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ArribaAbajoDe «DESORGANIZACIÓN»


«CON LA MEJOR VOLUNTAD»

(Historia patriarcal, naturalmente conservadora)

¡Que no te metas ahí, que va a estar hecho unas gachas y el coche se atasca! Y venga a repetirlo, pero que si quieres arroz, Catalina. Que el coche se metió en el prado donde el agua estaba disimuladita, y no hubo remedio. Las ruedas enloquecidas, palabros, muchos mecachis en sordina por aquello del qué dirán las señoritas, y a sufrir se ha dicho. Qué le vamos a hacer. Son gajes de la modernización, ea, sarna con gusto no pica. Pero hay que salir de aquí. Aquí es las afueras de un pueblecito, cerca del cementerio, a la puerta de un alfar. Y luego dirán que no hay intereses por la artesanía, la cultura popular, etc. El coche se debate en el fango, lanza al aire toneladas de suciedad, pues, también es potra, la hierba recrecida ha ocultado a medias un estercolero, esas afueras agradables, con plásticos vacíos, muñecos descabezados, mucha loza sanitaria desmenuzada, algún zapato viejo, esa blancura triste de las escayolas falazmente lujosas, ya en ruina irremediable. Pateamos, empujamos, ideamos buscar trapos, algo sobre lo que las ruedas puedan moverse... Nada. Los trapos no se ven, y seguramente están ahí al lado, y el alfar está cerrado, ya se sabe, ahora es invierno, no vienen americanos a llevarse botijos, o cantimploras, o pitos, o gallos rechonchos, ni a encargarse ceniceros con fecha y rúbrica, habrá que esperar a que llegue de nuevo el boom ese turístico, qué caramba... Quizá hacia las doce venga el hombrecillo, a ver si cae alguien que va de paso, son los   —105→   más fáciles de engañar, se encaprichan con nada, con los bebederos de los pollitos, y con las huchas en figura de cerdito, y con las jarras para sangría y las pilillas de agua bendita... qué curiosidad sana, limpita, por todo. Bueno. Que nada, que el auto sigue ahondando en la tierra y ya llega el cubo de la rueda más abajo de lo permitido... Y la puerta apenas se puede abrir ya, y el agua y el barro nos llegan a los que empujamos, no vea usted dónde nos llegan. En fin, a pesar de que está de moda decir palabros, no es necesario decir dónde llega el agua ahora, que, además es más arriba, sí, señor, casi a la garganta...

Menos mal que Dios aprieta, pero no ahoga. Ya está aquí el primer auxilio. Aparece mansamente un rebaño, como corresponde al paisaje tradicional (verdecito el prado, campanadas lejanas, esquilas, una radio que suena lejos). Las ovejas avanzan lentas, por el ribazo, mordisqueando la hierba tiernecita, y los perros las acosan, envolviéndolas. El pastor viste con lujo casi. Zamarra de cuero nuevecita, quizá, pienso yo por no estarme quieto, algún regalo del mayoral, cayada con adorno al fuego, papahígo de cuero también. En fin, un pastor endomingado como Dios manda. Grita a las ovejas de cuando en cuando, y los perros dan saltos, van y vienen, se mordisquean, y las ovejas van avanzando por donde él quiere, despaciosas, sosegadas, sin hacer el menor caso del cuatroele que fue azul-verde, ahora de ese color indefinible de la boñiga vieja, del fango revenido, de las briznas de hierba desgarradas... El pastor, amablemente, confía su ganado a sus perros bigotudísimos y se acerca.

-¡A la buena de Dios, coño! Pero, coño, pero cómo se han metido ustedes aquí, si el camino va por ahí arriba, ¿no lo ve usted? Pero, coño, está bien claro. A ver, el camino no pasa por aquí, pero ¡hombre! Han hecho lo mismito que un camión el otro día, que también se metió por aquí, se ve que esta gente de los autos no ve por dónde va, a ver, coño, si no... A ver ahora cómo salen ustedes de ahí.

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Se ve enseguidita que el pastor tiene muy buena voluntad, y que lo mismo el del camión del otro día que nosotros somos unas calamidades que no entendemos de nada. Sin embargo, y por temporizar:

-Bueno, la verdad es que ya no tiene remedio. Y qué hay que hacer para salir de aquí... A usted, ¿se le ocurre algo?

-Sí, hombre, claro que sí. Aquí tenemos de todo, hombre. Este pueblo, tan cerquita de Madrid, ¿no ve?, lo que pasa, pues que tenemos de todo. Mire, lo mejor es ir a donde Antonio, que tiene una máquina de arrastrar piedra, ¿sabe?, de la cantera, eso es, de la cantera. ¿Comprende usted, una cantera?... Pues bueno, el Antonio viene con su bólido ese, y ya está. Están ustedes en el camino en un decir Jesús. ¿,Ustedes van al Escorial, no? Es lo que pasa, todo el que va al Escorial, al llegar aquí, se pierde. Toma, a ver, este pueblo...

-Muchas gracias, hombre. Es buena idea. ¿Dónde vive Antonio?

-Ahí, ¿no ve esa casa blanca? Pues una o dos más allá, pasada la tienda de la Quica, no tiene pérdida. Usted va allí, de mi parte, pero, no, no vaya, es mejor que vayan los chicos, que tienen buenas piernas. Usted ya está algo mayor. Tú, zagal, deja ya el coche y vete a casa del Antonio, que menuda máquina tiene. Alemana, no le digo más...

El chico se dispone a ir a esa casa blanca. La verdad es que, desde donde estamos, las casas, las tapias, todo es blanco. Yo veo por lo menos una docena. Importa ganar tiempo.

-Dice usted... ¿La que hay detrás de ese arbolito?

-¡Quia!, hombre, la otra. ¿No ve ésa con chimenea? Mire, la calle baja así, y tuerce así, y luego, se tuerce otra vez, y ya se ve la tapia. La casa tiene un portal así, y una ventana más allá... Ah, se me olvidaba, tiene un poyo en la puerta. Seguramente que tiene allí atada la burra del señor Pascual, que se le ha hundido el cobertizo con estos aguaceros, hombre, vea usted, por poco le mata al cerdo, ya   —107→   bastante crecido. La que yo digo, en casa del pobre todo son goteras, y qué verdad es, coño, qué verdad es.

El chico se va a buscar al Antonio, sin muchas ganas, pensando que quizá sea mejor ir a buscar un teléfono y reclamar un taller, una grúa servicial y práctica. Pero el pastor asegura que el Antonio, bueno, su máquina, saca lo que haga falta de donde haga falta, y que, además, no nos debemos ir sin ver la máquina, porque la máquina, claro, en fin, la máquina. Y Antonio, por darse pisto, ni cobra. Ya lo verán, ya. Bueno es el Antonio.

El chico y las chicas, regocijados en el fondo, chapoteando y cantando el último aire de Salomé, se largan a la caza de Antonio. Me quedo solo con el pastor, bajo el viento duro y cortante de la montaña. Hace frío, intenso. Los perros aúllan escandalosos, simpáticos, van, vienen, se acercan, lamen la mano del pastor, gruñen un poco cuando intento acercarme a ellos. Uno, canelo, bigotes como zarzas, rabudo, me enseña los colmillos muy significativamente, y, ya calmado, se acerca al cuatroele, olismea y saluda con su patita alzada lo que queda al descubierto de la rueda. Luego se sacude, con lo que acaba de pringar a conciencia la fachada del coche. El pastor, por si no lo he notado:

-También es cachondo Brazato... ¡Mira que ir a mearse al coche!... ¡Chucho...!

Una pedrada entusiasta no alcanza a Brazato, pero sí da en la portezuela del coche, que estrena un hermoso desconchón. Vaya por Dios. Estos perros. El tiempo se hace largo bajo el vendaval cortante. Caen algunos trapitos de vez en cuando. Yo, por hacer más llevadera la espera, y por captarme la voluntad del pastor:

-¡Qué ovejas preciosas, nutridas! Esto vale un capital ahora...

-¡Hombre, ya lo creo que están lucidas! Este tiempo les sienta muy bien, a ver, los pastos están frescos y abundan...

Sigue un ratito de elogios a las mansas ovejas. La esquila   —108→   suena insistente, desvaída en el viento, un avión cruza altísimo.

-Van a América, ¿sabe? Pasan por aquí. Juanito, el del practicante, que estudia para notario, pasó una vez por ahí, y me dijo que reconoció este prado, y mi rebaño, y mi burro. Ya ve. Juanito iba al Canadá, que es una tierra para allá lejos...

-Bueno, es que este rebaño... Un rebaño como éste, ¿eh? Son preciosas sus ovejas. Y usted, ¿cómo trabaja esto? ¿Está bien pagado? ¿Trabaja usted por jornadas, o cómo?

Nunca he visto mayor desdén en el gesto. Casi el viento se para asustado, oprimido contra el pecho levantado de la zamarra de cuero negro, que ahora veo comprada en el más lujoso almacén de deportes. El pastor carraspea, se coloca la cayada en el antebrazo izquierdo, saca el pecho, vuelve a carraspear, me mira de arriba a abajo de manera que yo mismo me miro -¿contemplará la mierda que tenemos encima, de cuando hemos empujado el coche?-, se sonríe parsimonioso, y repiquetea las sílabas con bastante mala uva:

-Estas ovejas, señor, son mías, vamos, de un servidor, o sea, que soy el dueño, ¿estamos?

-Ah, claro, ya decía yo, están preciosas. Realmente. Tiene usted aquí una fortuna...

Las cosas han cambiado con la propiedad declarada:

-¡Qué va! Están muy mal este año. Todas tienen las patitas blandas. A ver, tanto llover. Y el pasto está poco hecho, aguachirnado, a ver, tanto llover, no se puede con tanto llover. Las ovejas, además, no dan más que disgustos, venga impuestos, impuestos y más impuestos, y la gente ahora no come tanta carne como antes, a ver, esas costumbres nuevas de las verduras y las verduras. Y las chuletas, que las zurzan, coño. No vamos a poder vivir.

El rebaño es numeroso y bien adiestrado por los perros. Observo que hay una oveja oscura, entre el blanco turbio de las demás:

-Tiene usted una negra.

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El pastor me mira intrigado:

-¿No lo dirá usted con segundas, eh?

La situación se salva inesperadamente. Por la tapia del cementerio, zancarreando, aparece un hombre. Viene embozado en una gran bufanda, y aunque nos ve, parece que se hace el desentendido y se quiere ir por otro lado. El pastor, iluminado:

-¡Salustianooooo! Ven para acá, hombre, que hay aquí un señor de Madrid atascado en el barro. ¡Ven, hombre, acércate...! Ya verá usted, Salustiano tiene un tractor, y, si sus mozos no encuentran al Antonio, ya está la cosa resuelta. Salustiano trae su tractor, y usted, tan pimpante. ¡A comer al Escorial!

Los gritos los acarrea el viento contra las tapias próximas. Los perros ladran a Salustiano, que les da una patada y los aleja. Salustiano llega, y un poco antes, dirigiéndose al pastor:

-¡Qué gritas tú ahí, leche, que parece que te has vuelto loco por la mañana temprano! ¡Ni que hubiera fuego, leche!

El pastor, solemne, alegórico:

-¡Aquí, un señor de Madrid! ¡Aquí, Salustiano, el Canastas! Mira, hombre, que este señor tiene el auto metido aquí, en el prado, y se ha atorado. Si tú pudieses, traías tu tractor y lo sacabas en un santiamén. Anda, hombre, que han ido a buscar al Antonio, pero, a lo mejor, el Antonio, como es fiesta, se ha ido a Madrid.

El tal Salustiano abre los ojos, se baja con los dientes un poco la bufanda, y descubre entonces que el coche está hundido en el fango:

-Pero, coño, pero cómo se han metido ustedes aquí, si el camino no es por aquí, el camino va por ahí arriba, coño. ¿No lo ve? Pero coño. Han hecho igualito que el camión de los ladrillos el otro día, a ver, por salirse del camino, coño, a ver cómo sale usted ahora de ahí, coño. Mire, el camino va por ahí, da la vuelta así, y tuerce por ahí, así, y se viene hasta la puerta. Pero, así, coño, así, claro, pues que   —110→   se atascó, coño, se atascó... ¡Gachó, cómo no se iba a atascar!

Y Salustiano, acompañado del pastor, vigilan atentamente, las manos en los bolsillos, el atasco, y dan vueltas de aquí para allá y repiten una vez y otra lo del camión, sin coincidir mucho en la carga. Uno sostiene que ladrillos, otro que abono, y así se va pasando el tiempo, y los que han ido a buscar al Antonio no aparecen, y el frío es cada vez más cortante. Salustiano dice, generoso, las manos en los bolsillos, una vuelta más de la bufanda ayudado por el viento:

-Pero si han ido a buscar al Antonio, hay que esperar a ver qué dice el Antonio. Si no aparece, mi landrover lo saca, vamos que si lo saca, porque el otro día, un coche que se metió ahí, en el desvío de San Martín, lo saqué, y antes, hace unas semanas, la camioneta del pescado que se metió en la cuneta, coño, y cargada, vamos que si la saqué, porque mi landrover... Claro que me hará falta un cable, yo no tengo cable. ¿Usted llevará un cable para estos casos, no?

No, no llevo cable, y estoy perdiendo la cuerda y la paciencia. Las ráfagas del ventarrón, ese viento largo y desesperado de la montaña, amenazan con sacar ellas solitas el coche del atolladero. Los del Antonio no dan señales de vida, y me complazco en suponérmelos en el bar del pueblo tomándose un recuelo caliente, quizá unos churritos, ¿eh?, viva la solidaridad, mientras Salustiano repite una y mil veces más que el camino no iba por allí, que a quién se le ocurre, que si no tenemos ojos en la cara, y menos mal que su landrover. Bueno está lo bueno. Pero el landrover está de descanso, guardadito, mejor será que la máquina del Antonio, que es alemana...

Yo intento dar unos pasos, buscar el reparo de la tapia, pero, en cuanto intento moverme, Brazato y Ortigoso, dos corrupias que no entienden de atascos, se me acercan agresivos. Me veo obligado a ir bajando poco a poco el pie que intentaba sacar del barro. Llegan nuevos visitantes. El pastor se ha acercado a las esquinas del alfar, la que da al pueblo,   —111→   y da grandes gritos otra vez. El viento se los lleva, y yo percibo intermitentemente lo que dice:

-Eh... Juanjo... Coche... or de Madrid... atoró. Sí, ven, coño, con tus mulas... or, ...drid te dará la voluntad... Coño.

Y al instante aparece el tan Juanjo por la esquina, las manos en los bolsillos. Lleva la visera encasquetada de modo que no hay viento que se la lleve. Eso se llama experiencia, claro. Juanjo se acerca al grupo, asustando a los perros que quieren también saludarle, y no muy cariñosamente, y el pastor le recibe con unas palmadas en el hombro. Juanjo es, o parece, algo memo, mejorando lo presente, claro, y un si es no es cegato. Por lo menos se acerca mucho al coche, chapotea en el barro refunfuñando algo de Joder cómo está esto de mojao. La madre que lo parió. Ya se podían haber ido a otra parte. Siempre es en el dichoso alfar donde pasan estas cosas, leche, y después de comprobar con dos buenas coces que el coche existe y está allí (digo yo que sería eso lo que quería, no iba a ser para repetir lo del perrito de marras delante de todos, para eso están las tapias, digo yo), dice muy solemne y convencido:

-¡Coño, si se ha atorao!

-Pues, sí, más bien, ya ve usted...

Y otra vez -¿será que lo declaman en las clases nocturnas?:

-Pero, coño, pero cómo se ha metido usted aquí, si el camino va por allí, ¿no lo ve? Da la vuelta así, y ya está aquí, coño, ya está. Ha hecho lo mismito que el camión del otro día, coño, lo mismito, ¿se acuerda, tío Ugenio?, el camión de cemento, que vaya sonroera que armó, eh, coño, estos tíos que no ven el camino. Pero, coño, esta gente de los autos no ve por dónde van, coño. A ver cómo sale usted ahora de ahí, porque coño, el coche está atorao, pero a base de bien, ¿eh?, no me diga usted que no, coño, que a la vista está.

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El tío Eugenio, el pastor, con mucho miramiento, le dice que el camión del otro día no llevaba cemento, sino abono. Y Salustiano sostiene que ladrillos, que... Bueno. Las manos no salen de los bolsillos. Me atrevo:

-¿No cree usted que con una manita entre todos?...

-Será mejor esperar a ver si viene Paco, el del alfar, que es muy mañoso, y nos presta unas gavillas de jara para ponerlas debajo de las ruedas, porque así, qué coño va a andar, hombre, no me diga...

-Yo no digo nada de nada. Pero mis machos lo sacan, vaya si lo sacan. Menudo es mi Frascuelo, ya verá, ya...

El pastor insiste, servicial, con la mejor voluntad:

-Venga, Juanjo, no seas soleche y tráete tus mulas, que están ahí a la vuelta, ya uncidas y todo, y a tirar. Que ya lo creo que sale.

-Es que mire, tío Eugenio, es que ésas no son las mulas, sino los machos.

-¿Qué más da?

-Cómo que qué más da. Los machos son más forzudos, coño. Y tiran más de prisa.

-Bueno, bueno, a la cosa, leche.

-Sí, pero, yo, vamos, quiero decir, esto es un servicio, ¿no? O sea, que mis machos comen, ¿no? Aquí, ¿quién apoquina?

-Este señor de Madrid es muy mirao, y te dará la voluntad, hombre no hay que ponerse pesado. Repara que es de buenas maneras, coño.

-Ah, si es así, pues voy por las mulas, digo: por los machos. Y ya verá, ya. Oiga usted, madrileño, ¿usted no tiene un alambre gordo para tirar del cacharro?

-No, no tengo. Ya se lo he dicho antes al señor Salustiano.

-¿Y cómo le dejan salir sin alambres? Eso debería estar mandado por los vampiros, o séase por los civiles. Bueno, usted súbase y dele marcha atrás, porque voy a uncir por aquí, por el parachoques.

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-Pues verá... El caso es que yo no conduzco...

-¿Usted no conduce?

-No...

-Pero, coño, si usted no conduce, ¿cómo se ha metido aquí el coche? Anda, mi madre. Ahora sí que no lo entiendo. ¿Ha oído usted, señor Ugenio? ¡Que no conduce! Yo no voy a mancar mis machos por esto. Si luego lo sacamos, y ¡qué! El tío este no conduce. ¿Eh? No conduce...

El pastor lo tranquiliza, y le hace traer las caballerías. No sé por dónde ha sacado un cable grueso, capaz de levantar una locomotora. Juanjo va atando el cable al parachoques posterior, hundiéndose en el barro. Han aparecido algunos espectadores más, que vigilan la operación calladamente, sin sacar las manos de los bolsillos. Van, vienen, miran, recuerdan el camión -¿harina, cemento, ladrillos, abono?-. Los chicos siguen sin venir. Seguro que están tomando un segundo café en un sitio calentito, los muy puñeteros, mientras yo, aquí, con este viento, con estos perros, y con esta gente tan ayudadora... En esto, a lo lejos, por la calle que lleva a la casa blanca del Antonio, aparece un hombre, Paco el alfarero. Todos le gritan, le dicen mira lo que hay aquí, un señor de Madrid que venía a verte. Ya podías estar aquí. Eres un cansao, un caradura. Siempre pasa lo mismo. La verdad es que no sé por qué le gritan. Paco está lejos, y el viento aleja las voces enredándolas en los fresnos desnudos, golpeándolas contra las tapias del cementerio, se las ve perderse inútiles en la brama desolada del invierno. Paco, algo más cerca, sospecha que algo pasa en su puerta, y grita -y esta vez el viento lo trae muy claro:

-¡Voy a tirar los calzones!

Yo iba a preguntar qué era eso de tirar unos calzones. Menos mal que el frío no me dejó. Vi a Paco soltarse el cinturón, echárselo al cuello y agacharse detrás de un canchal. Vaya por Dios. Con este viento, tener que hacer eso. Por un instante, el canchal atrajo la atención colectiva, y el cuatroele pasó a segundo término. Parecía que todos esperaban la reaparición   —114→   de Paco el alfarero, o que todos estuviesen intrigados. Quizá sea algo más de lo que yo supongo. Quizá el tirar los calzones encierra un misterioso rito en ese canchal, a esa hora y con ese ventarrón. De pronto, nos saca de la curiosidad un estrépito acompañado de blasfemias. Juanjo, sin pararse a pensarlo más, ha fustigado sus machos, que han dado un tirón enorme. El coche sigue inmóvil, aligerado del parachoques posterior, total para lo que servía, y el yugo de los machos se ha roto. Han saltado las costillas. Juanjo acarrea a los machos con palabras muy eficaces, tan duras que ni el viento puede con ellas, y luego, con el yugo desarmado a sus pies, medita:

-Coño, ¡si se han roto las canciles del lubio!, ¡no te jo...!

El tío Ugenio, el pastor, acude compasivo:

-Fíjese, también con ese coche. ¡Se ha quedado sin lubio, que se le ha ido a hacer puñetas! ¡Pobre Juanjo! Juanjo, no tengas pena, que este señor te lo pagará. A ver, es muy justo, ha sido por sacar el coche de ahí, y no se olvide usted de que usted lo ha metido ahí, por salirse del camino... y el pobre Juanjo no va a andar sin lubio.

-Sí, sí, ya lo sé, como el camión de harina, ladrillos, cemento, castañas...

-¡Eso! ¿Ves, Juanjo, cómo el señor te va a abonar para que compres un lubio nuevo?

La atención vuelve al canchal. Paco surge subiéndose los pantalones, con gran parsimonia. Se ve que allí, al abrigo de los pedruscos, no sopla el viento. Lo debe tener bien estudiado. Cruza el corralón del alfar, llega, nos reconoce, y, muy cumplido, eso sí, me pregunta por la mujer, por los hijos, por el señor aquel que aquella vez vino con usted, que se llevó aquella hucha y aquellas tazas, qué señor amable aquél, ¿eh?, ¿de dónde era?, parecía extranjero, americano a lo mejor... Pues anda, que aquel otro que también trajo usted, que luego volvió con sus alumnas americanas, coño, aquellas fulanas no compraron ni una cabeza de alfiler,   —115→   ¿eh?, caray con las niñas, y, anda que no revolvieron todo ni nada, tan entusiasmadas que parecían con los orinales, ¿eh?, venga a darles vueltas y a reírse. ¡Oh!, ¡Ah! Qué interesante... Pero qué tías, no haber visto nunca un orinal, mi madre, y luego dicen que si aquí estamos atrasados, hombre, no me diga, si lo sabré yo. Como se les ocurra volver. Pero...

Paco se acaba de dar cuenta, ya era hora, de que el auto está en malas condiciones. Algo pasa.

-Coño, ¡qué hacéis aquí vosotros! ¿No habéis visto nunca un auto o qué? Pues, anda. Pero, ¡si está metido hasta los corvejones! ¿Es de usted? Sí, claro, ¡es el de usted! Pero, ¿cómo coño se ha metido usted por aquí? Si el camino va por ahí arriba, hombre. Oye, lo mismito que el camión del otro día, ¿no os ocordáis?, el que iba lleno de carbonilla. Pero, hombre, a quién se le ocurre, coño. Pues la ha hecho usted buena. Ahora, para salir de ahí... Si yo llego a estar aquí, usted no se hunde, porque yo voy y cojo unas gavillas de jara, de ésas del horno, ¿sabe usted?, y voy y las pongo debajo de la rueda, y voy y les digo a éstos: ¡Eh!, vosotros, todos a una, y voy y digo: aaa... úpa. Porque, ¿qué puede pesar esto? Así, a ojo, trescientos quilos, poco más o menos, digo yo. Y trescientos quilos entre los que están aquí, pues que nada, a ver, coño, tortas y pan pintado. Y yo voy y digo... Pero lo que no me explico es que usted, que ya conoce esto bien -porque, eh, vosotros, el señor es cliente mío, para que veáis-, no siguiera por el camino, a ver, como otras veces, coño, como otras veces.

Paco, a todo esto, no saca las manos de los bolsillos. Parece que hoy debe ser un día fatal para las manos fuera de los bolsillos. En un rincón, Juanjo arrea hachazos a las costillas del yugo, para afilarlas un poco y meter la punta nueva por el agujero de la canga. Los machos, sueltos, mordisquean la hierba y van de aquí para allá, asustados por los perros, que saltan, juguetones, junto a ellos. Es entonces cuando veo venir por el camino que hace así, y tuerce así,   —116→   etcétera, es decir, el que no debimos dejar, una grúa, con los chicos en la cabina. La grúa está nuevecita, parece que va a ser su primer trabajo. Todos acuden a ella, embobados, tan lustrosa está. Su propietario, que ha hecho unas perritas en Suiza, de panadero, ha puesto ahora un taller mecánico. Da mucho dinero, no sabe usted cómo embisten contra los árboles esos grullos de los seiscientos, bueno, una bendición. En dos meses, fíjese, una grúa. Vamos allá. Esto es coser y cantar. Y enseguidita. Estábamos por casualidad en el bar del pueblo, tomando café. Cuando llegó el chico. Y dijimos: Hay que ir a salvar a ese señor. Y aquí estamos. A mandar. No faltaba más. Tú, Pancho, da marcha atrás. Así. Un poquito más. No tanto, coño. Bueno, a ver si vas a cargarte los faros del cuatroele. Ya está bien...

Y como está tan nuevo, el cabrestante no funciona. Juanjo, Paco el alfarero, el tío Eugenio, Salustiano, todos dan sus ideas más o menos eficaces para hacer que aquello dé vueltas. Que le aticen con una piedra gorda, que con un martillo. Golpes, golpes, como en el teléfono. Y nada. Aceite. Es que le falta grasa. Qué coño le va a faltar grasa, si está nuevo. Échale un conjuro, como al pan, a ver si sube solito. Yo, que no decía nada, aprovecho para estornudar a gusto. Por fin el chico hizo funcionar aquello como Dios manda. Y claro, así cualquiera. A ver, es estudiante, toma. Las instrucciones de la grúa que dormitaban en el cajoncillo están en inglés. No hombre, que va, tienen un resumen en español al final. Tú te callas, gilí, y habla cuando meen las gallinas, que aquí nadie te ha dado vela. Bueno... Por fin, sale el coche, despacito, hasta el camino. El camino que va por ahí arriba, vuelve así, tuerce así, y llega aquí... Los perros escoltan el coche dando ladridos, y el grupo comienza a disolverse en sabidurías:

-¡Ya lo decía yo!

-¡Ha sido un trabajo muy limpio!

-¡Vaya grúa, qué tío!

-Oiga, el madrileño, ¿no me va a pagar el lubio?

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-¿No decía usted que si la voluntad...?

-Si hubiesen hecho lo que yo decía, no habría tenido que pagar a la grúa, que, anda, vaya tíos cobrando... Si echando una manita entre todos... Total, ¿qué pesará ese chisme? ¿Trescientos quilos? Nada, coño, eso no es nada.

Un instante después, en el cafetín del pueblo, mientras los jovencillos juegan en el futbolín a grito pelado, y la televisión retransmite un partido de baloncesto, y la camarera nos ofrece boletos para una rifa pro-asilo local, y un transistor sobre una mesa berrea una canción de Adamo, coreada por un grupo de muchachas que acaban de salir de misa. Paco el alfarero, repite -ahora ya tiene las manos fuera de los bolsillos- las maniobras que él habría hecho para sacar el coche del cenagal:

-Y, estará usted de acuerdo, todo el pueblo ha acudido a ayudarle, ¿eh? Coño, es que aquí, coño, a buena voluntad, ¿eh?, a buena voluntad, pues eso.





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ArribaAbajoDe «EL MUNDO PUEDE SER NUESTRO»


UN PURO ACCIDENTE

Usted, señor, no debe extrañarse si me ve así, suciote, tosiendo sin parar, llenas de caspa las solapas y limpio de polvo y paja el alto de la mollera. No, no hay que extrañarse; es, sencillamente, la viejera, la viejera que no perdona, y es mejor que no perdone, ¡ea!, qué me va usted a contar, es señal de que se vive, que, al fin y al cabo, la vida es la vida, aunque, hoy, se lo aseguro, me guste mucho menos... Aquí, en la residencia, todo el mundo charla y charla, dándole vueltas a su vida y milagros, y me apabullan con los talentos de los hijos, de los nietos, con las habilidades de las nueras, y su fortuna, y sus coches, y sus viajes al extranjero y más allá, y yo, que no puedo fardar de nada de eso, me pregunto qué diablos harán aquí dentro, si tanto y tanto les reclama por ahí afuera. Yo, ya lo ve usted, riego el jardincillo y recojo las hojas secas, no, no lo hago por limpieza, sino por estar más aislado, a ver, regándolo, el seto crece, y quitando las hojas, no crujen al pisar la gente, no las arrastran por juego los niños, y es mayor el silencio, estoy más encerrado por los aligustres y más solo sin ruidos, ¿me comprende?, más solo, más conscientemente solo...

Porque estoy solo, ¿sabe?, muy solo. Como muerto sin enterrar, sigo vivo nada más que por costumbre, una chiquitilla esperanza por ahí detrás, tan pequeña ya, que, a veces, no sé, pero... ¿Que cuántos años tengo? Ochenta y cuatro. Un ocho y un cuatro, casi nada. En mi pueblo, porque yo, aunque de cerca de Madrid, soy de pueblo, contaban la edad   —119→   por duros y por reales, pero yo no sé ya hacer esa reducción, o sea, vamos, la equivalencia, y si supiera, aquí, estos vejestorios presuntuosos se reirían de mí... Estudié algo, sí señor, para colocarme en un negocio de nada, de aceites y orujos y cosas así, en Arganda del Rey. No, no fui soldado, estos bronquios repajoleros... Fui inútil total, me reconocieron en el Hospital de Carabanchel, lleno por entonces de heridos de Marruecos, ya ve usted de lo que me libré. Conocí a la que había de ser mi mujer en una visita, en casa de don Juan Pérez Casquero, el párroco de no sé dónde en Madrid, que era del pueblo y se encargaba de colocarnos a todos, a ver, tenía tanta fuerza entre las beatas... Ustedes no se pueden hacer idea de lo que era una visita de entonces. Los jóvenes apenas hablábamos, para eso estaban los mayores, a ver. Lolita estaba preciosa aquella tarde, cogía con mucho aquel la tacita de chocolate, y se abanicaba con garbo, con mucho garbo, sobre todo cuando yo la miraba, y hasta sonreía de cuando en cuando. Nos casamos en la primavera de 1912, gobernaba... Pues no me acuerdo ya, serían los conservadores, o los liberales, qué más tiene. Fuimos novios poco más de un año. Era lo que había que ver, de elegante, el día de la boda. Las viejas al verla recordaban a la reina Mercedes, y yo, bueno, yo... Mire, aún se me pone carne de gallina, a los ochenta y tantos... Su manteleta blanca de Almagro, su tontillo de raso, sus botines de charol. Era una moda bonita. No, no tengo retratos, los vendí, los compran las gentes de cine para hacer decoraciones de época, además, para lo que sirven, una pena desterrada al mirarlos... Nada, nada de fotos, es mejor. No tengo ni siquiera de los hijos, y, a pesar de que, a veces, podrían ayudar a precisar un recuerdo indeciso en un instante de flojera, lo prefiero así, fuera de esas cartulinas embusteras... Aquí las están enseñando a cada paso, tan sólo para hacerse la ilusión de que aún tienen algo... Sí, sí, le he dicho a usted los hijos, efectivamente, tuvimos cuatro. Se dice pronto, cuatro, y, ahora, ¿qué? Las preocupaciones, las alegrías, las noches en vela, las intranquilidades,   —120→   ¿dónde se fueron? Cuatro, cuatro, que se dice prontito. Luis, el mayor... ¿Pero de veras le interesa a usted todo esto? En fin... Le decía que Luis fue el mayor, nació en el año 13. Gobernaba Romanones, creo. Se llamó Luis, como yo, fue capricho de su madre. Le siguió Fede, le pusimos Federico como sus abuelos, también fue casualidad que los dos abuelos se llamaran igualito. Nació el 16, el 1 de febrero, qué gran nieve había. Era presidente del Gobierno... Qué más da, el que fuera, tampoco hay por qué sabérselo, si por fas o por nefas la gente nace lo mismo y se muere poco más o menos, figúrese. Luego llegó la Loli, no se puede usted suponer qué alegría, cuánto revuelo, una niña en casa, se llamó como su madre. Fue el año 20, la de huelgas y jaleítos que había cada lunes y cada martes... Y por fin nació Juancico, el más tierno, siempre delicadillo. Nació el mismito día de San Juan, era Cáncer, que él se divertía con eso de los astros, las rayas de la mano y todas esas puñeterías, sí, nació el día de San Juan del año 22, estaban ardiendo aún las hogueras en la calle, brasa viva, los chavales saltando sobre los rescoldos, los últimos borrachos por las esquinas, una tormenta amenazando... En fin, qué le voy a contar, todo iba, iba todo hacia arriba, hacia adelante...

Yo no sé si usted se acuerda de aquellos fulanos, tan escogidos ellos, que andaban siempre a vueltas con la vida vulgar. En la radio, en los folletones de «El Sol», de «Estampa», de «Ahora» y de «El Imparcial», todos obsesionados por corregir la vida vulgar, exigiendo a todo bicho viviente una especie de finolismo, que todos fuésemos cultivados y nos metiésemos en los conciertos del Español, y nos leyésemos a don Miguel de Unamuno, o cualquier profesorazo así. Nos llamaban horteras, tenderos, funcionarios, que si teníamos o dejábamos de tener la sensibilidad de las porteras... Mucha, mucha sensibilidad arriba y abajo. Se nos llamaba incluso turistas, ya ve, turistas, quién iba a sospechar en lo que ha venido a parar la palabreja, ¿eh? En fin, pues eso, nuestra vida era una vida vulgar. Y, ¿sabe lo que le digo?   —121→   Que ahora me doy cuenta clara de que vulgar, ahí, quiere decir feliz. Así como suena: feliz. De casa a la oficina, de la oficina a casa. Salíamos alguna tarde, si hacía buen tempero nos sentábamos en algún sitio y veíamos pasar los minutos, un par de horas, los chiquillos jugando al tren entre las mesas, regañina va mimo viene, y pensábamos bobaliconamente en las bodas de nuestros rapaces, ya empezaban a pollear, le dábamos repasones a la libreta de la Caja Postal de Ahorros, y veíamos con los ojos cerrados el pisito nuevo en Madrid, para que les fuera a los chicos más fácil ir a la Universidad... Ah, no sabe usted qué maravillosamente vulgar es en mi recuerdo aquella agua de cebada que nos zampábamos, haciendo pequeñas cochinerías bromistas con las pajas, en la cantina de la estación, todas las chicas endomingadas, paseando por el andén, tan panchas, tan poca cosa en realidad y tanto y tan grande y tan bueno hoy, desde el hondo vacío...

Y todo se hizo humo, tan aprisa... Fue el día de San José del año 35, ya ve, la primavera llamando a la puerta. Tres meses estuvo enferma, en un grito, figúrese, un cáncer... Solamente esperar, y morfina a todo pasto. Por eso sé yo poner inyecciones y puedo echar una mano aquí, cuando la viejería se pone quejica por las noches, a ver qué vida. Era muy de mañana cuando el entierro, me impusieron el madrugón porque había huelgas, muchas huelgas, la Guardia Civil temía que, aprovechándose del duelo, la gente armara algo, un barullo, una manifestación, como así pasó. Y la pobre Lola, que se pasó la vida asustada y rezando, que si el ropero tal y las Santas Horas cuales, y que si la visita domiciliaria, y venga a bordar canastillas para los críos de la inclusa, y a planchar corporales, ya ve usted las chuscadas que nos tiran los astros, los dichosos astros en que Juanito creía, la pobre Lola tuvo un entierro con tiros y todo, los obreros puño en alto por el olivar del camposanto, y el ataúd cubierto con la bandera tricolor. Hay que jorobarse. Le digo a usted... Y el cura no sabía qué hacer, se devoraba   —122→   los responsos entre dientes, farfullando, a uña de caballo, tenía un telele que ni de encargo, ni los que de cuando en cuando se desatan por aquí, entre estos vejestorios ricachos... Nosotros, los chicos y yo, le juro que ni nos enterábamos de lo que pasaba, usted me contará, yo estaba atontado, lo que se dice pasmado de verdad, veintitantos años largos sintiéndola a mi lado todas las noches, ya uno sin oír Dios te salve María llena eres de gracia antes de dormirnos... No he vuelto a entrar en calor, créame, no he vuelto a entrar en calor.

Nos vinimos todos a Madrid. Pisito chico, treinta y cinco duros al mes, muebles nuevecitos, alguna antigualla por aquí y por allá, cachivaches atiborrados de esos pequeños recuerdos que se desprenden como una fiebre pasajera, como un perfume rancio. Los amigos me decían que yo, con cuarenta y cinco años, solo, en fin, tantas solicitaciones alrededor... Que no era aquello, la viudez, más que un accidente. Menudo accidente, ¿no cree? Había muy buenas gachís, claro, y deseosas de bendiciones, pero... Los hijos... Cada cual llenó, y a prisita, su propia aventura. Su accidente, vamos, como decían aquellos amigos de la barra y de oficina. Luis, el mayor, acababa de hacerse abogado y le daba por el Derecho del Trabajo. Le fascinaban los problemas de las horas, los jurados mixtos, los destajos, los sindicatos... El gran barullo del año 36 nos dejó a todos que para qué le voy a contar. Sí, ya sé que a todo el mundo le dolió, a ver si no, estaría bueno, pero yo, ahora, le estoy hablando de mis chavales, que no creo que tuviesen mucha responsabilidad por el fregado aquel... A ver, si no. Luis iba camino de los venticuatro, y, al matarle, el daño fue, en realidad, para el país, para todos. Vamos, digo yo. ¿Que cómo fue? Pues como a tantos y tantos. Vinieron una tarde, así al anochecer, Luis estaba con permiso, que le habían movilizado enseguidita, y charlaba en el rellano de la escalera con un vecino, un jubilado de no sé qué... Si apenas nos conocíamos, hacía tan poco que habíamos venido, y ya le he dicho que estábamos medio lelos, no sabíamos hacer cosa alguna a derechas, siempre lo   —123→   mismo: «Esto mamá lo preparaba así...» o «Mamá habría dicho esto o lo otro...». No éramos dueños de nosotros. Le decía... ¿Por dónde iba? Ah, sí, ya. Estaba Luis hablando en el descansillo de la escalera con el vecino cuando llegaron los tipejos aquellos de los fusiles. Venían por el vecino. Luis quiso intervenir, que si papeles, que si la orden judicial, que si fue que si vino. Inocentadas de joven, ¿no le parece? Se llevaron a los dos. Se ve que Luis estaba ya a punto de entrar en casa, se dejó la llave puesta...

Ya ve, es la primera vez que yo hablo de esto aquí, en la residencia. Todos estos carcamales se sentirían ofendidos en su egoísmo si les hablase de esto. Sería, todo lo más, considerado mi recuerdo como un rollo, un petardo, un tema maniático de persona que ya no está en sus cabales. Hablar de esto, ¡qué disparate! Todos tienen hijos importantes, con una casa en Benidorm o en Cullera, y un Seat así de grande, y, de relaciones, no digamos. Pobre gente, al borde ya del hoyito y no parar de darse importancia, pisto del más barato. Somos así, qué le vamos a hacer. Yo no sacaría nada con decirles que anduve entonces de la ceca a la meca, buscándole, buscando a mi hijo. No, no lo debo recordar siquiera. Aquel caos lloroso del depósito de Santa Isabel, que tenía usted que darles vueltas a los cadáveres para verles la cara, acercándose cada cual como buenamente podía, pisando aquí y allá. ¿Sabe usted el calofrío que da pensar que a lo mejor se quejan si se les pisa una mano...? Irreconocibles en su mueca última, envueltos en porquería y sangre seca, y aquel olor... Aquel olor... aquel olor... Y el revisar cientos de fotografías en la Dirección General de Seguridad, todos pareciéndote ya el tuyo, tu muerto, el que te ha tocado en suerte, porque ya no dudas ni un instante de que está muerto... Apareció en El Molar, en la cuneta, una curva que ya, me han dicho, han suprimido. Menos mal, algo se rectifica. Hubo que firmar un papel para poder darle tierra, reconocías que había sido un accidente. Se ve que la palabra valía   —124→   para mucho, accidente, los agujeros de la frente y del pecho eran, por lo visto, un accidente.

Con el Fede, la cosa fue algo diferente. Quinta del 37, anduvo al retortero, Brunete, Guadalajara, Aragón, Cataluña... Al acabar la zapatiesta, se largó. Y no he vuelto a saber nada. Mientras estaba en el frente, escribía con regularidad, una vez a la semana. Por eso me da mala espina que no haya vuelto a dar señales de vida. Los alemanes en Francia, quizá un naufragio cuando la evacuación, quizá, quién lo sabe, una bala perdida, estúpida, última, ya después del último parte de guerra. También habría tenido gracia esto último, hombre. Por lo menos, esperé algún tiempo, un año, dos, acechando la llamada del cartero, oyendo radios, esperando topármele por casualidad, algo más fuerte y más gordo, en uno de aquellos noticiarios que echaban en el cine de barrio, venga barcos a pique, ciudades destruidas... Nada, nunca llegó nada. Por lo menos, del mayor me quedó aquí, ¿ve?, en la yema de los dedos, el yelo de su carne tan fría. Una certeza como otra cualquiera. ¿Que si he preguntado por el Fede? Pero qué ocurrencias tiene usted. Naturalmente, Cruz Roja arriba y abajo, Oficinas de Control de Refugiados, todo... Que si Rusia, que si Méjico, que si Bélgica... Veo postales de todos estos sitios, otro día que vuelva usted le enseñaré mi colección, tengo mapas, leo guías de ciudades, intento suponérmele, tendrá ahora cincuenta y ocho años, ya ve usted si ha sido larguirucha la mentirosa esperanza... Sí, lo más seguro, habrá sido otro accidente.

Pues deje usted a éstos y tome a la chiquilla. Se me casó el año 38, tenía dieciocho a cuestas. Espigada, bonita, alegre lo suyo, siempre una indecible tristeza en la mirada, con razón, primero su madre, cuando más falta le hacía, y luego el hermano, y la desazón diaria, y miedo acumulado. Adelgazaba mucho, a ver, no se comía, horas y horas en las colas, y siempre con miedo, mucho miedo. Cuando no las rondas, los bombardeos. Bueno, no lo repitamos. Se casó con un compañero de bachiller, Gonzalito, un gran muchacho. Quince   —125→   días de permiso y se acabó todo. Era oficialillo, ¿me quiere usted decir dónde está el pecado?... Algo había que hacer, un joven debe embarcarse en lo que llegue, entregarse como la lluvia en la arena, aviados estaríamos si no fuese así, aparte de que, digo yo, hay que ser equitativos, no ver sólo la paja en el ojo ajeno... Se había incorporado ya a fines del 38: un gran enemigo, un muy peligroso enemigo aquel oficialillo de diecinueve años. Pues le fusilaron por ahí, cerca de Cuenca, en Uclés, eso sí, un pueblo con mucha Historia. Estuvo preso unos meses, ya aparecía el otoño por entonces, el otoño del 39, no hubo avales, ni recomendaciones, ni carreras, ni visitas que valiesen, solamente encendido rencor... A veces, he pensado que fueron los primeros tiros que oyó, otro accidente, si lo sabré yo. Y la pobre Lolilla, ¿cómo iba a hacer yo para consolarla, para decirla que con sus años y toda la vida por delante...? No, no se debe quitar a la gente su propio desencanto. O los mata de una vez o los hace infinitamente suaves, nobles, pacíficos de veras. Sólo así pueden ir tirando...

La Lolilla, pobrecita, comenzó a tener cada soponcio... Hasta que hubo que encerrarla, claro, tan debilucha y apenas podíamos sujetarla entre varios, y yo tenía que seguir dale que te pego en la oficina, y el chico... Bueno, lo del chico es otra aleluya. Total, la Lola, desgraciada, tiró algunos años, nos cuidaba como Dios le daba a entender, limpiaba la casa... A veces en la tarde con sol de nuestro barrio, mientras regaba los geranios de la terraza, canturreaba canciones de la guerra, Si me quieres escribir ya sabes mi paradero, y lo hacía como ausente, dormida, autómata, y, como eran letras prohibidas, las vecinas se alarmaban y acudían correteando, haldeando, a distraerla, a hacerla cantar otra cosa, Solamente una vez, y más cuplés, y los primeros buguis... Se reía como tonta, bueno, a ver, como ya lo iba estando, tonta, qué menos, ¿no? Fue largo y penoso, ya le he dicho, tuvieron que llevársela. Un día cualquiera, con sol, con brisa,   —126→   un día como tantos, allá se fue. Yo no la vi ya, me faltó coraje.

Me quedé en casa, tumbado panza arriba, contando una y mil veces los rincones y tragándome la bilis, diciéndome machaconamente que sería casual esa mala disposición tan canalla que llevamos todos dentro, las que nos hace delatar, morder, matar, lo mismo unos que otros, qué más tiene Juan que Pedro, dos caras de la misma moneda... Si le queda alguna duda, hágame el favor de ponerse a recordar... ¿O le llamamos también accidente a lo de la pobre Lolilla?

Y ya totalmente solo. Sí, porque el peque, Juanito, ay, ése, el que vive, ése pasó el tifus piojoso, aquél de la paz, y tuvo no sé cuantas pestes a consecuencia del hambre, desde forúnculos hasta tisis, que escupía sangre como un chancho a medio degollar, usted me contará, le tocó dar el estirón en el ambiente aquel... Se ha marchado al otro lado del charco, se escapó, mejor dicho... Y ya, esta cabeza, Dios mío, apenas sé cómo será. Todos los veranos anuncia que va a venir, pero el viaje debe ser tan caro... Manda dinero para la residencia, y no poco, mayormente que no lo necesito, yo tengo mi retiro, y me llaman don Juan algunas personas que han venido a verme de su parte. Creo que hace casas, o barracas, o cuernos, qué más me da. Yo digo que debe cuidarse, que, en este trabajo, puede haber algún accidente, ¿no es verdad, usted? Aunque, me digo yo, tendrá muy presente los horóscopos, y las fases de la Luna, y quizá sepa ya qué chica le va a tocar... Si por un casual, que no lo creo, llegara a aparecer por esa puerta, ¿de qué hablaríamos? ¿Cómo salvar la distancia entre los dos? Complicado, ¿eh? Pero, al menos, mirarnos despacito, sin rechistar, quizá en algún momento estaríamos pensando en lo mismo, sería suficiente. Hace bien en no querer gran cosa con todo esto, tanta y tanta calamidad almacenada, tanta inseguridad, tanto y tan cotidiano quebranto. Yo estoy ahora muy bien, vaya si lo estoy, riego las plantas, ya lo ha visto usted, recojo las hojas secas, ayudo a misa los domingos... Cuando salgo   —127→   de paseo por ahí, por el pueblo, por esas calles atiborradas de polvo y de sequía, que ya podía este Ayuntamiento de las narices arreglarlas en vez de atizar cohetes y más cohetes al santo patrón, que maldita la falta que le hacen, cuando salgo, digo, veo lo que hay por ahí, y se me despierta el gusanillo de la esperanza otra vez, una boba sonrisa. Estoy seguro de que algún día, ya muy prontito, estaremos juntos otra vez, todos, allí, en la otra orilla, y jugaremos a las cartas en la terraza, como yo veo que hacen estas familias que veranean en el pueblo, a las cartas o al ajedrez, y discutiremos de esos problemillas de cada uno, quisicosas caseras ya definitivamente resueltas, y seguro seguro que iremos todos juntos a misa, como esas familias que vienen aquí tan peripuestas, que bajan de su coche lujoso alisándose la ropa y el pelo, riéndose, agarrándose del brazo para subir los tres escalones de la puerta, y seguiremos juntos los rezos en voz alta, y no tendré que salir de rato en rato, que esta pejiguera de la orina no entiende de horarios ni de sermones, sí, usted me ha oído quejarme de eso en plena misa y por lo mismo ha venido a preguntarme tanto, todo esto tan largo, sí, yo espero eso, sin resquemor alguno, para qué, si entonces habré ahogado mi propia soledad, ese accidente, ese inacabable accidente.





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ArribaAbajoDe «SIN LEVANTAR CABEZA»


UN SOLO DESEO

Sólo deseo jubilarme. Es cosa que la gente no atina a entender, no sé si por amor al trabajo o por figurar, porque la vean entrar todos los días lo más terne posible en el mismo sitio, una oficina, un comercio, en fin, ya sabe usted, el lugar donde va para no aburrirse del todo y plantificarse un carguito en la tarjeta de visita. La gente piensa, es un decir, que gano un buen sueldazo sin dar golpe, a ver, es lo que se lleva ahora, y, bueno, para qué le voy a decir más. Río de cuando en cuando o, si usted quiere, siempre que puedo, y cultivo la broma, dicen que tengo buen humor, en cuanto entro en un sitio están esperando mis salidas, y, en fin, que así va todo. Me llevan el apunte a base de bien, ya lo creo, no pierden ripio. Que si hago tal o cual viaje, que si me compro tal o cual cosa, que si hago esto o lo otro o si voy o dejo de ir a tal y tal y tal... Puñeterías y armas al hombro. Sin embargo, nadie quiere ver el cansancio, la desgana, la incapacidad para fundar una vida diferente. Me he anegado en una ilusión vana que he alimentado durante muchos años, creyéndome, si será uno bobaina, que al día siguiente, al mes próximo, ¿eh?... Usted me entiende. Y llegaba el mes próximo, y le sucedía otro, y luego otro, y pasaban los años, y los años, y fue llegando la artrosis, y la vista caduca, y se fueron perdiendo las voces compañeras, y ya no podía aceptar bien lo que a mi alrededor iba cambiando: Trenes nuevos, casas de muchos pisos, visitantes ilustres con calles enguirnaldadas, inauguraciones, centenarios... La vida, me   —129→   decían, la vida, que se pasa sin sentir... Tanto lo dicen, y con tan mema cara de circunstancias, que he llegado a creérmelo. Me miraba las manos, y veía escurrírseme entre los dedos el grito, la esperanza, la fe en el quehacer cotidiano. Sí, que me dejen jubilarme, no quiero ya otra cosa a mis años, ni condecoraciones, ni citas aquí o allá, sino tenderme, tenderme al sol o al aire, qué más tiene, y esperar ese día, ya se supone usted cuál. A ver si usted, que parece hombre importante, bien relacionado, seguramente conoce a los ministros, logra que ablanden las rigideces administrativas, para que yo pueda largarme a un pueblecito y ensayar la postura para aguardar a... Bueno, usted conocerá el texto: La que no faltará a la cita. ¡Necesitaré tan poco!... Un pueblecito, eso sí, callado, sin turistas, sin motos, sin transistores, sin gobernador civil, sin obispo, pero calentito, con calles blancas, olorosas a distancias y a sal, un pueblecito junto al mar, por el que pasarán las aves migratorias, puntuales, hacia el Sur, en escuadrón, a mediados de septiembre, cuando quizá huela a mosto en las plazuelas... Bueno, lleva usted razón, perdóneme, les dejaremos que tiren algún cohete en las ferias del verano, de alguna manera se tendrá que notar que aún estaremos en España... Perdóneme, es que ese pueblo, ya lo tengo pensado cuál, me he acostumbrado a curiosear las fotos, y, claro, así, el ruido... ¿Se da cuenta?

Lo malo es si también luego, ya en ese pueblo, se me plantean las mismas peguitas que hasta ahora me han venido acosando. Figúrese, acostumbrado a verme en un eterno reparto, tanto para éstos, tanto para aquéllos, tanto para los de más allá. Yo era un profesorcillo de nada, de ésos que no valen un pimiento por más que protesten, acababa de salir de la Universidad, me encontré de buenas a primeras con aquello que dieron en llamar cursillos: se trataba de emplearnos, ya ve, brotaban por todas partes las escuelas, los institutos... Los saqué, los cursillos, porque aquellas gentes no pedían otra cosa que lectura, mucha lectura, venga lectura. Es discutible, sí, hay tipos para todo, pero, digo yo, siempre   —130→   será mejor saberse el Quijote a base de bien que pontificar sobre los días que ayunaba Cervantes, o le dolían las muelas, o si fue o dejó de ir a comprar amuletos a la romería de San Antolín de Teixido, ¿no cree? ¿Sí...? Pues, amigo mío, no lo diga muy alto por ahí, que puede resultar subversivo, si lo sabré yo. Total, que después de la que se armó, y eso que ya entonces yo fui inútil para las armas, a ver, cegato siempre, desde mi niñez he paseado unos ojos tiernos que para qué... Que me pusieron de patitas en la calle. Me limpiaron el pesebre dando razones tan serias que me las tuve que tragar, uno ha sido siempre así de bobaina, ya se lo he dicho... Me tocó esperar, esperar, largamente esperar y acarrear papeles, desde el certificado de bautismo hasta el de no barbotar malas palabras... Quite usted, hombre, quite usted, qué papeleo ridículo, una hinchazón de sellos, de pólizas, de avales, de gestos compasivos, y, en el fondo, un tremendo rencor... Una lástima, señor mío, y todo, todo, se lo puedo jurar por mis muertos, lo hice cantando, sonriendo, convencido de que, al final, estaría la vida, abierta, encendida, generosa, un terco estreno por costumbre, inacabable sorpresa de alegría, a ver, dígame de qué otra manera podría ser la vida, usted me contará...

Hubo que buscarse los garbanzos como fuera. Todo lo que había sido mi trabajo se quedó encerrado en un ancho paréntesis amargo, figúrese, había sido fruto de una idea republicana, necesitaba, a ver dónde estaba el guapo que lo discutía, un riguroso lazareto. Me puse a trabajar. Me da risa cuando me acuerdo: me coloqué de listero en una obra. Madrugaba mucho, que estaba lejos, y tenía que llegar el primero allí, por los altos de Fuencarral. ¿Se acuerda usted de cómo eran aquellos tranvías cojitrancos de la paz? Pues, ¿y las camionetas?... Allí me tiene usted. Me había colocado, claro, por una recomendación que me dio el señor Vicente, un carnicero que tenía su despacho en mi casa, un buen vivales que no dejó nunca vacía su tienda, vaya usted a saber qué vendería. El señor Vicente estaba casado, casado o lo   —131→   que fuera, con una chica de Valdeperales, amiga de una señora prima de la viuda de un general, antiguo compañero de tertulia en el Círculo de un funcionario del Ayuntamiento que, a su vez, era pariente de... Sí, claro, por ahí venía la recomendación, pero déjeme acabar... ¿Que no entiende? Caramba, pues hágame el favor de aclararse: por ese sistema se explica todo aquí, desde los puestos en la cola del autobús hasta los entierros... Bueno, oiga, usted me está resultando algo así, algo... Un poco fuguillas, qué bárbaro, qué genio... Continuó: Sí, yo trabajaba y llenaba mi cometido como Dios me daba a entender, no era tan difícil, no se recele que me vaya ahora a dar importancia, no. Entonces comencé a darme cuenta de que no hay en este mundo otra cosa que odio desenvuelto, unos a otros se odiaban o nos odiábamos, altos a bajos y al contrario, los empleados se pasaban las horas muertas jurando, blasfemando, deseándose el reventón a sí mismos y a los jefes, aludiendo a cada dos por tres a la vuelta de la tortilla y frotándose las manos ante la sola idea de aniquilarse cuidadosamente... Una bendición de Dios, vamos. Eso sí, de vez en cuando, los jefazos, rumbosos ellos, arreaban un tabaquillo extraordinario, mataquintos apolillados, seguido de unos cuantos discursos solemnísimos, repletos de batallas victoriosas, insultos y buenas intenciones, y, como fin de fiesta, un concierto de la orquesta nacional. La gente escuchaba toda aquella fanfarria pensando seguramente en el inmenso acíbar que llevaban dentro, sin acabarlo de tragar, dentro y a cuestas y de la mano, de todas las maneras imaginables, pena, mucha pena y mucha hambre y más afrenta, y diciendo, por lo bajines, algo que no puedo repetir... Usted se lo imagina. Si se lo digo, lo más seguro es que usted lo escriba igualito, achuchado por la juerga y la frescura, y, luego, al imprimirlo... Se lo tachan, hombre, se lo tachan, si lo sabré yo. Entre nosotros sólo se pone en letras de molde la lengua más almidonada posible...

Sí, claro, ascendí. Figúrese, un universitario, de los de antes, ¿eh?, de antes, tengamos la fiesta en paz... Yo no   —132→   sabía ni torta de aquello, pero escribía sin mayores faltas de ortografía y hablaba pasablemente, así que, frente a toda aquella recua de palurdos que ocupó la ciudad, aureolados de propina con heroísmo, que si el Ebro, que si Talavera, que si Bilbao... Recórcholis, qué Napoleones. Bueno, también con usted, a ver si se imagina su señoría que yo no sé que recórcholis es una cursilería que enciende el pelo, hombre, hasta ahí podíamos llegar, pero, la verdad, recórcholis lo puede usted escribir sin miedo a la censura, ¿no?... Pues entonces... Venga, venga, póngalo... Le estaba diciendo que tuve que destacarme a la fuerza, a ver, mis condiciones. Además, no le he dicho que yo era un rapaz muy simpático, cosa que también vale. Mi error estuvo en emperrarme en volver a mi carrera de profesorcillo modoso, que allí, donde estaba, yo habría hecho monises, se lo aseguro, y no estaría ahora piando por el pueblecito ese de que le hablé. Comenzaban entonces las inmobiliarias, a ver, había que ir remendando lo que sus heroísmos habían tumbado, y había que hacer estraperlo a todo trapo para ir tirando. Y se hacía, vamos que si se hacía. Y se iba cebando la faltriquera. Aún hay muchos que no han dejado de hacerlo, a la vista está. Es lo que tiene de malo el dejarse llevar de la costumbre, luego no sabe uno cómo escabullirse de la rutina, ¿no es verdad, usted?

Decidí volver a lo mío, una metedura de pata, ya le digo, ay, si mi alma lo sabe. La primera vez que me fue posible intentarlo me tropecé con que no pude acarrear los papeluchos suficientes, los avales, los certificados de limpieza de sangre y de lo otro, los de mil enfermedades del cuerpo y del bolsillo, y blablablabla... Una letanía de humillaciones y papel timbrado y de colas interminables. Comencé a sentirme por dentro cohibido, desconfiaba de cualquier iniciativa que se me ocurriese, podía ser perjudicial para todos, a ver, un pobre hombre, yo, tan entredicho, estigmatizado por una casual jugarreta del azar geográfico... Que me tocó, vamos, que me tocó... Llegaba uno a considerar normal que en la   —133→   cola del cine, un cine de barrio, pidieran un salvoconducto para entrar, un certificado de depuración favorable con todos los carismas. Cuando a la segunda intentona pude competir, tampoco fue libremente, había que respetar unos turnos establecidos escrupulosamente. Yo estaba en el último apartado, el de los chinchorreros huérfanos de gloria o de martirio. Éramos el rebús, el revesino del gato, el postrer bichejo en la fila de la procesionaria, ¿se percata? Nada, nada, ni honor terreno ni aureola celestial. Encadenados a la miseria, qué me va usted a contar, allí estábamos, alicaídos, sentaditos en el borde de la silla o de la escalera, esperando a ver si sobraba algo de la universal rebatiña. Talmente gozquecillos al olor de un hueso. No habría tenido importancia mayor, lo malo es que el hueso era la convivencia, el derecho a reír, a cantar, a proclamar el gozo implacable de despertar por las mañanas de acostarse sin frustraciones, en fin, perdóneme, a veces, ¿sabe?, a veces me irrito y... ¿Ha notado usted cuántas veces le he pedido ya perdón en este ratito de charla? Natural, si es lo único que se nos permitía... Perdón por respirar, perdón por mirar al cielo, por cruzar una calle, no me diga, hay que jo... eso. Pasan cosas que no sé... Bueno, ya después de tanto tiempo, qué más dará. Aprobé, recité de memorieta no sé cuántas vulgaridades, y salí entre los últimos, toma, a ver, y a darse con un canto en los dientes y a procurar pasar disimuladito en el obligado rincón. Y fui a parar a uno de esos poblachones de nuestra tierra, desmantelados por la inquina y las trampas, todo el pueblo con un infinito pasmo a cuestas, rodeado de luto, receloso de cuanto llegaba de fuera... ¿Sí, eh? Póngase usted así, en esas circunstancias, a hablar de poemitas, ande, ande, a ver qué tal se le da. Le digo que hace uno cada disparate... Constantemente andábamos de fiesta. Todo se volvía un perenne aniversario, leche, cuánta historia morrocotuda, que si la redención de esto y de lo otro, que si el recuerdo de los muertos de la feligresía tal o cual, o en la conquista de América, o la fundación   —134→   de una Universidad en un suburbio de Cempoanga... Todas eran parecidas, las conmemoraciones quiero decir. Mucho desfile, venga charangas y gigantones bien tempranito, campanas al vuelo, gran comilona en el Parador local para unos cuantos... Y gran zambra pagada según y conforme. Y un día de haber para las víctimas de algún pitote. Todo ese jaleo se llamaba confraternizar. Ande, a ver si usted que es de la Academia esa que hace el Diccionario pone ese valor nuevo, que yo creo que es un matiz que no está, y seguro seguro que es muy fácil de perseguir en la literatura. Confraternizar: fue muy transitivo. Oiga, y a propósito, esa Academia, vaya meneos que le atiza todo cristo en los periódicos. Pero, dígame, ¿qué han hecho ustedes para que todos los insensatos graznen desaforadamente contra ustedes? Vaya por Dios, una de las pocas cosas claras es que aquí nadie tiene normas claras, ni siquiera en gramática, qué vamos a tener. Y, así, cómo las vamos a exigir para el hecho de pensar juntos en mañana, que venga Dios y lo vea... Bueno, le estaba contando... Sí, eso de la Academia no tiene importancia mayor, por lo menos no es original, siempre que el perro ladra a la luna, ya se sabe. Le decía que estábamos siempre en fiesta, y las aprovechábamos para estirarnos hasta la raya, mi pueblo estaba cerca de la frontera, a comprar de ocultis un pan grandote, mal cocido, requetecaro, que servía para engañar el hambre universal, también silenciosa, también encogida. Hombre, que si era fraudulenta, a ver quién es el valiente que le da un aval al hambre, también con usted, hasta ahí podíamos llegar... ¿Sabe que bautizábamos varias veces a niñitos huérfanos, abandonados, gitanillos, morazos, cosas así, tan sólo para aprovecharnos de las piadosas meriendas que con tal motivo organizaban las distinguidas madrinas...? ¿No lo sabía? Ah, pues va siendo hora de que se vaya sabiendo, que, no me lo discutirá usted, tiene su gracia. Confiteor unum baptisma... ¿no se dice así?

¡Qué días, mi madre, qué días! Pero el tiempo pasa, sí, señor, pasa. El almanaque va cambiando, sucesivo, impasible,   —135→   y va cerrando los labios de la herida. Y lo que es mejor, va encalleciendo la memoria. Uno de los grandes aciertos en la fabricación de los repajoleros bípedos es que estamos dotados de una inabarcable capacidad de olvido. Por eso pienso que el que se empeña en recordar, recordar así, usted sabe cómo, es un desdichado pardillo... Más le valiera cortarse el pasapán muy finamente y sin ensuciar la alfombra. Sí, pasaron los años, se fueron muriendo los amigos, unos por sus propios medios, otros ayudados por ajenos, y los más se largaron donde les vino bien. Solamente unos pocos nos fuimos acurrucando en una esperanza cada día más frágil y tensa... Vinieron los traslados a otras ciudades... En todas, la misma tristeza indefinible, machaconamente repetida, sin visos de genio, una tristeza ordenancista y gregaria, racionada como la parca cosecha de las cartillas de abastos. Se era feliz si se tenía el salvoconducto en el bolsillo, o un carné que tolerase esconderse tras los cristales de un tren. Para qué más. Tan amenazador todo, siempre las antenas vigilantes ante las posibles acusaciones, ese no poder contar triunfos ni glorias, no poder hacer otra cosa que agradecer veinticuatro horas al día la destrucción de aterradores peligros. Oiga, mire que tiene bemoles el asunto, no me venga ahora con cuentos. También usted, qué ocurrencia, sí, se salía, claro, era cuestión de ahorrar un poco o de saber pilotarse por el mundo adelante. París, Roma, Amsterdam... Pero también convenía ir un poco calladitos, no se fuera a notar dónde habíamos tomado el tren, que entonces... Andá, se ve que usted es muy joven y no sabe ni siquiera lo del piojo... ¿A que no...? Pues mire, que se lo cuenten en su casa, que también deben de saberlo, no voy a ser yo solito el que mosconee siempre con la historia del español piojoso, ¿no? Acabarán por tomarme tirria, o, menos mal si es así, por loco. Sí, sí señor, ahora yo también me río, pero, por aquellos días, que si los racionamientos, que si el presentarse en tal o cual sitio, que si los muertos de tifus... ¿cómo quería que nos considerasen por ahí fuera...? Como unas fieras greñudas,   —136→   grifadas de virtudes mentirosas, a ver qué vida. Eso sí, muy autárquicas, que era la consigna. Menos mal, algo se afirmaba. En fin, ya lo sabe usted, que lo que falta para redondear mi cuento se lo puede usted suponer, aunque sea usted muy amigo de no querer enterarse de nada, que es lo que aquí priva, hombre. Dígame, por lo menos, que comprende mis deseos de jubilarme... A veces, pienso, solito por las aceras atestadas, que no podré nunca, porque nunca reuniré las condiciones exigidas por la ley. Veo con claridad que, durante muchos, muchos y muy largos años, yo no he vivido, he estado ausente, flotando dentro de un monumental hiato, desprovista mi lengua de verbos auxiliares, le aseguro que no me quedan ayeres, sino otra cosa, memoria de lo por venir, por llamarle de alguna manera, a ver, compréndame, he vivido siempre soñando con un amanecer distinto, más alegre y más digno, empinado en hombros despreocupados y ágiles... Ya, ya, que te has creído tú eso. Ya he llegado donde iba, no salí de pobre, no tengo condecoraciones ni aparezco en los periódicos... Como no sea la esquela cuando... Incluso los que han aguantado mis rollazos, como dicen ahora, me desprecian por inservible, por qué sé yo... No sé si le he dicho antes que algún amigo me recomienda hacer otra vida, alquilar un bungaló, medio monte medio playa, salir por las mañanas temprano a pisotear la arena y chapotear, ir a discotear por las noches, vestirme de revista ilustrada, vamos, huir de una vida tonta, sin aquel alguno, repetida, repetida y repetida... Es una forma cordial de hacerme ver que no carburo, que no sirvo ya, que quizá estorbo. Hay uno, medio colega, que me recomienda procedimientos ortopédicos, y hasta quirúrgicos, para quitarme la chepa, la manía de leer, los modales de hombre mayor... ¿No te fastidia...? Si uno pudiese huir de uno mismo... No, no me quejo, sé que llevan razón, sí, pero reconozca usted, cuando menos... Póngase como ellos, del lado de todos ellos, no me importa un comino. A mí me enseñaron a respetar a   —137→   todos, así que... Pero reconózcalo, por Dios, reconózcalo, qué largo y duro destierro, aquí dentro...




SI VIERA COMO CANSA...

Hay vidas ricachonas, no digo que no, donde la gente se encuentra a gusto, le da aire al dinero, va aquí y allá, siempre trajinan contentos, fiestas, archiperres de cine, de retratar, cachivaches de música, venga a cambiar de coche, abonos a la ópera, a los toros, en fin, de todo, y de ropitas... Bueno, de ropitas... Que si el abrigo tal y el traje cual, especialmente ellas, las mujeres, que parece que les ha hecho la boca un fraile, visones, joyas, venga, venga lilailos y cascabeles... Y charloteo sobre imaginarios alifafes, y gimnasia a compás en el lugar elegante de las afueras, y el acomodo de los hijos, y salir en los periódicos... Sí, sí, hay gente que está contenta, ésa que no da abasto para llenar su tiempo, siempre la agenda en la mano y la secretaria en la boca, gente acosada de urgencias, de una desorientada prisa, atosigada por las reuniones, las citas, los compromisos... No, no, qué va, qué voy a ser yo de ésos. ¿Yo? Pues sí que. Pero, oiga, qué mal anda usted de pesquis. Yo no he sido nunca nada, bien lo sabe Dios, nada de nada, y, créame, se lo ruego, no me quejo. No quiero decir que no me habría gustado, no. A nadie le desagrada un bombón. Pensar así sería una majadería enciclopédica, pero, la verdad, me he sentido bien conmigo mismo, y con los míos mientras me han hecho compañía, ¿sabe?, algo así como una lluvia buena, charlando, mirando escaparates, contentándonos con una radio a plazos y una casita en el arrabal, una casita que, después de muchos ahorros y veranos, broma va broma viene, logramos ponerle un cuartito de aseo, ya lo verá, ya, mire, la queríamos tanto, aquí llevo la fotografía. Le aseguro que ni Hernán Cortés, ni Amundsen, ni ningún tipo de esos de libros se han sentido tan huecos con sus cosas como nosotros   —138→   con nuestro cuartito de baño... Ande, vea... Ya sólo faltaba el agua cuando tuvimos que vender la casita, mejor dicho el solar, que las expropiaciones... Ya me comprende.

Ya ve usted lo que se tiene ganado al nacer en una familia así, pobretona, un poco achuchadilla. Esto me hace ser tímido, alicorto, respetuoso con todo el mundo, por si las moscas... Llevamos siempre el brazo derecho en alto... No, hombre, no, no sea usted de su tierra, quiero decir que... que lo llevamos en alto para defendernos del golpetazo a que estamos habituados, así, ¿se da cuenta? ¡Mira que salir ahora con esas ocurrencias, también con usted! En nuestra familia, ciertas cosas... Sí, le decía que todo era muy vulgarito, haciendo siempre cábalas para estirar el sueldo paterno, yendo de un lado a otro para que la beca que me permitía estudiar no se finiquitase, a ver, éramos tantos a pedir... ¡Y que no hacían falta papeles ni nada...! El contrato de arrendamiento, para demostrar que el piso donde se vivía era una birria, una pocilgona, y el certificado de buena conducta, que, a ver, lo daba quien no te conocía ni por el forro, y venga informes de los profesores que, por lo general, no miraban a la cara al estudiante más que cuando se les largaban cuatro frescas... En fin, menos mal que no hacían politiquilla, con eso, digo, solamente se contaban escrupulosamente los agujeros del bolsillo. Luego, ya con todo el requilorio en la mano, venía la entrevista con el señor que la otorgaba... ¡La beca, hombre, la beca, le estoy hablando de la beca, qué... Nos miraba de arriba a abajo, quizá temiese que nos fuéramos a caer muertos allí mismo, extenuados de gazuza almacenada, mientras nos preguntaba la vida y milagros de papá... Solía parecerle mentira todo lo que allí se decía, no podía creer que en nuestras familias tuviésemos arrestos para mantenernos de pie, se echaba de ver enseguidita que habrían preferido encontrarse con un cadáver, a ver, pretender estudiar, traspellados de nosotros, y ser como ellos, que tenían no sé cuántos abuelos y que, nadie sabía bien cuándo, había comido con el rey... Hasta ahí   —139→   podíamos llegar. Sí, claro, había otros tipos, naturalmente, pero ésos estaban postergados por razones que no son del caso ahora, figúrese, tanto tiempo ya, preguntaban mucho menos, a lo mejor les bastaba con mirarnos...

Pues, sí, señor, terminé mis estudios tan campante, nada de a trancas y barrancas, sino con brillo y todo, entre carreras ante los guardias, tiras y aflojas con la secretaría y trabajando en lo que caía, pero terminé. Y muy bien, ya le digo. ¿Que cómo recuerdo los años de estudiante? La verdad es que ni fu ni fa. ¡Pasó tanto, tanto y tan gordo después...! Además que, me parece a mí, esos años son muy parejos siempre, nos figuramos que nos estallan en las manos cosas muy importantes y luego... ¡Bah...! Fue mayor el zafarrancho que se enredó el treinta y seis, bueno, usted me comprende, quiero decir que se recuerda más, a ver si no. Me liaron a base de bien con el dichoso servicio militar, que me duró una porrada de años, primero la guerra entera y, luego, como era de los vencidos, pues otra vez a cargar con el chopo cuatro añitos más... Le digo... Me timaron esos años inútiles, en los que se fueron colocando todos los que, aunque hubieran estudiado mal y peor que yo, se habían avivado y traían en la frente, azar ganancioso, la etiqueta de héroes. Total para insistir en eso: que, cuando me vi con el canuto de la licencia en la mano, no tenía delante de mí otra cosa que la calle para correr y una desesperación sorda y anchísima, un vacío enorme... Pero yo estaba hecho a pobre, a no tener un real, ya se lo he dicho, y me fue muy fácil volver a vivir, echar a andar, y hacerlo, de propi, casi cantando aquello de ¡Ay, vida, dónde me llevas, / cuesta arriba y todo arena...! La vuelta... Pues la vuelta fue como la de todo el mundo. Los que no pudimos contar situaciones de esas que suenan a fanfarria, nos limitamos a desenterrar alguna anécdota. Todo quisque tenía alguna picardía que contar. Al principio, eso caía bien: trampantojos de la cárcel, pequeñas aventuras para lograr comida, sucedidos que nos parecían extraordinarios y ahora resultan chorraditas... Es   —140→   lo que tiene el tiempo, ¿no es verdad, usted? Quizá sobresale el pasmo por la tozudez en la maldad, dígame, sin ir más lejos, esas gentes que se escondían en la chimenea para que no las encontraran sus perseguidores, iban a cazarlos, y les hacían bajar del cañón quemando paja abajo, en el hogar, y, cuando salían, apenas un pie en el suelo, tosiendo a más y mejor, ¡zas!, a tiro limpio... Y, vea, cuentan que ya era igual en las guerras carlistas, qué falta de imaginación hasta para eso. Porque todo lo demás era también igualito: la venganza a posteriori y en frío de los otros, si no con el mismo procedimiento, sí con parejos resultados, parecidas condecoraciones, repetido dar y quitar nombres a callejones y plazuelas, idéntico deje entre lírico y borrachín en los discursos... Una pena, señor mío, le digo que una pena, que no tenemos remedio...

Ya se va usted percatando de que mi vida no tiene así, digamos, mayor interés. Poquito a poquito y sin darme cuenta, aquí me tiene usted al borde de la jubilación. He hecho lo que cualquier prójimo o, por lo menos, lo que hacen todos los que no han nacido para personajes. Pasé por los campos de concentración, en Francia, y luego aquí, me juzgaron por no sé cuántas cosas, bandidaje, prevaricaciones, rebeldías, conjuras, desacatos... Una escalofriante letanía. Le juro que ni me enteré de tan tremendas acciones, ni pude siquiera escucharlas: tan grande era el arrebato del acusador que no me daba tiempo ni a cerrar la boca, tan asombrosas eran. Me consolaba pensando que si el desenlace hubiera sido al contrario, habría pasado algo del mismo percal. Nada me extrañaba. Siempre he visto alrededor de mí una inexplicable saña vengativa, un ansia de machacar, duro y seguido, al de enfrente. Es que debe ser así, me digo para no pensar y no entristecerme más, que, vaya por Dios, no ha sido poco.

Sí, volví. A enfrentarme con lo que había. Anda, ¿por qué me pregunta eso...? ¿Acaso no seguía amaneciendo, y anocheciendo, y todo lo demás? No sea niño, esos parones no existen, y si te paras tú o te alejas, al ratito, si te he visto   —141→   no me acuerdo. ¡cómo no había de volver! ¿Dónde está nuestro hueco, dónde tenemos otra tierra, sino aquí? Ande, dígamelo, explíquese. Fue penoso el recuento, el notar los huecos de amigos y colegas, de personas que quizá había tenido presente muchas veces y de otras de las que quizá no me había vuelto a acordar nunca. Daba lo mismo, todas lejos, todas muertas, todas sin luz ni siluetas precisas, ni siquiera presencia eficaz en las largas tardes solitarias, vacías, dedicadas al recuerdo. Se ve que la memoria no carbura... Ni colegas, ni familia... Nada. Parecía que todos querían estrenar nueva vida, con gustos nuevos, costumbres nuevas. No había sitio para lo anterior, qué iba a hacer. Pero el recuento... Nombres y nombres con su cara y su voz, la otra lista, la media lista doliente que no salía en la que se incrustaba en las fachadas de las iglesias o las facultades... Una vez y otra esa bobadita de que siempre faltan los mejores. ¿Por qué ese lugar común, me lo quiere usted explicar? ¿No será una manera de disimular la alegría de que no nos haya tocado la china a nosotros? Lo cierto es que no tuve sitio en mi trabajo, y eso que lo había ganado a pulso, en oposiciones, como está mandado aquí, turno libre y toda la pesca, pues de bien poco me sirvió. A la calle, de oficio y con mala cara, ya ve, si casi no había tenido tiempo de tomarle el gusto al destino... Mi plaza estaba ocupada, tendría usted que haberle visto a mi sustituto flamante, gran rezador, elegantísimo, usaba entonces floid y zapatos italianos y se disfrutaba no sé cuántas amistades en Zaragoza, y en Burgos, y en Vitoria, y en no sé qué cientos de universos más... Pobrete, en Madrid y en el gremio no lo conocía ni su sombra, pero ya fue entrando, ya. Cuestión de paciencia y acicalarse. Yo malgasté meses y meses yendo y viniendo, había que esperar una depuración que nunca llegaba. Tampoco me interesé más por ello y no sé qué demonios habrá pasado con aquel laberinto. Las pocas veces que fui a la conminatoria cita, me las tuve que ver con un fantasmón muy inflado, tartaja él, era de Navafáfila de no sé qué rey godo, y   —142→   me preguntaba disparates y disparates en medio de digestiones laboriosísimas. Se notaba de prisita que el pobre se sobrealimentaba, a ver, tantos criminales como pasábamos por sus manos... «Y usted, el acusado, ¿era contertulio del Alcalde de Madrid...? ¿Por qué no dio su beneplácito a las santas disposiciones?»... y jeringazos así. Su mamaíta. A mí, fíjese, a mí, un desgraciado que apenas conocía por los periódicos los nombres de los grandes del momento... Vivir para ver, qué verdad más grande. No volví, para qué. Ah, se me olvidaba, al par de años o cosa así de desentenderme... No, qué van a depurarme, pues sí que. Lo que le iba a decir, que me ha cortado usted, es que me topé con la esquela del tal en un periódico. Todo sea por Dios. Sí, parece que se cayó un ascensor, con él dentro, en un ministerio. Acto de servicio. O un fallo, usted me contará.

Pues, sí, claro, acierta usted. Es la fetén entre nosotros: los amigos de papá, la semideuda de aquella vez, cuando entonces, etcétera, etcétera, etcétera. La recomendación, vamos, la mangancia, el saltar por encima de lo normal. No sabemos hacer otra cosa. Y como muchas veces la cosa va y pita... Pues que vamos tirando. Mi pobre padre fue, sólo Dios sabe cuántas veces, con sus piernas a rastras, su tos de viejo bronquítico, los pantalones con las rodillas marcadas y las culeras brillantes, fue, le digo, a casa de un viejales famosillo, de esos que usan cuello duro y alma encallecida... A pedirle por mí, por este desventurado, esta oveja negra que tenía ideas equivocadas, ¿me comprende? No, mi padre no pensaba así de suyo, pero, oiga, resulta muy difícil no participar de lo que nos cuentan a todas horas, ¿no le parece? No tiene usted más que ver lo que sigue pasando, nos dan todo planchadito y, luego, vaya sustazos. En cuanto pasa algo... Bueno, los sustos se los arrean, que lo que es yo... En cuanto pasa algo, y algo de cajón, ¡toma!, y tan de cajón. El vejestorio de marras se sintió magnánimo, alteró un poquillo su orden, su inflexible justicia (le debía a mi padre mucho) y me colocó. En una oficina. ¡Qué amargor en la   —143→   garganta el primer día, llena de sol la ventana y todo el desencanto en carne viva, todas las penas en presente! Cuánta humedad repentina en la mirada, deshaciéndose en triste renuncia las ilusiones, los proyectos, la desnuda esperanza. Supe que ya, siempre, sería todo así, los mismos papeles en la mesa, el mismo aliento en la habitación, un olor tracordado a sudor, a polvo, a balduque viejo y bocadillo mordisqueado a escondidas. Vi, nada, un relámpago, verdecer y otoñar los árboles de la calle acumuladamente, todo un lento futuro reducido a un solo tic en el presente... Pero estaba allí, yo, dónde iba a ir, mi sitio estaba ocupado, no podía ni asomarme por allí... Aquella oficina, fórmulas comerciales, sumas inacabables, reverencias interesadas... Yo era el primero empezando por abajo. Pero el calendario se fue deshojando, otros se murieron o los despacharon, y yo, que no soy tonto del todo y que nunca dije esta boca es mía, ascendí... A los cuatro o cinco años o antes, vete a saber, se me había olvidado mi antiguo quehacer, no leía jota, me parecía casi imposible que yo hubiese asistido a unos cursos, que tuviese un titulillo... Me casé y todo, sin gran ilusión, eso es verdad, los dos estábamos como deslumbrados de ver lo que pasaba, no acabábamos de darnos cuenta de tanta y tanta desdicha almacenada, exhibida... Abría usted la radio y lo mismo; agarrabas un periódico, ídem de lienzo; te asomabas al cine del barrio y, en el noticiero, para qué le voy a contar. Nos daba vergüenza casi haber convivido tres años de aquella manera. Aprendimos a andar mirando al suelo, a no abrir los labios, a pasear lejos de charangas y vítores. Cada vez más arrinconados, más secos. Talmente una rama a la que se ata fuerte por el arranque y acaba por irse chuchurriendo, por atabacarse y, al final, se cae, desprendida por un viento pasajero, equivocado, perdedizo... Así se me murió la mujer una mañana de fines de marzo, quince años por medio de la boda, los preparativos de un aniversario alegre por el aire. No, no me pida detalles, sólo   —144→   sé que, al volver a pie del cementerio, por Las Ventas, llovía, sí, eso es, estaba lloviendo...

Desde entonces, todo se me ha reducido a la rutina más apretada. Y soy feliz. Probablemente, a usted le dé pena oírme, es natural, usted está fuera de juego, es más joven y todo esto le suena a conversaciones de Puerta de Tierra, qué le vamos a hacer. Me he identificado hasta donde me ha sido posible con el pandero que tocan. Me he comprado un departamento de juguete en la costa. Lo habito en mis vacaciones, que he traspasado al invierno, cuando nadie las quiere, y el resto del año lo alquilo. Vivoalquilovivoalquilovivo... Contribuyo de este modo al mejoramiento socioeconómicoculturalartístico del país. Ande, para que vea. Al mediodía, como en el figón del jurdano, un buen rapaz que se las sabe todas, aquí, en la esquina de casa, donde, entre alubias, sopas de ajo, carnes de vaya usted a saber qué fiera y unas naranjas medio pochas, voy tirando, y veo la televisión, me acostumbro a las caras famosas, a sus voces, a su ininterrumpido desvivirse por nuestro bienestar. Me siento protegido, de veras. Casi he llegado a temer una huelga de cualquier clase. Y nadie de entre los que van a comer allí, viejas pensionistas, camioneros, albañiles de las obras cercanas, algunos novios con los zapatos gastados, deberán estar buscando piso, nadie, le digo, se mete conmigo, nadie se pasma de mi soledad, ni de que no me importe la alineación de los equipos de fútbol. En confianza, le diré que me he aprendido uno, el Madrid, para justificar el bulto que esa sociedad me exige. ¡Si viera cómo lo luzco al declamarlo...! Pero allí todos somos ajenos aunque nos sentemos en la misma mesa, todos nos toleramos con una sonrisa, con una inclinación de la mirada, y pare usted de contar. Todos somos maestros en disimular el propio, escandaloso duelo. Algunas tardes me meto en el cine del barrio, ahora algo menos, ha subido mucho, y aguanto lo que me echen. Ni pasarme por la cabeza que hay un cine mejor, que yo sabía o dejaba de saber   —145→   algo de directores, de artistas, para qué. Ya todo para qué. En cuanto se apaga la luz, allí están Gracita Morales y Rafaela Aparicio, tan saladas ellas. También Sofía Loren, despampanante, y Raquel Welch tirando tiros a más no poder. No me hace gracia que larguen alguna película buena, algo de Bergman, o de Polansky, quite usted allá: entra poca gente y, entonces, hace frío. En cuanto se apaga la luz, le decía, yo me quedo a solas conmigo, repaso los ayeres, las caras ausentes, estoy en una inmensa isla acorralada, me siento bullir la vida por las muñecas, por las canillas, a veces por los ojos. Es un ratito delicioso. Y me voy comiendo poco a poco algo, unos caramelos, unas patatas fritas, unas rositas de maíz. Me sirve de cena. Me he librado de herencias, de los problemas de la declaración de la renta, de la amenaza de muerte que parece acosar al mundo. Allí, a oscuras, me atrevo a mirar, cabeza levantada, a los vecinos, sin llamar la atención, claro, y los veo mejor con los reflejos de la pantalla, mejor, quiero decir: mejor que son, y veo que tienen miedo, mucho miedo a lo que suelta el documental, tantos y tantos exterminios como acarrean las centrales nucleares, que si los peces, que si las aves o las tortugas con los instintos anulados, y que los ríos se han podrido, y que el aire va faltando, y que si patatín que si patatán. Y yo pienso entonces, créame, que eso no vale la pena, que todo ese horror organizado y cacareado no es nada si se le compara con esta tensa, duradera opresión continua, año tras año, una quemadura sin llaga ni remedio visibles, esta prolongada humillación. Y todo por no haberse despertado un día preciso en un lugar concreto, sino en otro, enfrente... ¿No cree que ya basta? Bueno, tengo que dejarle, voy a casa, mañana atizan un banquete a un antiguo compañero de carrera, me ha escrito para que vaya, se ha acordado de mí ahora, al cabo del tiempo... Se lo he agradecido mucho, él está muy arriba y yo, ya lo está usted viendo, he sido siempre un pobretón. Me hace un gran favor al convidarme... Lo que son las cosas.   —146→   ¿Será que ante lo que vaya a pasar...? Voy a cepillarme bien la ropa. ¿Por qué supone usted que no estaré a gusto...? Sí, sí, lo estaré: era un mendrugo el pobrecillo, me alegro de que le haya ido bien, ya lo creo, algo como lo mío no se lo deseo a nadie, de verdad. Si viera cómo cansa...





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ArribaAbajoDe «MESA, SOBREMESA»

Mi querido José Luis Sastre:

Me pide usted, para cumplir con los hábitos editoriales, que busque un prólogo a mis paginillas. Muy bien: usted cumple con su deber y su costumbre. Y yo, por aquello del ya veremos qué pasa, me he puesto a obedecerle. Siempre he pensado que la mejor manera de demostrar la propia personalidad, de pulirla y afianzarla, es someterla a la opinión ajena. Dicho y hecho: me he puesto a buscar un prologuito.

Probablemente, usted no lo creerá, ya que mi fama de hombre un si es no es burlón y atravesadillo le va a influir. Cuando usted lea mi carta, le dará a la cabeza compasivamente y, estoy seguro, telefoneará a más de uno de nuestros comunes amigos para comprobar si le engaño o no... ¿A que sí? ¿Ve...? Genio y figura...

En primer lugar, hice memoria de otras experiencias pasadas con mis libros. Recordé cómo, al salir Primeras hojas, en un momento en que entre nosotros solamente se repetía un asmático barojismo y se igualaba el «escribir» con «el llenar cuartillas», las personas que entonces pontificaban me dijeron muy compungidas: «Hijito, ¡si no sabes puntuar! Dedícate a tus cosas, déjanos esto a nosotros». Fue en vano que, tímidamente y con el brazo protector a la altura de los coscorrones, por si las moscas, les dijera que casi todo aquello se había ido publicando poquito a poco, lejos de España (muy pocos capítulos vieron la luz aquí) y que tal y tal y tal. Hubo algún ilustre escribidor de entonces que, al intentar recordarle yo a Joyce, en diálogo ocasional,   —148→   se escandalizó de que yo pretendiera respaldarme con nombres «ultramarinos». Vaya por Dios. Supongo que ya se habrá enterado de algo de eso. Deseché esa vertiente de posible prologuista para mi librejo.

Eché por otro camino. Esto de pertenecer a la casta arrinconada produce sus resultados, créame, amigo Sastre. En vista de que por aquel lado no pasaba de ser un ignorantón que no sabía puntuar y que, para mayor inri, era incapaz de fabulación o de intríngulis alguno, decidí ensayar algo donde, al menos, se amontonaron las peripecias. Y ese algo, por desharrapado que fuera, resolví someterlo a las más ortodoxas reglas de puntuación, ortografía, retoricismos, etc. Oiga, era bastante puñetero el asunto: no se puede usted figurar la cantidad de apartados, subapartados y empaquetados que tiene la Ortografía de la Real Academia Española. Pero creo que salí victorioso. Una vez terminado el libro, busqué prologuista, a ser posible vehemente y rentable. Se titulaba el volumen... Bueno: otra vez que me lo guardo también por si las moscas. Tuve que cambiarle el título: el sabiazo de turno me dijo que alguien podía darse por aludido, reconocerse en el título, y ya sabe usted: juzgado de guardia, tribunal de honor, defenestración, quizá la leprosería... ¡Pero, mi querido amigo, si aún se me pone carne de gallina, y fíjese si se han deshojado calendarios...! Ahora me explicará usted, me parece, por qué llevo al editor mis originales sin el título. Que se lo ponga él, que se lo ponga, no vayamos a pringarla. En fin, el libro se llamó, después de muchas vigilias, Smith y Ramírez, S. A., y, mientras por ese mundo adelante sus páginas gustaban y se comentaban, sobre todo la novelita (o lo que sea) que da nombre al libro (la vida en el interior de un Departamento de Niños Perdidos, dentro de uno de esos grandes almacenes de hoy), aquí, alguien me dijo, con solemnidad de bronce alegórico: «Hombre de Dios, ¿qué te ha hecho el Sepu?». Le digo a usted, guardia... Le cuento la anécdota por las exigencias de mi oficio. Por esas fechas aún no se decía macho, sino hombre   —149→   de Dios, o muy señor mío, y empezaba a oírse cariño (en algunos barrios, darling). Qué tíos éramos, ¿no, verdad?, así de internacionales y bocerativos.

No le voy a jorobar con la historia de mis librejos. Pero sí le voy a insistir en esto. Un posible prologuista me encontró «profundas reminiscencias cualitativas, con tensión hermenéutica y tempo lento kafkianos o seudokafkianos...» y no sé cuántas cosas más, procedentes todas de Dino Buzzati. Me callé, no era cosa de pregonar mi ignorancia, que, a lo mejor, vaya usted a saber de qué grado sísmico era la pobre. Procuré informarme. Creo que no, que nuestra vida colectiva, metida en un monumental Departamento de Niños Perdidos sin liberación inmediata, no se parecía en nada a la desenvoltura atormentada de Buzzati. Yo no conocí, por entonces, más que I deserti dei Tartari. Quien no tenía la más remota idea de Buzzati era quien así me hablaba, tan suficiente. Poco después me enteré del quid. El buen tipejo acababa de volver de Roma, acuérdese, aquellas peregrinaciones parroquiales, baratitas, con audiencia pública incluida, para rogar por la universal conversión y de donde se salía con el alma almidonada para un par de inviernos y con arrestos para el desarrollo planificado. Seguramente se tropezó con el nombre de Buzzati en algún periódico, en alguna cartelera al pasar. Se había estrenado «Un caso clínico»...

Ahora me temo que podría pasarme algo muy parecido. No, no se moleste en acarrear un prólogo. (Sí, ya, ya le veo venir. Otro libro mío, publicado en su editorial, llevaba un prólogo de Camilo Cela, es verdad. Y muy bueno, además. Pero, mire, esto hay que puntualizarlo. Camilo y yo somos amigos desde que teníamos la refrescante y despreocupada edad de los diecisiete, los dieciocho años. Tenemos, pues, las mismas experiencias, tanto culturales como catastróficas, un ademán vital parecido. Y debemos ser análogamente raros, figúrese, aún nos gusta juntarnos a charlar, a pasear. En este trozo de planeta por donde pasa errante la   —150→   sombra, etcéteraetcétera, ¿no cree que tal circunstancia es pero que muy extraña, tantos años sin habernos tirado los trastos a la cabeza? ¿No deberemos consultar a un psiquiatra? Ahí es nada, medio siglo largo entendiéndonos...). (Escúcheme, Sastre, qué paréntesis tan largo. Ciérrelo, ciérrelo). Le estaba diciendo que no pondremos prólogo. Sin embargo, y para complacerle, he hecho algunas gestiones. Ya tenía uno casi conseguido. Precioso de veras, precioso. Hablaba (he logrado ver el primer bosquejo) de que, por fin, mi narración no se enfrascaba en la parapsicología, no se deleitaba en la moderna física nuclear o interplanetaria, apenas conoce el lenguaje de la economía contemporánea y se desentiende del novísimo afán, casi doloroso, por las artesanías en trance de extinción. Le juro que yo estaba al borde del éxtasis cuando leí estas afirmaciones. Creo que sobrepujé toda experiencia humana cuando pude entrever un poema dedicado a mis tragones personajillos (aunque la cita expresa del nombre del restaurante, que yo he ocultado cuidadosamente, me pareció una infame propaganda). Claro que siempre viene el tío Paco con la rebaja... Sí, hombre, sí, ahora ya se puede decir esta frasecilla, ha sido amnistiada. La misma persona me pidió que suprimiera la muerte del suegro de Rosenda (por escatológica, no le...), las alusiones al dictador fallecido (con lo útil que sería que muchos se fueran enterando de una vez del incomparable duelo), y, sobre todo, me dijo que juzgaba absolutamente insufrible que yo, un hombre con figura social (cátedro, una condecoración, un pariente canónigo, dignidad..., qué se ha creído usted) hiciese tan pertinaz exhibición de mi mala leche. Pero, ¿oye usted? Si por lo menos hubiese dicho «mal café», o «mala uva» o «mala milk», o siquiera «aviesa idiosincrasia»... Nada, nada. Sin prólogo. Que se trague sus versos, con su pan se los coma y Dios en casa de todos.

Sin embargo, porque no quedaran teclas sin tocar (y por el uniforme del vencido, traje que ya no me quitaré nunca por muchas reformas que nos endilguen) recurrí a   —151→   algo que, de pronto y con alegre deslumbramiento, me pasó por el magín: consultar a mis personajes. Aunque tuviese que pagarles otra comida. Muchos ni han contestado a mi llamada. El señor homenajeado, don Carlos Luis Hontañón de la Calzada, me ha mandado un secretario, un panoli redicho, creyendo que yo buscaba un enchufito en el tejemaneje administrativo. Nicolás y Timoteo... Bueno, dispénseme usted, no puedo reproducir lo que me han dicho. Qué mal hablado es nuestro pueblo, oiga. Rosenda ha llorado a moco tendido, no sé si por su suegro o si por haber descubierto yo tan oprobioso desenlace. También es de lamentar que el viejales haya dejado tan esquilmados monises. Por lo visto, el andoba repío se conocía el percal a las mil maravillas. En fin... Ah, sí, la azafata estaba en vuelo, Lourde andaba de excursión con su novio, saltando sobre las hogueras en San Pedro Manrique, creo; don Rufino, el curita progre, en el cine, ya se supone usted qué tipo de cine; los Ríus no vienen en la guía, compréndalo, todo el mundo incordiando por teléfono, y Javier, el retratista... Cualquiera te echa un galgo a ése. Dolorinas me propuso una juerguecita económica, cena, bingo, tablao flamenco y descanso tranquilo en el chalé de... Me colgó muy ofendida cuando le confesé que no tengo coche, ni amigo a quien pedírselo. Solamente Luisa acudió a mi súplica, para confiarme que sus aventurillas amorosas se habían terminado, gracias a Dios, y que, por favor, no dijera nunca el nombre de su, digamos, colaborador... Es un gran chico y no merece que se enturbie su fama por haberse dejado querer de una cursi vejancona. Es verdad que no le quiere ya, pero cuánto le quiso, cuánto. Lo decía con los ojos húmedos y sonriendo, una desparramada ternura sobre sus manos temblorosas, sobre el transitorio jadeo. Estaba verdaderamente hermosa, un regusto de fruta seronda orlándole la voz, los ademanes... He arrancado unas cuantas páginas del original después de mi conversación con ella, las que más le atañían. El más interesante ha sido don Mario, el espiritista. Vino enseguidita,   —152→   contentísimo. Me preocupó de entrada su cháchara: me escoció mucho, por éstas, que haya reconocido varias citas literarias de las que he enzarzado en el texto, para que no todo se malote en él. Eso se debe dejar a los demás, ¿no le parece? Quiniela más o menos... Sí, ya sé que don Mario no ha dado con ellas, sino que le han avisado, desde el plano astral, los legítimos autores, pero, en fin, vamos, digo yo... Pues don Mario me ha dado las más efusivas gracias. La divulgación de mis indiscreciones ha hecho que su nombradía haya crecido y sus relaciones no digamos. Ha logrado hablar hasta con Miguel de Cervantes (¡él, que se quejaba de no lograr un solo contacto importante!). Casi nada. Le costó trabajo entenderle, Cervantes anda muy jodido de la dentadura, y así... Don Mario jura y perjura, asombradísimo, que Cervantes no entiende jota de nuestra situación política. Pero le he dicho que yo, si quería hacer algo que valiera la pena y, a la vez, salir del aprieto, copiase sus prólogos, aquél de las citas en latín y el del perro hinchado... No he sabido hacerlo, me invadía una tristura... Don Mario se largó a pedirle más ideas para superar el trance, y dispuesto a proclamarse su cónsul general. Al marcharse, frotándose las manos, le oí mascullar algo de Unamuno o un runrún parecido. Tengo el pálpito de que está malsinándolos, a los dos Migueles. Cualquiera diría que aquí es necesario morirse para andar a la greña, ¿no es verdad? Buen don Mario, infeliz. Ya solito, yo comprendí que, en realidad, he copiado a Cervantes una vez más, ya que esta carta, quiero rogárselo, Sastre amigo, deberá servir como prólogo. Prólogo que será, como en los recordados hace un instante, un verdadero epílogo.

Nos queda el problemilla de siempre: cómo titular el libro. He preguntado por ahí a varios eruditos. Algunos conjeturan que lo mejor sería un título comercial, con garra. Me atrae esta opinión, a ver si de una vez se venden mis libros, qué diantre. Proponían señuelos como Meditación sobre las calorías, o Comer, ser y digerir de los hispanos, o   —153→   aquél tan lleno de resonancias: La pequeña burguesía organiza su orfandad. Es muy emotivo. Otros consultados, más televisivos, me han sugerido títulos breves, arrebatadores, bien insertos en las momentáneas urgencias: El desfonde, Banquetísimo. Don Apolinar, el profe depurado, me ha dado la solución. «Usted trata de contar una comida, menú impuesto, un pescado que fue un asquito... ¿qué era, por fin, el pescado?, y una carne para qué. Se tardará el leer su crónica más o menos lo que dura una comida larga, con sobremesa bien nutrida de eructos, somnolencia y majaderías. ¿Por qué no llamar a su relato así, sin más, Mesa, sobremesa?».

Así lo dejo. Nada más; le ruego que cuide de este texto, incluso que haga repasar la ortografía. No quiero trifulcas luego.

Suyo,

A. Z. V.

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