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ArribaAbajo El valle de los cipreses en La Galatea de Cervantes

Bruno M. Damiani


The Catholic University of America

Se abre la escena del sexto libro de La Galatea cervantina con una caravana de pastores y pastoras aunados por el venerable Telesio, quienes vuelven a hacer su romería al sagrado Valle de los Cipreses para rendir homenaje a los amigos fallecidos y tomar parte en las solemnes ofrendas en su honor. Llevan apropiadas prendas de luto o, dicho textualmente, andan «vestidos y adornados de manera que bien mostraban que para triste y lamentable negocio habían sido juntados»40. La descripción del ropaje -es de cajón que se alude al negro- anticipa el clima de dramatismo fúnebre y honda congoja que pronto va a desatarse en la narración, dejándose aquí constancia de que lo de vestirse de negro en señal de luto era costumbre bien arraigada durante el siglo XVI: lo cual, según el testimonio de Baudry, abad de Bourgueil, se remontaba al siglo XII, cuando las gentes de la Península Ibérica se distinguían por la peculiar novedad de enlutarse con ropa negra por sus parientes fenecidos41. En los sucesivo, al morirse Ana de Bretaña, Luis   —40→   XII se vistió también de negro y dispuso que todos sus cortesanos hicieran lo mismo.

Rumbo al sagrado Valle, los pastores van a través de campos cruzados por el Tajo, cuyas orillas están engalanadas de aceitunos, laureles y arrayanes, símbolos de paz y gloria eterna42. El Valle está al amparo de cuatro lomas que sirven, según anota el texto, de marco protector (II, 171). Hileras de cipreses corren al pie de esas colinas y se yerguen, en sus rígidas siluetas, como símbolo de muerte y luto, conforme al cuento ovidiano de Cipariso (Metamórfosis, X: 106-42), al cual apunta en tácita relación el «funesto ciprés» del Valle, primoroso en su forma y con las «tristes ramas» que se tocan entre sí en perfecta armonía (II, 180, 174).

Adoptando términos que figuran en el Apocalipsis para describir el cielo, Cervantes pinta el cuadrangular Valle de los Cipreses con manantiales de aguas claras y salubres, espléndidas praderas, flores abigarradas y aromáticas y monumentos de jaspe y mármol. Las corrientes de agua fluyen a una impresionante fuente de mármol blanco de incomparable hermosura, situada en el centro del Valle. Los senderos y colinas de alrededor han sido amoldados por mano de la Naturaleza en un arreglo cruciforme provisto de nao y altar, lo cual sugiere a las claras la imagen de una iglesia43. Calificado de «estraño y maravilloso», el ambiente evoca «admiración y gusto» entre los peregrinos que allí concurren (II, 171).

A lo largo de ese tramo quedan enterrados en tumbas apropiadamente designadas los restos mortales de famosos pastores, inclusive Meliso, seudónimo poético de aquel dechado de humanismo renacentista que fue el poeta estadista Diego Hurtado de Mendoza, fallecido en 1575. Y es significativo que ese nombre se relacione, por lo visto, con el griego Melisseus, que Robert Graves traduce por «varón melifluo» (honey man), designándose con ello lo dulce de la poesía de Hurtado de Mendoza44. Las bien identificadas tumbas de los pastores, a la par que la de Meliso, cubierta de pertinentes epígrafes, tienen particular importancia,   —41→   sobre todo si se tiene en cuenta que la costumbre de designar con una inscripción el sitio exacto de un entierro no se popularizó hasta la segunda mitad del siglo XVIII45. La tumba de Meliso destaca sobre las demás por su tamaño y hermosura y se ufana -con arreglo a la tradición según la cual, «de dormir, los muertos lo harían en un jardín lleno de flores»46- se ufana, pues, de una opulenta variedad de decoraciones florales sombreadas por altos cipreses. En lo artístico, la descripción de una tumba en que un alto ciprés traza una línea vertical a la estructura sepulcral parece preludiar el famoso cuadro de Poussin, Et in Arcadia Ego47. Acentuando el simbolismo de la escena funeraria, varias antorchas encendidas están dispuestas alrededor de la tumba de Meliso (II, 185)48.

Allí mismo, Telesio corta unas ramas de ciprés y, hecha una guirnalda, se ciñe la cabeza induciendo a los otros a seguir su ejemplo (II, 174). De rodillas, besa el sepulcro y luego dispone que se prenda el «fuego sagrado», a raíz de lo cual la tumba se halla rodeada de una serie de hogueras cebadas tan sólo con ramas de ciprés49. Mientras salpica incienso en cada una de esas hogueras, Telesio repite un breve rezo, y los pastores allí juntados contestan con el responsorio amén en una función que se esboza a guisa de misa solemne por el alma de Meliso. En este punto, aun la naturaleza comparte la tristeza del momento al paso que el viento menea las ramas de ciprés con su «sordo y tristísimo susurro, casi como en señal de que por su parte ayudaban a la tristeza del funesto sacrificio» (II. 174). El suspiro del viento entre los árboles acompaña la congoja de los pastores y parece evocar, según observa un estudioso de fina sensibilidad, «un coro de frailes cuyas salmodias acompañan   —42→   las oraciones del oficiante convirtiendo el todo en apesarada letanía50.

Recordando un poco el ágape conmemorativo que los primeros cristianos celebraban junto a las tumbas de los mártires, pastores y pastoras traen comida a la de Meliso: asunto este que de rebote hace pensar en Santa Mónica ofreciendo refrescos, pan y vino a los santos por un acto de devoción inspirada en prácticas paganas, pronto prohibidas por San Ambrosio y sustituidas por el rito eucarístico51. El rezo de bendición y el acto de derramar incienso, arriba mencionado, son dos actos litúrgicos que figuran en la absolución post mortem y siguen formando parte del ceremonial de entierro aún hoy en día. Telesio ejecuta el ritual tres veces según se acostumbra en semejantes ceremonias, destinadas a borrar los pecados de los difuntos: «Tres veces rodeó Telesio la sepultura, y tres veces dijo las piadosas plegarias, y otras nueve se escucharon los llorosos accentos del amén que los pastores repetían» (II, 174). Nótese de paso cómo los ecos de esa función reiterativa ni se apagan siquiera, según un moderno estudioso para quien siguen repiqueteando «como si la repetición multiplicara sus posibilidades de ser más eficaces»52. Se acentúa, por más señas, el impacto del ritual fúnebre con la escena de los pastores que se dan golpes de pecho, en una espontánea manifestación de dolor que tiene paralelos en parecidos ademanes de la épica de Gilgamesh y de varios relatos bíblicos (v. g., Lucas, XVIII, 13; Jueces, II, 34; II Reyes, VI, 30 y XI, 14). Además, la función incluye una vívida referencia a las cenizas de Meliso. La imagen de las cenizas asoma de la primitiva concepción medieval no como símbolo de descomposición, a lo largo de los siglos XIV y XV, sino de polvo asociado con una más alta jerarquía simbólica de purificación53. Es así como Telesio invita a los participantes a rendir homenaje con pesar y humildad, primero a las «honradas cenizas» de los célebres pastores y luego a las «frías cenizas [...] como os obliga el amor que él [Meliso] os tuvo en la vida» (II, 162, 175).

Los rezos e himnos en honor de Meliso conllevan reminiscencias de las ceremonias fúnebres del cristianismo primitivo, realizadas como   —43→   «expresiones de gratitud a Dios en la ocasión de la muerte de los justos»54. En La Galatea, el rito tiene el doble significado de conmemoración e intercesión. La cuestión de si se precisa intercesión en los casos en que los sobrevivientes no abrigan duda alguna sobre la salvación de sus queridos desaparecidos55 -cuestión tan frecuentemente alegada a propósito del primitivo oficio fúnebre por las almas de los que habían muerto en comunión con la Iglesia Católica- carece de validez para Cervantes cuando se aplica a un cristiano tan ejemplar como Meliso. Por consiguiente Telesio invita a los pastores a juntarse en el Valle de los Cipreses, en «donde está el sepulcro de las honradas cenizas de Meliso, para que allí, con tristes cantos y piadosos sacrificios, procuremos aligerar la pena, si alguna padece, a aquella venturosa alma que en tanta soledad nos ha dejado» (II, 162). En verdad, el núcleo central del elogio por el finado Meliso consiste en un planctus, esto es, un esquema literario tradicional a guisa de oración para que su alma se acoja pronto a Dios. Ese elogio incluye una commendatio animae, la más antigua oración cristiana por los difuntos, en que se intercede a favor del alma para que el Señor la reciba en su trono celestial, según expresamente anota nuestro autor56.

En su elogio, Telesio lamenta la muerte de Meliso, pero colma el vacío dejado por su ausencia con el recuerdo de la virtud, integridad, brillo mental y espiritual del desaparecido, y sobre todo de su profesión de fe, avivando el cariño y respeto de los presentes de tal suerte que «sólo por lo que él decía quedaron aficionados a amarle si fuera vivo, y a reverenciarle después de muerto» (II, 175). Los ritos por el difunto llevados a cabo en el propio lugar de su entierro evocan los momentos climatéricos de los rituales con que los vivos se ponían en contacto espiritual con los muertos57. En este punto cabe notar que, si La Galatea comienza con el breve y brusco entierro de un criminal, acaba luego con este elaborado ritual fúnebre por el pastor poeta, con un desarrollo dramático del motivo sepulcral a medida que vamos adelantando desde el   —44→   episodio del traicionero Carino sepultado sin más ni más -a la manera del caso bíblico relatado en Josué, VIII, 29- hasta el de Leonida, cuyo cuerpo fue entregado a la familia para que se le diera «honrada sepultura» (I, 52).

El progresivo cambio de actitud frente al entierro se refleja también en las palabras de Rosaura, quien antes de intentar suicidarse resume su rencor por Grisaldo solicitando en forma explícita que él la vea debidamente enterrada antes de rematar su boda con Leopersia. Que si pudo rechazarla en vida, no podrá negarle el respeto debido después de muerta: «Pero yo te certifico que, antes que a ella lleves al tálamo, me has de llevar a mí a la sepoltura, si ya no eres tan cruel que niegues de darla al cuerpo de cuya alma fuiste siempre señor absoluto» (II, 15). Por cierto, esta intensa solicitud por una sepultura apropiada es el resorte animador del reverente acto concluido en el Valle de los Cipreses. En la antigüedad clásica los ritos fúnebres tenían un especial poder de inspiración, pues podían servir, a modo de ejemplo, para dar consuelo por la pérdida del patriota que había sacrificado su vida, aunque no cupiese duda en ese caso de que se le honraría con la pompa debida. De paso, huelga añadir que entre los antiguos griegos existía una profunda convicción de que, de no enterrarse el cuerpo, el alma vagaría sin destino y acongojada58. Por lo tanto, la pompa y gloria de asistir a un entierro público tenía su especial atractivo para el hombre clásico, lo mismo que para su homólogo en tiempos renacentistas. La impresionante ceremonia funeraria de la novela cervantina nos remite al episodio de la Arcadia de Sannazzaro, en que diez vaqueros danzan alrededor de la tumba del venerable pastor Androgeo, mientras uno de ellos se explaya cantando las alabanzas del enterrado. Hay también en nuestra novela un eco de las exequias en honor de otro personaje de la Arcadia, Massilia, madre de Ergasto59.

Al concluir Telesio la liturgia, se expresa con tono de estoica ironía en su admisión de la realidad de la muerte: «Poned por agora silencio a vuestras tiernas lágrimas, y dad algún vado a vuestros dolientes suspiros, pues ni por ellas ni ellos podemos cobrar la pérdida que lloramos»;   —45→   a lo cual se añade que no siendo fácil reprimir el humano sentimiento en las adversidades, «todavía es menester templar la demasía de sus accidentes con la razón que al discreto acompaña; y aunque las lágrimas y sospiros sean señales del amor que se tiene al que se llora, más provecho consiguen las almas por quienes se derraman con los píos sacrificios y devotas oraciones que por ellas se hacen, que si todo el mar Occéano por los ojos de todo el mundo hecho lágrimas se destilase» (II, 183-184). No ha de sorprender, pues, la conexión de la muerte con la pastoral si se pone mientes en que el famoso lema Et in Arcadia Ego atañe a la muerte entendida como «ley natural»60.

El episodio de Meliso es un vívido ejemplo de la coexistencia en el género pastoril de lo tangible y lo imaginado, cuyo dualismo se dramatiza a continuación con la aparición de la musa Calíope, que surge entre llamas desde la tumba de Meliso para embellecer la ceremonia en el Valle de los Cipreses. El significado espiritual de su papel queda aclarado simbólicamente no sólo por el ramo de olivo que lleva en la izquierda, ya indicado como símbolo de paz, sino también por la palma que tiene en la derecha.

Signo de rejuvenecimiento y victoria, la palma tenía, según Plinio61, el poder de morir para luego renacer y llegó a ser, junto con el fénix, símbolo de la resurrección de Cristo62. La presencia de Calíope es también significativa por el hecho de que en la antigüedad a las musas se las consideraba guardianas de la sabiduría, patronas de las artes y las ciencias, maestras e inspiradoras de los pensadores y también guías del alma después de la muerte63. En todo caso, la musa en sí sugiere un sentido de unión con lo divino. Y eso es cierto sobre todo en el caso   —46→   de Calíope, la mayor de las nueve hermanas y la más encumbrada entre todas64.

Así como Telesio incita a los pastores a las buenas obras por un acto de meditación sobre la tumba de Meliso, también Calíope los incita a la virtud con su retahíla de versos sobre los españoles ejemplares aún vivos. Esta influencia exaltadora basta por sí sola a desbaratar la opinión de que el recital de Calíope no tenga nada que ver con el resto de la obra65. En su panegírico por algunos coetáneos de Cervantes tan famosos como el antiguo poeta épico Alonso de Ercilla y Zúñiga, la musa no sólo encumbra a éste por sus hazañas poéticas, sino que le reserva también la distinción de un «eterno y sacro monumento» al lado de Meliso (II, 191). El canto de Calíope tiene el propósito de eternizar el recuerdo de unos cien varones dignos y famosos, de asegurar su gloria y honra «mientras los cielos duran» y de mantener su fama «para siempre viva» (II, 199). Aun el licenciado Gaspar Alfonso, también él celebrado por la musa, aspira a la «inmortal subida» (II, 200). Además, ella les aconseja a los pastores que sigan recordando al incansable poeta épico Gaspar Alfonso, varón digno de ser honrado «no sólo en vida, mas después de muerto», y al dramaturgo Juan de Quirós y Toledo, cuya docta pluma «le ha de subir hasta el empíreo cielo» (II, 200, 203).

Para subrayar el triunfo de la virtud sobre la muerte, la musa canta los méritos del poeta y dramaturgo Juan de la Cueva: méritos que lo salvarán del «eterno olvido» (II, 208). En forma parecida, expresa el deseo de que goce de «inmortal memoria» el célebre autor épico Juan Gutiérrez Rufo, para quien la fama tiene asegurado su triunfo sobre «el ligero tiempo y muerte esquiva» (II, 209-210). También Rodríguez Fernández emerge, gracias a su excelencia y raro talento artístico, como varón de «vena inmortal» (II, 215). Por su genio, los dos hermanos Lupercio y Bartolomé Argensola «labran eterna y dina laureola» (II, 220). Y a Gaspar Gil Polo se le garantiza «un nuevo mauseolo» en el Valle de los Cipreses, en donde sus despojos serán venerados por los pastores (II, 223).

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Calíope recuerda también a los grandes varones presentes y pasados que han confiado en ella por inspiración y dirección. Alaba entre los antiguos a Homero, Virgilio, Catulo y Propercio; entre los más recientes, ensalza a Petrarca, Dante y Ariosto, lumbreras de las letras italianas. Luego encumbra a Boscán, Garcilaso, Castillejo, Torres Naharro, Aldana, Fernando de Acuña y Diego Hurtado de Mendoza, todos ellos grandes poetas del Renacimiento español (II, 188). Esos siete poetas son los únicos que merecen destacarse en España como autores dignos de la amistad de Calíope. Completada su alabanza, la diosa promete sabiduría y asistencia a sus adeptos allí reunidos («Guiaré vuestros sentimientos», II, 188) y desaparece junto con la llamarada de la cual había anteriormente brotado, mientras Telesio se queda exhortando a los pastores a «entender cuán acepta es al cielo la loable costumbre que tenemos de hacer estos anuales sacrificios y honrosas obsequias por las felices almas de los cuerpos que por decreto vuestro en este famoso valle tener sepultura merecieron» (II, 225). Luego expresa el voto de que ellos quieran acudir con fervor y diligencia «a poner en efecto tan sancta y famosa obra» (II, 226).

En conjunto, el rito conmemorativo llevado a cabo en el Valle de los Cipreses, al igual que los monumentos allí erigidos, contiene su carga de mensajes didácticos y espirituales. Las tumbas de los pastores famosos evocan los tópicos tradicionales del ubi sunt y del memento mori. En el siglo XVI, como también en el Medievo, llegaba de todos lados la incitación a recordar la muerte: en Bretaña, hasta en las cubas de vino se inscribían versos al estilo del «Pense à la mort, povre sot»66. Y eso porque se creía que sólo pensando en la muerte podía borrarse la mancha del pecado, conforme a un antiguo dicho medieval según el cual la idea de la muerte se parece a una rienda que detiene el corazón humano ante el vicio67. Simbólicamente, el camposanto se convierte en un aula para el estudio del ciclo de la vida, un centro de contemplación que anima a pastores y pastoras a fijarse en los saldos de la existencia antes de que llegue la última hora68.

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La tradición exigía una ceremonia religiosa el día de la muerte de alguien o en su aniversario, esto es, un rito en que «el hombre admitía su desamparo, pero reconocía su fe, daba gracias a Dios y celebraba el ingreso de los difuntos al descanso o sueño de la dichosa expectación»69. Por su vida ejemplar, Meliso se ha hecho merecedor de un lugar en la morada celestial. Lo de meditar sobre su vida y muerte en los sacrificios anuales y los ritos fúnebres inspira a los pastores no sólo a emular sus virtudes, según ya se ha dicho, sino también a quererlo y venerarlo. Además, el recuerdo de su muerte es causa de tristeza. Mientras Tirsi y Damón al comienzo, y Elicio y Lauso después, tañen el rabel y cantan en su honor, los humildes allí congregados no pueden menos de llorar: «Una tan triste [...] música [...] movía los corazones a dar señales de tristeza, con lágrimas que los ojos derramaban» (II, 176). Con toda su pesadumbre, los pastores se sienten colmar de un más intenso sentido de confianza y consuelo. A la verdad, nos dice Hesiodo, cantar las hazañas de los grandes es una forma de aliento para los vivos: «Que si a todo hombre embargado por una pena reciente se le desfallece el corazón, por de pronto el aedo devoto de las musas canta las gloriosas hazañas de los héroes y de los dioses que residen en el Olimpo, y en el acto se le olvida su pena al afligido» (Teogonía, 98).

El elocuente elogio de Telesio no deja lugar a dudas sobre las recompensas eternas que esperan al virtuoso y piadoso Meliso, evocando bajo ese aspecto el mensaje inspirado por el evangelio de San Mateo a propósito del juicio final y la separación entre justos y condenados. Las palabras del venerable Telesio sumen a los pastores en un largo diálogo sobre lo efímero y lo alborotado de la humana existencia, sugiriendo una visión de la vida como «mortal ruido» y de la muerte como algo apacible o «dulce región maravillosa» (II, 178, 179). En forma implícita, lo ocurrido junto a la tumba de Meliso encauza la atención hacia el lado consolador del inevitable fin, a saber, la clemencia de Dios, la paz interior de una buena conciencia y la confiada esperanza de gozar la vida eterna. En el Renacimiento, según ya se ha observado, la creencia en la inmortalidad abarcaba una extensa gama que iba desde la superstición hasta la especulación, desde la fe religiosa en la supervivencia del alma hasta la convicción, entre los escritores, de que se podía extender la vida más allá de la muerte por conducto de la fama. En   —49→   el siglo XVI, escribe Edelgard Dubruck, la derrota de la muerte «fue simbolizada por los monumentos sepulcrales, cuya elaboración cobró la forma de un culto»; al mismo tiempo, sigue anotando dicho autor, «los poetas buscaron inmortalizar a la persona con escritos encomiásticos y epitafios»70. Ya Horacio había expresado la opinión de que el monumento poético es más duradero que el mármol o el bronce (Odas, III, XXX, 1-5), y Shakespeare había dicho que la gloria conferida al sujeto del epitafio dura más que la del propio poeta:


Tras el tiempo tú te vas a eterna vida,
mientras yo muero al mundo en mi salida:
húndese mi recuerdo en hoya oscura:
queda el tuyo grabado en sepultura71.



Concluyendo, el Valle de los Cipreses contiene tres elementos básicos del paraíso según se reflejan en la primitiva iconografía medieval: el jardín lozano, el descanso sepulcral y la celebración escatológica. Como en el drama, también en La Galatea se emplean presagios, representaciones esculpidas de la muerte y la procesión fúnebre, para conferir atractivo artístico a la novela. Aun los comentarios más corrientes sobre la muerte o lo relacionado con ella adquieren nueva vitalidad gracias al elaborado ceremonial ante la tumba de Meliso, concebido como llamada a la renovación espiritual.

En contraste con los autores medievales, destacaron los poetas renacentistas, junto con Cervantes, la inmortalidad y vida futura en su tratamiento de la muerte. En el Valle de los Cipreses, los propios monumentos simbolizan la derrota de la muerte, y lo mismo hacen las ceremonias por el ejemplar poeta pastor Meliso, pues su virtud triunfa a la manera de los grandes varones de la antigüedad: «Estarán muertos, pero no se han muerto: que su excelencia, exaltándolos desde lo alto, los encamina fuera de la casa de Hades»72. Añádase con Píndaro   —50→   que los poetas se inmortalizaban tanto por su comunicación con las musas como por sus obras73.

En el pasaje que nos ocupa, el tono sombrío que caracteriza el episodio de Lisandro y Timbrio queda reemplazado por un clima de fe y esperanza en la vida futura, por una decidida intención de acentuar los aspectos menos odiosos de la muerte. Ese cambio en la conclusión de la novela es bien significativo dentro de su conjunto didáctico. Los aspectos horrorosos de la muerte y el terror de los episodios en que Leonida y Carino quedan asesinados se suavizan ahora con un soplo de paz, esperanza y alegría, es decir, los remedios ideales contra la instintiva reacción humana ante el último trance. El espíritu de alegría y la promesa de un estado de felicidad para el virtuoso quedan afianzados por la musa, que con su reseña encomiástica de los poetas coetáneos de Cervantes confirma la superioridad del espíritu sobre la muerte. Así como Orfeo en la Diana de Montemayor abre camino para la redención de los pastores gracias a Felicia, ahora en La Galatea cervantina es la madre del mismo, Calíope, quien los acerca un paso más a un estado de dichosa inmortalidad74.