su uso, bien condenándola. De todos modos, esa condena, en contra de lo que mucha gente ingenua cree, no es rotunda y total, ya que, si hay algún testimonio de su uso, la palabreja en cuestión, que no entrará en el Diccionario usual, sí entrará en el monumental Diccionario histórico de la Lengua española, que ha de ser testigo de la presencia de multitud de hechos léxicos que no han pasado a la lengua general.

Lo que quizá no puede sospechar el medio ambiente, poco informado, y dado en general a la broma y al chiste fácil, es que la Academia trabaje infatigablemente en innumerables casos como el que acabo de decir. No hay que olvidar que los académicos son, todos, otra cosa, la que es su ocupación o profesión (un académico no es un ente de ficción, ni muchísimo menos), y a la que han de dedicar sus horas más densas. Y sin embargo los académicos se enfrentan constantemente con largas listas de   —142→   palabras que pretenden entrar en el Diccionario. Miles y miles de palabras son estudiadas anualmente. La Academia celebra sus sesiones los jueves por la tarde, durante todo el año. A fin de tener un mínimo de vacaciones y de no perder los jueves en los que haya que guardar fiesta, los tales jueves sin sesión se recuperan en otro día de la semana. Y, por añadidura, en lo que al Diccionario se refiere, se celebran otras sesiones suplementarias, dos veces semanales, por la llamada Comisión de Diccionarios, que se encarga de preparar y analizar las condiciones de vida, buena o mala salud, origen, expansión, etc., de cada una de las palabras estudiadas. En eso consiste la realidad del lema académico: «Limpia, fija y da esplendor».

La Real Academia Española tiene su sede en Madrid, en la calle de Felipe IV. Es un palacete neoclásico, con airoso frontón al frente. Ya es centenario. En ese edificio están las salas de juntas, la biblioteca y el Seminario de Lexicografía. En esa casa se trabaja puntualmente todas las tardes del año en la elaboración de las tareas académicas. Como es natural, esas tareas han cambiado mucho desde la fundación de la Academia. La Academia como tal institución nació en 1713, bajo el reinado de Felipe V, el primer rey de la Casa de Borbón, quien pretendió así equiparar algunos aspectos de la vida española con la de Francia, su país de origen. Se la dotó de tantos sillones de número como letras tiene el alfabeto español. Hoy hay algunos más (se han repartido, en sucesivas transformaciones, en letras mayúsculas y minúsculas), y en la actualidad los sillones de los académicos de número son 36.30

Entre los argumentos fundamentales para justificar la creación de la Academia, figura el de redactar un Diccionario que pudiese demostrar la fortaleza y hermosura de la lengua. Si así se pensaba en 1726 (fecha en que empezó a publicarse el Diccionario de Autoridades), cuánto   —143→   más será necesario hoy en que el ámbito del quehacer humano ha ensanchado prodigiosamente su radio de acción, y en que, especialmente en el campo de las ciencias y de la técnica, nos entran tumultuosamente palabras y acepciones nuevas, que han de ser sometidas, como todas, a escrupuloso examen. La transformación del horizonte cultural ha colocado a la Academia en una necesidad de renovación radical. La lengua española posee una tradición humanística y literaria como no la tiene ninguna de las otras lenguas románicas, pero en el aspecto descarnadamente científico, no ocurre así. Además, en estos momentos, las lenguas sajonas son las que dan la pauta. Y necesitamos incorporarnos al nuevo clima con la mayor dignidad. La Academia, pues, tiene delante un trabajo agotador y verdaderamente extraordinario.

El laboreo académico se refleja en sus numerosas publicaciones. Unas muy conocidas del público y otras absolutamente ignoradas por el lector medio. Entre las más usadas y divulgadas figura en primer lugar, como era de esperar, el Diccionario usual. El Diccionario usual es el continuador del primer diccionario que publicó la Real Academia, el que llamamos de Autoridades, tarea verdaderamente colosal para su tiempo, de un aliento lexicográfico de primerísima categoría. Apareció en varios tomos, y todas las voces que se recogieron fueron atestiguadas por el uso en los grandes escritores, especialmente del período clásico. Como ese Diccionario se elaboró precisamente en la circunstancia en que la lengua clásica quedaba ya terminada, como si dijéramos, rotunda, el valor del Diccionario de Autoridades es inmenso: no podemos acercarnos a los textos del siglo XVI y XVII sin tenerle al lado. Es una guía certera e inexcusable. Los académicos, silenciosos, modestos, que llevaron abnegadamente a cabo tal tarea, merecen todo nuestro respeto y nuestra admiración. Ese Diccionario supuso un adelanto enorme, en materia de lexicografía, a la Europa de su tiempo. Un impulso así no lo ha reanudado la   —144→   Academia hasta hace muy poco, en que ha comenzado la publicación del ya citado Diccionario histórico.

Otra de las publicaciones más usadas de la Academia es su Gramática. Toda persona que hable español ha de tenerla próxima a su mano, para resolver dudas, problemas, insinuaciones, etc. La Gramática académica no es un libro de alta doctrina filológica, ni debe serlo, sino el auxiliar insustituible ante las dudas, y el orientador imprescindible para conocer la estructura del idioma. En estos momentos la Academia trabaja denodadamente para renovar su Gramática con arreglo a nuevas tendencias lingüísticas, de forma que, sin perder su aire de consejera eficaz, penetre, a la vez, en una nueva zona de conocimiento lingüístico.

Aparte de los Diccionarios y Gramáticas, Ortografías, etcétera, editadas por la Academia, la Institución publica asimismo otros libros de capital interés para la Historia de la Lengua española. Tal es su colección de ediciones facsímiles, en la que se van reproduciendo libros rarísimos, apenas conocidos, pero que suponen mucho en la evolución del español. Como la Academia no tiene fines lucrativos, estos libros, muchas veces joyas de artesanía editorial, suelen valer muy poco dinero.

Quizá en estos momentos la publicación más importante en que está empeñada la Real Academia Española es la edición de un Diccionario histórico de la lengua, tarea que avanza con gran dificultad y mayor empeño, para la que se han calculado treinta años de trabajo. Va publicada la mitad, aproximadamente, de la letra A. En esos volúmenes se recogen todas las voces de que se tiene noticia que hayan existido o existan en español, y se documenta su uso desde la primera aparición en la lengua hasta hoy. Se trata de una labor verdaderamente titánica, en la que se esfuerza un grupo de académicos seguido por un escogido y eficaz grupo de colaboradores.

Como ya se puede ir apreciando, nada más lejos del concepto vulgar que existe sobre el ser «académico».   —145→   Nada de un señor apoltronado, que fuma y dormita, firma copiosas cartas de recomendación, y que no habla más que de sus achaques de la edad. La Academia es un Centro de trabajo, quizá el de más responsabilidad entre todos los de nuestra habla, ya que, en cierta forma, depende de su vigilancia la unidad espiritual de la comunidad hispanohablante, lo que no es cosa de juego, ni parece que vaya a serlo. Las gentes que hablan español crecen en número de día a día, y el aliento de la literatura hispanoamericana ha puesto en primera línea a los novelistas del otro lado del mar. Y siempre, la voz de la Academia, o su consejo callado, están detrás de tanto y tan grande prodigio.

¿Cómo se hace un académico? Es un problema que suena y resuena, cada vez que hay una vacante en la Corporación, y sus ecos llenan la prensa diaria, y las opiniones se dividen, y hay «hinchas» de éste o de aquél. Lastimosamente, esos hinchas no suelen estar muy enterados de las necesidades de la Academia, ni de los (condición primera) méritos de los aspirantes. Antes de explicar cómo se fabrica un académico, yo me atrevería a aconsejar a la gente en general, que no tome partido ostensiblemente por nadie. La Academia no suele obrar con ligereza, y, a veces, se trata de candidatos cuya tarea (filólogos, biólogos, economistas, filósofos) no ha llegado al gran público, ni éste tiene patrones con qué juzgarla. Puede tratarse de una persona que, en un folletito de pocas páginas, haya subvertido el estado de una cuestión hasta entonces considerada inmutable. Y eso, la gente que discute en tertulias, paseos, cafés, etc., no tiene autoridad para juzgarlo. Hay en cambio personas que no paran de publicar, como si fueran niágaras de papel impreso. Y sin embargo, a nadie con mediana sensatez se le ocurriría llevarlas a la calle de Felipe IV. En fin... Prudencia, prudencia que suele ser cosa fructífera.

El ser académico es, en realidad, premio a una vida dedicada al trabajo y a la gloria de las letras españolas en cualquiera de sus manifestaciones. Tres académicos   —146→   de número presentan, en cierto plazo legal, la candidatura del nuevo nombre, para lo cual se tienen en cuenta las necesidades de la Academia y, en especial, el currículum del candidato. La Academia estudia parsimoniosamente, también dentro de otro plazo legal, esas candidaturas, y, llegado el fin del plazo, vota. Es necesario reunir cierto número de votos, sobradamente definitorios, para ser elegido. Una vez electo el nuevo académico, ha de leer su discurso de entrada, en solemne sesión pública, para ser considerado como tal académico y poder participar en las tareas de la Academia. Ese discurso, que suele leerse en una tarde de domingo, se edita a expensas del nuevo académico, y ha sido en ocasiones un trabajo fundamental en la investigación literaria. Recordaré solamente uno: el de don Miguel Asín Palacios, el gran patriarca del arabismo español, sobre la Escatología musulmana en la Divina Comedia. Después de ese discurso, leído en la casa madrileña el día 26 de enero de 1919, todo el conocimiento de Dante ha cambiado de signo. Como éste, podríamos citar otros muchos.

Como es natural, por la Academia han pasado las más destacadas figuras de las letras españolas. Leer el índice de sus nombres es leer la mejor Historia de España. Es verdad que siempre ha habido personas egregias al margen, que no fueron académicos. Pero no es por razones tenebrosas, sino, modestamente, por razones de reglamento. Hubo una época en que era forzoso residir en Madrid para pertenecer a la Academia. Por eso quizá no lo fue Clarín, por eso tardó tanto en serlo Miguel de Unamuno. Y por eso hubo que hacer una leve trampa administrativa para que lo fuera José María de Pereda. Hoy esa condición no existe, y hay varios académicos que residen en provincias. Como criterio heredado de otros tiempos, la Academia no aceptaba a gentes de conducta un tanto fuera de lo normal (la Academia es una institución humana, histórica, y, por tanto, participa de las cualidades de la vida humana y de la circunstancia histórica, y pobre de ella si así no fuera),   —147→   y por eso quizá no entró Ramón del Valle Inclán, hombre al que le gustaba la vida ruidosa, estrafalaria, divorciado de su mujer en una España obsesa con los valores tradicionales de la familia. Pero eso no obsta para que la Academia haya admirado y siga admirando la tarea de ese escritor incomparable, e incluso ha habido académico posterior que dedicó su discurso de entrada a analizar, públicamente, la obra más escandalosa de Ramón del Valle Inclán. Otras veces, las ausencias se deben a voluntad del interesado, que prefería seguir disponiendo de su tiempo libremente, y no encadenarse a la disciplina académica, exigente y nada lucrativa.

Una de las críticas que, entre bromas y veras, suele oírse sobre la Academia es la de que allí no hay mujeres. Como es natural, las mujeres son las que más hablan de eso. Y se llegan a oír palabras como discriminación, odio, etc. Todo eso es cháchara inoperante. En la Academia no se practica discriminación alguna. Lo que ocurre simplemente es que el número de puestos es limitado, y que siempre, hasta ahora, ha habido un número bastante alto de personalidades varones que ha llenado ese hueco, y que no tenían equivalente ni rival femenino. No debemos sacar las cosas de quicio. Y ahora menos que nunca: Avanzamos hacia una cultura de tipo técnico. Pues bien, ¿dónde están las biólogas, las técnicas en sonido, las creadoras de ciencia en español? Y en el campo de las letras puras, ¿no hay todavía nombres eminentes que esperan su sitio en la Academia? Además, no se ha planteado nunca la cosa en serio, con todo rigor. Cuando esa ocasión se presente, la Academia, estoy seguro, considerará la candidatura de la forma más aséptica posible. Se enjuicia siempre una obra, nunca una persona determinada.

Pero, y volviendo a lo que nos atraía, hay que decir que las personalidades más destacadas de la vida nacional han pasado por la Academia. Académicos fueron, y solamente cito nombres muy recientes y conocidos de todos, Zorrilla, Castelar, Menéndez Pelayo, Echegaray,   —148→   Galdós, Pereda, Benavente, Unamuno, Pérez de Ayala, Azorín, Machado, Pío Baroja, Gregorio Marañón... La lista sería interminable, y arriesgado el dejar de citar algún nombre importante. Pero el que no puede dejar de citarse es el de don Ramón Menéndez Pidal, el creador de la escuela filológica española, gran patriarca de nuestras letras, muerto en noviembre de 1968. Menéndez Pidal fue Director de la corporación entre 1925 y 1936, y luego desde 1947 hasta su muerte. La dirección de Menéndez Pidal es probablemente la causa del enorme prestigio que la Academia disfruta en el mundo entero de las letras y de la investigación literaria.

Bajo la dirección de Menéndez Pidal se creó la Asociación de Academias de la Lengua Española. No debemos olvidar que en esta tarea de hablar y escribir español no estamos solos los españoles: estamos, por el contrario, en franca minoría. Los países de los antiguos virreinatos ultramarinos hablan y escriben y sienten en español, y en todos ellos hay una academia de la lengua. Nacidas en el siglo XIX (alguna más moderna no altera nuestra exposición), son casi todas correspondientes de la Real Academia madrileña, y trabajan en estrecha colaboración con ella. La Asociación ha creado una Comisión permanente con residencia en Madrid, en la que figuran representantes, por turno, de las academias americanas. (El Secretario de esa comisión es actualmente don Luis Alfonso, académico argentino.31) Esa comisión estudia y encauza las propuestas de las academias americanas con solicitud e interés, lo que dará como resultado primero la inclusión en el Diccionario de numerosísimas voces americanas, con la natural indicación geográfica aclaratoria, y sobre todo mantiene vivos los nexos y los problemas, única forma de encarar el futuro con seguridad y acierto.

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Probablemente sería curioso decir aquí la historia de alguna voz americana que haya sido discutida por esta comisión. Sin embargo, es mucho más ilustrativo observar la próxima edición del Diccionario usual en la que figurará un suplemento de varios miles de palabras, en su mayoría americanas. La lengua ya no es patrimonio exclusivo de Castilla, sino que nos pertenece por igual a todos los que hablamos español. Y en esa área en la que se reparten ciudades gigantescas como México y Buenos Aires, forzosamente el meridiano del idioma ha de ser una línea quebrada que abarque esas grandes aglomeraciones humanas. Sin embargo, citaré un ejemplo para que se vea en qué consiste la tarea de la Comisión de Academias.

Por todas partes se va generalizando el uso (en barcos, en ferrocarriles) de recipientes de medidas fijas para llevar cargas. Como en tantas otras cosas de la técnica moderna, nos faltaba en español medio la palabra oportuna. El inglés container era lo que se iba poniendo en marcha a la vez que la cosa. Pues bien, esfuerzos aunados, opiniones compartidas, etc., después de numerosas consultas (centenares de cartas de aquí para allá, con pareceres razonados) han decidido que lo mejor es llamar a ese artefacto contenedor, y así se ha propuesto. Falta ahora solamente que el uso lo vaya generalizando, para lo cual serán muy útiles el periódico, la radio y la televisión. Habrá, pues puerto de contenedores, tren o barco de contenedores, etc. Y se olvidará la fea palabra extraña container (o tanque, o furgón, y otras parecidas con que el sentido vital de la lengua había ido intentando designar el nuevo artefacto). La unidad de la lengua queda así protegida, escudada, en la opinión y el esfuerzo de unas cuantas personas responsables y apasionadas en su trabajo. Lo mismo cabe decir con las necesidades de las versiones de los textos litúrgicos, ahora que van a ser dichos en la lengua vernácula, etc., etc.

Toda persona interesada de verdad en problemas del idioma tiene un poco la obligación de colaborar con tan   —150→   enorme trabajo. Puede mandar sus fichas a la Academia y puede sobre todo acudir a los concursos que la Academia convoca periódicamente, y en los que suele pedirse el vocabulario de una técnica, de un oficio, de un escritor, etc. Son de gran variedad. Esas fichas pasan inmediatamente a engrosar el caudaloso, el casi fantasmagórico fichero académico (pasa ya de los nueve millones) y deja constancia de algo que han dicho labios españoles alguna vez. Se trata del mejor tesoro de nuestra tradición y de nuestra existencia como colectividad. Para esto, no hace falta ser un consumado especialista, sino que basta con ser un discreto observador, y repetir fielmente lo observado. Viejas palabras perderán así su sello de arcaísmo, si sabemos que aún se usan; algunos dialectalismos pueden pasar a la lengua general; podemos saber nuevos valores de palabras antiguas, etc. Si la Academia recibe y escucha amablemente consultas que pueden ser resueltas con una simple y cortísima lectura del Diccionario o de la Gramática, ¿cómo no va a aceptar complacida un enriquecimiento de sus materiales? Esos materiales pueden servir para aclarar una etimología, para resolver un problema ortográfico o de localización geográfica, etc., etc. No se olvide que la Academia es consultada desde muy diversos sitios y por muy diversas gentes. Y siempre sobre el español, es decir, sobre lo que es de todos, no sobre caprichos personales o circunstanciales.

Creo que después de estas líneas el lector medio no seguirá lanzando bromas inocuas sobre la vida académica. El trabajo de la Corporación es inmenso y a todos nos toca de cerca. Vigila nuestra lengua, lo que nos hace ser lo que somos en el mundo. Todo hispanohablante debe tener conciencia clara de que en unas salas de la calle de Felipe IV, un grupo de hombres pacientes, abnegados, laboran por su mejor rasgo espiritual, la lengua de Machado, la de Cervantes, la de nuestras necesidades cotidianas.

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ArribaAbajoCongreso en Lima

Terminadas las tareas del Congreso, ha llegado el momento de la dispersión. En mi condición de presidente de la Comisión Permanente de la Asociación de Academias de la Lengua Española he de decirles unas breves palabras de despedida, el «hasta luego» ritual a que el constante asedio de los problemas de la Asociación nos somete. Nos diremos, pues, hasta luego. Hasta luego, porque será muy corta la pausa en nuestro trato. Dentro de pocas horas comenzarán de nuevo las comunicaciones, las consultas, los envíos de una a otra Academia, es decir, se reanudará la constante relación que nuestra Comisión representa y que, a pesar de su complejidad y agobio, nos llena de una sana, profunda satisfacción.

Desde que supe la necesidad de dirigirme al Congreso en esta ocasión he estado rumiando lo que podría ser el contenido de mis palabras. Lo primero que en estos casos debe hacerse es manifestar la gratitud a la Academia invitante por su generosa y cordial hospitalidad. Creo que no falto a la verdad si la proclamo en nombre de todos los asistentes, y así se la expreso a don José Jiménez Borja, presidente del Congreso y director de la Academia Peruana de la Lengua, como cabeza visible de tantas y tantas manos solícitas que nos han atendido estos días. Le ruego que haga llegar nuestro agradecimiento, con el acento de verdad que la coincidencia entre fórmulas y realidades proporciona, a las autoridades y colegas peruanos que se han desvivido por hacernos gratos estos días de Lima. A todos. Y una vez cumplida esta tarea, queda hacer el recuento de nuestros trabajos en el Congreso. No lo voy a hacer, sin embargo. Sería un vano machacar en hierro frío repetir aquí lo que ha pasado ante nuestros ojos y más aún ante la presencia de los que hemos sido sujetos históricos de la reunión. Las Actas del Congreso, cuya publicación anhelamos, serán el mejor testimonio de nuestras discusiones y tanteos. Deseo vivamente que todo cuanto hemos acordado se convierta en brillo creciente   —152→   para esta lengua nuestra, nuestro grande y común tesoro, y sea fértil llamada para sucesivos encuentros. Ha habido, en estas discusiones, pasajeras preocupaciones, satisfacciones no disimuladas, desazones, inocentes altercados por cuestiones aparentemente insignificantes... Un Congreso suele ser, en pocas horas, una reducción apretada de la vida, con su escolta cimbreante de síes y de noes, de pros y de contras. Gozo máximo es, al llegar al final, mirar esa tempestad en un vaso de agua como manifestaciones de una pelea familiar (en este caso la gran familia hispanohablante), donde todas las discrepancias, olvidándose de su eventual animosidad, se alían, súbitas, en pro de la común meta de felicidad y convivencia. Un Congreso sobre problemas de nuestra lengua es, queramos o no, un desfile de problemas de familia, que sabemos previamente se resolverá en limpia claridad.

Mis palabras, al llegar a esta despedida, habrán de ser breves, ya que todos estamos con el hormiguillo del viaje a cuestas, la desazón de los últimos toques y retoques a la fluencia de estos días. Mis palabras, además, han de ser afectuosas, a fin de eliminar, con el reconocimiento del trabajo fructífero, la vana retórica que con facilidad suele acosarnos. Cualquiera de los presentes, que ya me conoce de sobra por los sucesivos Congresos en que hemos coincidido, sabe muy bien que una intervención mía no puede ser de otra manera. Breve, porque -¡ay!- se me acaba la cuerda muy pronto. Me gusta mucho más oír que hablar. Y han de ser a la fuerza palabras afectuosas: siempre es un placer impagable el encontrarse de nuevo con leales y añejos amigos, amigos de esos que, aunque no tengamos un trato directo continuado y la geografía nos imponga distancias y climas, nos sabemos ahí, al ladito, entregados a una preocupación de signo semejante y a una finalidad acordada. Ninguno de los que estamos aquí hoy nos sentimos, estoy seguro, ajenos, lejanos, en visita. Hemos cruzado tierras y estructuras diferentes, países diversos, y, al llegar, nos vemos anclados en algo profundo y sólido. Esto es posible por la lengua   —153→   común. Y cuando la razón de ese acercamiento es un importante acontecimiento de la historia de nuestra lengua, hemos de destacar imperiosamente cuánto de trascendencia encierra la convocatoria que hoy clausuramos.

Hace ya mucho tiempo que Rufino José Cuervo temió una disgregación de la unidad lingüística hispanoamericana. Detrás de él, filólogos de diferentes escuelas y de formaciones encontradas echaron también su cuarto a espadas sobre la posible diversificación del español americano, amenaza que consternaba a los lingüistas, que velan en ella una mundial y desmesurada calamidad. Muchas y de muy diverso alcance fueron las manifestaciones desplegadas a este propósito en los varios países hispanohablantes. Hubo que llegar a los tiempos maduros de la escuela de Menéndez Pidal para sentar la nueva actitud: la unidad de la lengua, férrea unidad espiritual bajo la que caben infinitas variantes locales, regionales o nacionales. El peligro que amenabaza y consternaba a nuestros abuelos, el que hacía sufrir a nuestros viejos casticistas un escalofrío de alarmado espanto, ha desaparecido.

Así nos hemos venido desenvolviendo durante unos cuantos años, en los que ha progresado ampliamente el conocimiento de las variedades múltiples del español, tanto en la Península como en América. Frente a una dialectología (y empleo la voz dialectología en un sentido quizá excesivamente lato) que se emperraba en encontrar diferencias, nos asomamos hoy a otra en la que observamos cómo cada diferencia es, en el fondo, una ligazón más. Frente a una dialectología apenas esbozada en los años treinta y apenas presentida por Cuervo, hemos pasado a un estado de información, si no total y amplísimo (en estos casos nunca se alcanza la meta deseada, sobre todo porque la lengua está siempre, gracias a Dios, en perpetua ebullición, y un trabajo o un punto de vista lingüístico envejecen muy deprisa), si no a una información total, repito, sí por lo menos a un estado de notoria familiaridad, y en ocasiones de amplio conocimiento. Han progresado extraordinariamente los centros   —154→   de trabajo y de investigación, se han emprendido o continuado obras capitales de la Lingüística hispánica, y hoy tenemos al alcance de la mano elementos de juicio abundantes, valiosos y fidedignos. Esto nos ha iluminado, aparte del estado vivo de la lengua y de su ambiente sociocultural, amplias zonas de su historia y de su evolución y de la realidad vital de que fue y es portadora. Pero, a la vez, ha despertado, con caracteres de extrema urgencia, la necesidad de ensanchar el horizonte del trabajo y la inaplazable premura con que hay que desprenderse de viejas concepciones, aún vigentes en muchos casos, y lanzarse por una metodología acorde, emparentada estrechamente en todos los países de habla hispánica y esgrimirla frente a una nueva circunstancia sociocultural.

Porque hemos de dar una importancia extraordinaria al estudio sociológico de la lengua. Ya no más una dialectología como la que hemos venido haciendo, convencidos casi de que el día anterior a nuestras pesquisas se habían marchado las legiones romanas, dejando el campo libre a nuestra investigación. Sí, eso hay que tenerlo en cuenta, y, en algunos casos, será inexcusable recurrir a la herencia latina directa. Pero en la nueva circunstancia, y muy especialmente en la Romania Nova, los soportes del arranque investigador han de ser otros. Sin perder de vista el remoto origen común, habrá que hundirse de rondón en el estudio de avatares socioculturales y antropológicos muy diferentes. Cada cultura tiene su idioma y cada fase evolutiva de esa cultura tiene sus variantes y sus debilidades, y sus fobias. Y sus aciertos. Los hispanohablantes somos propietarios de una lengua de extraordinario valor humanístico, literario, poético, etc. Pero de pobre ademán científico. Y las nuevas formas de la vida avanzan sobrecogedoramente aprisa por un sendero plagado de técnicas nuevas, casi milagrosas, descubrimientos científicos alucinantes. Y estas cosas se suelen hacer en lengua diferente de la nuestra. Estas técnicas, por añadidura, progresan y cambian día a día, me atrevería a decir   —155→   que de hora en hora, sufren un violento proceso de fulgor y de desgaste. La física actual, la bioquímica, la tecnología petrolífera, la televisión y el cine, la cirugía, la publicidad, la economía, la comunicación, la política, la astronáutica. Ahora, la fascinante informática, esa tortuosa amenaza de extinguirnos los secretos... Todo está sometido en nuestro mundo a una monumental edición crítica, sólo comparable, por su ambición y hondura, a la que afligió a la Humanidad renacentista. Y todo eso se está haciendo en lenguas que no responden a las cualidades de la lengua española ni, en general, de las lenguas románicas. Hemos de sacudir toda asechanza de modorra y estar dispuestos a revitalizar el idioma con lo nuevo.

Porque de cuanto nuevo venga de fuera, como fuerza fecundante, surgirá, estoy seguro, un renacimiento. No hay que temer invasiones perniciosas. La mejor solución es crear, crear, crear, procurar añadir algo a todo cuanto nos rodea. Y que ese algo recién estrenado se diga, se llame, se bautice en español. Para la enorme aventura y la formidable conflictividad que caracterizan el momento actual, es claro que, aisladamente, si nos obcecamos en un pueril taifismo, no hacemos otra cosa que ofrecer flancos fácilmente arrollables. De ahí la necesidad de un aliento común, de aunar esfuerzos y encarrilarlos hacia una sola diana. De ahí también la necesidad de la Asociación de Academias de la Lengua Española y la ingente tarea que nos hemos impuesto. A través de los sucesivos Congresos de la Asociación, se ha ido tomando conciencia de las exigencias del contorno. Se ha comenzado a laborar en las Corporaciones a base de Comisiones de Vocabulario parcelado, especialmente el técnico, comisiones que, desgraciadamente, no rinden lo suficiente ante la dimensión atroz de las transformaciones que nos envuelven. Por lo menos, se logra así mantener la unidad, o mejor: la vocación de unidad ante el peligro inmediato. Impedimos así que los tecnicismos se disgreguen, dando una solución en un país y otra en el vecino. Las Academias que, desoyendo   —156→   las recomendaciones de los Congresos, no cumplen con la creación y subsiguiente faenar de estas comisiones técnicas, contribuyen ingenuamente a mantener viva la trasnochada visión que de las Corporaciones corre por el mundo de los desocupados y semicultos. Esas Comisiones han de existir, son muy necesarias, pueden hacerse incluso con auxiliares especializados no académicos... Hemos de crear un talante nuevo, fomentar un alerta en vilo. Y una vez seguros de ellos, ensancharlos y divulgarlos. Divulgarlos ante todo. Para muchas gentes de ambas riberas del mar, las Academias son -¡todavía!- algo muy decorativo, más o menos elegante y tolerable en el contexto social. Se consideran algo así como una condecoración relumbrante, muchas veces no muy batalladoramente conseguida. Y punto redondo. Pues no, no, no es eso. Pero, si alguna vez ha sido así, ya no lo es. No puede serlo. Las Academias de la Lengua son, ante todo, lugares de trabajo, centros que se ganan su prestigio día a día, en situaciones laboriosas y trascendentes. Sus publicaciones, las oficiales de la Corporación o particulares de sus componentes, el laboreo constante en una palabra, es lo que ha de dar su nueva faz ante las gentes. Necesitamos salir a la calle, donde están hoy todas las cosas, y decirle al amigo y al enemigo cuáles son nuestros propósitos, nuestros planes, nuestras limitaciones también. Y aceptar, naturalmente, el consejo ajeno. Coloquios como éste que hoy termina son arma inestimable para tal fin.

Éste será el único procedimiento para conseguir que la soñada unidad de la lengua se mantenga. Y aquí viene mi pequeñísima corrección a la teoría tantas veces expuesta por Menéndez Pidal y su escuela. Unidad, sí, pero no unidad de la lengua a secas, sino unidad de la lengua culta. Unidad cada vez más compacta. Las personas cultivadas, las buenas conocedoras en su quehacer, seguirán entendiéndose, dando jornadas de brillo a la lengua común. Pero mucho me temo que en los recovecos del habla popular, aquí y allá, y muy especialmente en la entonación,   —157→   las diferencias se vayan acentuando. Tampoco es para rasgarse las vestiduras. En todas partes estamos asistiendo a un mantenido empeño por elevar el nivel cultural de las masas. Y claro está que, al elevar ese nivel, también la lengua asciende. Pretender otra cosa, sería convertir la unidad en estéril inmovilidad. Dos cosas bien diferentes.

Esto me lleva a destacar la actitud que la Real Academia Española ha adoptado ya hace algún tiempo. En Madrid, sabemos muy bien que el meridiano de la lengua no es exclusivamente español. Están ya muy lejos los años en que, por razones conocidas de todos, el ideal de lengua procedía de Castilla y de las clases cultivadas de esa tierra (la mejor lengua está en el cortesano discreto, aunque haya nacido en Majadahonda, nos señalaba Cervantes). Ahora, las cosas han cambiado mucho. El meridiano de la lengua es una línea quebrada, muy quebrada, que cimenta sus coordenadas en ciudades muy diversas: Buenos Aires, Bogotá, Madrid, Santiago de Chile, México, La Habana, cruza las grandes ciudades bilingües de España y se detiene en Barcelona, vuelve a América, recala en Lima... En cada uno de los lugares donde surge una gran agrupación humana, rectora de formas de vida envidiables para el común de las gentes, allí surgirá un nuevo ideal de lengua que arrastrará enérgicamente a los hablantes de su contorno. Lima, con su población creciente, con su especialísima vocación de gran colectividad, es uno de esos polos, y de los más destacados además, por su peculiar situación fronteriza con otras circunstancias vitales y culturales.

Y reconozcamos que nada puede enorgullecernos tanto, como hablantes de español, como ese increíble cambio. El nombre del lugarejo madrileño, citado por Cervantes con el artilugio de cubrir graciosamente su rustiquez, ha de sustituirse por otros de muy diverso tamaño, estilo, condición, fisonomía y rango. La consecuencia es muy clara. Ante la natural diversidad, la urgencia de obrar   —158→   con una disciplina común se agrava. Y también es claro que el purismo, el viejo, noble y envarado purismo no es ya un arma recomendable del todo.

La Real Academia Española, consciente de esta realidad, pide, ya hace muchos años que lo viene repitiendo, pide colaboración. Su actitud está patente en el Esbozo de una nueva Gramática, publicado recientemente. Ese Esbozo pasará a ser la Gramática normativa el día que tengamos las observaciones oportunas, provinientes de cualquier lugar hispánico, observaciones que engrosarán y matizarán su texto, con tal que vengan bien razonadas y documentadas. Ahí está la labor del Diccionario usual, labor callada y anónima, nada brillante ni destacada en esta época de las figuras refulgentes. A través de la colaboración con las Academias (y la de otras personas interesadas en el problema) el Diccionario va enriqueciendo su caudal de semias, especialmente las americanas, y ya sin las vacilaciones que le atenazaban en tiempos pasados. La Real Academia Española ha decidido la transformación total de su Diccionario y, después de una nueva edición de urgencia, cuya preparación está adelantadísima, edición que, ante todo, pretende corregir los errores deslizados en la última (errores debidos a una reestructuración del material, notoriamente distinta de la edición anterior), la Corporación publicará un Diccionario que, sin olvidar la añeja tarea de acarreo, procure estar al unísono con las últimas corrientes de la lexicografía moderna, y sin perder por eso su condición normativa. La existencia de una copiosa y excelente literatura común nos hace a todos un poco responsables de ese Diccionario en el que ya trabajamos y en el que hemos puesto muchas esperanzas. En la edición de urgencia a que me refería hace un instante, se añadirá el fruto de la colaboración de estos años a través de la Comisión Permanente: el número de americanismos será sencillamente abrumador. Y ya es afán que me llena de estímulo la revisión de todo lo que con un criterio excesivamente historicista hemos llamado y el Diccionario llama arcaísmos. Todo eso, y ya estamos   —159→   en ello, será revisado y depurado en la mayor parte de los casos. No podemos seguir llamando arcaísmo a lo que, siendo patrimonial de la lengua clásica, esté vigente en cualquier lugar americano o en cualquier comarca española. Muchas veces he dicho, y me gusta repetirlo hoy, aquí, que la Edad Media está vivita y coleando, ahí al lado, a sólo treinta quilómetros al oeste de Madrid.

Todo esto será posible ordenarlo, ponerlo en firme ruta clarificadora gracias al esfuerzo y la colaboración entre las Academias de la Lengua Española y a la voluntad de servicio de la Comisión Permanente de la Asociación. Los Congresos, que ya van siendo historia escrita, pueden servirnos de estímulo y acicate. Fue primero el de México, en 1951, y siempre será de justicia recordar la llamada de aquella Academia en la citada circunstancia. Vino detrás el de Madrid (cuánta, cuánta aspereza suavizada) y se sucedieron los de Bogotá, que formalizó la Asociación, y el de Buenos Aires, que dio vida a la Comisión Permanente. Y los subsiguientes, Quito, Caracas, Santiago de Chile. Cada uno de esos Congresos se trajo y resolvió su propio afán, un torcedor que ceñía la reunión desde los preparativos iniciales y alcanzaba el desenlace, no siempre a gusto de todos, tras un despacioso intercambio de opiniones y una democrática exposición de afinidades y oposiciones. También en este Congreso de Lima hemos tenido ocasión de contrastar la solidez de nuestra Asociación. Me refiero al ingreso en ella de la Corporación llamada Academia norteamericana de la Lengua Española. Sus representantes habrán podido observar que en el logro de su deseo de incorporarse a la Asociación, no todo el monte ha sido orégano, sino que, por el contrario, ha habido claras manifestaciones adversas, una copiosa exposición de dudas sobre su condición jurídica y hasta discretas, pero significativas, abstenciones. Y, sin embargo, no ha faltado nunca, por parte de representante o delegación alguna, una justa simpatía por los propósitos de la nueva Corporación. Tuve ocasión de manifestar, en el desarrollo de las discusiones, cómo la Comisión   —160→   Permanente no tiene otro deseo que el de colaborar estrechamente con las delegaciones y personas que el Congreso nos envíe, y lo repito aquí. En la mano de los recién incorporados, a los que doy gustoso ahora el abrazo de bienvenida, en su mano, en la más diestra de sus manos, está el conquistarse la total confianza, eliminar cualquier resquicio de sombra, tapar cualquier leve fisura... Es decir, les estoy pidiendo, y estoy seguro de lograrlo, una leal, tenaz y alegre colaboración.

Ponemos hoy punto final a otro Congreso, acogidos por la Academia Peruana de la Lengua, corporación que ha sabido acudir a todo generosa y atinadamente. Pensando en la hermandad que nos une, recordando los nombres ilustres que pueblan las actuales Corporaciones (o las han poblado con el inextinguible brillo de su quehacer), saboreando la decidida vocación de porvenir que mana de nuestros trabajos, me he permitido recordar aquí algunas de nuestras más acuciantes tareas, para decir, machaconamente incluso, cuánto espera la Comisión Permanente de las Academias, y, con la Comisión, la vida toda de nuestra lengua. Hemos celebrado hace poco, por esas coincidencias de situaciones, caprichos y realidades, el milenario de nuestra lengua. Hagamos, como dejaba entrever hace un par de tardes el director de la Real Academia Española y maestro de todos, don Dámaso Alonso, que, ante los milenios futuros, ese milenario pasado sea una escandalosa, una agresiva juventud. En nuestras manos tenemos muchas armas para lograrlo. De tanta y tan esplendorosa savia joven como la producción científica y literaria de muchos países hispanoamericanos vierte (y no cito nombres por no caer en una vacua pedantería o en peligrosos olvidos circunstanciales) nuestra lengua espera mucho, muchísimo. América, con su gran producción editorial, sus escritores excelentes, su situación de fronteriza de culturas poderosas, su seductor y latente trasfondo prehispánico y su vibrante voluntad de futuro, tiene que ocupar, indudablemente, un lugar de vanguardia en la lucha por la unidad de la lengua española. Tendrá que   —161→   convertirse en el instrumento imparable que, como presuponía el verso de Vallejo, se gane en español toda la Tierra. Sé que ésa es la preocupación y el norte de miras de cuantos me están escuchando. Al despedirme hasta el próximo Congreso, que esperamos y deseamos sea en la querida Guatemala, les hago presente a todos mi fe en el mañana y mi agradecimiento como hispanohablante por la abrumadora riqueza con que contribuyen a engrosar la común herencia de nuestro idioma.





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ArribaAbajoIII. Publicidad, publicidad

Estoy aquí por la gentileza de ustedes para participar en unas tareas provocadas por el común interés de nuestra lengua. Una posible alarma ante las intromisiones que en el idioma pueden provocar las íntimas relaciones (cada vez más íntimas y ceñidas) con otras esferas de lengua o de cultura, ha hecho que un puñado de hombres de buena voluntad se hayan reunido en estos momentos para poner al servicio de esta problemática sus mejores esfuerzos. Tal empresa debe contar desde el primer momento con nuestra máxima simpatía, con el mayor interés. No tanto ya el interés del oficio (yo no soy más que un modesto aprendiz de filólogo), como un interés de dimensiones totales, de lo que yo me atrevería a llamar, si no pudiese parecer desaforado, un problema de supervivencia. Una colectividad se retrata fielmente en la lengua que habla, en los giros cotidianos y profusamente empleados, y, dentro de esa zona, está su más profunda, inalienable condición. A veces, esa zona se ve obligada a presentar fisuras, grietas por las que se va introduciendo otro estilo vital: son las épocas de cruce, de simbiosis o de conflicto, de las que, no hay por qué asustarse, siempre sale algo nuevo. Pero hasta que eso nuevo aparece perfilado y asimilado, la lucha es notoria y la desazón permanente. Esto comienza a ocurrir en nuestro momento,   —164→   en que la invasión de una técnica concebida y llevada a la práctica bajo el signo de otras lenguas, amenaza con llenarnos el paisaje de nuestra ciencia y de nuestra técnica con giros extraños, con voces nuevas, con construcciones desusadas. Prevenirlo en la manera de lo posible era una excelente razón para que nos reuniéramos hoy.

Sí, es indudable que cada lengua es vehículo de lo que sus hablantes hacen, y expresión vivísima de la circunstancia histórica en que las cosas se hacen. La comunidad hispanohablante tiene que estar preparada para afrontar el nuevo caudal de vida que se nos avecina, caudal en el que la voz hispánica, portadora de otros valores diferentes, no ha tenido una destacada presencia. Además, en la vida moderna, las lenguas se proyectan ruidosamente hacia afuera, en multitud de reclamos, de llamativa gritería coloreada, vivamente diversa y atrayente, que se desgrana ante nuestro asombro con la pretensión de allanarnos la vida, suprimirnos las dificultades, sembrarnos de felicidad el espinoso camino. Somos víctimas de un ininterrumpido consejo, que va desde la salud hasta las diversiones. El porvenir, el trasmundo todo se encierra bajo la pasajera amonestación de la radio, la televisión, los anuncios encendiéndose y apagándose ante nuestros ojos fatigados. El periódico se llena de anuncios, los envoltorios de lo que compramos pretenden tranquilizarnos cualquier posible duda por si lo hubiéramos comprado apresuradamente, sin el necesario respiro... Y sin darnos cuenta repetimos ya mecánicamente, quizá hemos empezado con una broma motivada por una situación ocasional o parecida, los anuncios sin rostro de la radio, los gestos familiares del locutor o del artista que pregona excelencias desde la pequeña pantalla... Ya no leemos lo que reza al costado del autobús, o los cartelones del metro o del tranvía, porque un color, un muñequito familiar nos hacen repetir la frase hecha y augurante, a ciegas, sin pararnos a pensar que quizá la misma cosa, exactamente la misma, la hemos llamado hasta hace muy poco con otra expresión más clara y diáfana, la que emplearon   —165→   nuestros padres, la que quizá diríamos nosotros espontáneamente si no interfiriera ese insidioso reclamo que alguien ha pensado para nosotros, apoyándose en que lo íbamos a recordar mejor así por Dios sepa qué oscuro camino del espíritu... Y lo repetimos, claro. Y así va entrando poco a poco un lenguaje rápido, sí, quizá cómplice, pero, indudablemente empobrecido, que va anulando, muchas veces, la facultad pensante de los individuos.

Todo cuanto se haga para evitar este despeñadero será útil, provechoso, fructífero. Bastará en ocasiones con una simple llamada a la atención, a la seriedad idiomática, pero otras veces habrá que tomar alguna medida, en la dimensión posible y escurridiza en que pueden tomarse medidas en este campo. Pienso en el caso de los container, palabreja para la que se han pensado muchos equivalentes. Contenedor parece la más apropiada. La Academia Española, después de consultar a todas las Academias hermanas, así lo aprobó. Ha habido quien ha pensado en contén (recordando el ten con ten), o quien se ha decidido sin más por la aceptación de la voz inglesa. Y lo cierto es que los contenedores ya van saliendo a todas horas, que ya hay trenes de contenedores y puerto de contenedores, etc. Magnetofón, a la francesa, ha prosperado bastante, y son muchas las gentes que lo dicen porque así lo han visto escrito o lo han leído en los prospectos propagandísticos, pero lo cierto es que será mucho mejor decir magnetófono como decimos teléfono o audífono, e ir nivelando la estructura general del idioma, de modo que el extranjerismo acabe por sentirse en casa, sin ese marchamo de voz extraña y advenediza.

En el caso concreto de la publicidad es aún más difícil, ya que la mayor parte de las veces la cosa pregonada no dispone de un asiento, de un espacio vital en la tradición idiomática donde lucha por imponerse. Y es necesario acudir a su lengua madre, a sus rasgos diferenciales para destacarla. Piensen en lo que ha pasado en gran parte de la nomenclatura del automóvil. Y una vez   —166→   que esa nomenclatura se ha adaptado, es necesario luchar entre los diversos tipos, de forma que cada cual se destaque en la estimación del público, del posible comprador o disfrutador. Se trata de transitar una calle llena de reclamos para atraer la atención del curioso, del desocupado, y, lo que es más, del entendido. Peleterías, cosméticos, ferreterías, zapaterías... Póngase en su lugar cualquier otro tipo de necesidad humana: libros, electrodomésticos, flores, restoranes, películas, esas llamadas innúmeras de la vida cotidiana. Y de la muerte, pues ni siquiera las funerarias se libran de esta necesidad de exhibir sus admirables condiciones. Y esos reclamos se dirigen, en especial, a las peculiares condiciones de vida del momento en que nacen. Son el mejor termómetro de las apetencias, de las necesidades espirituales o materiales de la humanidad. Sí, el filólogo tiene que contar con la publicidad en el futuro para hacer la historia de la lengua y la historia espiritual de la comunidad. Aparecen retratados con sesgos de increíble firmeza los rasgos típicos de un momento histórico detrás de esos pequeños, comprimidos gritos de la publicidad. Unos ejemplos me servirán para aclararlo.

Les invito a trasladarnos al Madrid de 1600, el Madrid aún fresca capitalidad de la monarquía austríaca. En aquel lugarejo entre serrano y manchego no había de nada. Había, eso sí, un magnífico alcázar-palacio, con sus bosques privados para la caza, pero nada más. No era ni siquiera una ciudad de abolengo eclesiástico. Ni obispado, ni universidad, ni un importante establecimiento de Justicia. Nada. Ni siquiera un río importante. Y ese lugarejo se vio obligado, por las necesidades de la inmensa máquina de la Administración y del Gobierno, a crecer rápidamente, sin ritmo ni concierto, casi como le pasa hoy, y tuvo que llenar sus huecos. Fueron naciendo los hospitales, y los teatros, dos cosas hermanadas en su origen, y las plazas grandes, y los paseos, y las innumerables casas de religión, y los ministerios... Por esas exigencias, iban llegando a la ciudad que se   —167→   desperezaba, viajeros de todas partes, viajeros de Europa, de América, de cualquier lugar o país. Y nacieron las posadas, los mesones... Tenemos que imaginarnos ese crecimiento, ese bullir posadas por todas partes, como asistimos hoy al bullir de paradores, hoteles, albergues, etc., emplazados en lugares escogidos del turismo o del descanso, o de las vacaciones organizadas. Todas esas posadas está fuera de toda duda que se valdrían de multitud de artimañas para atraer clientela, a pesar de que hubiese para todas. Eran la Posada del Sol, la de San Blas, la de la Oliva, la del León de Oro, la de los Militares franceses, la de las Damas. A los mesones y posadas de ese Madrid turbulento y enredado les acompañaba naturalmente fama de ser buenas o malas, pasables o indecorosas. Y nos encontramos en el teatro una forma de publicidad de ellas, en ese teatro menor de los entremeses y los bailes, hecho para rellenar los espacios entre los actos de las comedias normales. Hay un Baile de las Posadas de Madrid, de Margarita Ruano, escrito en 1692, en el que nos enteramos de que los barrios turísticos de Madrid estaban emplazados en la calle de Silva, de la que aún quedan algunos trozos, y en la Cava Baja de San Francisco, en la que todavía hay huellas de viejos paradores de trajinantes y arrieros, bullicio de los pueblos cercanos, de gentes que van y vienen a la ciudad desde sitios próximos, a comprar o a vender. Allí estaba el Mesón de la Miel, en el que hay que suponer que se reunirían los mieleros alcarreños, a los que todavía yo en mi infancia, próxima a ese barrio, he oído pregonar la mercancía por las calles, y que vivían en esas posadas: Mesón del Segoviano, Parador del León de Oro, Posada de San Antonio, Posada de la Cuesta. Las Guías y avisos de forasteros del tiempo hablan de la comodidad o incomodidad de estos lugares, con palabras que no están muy lejanas de las de hoy, encareciendo la baratura, las comidas, la limpieza de las habitaciones. También lo hace el Baile de los mesones, de que es autor don Francisco Lanini (su apellido hace pensar   —168→   si no sería un experimentado viajero). Este buen señor da remedios jugando con el título de los mesones, que, bien manejados ante el público de esta manera, equivalen, salvando las distancias, a los telones de boca repletos de ofrecimientos generosos, que hoy vemos en cines y teatros, o al desfile de anuncios que se derraman en los descansos, esos telones en los que todos hemos jugado alguna vez a adivinar la palabreja que empieza por tal letra, y acaba por tal otra... Don Francisco de Lanini dice a sus personajes, o les hace decir, cosas como éstas: ¿Es usted caballero con deudas? Debe mantener su aire de tal caballero. Viva, pues, en el Mesón del Caballero (probablemente del Caballero de Gracia, barrio y calle aún existentes). ¿Usted estaba enamorado de una hermosa que se llamaba Clara? Viva en el Mesón de los Huevos:


Al Mesón de los Huevos
usted se venga,
que en él hallará claras
con muchas yemas.



¿Se trata de una mujer que ha perdido sus riquezas y se encuentra como desnuda? Pues en ese caso


Al Mesón de los Paños
usted se aloje,
donde en paños se ponga
mucho mejores.



¿Qué habría detrás de ese Mesón de las Damas, qué damas serían, y por qué se le citaba en el baile, obrilla encaminada a hacer reír? ¿Qué pensamientos despertaría en el público ese nombre? Y así, por procedimientos parecidos, desfilan el Mesón de Paredes, aún vivo en un nombre de la ciudad, el Mesón del Peine, todavía en funciones junto a la Plaza Mayor, el Mesón de las medias («medidas»), el del Toro, el de la Media Luna... Es   —169→   evidente que a la mayor parte de estos mesones citados en los bailes les rodea un ambiente de crítica que diríamos social, y que su propaganda está hecha a través de lo que hoy nos parecería ruidoso, caro, excesivamente llamativo y nuevo... Porque las relaciones de las posadas como tales negocios, es decir, lo que no es «literario», nos hablan de algo bastante distinto: Nos hablan infatigablemente de nombres del Santoral, en los que vemos los infinitos conventos o feligresías de la ciudad: San Francisco, San Blas, San Miguel, San Cayetano, San Pedro, de Jesús y María, de San Nicolás. Es muy posible que fuera confortable a la medida del tiempo esa Posada de las Ánimas, o de la Necesidad, o la eterna Posada de las Angustias, títulos que no son precisamente un éxito de reclamo, pero que aún están vigentes en muchas ciudades pequeñas de la meseta. Pero detrás de esos nombres se adivina la textura especial de un pueblo alucinado que confundía los límites de la creencia con los de la vida política, los de una sociedad que hizo posibles los místicos y las aventuras a lo divino (las aventuras y las irrespetuosidades, como las cometidas con obras capitales de la historia literaria). Posada del Sacramento, Posada de la Consagración, de la Cruz Dorada, del Ángel... El reverso pacífico de esta cara de la vida social nos lo ofrece la nomenclatura también llamativa de los mesones y paradores que agrupaban a las naciones de provincianos: Mesón de los vizcaínos, Mesón de la gallega, Mesón de los Maragatos. Ni una ni otra ladera de esa nomenclatura nos valdrían para mucho hoy, en que a la gente le interesa pasar desapercibida o disimulada, y nos mezclamos en todas partes, a pesar de la existencia de infinitas casas regionales, o en que los hoteles lujosos se pregonan, como he leído en un libro de E. Ferrer, como un Girón del paraíso, un Rincón del paraíso a la orilla del mar, etc. No, definitivamente, hoy no le gustaría mucho a la gente ir a parar a la Posada del Infierno, que vaya usted a saber qué excelente atractivo tendría para nuestros abuelos.

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Pero lo que sí está claro es que en ese repertorio encontramos una especie de tarjeta de visita del momento histórico, el ademán que les hizo ser como fueron, a veces con una inusitada claridad. En la España de fines del siglo pasado, en ese instante en que por la liquidación de una historia brillante y con la necesidad de mirar hacia dentro y hacer examen de conciencia, hasta los carteles anunciadores fueron reflejo de la preocupación colectiva. Pío Baroja nos habla de aquella mísera zapatería de La busca, que tenía puesto sobre la puerta un rótulo que decía:

A la regeneración del calzado

Y el propio Baroja añade estas palabras certeras: «El historiógrafo del porvenir seguramente encontrará en este letrero una prueba de lo extendida que estuvo en algunas épocas cierta idea de regeneración nacional». Todavía hemos alcanzado a ver carteles análogos en muchos sitios, y a todos nos evocaba siempre ese período de la historia nacional. Se trataba de una manifestación a flor de labios de algo que llenaba el quehacer nacional por todas partes, donde todo se sentía necesitado de una regeneración. Algo que no participaba de esa preocupación era sin duda el letrerito de otro zapatero no regeneracionista, sino más bien todavía imperialista o triunfalista, alguien que desde la modesta tarea de remendar zapatos usados, no había percibido el cambio de los tiempos. El otro letrero decía:

El león de la zapatería

Y Pío Baroja nos añade: «Esto era aún tolerable, pero lo terrible, lo aniquilador era la pintura que en medio ostentaba la muestra. Un hermoso león con cara de hombre y melena encrespada, puesto de pie, tenía entre las garras delanteras una bota, al parecer, de charol. Debajo de la pintura se leía lo siguiente: La romperás, pero no   —171→   la descoserás». He ahí una auténtica afirmación de fe en el oficio.

Los dos anuncios se nos dan en manifiesto contraste con la necesidad actual de excitar la atención de una manera diríamos fugaz, sometida a un inminente cambio, seguros de que el reclamo de hoy quizá no sea necesario mañana, envejecido súbitamente. Bien a las claras lo dice, y sigo hablando de zapatos, ese titulillo mejicano de Para los mejores pasos. La corriente de viva simpatía, de gesto apicarado que el reclamo encierra, hace que la sonrisa nos lleve rápidamente a esos zapatos. Gesto supremo de la publicidad del porvenir está en conocer las debilidades y entresijos de la psicología humana, no afirmar rotundamente estados firmes de conciencia colectiva. Nuestra época habla muy directamente a las exigencias momentáneas.

Hay ocasiones en que las formas de publicidad moderna me han llamado la atención de manera vivísima. Citaré dos ejemplos, uno de un hispanohablante europeo, otro de un hispanoamericano. En Tarancón, ciudad de la raya manchega en tierras de Cuenca, hace todavía pocos años se atravesaba el casco urbano con las naturales dificultades en el callejero antiguo. Y en una esquina se podía leer un generosísimo cartel de una tienda, una de esas tiendas deliciosas donde se vende de todo al menudeo, tienda de regatón azoriniano. El cartel, de excelente loza regional, decía: «Embutidos, jamones, vinos, licores. Aceite, legumbres». Y añadía en renglón zaguero: «También se hacen fideos». Confieso que ese también me desconcertaba. ¿Era una tímida afirmación de habilidad notoria, de una personal debilidad? ¿Le avergonzaba al comerciante vender o fabricar algo tan poco solemne como las pastas de sopa? Lo cierto es que al evocar el nombre de esa ciudad, por encima de sus monumentos, de sus soportales, de su aire, surge en la memoria ese reclamo extraño, culinario, desconcertante. Un desasosiego sólo superado por este otro, leído en un periódico de Buenos Aires: Junto a una cabeza de galán   —172→   de cine, con los ojos cerrados, se leía: «¿Duerme? ¿Sueña? No: embalsamado por la casa...», etc. Bueno, pasemos deprisa la página.

También me han atraído siempre esos nombres que llevan colocados en el frente algunos camiones de transporte, como antes los llevaban los carros. Me ha gustado detenerme en la meditación de esos carteles por lo que suponen de autobombo, de exhibición particularísima de la personalidad. No es el marchamo que designa una empresa, o una asociación, o una circunstancia ocasional del trabajo o de la vivencia, sino una peculiar manera de autollamarse, de tomar posiciones frente a lo inalienable. Jorge Luis Borges dedicó unas deliciosas líneas a los nombres argentinos, y ha logrado uno de sus más finos análisis de la conciencia lingüística de esa zona hispanohablante. Entre mis notas de observación he visto unos cuantos títulos que me parecen admirables por lo que enseñan y por lo que callan o suponen. Los tengo agresivos, malencarados, como el de Apártate, Aníbal, que te mato. No sé qué Aníbal estaría en la conciencia de este nuevo atravesador de distancias cuando bautizó así su camión. Más claro me parece ver qué pensaba el anónimo creador de El vasallo de Cristo, o el descarado que no sé si piensa en las alas por la rapidez o por la ingenuidad, y puso a su vehículo el inefable título de Casi un ángel. Algunos son de una petulancia deliciosa, primaveral, absolutamente sonrosada y frutal: El solterito, y, por si no nos damos cuenta, añade: Camión. Indudable, digo yo, éste busca pareja. Estaría bueno que, por obra de este ignorado conductor, hubiera que reformar el diccionario y decir: camión, camiona, m. y f. No quedaría mal, si lo consigue. Otro, en el límite de la ternura, puso en rojo vivísimo: El querer de Anita. Más encandilado estaba el que puso: La gloria eres tú. Los hay cineastas, como el Rebelde sin causa, o El gringuito. Ya no sé de dónde es (mis notas son muy rancias), si es de camión que reparte pan, o si es de una panadería, pero sí creo que lo vi aquí en Méjico, lo de Franceserías   —173→   españolas. Pero cuánto de concesión a la moda, a la acreditada prosapia del horno francés hay en ese membrete, y cuánto le salpican de orgullo al españolizarlo. Una auténtica manifestación de habilidad insuperable, quizá hecho por un emigrante que pensaba en su destreza más que en la realidad, destreza orillada seguramente de nostalgia. Y tantos y tantos más. Estoy seguro de que todos hemos meditado alguna vez en el largo alcance de estos cartelitos, a veces con una ortografía aproximada y vacilante, como erosionada por la emoción. Y sin darnos cuenta, hemos llegado a la raíz última de lo que llamamos publicidad. Una forma de comunicación, de lazo que se nos tiende, cegador o persuasivo, o que tendemos, todas las mañanas, en busca de una nueva, rápida y sugestiva familiaridad. Desde el Conoscuda cosa sea, o el Sepan quantos... con que comenzaban las regias cartas medievales; desde el pregonero que aún vocea en las esquinas rurales, escoltado de chiquillos, hasta el deslumbrante anuncio luminoso en lo alto de una fachada, todo pretende hablarnos directamente, subyugarnos, hacernos más llevadera esta tierra de nuestros pecados. Y a un filólogo tiene que interesarle todo, desde el punto de vista idiomático. Si hemos podido rehacer buena parte de muchas cosas latinas releyendo las inscripciones que anónimas gentes pusieron en las paredes de las ciudades devoradas por los volcanes, es seguro que ahora, y bajo nuestra vigilancia, podremos ir moldeando mucho de nuestra vida actual, si ponemos en su habla más exteriorizada, ésa que nos grita desde los folletos, desde los medios de transporte urbano, desde la radio y la televisión, desde los altavoces ocasionales de una subasta o de una exposición de objetos mecánicos, si ponemos en ella, repito, nuestra dedicación. Para ello nos hemos reunido aquí, convocados por el Instituto Mejicano de Publicidad. Sí, sin falsos purismos ni prejuicios, de cara al futuro, publiquemos nuestra decisión de adoptar a nuestra habla corriente lo que la técnica de nuestro tiempo ha logrado. Todavía quedan por Madrid,   —174→   y veo en el repertorio de Eulalio Ferrer que también los hay en Méjico, negocios de bicicletas que se llaman, muy decimonónicamente, El caballo de acero. La actitud es la misma que hizo serpentear a los ferrocarriles o rugir a los motores. Solamente aquellas imágenes que fueron sagazmente encuadradas dentro de la estructura idiomática y mental existente al aparecer el nuevo producto en el mercado, siguen en pie. Meditemos, pues, sobre este grave problema. Ustedes, publicistas, y publicistas que hablan español, tienen la palabra. Y legaremos a las gentes del futuro una clara, precisa, certera visión de nuestra circunstancia. Nuestros caprichos, nuestros afanes, nuestras urgencias, nosotros todos y por entero estamos ahí, retratados en voz, en ruido, en deseos, en fugaz charla gráfica inestable.