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Alonso Zamora Vicente

Jesús Sánchez Lobato



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ALONSO Zamora Vicente, natural de Madrid -1 de febrero de 1916-, pertenece a la generación de los madrileños que se criaban en la calle -Puerta de Moros-, de los que llegaban a casa con los pantalones destrozados -las tardes se sucedían subiendo y bajando las cuestas de las Vistillas- y de los que aprendían, además de en casa, en la calle.

-«... La riqueza léxica que yo puedo emplear obedece a que yo he aprendido el español en la calle, y la calle es la gran maestra de cualquier español. Lope no fue a la universidad con fruto, vamos, si nosotros le llamamos filólogo nos mordería, y Cervantes no digamos... Es la calle nuestra gran maestra...».1

La mirada del catedrático de Filología Románica de la Universidad de Madrid y Secretario Perpetuo de la Real Academia Española ha tendido, y en el empeño continúa, a desvelarnos nuestra propia identidad cultural por caminos que en Alonso Zamora Vicente concluyen: el científico y narrativo, por partir del mismo hecho sociocultural: la lengua.

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«¿Sabe la gente aquí que la escuela que arranca de Menéndez Pidal ha tenido general reconocimiento y admisión en las universidades, en las revistas y en las sociedades científicas de todo el mundo? En la vasta obra de Alonso Zamora Vicente lo podríamos ver en su colaboración en publicaciones de la Europa occidental y central, o de los Estados Unidos; o en su docencia en universidades alemanas, italianas, francesas, norteamericanas, escandinavas y con su nombramiento como académico o miembro de honor de asociaciones culturales norteamericanas, portuguesas, dinamarquesas. Dos cargos de especial importancia (en las dos máximas agrupaciones humanas de nuestra habla) señalan el que al otro lado del Atlántico se concede a los conocimientos científicos de Zamora y su fama como profesor: durante un año dirige la sección de Filología del ‘Colegio de México’, durante cuatro había sido ya, antes, director del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires, siguiendo en ello la estela de Castro y de Amado Alonso».2

Su familia, parte de ella originaria de la ribera del Júcar, eran pequeños burgueses de principios de siglo.3

-«Yo he hecho en el campo lo que todos los chicos. He pasado largas temporadas en la ribera del Júcar, en unas tierras propiedad de la familia, de lo que realmente me siento orgulloso, porque lo auténtico es lo rural».

Fue el pequeño de cinco hermanos.

-«Mi madre -como nos recuerda en Primeras hojas- murió siendo yo aún muy niño; tendría unos cinco o seis años, casi no me acuerdo».

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La familia, al hilo de los acontecimientos políticos que acaecieron años después: el 36, quedó fragmentada y ensangrentada, ya que unos militaron en el bando «blanco» y otros en el «negro». Pero todos ellos con posiciones sinceras y profundas.

Los primeros pasos de Alonso Zamora Vicente en las letras los dio en el Colegio Español-Francés de la calle de Toledo. Años antes había frecuentado las mismas aulas Pedro Salinas.

-«Recuerdo que el colegio de la calle de Toledo tenía un aire, algo así como institucionista».

Después vino el bachillerato, que cursó en el Instituto de San Isidro en Madrid. Aún quedan, y no precisamente ancladas en el recuerdo, amistades de aquella época.

«Alonso y yo -escribió Camilo José Cela- somos de análoga estatura y de parecidas aficiones; él más culto que yo en algunas cosas -la Filología, la Lexicografía, la Dialectología-, pero yo, para compensar, soy más culto que él en otras varias -las coplas de pueblo, el billar, el tango-, y así la cosa queda bastante equilibrada y podemos seguir siendo buenos amigos, amén de serlo ya viejos, viejísimos: Alonso y yo -y lo digo para que pueda aprovechar el ejemplo a no pocos- somos amigos desde hace cuarenta años, más o menos, de los cincuenta y siete de vida que ya llevamos gastada, ¡qué horror!».4

Alonso Zamora Vicente, con el correr del tiempo, sería uno de los primeros críticos -en opinión de Camilo José Cela, el mejor- en abordar la obra celiana. Camilo José Cela (acercamiento a un escritor).5

Llegan los estudios universitarios y sin ningún titubeo se matricula en la Facultad de Letras de Madrid. Cursa el llamado «Plan Autónomo».

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-«No tiene nada que ver con Autónoma, el abismo es tan grande que... Tuve la suerte de asistir a la mejor Facultad de Letras que haya existido nunca en España».

-«Lo de la Facultad de Filosofía y Letras ya lo sabes, allí estuve del 32 al 36; después, al acabar la guerra, en el año 40, me licencié. En la Facultad coincidía con María Josefa en las clases de Tomás Navarro; yo trabajaba en el Centro de Estudios Históricos, con don Ramón, y ella en Índice Literario, con Salinas. ¡Qué profesores aquellos! Don Américo era la imagen del entusiasmo, del afán de acercamiento a la juventud; don Américo era un verdadero maestro; de los hombres de entonces guardo un recuerdo imborrable, para mí siguen siendo un ejemplo permanente».6

Fue siempre mejor lector que estudiante y allí, en esa Facultad, descubrió a Proust, Joyce, John Dos Passos... Por aquellas fechas nuestros clásicos ya le eran muy familiares. Entre novela y novela: el cine, lo mejor de René Claire... Alonso Zamora Vicente, al igual que los miembros de su generación, es un gran aficionado al cine; al mejor, se entiende.

Publicó, en su tiempo, diversos artículos sobre temas cinematográficos, pero ante el falso rumbo que había tomado la crítica dejó de hacerlo.

-«Preferí que no me confundieran y dejé de escribir».7

La carrera, sus estudios se vieron interrumpidos por la guerra, la del 36, que como todo español de su tiempo, ¡sin más!, se vio envuelto en ella. ¿De un lado o de otro? ¡Qué más da! Como diría uno de sus muchos personajes de ficción. Dependió, en muchos casos, de la zona donde uno hubo dormido, o dormía, los días anteriores del inicio del conflicto.

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H. A. T. -«¿En qué medida afecta a su creación, a sus investigaciones, a su vida misma el hecho de la Guerra Civil?».

A. Z. V. -«¡Ah, eso muchísimo, muchísimo! Mi querido amigo, acuérdese usted de aquello que dice Alberti: ‘He nacido, perdonadme, con el cine’, ¿se acuerda? La vida humana está sometida a experiencias. Usted supóngase, yo estaba en una Facultad maravillosa, con profesores con los que me entendía perfectamente y que me querían mucho, vamos; todos ellos han sido grandes amigos míos después, y los que viven aún lo siguen siendo, por encima de azares,   —10→   de diferencias y de geografías; y que, de pronto, un día, en la época en que yo estaba mimadito y casi nombrado para irme de profesor a Alemania, a una universidad alemana, se hunde toda la estructura con la sacudida de la Guerra Civil y nos llegan tres años en los que hay que hacer las cosas más increíbles, más absurdas. La primera, tener que vivir, claro, que ahí es nada, sí, ésa es la gran experiencia de mi existencia. Quiera que no, yo me tropiezo, estoy siempre condicionado para todas mis relaciones, mis opiniones, mis actividades con un fantasma, una voz que me avisa, una cautela, algo que está siempre detrás de mí, que se llama la experiencia de la Guerra Civil. Eso es natural, que me ha hecho, pues, valorar muchas cosas que antes no valoraba y desdeñar otras que entonces valoraba. Me ha enseñado, por ejemplo, que es mucho más importante la decencia que la cencia, me ha enseñado que es mucho más importante el acercarse a la gente como la gente es y aceptarla como es, que no perderme en el maremágnum de las grandes estructuras culturales...».8

-«Me doctoré en Filología Románica el 41 ó 42; mi tesis fue ‘El habla de Mérida’, que tú conoces. Eran momentos duros, con toque de queda, con toros bravos en el campo y maquis en el monte, con gran pobreza de medios... Luego sale un señor y te dice que, en tal página, a la ‘o’ breve le falta el signo de cantidad. ¡Vaya por Dios! Sí, eran momentos duros, momentos de mucha confusión; si no es por Dámaso, yo renuncio después de la guerra; a él le debo el haber seguido».

«Alonso es una viva llama de vocación; para mí tengo que en su vida no dio un solo paso que lo apartase de la senda culta; yo pienso que no hubiera podido hacerlo, aun de haber querido».9

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-«Mi gran problema es mi real vocación universitaria. Aunque no dejo de reconocer que existen colegas y cólegas, al igual que erúditos y eruditos».

Alonso Zamora Vicente se ha acercado, en repetidas ocasiones y desde distintos ángulos, a nuestras más claras fuentes culturales. Fruto de este acercamiento son los numerosos estudios que sobre los nombres más enriquecedores de nuestro acervo cultural nos ha legado hasta la fecha: Poemas de Fernán González, Garcilaso, Gil Vicente, Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina, Larra, Bécquer, Galdós, Machado, Unamuno, Valle-Inclán, Gabriel Miró, Lorca, César Vallejo...10

Antes de doctorarse, se presentó a oposiciones; fueron las primeras que se realizaron después de la guerra, en el año 40. Aprobó, como era de esperar -«a mí no me regalaron nada»-, las oposiciones de cátedra de instituto y a Mérida, después Santiago de Compostela; corría el año 43 y ya era catedrático de universidad en el mismo Santiago, y más adelante, el 46, a Salamanca.

«Sus clases, don Alonso, eran todo lo contrario de aquellas otras que yo detestaba cordialmente. Eran lo que había esperado siempre de la Universidad, reuniones de alumnos y profesores en las que éste, lejos de pontificar, mostraba a sus alumnos la mejor manera de aprender a discurrir por cuenta propia valiéndose del ejemplo de sus propias investigaciones».11

«Y hete aquí que un día, en la recién reinaugurada Facultad de Letras -rodeada todavía de eriales, cascotes y zanjas bélicas mal rellenas-, el don Alonso, con bienintencionada y cachonda retracción de las comisuras labiales,   —12→   con la insinuante y dulce tensión de sus cuerdas vocales y sus peripatéticos desplazamientos entre estrado y pupitres, se nos puso a explicar Dialectología. Seguro que entonces no pensaba escribir el libro ese gordo que tienen que estudiar los estudiantes de ahora y que dice todo lo que hay que decir».12

Don Alonso, por circunstancias de la vida y de su propia vocación científica, ha viajado por toda España, conoce todos sus rincones, tararea sus melodías más populares y habla con las gentes, más con los de «abajo» que con los de «arriba». No recuerdo que me lo haya dicho, pero supongo que él apostillaría: -«Se siente uno mejor y más auténtico»-; y también ha viajado por el extranjero: ha estado de profesor en las principales universidades europeas, incluso en Checoslovaquia antes de la invasión rusa, y americanas (ha recorrido toda América, a excepción de Alaska y el estrecho de Bering).

-«Por esos barrios no se me ha perdido nada. La primera vez que fuimos al Canadá (Montreal) fue a ver una película -Viridiana- de Buñuel; estábamos en los Estados Unidos y nos desplazamos expresamente».

-«Y los viajes: en la Argentina estuve cuatro años, del 48 al 52, de director del Instituto de Filología. Vuelvo a España y marcho a Alemania: Colonia, Heidelberg... Más Europa, más América, México, los Estados Unidos... y Madrid. Después de rodar por el mundo pienso que nos debemos a nuestro país, pese a todo: pese a la envidia, que es el mal hispánico».13

Don Alonso, pese a todo, está convencido que el puesto de un español está en España y aquí recala: la Real Academia Española lo llama y sale elegido académico en mayo de 1966; lee su discurso de recepción sobre Asedio a «Luces de Bohemia», primer esperpento de Ramón del Valle-Inclán,14   —13→   justamente un año después, el 18 de mayo de 1967. Ocupa el sillón D, que antes había ocupado don Niceto y Melchor Fernández Almagro. En la actualidad es el Secretario Perpetuo de dicha institución. Cargo que ocupa desde el 2 de diciembre de 1971.

-«No, yo no soy una persona importante, pero entre despachar la correspondencia, asistir y preparar comisiones, reuniones, tener la revista al día, etc., tengo mi tiempo sobrecargado y, desgraciadamente, estoy poco disponible. La Real Academia Española impone muchas servidumbres... Puedo decir que he llegado a ser un ‘oficinista de Primera División’, aunque de fútbol no entienda».

Don Alonso, como puede observarse, es hombre ocupado, pero para mí que él sabe alargar su tiempo y lo consigue para otra de sus actividades -¡por cierto!, muy querida de él-: la prosa creativa.

Como veremos páginas arriba, ya cuenta en su trayectoria de narrador con numerosos volúmenes publicados. Por su dominio técnico y lingüístico del relato podemos considerarlo no sólo como un renovador formal del género, sino como uno de los mejores narradores en lengua castellana.

Don Alonso tiene su tiempo narrativo, es decir, «su tiempo» es esencialmente de domingo («Yo escribo los domingos»),15 y a ser posible en El Escorial, a donde se desplaza con María Josefa Canellada -su mujer- los fines de semana que puede.

-«Eso de la mujer no está mal; bueno, la verdad es que no está nada mal. A mí me dieron calabazas muchísimas veces, pero, al final, acerté: lo único serio que hice en mi vida fue casarme con una mujer excepcional en todos los   —14→   sentidos, con una mujer que está lo mismo a las duras que a las maduras».16

Allí, en El Escorial, en su casa llena de arte popular -la cerámica es su gran afición-, es normal encontrar a don Alonso trabajando en el jardín, bien podando o injertando, bien rastrillando. Le gusta, le divierte y encima se encuentra mejor físicamente.

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Allí, en la casa de El Escorial, con el café calentito y ante la presencia del fuego de la chimenea en el atardecer invernal, don Alonso piensa en voz alta y nos abre nuevos horizontes al hacernos recapacitar sobre tal o cual acontecimiento, y, ¡cómo no!, nos comenta las últimas anécdotas de sus nietas o de su penúltima adquisición de cerámica o,   —15→   por el contrario, entona tonadas de gran sabor popular al contemplar la marcha del fuego.

A don Alonso, que fue premio extraordinario fin de carrera, Premio Nacional de Literatura «Miguel de Unamuno» de ensayo, Premio Nacional de Literatura 1980, profesor distinguido de todas y de cada una de las universidades donde estuvo, etc., que ha escrito una y mil cosas (muy bien, por cierto) y que encima madruga:

-«Yo acabé de dialectólogo porque en la Facultad había un catedrático que no podía levantarse antes de las doce. Entonces me buscaron a mí, yo fui siempre madrugador».

A don Alonso, digo, tuve la suerte de conocerle al ser su alumno en la Facultad de Letras de Madrid.

Por aquellas fechas, corría el año 69 ó 70, don Alonso Zamora Vicente me sonaba a algo muy alto, nunca distante; después, y ahora que mi conocimiento de su obra y persona es mayor -la amistad y los años hacen prodigios-, mi asombro es aún mayor al ir, día a día, descubriendo su enorme dimensión humana juntamente con la científica.

Mi interés por la narrativa de Alonso Zamora Vicente, por lo que significaba de novedad técnica, por el mundo que nos describía -tan cercano y a la vez tan lejano del que nos rodeaba-, por lo fresco de su prosa -y, sin embargo, su elaboración cuán lejos está de la técnica del magnetófono-, por su estilo, en suma, me llevó a escoger su obra creativa como tema de mi tesis doctoral.17

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ALONSO ZAMORA VICENTE, NARRADOR

Su obra creativa, ya extensa,18 le sitúa en la narrativa de posguerra como artífice de la configuración plena de un nuevo concepto del género cuento, al enlazar con la tradición cultural, libre de toda hojarasca, y hacerlo realidad estructuralmente mediante su gran aportación personal: el lenguaje.

La materia lingüística -el habla- en manos de Alonso Zamora Vicente, cual orfebre que transforma el barro -punto de partida- en la obra de arte, adquiere en su escritura una nueva dimensión: a partir de los elementos populares ha conformado una nueva realidad estética, de la   —18→   que todos nos sentimos partícipes, pero que a la vez nos transciende.

Hay en toda la narrativa de Alonso Zamora Vicente un deseo expreso de manifestarnos la importancia que los elementos cotidianos, objetos y todo aquello que condicione su vivir, aun por insignificantes que sean, desempeñan en la vida de sus personajes.

Los personajes no aparecen solos, sino rodeados e inmersos en los objetos que constituyen su vivir cotidiano; a veces puede ser un bolso, las más una planta, o un sombrero, o la forma de vestir, o la piedra que por habitual no reparamos en ella, o el heredado mantón de Manila o los zapatos prestados, etc. Sí, pero, por encima de todo, hemos de destacar la extraordinaria sensibilidad con que el narrador va dando, en pequeños fragmentos, la vida de sus personajes a través de los objetos que hicieron posible su vivir y que desde el ahora nos sirven para reconstruir el pasado.

Singular importancia, en este sentido, adquiere el uso que los personajes -o el propio narrador- hacen de elementos musicales. La melodía musical de signo popular, o de época, está perfectamente diseminada en la obra narrativa de Alonso Zamora Vicente ya desde Primeras hojas, su primer libro, en donde uno de sus relatos lleva por título «Música en la calle»:

«Sonaban las monedas poco a poco, la portera siempre salía para echarle, a veces le daba algo, y de nuevo: ‘una faca albaceteña / se la sepulté en el pecho’, y poco después, ‘ese lunar que tienes, cielito lindo, junto a la boca’ (p. 36).

... mientras canturreabas ‘Amapola’, un ‘Tropezón’ o ‘Lilí Marlén’; eso es, cuánto te gustaba tararear ‘Lilí Marlén’ (Un balcón a la plaza, p. 22).

-Y se oirá la Banda Municipal desde los balcones los domingos y días de guardar... -prosigue Angelita.

-¡Tocarán ‘El sitio de Zaragoza’!

-¡Y el vals de ‘La viuda alegre’ (Desorganización, página 94). ‘Toda una vida me estaría contigo’... /... ‘Anda,   —19→   Ramirito, vete y haz que me pongan esa canción; esa canción es de nuestro tiempo’ (El mundo puede ser nuestro, página 15).

... Hasta tocamos un ratito, nos regañó el sereno, un organillo que estaba en la puerta de una posada, un buen pasodoble torero, la ‘mazurca de Luisa Fernanda’ (Mesa, sobremesa, p. 133)».

Asimismo, constatamos su directo entronque con nuestro legado cultural al plantearnos veladamente ciertos temas (religión, guerra civil, convivencia) -creemos que en el fondo está Cervantes-, puesto que razones ambientales le obligan a no hablar con transparencia, sino a insinuarse con reticencias e ironías que arrastran al lector a usar de su inteligencia en base a nuestras auténticas tradiciones culturales.

Punto importante en la narrativa de Alonso Zamora Vicente es el humor. En nuestro autor, el humor es un procedimiento que emana de ver en la realidad de nuestro mundo, de nuestras ciudades y pueblos -desde una posición culta-, los hechos que le rodean, los hechos que acontecen en este mundo. Y es, precisamente, esta actitud de contemplación todo lo ingenua que se quiera (Primeras hojas), grotesca como emanada del absurdo (Smith y Ramírez, S. A.) y real como resultado de una visión de la existencia individual y colectiva (Un balcón a la plaza, A traque barraque, Desorganización, El mundo puede ser nuestro, Sin levantar cabeza, Mesa, sobremesa), la que produce ese trance de amargura (amargura benévola, a veces), que da lugar primero al humor, y posteriormente a la ironía por implicar un mucho de intelectualidad, madurez y autorreflexión:

«Todavía, al despedirnos, decía muy cariñosa: vuelvan mañana... Se conoce que ha leído ese libro recién salido, que anda ahora por los quioscos de un tal Larra. ¿Sabe usted quién es ese fulano?» (A traque barraque, pp. 111-112).

Y así existe en toda la narrativa un intenso afán de deshojar, por medio del ridículo, lo auténtico en todas sus manifestaciones   —20→   para que sobresalga «aquello» que constituye nuestra verdadera tradición cultural.

Los personajes -recurramos al símil- se nos muestran en posición trágica (inconsciente o conscientemente asumida), pero, sutilmente, su catarsis la van a realizar, en modo alguno, como tal, sino por medio de todos aquellos elementos superficiales -según nuestra concepción, deformada las más de las veces- que han constituido, o constituyen, su mundo. De este modo, la irrupción narrativa es total, es un torbellino que nos envuelve «in medias res».

«Tú, chitón. Te sientas ahí y ya pueden ir eligiendo».

«Bueno, bueno, mire usted, aquí de lo que se trata, pues que usted ni torta». (El mundo puede ser nuestro, páginas 9 y 17).

«-Me parece...

-A usted no le parece nada, doña Concha, usted ahora a oír, ver y callar. Es lo más sano». (Mesa, sobremesa, página 103).

Y cuyo desarrollo se hará por medio de la técnica del contrapunto, o si se prefiere, de la oposición binaria, en su mayor parte:

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AyerHoy
AlegríaTristeza
Mundo idealMundo real
12
ComunicaciónIncomunicación
ÍmpetuMarginación
IdentidadConfusión

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Los elementos del apartado 2 constituyen el punto de partida -salvo, como es lógico, en Primeras hojas- de su narrativa, y a partir de ellos se desarrolla la casuística (siempre con un sano intento de clarificar, nunca de moralizar) que los anima y, en otros, tal casuística da pie a las enumeraciones caóticas que conducen al mundo del absurdo: Smith y Ramírez, S. A.

La preocupación por el hombre, en su totalidad, ha estado presente en el autor, y de ahí que su narrativa haya tendido y tienda a desvelar sus más profundos secretos.

El hombre se nos muestra en todas sus facetas y etapas y siempre en un espacio y tiempo históricos -no desdeña la realidad, sino que sale a su encuentro-. España es el marco de sus aconteceres; el tiempo se extiende desde principios de siglo hasta nuestros días.

«Ah, no, no me gustan nada. Absolutamente nada. Pero los quiero. Son los míos, los que tengo ahí. Dios no me ha dado otra España más habitable y debo resolvérmela todas las mañanas. Cómo había de tomarles el pelo».19

En su última y productiva etapa narrativa, Alonso Zamora Vicente, cada vez más, va eliminando el asunto, tema, etcétera -entiéndase dentro de la estructura-. No le interesa. Y así, mediante su paulatina eliminación, tiene que surgir, y surge, una nueva y maravillosa expresividad creativa del lenguaje; ya que, como no hemos olvidado, el lenguaje empieza por ser oral antes de llegar a ser instrumento de cultura escrita. Alonso Zamora Vicente así lo entiende -como así lo entendieron nuestros clásicos-, y ése es su punto de partida: el lenguaje del pueblo (no populachero) que, debidamente tamizado -aquí precisamente reside la maestría del artista que lo utiliza-, lo devuelve al pueblo, que lo asume como si fuera creación propia.

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Este arte creativo en Alonso Zamora Vicente ha pasado por diversos estadios y ha adoptado, tanto en lo formal como en el contenido, estructuras diversas.




PRIMERAS HOJAS, O VISIÓN POÉTICA DE UNA REALIDAD

«... también tú vas a ver / cuánto va a dolerme el haber sido así» (César Vallejo).

Constituye -desde el punto de vista de su aparición cronológica- el primer volumen de prosa creativa de Alonso Zamora Vicente, aunque, debido a su indudable dominio técnico y a ese «saber estar» como creador, nos hacen pensar que el oficio y recursos de auténtico narrador provenían ya de antaño:

«No debió ser el primero por la plena posesión de un arte complicado y por la gran novedad de procedimientos estilísticos».20

El volumen se compone de dieciocho relatos, circunscritos a sus recuerdos infantiles, formando un todo compacto tanto desde el punto de vista de la estructura como del contenido. Aunque fue descrito por su autor «como conjunto de cuentos cortos, inconexos, de evocación de la infancia, dentro de las formas del llamado cuento lírico», tenemos que disentir de esta opinión -por supuesto muy significativa- en cuanto a lo de «inconexos», pues es el «yo» del narrador, eminentemente lírico, quien inunda toda la narración y hace posible que los dieciocho relatos se conviertan en fragmentos poetizados de un todo perfectamente orgánico: su infancia.

«Para Alonso y Juan, devuelta memoria y reestrenándose», nos da la pauta -como dedicatoria del libro- para   —23→   que en este sentido entendamos lo que de evocación, presentación del pasado conlleva Primeras hojas; constituyendo, además de una técnica o motivo literario, una necesidad. Según palabras del propio autor: ‘es la mejor terapéutica para olvidar el pasado’».

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Sin embargo, creemos que no, ya que «Viejos retratos» -su primer relato- nos confirma en lo contrario: «El libro responde a una íntima necesidad de conservar el ayer».21 El narrador en «Viejos relatos» -que empieza de forma indirecta- no es el autor, sino un personaje ya mayor, «voz tibia y cansada», que sirve de puente al narrador y de quien se vale para acercar el pasado al presente, y viceversa, o   —24→   unir ambos («no pases tan de prisa, se arrugan las hojas»)... «y tú no habías nacido (enciende, no veo bien)». Con lo que, a nuestro entender, queda poetizada la narración al introducirnos un dato del relato tradicional: el atardecer o primeras horas de la noche, que soportan el paso lineal de las hojas del álbum con recuerdos perfectamente atrapados y apresados en un espacio.

El estilo directo (todos son parecidos, papá qué se dicen, nunca se baten) aparece pausadamente, y siempre para mostrarnos algo. El niño, a partir de «Mañana de domingo» -segundo relato-, se siente activo; ya no es una persona mayor quien nos va a ir mostrando el mundo, sino que éste, en su medida, se ha activado y hecho presente en la acción del niño, que es quien nos lo va a ir describiendo; de este modo, en «la primera muerte» el mundo infantil -frente a los adultos- aparece como gran dominador de la escena. La muerte, aunque nos duela, se nos da empequeñecida y poetizada porque el niño, al sentir la opresión del narrador, se revela y nos da su mundo:

«... y a Elisa que llora a grandes gritos, que se cae, el sombrero se le vuelca... (mira, vamos allí, se le ha caído el sombrero a Elisa, se le va a mojar)... Dorotea es una llorica y las señoras no dejan de suspirar y de decir: pobrecito, tan pequeño».

Y ya es el mundo del niño, aunque matizado y contrastado por el de los mayores, el que nos describe en «Vuelta de los toros», «Música en la calle», «Tarde de Rosales» y «Aleluyas». El Madrid de su niñez nos pone el marco.

«Es el Madrid de mi infancia. Es efectivamente un Madrid que no existe, claro, han pasado muchas y muy importantes cosas... Es un Madrid de una vida patriarcal, burguesa, un Madrid, además, me atrevería a decir, de madrileños... Claro, aquel Madrid, pues cómo no va a haber desaparecido, figúrese usted, si era un Madrid donde nos conocíamos todos, donde se paseaba por una calle de arriba a abajo como en una provincia cualquiera... En mi casa se   —25→   vivía prácticamente con arreglo a los toques de las campanas de la parroquia, más que con el reloj o con mandatos familiares, muy distinto...».22

Su mundo, y el de los suyos, nos lo presenta en «Pesadilla», «En el huerto», «La Casa de Campo», «De visita»; sus deseos más íntimos en «Escapada», «Tarde de cine», «La verbena», «Veraneo» y «El colegio», hasta llegar a «Polichinelas», amalgama de monólogo, estilo directo, distintos niveles de lengua, y todo ello bajo la atenta mirada del niño:

«Entra, toro; alto, toro, no seas bruto, que me has clavado un cuerno en la barriga, y los chicos ríen, ríen sorbiéndose los mocos, y los mayores ríen, y ríen... y las mulillas, los cascabeles resonantes, una plaza de toros quimérica, adivinada en la cuadrada superficie de los polichinelas y, sin embargo, enaltecido redondel de sueños, bondadoso, con sol y nunca sombra, yo sentado en el suelo, mientras los barquillos (del gallego ese sordo, como siempre) caen por la comisura de los labios, abobados, entre risa y risa desgajándose» (p. 124).

Con él cierra la estructura material del volumen, no así su evocación lírica de la infancia, ya que, al eliminar las autorreflexiones, la narración queda abierta. Idea que se ve robustecida por el epígrafe final: «... también tú vas a ver / cuánto va a dolerme el haber sido así».

El narrador nos ha situado en ese mundo vago del recuerdo -su recuerdo-, del que nos irá dando múltiples toques de atención para que lo hagamos nuestro -nosotros los lectores- en la medida de lo posible y, de esta forma, revivir nuestra infancia aunque, naturalmente, con distinta sensibilidad.

En el volumen, junto a los recursos técnicos tradicionales, propios del género, aparecen como novedades estilísticas   —26→   más notables23 elementos de enorme sencillez: desaparición de los signos ortográficos de interrogación y admiración:

«Tarde de Rosales, luto cercano. Volvíamos despacito, a pie, ya el sol bajo. Delante los mayores, seriecitos, qué irán preparando; hay que ver, a Paco habrá que ponerle pantalón largo en seguida. Detrás Dorotea, conmigo a rastras; anda, hombre, no remolonees (oye, Dorotea, para qué vale patinar, qué es Parisiana, por qué me da perras ése que viene con Elisa ahí detrás, no miran por dónde van, tropezarán, por qué se marcha antes de llegar a casa, por qué no se puede hablar así de él)».

Imágenes como resultado de una muy aguda sensibilidad ante la naturaleza:

«Con su aire de bidón oxidado y mugriento» (p. 18).

«Y se le oía pisar encima de los restos de leña, que crujían sedosos con un olor bueno a montaña, a desordenada brisa de humo y hierbas transitorias, olor de paseo al sol» (p. 39).

El recuerdo pasa al presente por medio de la observación precisa, el toque exacto:

«Veía aquellas extrañas ceremonias, ir y venir de caballos, sables en alto (qué se dicen, nunca se baten») (p. 17).

Esta actualización del pasado, o el recrearse en él, va a ser conseguida mediante el empleo de los tiempos verbales, frente al uso del imperfecto como fórmula introductora del cuento va a oponer, en la mayoría de los casos, bien el presente evocador («Cuando me asomo al balcón de la casa materna», «Vuelvo a ver la mañana del sol»), bien el estilo directo, bien el imperfecto narrativo.

El tiempo que tiene como finalidad darnos la totalidad de las acciones del niño nos lo presenta a través de las estaciones del año

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«Primavera adentro llegaba el hombre del organillo» (página 36).

«Fue aquel otoño en que también hubo crisantemos, blancos, amarillos, con su aire estúpido, despeinados bajo la lluvia» (p. 66).

Y por los juegos de los niños (pídola, canicas, trompo) que van implícitamente ceñidos a un tiempo.

De igual modo, encontramos acumulación de los elementos del recuerdo: diálogos, pensamientos agolpados por lo que dice el niño o le dicen, aplicación del monólogo interior. Téngase presente que su aplicación es anterior al llamado boom de la narrativa hispanoamericana.

El volumen aparece publicado en el año 1955, pero algunas de las narraciones que lo componen habían sido publicadas años antes en el suplemento del diario «La Nación», de Buenos Aires. Por aquellas fechas, en España se está iniciando el realismo social (La colmena, El Jarama).




SMITH Y RAMÍREZ, S.A., O CREACIÓN SIMBÓLICA

Constituye su segundo volumen de narraciones, y con él técnica y semánticamente nos introduce íntegramente en un mundo imaginario y desligado directamente de sus propias e íntimas experiencias.

«En Smith y Ramírez, S.A. había unas cuantas historias -¿historias?, ¿ficciones?- que, algunas al menos, también habían salido por vez primera lejos de España. Otras aquí, en ‘Ínsula’, ‘Cuadernos Hispanoamericanos’, ‘Papeles de Son Armadans’. Son de signo muy diferente a las de Primeras hojas, pero también dominicales. En el delantalillo lo explico. Si son seis o siete, son seis o siete frustraciones. No sé si ahora se vuelve a destacar el cuento del absurdo, de lo loco y vano, pero en los años cincuenta y tantos no se hacía. Aquí, quiero decir».24

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Con él nos intenta dar, y lo consigue, un mundo que en algunos relatos se acerca a lo absurdo; en otros, a lo futurista, y en todos hay algo de fantástico que lo desliga de su «yo» íntimo para dar paso al «yo» épico.

Siete narraciones lo componen, perfectamente agrupadas en: a) relatos eminentemente fantásticos -«Anita», «Pasado mañana», «Apiguaytay» y «Un pobre hombre»-, y b) relatos del absurdo -«De segunda mano», «Smith y Ramírez, S. A.» y «Tren de cercanías»-, aunque conservando una clara unidad: esa creación simbólica que proviene en todos los casos de una inserción de lo irreal en lo real.

El mundo del absurdo -conseguido técnicamente, en la mayoría de los casos, por medio de una enumeración caótica- que se desprende de los relatos de Alonso Zamora Vicente no pertenece al mero mundo de las ideas o de lo abstracto, sino que se encuentra inmerso en la vida cotidiana de nuestro vivir.

«Estos relatos, que dan al absurdo realidad intensamente vivida, no son mero virtuosismo imaginativo: apuntan a problemas fundamentales de la existencia humana -la supervivencia, la identidad personal, la busca de algo esencial que nos falta, la culpa y la expiación».25

Alonso Zamora Vicente, ya lo hemos apuntado, nos plantea el problema del hombre dentro de su contexto histórico y el mundo del absurdo que proviene de Smith y Ramírez, S. A. queremos interpretarlo como el caos que el nazismo y sucedáneos produjeron en la estructura social, especialmente en los jóvenes de aquella época:

«Yo no debo decir nada de este libro que, en parte, ha sido traducido y comentado -y muy comentado- en la Europa que había visto los campos de concentración y la total pérdida del respeto a la condición humana».

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«La novelita corta que da nombre al volumen Smith y Ramírez, S. A. es, sin más, la vida en uno de esos gigantescos almacenes modernos donde se vende de todo: mandarinas, arte, felicidad, cacharros, enfermedades, sentimientos, detergentes. También hay impermeables. Bien. En ese almacén hay un departamento especial para los niños perdidos en las apreturas. Allí se les recoge, se les guarda, no se devuelven. La técnica más actualizada se encarga de reglamentar su peso, emotividad, ensueños, trabajos, desfallecimientos... La novelita persigue la vida de una niña perdida para su felicidad en esa casa, un día de rebajas, y que permanece allí hasta que llegue el día de su boda. Toda la perversión que nos caracteriza hoy aparece allí -dicen- con muy buen humor. (Sí, sí, buen humor... Para bollos está el horno)». (Alonso Zamora Vicente: Yo escribo los domingos, p. 283).

Al ser la materia narrada distinta de Primeras hojas, también lo es el punto de vista del autor como elemento estructurante. El autor aquí se sirve de sus personajes o de un narrador como trasfondo narrativo que dará paso a una forma plenamente desarrollada en posteriores publicaciones: el falso monólogo.

Técnicamente se somete a las normas de la narrativa clásica del género ficción: el narrador se adueña del relato, que abandona paulatinamente para ir dejando paso al diálogo de sus personajes; éstos, en algunos casos, convierten sus diálogos en auténticos monólogos y, en otros, recurren a la forma epistolar.

El diálogo se presenta ya disociado; las personas gramaticales empleadas son la primera (singular y plural), la tercera y la segunda (diálogos y toques de atención).

En un proceso narrativo como el de Alonso Zamora Vicente, el concepto de imagen va íntimamente unido a su forma de escribir, puesto que en multitud de ocasiones la imagen forma parte del monólogo, diálogo o soliloquio.

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No existe duda alguna de que Alonso Zamora Vicente es un gran domeñador del lenguaje y posee -como buen observador, extraordinario diríamos- una muy aguda sensibilidad ante la naturaleza, de ahí que las imágenes aparezcan como algo propio y esencial en su narrativa.

«Cuando Anita reanudaba la charla, era un viento vivo y generoso».

«Olor de tierra húmeda y flores imprecisas, olor ajado, innominable, entristecido».

«Va despacito, camino de la estación, entre la lluvia cobarde» (Smith y Ramírez, S. A., pp. 9, 10 y 19).

Como, asimismo, párrafos de gran riqueza metafórica:

«Me crecía la cólera desde el codo abajo, y a él le nacía una lejana noche desolada en los hombros».

«Negro todo ya, perdiéndose río adentro, profundo respiro, una estrella nuevamente tensa en la superficie ya tranquila, gradualmente endurecida, compacta soledad sobre el zumbo de la esclusa y apretándose» (Smith y Ramírez, S. A., páginas 67 y 78).

En Smith y Ramírez, S. A. los personajes tienden a ser héroes, dada la contextura de los relatos. Solamente los protagonistas, en el sentido clásico del término, tendrán nombre propio; los demás personajes se nos presentarán de una forma parcial y luego, a través del relato, se nos irá dando el resto de los datos directa o indirectamente.

Igualmente, hemos de destacar que de los protagonistas -normalmente dos- uno es presentado, al menos parcialmente, por el otro, y el segundo lo es por descripción en tercera persona:

«Daniel Aguilar salía del cabaret muy contento. Quizá por vez primera en su vida lo había pasado bien. Anita era una muchacha deliciosa, muy distinta a las que solía convidar otras noches». «Sonia no cabía en sí de puro contento. Martes ya, y pasado mañana, la boda... y la tienda de cuadros, con esas reproducciones de Chagall que no le gustan a Claudio, este Claudio a veces tiene unos gustos... y

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piensa en Claudio, que vuelve de su pueblo, su último regreso de soltero». (Smith y Ramírez, S. A., pp. 9 y 19).

Con relación a los tiempos empleados, el predominio del imperfecto narrativo es notorio:

«Daniel Aguilar salía del cabaret... Anita era... le quedaba... cuando Anita reanudaba...».

«Sonia no cabía en sí... se le iba la mano... Sonia apretaba el paso...».

La noción del tiempo llega hasta nosotros, preferentemente, por manifestaciones externas: la lluvia, el sol, la   —32→   luna, el calor, el frío, etc., forjando uno de los rasgos estilísticos más característicos del autor:

«Ya llevaban un buen trozo andado cuando Daniel, entre mimo y mimo, se dio cuenta de que Anita iba a cuerpo. Hacía frío. La noche...».

«Media tarde, una transparencia amarilla llenando la espera, otoño arriba» (Smith y Ramírez, S. A., pp. 10 y 14).




UN BALCÓN A LA PLAZA, O LA REALIDAD QUE NOS RODEA

«... y quisiera yo ser bueno conmigo / en todo» (César Vallejo).

Nos introduce en un mundo real -querámoslo o no- en donde pululan personas de todo tipo y condición social y con las que, a veces, a trancas y barrancas, tenemos que convivir.

Significa, con su lenguaje concreto, el choque con la gente que nos rodea.

Aunque Manuel Ariza lo trata de «cuento de transición»,26 creemos que temáticamente constituye una anticipación de su quehacer posterior; más aún, teniendo en cuenta la anterior obra creativa: Primeras hojas y Smith y Ramírez, S.A., lo definiríamos como un paso adelante en su temática.

Sin embargo, desde el punto de vista técnico, conforma un oasis sin relación posible entre la anterior y posterior obra de Alonso Zamora Vicente por ofrecer una adecuación perfecta entre espacio y tiempo narrado.

La acción dura aproximadamente el mismo tiempo que invertiríamos en hacer una lectura reposada: comienza a las cuatro de una tarde de abril y cierra a las seis. El elemento tiempo, ininterrumpidamente, está presente. El autor

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empieza dándonos una visión externa: «Tiempo de abril, las cuatro de la tarde», inmediatamente nos refleja el reloj de la catedral y los cuartos de hora y, a continuación, la narración se encoge y alarga bajo una trepidante sensación de tiempo:

«-¡Date prisa! ¡Van a venir!

-¡Bueno, bueno! ¡Ya voy!» (p. 12).

Y el tiempo se adueña de la tertulia:

«Un estallido de quietud donde el tic-tac del reloj se adueña de la sala. Parpadeo de luces. Brillos furtivos en los marcos, en las consolas. Tic-tac, tic-tac, tic-tac» (p. 52).

El título nos dibuja la localización espacial: el balcón, que deja paso al foco del salón «junto a la mesa camilla», en donde doña Piedad va a pasar cerca de dos horas junto con sus contertulias.




A TRAQUE BARRAQUE, O GENTE

«... querría / ayudar a reír al que sonríe, / ponerle un pajarillo al malvado en plena nuca, / cuidar a los enfermos, enfadándolos, / comprarle al vendedor, / ayudarle a matar al matador -cosa terrible-, / y quisiera yo ser bueno conmigo / en todo». (César Vallejo).

Temática y estructuralmente quedan agrupados bajo este epígrafe los volúmenes Desorganización, El mundo puede ser nuestro, Sin levantar cabeza.

Con él, Alonso Zamora Vicente entra de lleno en este nuestro mundo real, en el que se detiene morosamente sobre estructuras sociales que han perdido el rumbo o su forma de vida y, sin embargo, se aferran desesperadamente a situaciones pasadas.

El tema de la Guerra Civil, directa o indirectamente, aparece como una honda preocupación en el quehacer creativo de Alonso Zamora Vicente. Sin embargo, no encontramos en los relatos un planteamiento previo de las causas que la originaron, ni siquiera alusiones a los distintos frentes en los   —35→   momentos álgidos de la contienda, sino que las alusiones van dirigidas a los problemas que provocó y a las dificultades que creó.

La vida presente, su forma en muchos casos, es el resultado de «algo» que ocurrió, y ese «algo» no ha sido otro acontecimiento que la guerra que dividió, una vez más, España.

La guerra -ese gran mal que azotó España, bien para muchos- se nos muestra y se nos da desde diferentes ángulos, pero sin una determinada posición previa; de todos ellos emana una gran tristeza conmiserativa tanto hacia quienes comunican como hacia el receptor.

«Todo el negocio se lo llevó la guerra, cuando los nacionales llegaron allí ¡pum, pam, pam! Nada. Ni el solar. Luego han hecho por allí una cárcel (Carabanchel), lo que prueba que la tierra es buena». («Siempre en la calle», A traque barraque).

«... Yo fuera. Misiones especiales, con triple sueldo. París, Roma, Tánger, las urbanizaciones... Me relacioné. Yo tengo siempre preocupaciones sociales. Consejos directivos de esto, de lo otro, de lo de más allá. Esto es hacer patria. Es verdad que salté por encima de muchos...» («Uno es generoso», El mundo puede ser nuestro).27

Asimismo, encontramos en los relatos de Alonso Zamora Vicente una aguda sensibilidad en los temas relacionados con la Cultura -con mayúsculas- ante el estado de postración patente en que se halla.

No, no hay malignidad en su exposición, sino desencanto total, y este desencanto lo expresa de la única manera posible: la insinuación irónica. Pero, ¡cuánto cariño encerrado!, ¡cuánta noble intención!, hay expresados para que volvamos   —36→   la vista y recapacitemos en esas pequeñas cosas que han constituido y constituyen -aunque algunos se empeñen en lo contrario- nuestra esencia personal.

«Aquí somos muy científicos, eso ya está mandado retirar. La ciencia, amigo, la ciencia. Eso de la poesía era antes, cuando había genios: Campoamor, Núñez de Arce, Gabriel y Galán...» (ATB, 265).

«Cervantes, cómo es posible que aún se lea a Cervantes, es absolutamente innecesario para conseguir un premio novelístico» (ATB, 125).

«Yo leo también aparte del ‘Marca’ y ‘El Caso’ el ‘Boletín Oficial’, es muy educativo» (El mundo puede ser nuestro, p. 48).

Todos los personajes convocados intentan salir a flote -consiguiéndolo o no- sobre presupuestos falsos y desfasados, y todo ello con el lenguaje más conveniente y real, con el suyo propio.

Es éste un lenguaje que responde a un tipo amplio de sociedad -situada en Madrid, como núcleo aglutinante-, en el que la mayor coincidencia entre ellos no es precisamente la economía, o al menos bajo ese prisma no nos son presentados, sino su enorme falta de educación.

El lenguaje empleado no tiene, en su conjunto, ningún matiz dialectal, sino que engloba todo ese enorme mundo sin frontera alguna que, en nuestros días, aparece igualado debido al trasvase de capas sociales y a una auténtica falta de cultura tanto a nivel individual como colectivo.

El lenguaje, rico en modismos, giros y léxico del habla cotidiana, se nos presenta como una perfecta recreación artística de la lengua más viva y espontánea: el habla del pueblo. Aquí, precisamente, radica uno de sus principales logros en la prosa: el haber elevado el coloquio a formas perfectamente válidas y de gran belleza artística.

No nos es fácil sustraernos a la tentación de ofrecer una pequeña muestra, aunque somos los primeros en reconocer que el aspecto lingüístico, por su importancia, está necesitado   —37→   de un estudio en profundidad que comprenda la totalidad de la obra narrativa.

«Lo mejor es decir las cosas a la pata la llana».

«Pero tú, rica. Tú has tomado el número cambiado».

«Que nanai, hombre, que las pasaste canutas» (El mundo puede ser nuestro).

Y así nos encontramos con refranes y modismos en los que el autor suple su segundo elemento, bien por puntos suspensivos, bien por el etcétera, bien con otro elemento que no cabe dentro de la estructura originaria, o por modismos tradicionales.

«No hay mal..., etc.» (ATB).

«Ya lo dice el refrán: A carnero regalado, frénale el diente» (ATB).

«O se nace Premio Nobel o se va uno a hacer gárgaras con vitriolo» (El mundo puede ser nuestro).

«Y ya sabe usted, los míos, aunque sean judíos, ea, ya no se lo digo» (El mundo puede ser nuestro).

«Todo debió andar manga por hombro, y a río revuelto...».

«Ya lo dijo el poeta. Puesto que la vida son los ríos y lo que sigue, a jorobarse tocan, sí, señor» (ATB).

Las narraciones agrupadas en torno a Traque barraque representan el paso a la calle, en encuentro con la realidad de nuestro mundo, sus páginas pululan toda una abigarrada colmena de seres humanos: el cura, el farmacéutico, el comerciante de barrio, la solterona, el mundo de los viejos y asilados, el taxista, el obrero, el artista de circo, el emigrante, el poderoso, el encumbrado en cargos oficiales, la juventud del «Mini», del papi, de la boîte, o los que se pasan el año ahorrando para poder broncearse en las playas y vivir como los ricos, aunque sea a plazos. Y hasta, inclusive, el propio Alonso Zamora Vicente salta al ruedo, con su nombre, convocado por sus personajes.

«Hay por ahí un fulano con unas intenciones que válgame Dios, un tal Alonso Vicente, o una chorrada así, que, en   —38→   cuanto pesca algo de este tipo, ¡zas!, lo escribe, y ya sabes, se acabó lo que se daba» (El mundo puede ser nuestro).

Especial interés merece el mundo de los ancianos, de los asilados, que en Alonso Zamora Vicente sirve para presentarnos la realidad actual mediante el contraste. El contraste surge por comparación de esas pequeñas cosas que han constituido sus vidas y que no encuentra cabida en los actuales moldes que presenta la sociedad.

«Presiento que, en mucho tiempo, éste será mi quehacer extrafilológico. Gente. Gente, hombres y mujeres que, con sus defectos aparentemente ridículos, pueden probar documentalmente que han nacido pequeñitos, como decía César Vallejo. Y, añado yo, por mi cuenta, también pueden probar que no han tenido a nadie que les ayude a crecer».28

El mensaje, que se desprende de su comunicación, apela a la inteligencia del receptor con el fin de llamar la atención hacia la realidad que representan los personajes. Éstos, convertidos en el emisor, irrumpen en la escena con toda su carga de expresividad léxica.

Técnicamente, el narrador y las descripciones dejan paso al monólogo que quiere romper y, significativamente, lo consigue en diálogo. El falso diálogo -soliloquio-, lleno y matizado de una gran riqueza léxica, el hablar de la calle, configura en estos volúmenes una personalísima visión estilística del autor.

El procedimiento empleado es, a la vez, sencillo y no fácil de conseguir: para que exista diálogo es necesario que se den el emisor-receptor y la comunicación, pero al no existir comunicación el posible diálogo queda roto y con él se desvirtúa el receptor particular que queda universalizado en el interlocutor. Así, en sus relatos, siempre está presente el emisor que se dirige a un supuesto receptor que, a su vez, no emite.

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«Porque, distintamente al famoso monólogo de la señora Bloom o de sucesores como Faulkner, nacidos en monólogos, éstos de A traque barraque y el uso lingüístico lo manifiesta) son diálogos que la no-recepción ha conducido a monólogos. De ahí su valor connotativo de incomunicación en un ámbito tan aparentemente comunicado».29

A nivel de estructura, y en todos ellos, se parte de un hecho real tanto a nivel lingüístico como situacional, pero este tomar como materia prima del arte la realidad inmediata, no sólo en su aspecto físico y externo, sino también   —40→   en lo moral y humano, es la base del llamado realismo español, concepto engañoso que va, estéticamente, mucho más lejos que una pura reproducción de lo aparente.




MESA, SOBREMESA, O EL SENTIR DE LA LETRA

Entronca, si bien con procedimientos técnicos diferentes, con la realidad nuestra de cada día, que ya anunciara en A traque barraque; con esos grandes o pequeños detalles de aquí y de ahora que acompañan indisolublemente a los seres humanos.

Mesa, sobremesa narra con flash múltiple el acontecer de un grupo de personas, muy de nuestro tiempo y lugar, que asisten, porque no les queda más remedio, dada su situación, a una comida-homenaje en honor de uno de tantos personajes públicos a quien el poder establecido hace aparecer como filántropo, pese a que el subconsciente de los allí congregados nos le presentan en su justa dimensión, gracias a los dos niveles de lenguaje empleados. El homenajeado, típico personaje de la sociedad española, es el prototipo de hombre que, a base de tenacidad y de carácter acomodaticio -ayuno de todo planteamiento ético y cultural-, llega a desempeñar funciones y poder muy por encima de sus méritos.

Los dos niveles: el narrado linealmente y el pensado -soliloquio, interrumpido con extraordinaria precisión- se entrecruzan y hacen posible que el lector aprehenda la narración en su totalidad. A nivel de escritura, los dos niveles corren paralelos a lo largo del texto, siendo claramente perceptibles para el lector por la distinta tipografía empleada para cada uno de ellos. El tipo de escritura guarda relación con los dos niveles narrativos: los soliloquios-monólogos se desarrollan en largos períodos, dando preferencia a la supresión de los signos tradicionales de escritura. En la parte descriptiva y diálogos sigue la puntuación más tradicional.

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El hilo discursivo, al ser varios los personajes, es múltiple. Vamos conociendo lo que se nos quiere transmitir desde distintos ángulos y perspectivas: del individuo al grupo social, y de éste al individuo con el fin de interpretar el mundo que nos ha tocado patear: la España nuestra de cada día, con sus grandezas y defectos. Pero no hay otra. Y por ello el autor, desde la desazón de sus personajes, sueña con otra realidad bien distinta: la redención por medio del hecho cultural en toda su amplitud. Al no ser posible dicha realidad, vuelca toda la ironía que el intelectual lleva dentro en contra de los vicios que en nuestra sociedad han aflorado a lo largo de los años.

Se inicia el volumen con una carta-prólogo en la que el autor con suma agudeza nos dibuja, pirueta va pirueta viene, un jugoso panel de su quehacer literario y de la incidencia del prólogo en la tradición de nuestras letras. El prólogo se construye, asimismo, al igual que un «Soneto»... En él nos va presentando con su soledad y tristeza a los personajes que intervienen, pero entreviendo horizontes en sus vidas que quizá no lleguen nunca a ser realidad.

El centro de la narración lo componen las distintas fases de una comida, desde «El aperitivo» a «Cada mochuelo a su olivo», en donde asistimos al charloteo de una sociedad que debería ser solidaria, pero prefiere seguir siendo esclava de la hipocresía, la ignorancia y los prejuicios egoístas; colectividad que no tiene arrestos para reconocer su complicidad en el actual desbarajuste de ideas, actitudes, creencias...

La lengua aparentemente nos viene dada como si el magnetófono hubiera sido el encargado de la redacción, pero nada más lejos de ello, ya que la aparente sencillez es fruto de una perfecta simbiosis entre el habla coloquial y la artística. Sin duda, estamos ante un perfecto y depurado estilista, porque nada más difícil que elevar a categoría artística lo cotidiano, y mucho más si lo que destaca del conjunto es la sencillez.

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En Alonso Zamora Vicente tal procedimiento es perfecto por espontáneo y vivo; en manos de otros escritores con menos recursos técnicos el procedimiento pierde espontaneidad y se diluye en un realismo a veces chabacano.

Emilio Náñez,30 con voz medida y sentida, nos sugiere «su» lectura: «... A. Z. V. deja en sus páginas la nadedad de unas conversaciones, charlas o chácharas de unos comensales que se reúnen, trasunto ridículo del Olimpo, como los dioses en torno a Júpiter, en torno a un jefecillo-jefazo, no para degustar el néctar y ambrosía y tratar de los graves problemas humanos, sino para engullir bazofia disfrazada y rezumar trivialidades hipócritas mientras en su fuero interno se ponen como chupa de dómine. En esto ha venido a parar aquello, nos dice A. Z. V. Soterraño y escondido en los discursos de los contertulios se palpa el fluir del tiempo, la melancolía de los días pasados, aunque hayan sido dolorosos, porque se tiene el pesar de no haber sabido o no haber podido cambiarles de signo a causa de la malicia o de la estupidez de los otros o de nosotros mismos. Por ello, pese a la aparente frivolidad, a la intrascendencia de las conversaciones corregidas por el frío contraste del fluir del propio pensamiento, hay en el libro una tremenda tristeza. La tristeza de la incomunicación, la tristeza de la incorregibilidad de los defectos humanos. La tristeza del paso del tiempo... Sólo quien ha sufrido mucho y tiene altura moral sabe dar a sus palabras el tinte del dolor trascendido, superado y envuelto en una sonrisa, incluso envuelto en una comprensión y a veces hasta en una disculpa... Partiendo del libro me atrevo a aventurar que su autor ha debido sufrir mucho».

«... En efecto, el libro, este libro, Mesa, sobremesa, es muy triste, a pesar del humor -mejor dicho, precisamente por el humor que todo él destila-, a pesar de su gracia, de la gracia de las situaciones, y, sobre todo, de la gracia chispeante   —43→   de sus palabras, de sus salidas; a pesar de la risa que nos provoca espontáneamente en un primer contacto con él, risa que paulatinamente se nos va congelando en el rostro poco a poco hasta convertirse en mueca de careta, cuya rigidez termina haciéndonos daño. Tal vez por esto yo no haya podido leerlo, como decía ‘don Apolinar, el profe depurado’, en poco ‘más o menos lo que dura una comida larga, con una sobremesa bien nutrida de eructos, somnolencias y majaderías’ (p. 15). No. Yo no he podido leerlo de un tirón, frívolamente. Su lectura me ha costado bastante tiempo y la he realizado con muchos parones...».





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ArribaAbajoAntología


ArribaAbajoDe «Primeras Hojas»


MAÑANA DE DOMINGO

Mi padre me llevaba a todas partes. Anda ceñido en mi recuerdo a todos los pequeños placeres de mi infancia. Unas veces era el carrito de la Plaza de Oriente, repleto de campanillas que tocábamos desesperadamente, con tres jerarquías de viajeros: jinete en el burro, el pescante, sentado dentro. El cochecito daba una vuelta al óvalo del jardín de las acacias grandes, cercado de reyes (todos son parecidos, papá) mientras rosigábamos un barquillo que daba la mujeruca al subir. Otras veces -todos los domingos por la mañana- era la parada, el solemne relevo de la guardia en el Palacio Real. Me encaramaba a los barrotes de la verja, y desde allí, oprimida la cara entre dos hierros, veía aquellas extrañas ceremonias, ir y venir de caballos, sables en alto (qué se dicen, nunca se baten), cañones que cambian de lugar, en tanto que dos bandas tocaban alternativamente pasodobles. Algunos días mi padre me decía: «Mira el rey en aquel balcón», y yo no veía nunca a nadie, y si veía a alguien por la enorme   —46→   fachada no se parecía a las fotos de los periódicos. Después volvíamos poquito a poquito, aprendiendo uniformes, húsares de Pavía y de la Princesa, lanceros de Alcalá, Escolta Real, y mi padre me agarraba fuerte de la mano, o me tomaba en brazos para verlos pasar.

Un alto, siempre, en el centro del Viaducto. Allí el escalofrío de los que se tiraban, de los suicidas (no tengas cuidado, siempre se tiran de noche, cuando no pasa nadie). Era el Viaducto viejo, el de hierro, con su aire de bidón oxidado y mugriento, barandilla alta, un ciego acurrucado a su principio, con un cartel: «de la gota serena», y un perro que sostenía en la boca el platillo de las limosnas. Desde la barandilla del Viaducto aprendí nombres de iglesias altas, de calles retorcidas, de rinconcillos que después he querido mucho. Las Bernardas, encaramadas sobre el Palacio de los Consejos, alta de hombros la torre, siempre haciendo fuerza hacia atrás para no caerse por el barranco de la calle Segovia; las agujas de San Miguel, del Ayuntamiento, de Santa Cruz, adornos infantiles en lo alto, como castillos de dominó; la catedral, dos torres bajas y romas delante de la cúpula, vago recuerdo de león sentado y garras extendidas. San Pedro, cara de búho en ladrillo, y San Andrés, espigadita y alta, oronda de haber subido su costanilla empinada. También campo abierto, Casa de Campo adelante, y La Florida, humo de trenes, y nombres de montañas, lejos: Montón de Trigo, La Maliciosa, Peñalara, Siete Picos, Abantos. «Allí está El Escorial», decía mi padre, señalando. Y yo nunca veía El Escorial, sino casas, lomas, alguna nube, y horizontes, perennes luego, que no se parecían al Escorial, el edificio de muchas torres y pizarra oscura que yo encontraba en los libros, o en un manguillero de hueso con un agujerito de cristal que alguien me había traído de allá, no logro recordar cómo ni cuándo. En cambio, sí sé que, al mirar dentro, seis estampas, tres a tres, si se cuca el otro ojo, se veía muy bien un muerto remuerto, que decían era Carlos V, y que yo no miraba por no soñar con él luego...

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Entrada la mañana, sol de mediodía en el rinconcillo de la plazuela de San Andrés, mi padre paseaba, vuelta va, vuelta viene, con don Juan el párroco. Nunca supe de qué hablaban, tan seriamente, tan olvidados. Yo, al principio, seguía los paseos, hasta que el aburrimiento me crecía. Me recogía entonces a un poyo de la iglesia y desde allí los miraba, mi padre asintiendo o levantando los hombros, manos a la espalda, el cura con un brillo igual siempre en cada pliegue de la sotana, leves, acordados altos en el tranquilo caminar. Espaciadamente, ráfagas de viento levantaban remolinos de polvo en el atrio, yo corría detrás de ellos intentando pisarlos. Mi padre y don Juan iban, volvían. Yo no me atrevía a interrumpirlos. Podía escaparme con otros muchachos, no lo notaban. Y al entrar en casa eran los gritos de Elisa, dónde te has metido, qué botas traes, pareces un golfillo, mientras mi padre se preguntaba dónde podía haberme puesto las botas así, y aseguraba, cansado, que no habíamos estado más que a ver la Parada, que habíamos visto de cerca al rey, y El Escorial, y sin que nadie me oyera, por si era demasiado fácil o pecado, preguntaba a mi padre qué era eso de la «gota serena».

Sí, quizá el recuerdo más preciso de entonces es el de las mañanas de domingo. Escozor de sábado, cuando se duda si iremos mañana, si hará buen tiempo, si no habrá otra cosa que hacer. Y ¿cómo te has portado?, te volverás a escapar, te rompiste los pantalones. Duermevela anticipada, pretendo adivinar en la claridad primera cómo será la mañana. Desde la cama aprendí a descifrar en los ruidos de la calle, en los pregones repetidos, en el matiz de la luz, el brillo de un mueble o de un baldosín, si hacía frío o no, si iríamos o no a la Parada. Luego, sin preguntarlo, nos entendíamos los dos, mirada cómplice. Calle de don Pedro adentro (no te metas en los charcos), ya se oían los soldados, y otra vez a reconocer uniformes, y montañas, y aquella vuelta del río, y dame la mano para cruzar, allí hay un sitio, y otra vez a trepar por la verja, sables en alto, campanadas   —48→   de las once, y, a la vuelta ¿veremos a don Juan?, y cómprame de eso, y hoy no salió el rey, estaría trabajando, y no pases la mano por la pared, regreso ya hoy sin paisaje ni colores, viento lejano, incorporado definitivamente a la vida, acumulado silencio total y despacioso.




LA PRIMERA MUERTE

Mi madre murió pronto. No murió en casa, sino en un hospital de Carabanchel. Fuimos todos los hermanos a verla el día que la habían operado, sin saber todavía que había muerto. Me pusieron los zapatos nuevos, que me apretaban mucho. Los demás también iban endomingados, sobre todo Elisa, que estrenaba un sombrero malva, de ala muy ancha, cuajada de cerezas y flores. Tuvimos que perder dos tranvías porque ya traían gente y no podía pasar ella, tan grande resultaba el sombrero. Era poco después de comer, a fines de marzo, primavera iniciándose. La catedral, gris y arrinconada detrás de los puestecillos; el Teatro de Novedades, la Fuentecilla, nunca se ve por qué se llama eso la Fuentecilla. El tranvía bajaba despacio la pendiente de la calle Toledo, pasaba por debajo del arco grande de la puerta y luego runruneaba monótono toda la cuesta hasta el río. El gasómetro, el túnel del tren de circunvalación (nunca se ven trenes de viajeros por aquí), la Glorieta de las Pirámides (esas estatuas son iguales que las de la Plaza de Oriente), y el Puente de Toledo, humos de fritangas, el fondo de cementerios, las primeras acacias verdecidas, y el tranvía que, al acabar la cuesta, soltaba los frenos y se precipitaba, derrengándose.

Cruzado el río, ¿por qué pasa tan de prisa el puente?, no se ve nada; es que sólo hay una vía, no preguntes tanto, otra vez la lentitud de la cuesta arriba. Los dos asientos paralelos del tranvía, observándose, me gustaba balancear las piernas en el aire. Los Mataderos. Se empieza a ver la sierra, quedan atrás los cementerios. El cruce con el trenecillo de   —49→   los Ingenieros. La plaza de toros de Vista Alegre. El Hospital Militar. Hay que andar un poquito, los zapatos me aprietan. Antes de llegar cae un chaparrón, nos refugiamos en un portal, el sombrero de Elisa no puede mojarse. Estamos cerca. Entre los desmontes se ven las torres de Madrid, suave tras la lluvia. En una descampada, damos la carrera hasta el hospital. Jardinillos al frente, estanque redondo con peces de colores, olor a medicinas, monjas, algunos soldados con muletas, con la cabeza vendada, son de África, y desgraciados, los han herido los moros, y por qué los han herido los moros, y ven por aquí, no te manches, es que no puedo correr más, me aprietan los zapatos.

En lo alto de la escalinata estaba mi padre, esperándonos. Nos acercamos corriendo, y: Dorotea, distraiga usted al niño por ahí. Dorotea me lleva a rastras por otra escalera que hay enfrente, y no tires tan fuerte, no seas bruta. Me vuelvo hacia atrás y veo a mi padre que abraza a mi hermano mayor, y a Elisa, que llora a grandes gritos, que se cae, el sombrero se le vuelca, rebotando en la barandilla, sobre el verde (mira, vamos allí, se le ha caído el sombrero a Elisa, se le va a mojar), y todos se entran llorando. Me llevan a una habitación donde hay unas señoras que no conozco, preguntan ¿es éste?, señalándome, me dan caramelos, yo quiero ir a recoger el sombrero. Dorotea solloza por algo que le cuenta una monja, y todas aquellas señoras me miran, suspiran retorciéndose en la silla, y dicen muy ñoñas, pobrecito, tan rico, tan pequeño, y ¿no vas a la escuela? y ¿qué sabes de geografía?, yo digo alguna palabra porque las señoras se ríen y Dorotea me riñe. Y que vamos a buscar el sombrero de Elisa, que ella no lo cogió, y quítame los zapatos, me duelen mucho los pies, y a qué huele aquí. Entra otra monja altísima, pregunta si soy el pequeño, y dice que me lleva a verla, y cómete esta naranja, ¿cuántos años tienes?, y yo no digo nada, me duelen los pies, Dorotea es una llorica y las señoras no dejan de suspirar y de decir pobrecito,   —50→   tan pequeño. Aparece mi padre, haz que me quiten los zapatos, Dorotea no ha querido ir a recoger el sombrero, por qué lloráis todos, qué ha pasado, yo quiero estar con vosotros. La monja tira de mí, y mi padre dice que no, que no me lleven, que soy pequeño. Siempre hoy con esa historia de que soy pequeño. Oigo llorar a Elisa en una habitación, entro sin que me noten, mientras hablan la monja y mi padre, y veo a todos, qué oscuro está, lloriqueando, y en una cama veo a mi madre, muy quieta, como cuando yo la veía dormida en casa, algo despeinada, y un olor. Tiran de mí por detrás, la monja me lleva al jardín, rompe a llorar, que me duelen los pies, y pobrecito otra vez y, arrastrándome, te daré de merendar, pronto te irás a casa. Hay tormenta, llueve grueso, me acuerdo del sombrero de Elisa, ya lo habrán recogido, hombre, no te pongas pesado, vamos a la capilla a rezar por mamá. Bueno, vamos, pero me siguen apretando los zapatos, y gimoteo, y siempre yéndome. Elisa viene por mí, me llevan en un coche a casa. El sombrero abollado está en el asiento, y nos apretamos todos dentro del auto, inútil preguntar, me descalzo y me dan un cachete, y lloro más fuerte, lloramos todos. Dorotea dice a Elisa que se calme, porque si no le va a dar otro ataque de nervios y quién se va a encargar de tanto, y quién va a ir a las esquelas, más bullente lagrimeo, el entierro mañana y no podremos ir todos. Todos discuten, todos quieren ir al entierro, todos están de acuerdo en que el niño no. Y ya en casa, el niño no, que se lleven al niño, ropas para el tinte, y el niño no, solamente mañana no. Todo anda revuelto, todos hablamos solos sin saber por qué, viene mucha gente, por qué me querrán llevar todos a sus casas aunque esté descalzo, y no me atrevo a preguntar por ella, adivino que hoy no se merienda, quizá no se va a merendar ya nunca más, quién sabe si tampoco otras cosas ya nunca más. Y aprieto entre mis dedos, con una oculta alegría, un par de cerezas del sombrero, son de cera, medio deshechas ya, y destiñéndose.



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MÚSICA EN LA CALLE

Cuando me asomo al balcón de la casa paterna, pienso que voy a tirar una moneda. La moneda que yo echaba siempre a la calle para el hombre de la música. Ya no está enfrente del quicio oscuro, con columnas, donde se solía poner el ciego del violín. Viejo, de barbas blancas, qué sucio está, cómo no tendrá frío hoy con el gris que corre, que va a nevar. Tocaba su violín incansablemente, y una vez y otra. Una más, tango-canción, y Cielito lindo, aire cubano, y los cantaba. Yo apretaba la nariz contra los cristales del balcón (no abras, entra frío), y pasaba el tiempo mirando, mirando, sobre todo la rígida postura del perro lazarillo, el plato de la limosna en la boca. Sonaban las monedas poco a poco, la portera siempre salía para echarle, a veces, le daba algo, y de nuevo: «una faca albaceteña / se la sepultó en el pecho», y poco después: «ese lunar que tienes, cielito lindo, junto a la boca», y vende, en plieguecillos de colores, las letras de sus canciones, y todos me dicen que no abra, y otras veces que sí que le eche la moneda, se irá antes, es lo que está esperando. Y salgo, y echo la perra al aire, muy contento, avergonzándome en seguida; acude el perro, alguien se le acerca, y el viejo gruñe Dios se lo pague, y sale la portera y mira a ver si hay alguien antes de regañarle y decirle que se vaya a otro sitio, y corta el ciego su canción, y hay un fugaz revuelo de silencio y oigo puertas, pasos, roces, suspiros que antes no oía, ahogados por la música... Y sigo apretando la nariz contra el cristal para seguir ese silencio, remontándolo.

Primavera adentro llegaba el hombre del organillo. Un burrito lanudo tiraba del carricoche donde iba montado el piano. El hombre se ponía cerca de la esquina a la tardecita, y comenzaba a darle al manubrio. Inmediatamente aparecían muchachos y muchachas grandotes, que bailaban muy ceñidos, también otras parejas más pequeñas. Dentro, oía a mi gente refunfuñar: no falta más que esto, que bailen aquí   —52→   todas las tardes, y estas costumbres de ahora; niño, éntrate, que eso no lo debes ver tú. Pero el hombre del organillo me sonreía y yo seguía pegado a los hierros, y un día me preguntó si no bajaba yo a bailar. Y no contesté, no está bien hablar a los mayores, y más si no se los conoce. Y el hombre hurga en un rinconcillo junto al manubrio y toca luego lo que la gente le ha pedido a gritos, el pasodoble de Las Corsarias, el chotis del Sobre Verde, y veo que para que no les digan nada, Dorotea y Elisa se han ido a otra habitación, balcón medio entreabierto, y bailan allí el Sobre Verde ése, mientras Miguel y Fernando siguen el compás con unos libros, mirándolas tontos. Luego, pide dinero también el hombre del organillo, por qué pide perras, va bien vestido, dame una que se la eche, y, niño, se va a acostumbrar, no puede ser tantos cuartos, qué te piensas tú, y yo no me pienso nada, veo, triste, marcharse al hombre del organillo (arre, burro), tengo la cabeza metida entre los hierros de la barandilla, el hombre me sonríe, oigo el barullo de las gentes que hablan en la calle siguiendo el carrito por si toca en la otra esquina, y otra vez el chirrido del tranvía, renqueando en la cuesta, y un fondo de campanas, ya anochecido y, Dios mío, qué tarde, ya tocan a las flores en San Andrés, y tienes que acostarte, vaya horas de estar levantado este chico, y me entro despacito, y todavía se oye el quejiqueo presuroso del tranvía, y algún grito que dan en la calle, serán golfillos. Mi padre cierra cuidadosamente las contraventanas de los balcones, corre las cortinas luego, y: hasta mañana, cenes bien. Se va apagando el tranvía, y se oye el ruido -tan brillante- de las agujas haciendo punto, el rasgar de un libro, puertas que se cierran lejos, alguien canta en la cocina, y aún hace fresco por la noche, hemos hecho mal en no poner brasero, quién lo diría, en mayo, y a ver si cena el niño, que recemos.

Por las mañanas aparecía el francés. Llevaba a la espalda un enorme bombo, y encima del bombo unos platillos. Los dos sonaban por medio de unas cuerdas que se ataba en los talones, por lo que daba de cuando en cuando grandes sacudidas   —53→   con los pies. Y con las manos tocaba el acordeón. Se paraba en medio de la calle, apartándose lentamente si pasaba algún carro o algún coche. Mi padre decía que venía a tocar a la puerta de la panadería de abajo, porque los panaderos eran franceses también, y le daban mucho dinero y de comer. Algunos días coincidía con el camión de la leña. Los hombres descargaban, contándolas en voz alta, las gavillas, y el francés seguía tocando La Marsellesa con gran furia; y las mujeres de casa decían que eso no debía tolerarse, porque no era cosa buena tocar eso, y el hombre del bombo lo tocaba. A menudo cantaba cosas que yo no entendía, y entonces me quitaban de prisa del balcón. Se iba el camión de la leña ya vacío, el hombre seguía tocando mientras limpiaban la calle. El carro de la basura se acercaba tintineando la campanita, y el francés decía a los barrenderos en voz baja lo que querían decir sus canciones, y los barrenderos se reían muchísimo, y se les oía pisar encima de los restos de leña, que crujían sedosos, con un olor bueno a montaña, a desordenada brisa de humo y hierbas transitorias, olor de paseo al sol. Se marchaba el carro de la basura, repiques de la campanita, los cascabeles de las mulas. El francés se iba yendo poquito a poquito calle abajo, de vez en cuando se siente caer alguna moneda en el empedrado, no veo de dónde se la echan, mientras el sol bajaba, lento por la fachada de enfrente, y qué buen día hace, hoy te llevarán a Rosales, pórtate bien, si no hubieses echado la moneda al francés, tendrías para los caballitos, y mi padre se marcha a su trabajo, le digo adiós en el descansillo, y tras el portazo se despierta ¿dónde estaba? otro estallido de silencio, y oigo crujir un mueble, y alguien sube por la escalera, tosiendo, y un ruido ardiente de pájaros en la calle y pregones, y ven que te arregle, el olor de la leña llenándolo todo, livianamente interminable ya, y ahondándose.





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