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Rafael Altamira y la «patria intelectual» hispano-americana

Eva María Valero Juan336


Lleva quien deja y vive el que ha vivido


Antonio Machado, «A don Francisco Giner de los Ríos»
Elogios
               


Resulta paradójico que el período histórico de entresiglos, con la pérdida de las últimas colonias españolas en 1898, constituya uno de los momentos cruciales para la historia de las relaciones culturales entre España y América Latina. Y sin duda, el extraordinario interés del fin de siglo en el ámbito del intercambio intelectual entre los países de habla hispana viene dado, en buena medida, por la gestación de la polémica entre «latinos y anglosajones», que se desarrolla, al mismo tiempo, a ambos lados del Atlántico. Como resultado de procesos históricos bien distintos en los dos continentes, dicha polémica confluye en la cristalización de un factor cultural común: la exaltación del concepto de latinidad y la formulación de una necesidad de unión cultural entre los países latinos. Este concepto tuvo fervientes defensores en España y América, y aunque Miguel de Unamuno expresara sus reservas respecto a esta idea -conocidas son sus reticencias frente al espíritu francés y su influencia creciente en los países hispanoamericanos-, demostró siempre una obstinada voluntad de acercamiento hacia dichos países, convirtiéndose en uno de los más ardientes paladines de la hermandad hispanoamericana337. En este sentido, es interesante recordar las siguientes líneas de su artículo «Don Quijote y Bolívar»:

... es uno de mis más repetidos estribillos: la necesidad de que todos los pueblos de lengua castellana se conozcan entre sí. Porque no es sólo que en España se conozca poco y mal a la América latina, y que en ésta se conozca no mucho ni bien a España, sino que sospecho que las repúblicas hispanoamericanas, desde México a la Argentina, se conocen muy superficialmente entre sí338.


A esa labor de acercamiento -como naciones hermanas- entre España y las jóvenes repúblicas de América Latina, dedicó una prolífica parte de su obra, y un no menos esforzado período de su vida, el infatigable intelectual americanista al que dedico estas páginas: Rafael Altamira y Crevea (1866-1951).

La recuperación de esta personalidad fundamental en la historia de España, arroja luz sobre el fin de siglo hispanoamericano y la relevancia de los procesos culturales de Europa y América a los que me he referido en las primeras líneas de este artículo. Pero para situar y entender cuál es la función desempeñada por Altamira en este contexto, es preciso, en primer lugar, plantear cuáles son los términos en que se desarrolla la mentada polémica.

En la Europa de las últimas décadas del siglo XIX, determinantes acontecimientos históricos como son la derrota francesa frente a Alemania en 1870, la derrota italiana en Adua en 1896339 y el descalabro español de 1898, propician la fractura cultural que se desarrolla en los ámbitos intelectuales europeos a través de la polémica entre las dos civilizaciones

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principales: la latina frente a la anglosajona y germánica. En el artículo de Lily Litvak titulado «Latinos y anglosajones: una polémica de la España de fin de siglo»340, la autora realiza un enjundioso estudio sobre el tema, desarrollado durante los años que rodean el cambio de siglo en diversos libros que analizan la depresión de los países latinos; entre los más destacados en el ámbito europeo hay que citar Leyes psicológicas de la evolución de los pueblos (1894), de Gustave Le Bon, y En qué consiste la superioridad de los anglosajones (1897), de Edmond Demolins. La decadencia de los países latinos tuvo como respuesta inmediata, en el ámbito de dicha querella, una reivindicación y reactivación de «lo latino», cuya única posibilidad de empuje se veía en la necesaria unión cultural y técnica y en el acercamiento político entre estos países. De este modo, nace y adquiere fuerza el panlatinismo, como afirmación rotunda y exaltación de los valores culturales comunes, pero también como corriente que propicia, en el ambiente cultural del regeneracionismo, el imprescindible autoanálisis para diagnosticar las causas del atraso y hacer frente a la superioridad que se atribuía a los países nórdicos (sobre la base, en palabras de Lily Litvak, de «la supuesta ventaja de la moral protestante sobre la católica»341). En suma, la evidencia del poder industrial, militar y económico adquirido por los países sajones, frente al sentimiento de amenaza de los decaídos países latinos genera una confrontación que, en última instancia, se resume en el conflicto entre nordicismo y mediterraneísmo. Y la idea del panlatinismo se canaliza a través de varias publicaciones periódicas así como en la obra de escritores principales del momento342.

Entre tanto, durante esas mismas décadas, el continente americano, inmerso en el período convulso de su independencia, asistía a acontecimientos históricos que marcaron un cambio de esquemas ideológicos fundamentales para el nacimiento del debate contemporáneo sobre la identidad americana. Tal y como ha señalado Teodosio Fernández en su artículo «España y la cultura hispanoamericana tras el 98», «la derrota española llegaba, por tanto, cuando se agudizaba la necesidad de analizar los factores que habían limitado o impedido el éxito de las nuevas repúblicas en sus esfuerzos para pasar de la barbarie a la civilización»343. El surgimiento de ese debate viene dado, principalmente, por la intervención militar de Estados Unidos en la guerra por la emancipación de Cuba, tras un siglo en el que la preponderancia creciente del coloso del norte había puesto en alerta a los intelectuales de los países vecinos del sur. Esta amenaza alentó el rechazo ante el talante materialista y utilitario de los angloamericanos, que se plasmó, por oposición, en la reflexión sobre la identidad cultural latinoamericana, exaltando las raíces de los arquetípicos valores hispánicos: el espiritualismo, el idealismo, y la reivindicación de la cultura344. Dicha reflexión, origen del concepto identitario de América Latina, se desarrolla, por tanto, a través de la oposición entre la América Sajona y la América Hispana.


Rafael Altamira.

La coincidencia histórica del debate de latinos-anglosajones y latinoamericanos-angloamericanos crea el clima propicio para la formulación de un urgente intercambio cultural entre los países latinos de América y Europa. Y si las viejas naciones en decadencia veían en el renacimiento latino el acicate para su regeneración, las jóvenes repúblicas latinoamericanas reivindicaban la latinidad como concepto que está en el origen de su búsqueda de la identidad. Desde el Viejo Continente, y en concreto, desde España, las acciones emprendidas para construir puentes de comunicación con sus jóvenes hermanas fueron esenciales para el pensamiento regeneracionista propio de la época, cuyos máximos representantes se esforzaron en combatir la ausencia de una opinión pública favorable al americanismo. Sin duda, la imagen que Bolívar vislumbró en 1822, la de América como una crisálida transformadora o regeneradora del hombre a través de la fusión de razas, sintetiza el papel decisivo que debían ejercer las jóvenes naciones en la indispensable renovación del carácter reaccionario y dogmático de la España finisecular. Todo ello convierte el período de entresiglos en uno de los momentos más relevantes de la historia del intercambio cultural e intelectual entre España y América Latina345. Y diluye la aparente paradoja que

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apuntaba al iniciar este artículo, puesto que la ruptura política abrió las puertas a unas relaciones culturales que, aunque en ciertos momentos de la historia del siglo XX hayan sido naturalmente controvertidas o problemáticas, generan un debate propicio para el enriquecimiento mutuo. Circunstancia ésta que ya había entrevisto el escritor mexicano Alfonso Reyes, en un artículo titulado «España y América»:

Tras un siglo de soberbia y mutua ignorancia -un siglo de independencia política en que se ha ido cumpliendo, laboriosamente, la independencia del espíritu, sin la cual no hay amistad posible-, los españoles pueden ya mirar sin resquemores las cosas de América, y los americanos considerar con serenidad las cosas de España346.


Precisamente en el año 1898, cuando la emancipación de Cuba, Puerto Rico y Filipinas da por concluido el proceso de la Independencia americana, Rafael Altamira (1866-1951), literato, jurista e historiador alicantino que en 1897 había ganado la Cátedra de Historia del Derecho Español en la Universidad de Oviedo, abre el curso académico 1898-1899 con el discurso titulado Universidad y Patriotismo347, donde el insigne polígrafo diserta sobre la necesidad de una «política pedagógica» para restablecer los lazos entre España y las naciones hispanoamericanas, sobre la base del común sustrato ético-cultural. Como ha expuesto Santiago Melón Fernández en su libro El viaje a América del profesor Altamira, «el discurso de 1898 es el primer paso ostensible de la política americanista de la Universidad de Oviedo»348 y constituye el precedente de la relevante labor americanista de Altamira en este momento decisivo de la historia; labor desarrollada con admirable perseverancia tanto en la práctica de su viaje a América como en las posteriores publicaciones sobre las relaciones culturales entre España y América y la necesidad de un programa americanista.

Para hablar de la función de Altamira en el ámbito del hispanoamericanismo español en las primeras décadas del siglo XX, es preciso recordar las evidentes limitaciones de la política internacional española de la época, que obstaculizaban la puesta en práctica de una verdadera política de orientación hispanoamericanista349. Y, seguramente, uno de los obstáculos que truncaban esta posibilidad era el desconocimiento de la realidad americana por parte de los peninsulares, quienes proyectaban la versión oficial de un hispanoamericanismo quimérico, desprovisto de medios prácticos y objetivos concretos. En este ámbito, el viaje de Rafael Altamira a América entre los años 1909 y 1910350, a modo de embajador o enviado especial de la Universidad de Oviedo, constituye un hecho de crucial relevancia, dado que se ubica en los orígenes de una verdadera vocación hispanoamericanista en España, enraizada en el conocimiento directo de la realidad americana, como única vía para la posterior reflexión y sistematización de los vínculos con España y la articulación de un pensamiento práctico que los consolide. Como ha destacado Daniel Rivadulla, este viaje, unido a los viajes de quienes siguieron los mismos pasos de Altamira en su periplo americano, llegó «en el momento decisivo en el cual se refuerza, aflora o cristaliza una tendencia; en el caso de alguna de las más destacadas personalidades de la élite pensante española de la época, su primer viaje a América tuvo la máxima importancia en el plano vital y en su trayectoria intelectual»351. Sin duda, estas palabras son exactas en lo que respecta al futuro de Altamira a partir de estos años, ya que desde su primer viaje a América en 1909, consolida el americanismo como campo principal de su actividad, estableciendo el lazo intelectual que, tras la Guerra Civil española y la II Guerra Mundial, marca el destino de sus últimos días como exiliado en México (entre 1945 y el año de su muerte, 1951), período final en el que desarrolla una prolífica actividad intelectual.

El estudio de las conferencias impartidas en los diferentes países que visitó (Argentina, Uruguay, Chile, Perú, México, Cuba) y de los artículos de colaboración en la prensa hispanoamericana352, o un recorrido por las actividades desarrolladas en lo referente a su campaña de acercamiento entre España e Hispanoamérica353, excede los límites obvios de este artículo.

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Pero sin duda las siguientes líneas de uno de sus discípulos más destacados, el historiador mexicano Silvio Zavala, resumen a la perfección la relevancia de la trayectoria americanista de Altamira:

Dos veces visitó Altamira las tierras de Hispanoamérica. El primer viaje fue más extenso, juvenil y fértil. Un profesor español de 43 años, bien preparado en filosofía, derecho, historia y literatura, siente la atracción del amplio mundo por el que se había extendido la civilización de su patria, y lo recorre a fin de poder penetrarse más íntimamente del carácter y de las obras del pueblo español. Esta acción sencilla deja en su formación un sello indeleble. Él predica a sus compatriotas que el conocimiento de la historia hispánica debe ganarse en España y también en América. Dedicará largos años de magisterio a comunicar esta lección a discípulos peninsulares, americanos y oceánicos. Y recogerá en su literatura histórica los frutos de esta vasta experiencia.

Logra así iniciar un hispanoamericanismo de cultura, entendimiento y optimismo sobre un fondo histórico ensombrecido por las luchas del pasado y por los fracasos de los países hispánicos a uno y otro lado del Atlántico354.

No me detendré, por tanto, a pormenorizar la trayectoria de la acción hispanoamericanista desarrollada por Altamira durante toda su vida. Me remito a los estudios que recorren cronológicamente su biografía americana355. Sin embargo, creo necesario profundizar en ciertos aspectos fundamentales del pensamiento americanista de Altamira en relación con el contexto histórico trazado en la primera parte de este artículo y, en concreto, en relación con la ideología de autores fundamentales del fin de siglo hispanoamericano, esa «patria intelectual» que el uruguayo José Enrique Rodó concibió como lugar ideal, pues «las fronteras del mapa no son las de la geografía del espíritu»356.


Utopía y realidad en el pensamiento americanista de Rafael Altamira

La utopía llevada al dificultoso ámbito de la acción, o el idealismo entendido como apuesta activa por las ideas -en contra de la pretendida connotación peyorativa del vocablo en ciertos ámbitos-, son los términos que mejor definen el pensamiento hispanoamericanista de Altamira, forjado en la educación y la maduración de las ideas regeneracionistas que fueron su escuela en la Institución Libre de Enseñanza, en cuyas aulas se dejaban sentir los últimos latidos de la aventura krausista española357.

Un libro como el titulado España y el programa americanista, presenta una sistematización de los puntos centrales considerados por Altamira fundamentales para la consecución de este programa: «... el cambio de planes, programas, anhelos y necesidades»358, principalmente a través de una política de colaboración pedagógica con los países de América Latina359 y, sobre todo, a través del intercambio de profesores, puesto que, en palabras de Altamira, «el único hispano-americanismo eficaz es el que conoce concretamente la singularidad de cada país y de los problemas económicos, sociales y políticos que lo caracterizan»360. Pero tal vez interese más, para abordar los mencionados objetivos de este artículo, su libro España en América, que es una recopilación de artículos y trabajos dispersos en diferentes publicaciones del momento. En el «Prólogo», Altamira manifiesta con rotundidad cuál es el propósito de esta publicación:

El éxito de este libro consistirá, no en que lo aplaudan, sino en que suscite otros y otros, en larga serie divulgadora y propagandista [...] y en que se forme en España y en América [...] una corriente de opinión favorable a traducir en la práctica los anhelos de mutuas relaciones intelectuales, sobre la base -por lo que respecta a los hispanoamericanos- de una rectificación de los recelos en lo tocante a la España intelectual de nuestros días y un reconocimiento de la común conveniencia de cambiar, entre ellos y nosotros, los frutos del espíritu y los anhelos en que venimos a coincidir...361



Y tanto en los artículos recogidos en este libro como en el resto de publicaciones dedicadas a las relaciones culturales entre España

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y América362, Altamira insiste constantemente en la voluntad de desentumecer estas relaciones -marcadas por cinco siglos de dominio colonial-, borrando cualquier vestigio de paternalismo intelectual, para establecer una comunicación recíproca que debe repercutir en un beneficio común para todas las naciones hermanas:

Por eso yo creo -frente a los que hablan de nuestro porvenir africano- que nuestro verdadero porvenir está en América, con la ventaja de que no es ni será nunca un porvenir imperialista, sino un porvenir de honda cordialidad, de alto respeto para todos, de solidaridad en la parte de obra que toca cumplir a los pueblos hispanos en la empresa mundial de la civilización363.



En este sentido, merecen recordarse también las siguientes líneas de la primera de las conferencias pronunciadas en la Universidad de La Habana:

La Universidad de Oviedo no quiere, no pretende enseñar nada; no viene a oficiar de maestro, no viene a mostrarse para que la admiren, ni ha enviado para realizar su obra americanista un hombre que busque lucir cualidades personales [...] nosotros no venimos sólo a dar y a reflejar sobre vosotros nuestras ideas, sino que venimos también a pediros que vengáis a España para reflejar sobre nosotros vuestro espíritu y vuestra obra científica364.



Desde esta perspectiva, el viaje de Altamira a América tiene la importancia, por un lado, de haber logrado reactivar la conexión cultural con el pueblo latinoamericano y, por otro, la de haber significado el revulsivo principal para la estimulación y el surgimiento en España de instituciones culturales diversas que propiciaron la aurora del horizonte americano en la cultura española de principios de siglo. Santiago Melón Fernández las enumera:

En junio de 1909 se fundó el Instituto Iberoamericano de Derecho, y, por aquellos mismos días, se estableció la Biblioteca América en la Universidad de Compostela. En Barcelona apareció la Sociedad Libre de Estudios Americanistas con el objetivo primordial de divulgar en España el conocimiento de la América Latina; en Cádiz se creó la Real Academia Hispanoamericana de Ciencias y Artes, y en la Universidad Central se estableció un Centro y Seminario de estudios hispanoamericanos. Las veteranas Unión Iberoamericana de Madrid y su homónima de Bilbao continuaron sus quehaceres con redoblado esfuerzo365.



Para desarrollar esta empresa hispanoamericanista en España, era preceptiva la labor de deshacer los prejuicios arraigados en la sociedad latinoamericana que alimentaban la leyenda hispanófoba, labor que, desde el punto de vista de Altamira -imbuido de las ideas educativas del regeneracionismo-, tan sólo se podía acometer a través de la acción de los profesionales de la enseñanza366. Por ello, la política pedagógica fue uno de los proyectos cardinales de la acción americanista del incansable maestro, quien dedicó todos sus esfuerzos a combatir la corriente hispanófoba. Pero nunca movido por un patriotismo autocomplaciente e inmovilista, sino todo lo contrario, es decir, desde la perspectiva de un idealismo progresivo. Idealismo, o utopismo, que, partiendo del reconocimiento de una decadencia indiscutible, del autoanálisis y del diagnóstico de «los males de la patria» -propio del pensamiento regeneracionista del momento-, pretendía «infundir creencia en la posibilidad de la regeneración»367 y, al mismo tiempo, transmitirla a las naciones latinoamericanas para restablecer y normalizar la cooperación con España.

Como manifestación del pensamiento de Altamira en relación a la política pedagógica hispanoamericanista, resulta muy interesante recordar la opinión que le mereció el proyecto de constituir en España una Universidad Hispanoamericana para atraer a la juventud americana que completaba sus estudios en Europa, proyecto finalmente fracasado que había comenzado a debatirse a finales del año 1904. Tanto Altamira como Miguel de Unamuno, rector de la Universidad de Salamanca, donde se pretendía instaurar el citado proyecto, habían predicho con bastante antelación este fracaso, aduciendo razones que atañen directamente al dogmatismo religioso imperante en las instituciones del momento, que ahogaba los anhelos de instaurar una educación laica a través de la imposición de métodos autoritarios. Esta problemática pone de manifiesto, nuevamente, la polémica entre latinos y anglosajones. Sobre este aspecto, Lily Litvak recuerda que el libro de Edmond Demolins En qué consiste la superioridad de los anglosajones,



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achaca los males de los países latinos a la educación autoritaria y dogmática que priva al niño de toda iniciativa y espíritu crítico. La de los ingleses, en cambio, contrasta por sus fines prácticos y porque permite el desarrollo del espíritu. Estas ideas fueron recogidas por españoles de la época como Gabriel Alomar y Rafael Altamira368.



Por este motivo, Altamira consideró que, de no renovarse radicalmente la estructura educativa, el proyecto fracasaría y los estudiantes americanos regresarían a los centros de prestigio, establecidos en Francia y Alemania369. Idéntica opinión expresó Unamuno en una carta dirigida al Heraldo de Madrid, calificando el proyecto de «fantástico y absurdo»370, a lo que Altamira apostilla:

¿Por qué? Fundamentalmente, porque la enseñanza americana es laica y científica, y la nuestra está dominada por la preocupación religiosa; cuando menos por la reliquia de intolerancia que aquella preocupación ha dejado en la mayoría de los espíritus371.



Para formular la necesidad de una orientación liberal en la enseñanza como base para establecer las relaciones con los estudiantes americanos, se apoyaba en las declaraciones de figuras principales de la intelectualidad latinoamericana del momento, como son Ricardo Palma y Valentín Letelier, quienes -escribe Altamira- «con la España inculta, estancada en su progreso y reaccionaria en su política, nada quieren, porque otra cosa sería contradecir los mismos principios de vida de las repúblicas americanas»372. La sintonía con Unamuno es total en este caso:

Antes de pensar en atraer a nadie de fuera, debemos cuidarnos de modificar nuestro ambiente, liberalizándolo del todo; y para poder merecer un día el que vengan a estudiar aquí americanos, es menester, entre otras cosas, [...] la derogación solemne y formal de los artículos 295 y 296 de la Ley de Instrucción Pública y del 2.º del Concordato, en que se establece la inspección de la enseñanza por los señores obispos y demás prelados diocesanos. No olvidemos que en la América española toda, el laicismo es la ley de la enseñanza373.



En suma, en el capítulo de España en América dedicado al proyecto de la Universidad Hispanoamericana, Altamira denuncia como mal endémico de la educación la intransigencia del profesorado de la universidad española y el dogmatismo religioso imperante, de forma que «el candidato [a profesor] que huele a liberal, a racionalista, o tiene la más ligera concomitancia con el krausismo [...] puede contar de antemano con el voto en contra de esos jueces»374. La importancia de este capítulo estriba, por tanto, en manifestar la consonancia que a comienzos de siglo comienza a fraguarse entre intelectuales españoles y americanos, conformando esa «patria intelectual» de la que resurge la idea de América como crisálida que había de transformarse en algo nuevo, y cuyo potencial era visto por aguzadas miradas españolas como energía regeneradora de la crisis nacional.




Rafael Altamira y José Enrique Rodó: por una «patria intelectual» hispano-americana

Estudiar la relación de Altamira con el escritor uruguayo José Enrique Rodó descubre un amplio campo temático que abarca el círculo de otros autores finiseculares españoles y latinoamericanos, cuyos contactos, diferencias y semejanzas ideológicas, muestran el complejo cuadro de un período histórico en el que las relaciones hispano-americanas alteran radicalmente su proceso: la íntima relación, por ejemplo, entre Rodó y Leopoldo Alas «Clarín», manifiesta en el prólogo que este último dedica a una edición de Ariel375, y en la correspondencia entre ambos; el intercambio epistolar entre Unamuno y Rodó, que refleja una admiración mutua pero también ciertas diferencias en lo referente a la defensa de lo latino376; la correspondencia entre Unamuno y Ricardo Palma o la de este último con Altamira, etc., etc. Sin duda, la derrota del 98 generó -tal y como ha señalado Teodosio Fernández- «el acercamiento (a menudo silenciado) entre los reformadores de un lado y otro del Atlántico, decididos a superar las deficiencias de un pasado compartido y a luchar por el progreso de sus respectivos pueblos»377.

En definitiva, el estudio de estas relaciones intelectuales implica un panorama literario y

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cultural que comprende una amplia nómina de escritores y pensadores de la época, entre otros motivos porque, como apunta Javier Malagón, «don Rafael Altamira es el historiador que dio a España la "generación del 98"», en el sentido de que «jugó en el campo de la historia un papel idéntico al de los otros escritores en la novela o en el ensayo»378. Y, como es sabido, la «generación del 98» desarrolló un papel decisivo en la restauración de la confraternidad espiritual con América Latina. Julio César Chaves, en su libro Unamuno y América, apunta que

la mayoría de los noventayochistas miró con interés y cariño a América, reaccionando contra la tendencia de sus antecesores [...]. Varios de ellos trataron en sus libros temas americanos; Ramón del Valle Inclán lo hizo en La niña Chole, en su Femeninas y en su Sonata de estío. Ramiro de Maeztu tomó también los caminos americanos para convertirse años después en un gran doctrinario del movimiento hispanista379.



No obstante, entre la nómina de autores del fin de siglo español -y así lo destaca también el referido crítico-, fue Ángel Ganivet el precursor de esa mirada americana que, desde el Idearium español (1897), abre «una nueva etapa en las relaciones hispánicas»380. Etapa que, desde su punto de vista, no debía orientarse hacia la «confederación política de todos los Estados hispanoamericanos», sino hacia una «confederación intelectual o espiritual»381. Al igual que Unamuno, con quien mantuvo una estrecha relación, Ganivet denunció «la escarlatina de las ideas francesas»382 por la que pasaron los países hispanoamericanos tras emanciparse de España. Y aunque Altamira y Leopoldo Alas habían defendido la idea de latinidad, todos coincidían en un objetivo común: la necesidad de alentar y extender, tras el divorcio político, la consabida comunión espiritual entre los hispanoamericanos. Tal es el sentido defendido por Altamira cuando en su libro España en América, tras analizar la influencia norteamericana, francesa, alemana e italiana en América Latina, dedica un capítulo a «Lo que debe hacer y lo que ha hecho España», donde expone las razones que habrían de conducir al restablecimiento de la hermandad, planteada siempre en términos de reciprocidad. Así, por ejemplo, Altamira se apoya en el lazo literario promovido por Rubén Darío:

La boga alcanzada en nuestra juventud por Rubén Darío y por otros escritores de América, ha creado lazos nuevos entre ambas literaturas, interpolando elementos de una y otra, creando corrientes de recíproca influencia, y a la postre uniéndolas más y más y asegurando la penetración de la nuestra383.



En lo tocante a la relación del 98 español y el pensamiento latinoamericano, la obra más emblemática es, sin duda, Ariel (1900) de José Enrique Rodó, obra que se sitúa en el momento en que se empezó a gestar el debate sobre la identidad cultural latinoamericana384. Tal y como analiza Herbert Ramsdem en su artículo «Ariel, ¿libro del 98?»385, esta obra está impregnada de las ideas regeneracionistas del 98 español, planteadas y reelaboradas desde América Latina en el controvertido momento histórico en el que aquella «madre patria» que durante siglos simbolizó la opresión, perdida ahora en la depresión de sus males endémicos, comienza a convertirse en el símbolo de valores fundamentales opuestos al materialismo de la América sajona. Desde este punto de vista, Ariel se presenta como discurso dirigido «A la juventud de América», en el que el maestro Próspero expone la causa regeneracionista, que ha de lidiar con la «barbarie» externa -la yanquimanía- e interna, para poder desarrollar un proyecto cultural latinoamericanista de índole supranacional. Como ha escrito Belén Castro:

Con esta opción formal por el sermón laico, netamente pedagógico, Rodó se distancia de esos otros textos polémicos o sociológicos y elige un destinatario específico; la juventud americana que, con acceso a la «alta cultura» universitaria, constituirá el sector social mejor preparado para intervenir en las instituciones políticas y culturales, con el fin de imprimir un nuevo sentido regenerador a la cultura latinoamericana del siglo XX386.



Sobre la ideología que mueve las raíces de este proyecto, germina la inevitable relación intelectual entre Rodó y Altamira, planteada siempre en los términos defendidos por ambos americanistas: el diálogo cultural entre los países de lengua española, la regeneración de los valores del espíritu y del idealismo, la necesidad de una política pedagógica orientada a la reivindicación de la cultura, la defensa de los valores de la democracia, el antimilitarismo y el pacifismo, así como el rechazo a las

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dictaduras387. El nexo espiritual que reflejan estas coincidencias de carácter y pensamiento se ve refrendado por la correspondencia que ambos mantuvieron388, así como por la opinión que Altamira plasmó sobre Ariel en varios trabajos críticos: «Latinos y Anglosajones», en El Liberal de Madrid389, y una reseña en la Revista Crítica390 -dirigida por el propio Altamira- que incluirá en su libro Cuestiones hispanoamericanas (1900), y que reproducirá también como parte de su prólogo a la edición de Ariel realizada en Barcelona por la Editorial Cervantes en 1926. En este último, Altamira hace hincapié en el valor educativo del libro de Rodó, como «discurso de pedagogía» fundamental para dar luz no sólo a la realidad americana sino también a la decaída moral española:

Ese Ariel que Rodó señala como tutor y guía de la juventud de su patria, oponiéndolo al utilitarismo sajón, es el nuestro. [...] A la juventud española importa, pues, tanto como a la de América, leer y meditar el libro de Rodó391.



La relación epistolar entre ambos autores refleja los sentimientos de admiración mutua y el agradecimiento de Rodó a Altamira por haber sido, junto con «Clarín»392, uno de los principales difusores de Ariel en España. Las palabras de Rodó dan una idea de la importancia de la figura de Altamira en América, incluso con una década de antelación al famoso viaje que le llevó a la otra orilla del Atlántico. Así, en 1900, Rodó escribía a Altamira:

Las polémicas [con respecto a Ariel] duran todavía, y usted no puede imaginarse lo valiosa y eficaz que es cualquier palabra de adhesión que venga de quien, como usted, tiene merecidamente conquistado un alto prestigio en nuestro mundo intelectual. Esto duplica mi agradecimiento...393



El modelo de sermón laico y las ideas regeneradoras expresadas en Ariel respecto a la importancia de la enseñanza evidencian los ecos de la pedagogía krausista, y tanto Altamira como Unamuno y «Clarín» -los escritores españoles con quienes Rodó mantuvo más estrecha relación- habían utilizado este tipo de sermón394 para la expresión de sus ideas. Por otra parte, las raíces krausistas del pensamiento de Rodó no sólo provenían del otro lado del Atlántico, sino que son también la prueba fehaciente de la filiación martiana de su pensamiento395, reflejada asimismo en la contraposición entre lo latino y lo anglosajón y en la visión deshumanizada de esta cultura.

Obviamente, el estudio pormenorizado de esa «confederación intelectual» que promulgó Ganivet, requeriría un extenso análisis que excede con mucho las dimensiones de este artículo. Sin embargo, no puedo concluir sin mencionar que la vinculación de Altamira con esa «patria intelectual» hispano-americana que también imaginó Rodó, no se agota en el crucial período histórico de entresiglos, sino que se dilata hasta alcanzar la primera mitad del siglo XX.

Rafael Altamira, «americanista, en el riguroso sentido de la palabra»396 -en palabras de Miguel León Portilla-, es una de las figuras clave para el estudio de la presencia del regeneracionismo español en América y su relación con el indigenismo como corriente social y literaria, tal y como se demuestra en su prólogo a la novela Raza de bronce, del boliviano Alcides Arguedas, escritor afín a los postulados regeneracionistas y sus proyectos reformistas. El pensamiento de Altamira se traduce aquí en un tratamiento muy personal del indigenismo, haciendo hincapié en la visión de inhumanidad que se refleja en la novela, a partir de la cual reflexiona sobre uno de los temas que ocupan buena parte de su obra como historiador: en sus palabras, «la política de tutela perpetua del indio que fue la substancia de nuestro pensamiento colonial»397.

Asimismo, es imprescindible recordar la influencia de Rafael Altamira sobre el escritor y pensador mexicano Alfonso Reyes, en la recuperación de la tradición cultural común entre

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lo hispano y lo americano398. Habiéndose conocido en México, durante el viaje hispanoamericano de Altamira, el destino les deparaba varios reencuentros marcados por la tragedia del exilio: el de Reyes en la España de la I Guerra Mundial, entre los años 1914 y 1920, y el de Altamira en México, desde 1945 hasta el año de su muerte.

Por último, en lo referente a la figura de Altamira como historiador, es fundamental el magisterio ejercido sobre historiadores latinoamericanos de la talla del mexicano Silvio Zavala399, quien destaca la nueva concepción que imprime Altamira a la historia de España: la necesidad de revisar la historia americana consensuada, entre otras cosas a través de una seria investigación documental del Archivo de Indias. Sin duda, las palabras de otro de sus discípulos, Javier Malagón -al igual que Altamira, exiliado en México tras la Guerra Civil- resumen, desde el sentimiento de reconocimiento al maestro, la contribución de Altamira a la historia:

Gran parte del acercamiento de España al Nuevo Mundo y de América a la Vieja Península ha sido obra de don Rafael, directamente o por medio de sus discípulos o de los discípulos de éstos. Él ha hecho en este sentido más que los diplomáticos hispánicos de uno y otro lado del Atlántico. Al español le hizo comprender y amar a América, al americano [...] le ha hecho sentir sus raíces hispánicas y respetar y querer a España como un pueblo más en la cultura e historia común de ambos mundos.

Ésta fue sin duda la mayor y mejor lección que en la Cátedra de Historia de las Instituciones Civiles y Políticas de América regentada por don Rafael Altamira, aprendieron sus discípulos peninsulares, americanos y oceánicos400.



«Lleva quien deja, y vive el que ha vivido». El verso con que Antonio Machado elogió a Francisco Giner de los Ríos, quien fue el maestro de Rafael Altamira, contiene el sentido de una labor humanista que, pese a haber estado sometida en España al silencio ensordecedor de cuarenta años de dictadura, no sólo fructificó en obras fundamentales del pensamiento hispanoamericano contemporáneo, sino que vive en nuestro presente y pugna por continuar su andadura. Proyectos de Altamira como la Extensión Universitaria inaugurada en la Universidad de Oviedo o la formulación práctica de un «hispanoamericanismo de cultura y entendimiento», tienen hoy plena actualidad. Pero, aplicando el pensamiento de Altamira con respecto al legado del krausismo, es preciso recordar que el progreso ideal, o la utopía posible, «sería no estancarse en repeticiones de lo ya dicho, sino llevar a nuevos y más altos desarrollos la semilla que recibieron para que germinase, no para disecarla»401.





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