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ArribaAbajoIV. ¿Una lengua más pobre?

Creo que no hay una lengua pobre o rica. La lengua es como es, con sus horizontes personalísimos e infranqueables, y sus limitaciones. Una lengua es siempre espejo de la cultura y las formas de vida de la colectividad que la habla. Ya en esta cita: «que la habla», estamos marcando un distingo claro: no es lo mismo la lengua hablada que la escrita. En la escrita caben más aproximaciones a otros mundos, distintos del perentorio e inexcusable de todos los días y de todas las horas: esto se queda para la lengua hablada. Y es natural que esta lengua pueda parecer pobre a algunos. Pero también la escrita puede parecer ridículamente pobre a algunos de los que viven en el espacio humano de la lengua hablada. Un moderno ensayo sobre física nuclear, informática o mercadotecnia resulta grotesco a un hablante medio aburguesado, o al que proceda de una digna casta rural. Y probablemente un diálogo entre estas clases hoy marginadas resultará absolutamente ininteligible para el hombre cultivado de las ciudades. No, no hay lengua pobre, y en el español mucho menos. Lo que creo es que hay una evidente confusión y un manejo jeremíaco de algo que no se puede negar o disimular: la mala lengua de unos cuantos, exhibida orgullosamente, jactanciosamente. Y coreada y divulgada por los poderosos medios de comunicación.   —176→   El que la radio o la televisión o el periodismo medio empleen una lengua vergonzante en muchas ocasiones (conviene distinguir, no siempre: también hay en esos medios gente consciente, que lo hace lo mejor que puede, y a veces, con éxito), no quiere decir más que eso: que hay gente que no sabe bien su idioma y se empeña en demostrarnos su ignorancia o su falta de seriedad o de responsabilidad. Pero nada más. El hecho de que haya quien proteste ante los dislates prueba que la conciencia de la propia lengua está viva. Lo malo es el apoyo, la autoridad que se concede a esos medios o se autoconceden, lo que es nueva manifestación de arrogancia.

Llevamos una larga temporada que se nos habla constantemente de que el español está amenazado. De que la penetración del inglés es imparable, etc., etc. Los periódicos publican, más o menos pedagógicamente, largos y sesudos artículos sobre el mal hablar, el peor escribir. Se olvidan los que así hacen algo muy importante: de que ese matiz de dómine ilustrado no se corresponde con la ocasión. Para eso está la escuela, la formación rigurosa y paulatina, la constante dedicación. Aquello que Cervantes, en la cima de la ironía llamaba la «dedicación constante y virtuosa». Hechas las cosas así, parecería que lo que se censura en esos artículos, que suele ser cosa de alguno o de algunos, pertenece, como mal generalizado, a toda la lengua. De ahí que convenga distinguir. Sí, es muy necesario vivificar como quiera que sea el sentido de la propia lengua. Despertar un amor especial a la común herencia. Y a su papel en el mundo actual. Cosa que a los españoles se nos olvida.

En primer lugar, hay que dejar muy clarito que la gran amenaza que tenemos encima está favorecida por la peculiar actitud ante el trabajo de la comunidad hispanoparlante. Nos falta, en nuestra tradición más honda, un sentido de la preocupación científica aplicada verdaderamente llamativo. Poseemos una riquísima tradición (superior a la de las demás lenguas hermanas) que podríamos   —177→   llamar humanista-literaria. No en vano nuestra literatura ha sido la única de los pueblos modernos que ha creado mitos de universal valía, o que descubrió al hombre innominado, al hombre desnudo y desheredado de la calle, como gran personaje literario. Pero no podemos oponer a esa tradición una parecida en materia científica: no hemos descubierto el microscopio, ni los rayos tales o cuales, ni gran cosa de nada. Los grandes descubrimientos científicos españoles se han hecho un poco a contrapelo de la sociedad, como algo de raros, de tipos extraños, o se han hecho lejos de España, en medios donde ese trabajo no era considerado cosa de marginados o perseguibles. (Tal es el caso de nuestro Cajal, el raro; o de los hermanos Elhuyar, o de Servet, o en nuestro tiempo de Ochoa). Y ahí está el quid. Mientras los hispanismos en las demás lenguas responden a la forma de vida espiritual española (literatura, vida religiosa, conducta noble a todo riesgo), la lengua de la ciencia tenía que importarse. Mientras no tengamos una producción original en nuestra tarea científica como colectividad, tendremos que someternos, queramos o no, a esa llamada que llega de fuera. Hay que crear aquí, dentro de nuestras fronteras. Así, lo creado irá bautizado en español, y tendrá que ser aceptado por todos. Y con esto, tan evidente, queda aclarado todo.

En todos los momentos en que podemos volver la vista atrás nos encontramos con situaciones muy parecidas. Es curioso que la gran invasión de galicismos de la Edad Media, a lo largo del Camino de Santiago, disfrute de una gran cohesión: se refieren a aquellas cosas, hábitos, etc., que no era posible mantener en pie desde el meollo de la vida española, absorta como estaba entre cielo y tierra, en una mantenida cruzada. Una sociedad que vivía para la guerra, y para la guerra santa, tenía que importar palabras como sen, «sentido», «buen sentido»; mesón, jardín, no digamos jamón, que llegaba totalmente limpio de prejuicio religioso desde el otro lado del Pirineo; vergel, palafrén, «caballo elegantote». Deleite y   —178→   manjar son bien representativos. Otras serían, por ejemplo, orage, gañán, adobar, batalla, desdén, solaz. En el siglo XVIII, un hombre curioso, Feijoo, atento a su realidad próxima, se ve obligado a emplear innumerables galicismos. Y con él, todos los escritores que se sienten de su tiempo. Y todas esas voces, incorporadas hoy a la lengua general, pertenecen a cosas, a formas de vida que no tenían apenas hueco en la vieja estructura de los Austrias caducos: modista, por ejemplo. Los innumerables nombres de los tejidos, satén, tisú, batista, o de las prendas: chaqueta, pantalón, corsé. En la estructura del ejército, de la industria, etc., también entran los galicismos a raudales: hoy no los reconocemos, tan patrimoniales se han vuelto. En el siglo XIX se repite la invasión, esta vez a través de instituciones políticas, hábitos de convivencia y de administración, etc. La ampliación de las negociaciones comerciales, el trazado de los ferrocarriles, etc., aumentarán la penetración de voces extrañas. Nadie se lamenta hoy de eso. En el cruce de los siglos XIX y XX, el Modernismo, fundamentalmente cosmopolita, se llenó de giros, voces y hasta de espíritu francés. Frente a la chabacanería, al horizonte más que plano de Núñez de Arce o de Campoamor, o de otros numerosos (los citados por Cossío en su mirada a la poesía de ese tiempo) surge la voz de Rubén Darío, atestada de conciencia nueva. ¿Quién se atrevería hoy a comentar a Rubén desde ese punto de vista? Sin embargo, existe todo un libro, un importante libro, el del Prof. E. Mapes, que estudia el peso de lo francés en Rubén. Peso tan hondo y compenetrado que Rubén puede llegar a afirmaciones un tanto exageradas: «Demuestran más encantos y perfidias, / coronadas de flores y desnudas, / las diosas de Clodión, que las de Fidias. / Unas cantan francés, otras son mudas», texto que revela esta sobrevaloración del espíritu francés (Divagación, en Prosas profanas). Nuestro Valle Inclán no estuvo libre del «pecadillo». He visto una reseña, de un crítico al uso, de una representación de Los reyes en el destierro, de Daudet,   —179→   en la que la burla del galimatías galiparlante es la mar de divertida. Y Valle andaba metido en eso. Tenemos hoy una gran obra crítica sobre Valle Inclán: Casi nunca se habla de su galicismo interior, a veces muy visible.

Puede parecer que estoy de parte de las innovaciones, sin más, sin restricción alguna. No, en absoluto. Estoy de parte de la innovación fructífera, provechosa. Ni siquiera comparto la idea muy generalizada de que, si existe voz patrimonial, se vuelva a ella. No suele existir esa voz. Suena lo mismo, su realización fonética es igual, sí, pero su semia varía, se llena de un sentido que, como es muy natural no existía en el contexto social en que la voz tradicional ha crecido. Un caso excepcional es azafata. Los valores viejos, «doncella de la reina», «servidora de nobles damas», etc., está totalmente ausente de la nueva voz. Pero ha servido: bien. Algo parecido ocurre con liberal, por ejemplo. Los viejos valores se han perdido. No digamos la diferencia entre burócrata y covachuelista, entre el viejo bóveda y el moderno túnel (pensemos en el valor funerario de bóveda, que, de propina, aleja más su posible uso). ¿Quién se atrevería hoy a sustituir jol por zaguán, recibimientoo vestíbulo? Creo que no son ya lo mismo, y que la humanidad que se mueve en un jol se sentiría denigrada de tener que vivir en una casa con zaguán, oloroso a retama y campo de pan llevar. Una vieja cocina tradicional española, con su escaño, su campana, sus grandes troncos de encina ardiendo, con lectura familiar en voz alta de periódicos, versos, etc., está muy lejos del office moderno. El mismo hielo de las neveras ya no puede llamarse nieve, como se hacía en la lengua clásica. En fin... Que hay siempre sus más y sus menos.

Hemos de procurar que lo que se importe responda a una realidad social, no al capricho o a la cursilería de algunos adaptadores fáciles: ahí está el peligro real hoy. Unas gentes poco menos que analfabetas, con sólida palurdez interior y con evidentes muestras de pereza mental   —180→   se asoman a los periódicos, a la radio, a la televisión y, bien repantigadas, pontifican. Y como el país está pésimamente educado, las toma por oráculos, procura imitarlas, y así vamos. Volvemos al punto de partida: la solución está en un buen aprendizaje, en unas lecturas sólidas, en una seria dedicación a todo. Una corbata no es más corbata porque se haya comprado en rápido y relajado fin de semana en Oxford Street. Incluso la misma cosa concreta puede encontrarse en una modesta tiendecita de un lugar serrano o costero, cuyo conocimiento no vendría nada mal a estos héroes de la fantasmagoría moderna. Así habrían pensado algo más antes de emplear asumir, «dar por bueno, incorporarse algo», con una frontera muy inestable aún; estimación por «valor, cálculo»; agresivo por «activo, decidido, emprendedor», etc.; audiencia, tractor, el ridículo enfatizar, «poner énfasis», auditar, etc.

Sin embargo esta invasión puede y debe dejar buenos resultados en la lengua. Hoy todas las lenguas tienden a parecerse, debido a la vigencia de una técnica de validez y uso universales. Ya no es como en los períodos anteriores que he citado. En los siglos anteriores, la penetración comenzaba por determinados lugares y por aún más determinadas minorías, las culturales, que sabían a qué atenerse ante la transformación. Y poseían, al tratarse de gentes cultas, las defensas y razonamientos pertinentes para enfrentarse con cada caso que se pusiera delante, individualmente. Pero ahora es muy distinto. En primer lugar, la invasión de lo nuevo, generalmente de origen inglés, ataca a toda la sociedad por entero. Por los medios nuevos se introduce en nuestra vida sin limitación alguna. Entra en nuestras alcobas, en la cocina, en la vida de relación toda. A través del cine y de la televisión llena nuestros cada vez más dirigidos ritos de ocio y, desde luego, impera en el negocio. Y esto lo mismo en las áreas urbanas y universitarias que en las rústicas y menos ilustradas. No hace falta, para entender lo que estoy diciendo, más que darse una vueltecilla   —181→   por cualquier pueblo de España a la hora de transmitir noticias deportivas. La gente sencilla, la que va a vivir todavía (muchos probablemente hasta su muerte) en la trama inexorable de la tarea campesina, escucha ciegamente la palabrería del locutor, que habla de penaltys, de carga, de referee de colegiado, o de meta, de dopping, de contra-reloj, etc., etc. (Escalofría si se trata de un partido de tenis o un campeonato de golf.) Una mezcla que le hará en un principio sentirse disminuido por no poder participar íntegramente de ella y que le llevará, como un mal menor, a imitarla. De ahí que la única medida posible sea la de una buena educación, que comenzaría, creo yo, por ser exigida a los que hacen un papel de trasmisores de español, de lengua española, y lo hacen sin dignidad alguna.

Pero no hay que desmelenarse: de todo este barullo, algo quedará en la lengua de útil y aprovechable. Todos buscamos hoy un chalet para vivir, lo más tranquilo posible. Hay quien se pirra por el esmoquin, habla del trailer, tal o cual, pertenece a un staff, etc. Ya Unamuno, nos había dicho que «meter palabras nuevas, haya o no otras que las reemplacen, es meter nuevos matices de ideas» (Ensayos, I). Y nadie menos sospechoso de alienismos que don Miguel de Unamuno...

En esos años de la encrucijada de los dos siglos, XIX y XX, Unamuno era bien explícito. Azorín, el resucitador de tantas cosas clásicas, fue considerado galiparlante, y censurado por ello (lo hizo Julio Casares en su tantas veces citada Crítica profana, Madrid, 1916). Valle se reía de los dómines sacando a la guasa pública aquellas situaciones de La Reina Castiza, donde los académicos puristas son puestos en escorzo burlesco, o rellena de simpleza los galicismos inútiles de Max Estrella, en Luces de Bohemia. Y la escuela de Menéndez Pidal, ya en activo, organizó una reunión en Bilbao, importantísima (1920), para hablar, entre otras cuestiones, de la penetración de lo extranjero. (Curioso: siguen vigentes sus puntos de vista.) Pues bien, Unamuno dice cosas como éstas:   —182→   «Una de las más fecundas tareas que a los escritores en lengua castellana se nos abren es la de forjar un idioma digno de los varios y dilatados países en que se ha de hablar, y capaz de traducir las diversas impresiones e ideas de tan diversas naciones. Y el viejo castellano, acompasado y enfático, lengua de oradores más que de escritores -pues en España los más de estos últimos son oradores por escrito- el viejo castellano necesita refundición. Necesita para europeizarse a la moderna más ligereza y más precisión a la vez... Revolucionar la lengua es la más honda revolución que puede hacerse. Sin ella, la revolución en las ideas no es más que aparente». (La reforma del castellano, Ensayos, I, pp. 92-93). Más importante es su ensayo Sobre la lengua española, en el que encontramos numerosos puntos de vista que no tenemos más remedio que compartir, aunque otros nos hagan hoy sonreír. Sí, se añaden nuevas cosas. Pero es importante mantener las cosas añejas que sean útiles y definitorias de una personalidad. Una ciudad española no va a ser mejor que las del resto del mundo porque en ella se hunda todo lo antiguo y se convierta en muestrario de arquitecturas más o menos ocasionales o funcionales. No, no es así. Hay que compaginarlo todo. Harto pesa sobre nosotros el prejuicio localista, tradicionalidad viva con monotonía intocable y pétrea solidificación. Son cosas harto diferentes. Un ejemplo nos dará diáfana visión de lo que intento decir. Recordemos los dos viáticos famosos, el de Peñas arriba y el de Sonata de primavera. Pereda no nos perdona nada, en la larga descripción del ritual, las preces, el estado del enfermo, la palabrería ocasional... Todo se reduce a tres adjetivos (campanilleo grave, argentino, litúrgico) en Valle. El salto ha sido enorme de 1894 a 1904. Los aires foráneos han fecundado la vieja savia.

Armar griterío por la simple entrada de voces que no tienen su equivalente en la lengua patrimonial no pasa de ser una vana flatulencia. Hay que pensar lo primero cuál es la razón o causa que permite esa invasión y luego   —183→   qué vamos a hacer con ella. Creo que no ha habido mayor invasión, auténtica invasión de léxico y de maneras de vida, que la italiana durante siglos (XV, XVI, XVII). Quizá el hecho de la unidad política permitía no considerarlo como extraño, el italiano, y de ahí que las voces puristas no tengan nada que decir. (Incluso Juan de Valdés habla alguna vez de preferencias por alguna voz italiana.) No encontramos gran disponibilidad en lo patrimonial dentro de los campos semánticos invadidos por el caudal de italianismos. La voz nueva era necesaria, y trajo consigo una realidad tangible: las formas poéticas o literarias, por ejemplo (soneto, terceto, madrigal, novela, estrambote, balada, estancia, bufón, comediante, jornada en sentido teatral o narrativo, protagonista, saltimbanqui, etc., etc...). Y con esos términos estuvo funcionando para asombro de todo el mundo conocido la literatura española. Pasma la abundancia, la exclusividad diría yo, de términos musicales (dúo, recercada, alto y contralto, bajo, soprano, tenor, mordente, pavana, fantasía, fuga, batuta, aria, serenata). En el XVII prosigue la copiosa penetración. Todavía Tirso de Molina podía decir «a lo aragonés, regacho», para hablar de un ragazzo o mozo (La huerta de Juan Fernández). El hablar a lo aragonés significa para Tirso «ser de la Corona de Aragón», lo que era verdad, pero no explicaba la presencia de la voz en el habla coloquial de Zaragoza... Y así, en la pintura, y en la escultura y en la arquitectura. Y en la Banca, y, detrás de las artes, en la navegación: buenavolla, Cervantes, en El amante liberal, la usa ya con valor de «buena gana, gustosamente»; chusma, esquife, bergantín, fragata, mesana, crujía, piloto, dársena, zarpar, brújula. En fin, la lista de italianismos claros resulta, cuando se la mira, incluso sin apurar los detalles, sencillamente impresionante. Y sin embargo, con todos esos préstamos, la vida española creó una increíble escuela musical reconocida y admirada en todo el mundo, la de Guerrero, Vitoria, Milán, Flecha, Morales y Cabezón, y con ese léxico las naves españolas se hicieron presentes   —184→   en los mares conocidos y desconocidos: «Por mares de antes nunca navegados» dice Camões, y llevaron a sus costas formas de vida europeas, repletas de sentido. Tierra firme, terraferme, el continente, expresión tan noble para nosotros, es también italianismo. Ya está en Italia desde C. Villani, 1348. Quiero decir con esto que lo importante no es hablar de lenguas pobres o ricas, sino de la actitud cultural y decisoria de los hablantes. Si los españoles no sabemos crear, no nos esforzamos en la ciencia, la ciencia tendrá que hablar en otra lengua. Si no lo hacemos en doctrina política, tendremos que seguir sometidos a la lengua que impere en las cancillerías. Y no es otra la cuestión. El español embajada, embajador, etc., son voces italianas. Y el embajador español era (nunca mejor dicho en pasado) un personaje fundamental y temible. Ahora... Lope de Vega discutía, en el prólogo a Pedro Carbonero, si debería decirse embajadora o embajatriz...

¿Sabremos hacer algo así con los anglicismos que nos llegan? Contra lo que yo protesto y protestaré siempre es contra la actitud beatona del semiculto, que, por el hecho de salpicar su charla hueca con voces extrañas, hablarnos de piso con o sin estanding, de refregarnos el marketing por las narices, o de paladear los términos de software, etc., se cree superior, con carnet de identidad expedido por las autoridades celestiales y poco menos que con derecho inalienable para él y sus descendientes a figurar en los sucesivos suplementos de la Enciclopedia Espasa. Bueno, con su pan se lo coma.

Cuando se trata de ensanchar la lengua, hay que conocer muy bien la anterior, percibir delicadamente los matices que ya no puede explicar la vieja. En materia literaria, Cervantes es lo más alto, pero su lengua no me sirve, como no me sirve la de casi ninguno de los grandes creadores que han ido por delante de mí. Pero todos escribieron para mí, para que yo pueda escoger de entre lo que ellos hicieron lo que siga sirviendo. Una   —185→   colectividad española o lapona o de donde diablos digamos, que no haga este ejercicio de humildad, está condenada a desaparecer como tal colectividad. Porque la «lengua es la sangre de su espíritu», la única patria que no tolera desmanes, altibajos, veleidades políticas.



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ArribaAbajoV. Una Feria del Libro

Todos ustedes saben, y de muy buena tinta, que el diablo sabe mucho más por viejo que por diablo. A este supuesto apelo para poder hablar en el umbral de una Feria del Libro. Ya he visto muchas. Durante muchas primaveras, en diversas ciudades y países me ha tocado ver el crecimiento, dispar y seriado a la vez, de unas casetas que, en pedazos, con algo de recortable infantil en ocasiones, se dejaban caer por una plazuela, por un jardín; a veces, en calles muy ruidosas, y, en pocas horas, se armaban, martillazo va, griterío viene, y se trocaban en ilusorias tiendas repletas de maravillas, fotografías de países lejanos, libros que hablaban de mil cosas, estampas, catálogos, una multitud desazonada que pasa y vuelve a pasar por delante de todos los mostradores dispuesta a convertirse en el mayor almacenista de catálogos... He visto muchas veces, ya algunos años a través de la televisión, la ceremonia solemne de la inauguración, corte de cintas, famosos de todo tipo, que sonríen y recorren las casetas rápidamente, algunos deteniéndose y trabucando un poco el ritmo implacablemente previsto del acto, deteniéndose por haber visto algo llamativo, reconocimiento súbito de algo inesperado, ligera zozobra, los más del repentino gentío pensando en otra cosa, la mente colgada de otra obligación también amenazadora,   —188→   también sucesiva... Y he paseado largamente por las Ferias, ya cuando se ha perdido el aire alarmado de lo oficial, mirando despacito lo que se me ponía delante, reconociendo de lejos casi los libros familiares, los del oficio, los que se han visto en otros lugares y en otros paseos, y pasmándome ante los desconocidos, los que descubrimos de pronto en un rincón de un estante, o en la mano de un comprador curioso y revolvedor. Me ha gustado sobremanera andar por la Feria en esas horas extrañas, en las que no va casi nadie, un momento en que los libros se sienten notoriamente a sus anchas, como dueños de un respiro, de un silencio que solamente ellos pueden entender: la hora de la siesta, la primera de la mañana, quizá la última del anochecer, cuando ya todos los niños han dejado sembrado de papelotes el suelo y los altavoces están enronquecidos.

Hace muchos años que las Ferias del Libro nacieron más o menos en torno a la Fiesta del Libro, el aniversario cervantino. No tenían el aire de salida casi heroica a la calle que ahora tienen, durante unos días. Entonces eran solamente algún discurso, por lo general aburrido y valetudinario, a cargo de sesudos hombres de letras, bueno, ya se suponen ustedes qué clase de letras, y había también algún acto inevitablemente infantil, con teatrito de aficionados, de tal o cual grupo escolar, y poemas tan tan alusivos que resultaban alusivísimos, es decir, una variante fonética de alevosísimos. Yo recuerdo alguna de estas conmemoraciones... Figúrense ustedes: qué inmensa zozobra desde unos días antes: hay que aprenderse de memoria un texto (no, no se froten las manos, no voy a decir al autor, pero era, eso sí, muy requeteortodoxo...). Era en versos larguísimos, hablaba de sus pergaminos, de sus libros encuadernados en pergamino, de los encuadernados en estilo mudéjar y en cuero de Córdoba, con litografías de tal y cual señor... Y, naturalmente, en alejandrinos: lo recuerdo muy bien. Nos enseñaban a recitarlos, aquellos versos tamborileros. Y sabíamos a la perfección cuándo había que levantar el brazo   —189→   derecho y bajar el izquierdo, y al contrario. Y cuándo había que elevar, ¡discretamente, niño, nada de afectación!, los ojos al techo... Y se recitaban, nada menos, que en el escenario del Teatro Español. Ahora, les ruego, por favor, y no pretendo otra cosa que despertar su piedad por aquellos muchachitos, piensen, digo, en los afanes que se removían en casa para que el niño entendiera todo cuanto allí se decía: cordobanes, Golconda, impío, nenúfar... La pobre familia se despepitaba preguntando a las amistades, siempre con cierto miedo, no fuera a ser que aquella palabreja, eh, tengamos la fiesta en paz, claro que si la han escrito los maestros, cómo van a poner ahí los maestros palabras que no deba aprender el niño... El niño se aprendía inútilmente y para siempre, y le sigue siendo de lo más inútil, la fastuosa erudición de las faunesas, las canéforas, los nelumbos... Y se ahogaba inevitablemente al llegar a la mitad del nada ahorrativo poema... La fiestecita estaba precedida de largos días de preparativos. Permanente solicitud de invitaciones para el acto (hay que apresurarse, no están numeradas), visita a los almacenes de ropas para mocitos (este chico crece tanto, que le valga siquiera para el año que viene), y, Gran Dios, implacable estreno de zapatos, que hacían un daño que para qué voy a contar, y, que de propina, resbalaban en todo tipo de suelos. En fin, una verdadera revolución, y todo porque llegaba la Feria del Libro, con su fiesta previa, y había, quieras que no, que demostrar el caletre intelectual de la familia.

Había en esta esperada festividad cervantina, un día excepcional. El del ensayo general. Era realmente el estreno. Esas tías solteras que todos tenemos guardadas por ahí, por el interior de la casa, se deshacían en apasionados soliloquios y azorados temores. ¡A ver si te vas a poner ronco! ¡No comas de esto o de aquello, no te vayas a poner malo! ¡Ten mucho cuidado cuando recites, no te vaya a dar tos!... ¡Dios mío, pero si se ha comido las uñas...! Se reunían en la sala de casa, pulidísima, encendida la lámpara del centro y todos los apliques que   —190→   se habían podido acarrear, e iban llegando las personas invitadas, parientes o no, una elegancia desteñida, olorosa a naftalina y a membrillos, los hombres con leontina a la que daban vueltas impacientes, y las mujeres crujientes de sedas, manguitos, guantes, cuellos de piel y sombreros atiborrados de frutas de cera y grandes lazos de colores inverosímiles. Algún cura. Muchas viudas. Y varios chicos mayores, de otras familias, que no eran precisamente unos angelitos, sino que se empeñaban en tirar al recitante chinitas, huesos de aceituna, incluso pelotillas con una goma, con la sana idea de estropearle su entonación, su retahíla de raras palabras medidas. Ya saben ustedes, nuestro exquisito sentido de la colaboración, qué le vamos a hacer. Y el niño, muy puestecito delante del respetable, que, dicho sea de paso, devoraba emparedados y mediasnoches con un entusiasmo de campeonato, echaba su verso, como se decía, produciendo derroches de admiración, profecías sobre su porvenir, universal pasmo acompañado de agua de cebada y tisanas para las jovencitas, que, no sé por qué, eran todas víctimas de una cruel epidemia de clorosis. Todas estaban cloróticas, se ve que era elegante. Con este público, ni qué decir tiene que la Fiesta del Libro se convertía en algo sencillamente admirable, trascendente, vestido de intocable prodigio... En fin, que llegaba el día fatídico, solía ser un veintitrés de abril, o en sus cercanías. Aparecía en el almanaque, se madrugaba más, cambiaban de color las cosas cotidianas, hasta quizá había venido algún pariente del pueblo (entonces aún quedaban gentes en los pueblos, hay que ver), y había dormido en el sofá, o en el suelo, y había que levantarle antes de tiempo... Y comenzaba el último y atormentador examen de la criatura... Por fin, al teatro. Solía estar cerrado al llegar, claro, la impaciencia había hecho correr demasiado. «¡Haz el favor de no refunfuñar, que tu hermano o tu prima ni siquiera se tomó el postre por llegar a tiempo...!», etc., etc., etc... Qué inmenso desgarrón la separación del recitante de las manos filiales, al tener que   —191→   irse solito, desamparo trágico, camino del escenario. Besos y abrazos casi como los que reproducía el inevitable ABC siempre que había salida de soldados para las campañas africanas, o en las fotos de La Esfera sobre la guerra que después llamaríamos europea... ¡Qué lágrimas...! Y evidentemente no eran por emoción poética, sino por el desvalimiento en que se sumergía el endomingado personaje. Quizá desde entonces, el niño que recitaba, alberga muy hondo el complejo de que hablar en público es verdaderamente marcharse para un sitio peligrosísimo, donde Dios sepa qué oscuras amenazas nos acechan... En fin, que llegó el momento.

Se levantó el telón. Un coro de chicos de muy diverso origen y de idéntica perversidad musical canturreó como Dios le dio a entender una Oda que, Dios sea loado, duró poco. Abundaban los Salve, los Manco de Lepanto, los Inmortal Rocinante... Lo otro, una lástima, no se entendía. Además, el niño estaba muy pendiente de su repaso último y tenía ya más que bastante con lo suyo. Detrás del Himno aquel o lo que fuere, hubo un rapidísimo reparto de premios. Había muchos premios, pero no subió al escenario más que el primero, un grandullón lleno de granos, que, por lo visto, había escrito una larga redacción histórico-literaria sobre la imprenta, que fue muy elogiada por las personas mayores. Se repartió en el programa de mano, a dos tintas. Y finalmente, el niño de marras, andando con una cautela como no ha vuelto a emplear en su vida, debida, ya se dijo, a que los zapatos resbalaban, avanzó al centro del escenario, confundido por las sonrisas de la gente que allí había y presintiendo encima de él los ojos de toda la sala, de la que llegaban siseos, toses contenidas, algún portazo lejano...

El niño había tenido que memorizar mucho para tragarse el poema libresco, lleno de palabras difíciles y de sonsonetes pluscuamperfectos. Y, cosa natural, a pesar de que a muchos no les gustara, solía cerrar los ojos para repetir el palabreo... ¡Ah, minúsculo detalle! La   —192→   poesía tenía que decirse con los ojos bien abiertos, formaban parte de ella las miradas al cielo, los gestos, el inclinar de cabeza, el entornar los párpados en las situaciones clave... Pero todo ello se había hecho en casa, con la luz de la sala escondida detrás de sus faldillas verdes, o en el Colegio, a pleno día, frente a un enorme mapa del Imperio austrohúngaro, que el maestro no quería sustituir, porque se consideraba un imbatible enemigo de los aliados... Y allí, en el escenario, no estaban las butacas conocidas, con las gentes de casa soplando descaradamente en las lagunas de la memoria, diciendo entre dientes y sonriendo la rima que se olvidaba, ni estaba el mapa de Austria-Hungría, en el que nos habían pintado con rojo grueso unas nuevas fronteras de países con nombre que nadie sabía muy bien en casa, no, no había nada de eso, ni el crucifijo, ni el reloj, ni el encerado grandote donde, a veces, estaba escrita la poesía, o, por lo menos, las palabras aquellas rarillas, para que pudiéramos leerlas al ir declamando, sin tartajear. Había solamente allí, a dos pasos del desvalido crío, toda una agresiva fila de bombillas encendidas, sin protección, radiantes, cegadoras... Tan cegadoras que ni siquiera podía el niño ver a su familia, que, de seguro, estaría limpiándose la baba en el palco de la derecha, o en la primera fila algunos, esperando anhelantes el portento de oír, por vez primera, la voz más que conocida, disfrazada de drama, de inmortalidad... El niño se puso, digamos, algo nervioso, nervioso, muy nervioso, con aquellas luces impertinentes, tan fuera de programa. Tanta recomendación, tanto consejo, y nadie había pensado en aquellas bombillas, vaya, hombre, también es cosa. El niño empezó a ponerse colorado, le picaban las orejas con saña, también las corvas, trasudaba, intentaba comenzar su caudaloso


Oh, bello libro de viajes, con sus estampaciones,
con sus lomos dorados...



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y no, que no, que no salía aquello ni a la de tres. Oía vagamente una voz detrás de él que le decía, cambiante el tono hacia la amenaza: «¡Empieza, muchacho...!». Casi esperaba ya el coscorrón, la palabrota quizá... Los maestros, es lo que tiene, eran entonces pero que muy muy efusivos. Y por fin, salió la voz, rotunda, chillona, un fleco de ira en sus contornos: «¡Que apaguen!». Notó el susurro extraño, creciente, alarmado, una infinita mezcla de aes y de oes, y de Dios míos, y ayes apenas entredichos, pero que llegaban allá arriba en oleadas, desde el otro lado de la muralla de bombillas. Una mano que evidentemente quería ser cariñosa se le acercó por detrás, se detuvo en su cuello de piqué, recién comprado y postizo, y oyó un apremiante: «Venga, hombre, si te lo sabes, dilo». Y otra vez el niño: «¡No me da la gana. Que apaguen!». Y no apagaron. El niño fue llevado rápidamente a su sitio y continuó el programa, un auto de Lope de Rueda triturado, nuevo tiento musical, el discurso monótono de un bibliotecario... Perdónenme que no les cuente lo que pasó a la salida, todo el honor de la familia en entredicho, lloros, jipíos, un oprobio sin orillas.

Sin embargo, no para todos era la Fiesta del Libro un espectáculo más o menos reluciente y donde las familias podían lucirse, intervenir, repartir cartulinas y preparar meriendas... Una mano familiar, que no paraba de reírse de la catástrofe y de proclamar la necesidad de que hubieran apagado aquellas luces, regaló al niño un libro, al día siguiente: un libro que no tenía canéforas, ni ludibrios, ni nenúfares, ni garambainas de las que había que preguntar al párroco, a los vecinos, al hijo de doña Fulana, que está estudiando para abogado... El libro se llamaba, se llama, Platero y yo. El entonces niño ha tenido muchas otras ediciones de Platero y yo, y las tiene, ilustradas y sin ilustrar, baratas y lujosas, nacionales y hechas en otros países, en su lengua y en otras extrañas y tiene incluso alguna dedicada cariñosamente por el propio autor. Pero ninguna encierra el lejano valor   —194→   único de aquélla, fruto de su primera Fiesta del Libro, cuando las Ferias eran solamente un montón de carromatos o tenderetes por la calle durante un sólo día de abril, generalmente lluvioso, y se podía comprar lo que fuera con una levísima rebaja.

Más tarde, las festividades y las ferias de los libros se fueron celebrando con cierta rigidez ortodoxa, reglamentaria. Había comenzado esa ladera de nuestra sociedad, donde el libro es también un producto de consumo, algo que está estrechamente relacionado con la economía, con las divisas, y que, entre nosotros, debe ser mimado cuidadosamente por la enorme amplitud del mundo de habla española. Es ya en mis años de estudiante. Comienzan tímidamente a plantarse las barracas por varios días, con su reclamo multiforme y colorista de los anuncios, de los autores firmando a determinadas horas. Hubo un par de años, quizá alguno más que no recuerdo, que las Cámaras del Libro editaban un texto recordatorio, hecho con cierto lujo incluso, tal y como entonces los procedimientos de imprenta permitían. Se regalaba a los compradores que hacían compra de otros libros por cierto valor. Si mi memoria no se engaña (ojo, la memoria es la mejor artimaña para mentir con descaro), había que gastarse, en libros, quince pesetas, quizá fueran veinticinco. (Es evidentemente, absolutamente inmoral recordar cantidades, por el estremecimiento que producen.) Un estudiante de entonces, el niño del Teatro Español y del poema de marras, se pasaba largas semanas ahorrando, a base de patear calles y no tomar tranvías ni autobuses, para poder tener las pesetas necesarias, y poder llevarse a casa el tomo de regalo. Y se gastaban horas y horas en repasar catálogos para redondear la cantidad de acuerdo con los títulos que se necesitaban, o lo que se prefería tener, un repertorio de documentos medievales, dos o tres novelas de Unamuno o de Valle Inclán, quizá los últimos tomos de Proust llegados a Madrid, un Lorca o un Guillén recién salidos... Eran tantas y tantas las solicitaciones, las premuras...   —195→   Cuántas sumas quitando y poniendo... Y se volvía a casa con el libro, que se añadía celosamente a los libros comprados. No recuerdo cuántas veces se hizo esto, pero yo tengo por lo menos dos: 1935, centenario de la muerte de Lope de Vega. Cuánto, cuánto hubo de memorietas vanas, esa oquedad inmensa de las conmemoraciones oficiales. Discursos, conferencias y conferencias, banquetes, comisiones nacionales y locales, zarandajas de todos los tonos... Pero el recuerdo de esa Feria del Libro permanecerá, con su personalidad emotiva y autónoma: es una edición facsímil de las Rimas de Tomé de Burguillos, hechas en Madrid, 1634. Aún emociona ver, en las guardas, las señas de identidad del volumen, quién regala el papel, qué gentes autorizan y ayudan a la reproducción, cómo se ha concebido para regalo en la Fiesta. En ese volumen, el estudiante, lejano niño de un poema frustrado, aprendió a decir algunos versos con el único acento que les es posible, sin disfraz, sin elocuencias huecas. En ese libro, la mayor parte pura broma, el estudiante de entonces pudo encontrar andando el tiempo uno de los más hermosos poemas de Lope a Marta de Nevares, su último gran amor, poema que se esconde entre las páginas de las Rimas casi como avergonzado de su voz estremecida.

Marta de Nevares ha muerto ya. Lope, viejo, cansado, tiene, quizá por primera vez en su vida, escrúpulos ante el qué dirán, y hasta la entierra de tapadillo, dando la cara un librero amigo. De la casa que hoy admiramos en Madrid había desaparecido, quién sabe si ya para siempre, la alegría exultante que le ha acompañado en toda su existencia. Y en esa casa, soledad creciente, Lope escribiría este soneto portentoso, verdadera confesión desgarrada:



Resuelta en polvo ya, mas siempre hermosa,
   sin dejarme vivir, vive serena
   aquella luz que fue mi gloria y pena
   y me hace guerra, cuando en paz reposa.
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Tan vivo está el jazmín, la pura rosa,
   que blandamente ardiendo en azucena,
   me abrasa el alma de memorias llena,
   ceniza de su fénix amorosa.

¡Oh, memoria cruel de mis enojos!
   ¿Qué honor te puede dar mi sentimiento,
   en polvo convertidos sus despojos?

Permíteme callar sólo un momento,
   que ya no tienen lágrimas mis ojos,
   ni conceptos de amor mi pensamiento.



Quién le iba a decir al estudiante de ese año, que, cuando andando el tiempo, tuviese que escribir un libro sobre Lope, iba a encontrar, en un libro-recuerdo de una Feria del Libro, uno de los soportes más dignos de lo que escribía.

Hubo más libros-recuerdo. Otro año fue Bécquer, y se lograba por el mismo procedimiento una preciosa edición de las Rimas, con dibujos oportunos y de época. Las Ferias se habían convertido ya en una tarea voluntariosa, en la que no cabía el despilfarro del tiempo. Se iba a tiro fijo, buscando ya lo que, en realidad, de verdad se iba necesitando.

En períodos sucesivos, ya todos estamos al cabo de la calle sobre la marcha de las Ferias del Libro. El libro ha salido a la calle, donde está el amigo y el enemigo, a ganarse la vida en nuestra sociedad contradictoria y poco dada al sosiego, al bendito ocio de las tareas intelectuales. Ya no existe el intelectual, tan bellamente recordado por Azorín, que, en el Renacimiento, disponía hasta de un criado que le pasase las hojas, cuidase de atizar el hogar encendido y le trajese un refrigerio de cuando en cuando, mientras los doctos latines se van pasando a la página nueva. Ahora, el intelectual tiene que aprender a hacérselo todo, incluso las pequeñas artesanías de la casa (ay, esos manualitos repletos de dibujos sobre carpintería, fontanería, jardinería, etc.), y correr alocado a las   —197→   redacciones de los periódicos, y a las reuniones editoriales, y hasta dejarse ver en la televisión, la más cruda arma contra la intimidad recogida y auténtica. Y tiene que hacerse, no amigo, sino aliado casi manu militari del libro para que los nuevos medios de comunicación no le condenen al olvido, sustituyéndole por un rato de duermevela ante una pantalla. El libro está ahí, viviendo como pocos este trance de cambio de vida, de una sociedad basada en los conceptos del humanismo clásico para entregarse a un nuevo humanismo, el de la tecnología. Abriguemos, sí, la esperanza de que no acabemos por ser todos desesperadamente iguales, y que, entre los millones de espectadores que devoran, después del cansancio de un día afanoso, un texto ilustre, dramatizado con mayor o menor gracia o desgracia, esperemos digo, que entre todos surja la voz que, disidente, acabe por volver al mismo texto y no se conforme con lo que le dan... Quizá un estudio detallado y no mentiroso de las estadísticas nos demuestre que muchos textos ilustres se han vendido muchísimo más después de haber sido dados por cine o por televisión. ¿Pasará lo mismo con otros textos del mismo autor? ¿Está preparado el mercado para suministrar textos de indudable honradez cuando se trate de textos venerables...? Son tantas las preguntas... Una Feria del Libro puede ser así una especie de auténtico pulso nacional, del pulso que no se oye ni se registra en una clínica, pero que empuja la colectividad hacia horizontes de indudable dignidad.

Les he llevado a ustedes, abusando de su paciencia, a través de unas Fiestas del Libro de años pretéritos, utilizando la compañía de una persona que, por lo que sea, azar, vocación, circunstancias socioculturales, etc., acabó por verse entregada a los libros. Pero los años pasan, y con ellos, cambia el ángulo desde el que el hombre mira su contorno. ¿Qué es para ese mismo hombre, ya con mucha experiencia, infinitos desencantos a cuestas, qué es para ese hombre, hoy, una reunión callejera de libros? La Feria del Libro, en sí, es un escalón más de su cotidiano   —198→   vivir. Otra Feria más. Se compara con las otras, se percibe qué se lee, qué se desentierra, qué prestigio tienen los autores que consideró intocables en su juventud, y qué nuevos títulos y preocupaciones se desatan. Ve, con un gesto extraño, casi inmóvil, cómo muchas de las personalidades que leyó en sus años mozos con vivo interés, no aparecen por ninguna parte. Autores brillantes, que ocuparon la atención de los periódicos, que fueron llamados geniales por los críticos, ahora no los lee nadie. Nadie los conoce. Su nombre no suena a nada. Muchas veces he pensado en aquella lección prodigiosa de Antonio Machado. Un estudiante tiene que escribir en la pizarra una frase. Y, decidido: Los eventos que acaecen en la rua. El profesor dice: Muy bien. Ahora escríbalo literariamente. Lo que pasa en la calle. Sí, muchas veces nos dejamos arrastrar por ese brillo momentáneo y se nos olvida que la literatura es compromiso, vida, fe de existencia y sentimiento del idioma, lo que no quiere decir en manera alguna brillantología hueca de palabras sonoras. Esos eventos que acaecen en la rua son como las canéforas, nelumbos y demás zarandajas que se tuvo que aprender el niño aquel de que hablábamos al principio. Pero en la realidad de un momento, hay que contar con eso. Y más en nuestra sociedad plagada de servidumbres económicas y de grupo. Estoy hablando ahora para el joven aprendiz de literato, que puede desorientarse gravemente en el horizonte seudocultural que un montón de escaparates puede darle. No, no hay que dejarse llevar por la cáscara. Detrás de eso hay una vida multiforme, que no sólo es literatura (hablo de esto porque es mi oficio), sino todo lo demás, y todas las partes de una sociedad deben estar armónicamente apuntaladas las unas en las otras. Y por añadidura, es obligación del hombre no sentir nada ajeno, sino dejarse llevar por las curiosidades. Y así, ¡qué magnífica manifestación de realidades una Feria del Libro! Allí están las viejas voces amigas de los clásicos, de Cervantes y de Lope, del Lazarillo y de Santa Teresa, pero están   —199→   también los recovecos del quehacer y del pensamiento humanos: la política, la sociología, la química, la medicina, la astrología, las modas, la mecánica, la astronomía, el espiritismo, el ilusionismo, la cría de las abejas y la industrialización de los desperdicios, los viajes y los mundos de los astros remotos... La vida en fin... El hombre ya maduro, que vive de los libros y para los libros, ya apenas mira o curiosea por la Feria: se lo sabe ya de antemano por los catálogos, catálogos cada vez mejor hechos, que, en la soledad de su habitación de trabajo, le dicen ya dónde y cómo tiene que buscarlos. Un telefonazo basta. Pero el hombre de que hablo va a la Feria una vez y otra, por darse el gran placer, el incomparable placer, de ver a sus paisanos y compatriotas escarbar, curiosear, preguntar, poner cara de mal humor o de gran experto ante un libro. E incluso regatear ante el precio, pasmarse de lo que cuesta, o llevárselo con una secreta alegría, deseoso de verse a solas con él. Va creciendo la mañana, se va apretando la gente. Gritan en los mostradores las novelas, las traducciones, colecciones de bolsillo con su camisa coloreada, familiar y llamativa, y los lectores, empleados de esto o de lo otro, estudiantes jovencillos, cogen una vez y otra a Faulkner, a Steinbeck, a Thomas Mann, a Sartre, y dialogan sobre los desenlaces. ¿Has leído Kapput? No, pero sí Archipiélago Gulag, y se esconde en los pliegues de la gabardina una edición bilingüe de Tito Livio, con la sana intención de no trabajar mucho en la traducción... Oye, este Gatopardo, es aquél que echaron en cine, pues anda, que no es gordo ni nada... Ah, mira Bertolt Brecht, El fulano ese resistible... Voy a comprarlo... Y el librero ayuda generosamente a un grupo de muchachitas que buscan textos baratitos de teatro del XIX para hacer sus trabajos de Cou, o de Preu, o de como demonios se llamen esas cosas, y van gozosas con un Tenorio que ha costado treinta pesetas... Y es un gozo ver al buen bibliófilo, que se entera de los plazos para adquirir una buena edición facsímil, ahora son tan bellas, y tan caras,   —200→   y hace números una y otra vez, y no se atreve a tocar el ejemplar de reclamo, y pasan ante los mostradores los buenos tipos de riñón bien cubierto, que compran libros bien encuadernados, sin importales qué títulos, solamente los metros que necesitan para llenar un estante decorativo en una casa que se están poniendo por ahí, por las afueras, encuadernaciones que hagan mono... Vaya por Dios... Sí, es la vida. Dar un paseo por la Feria del Libro es la vida entera, tumultuosa, sin barreras, cada cual manifestándose tal como es por el solo hecho de estar mirando un libro, todo el aliento en la yema de los dedos. El viejo clásico del XVII, en la Epístola moral a Fabio, nos lo dijo ya claro y para siempre:


   Un ángulo me basta entre mis lares,
un libro y un amigo, un sueño breve,
que no perturben deudas ni pesares.



Sí, muchas veces, mientras la vida del hombre sea la que es, la mano se extenderá buscando la compañía silenciosa de alguien. Nada como un libro. Un gran escritor andaluz, Vicente Espinel, nos lo contaba ya en los albores del 1600. Uno de esos días del Madrid del XVII, Marcos de Obregón ha pasado largas horas arriba y abajo, corriendo de un lado para otro en la ciudad, trepando, tiene las piernas casi inútiles por los dolores, por las empinadas cuestas del Madrid austríaco. Está fatigado, lleva mucho tiempo sin comer. Busca el refugio de su casa, de su techo. Muchas veces han vuelto los héroes picarescos a sus casas, hartos de la sociedad que los rodea, incomprensiva, hipócrita, minada por vanidades sin cuento. Y en las casas no hay otra cosa que desnudez, incomodidad, frío, desamparo. Recordemos, por vía de ejemplo, el primer gran regreso a casa de un héroe picaresco, el Lazarillo. Toda una larga mañana callejeando por Toledo, cuesta arriba, cuesta abajo, bajo las campanadas catedralicias, amusgando las orejas y la nariz por el olor de las panaderías, de los puestos de frutas... Y el   —201→   hambre, un hambre atroz rodeando la soledad. Y cuando se llega a casa, la esperanza de un hogar, de una cocina, ha llegado a su propia cúspide, a la cima más dura y punzante. Y en aquella casa no hay otra cosa que desnudez, polvo, un jergón viejo y roto, un cacharro de barro desbocado, olor de humedad, de desamparo. ¿Cómo se va a estar bien en esa casa? Recordemos la vuelta de Don Pablos, el Buscón quevedesco. Va llegando a Segovia, quizá hay un estremecimiento interior al reclamo de la querencia. Y en su casa, la casa del verdugo, no hay otra cosa que suciedad, unos cuantos borrachos despilfarrando en frases soeces su escasa dignidad humana. Tampoco estaremos a gusto en esa casa. Nos acosa la necesidad de huir, de escapar a aquella obstinada manifestación de zafiedad y de acumulada porquería. Pero en esa casa del alto repecho de la Costanilla de San Andrés a la que llega Marcos de Obregón, hay algo muy diferente. En esa casa donde vive Vicente Espinel, rondeño atenazado por los fríos madrileños, hay libros. «Con ellos, dice el personaje, me dispuse a engañar la soledad que se me aparejaba». Y con este recuerdo del rondeño, nacido aquí cerca, tras la sierra, y muerto en Madrid, en la misma manzana donde siglos después nació el niño que intentó recitar el poema en aquella Fiesta del Libro que he contado, termino. Sé que es el capítulo de gracias. Pero también, reconózcanlo conmigo, conviene estar de enhorabuena por haber llegado al final sin haber gritado ni una sola vez que apaguen la luz, que no le daba la gana al conferenciante soltar lo que esta vez no se traía aprendido.



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ArribaAbajoVI. Un libro vuelve a salir

Este libro, El habla de Mérida y sus cercanías, que hoy vuelve a salir a la calle (1982), gracias al generoso gesto del Ayuntamiento de Mérida, se escribió en circunstancias dificilillas, allá por los años 1940-1941. Hace, pues, muchos años. De entonces a hoy, han desaparecido gentes, paisajes, estímulos. Se ha trocado el aire total del clima que, voluntad tensa y ensimismada, le vio ir tomando cuerpo, día a día, minuto a minuto. Desde un punto de vista estrictamente filológico, el libro tiene ya poco valor. No lo digo con aire jeremíaco, ni con sombra alguna de coquetería. Al revés, lo digo con la satisfacción que me acosa al comprobar que ha cumplido su papel digna y enteramente, ha redondeado el aire perecible de toda empresa humana. Concebido con los procedimientos metodológicos de su tiempo, el libro fue reseñado en el mundo entero, con los diversos resquemores o entusiasmos que la situación española de aquellos días arrastraba consigo y hasta mereció ser tratado detenidamente en una obra capital, La dialectologie, de Sever Pop, el ilustre lingüista rumano (Lovaina, 1950), quien le calificó de «monografía modelo». Efectivamente, de este librillo, hecho sin ayuda alguna y sin la bambolla que vino después, fueron saliendo, larga dinastía, copiosas monografías dialectales, que, en pocos años,   —204→   transformaron el conocimiento de las hablas locales peninsulares, colaborando así a llenar la penosa laguna del no existente y desventurado Atlas Lingüístico de la Península Ibérica, una de las tareas más cariñosamente emprendidas por el ya entonces pura nostalgia Centro de Estudios Históricos de Madrid, dependiente de la Junta para Ampliación de Estudios.

Llegué a Mérida en septiembre de 1940. Iba destinado al Instituto de Segunda Enseñanza, flamante catedrático de Lengua y Literatura Españolas, salido de las primeras oposiciones celebradas después de la Guerra Civil, «humilde profesor de un instituto rural». El instituto estaba por entonces en un viejo caserón destartalado, quizá dieciochesco, con una amplia escalera que iba a morir en unas habitaciones que nadie veía, y que disfrutaba, incrustados en sus paredes, de nobles mármoles romanos (relieves, algunas inscripciones). Apenas recuerdo ya la distribución de las aulas, tampoco la cara de muchos compañeros de claustro (ya comenzó entonces el catedrático recién nombrado que tomaba posesión y desaparecía, llamado, al parecer, a insustituibles faenas). Sí, recuerdo nítidamente el gran patio con arquerías de macizos pilares, blancura deslumbrante, indudable aire colonial, con unas palmeras hermosísimas, que levantaban el suelo enlosado. En aquel patio, los chiquillos gritaban estruendosamente al infinito resplandor de las doce y toreaban a unas tres o cuatro vacas que, propiedad del conserje, andaban sueltas por allí. Aún me avergüenza un poco, como un dolor inexplicable y ciego, clandestino casi, el súbito silencio temeroso que inundó el claustro cuando el jovenzano catedrático recién venido se subió a una de las vacas... Siglos de valores jerárquicos, de férreas disciplinas se desmoronaron sin pena ni gloria por aquel gesto. El silencio me hizo bajarme rápidamente de la vaca, mansísima, ratina, una buena persona, qué le vamos a hacer, también entonces estaría profundamente pasmada...

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Siete cursos de chicos por las mañanas, siete cursos de chicas por las tardes. Eran los años en que la coeducación sonaba a blasfemia imperdonable. A los pocos días, la rutina llenaba la vida. Unos profesores se van al casino (estaba en la esquina), otros, pocos, esperaban la inevitable película de folklore seudoandaluz, o conquista del oeste americano, todos se escandalizaban de que el director del centro (cargo de confianza, es natural), no fuese catedrático, sino un viejo cursillista. Dicho de otro modo: reiteración, esta vez en carne viva, de las vanidades permanentes, de los requilorios y puñeterías que constituyen el meollo de tantos cuerpos profesionales cuando por hache o por be se quedan despoblados de ilusiones. Sin embargo, los días iniciales de Mérida, otoño creciente, fueron inolvidable liberación. El hecho de ser funcionario volvía a ponernos dentro de una relativa, precaria libertad. El hecho de tener un carné oficial nos ahorraba los inacabables salvoconductos para viajar aunque fuera a unos pocos kilómetros de casa. Aquellos salvoconductos que expedían en las Comisarías (o no los expedían, dependía de muchos imponderables), tras las firmas avalantes de dos honrados vecinos de reconocida y moralísima conducta (el panadero, el mercero, el carnicero, el párroco, el sereno, el sacristán) y veinticinco pesetas de entonces por papelito-pólizas, vejaciones y colas aparte. Un verdadero delirio de simplezas disculpadas por la amenazada seguridad colectiva. Todo eso se sustituía con el carné oficial (tampoco era mala consecuencia el cese de las presentaciones periódicas en ciertos sitios, por aquello de la inevitable, eterna depuración). Creo que todo el mundo comprenderá fácilmente con qué afán deseaba yo que apareciese en el tren el policía, la primera vez que, vacaciones al frente, regresaba a Madrid con mi carné acabadito de hacer. Cómo le acariciaba en el bolsillo, entrerriéndome... Pues no lo necesité, también fue cosa. A la altura de Puertollano, subió al tren un grupo de gentes extrañas, mujeres pintarrajeadas, hombres muy encorbatados y ceremoniosos... Eran cómicos,   —206→   volvían muy apesadumbrados, Benavente y sus rosas otoñales no habían despertado entusiasmo entre el público manchegominero del momento. Y el policía, que apareció enseguidita, quizá atraído por el reclamo de tanto viajero junto, también fue casualidad, se limitó a ojear desdeñosamente el salvoconducto colectivo de la compañía. Ni se dignó mirar hacia mí, ni darse cuenta de que yo tenía levantada la mano con mi carné de catedrático, foto-estudio, ilustrísimo señor, veinticuatro años encima... Nada. Me incluyó en la mesnada teatral sin la menor vacilación. ¿Qué complejo o bobalicón personaje me asignaría, si es que entendía algo de teatro? ¿O me valoró como tramoyista o, aún los había, apuntador? Señor, Señor, mi carné resplandeciente... Desde entonces, otro gesto más de mano levantada, levantada así, ya sabéis cómo, a la altura de la frente, para evitar las bofetadas...

En aquella Mérida de sol y melancolía, en un invierno excepcionalmente lluvioso seguido de un verano atroz, de calores exagerados, comencé mi vida de profesor y, a la vez, el acopio de materiales para lo que iba a ser mi tesis doctoral. Fui de aquí para allá, con los escasísimos medios de que disponía, utilizando los transportes más variopintos e inseguros, preguntando, preguntando, llenando papeles de notas y dibujos. Al cabo de algunas semanas estaba familiarizado con el hablar de la tierra. Debo recordar aquí, muy señaladamente, a los que, siguiendo los métodos usuales entonces, fueron los sujetos especiales de mis encuestas. Sobre todos ellos pesaba, de una u otra forma, la guerra aún cercana y, en muchos, la represión. Quizá las charlas conmigo, sobre materias tan inocentes como el tránsito de las estaciones, los ritos humanos de paso sobre la vida, los ciclos de las cosechas, etc., quizá, digo, fueron para muchos una lustración apacible. Tardes en la era de Trujillanos con Florencio García Higuero, locuaz, simpático, convencidísimo de que su interlocutor madrileño estaba majareta. Conversaciones con el párroco vasco, desterrado, que paseaba a grandes zancadas por los alrededores de San   —207→   Pedro de Mérida y caía en mutismo llamativo al rozar los motivos del trasplante. Entierros, bodas, bautizos, fiestas patronales en Aljucén, donde iba a pie, acompañando al cura, D. Pedro Redondo, bondadoso y fino, profesor de religión en el Instituto, solían mandarle una mula en los casos de urgencia... Juntos atravesamos muchas veces los hondos campos de encinar, campos que a la noche se volvían amenazadores. (Una noche me extravié y fui detenido por la tropa que vigilaba los movimientos de los alzados, maquis había que decir, y fui detenido gracias a Dios: en mi desorientación atravesé pastizales con reses bravas, cosa que no le sienta muy bien a un aprendiz de filólogo. Y aún hubo sabiazo, después, que, al reseñar el libro en la comodidad de su ultramarino despacho, me censuraba, muy campanudamente, la ausencia de la cantidad latina en algunas etimologías... ¡Bueno, hombre, bueno, tranquilícese!).

Volviendo a los que fueron mis «sujetos» he de recordar al tío Quico, Francisco García Aguilar, el lechero. Vivía por la antigua salida hacia Cáceres, pasado el paso a nivel, una puerta ancha guarnecida de macetas rabiosas de colores y perfume y nombres sugestivos, entremezclados con el olor agrio de cabras y vacas. Compartimos muchas veces el burranquino, en expediciones a los pueblos cercanos. Pareja cercana era el alfarero, del que apenas me queda otra imagen que algún pucherillo desperdigado entre los libros. ¡Cuánto, cuánto aprendí de su experiencia! Dichos, sucedidos, anecdotario irrestañable, el desencanto total de la guerra y la conciencia clara de su bárbara inutilidad... Cómo influían en su cháchara desengañada, con asombrosa naturalidad. Y aún se me pone de pie en la memoria el interminable, cambiante charloteo múltiple de las tabernas pueblerinas, humo, palabrotas, heroicidades de la guerra a troche y moche, tan enormes como falsas, siempre el erudito local malhumorado y próximo, acechando la ocasión de dejar en ridículo al advenedizo preguntón. Todavía me divierte la sorpresa de Alanje, donde, en el bar modesto y chirriante   —208→   de cortinas de canutillos, innumerables tiras pegajosas para atrapar las moscas, entablé diálogo con una persona muy, pero que muy enterada... Había sido el mismo sujeto que se utilizó para llenar los cuestionarios del Atlas lingüístico de la Península Ibérica. Después, receloso, había procurado informarse, tenía unos parientes en Madrid, entre ellos un conserje del Observatorio astronómico, ahí, donde preparan los pedriscos... La consecuencia era que nadie en el pueblo sabía hablar, a no ser él, claro está, que recitaba, muy requetemal por cierto, romances de la Flor Nueva de Menéndez Pidal. Ah, claro, tal entidad era fuerza viva, cómo no. Una angelical y vulgarota pedantería que contrastaba con la timidez -y hasta el rubor- con que algunas mujeres oían nuestras eternas malas palabras.

Por eso este libro no sirve ya. Tiene, eso sí, el valor de testigo de una época en la Lingüística española, de signo abanderado de una manera de hacer dialectología bien hecha, pero el contenido, el resultado diríamos, ya pasó, ha pagado su tributo de ir muriéndose un poco cada día. Durante muchos años, ya lo he dicho en alguna ocasión, hemos estado haciendo dialectología con los criterios etnográfico-históricos, que, es indudable, aún pueden dar resultados, información justa e inequívoca, pero hemos de variar la meta de nuestras apetencias y tareas. Llegábamos al lugar elegido y pensábamos que las legiones romanas acababan de abandonarle, huyendo de Dios sepa qué. Y allí estábamos nosotros para, con supuestos conocidos, la vida de las legiones, etc., ver qué restaba de su paso o qué cambalaches se producían. Y una vez que, mal que bien, establecíamos estas diferencias o rupturas o continuidades, nos dábamos por satisfechos, limitábamos casi siempre a cierto tipo de hablantes los soportes de nuestra investigación, hablantes que, sí, eran representativos, pero no los únicos: renunciábamos previamente a buena parte de la colectividad. Hoy vemos con limpia claridad que en el fondo de toda diversificación lingüística subyace una norma idiomática, respaldada   —209→   por las diversas variantes socio-culturales que constituyen su entidad social. Habla el inculto, y el culto, y el iletrado y el sabihondo, el clérigo y el pastor. Entre todos surge el habla cotidiana, la que nos debe preocupar. Y cada uno de estos grupos humanos varía según sus apetencias momentáneas, las que terminan por retratar cumplidamente su yo histórico y social. La Mérida que yo estudié hace ya cuarenta años no es la misma que la actual. Ha pasado mucha agua bajo el puente. Quizá el Guadiana siga empleándose sin artículo en el habla local, pero ya no le dejarán, en época de avenidas, tapar los arcos del puente romano, con la zozobra a cuestas y creciente, ni le permitirán inundar las campiñas en extensiones desmesuradas. Han surgido nuevos pueblos, con habitantes importados de otras comarcas españolas, con diferentes cultivos y ganadería diversa, y las generaciones nuevas conocen nuevas preocupaciones y trabajan en industrias insospechadas en los años cuarenta. Ya no se bajará a la estación, en tumulto casi, a la llegada del tren correo de Madrid, para conseguir un número de ABC o cosa parecida, prensa atiborrada de unánimes gritos triunfalistas y la monotonía de sus ilustres prohombres, cotidianamente condecorados. No, ha cambiado todo, vamos que si ha cambiado. Pero, estoy seguro, seguirán cruzando la mañana, gloriosa de luz y de brillos, los pregones de los ajos, de los cacharros de Salvatierra (¿y los del picón, verdadero canto?) y, desde luego, aún las cigüeñas henchirán con su tableteo la primavera jovencilla y pondrán sus penachos sobre las ruinas, vistiéndolas de repetida hermosura. Hasta las mismas ruinas parece que se han desperezado, ensanchado, intentan fugarse de los libros tradicionales...

Si hoy tuviera que volver a considerar el habla de Mérida y su comarca, contaría, como entonces, con el apoyo de los alumnos originarios de los pueblecillos encausados, que miraban atónitos el funcionamiento del quimógrafo casero (el mismo quimógrafo con que María Josefa Canellada estudió, y no se ha hecho más que   —210→   valga la pena, la entonación extremeña), mientras los padres y amigos y vecinos, que acudían al reclamo de lo inusual, le daban compasivamente a la cabeza. Hoy circulan aparatos portentosos, con los que hay que andarse con cuidado, y algunos muy caros, vaya si lo son. Y estamos familiarizados con ellos, obedecen al mandato subrepticio de un minúsculo, invisible botón: Ya no nos desvelaría que el sujeto que nos va a servir para registrar el rehilamiento de las palatales, típico del habla merideña, se obstine en declamar la Canción del pirata, gesticulando y todo. Sin embargo, esa Canción de Espronceda (al alimón con Nacencia, de Chamizo) envuelve en su halo de gratitud y simpatía mi recuerdo por la persona que la decía, un bondadoso maestro nacional, en cuya casa, grabando y grabando, una tarde inverniza de 1941, sufrimos el universal huracán que asoló el país, sin notarlo, el mismo ventarrón desesperado que provocó el incendio de Santander. Tal era la entrega y confianza entre investigador y sujeto investigado.

El Ayuntamiento de Mérida ha decidido reeditar este libro. Saben muy bien los consejeros de la Corporación cuál es la real situación de sus páginas en la ciencia lingüística española, y saben también que, al ponerle otra vez en circulación, dan nuevo empuje al impulso que le escribió. Este trabajo, como tantos otros que hice después, respondían a una apremiante necesidad de conocimiento, de entendimiento leal y rotundo entre las gentes de España. En esa España que había dado trágicas pruebas de no querer o no saber entenderse, muchos trabajos de este tipo nos hicieron sentirnos otra vez pueblo, compartir, a través de su lengua cotidiana y marginal, su inevitable penar o sus inexcusables alegrías. Ahí está ese hablar, ya en muchos casos apenas recuerdo, uniformado por la televisión, la radio, los viajes frecuentes y fáciles, el desarrollo material. Este libro de hace cuarenta años, salvando la ocasionalidad de la comparación facilona, es como aquellos trenecillos renqueantes, mañaneros, que iban de Mérida a Badajoz atestados de mujeres, de sufridas   —211→   mujeres que, violando conscientemente la ley, se acercaban a la frontera de Caia, para acarrear pan (aquellas hogazas de siete pesetas quilo, a las que adorábamos como ya lo hizo Lázaro de Tormes siglos atrás), legumbres, aceite. Se vivía en pleno estraperlo, rodeado de estraperlistas, tan tozudamente que el diccionario académico terminó por incluir esos términos en 1970. (Otras gentes, más cautelosas, y de orden, se limitaban a cortar el rabo a los cerdos imprudentes que lo asomaban entre las rejillas del vagón.) Mi parentela (muy querida) de Mérida se dispersó, y anda por otras ciudades, y no sabría ahora localizar a la gente que cariñosísimamente me albergó en su casa, Rambla de Santa Eulalia, no sé el número, y mis sujetos ya no están por estos barrios. Estas páginas escritas a los veintipocos años, cuando más de media España luchaba por integrarse en su real país inalienable y no le fue permitido, dan, por lo menos, testimonio de ese empeño. Menos da una piedra, y muy bueno, mucho, es comprobarlo.



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ArribaAbajoVII. Un tiento a la mala lengua


ArribaAbajo¡Atención, atención...!

Estamos asistiendo, ya hace algunos años, a una universal despreocupación por la norma. No se trata de una rebeldía, ni santa ni revolucionaria, sino de una total dejadez, una absoluta ausencia de responsabilidad. Parece que un irrefrenable gesto de hombros levantados revolotease por encima de la descuidada colectividad. Nos falta seriedad básica, radical, frente a casi todo. No somos puntuales, procuramos engañar al prójimo, a todo el que se nos ponga por delante, se falsean los impuestos, se derrochan los mínimos bienes ante una crisis escalofriante, se malbarata el paisaje, se destruyen los sistemas de equilibrio vital... Y tan huecos. Pero todo eso no es prácticamente mensurable frente al desdén que el español medio siente por uno de sus mayores tesoros (si no es el mayor): su propio idioma.

En efecto, nadie siente interés por depurar su expresión, perfeccionarla o embellecerla. Graves defectos, cuando no rotundas barbaridades, se han ido implantando en el habla sin el menor reparo, avaladas por el charloteo, a veces lamentable, de elevadas jerarquías y, desde luego, por el desmaño de los dichosos «medios de comunicación social». Una vena escandalosa de frivolidad acosa   —214→   la conciencia colectiva, y lo hace ayudada por la televisión, la radio, los anodinos articulejos balbucientes, con recuadro y toda la pesca, orillados por la falacia de su prestigio. No otra fue la base de sustentación de la enconada y larga polémica en torno al güisqui. En una España maltrecha, donde no había esquina sin llaga, todos esos «medios» se rasgaron las vestiduras ante la decisión académica de aceptar la voz güisqui. Se oyeron y se leyeron las «razones» más peregrinas en contra, aproximadas o no, pero, eso sí, cubiertas de hipócrita agresividad. Y todo porque una casta social, y no la dueña ciertamente de valores exquisitos, sino representativa de la casta adinerada o dirigente, o de otros grupos de presión, leía el whisky a la inglesa. Se disfrazaba así, invocando otras fronteras, su difusa apetencia de títulos que no poseía: prosapia, cultura, brillo, horizontes inasequibles al fácil esfuerzo o a la ruidosa calderilla. Whisky evocaba la taberna de las villas inglesas, lujo con luz cómplice, restoranes junto al Sena, cierto tipo de conversaciones susurradas, propinas aparatosas, viajes, compras tumultuosas y en competencia, etc., etc... Toda una serie de vivencias imposibles de aunar con el viejo chato de tintorro peleón con aceitunas y tristeza... (¿Dónde se escondió tanto y tanto «vino español» de los años autárquicos?). Whisky era algo no perteneciente a la sabiduría olvidada y asimilada, sino un acompañante de datos prestados, acumulados superficialmente, aún en trance inaugural, ajenos a la mayoría. La prueba de lo que estoy diciendo es que ninguna vez, absolutamente ninguna, se ha dicho la verdad, tan fácil y cercana como suele encontrarse: la Academia ha aceptado las dos formas, incluso la bárbara de barra adinerada, y ha cometido el imperdonable ademán de conceder libertad de elección... ¡Qué abrumador trabajo, pararse a pensar un poquito, Señor! Aunque sea con el vaso de güisqui en la mano...

De esta misma seudocultivada y deslumbrada clase social ha surgido la actitud de rendida beatería ante las voces extranjeras. Se salpica la conversación de términos   —215→   ingleses, que se sacuden como cascabeles -darling, on the rocks, ranking, marketing, obesity, underground tecnicismos de la televisión, cancioncillas sentimentales...-, que revisten al hablante de súbita trascendencia cosmopolita. Difícilmente se puede encontrar, en esta «espaciosa y triste España», algo más divertido que la exquisita fonética gringa de algunos locutores, al nombrar al recién elegido Presidente norteamericano, por ejemplo. Hay locutores que pronuncian unas acicaladísimas uves labiodentales, que no existen en español, o, con un engolamiento astronómico, dicen pienso de que, me parece de que... y muchos más alaridos de dequeísmo (palabrón que ya nos vemos obligados a usar en estudios lingüísticos, aunque suene a herejía, como maniqueísmo, priscilianismo, quietismo, etc.). Cuentan personas muy allegadas al medio que, en una ocasión, un locutor fue fulminantemente «desaparecido» (otro dislate, como lo es fue dimitido) porque el pañuelo que le asomaba por el bolsillo alto de la chaqueta no quedaba a gusto pleno del director general de turno... Qué pena que no se hiciera lo mismo con los parlantes con v, o con esa entonación, tan desentonada ella, donde el español suena a desgraciadísimo cascajo...

La falta de respeto llega a extremos delirantes, que revelan hasta qué cotas de menosprecio llega la propia comunicación. Existe por ahí, agazapado en cualquier recoveco de nuestra falaz convivencia, un juicio universal: las mayúsculas no se acentúan. Qué más quiere el español comodón para demostrar su gran sapiencia esgrimiendo a cada paso «la ley», para él intocable. Es un torpe prejuicio, que, supongo, ha debido brotar de razones de imprenta, al resultar muy caro duplicar tipos, matrices, etc. Pero me gustaría a mí ver cómo se maneja cualquier semiculto de nuestros dolores (¡y cómo protestaría, claro!) al verse obligado a pronunciar voces que no le sean familiares. Aún no hace veinticuatro horas que he oído, en uno de los programas de mayor audiencia (otra simpleza consagrada: quiere decir auditorio), calcháqui   —216→   con acento en la segunda a. El error provenía del nombre de un grupo folklórico. Se trata de los calchaquíes (tampoco calchaquís, aunque esto sea más usual y pueda tolerarse). ¡Oh, el prestigioso parlante, ofendiendo, en realidad, a toda una comunidad humana de su misma lengua! Tan sólo por estar ayuno del tema. Ya ven por dónde un acento de menos puede delatar un nivel cultural y las carencias a él anexas. El que esto escribe peleó, inútilmente, para que la publicidad televisada sacara acentuadas las mayúsculas que debieran estarlo. Se recomendó a los protestatarios la adquisición de las Normas ortográficas oficiales (unas treinta pesetas en la España de los precios caóticos y de los millones borrachos), y aún hubo señor que replicó con palabras furiosas, donde recordaba, en arriscado batiburrillo, el opulento regalo de su maestro de primeras letras, que le dejaba poner mayúsculas sin acento (vaya maestro, ¿eh?) y se exorcizaba al académico desaforado que pretendía, de la noche a la mañana, guillotinarle esa sacrosanta y añeja libertad. El maestro y el académico, vaya por Dios, qué dos entidades tan mal avenidas. Lo triste es la patente de corso de esa desdichada actitud. Ni el maestro podía haber dicho eso, si es que tenía alguna preparación en algo tan esotérico como su propio lenguaje, ni el académico dicta nada por su propia cuenta. Digo que lo malo es la divulgada comodidad. Mientras en el seno de la entidad se luchaba (repito: recomendando, es decir, procurando no levantar ampollas), los carteles cotidianos y oficialísimos, donde televisión, radiodifusión, conexión y tantísimas otras deben llevar su acentito, seguían y siguen sin él, tan campantes. ¿Dónde queda la autoridad? Evidentemente, estamos ante una nueva Numancia.

Sé, y muy bien, lo aparentemente inocuo de este problema. Pero esta minucia proclama la pecaminosa indisciplina, la universal falta de respeto y la colosal ignorancia. Se habla mal, se escribe peor. Y, claro es, no pasa nada. No se desploman las cordilleras, no se salen   —217→   de madre los ríos, no se desmoronan las opulentas urbanizaciones de las costas. Probablemente, la afrentosa degradación del idioma, extendida pujantemente por esta sociedad a dos carrillos, es un hundimiento despacioso, poquito a poco, y que nos va haciendo cada hora más ausentes y huérfanos de nuestra propia, inalienable personalidad (o que debería ser inalienable). Toda persona que hable en público, sea cual fuere su particular quehacer, es, ante todo, un ocasional y eficaz profesor de español. Y si su lengua funciona mal, ¿qué credibilidad podremos otorgarle? El problema es gravísimo y la responsabilidad enorme. Tenemos ahí delante muchos, muchísimos millones de hispanohablantes, a los que no podemos dirigirnos con esta lengua torpe que nos estamos fabricando para andar por casa y en zapatillas. Tenemos que darle un par de buenos tientos a la lengua, a la mala lengua.




ArribaAbajo¡Menos desdén...!

Hace ya una larga temporada que nos alarman con jeremiadas sobre el mal estado de salud de nuestra lengua. Ese clima ha invadido diversas esferas, y surgen, con pretensiones de curación, recetarios que quieren mitigar los desmanes lingüísticos. Hay quien siente los copiosos siglos de brillantísima Historia nacional colocados al borde de un precipicio, a la espera del locutor o del aficionado a la escritura que les regale el empujón fatal... Y es verdad que el desmaño expresivo está alcanzando límites extraordinarios, cimas de impensable medida. Hay quien suelta, y se queda tan pancho, disparates como demolir, en lugar del infeliz demoler. Hay quien cesa a alguien, o dimite al prójimo, o se nos habla de «la escasa eficacia de la política contra el empleo...». Y no pasa nada. Como se entiende lo que han pretendido señalar, nos rendimos a la vagancia mental, y ¡adelante! Todos tan contentos. No hace mucho una joven locutora,   —218→   gesto plácido y convincente, todo el país pendiente de sus labios, soltó algo parecido a esto: «...El barco tal ha sido disparado por una cañonera portuguesa...». Con lo que vimos al barco españolito atravesar los aires, marchoso él, hasta hacer blanco en Dios sepa qué remotísima diana. Una pena que disparar haya tenido siempre una muy precisa utilización. Si Felipe II hubiese conocido la posibilidad descubierta por nuestra locutora, la Invencible habría sobrevolado irrefrenable las costas inglesas y habríamos asistido al cambio total de la Historia por obra y gracia de la transitividad. ¡Qué hermosa idea para efectos especiales cinematográficos ver a los galeones asomando la proa entre las altas nubes para estrellarse, sañudos, contra la Torre de Londres...!

Casos parecidos son cada día más frecuentes. Nos ahogamos en torpes errores (contradizco, andó, etcétera) y entusiastas faltas de ortografía (adaliz, halgas, formas repetidas de haber sin la h, ocicos...); leemos afirmaciones regocijantes: «Precisamente desencadenar el proceso del envejecimiento es una de las principales finalidades de la gerontología». Aviados estamos con la medicina los que ya no somos muy niños. Claro que hay también casos para nivelar la pesadumbre. No hay más que mirar una fotografía. En ella, cinco personas sentadas tras una mesa, una mujer presidiendo, aparecen muy puestecitas ante la cámara. El pie de la foto es de un refrescante difícilmente superable: «El centro de... consta de catorce aulas y dos bibliotecas, dotadas de material bibliográfico y en las que se desarrollan numerosas actividades, como la que muestra la fotografía». Menos mal, menos mal, mire usted que si les da por una actividad más movidita...

En fin, hay que reconocer que los lamentos por la mala salud de la lengua española aparecen bastante justificados. Y, sin embargo, creo que la lengua goza de bastante vitalidad. Por toda la ancha geografía hispánica, la lengua aparece en mantenido trance inaugural. Crea sin descanso, descubriéndose a sí misma en nuevos rumbos   —219→   de poesía, drama, novela, ensayo. Y, repito, en todas partes. Los fallos tan reiteradamente denunciados andan acogidos a ambientes semicultos, enorgullecidos por su insoslayable presencia. Un barniz de saberes, una irrespetuosa frecuentación superficial de elementos culturales, se embarcan en una lengua vacilante y sin matices y nos proporcionan una imagen tergiversada de la realidad lingüística. Añadamos a esto el prurito de distinción, de pueril «elegancia literatizante» que acosa a los medios de comunicación, agravado por la premura con que se produce, y tendremos claro el alcance de ese producto idiomático. Las censuras apuntan todas a los mismos blancos, sin percibir que tal desmaño se da en capas sociales de nivel cultural inferior, a las que los censurados, en vez de adiestrarlas, hunden aún más en su dejadez. Sucede, simplemente, que esas personas disfrutan de una formación casi nula en lo que a su propia lengua se refiere, no la han considerado ámbito ensanchable. Y así les sale: dime cómo hablas y te diré quién eres. Pero muy claramente sobrenada que esta impericia personal no debe confundirse con la lengua misma. A todos estos vendedores de mala lengua no les vendría de sobra poner algo de orden en sus cortos conocimientos. A veces, un bachiller abreviado y a edad rezagada da muy buenos resultados. También pueden ser fructíferos unos instantes de autoobservación: Comprobar que lo que alguien está diciendo o escribiendo no es una repetición mecánica, sino que, precisamente, ese alguien habla o escribe, es decir, puebla de vida y de sentido lo que pronuncia o traspasa al papel. Cautela, cautela. Es penoso, atentatorio a la buena imagen de la colectividad, pensar que por todas partes nos tropezamos con la ignorancia aplaudida y hasta condecorada. Se impone la corrección de ciertos hábitos o la desaparición de los mal habituados.

Que se trata de un espejismo seudocultural, que se remediaría eliminando de esos puestos a los que con frecuencia nos asustan (insistimos: en todos los medios hay gente consciente y aprovechable, pero no sé si tienen suficiente   —220→   resistencia al contagio), lo refleja el vigente desdén arrogante ante las normas. A cada aviso, en vez de disponerse a rectificar, mayor gesto suficiente y desdeñoso. Todas las admoniciones, la varia gama de dómines alarmas, se truecan en vanos conjuros. No. Lo urgente es despertar -¡en todos!- una actitud profunda ante el idioma, convencer a toda persona que, por la razón que fuere, desempeñe una función de relevancia social, de que, cada vez que se exprese ante un auditorio anónimo y extensísimo, estará, sin darse cabal cuenta, desatando una influencia rectora sobre la lengua general. Los modernos medios se han ido introduciendo en nuestra vida con deslumbradora facilidad. La radio suena en nuestras cocinas, en nuestros cuartos de estar y en nuestras mesas de trabajo... Nos persigue implacable en el tren dominguero, donde, quieras que no, has de escuchar la lluvia de fáciles venturas que nos pregona. Ya no podremos estar solos en ningún rincón del mundo por mucho que lo preparemos y nos dispongamos a la renuncia total: surgirá la voz mal entonada del locutor de turno, que descubre añejas verdades de a puño con el tono colombino de ¡Tierra...!

Hay un añadido que revela nítidamente la deleznable educación idiomática de algunos locutores a la vez que su frágil interioridad cultural: la entonación. Estamos muy lejos de la entonación normal del español, destrozada por la cursilería pedante; aquella entonación que fue asombro y envidia de las cortes europeas, y que reflejaba la gravedad y la desenvoltura del hombre español como norte exquisito de la conducta. El griterío de la pantalla proclama, con su entonación acezante y desvirtuada, algo muy diferente de lo que está diciendo. Una frase tan sencilla como América entera espera la reunión de los grandes para la paz se convierte en: América. Entera espera. La reunión de los Grandes para la paz. Y así durante interminables minutos. No hace falta más que seguir ese ritmo para desembocar en una angustia respiratorio-mental verdaderamente peligrosa. Y lo triste   —221→   es que con ese ridículo ritual se ha fabricado la estampa de un estupendo parlante. Por los bordes de la pantalla rebosan la satisfacción y la autocomplacencia. Una cenefa de sainete caduco orilla la sintonía final. Las revistas ilustradas hablan de estas personas al mismo nivel establecido para enjuiciar a sabios, artistas, creadores, etcétera, y sus fotografías llenan las salas de espera de consultorios, y rebosan por escaparates de quioscos y librerías...

Pienso que es urgente exigir, de manera eficaz, una rigurosa formación de estas voces destinadas a ser la cara visible de la lengua. Pido a los interesados la humildad necesaria para que escuchen las advertencias, en vez de escudarse en sonrisitas que quieren ser apicaradas y condescendientes y no pasan de manifestaciones de mala crianza. La lengua española es la gran herencia que hemos recibido y estamos obligados a transmitirla enriquecida, despojada de quincallas. Manos a la obra.




ArribaAbajoPalabros

Las páginas de muchos periódicos nos ofrecen frecuentemente artículos que abundan en expresiones consideradas por la mayor parte de los lectores como inapropiadas, incluso soeces o atentatorias a los añejos pudores. Ante todo debemos recordar que el habla de las ciudades o de los grandes núcleos urbanos supone, con muy claras delimitaciones, un ideal de lengua. Al hablar representativo de la gran agrupación humana aspiran todas las gentes que, por una u otra razón, se ven obligadas a vivir en ella en estrecha vecindad. Ya no podemos pensar en un ideal de lengua emanado de Madrid (el habla de las clases cultas madrileñas lo fue en los años veinte y treinta de este siglo), sino que hay, en el horizonte hispanohablante, otras muchas aglomeraciones que suponen grandes polos de atracción y de imitación: Buenos Aires, Lima, México. Y entre esos grandes focos hay que   —222→   contar también con las grandes ciudades españolas: Barcelona, Sevilla, Bilbao... Cada ciudad grande, en torno a la que viven y se desviven multitudes, irradia un influjo lingüístico de gran importancia, al que se somete voluntariamente el hablante medio, quien acaba por considerar esa habla como inalienable signo de identidad. Todos los madrileños de fines del siglo XIX sufrieron (y acataron) el peso del género chico y de sus estereotipos, a la vez que el influjo insoslayable de la vida cortesana y administrativa. Así nació esa extraña mezcla de achulapamiento y de cultismo agresivo, que produce situaciones que hoy nos parecen simplemente divertidas. Un madrileño podía llamar a su propia mujer la susodicha, y todo el mundo estaba al cabo de la calle, como lo estaba el hablante de otros tiempos con mi oíslo, expresión de idéntico significado. La abundancia de latinismos hirientes en el habla judicial o elevada pudo influir muy directamente en la arrolladora presencia del sufijo = ilis o =is (busilis, guasíbilis, calientíbilis, pesquis, de extranjis, etc.; más rabiosa demostración latinizante exhibe cónquibus «dinero»). La conjunción de los dos extremos de lengua es la que aparece, depurada en creación burlesca de altísimo nivel literario, en algunos de los esperpentos de Valle-Inclán. Sirva de ejemplo la charla (escena IV de «Luces de bohemia») entre el capitán Pitito y Max Estrella. Este último pregunta al guardia si conoce los cuatro dialectos griegos, pregunta desmesurada a todas luces. (El ministro disculpará más tarde al interpelado, aduciendo que no se deben suponer a un guardia tan altas humanidades.) Pero, ante la réplica del équite, nada amable, como era de esperar, el poeta noctámbulo replica: «Yo también chanelo el sermo vulgaris». El clamoroso encabalgamiento de situaciones sociales y culturales que esa frase retrata nos anuncia claramente a qué extremos de mezcolanza se podía llegar. Sería muy larga, y muy atrayente a pesar de todo, la ejemplificación de esta vena parlante. El teatro de Carlos Arniches es un excelente caudal.

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El uso frecuente del argot o de los gitanismos no era, para el hablante medio, ideal de lengua, ni tampoco podía serlo el abuso de cultismos vacíos. Sin embargo, la mezcla se daba con mayor o menor intensidad en todos los ámbitos sociales. Si recorremos las revistas literarias o políticas del tiempo, o resucitamos el anecdotario oral aún vivo, veremos con asombro que el fenómeno llegaba a los más recoletos salones de la vida palatina, entraba en la Universidad y en los círculos militares y se adormilaba con aquiescencia unánime en la literatura usual. Si esto fue posible en un tiempo en que la comunicación social era reducidísima, qué no podrá ocurrir ahora. Esto me despierta vivamente el sentimiento del enorme papel rector del idioma que los nuevos medios tienen. Si en aquellos años una revista tan bien pensante y comedida como «Blanco y Negro» publicó un vocabulario «de actualidad» para que pudieran entenderse, sobre todo, las señoras y señoritas de educación tradicional y de vida muy casera (está todavía muy cerca el tiempo en que se hablaba de manera radicalmente distinta ante las mujeres por razones de pudor, respeto, decencia, etc.), ahora nos encontramos escritos por todas partes, incluidas publicaciones sensatas o muy «progres», los tradicionales tacos, o la fraseología del argot, de la droga o del delito. Confío en que sea una moda pasajera, que se someterá a la natural decantación. Esas palabras, usadas provocativamente, con ostentación, acabarán por desgastarse, reducir su carga de marginalidad y quedarse deshuesadas, perdidas en el torrente del léxico usual. Pensemos en lo que ha ocurrido con incordio, palabreja que estuvo absolutamente desterrada de la parla familiar y educada. La palabra, todavía nefanda en los días de nuestra guerra, es hoy utilizada abrumadoramente en todos los ámbitos y por bocas exquisitas y pulcras a no poder más: un incordio es hoy el fontanero que no obedece a la llamada, una huelga inesperada, el retraso de un tren, la gripe inoportuna, la parentela que aparece cuando menos se la espera y que nunca trae grandes ganas de marcharse, las malas   —224→   notas que suelen traer los chavalillos, etc., etc. Todos estamos envueltos en incordios. Y ha nacido aprisita la familia: incordiante, incordiar, etc. Con cabreo, cabrearse, pasaba lo mismo. Muy restringido su uso anteriormente, hoy veo que existe una agrupación o asociación de gente cabreada. (¡Vaya por Dios, qué descubrimiento...!) Estas circunstancias nos están avisando de la necesidad urgente de extremar las cautelas en nuestro hablar, y muy especialmente han de practicarlas todos aquellos que desempeñen una función de lengua viva ante un público. Mucho me temo que los dislates o simplemente apresuramientos de la conversación en la tele, o el aire andaluz de muchos de nuestros prohombres acaben por infiltrarse en el habla general. Por lo menos ya han contribuido a una seria pérdida de la gravedad y nobleza de la entonación española, a fuerza de acentuar mal por énfasis, pedantería o simplemente seudoerudición. Por lo pronto, ya es general, aparte de la entonación extraña, el matiz de pregunta impertinente y acosadora, típica de muchos entrevistadores. Ya, al preguntarnos por una calle, la hora, etc., nos están amenazando. El tono no es el cortés de «Por favor, ¿me hace el favor?», etc., sino el de «No se le ocurrirá a usted tener una hora diferente de la que yo necesito, hasta ahí podíamos llegar». El tuteo generalizado sin distinción ni de edad ni de situaciones agrava aún más, si cabe, esta anomalía. En fin, lo que en el cruce de los siglos XIX y XX se percibía en el habla madrileña, hoy, a causa del portentoso influjo de los medios de comunicación y la extraordinaria facilidad de los desplazamientos, llega, ha llegado, a toda el habla nacional.

No, no hay que rasgarse las vestiduras, a pesar de los caracteres de alarmante dejadez que hoy se perciben por todas partes. La lengua refleja con rigor la realidad sociocultural que la rodea. La lengua española, por otra parte, ha participado siempre de un aliento integrador, igualitario, que ha hecho que, en los máximos momentos de exquisitez artística, estilística, haya habido la interpenetración   —225→   de elementos de climas muy alejados. Cervantes fue un buen ejemplo y Quevedo está en la cumbre de tal procedimiento. En el teatro menor del siglo XVIII podemos encontrarla sin gran esfuerzo y a lo largo del siglo XIX su presencia es palpable y eficaz. Ha obedecido, en los diversos momentos, a plurales motivos culturales, sí, pero ahí están sus frutos. Es muy importante no caer en su atractiva trampa. Todos los que han empleado esos recursos lingüísticos han sabido poner límites a la confusión, domeñar un movimiento de vaivén que acabó por reducir la aparición de lo estridente al campo de lo tolerable por todos y que, a la vez, dignificó lo marginal y dudoso, dotándolo de nueva función. Tal simbiosis desparrama un claro y grato sabor de convivencia, de preocupaciones y metas compartidas. Otra actitud, la que ahora parece acosarnos, no es más que una penosa exhibición de malos modos a la vez que detonante disimulo de la ignorancia o la incapacidad expresivas. Probablemente, un espejismo que pretende acentuar la voz de la calle, de la masa y de la esquina y el arrabal, voz multitudinaria y desgarrada. Es necesario un equilibrio, una tensa y solícita vigilancia sobre la propia expresividad y no andar con acusaciones apresuradas ni con plantos facilones.

Algo quedará, sin duda, del actual embrollo en la lengua general. Pero obligación nuestra es no adscribir la chabacanería al sentido de un cambio o adelantamiento social. Chabacanería y desorden, rutina y desmaño como norma, igual que el conservadurismo exagerado y pertinaz, hunden a las sociedades en un pozo del que cuesta muchos años salir. Un pequeño esfuerzo por parte de todos ayudará a evitar esta caída.





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ArribaAbajoVIII. Nombres amigos


ArribaAbajoSamuel Gili Gaya, ausente

Don Samuel Gili Gaya nos ha abandonado. Se ha ido como fue su vivir, de puntillas, silencioso y con el gesto tranquilo de quien acude a una cita con la costumbre. Al tener que escribir estas palabras premiosas, aún caliente el hueco que deja a nuestro lado, es difícil ordenar recuerdos y sentimientos. Los elogios funerales no suelen pasar de estruendo fácil, algo así como una terapéutica urgente y pare usted de contar. Con Samuel Gili, gran maestro, hombre de ademán generoso, no puede ser así: no le van los clarines, no le fueron nunca. Toda su vida ha sido un constante laboreo -él mismo se conceptuaba siempre, inocente coquetería del que se sabe bien instalado en su quehacer, como un obrero-. Durante varios años le he visto acudir a su cita en el Seminario de Lexicografía de la Real Academia Española, sonrisa pronta, transformada la cotidiana rutina en vida satisfactoria. Llegaba, saludaba, tosía, ordenaba sus fichas, tosía, escribía unas notas, verificaba una cita, volvía a toser procurando ahogar la tos, saludaba con una confiada deferencia a los que llegaban rezagados... Y se iba desangrando la tarde, larga, monótona, siempre repetida. Y el tajo de palabrejas para el Diccionario Histórico iba creciendo, creciendo,   —228→   con esa lentitud de lo grande, de lo que, de pronto, es algo nuevo, poderoso, abrumadoramente diferente.

Son numerosas las generaciones de estudiantes que hoy recordarán a Samuel Gili, su profesor de lengua y literatura españolas en sus años mozos, especialmente receptivos. Le recordarán gentes que hoy, en sus distintos lugares de trabajo, en desparramadas geografías, se apiñarán en un consenso unánime de afecto y gratitud por un hombre que, un día ya lejano, supo descubrirles algo, algo importante, sin revestir de importancia el descubrimiento. La calidad de maestro de Samuel Gili nos lleva a sus cuidadosos, certeros ensayos de educación que la Junta para Ampliación de Estudios colocó sobre la haz de España, y cuyo éxito se basaba precisamente en la entrega y en la modestia de sus luchadores. Especialmente los alumnos del Instituto Escuela madrileño notarán, al desaparecer don Samuel, que algo muy cercano y verdadero tuvieron entre las manos. Y los de otros sitios más. Algo impalpable, aliento, y consejo, y compañía, una serie de virtudes que la azacaneada vida actual ha desterrado casi de la falaz convivencia. Todos hemos recordado, además, cómo Samuel Gili supo enfrentarse a los años adversos con la misma sonrisa disculpadora. Aludo a cuando en la universal locura vengativa de los años subsiguientes a la Guerra Civil, Gili se vio injustamente postergado, sancionado... Acudió a su impuesto trabajo con la misma serenidad e idéntico empeño de las horas alegres, como siempre, gran testigo de una dignidad que por sí sola se sostiene en pie. Le hemos visto trajinar en tierras hispanoamericanas, el gran viaje de tantos filólogos españoles en los tiempos en que la escuela de Menéndez Pidal seguía proporcionando al país un prestigio que le era muy necesario. Don Samuel Gili Gaya iba dejando en el camino sus estudios fonéticos, su Curso de Sintaxis, que a tantos españoles ha guiado, sus ensayos sobre el habla infantil... En fin, esa larga letanía de un guión bibliográfico en una vida que, desde muy temprano, se empeñó en no dejar pasar un día sin dar fe de su existir.

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En los últimos años, la tarea de Gili Gaya en la Real Academia Española estuvo consagrada a la preparación de una parte del Esbozo de una nueva Gramática, donde le tocó precisamente la parte relativa a la sintaxis. En la sociedad que nos ha tocado en suerte, estos estudios no disfrutan, por ahora y a pesar de la gritería variopinta que nos acosa, de un gran prestigio. Estamos viviendo en creciente una cultura de signo muy opuesto. Y, sobre todo, totalmente enemiga de la anonimia que la tarea académica conlleva. Samuel Gili Gaya sabía que su labor en el que, con el tiempo, será el manual normativo de la lengua, anulaba, en buena parte, su actividad privada, escondía el fruto y el brillo de sus propios libros. Y, sin embargo, no dudó en cumplir con el encargo. Es muy fácil ahora, sobre todo para la crítica más o menos ausente de la realidad de las cosas, detenerse en otros aspectos con intenciones negativas. Gili Gaya escribió su colaboración desde la cima de un método y de una doctrina, y nos importa hoy destacar más la actitud humana ante el trabajo propio que cualquier otra cosa. Dicho de otro modo: más que la ciencia, la decencia. Una virtud que no es precisamente la más abundante en nuestro calendario...

Promesas

Para Gili Gaya, el cumplir una palabra empeñada, o una vaga promesa, era cuestión gravísima, a la que había que someterse sin la menor vacilación. Y así, nunca se dejó plazo en blanco, ni página comprometida sin llenar. De sus aportaciones científicas, asépticas (Gili poseía estudios científicos, y quizá de ahí le viene su rigor, sus aparentes esquematicismo y asepsia), no se desprenderá nunca el recatado calor de su magisterio, magisterio llevado con humor, con eficacia, con esa maciza sencillez de lo espontáneo y seguro. Nada más lejano de la tradicional y hueca (y tendenciosa, perversamente tendenciosa) visión del académico, un buen hombre muy decorativo, que escribe cartas de recomendación a favor de requeteacreditados   —230→   pardillos y se pone una larga serie de mayúsculas bajo su nombre en las tarjetas de visita... La vida de don Samuel Gili Gaya es un excelente ejemplo imitable en esta sociedad nuestra de las petulantes condecoraciones, de la charlatanería y de la incomprensión, ejemplo perseguible, digo, de algo tan olvidado como esto: de hombre laborioso y bueno, fundamentalmente bueno.

Ya no está. Su sitio en el rincón de trabajo está vacío, y otros clamores, otras teorías, otros métodos vendrán a sustituirle, qué duda cabe. La vida no se para, ni aguanta quien la pare. Pero durante mucho tiempo, los que tuvimos la suerte de ir viéndole llegar a la vejez, gradual tiranía creciente, oiremos, imprevista zozobra, su respirar acezante al llegar, su zambullirse -en qué hondura, Señor- ante unas páginas que hoy relee después de muchos años, y le veremos encender ese cigarrillo furtivo, el que tiene prohibido, y le notaremos la ligera alegría niña de saber que está escabulléndose de una norma que él no ha hecho, y adivinamos cómo lo comenta en su catalán de Lleida, allá, donde ahora está, donde todas las lenguas coinciden en una última, definitiva semántica.




ArribaAbajoGarcía de Diego: Cien años de curiosidad

La Real Academia Española acababa de celebrar con gozo los cien años de vida de uno de sus miembros de número, don Vicente García de Diego. Los había cumplido el pasado día 2. Y pensaba dedicarle una sesión especial, a manera de felicitación corporativa, hoy día 7, jueves del acostumbrado trabajo. Ya no se llevará a cabo esta sesión. Don Vicente García de Diego acaba de morir. De esa larga vida, tan llena de tenacidad en el trabajo, más de la mitad se ha desenvuelto en la Academia, estrechamente enlazada a ella. Don Vicente ingresó en la Corporación en 1926. Hagamos la cuenta: más de medio siglo de asistencia asidua y clara a las sesiones académicas, en   —231→   las que don Vicente siempre ha destacado por su constante amor a la lengua popular, que conocía hasta sus últimos recovecos. Hoy presenta don Vicente, en el escalafón de asistencias, un número mucho mayor que el de cualquier otro colega, a gran distancia. Para todos cuantos le trataron era muy familiar el gesto repetido de don Vicente: solicitaba hablar; lo pedía con voz susurrada, como temeroso de interrumpir algo; escarbaba en su bolsillo y manaban, torrenciales, las fichas. Las leía pausadamente, desbordando el silencio de la escucha con geografías que son todas de nuestras tierras, de esas tierras que están ahí, al lado mismo, y cobran nueva resonancia al ser enunciadas con sus palabras más peculiares. Oír a don Vicente volcar sobre la mesa ese imponente caudal de voces dialectales, regionales, a veces puramente locales, me ha despertado con frecuencia un ligero resquemor, un sí es no es avergonzadillo: el de haber pasado muchas veces por esos mil sitios que él cita y no haber sabido estar atento a sus voces más hondas, a los giros en los que se enreda lo más entrañable de la vida colectiva, la vida callada que no suele figurar en las revistas ilustradas (como no sea para falsearla), ni aparece en las opulentas fantasmagorías de la televisión; no. Son manifestaciones de vida que, escondidamente, revelan situaciones socioculturales diversas, extrañamente añudadas al pasado clásico de nuestra lengua, voces de la vida intrahistórica unamuniana, que don Vicente sabía escuchar con atención y abrumador cariño y con las que ha operado casi médicamente, con urgente afán de reinstalarlas en la vida actual, devolviéndonoslas. Un gran caudal de voces y variantes de la ancha geografía española que hoy han pasado al diccionario lo han hecho como fruto de los desvelos de don Vicente. Don Vicente García de Diego ha perseguido la penetración en el área castellana de palabras que eran de otro origen o que tuvieron vigencia en otra contextura, y esto le ha servido para ir trazando unas fronteras ideales dentro de la comunidad castellano-hablante. Fronteras ayudadas por las del folklore, los hábitos sociales,   —232→   las peculiares actitudes o conductas ante las peripecias humanas. Y todas ellas se han obtenido de viva voz, escuchándolas en carne viva, a la sombra de un refugio, al abrigo de un descanso (don Vicente ha sido un infatigable andarín), aprovechando la excursión o el pasajero respiro para enriquecer el área léxica. Cuando don Vicente ha terminado, en una sesión cualquiera, de exponer sus opiniones sobre la palabra que ha leído y examinado, palabreja a la que ha encerrado en una rígida malla de etimologías, testimonios literarios, paisaje y cálidas vivencias, la dimensión de nuestra lengua común ha crecido. Ha crecido un poquito o un mucho, según sea la suerte del hallazgo, y lo ha hecho por todas las direcciones del territorio y de la vida españoles.

Y esto se lo hemos estado viendo hacer sin reposo, sesión tras sesión. No sólo en los plenarios, sino más aún, en el seno de las comisiones de diccionarios. Cuánto saber, cuánta familiaridad con esa apoyatura de la brillante lengua culta que es el habla popular. Y nunca se le han trabucado recuerdos, nunca ha desplazado de área una voz. Lo leonés, pues leonés; lo aragonés, pues que aragonés, y se terminó. Qué familiaridad con los secretos de las plantas, con sus nombres misteriosos y olvidados por la asepsia científica. Qué profunda sabiduría para encontrar a los nombres de animales o de accidentes del terreno su genealogía latina, o más lejana aún, y vestirla de calor terruñero. Y esto sin alharacas, sin escándalo de campanas al vuelo. Y durante más de dos mil jueves. Dos mil jueves que han de ser triplicados por la misma asiduidad a las comisiones de jueves y viernes. Escalofría ver ahora esa cifra de casi más de siete mil asistencias dándole y dándole vueltas a la lengua española. Cuánta, cuánta gratitud le debemos. Si en alguna ocasión se puede poner algún reparo a los resultados obtenidos o a la metodología empleada, siempre sobrenadará la ejemplaridad, la tenaz vocación y la entrega total a un quehacer. Esto debe hacer, todavía si cabe, más intensa nuestra gratitud.

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Desde la Nochebuena de 1943 don Vicente García de Diego era bibliotecario de la Academia. Un cargo perpetuo, ese eufemismo del que tanto se abusa en la palabrería extraacadémica, con una no muy disimulada tendencia a la guasa. Pues bien: don Vicente García de Diego ha servido a la Academia también con idéntico fervor desde ese puesto. Desde que desempeño la secretaría le he oído mil veces preguntarme: «¿Podremos comprar ese libro?». Es decir, nunca se ha entregado a disparatadas aventuras bibliográficas, sino que un buen tacto y un olfato todavía más exigente han sido puestos a colaborar con las necesidades crecientes de la Corporación en materia de impresos. Necesidades especialmente agravadas por la acuciante de aumentar los fondos para la renovación de los diccionarios. Hoy podemos estar orgullosos de nuestra biblioteca, a pesar de sus innegables lagunas. La llegada a la Academia de los lingüistas más destacados del país ha ensanchado y transformado la biblioteca. Nunca hemos tenido con don Vicente-bibliotecario otra cosa que un incondicional asentimiento para la búsqueda, el gasto o el esfuerzo. Es una pena que en nuestros escalafones y anuarios y resúmenes no figuren, como sí figuran las asistencias a las sesiones, las horas dedicadas a lo que para muchos no es más que un cargo. Si esas horas pudieran contabilizarse, saldrían muchas más, muchos miles más que los que hace un instante recordaba. Quizá sea mejor no poder contabilizar lo que en el fondo no es más que la satisfacción rotunda del trabajo bien hecho.

Para terminar quiero destacar la sencillez, la modestia viva de don Vicente, cuando ha sido menester ponerla en ejercicio. Durante los penosos años de la enfermedad del común maestro don Ramón Menéndez Pidal, don Vicente, por razones reglamentarias, desempeñó accidentalmente la dirección de la Academia. Durante tres años y medio. De marzo de 1965 a diciembre de 1968. Supo conducir la vida de la Corporación con tino y acierto indiscutibles, sin olvidar ni un solo momento su condición de accidental. Otra lección que debemos agradecerle.

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En fin, que nuestro don Vicente García de Diego vio llegar los cien años a la ventana de su cuarto con el aliento esperanzado de seguir, seguir... Una larga y lograda vida, y lograda tan sólo por la tarea ejemplar, la total entrega a un quehacer. He visto a don Vicente, durante muchos años, en sitios muy diversos: en la Facultad de Letras, en algunas ciudades donde hemos coincidido por temporadas, en las comisiones de diccionarios o de gramática... Hoy prefiero recordarle aquí, guardar avariciosamente, en la hora de su tránsito, el recuerdo de mis encuentros con él en esas horas mediomañaneras, cuando, con puntualidad casi británica, don Vicente paseaba por el Retiro sin alterar el ritmo de su paso, mirándolo todo con curiosidad inextinguible, bautizando quizá con palabras olvidadas el arbustillo modesto o la arroyada de un camino. Es decir, regalando al estudio de la lengua española hasta los intervalos del ocio y la soledad. Hoy, ya cruzado el portalón del último silencio, recordemos con respeto su tarea y aprendamos su lección. No cabrá mayor homenaje.




ArribaAbajoJosé María de Cossío, un recuerdo

Durante muchos años, Cossío dirigía, con sus enormes dotes de conversador ameno y variopinto, la tertulia literaria del café Lion, acompañado por Antonio Rodríguez Moñino. No ha habido seguramente, desde las grandes tertulias del Romanticismo, o desde las academias literarias del Siglo de Oro, un lugar más fácil y discreto para la convivencia. Por allí pasaban todos los eruditos o escritores extranjeros que llegaban a Madrid, nos enterábamos de las primicias editoriales de muchos lugares y en general del mundo universitario. Allí por vez primera vimos o tuvimos la noticia inicial de libros o artículos de la máxima importancia para la cultura hispánica, trabajos vedados por la cultura oficial. Creo que no habrá hispanista, en cualquier lugar del mundo donde esté anclado,   —235→   que no evoque con vivo, cariñoso despertar aquellas tardes del Lion. Solía llegar Cossío ya comenzada la reunión, y se sentaba en un ángulo, su sitio, contra el rincón del radiador. Se pagaba el café a quien llegaba a la tertulia por vez primera a condición de que no se adivinase en él un antofagasta, designación ramoniana del pelma inevitable, socaliñador y seudoerudito. Y Cossío soltaba el chorro de su charla, anécdotas de todo tipo, burlescas, grotescas o muy delicadas, pero que siempre sabía terminar con un esguince hacia lo serio, como buscando la justificación última a la broma. Cuánto, cuánto aprendimos de él, de esa viva charla gráfica, tras la que se ocultaba su frecuente convivir con deportistas, con toreros, con escritores, con aristócratas, con el personal de su editorial. Su talento se vertía en aquellas palabras a borbotones, de inspiración quebrada y desenvuelta. Y se vertía por igual, en una vocación integradora, sin distingos ni apartados. La voz de José María de Cossío sonó y resonó, desde aquella tertulia y desde el Ateneo, y desde cualquier sitio donde se apoyara su tarea, con generosidad sin límites y con una ancha comprensión.

Recuerdo de su vida académica su verdadera manía con la metáfora. Nunca llegué a entender bien qué quería decir José María con su escapada a la metáfora. Todo lo que era metáfora podía ser realmente una metáfora, como ordenan los cánones de la retórica tradicional más rigurosa. Pero también era la forma de bautizar a lo que no nos gusta, a lo que provoca una discusión que no lleva a ninguna parte, a lo que está mal dicho y peor pensado, a lo insuficiente y descaradamente analfabeto, a... a... a... A todo cuanto haya que empezar a dejar en un rincón, olvidado y sin calidad recuperable. Su voz sonaba por encima de todas: «Eso es una metáfora». Y los oyentes comenzaban a callar. Algunos, intentando buscar la metáfora ortodoxa. Otros, los que ya estábamos familiarizados con sus metáforas, a callar e incluso a buscar en nuestras últimas intervenciones la razón ocultable sin duda de aquel metaforismo. Hoy sé, hoy, cuánto tarda uno en   —236→   oír de verdad la voz de la corrección cariñosa, que aquella metáfora no era más que una sutil manera de enseñar, de llamar al examen de conciencia, de imponer silencio sobre huecas charlatanerías.

Vi a José María vivo por última vez en su casa de Tudanca. Una excursión familiar, desde el verano de la Magdalena. Ya andaba regularcilla su memoria. Me reconoció, y me reconoció muchas veces, porque otras tantas se olvidó, y volvió a enseñarme los mismos papeles, los mismos autógrafos... ¿Qué escondida y conceptual metáfora se escondería tras de su volver a sus papeles queridos? ¿Qué viaje ignorado descubría? Asistí a su entierro en Valladolid, una de esas mañanas neblinosas de la meseta, sol alto del mediodía. Recordaré toda la vida la escena última, que tuvo los quiebros de su charla, los saltos de su arrolladora personalidad. El féretro de José María no cabía en aquella tumba familiar, hecha con grandes bloques de granito, probablemente centenaria... Los enterradores luchaban por acoplar la caja en el hueco sin conseguirlo. Por allá, por acá, de costado... Otra metáfora, José María, otra metáfora... Veinte largos minutos de esperpéntico forcejeo... No insistamos. Como siempre, se entiende la metáfora de José María muy tarde. Hoy comprendo que no quería estar allí, en la sequedad de la meseta, que quería salir, que ya pensaba en venir a su tierra montañesa, a la Casona, con sus libros y recuerdos, él, que tantos amontonó y con tanta devoción. A su tierra de Tudanca, donde hoy vuelve, donde la primera claridad del alba le soñará de nuevo, vivo entre nosotros, la cabeza inclinada sobre sus papeles.

Estoy aquí en nombre de la Real Academia Española para recordar a quien fue su ilustre miembro, José María de Cossío, cuyos restos vienen a descansar en el terruño que él amaba y al que dedicó gran parte de sus desvelos. Hablar de José María de Cossío como académico supondría una larga expedición a un pasado difícil, contradictorio, manchado de rivalidades y rencores. Y, sin embargo, hay que hacerlo. Porque su voz fue precisamente   —237→   en esos momentos de encontradas opiniones y diversas decisiones, una constante llamada a la serenidad, al entendimiento. José María representaba, por su formación, linaje y dotes personales, lo mejor del viejo liberalismo de la Restauración, algo hoy ya olvidado, pero de cuyas virtudes tendríamos mucho que aprender, si no fuéramos, como somos, tan dados a tirar por la borda lo que creemos que no hemos inventado nosotros mismos. Nos gusta olvidarnos de los valores insoslayables que nos han enseñado con su ejemplo y su obra algunos nombres egregios. José María de Cossío fue un maravilloso ejemplo de convivencia, de voluntad de entendimiento, que los que le tratamos recordaremos siempre con encendida gratitud.

Conocí a José María de Cossío, personalmente, en los años difíciles de la postguerra. Aún no era académico (lo fue a la muerte de Eduardo Marquina, en 1949, ya andaba yo por América). Trabajaba en la Editorial Espasa-Calpe, en aquel despachito de la calle de Ríos Rosas, presidido por el dibujo-retrato de Zuloaga. Allí, por su intervención, se publicó mi primer libro en la colección de Clásicos Castellanos. Hablo de mí mismo porque es el ejemplo que tengo más a mano. Pero quiero dejar constancia ahora mismo, de lo que era, a mi juicio, el máximo valor de Cossío: su atenta escucha a cualquier joven que se acercase a él, pidiendo algo relacionado con sus actividades o su saber. Generosidad, atención viva y leal, consejos oportunos, todo lo daba sin escatimar. Mi recuerdo de aquel primer encuentro se ha visto redondeado con situaciones muy parecidas y muy frecuentes que le he visto desentrañar y llevar a buen término.




ArribaAbajoAntonio Tovar

Antonio Tovar nos ha dejado. Ha llegado el momento en que, según nuestros ritos sociales, además de lamentaciones, se desaten los elogios, los recuerdos elegíacos, casi siempre ceñidos a nuestras personales circunstancias.   —238→   No es éste el caso de Antonio Tovar, personalidad egregia y de anchuroso ámbito cultural. Durante largo tiempo le he visto estar siempre atento, el espíritu alerta para todo cuanto supusiera trabajo y dedicación. Siempre tenía abierto de par en par el portillo hacia lo nuevo, curiosidad viva hacia los pequeños descubrimientos de nuestro oficio. Su enorme saber se acompañaba de una correlativa capacidad de comprensión y de escucha. Rarísima virtud en intelectuales destacados, ésta de escuchar al adversario, predispuesto el ánimo a la rectificación de lo propio. Durante innumerables tardes en las académicas comisiones de diccionarios, o en la Permanente de la Asociación de Academias, le he visto afanarse, ir, venir, subir o bajar buscando fichas o libros, pistas o aclaraciones, siempre con una secreta alegría a flor de piel, sin desfallecimientos ni gestos cansados. Antonio Tovar era feliz instalándose, sin más, en el trabajo y entregándose a él plenamente, sin resquicios ni reservas.

Todo esto, dicho así, puede parecer una simple alabancilla circunstancial. Nada más lejos de lo que quiero decir. ¿En qué clave se armonizarían estas palabras apresuradas para sacarles su resonancia última? ¿Cómo vestirlas de su real trascendencia? Entre nosotros, el trabajo gozoso no suele ser moneda cotizable. Tovar se limitaba a exhibir, al amigo y al enemigo, su profunda fe en el esfuerzo consciente. Nunca mejor dicho aquello de «predicar con el ejemplo». Creo que no ha habido persona más reacia al desaliento. Apenas acabado un trabajo, recién superada una dificultad de cualquier tipo, Antonio Tovar, sonrisa adentro, ya estaba pensando en otra nueva aventura investigadora. ¡Cuántas, cuántas expediciones a través del campo de sus conocimientos ha reducido su muerte a inexpresada ansia, a esbozado ademán...! Con una obra copiosa e importantísima a sus espaldas, Antonio Tovar rebosaba juvenilmente de proyectos, de ilusión para llevarlos a cabo. Como siempre, cuando más ardía el fuego, vino la muerte a volcar su cántaro encima.

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Antonio Tovar ha sido un excelente ejemplo de humanista. En sus tiempos salmantinos, hizo, secundado por valiosos colaboradores, una extraordinaria Facultad de Letras. Se ensancharon las enseñanzas, se creó una biblioteca extraordinaria por su número y su modernidad, única en la España disminuida y desencantada de su tiempo. Después, ha dejado muy alto nuestro prestigio en exigentes universidades europeas y americanas. Y finalmente, en la Real Academia Española, su colaboración ha sido inestimable y muy a lo vivo perceptible.

Hace unas aún cortas semanas, asistimos a un cordial homenaje que le tributaron amigos y discípulos. Allí se pudo percibir con claridad lo que Antonio Tovar es para la juventud actual, su magisterio y su ejemplaridad. Hoy, en esta hora del asombro y el silencio, en numerosas universidades, en aún más numerosos centros de enseñanza, sus discípulos vestirán su voz de duelo y le recordarán horacianamente

Integer uitae scelerisque purus.



No, a la voz de Antonio Tovar no sucede una dura mudez, sino los copiosos ecos de la semilla por él sembrada.







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ArribaNota bibliográfica

Al llevar a cabo una agrupación de trabajos dispersos, se corre el peligro de caer en notorias contradicciones, principalmente por el desequilibrio existente entre las fechas de las varias publicaciones. Muy especialmente si se trata de escritos nacidos ante una urgencia inesperada o ante la inesquivable obligación que imponen determinadas obligaciones (periódicos, homenajes, etc.). Con el intento de reducir en lo posible estos desajustes, doy una sucinta justificación bibliográfica de lo contenido en el presente volumen.

Los apartados En torno al habla actual aparecieron en diversos lugares: Así, en la madrileña Revista de Occidente se publicaron Más palabras nuevas (núm. 108, marzo, 1972), Contestación (núm. 115, octubre, 1972), Siguen palabras nuevas (núm. 117, diciembre, 1972), Voces recién estrenadas (núm. 121, abril, 1973), Otra lista de novedades (núm. 128, noviembre, 1973), Abril-Junio, 1973 (núm. 134, mayo, 1974), Las palabras son noticia (núm. 142, enero, 1975), El Diccionario de 1970 (Para el uso del Diccionario, núm. 101-102, agosto, 1971), Y más palabras (Sobre nuevas palabras, núm. 103, octubre, 1971). Sobre el género gramatical de pueblos y ríos españoles apareció en ABC, 2, agosto, 1961. En el milenario de la lengua salió en Ya, 13, noviembre, 1977.   —242→   Significación de las Glosas Emilianenses tiene su base en las palabras pronunciadas en el Monasterio de San Millán de la Cogolla, con motivo de la primera conmemoración (hubo luego otras) del milenario de la lengua castellana, y apareció en el Boletín de la provincia de San José, O.A.R., núm. 87, Logroño, 1974, pp. 15-23. Finalmente, Se habla mucho del idioma vio la luz en el periódico El País, 31 marzo-1 abril, 1977.

Del primero de los artículos arropados bajo La Real Academia Española, poco puedo decir. Debió de ser publicado en algún sitio, revista hispanoamericana que no acierto a encontrar en la selva de traslados y papeleos. Pero debió de ser escrito hacia 1970-72. ¿Una explicación al público? ¿Una simple lección ante escolares que necesitan responder a un cuestionario sobre la Academia? No he logrado aclararlo. El segundo, Congreso en Lima, encierra las palabras pronunciadas en la clausura del VIII Congreso de la Asociación de Academias de la Lengua Española, celebrado en Lima, abril de 1980.

Publicidad, publicidad fue la charla inaugural del Primer Coloquio sobre la lengua de la Publicidad, celebrado en México, D. F., y publicado en Madrid, 1970 (Instituto Nacional de Publicidad). ¿Una lengua más pobre? apareció en República de las Letras, núm. 18, julio, 1987, y tenía en su base la lección pronunciada en la reunión Últimas tendencias de la literatura española, que tuvo lugar en la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid, en colaboración con la Asociación Colegial de Escritores. Una Feria del Libro fue la conferencia inaugural de los actos de una feria dedicada al autor, celebrada en Algeciras, marzo de 1976. Se pronunció, como es natural, en aquella ciudad andaluza y se imprime, sin retoque ni arreglo alguno, en el presente libro. Un libro vuelve a salir es el prólogo que figura en la segunda edición de El habla de Mérida y sus cercanías, de 1943, reeditado por el Excmo. Ayuntamiento de Mérida, en cordial homenaje al autor. [Mérida, s. a., quizá 1985.]

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Los artículos agrupados bajo Un tiento a la mala lengua se publicaron: ¡Atención, atención...!, en el periódico madrileño Ya (con el título Un tiento a la mala lengua), 20 febrero 1977. Menos desdén, con igual título que el anterior, vio la luz en ABC, 22 noviembre 1986. Palabros salió también en ABC, 15 febrero 1987.

Bajo Nombres amigos se incluyen cuatro recuerdos de otros tantos ilustres nombres que ya no nos acompañan. Samuel Gili Gaya, ausente, apareció en El País, 13 mayo 1976; García de Diego, cien años de curiosidad, lo hizo en Ya, 6 diciembre 1978. Antonio Tovar figuró en Ya, 17 diciembre 1985. Fue reproducido posteriormente, con alguna ligera variante, en Gaceta Complutense, revista de la Universidad Complutense de Madrid. El titulado José María de Cossío, un recuerdo, constituye lo que debió leerse y no se leyó (unas súbitas y trágicas inundaciones impidieron el acceso a Tudanca de las autoridades y personalidades santanderinas) en el traslado y entierro definitivo de los restos del escritor en su querido lugar de la Montaña, junto a la casona que tanto quiso (agosto, 1985).

Creo que estas breves indicaciones aclaran los posibles tropiezos con que un lector atento puede encontrarse en las páginas que anteceden.