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ArribaAbajo Traducción e historia del teatro: el siglo XVIII español

Francisco Lafarga


Universidad de Barcelona

No es novedad alguna afirmar que, en general, la historia de la literatura ha tenido poco en cuenta la actividad traductora. Centrándonos en la época que nos ocupa, un examen detenido de distintos manuales de historia de la literatura española muestra con bastante claridad el escaso espacio concedido a las traducciones en el contexto de un estudio del teatro español del siglo XVIII190.

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En varios casos los autores se limitan, a lo sumo, a reseñar distintas traducciones llevadas a cabo en la época, sin insistir en las causas y en las consecuencias del fenómeno. Así, Hurtado y González Palencia enumeran en su Historia distintas traducciones de tragedias de Racine, Voltaire, De Belloy, Lemierre, Alfieri, Shakespeare y Corneille191. Valbuena Prat, por su parte, insiste poco en el tema, si bien señala la mala interpretación de las obras originales por los traductores españoles de tragedias192; no se refiere en absoluto a las traducciones de comedias o de dramas. Lagunas u olvidos como éste se observan en otros críticos, como Gil y Zárate, quien al comentar el panorama, no muy halagüeño, del teatro español de mediados del siglo XVIII alude a la utilización de un teatro extranjero (francés, por más señas) en detrimento del teatro antiguo español, y añade: «Todo el ahínco de nuestros literatos se dirigió a naturalizar en España la tragedia y la comedia clásicas»193; en realidad, las obras traducidas pertenecen a los más diversos géneros o subgéneros dramáticos, alejados incluso de la doctrina clásica. Ángel del Río, al enumerar distintos hechos que contribuyen a la socialización de la literatura en el siglo XVIII, menciona la boga de la afición teatral, que se manifiesta, en parte, por «la cantidad de traducciones, a las que vienen a sumarse luego, cuando se ve la inutilidad de convertir al público al gusto neoclásico, las adaptaciones de comedias españolas del siglo XVIII»194. Convendría matizar asimismo esta afirmación, puesto que, si bien es cierto que hay un lanzamiento de las traducciones a partir de 1768 por iniciativa oficial, no lo es menos que más adelante continuaron dándose traducciones, y muy especialmente a finales de siglo y principios del XIX.

Agustín del Saz titula precisamente un apartado de su trabajo «Etapa de iniciación neoclásica (1701-1759). Las traducciones». En él afirma   —221→   que «no debe desconocerse la importancia de las traducciones», comenta la primera traducción de una obra clásica, el Cina del marqués de San Juan (1713) y se refiere a las traducciones de Racine, Corneille, Molière, Voltaire y otros autores del XVIII francés de segunda fila, así como a las pocas versiones del italiano y del inglés; a pesar de los defectos de muchas traducciones, concluye el autor, «sería ligereza no advertir la importancia que tuvieron para el desarrollo del arte teatral así como la opinión y crítica que desarrollaron»195. Esta observación resulta esencial por cuanto las traducciones cumplieron efectivamente esa doble función de impulsar la actividad teatral y de originar una crítica de variado signo, que se manifestó en distintos órganos de difusión.

Algo más sobre el tema se extiende Aguilar Piñal, insistiendo en el fomento de las traducciones por Aranda, a falta de originales, aunque recuerda que ya antes se habían iniciado las versiones del francés; menciona con detalle las traducciones de tragedias de Racine y de Voltaire196. Se refiere en otro lugar al papel desempeñado por las traducciones en el asentamiento de la comedia sentimental, haciendo alusión a algunas de ellas197. Por su parte, Javier Lucea, además de referirse a la época de Aranda, alude a dos fenómenos de gran interés: los trasvases de género (aunque sólo sea en cuanto a la denominación) que se producen en tantas ocasiones y la participación de autores o traductores no ilustrados en la labor de difusión del teatro extranjero, preparando el terreno con traducciones y adaptaciones no sometidas necesariamente a las unidades.

El conocido manual de Alborg reduce la actividad traductora a la época del conde de Aranda y del esplendor de los teatros de los Reales Sitios; y si se refiere luego a alguna traducción es al tratar de autores como Iriarte y Moratín198. Algo similar hace R. Andioc al referirse a traducciones exclusivamente a raíz de los intentos de reforma de Aranda, si bien es cierto que trata de algún detalle las adaptaciones de tragedias francesas por Cañizares y Añorbe199; sin embargo, no hace referencia a posibles traducciones en otros géneros.

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Tras este rápido repaso a la opinión de los historiadores de la literatura, puedo afirmar, sin temor a desvelar secreto alguno, que no responde a la realidad de la época. Los estudios específicos llevados a cabo hasta el momento ponen de manifiesto la existencia de una febril actividad traductora a lo largo del siglo XVIII y primer tercio del XIX, y no solamente en el campo de la erudición, la ciencia o la religión, sino también en el de la literatura de creación tal como la entendemos en la actualidad. Esto no constituye novedad alguna y es un fenómeno bien conocido. De todos modos, lo que no abunda son los estudios destinados a cuantificar el fenómeno, es decir, los repertorios y catálogos que nos permitan hacer este tipo de afirmaciones sobre bases sólidas e irrefutables. Existen distintas aportaciones puntuales en torno a autores originales o traductores notables200; se me disculpará que me mencione como autor de una bibliografía general (sé que incompleta) que pretende reunir las traducciones impresas realizadas en España hasta 1835, sólo a partir del francés201. Este repertorio da cuenta de más de 650 traducciones, a las que hay que añadir otras 500, que no llegaron a editarse y se conservan manuscritas.

Dicha cifra, por alta que pueda parecer en números absolutos, no resulta sin embargo significativa, puesto que debería ser contrastada con el número total de obras impresas o escritas en el mismo período. Por desgracia no existe un repertorio completo del teatro español de la época; podremos disponer de una lista fiable cuando haya concluido la publicación de la bibliografía del siglo XVIII de Aguilar Piñal, al haber tenido el autor la feliz idea de dar en cada tomo una lista de títulos de   —223→   obras dramáticas202. Se cuenta también con los catálogos impresos de fondos teatrales importantes, como los de las Bibliotecas Nacional y Municipal de Madrid203, en los que hay que hacer; sin embargo, una selección para entresacar las obras que pertenecen realmente al período estudiado.

A pesar de todo lo expuesto, existe el recurso de llevar a cabo distintas calas que puedan arrojar resultados significativos.

Propongo las siguientes, que son de distinta naturaleza y corresponden a diferentes momentos: un género teatral, el drama o comedia seria, considerado en su desarrollo entre 1770 y 1808; un catálogo de impresor de finales de siglo y una lista de piezas censuradas de 1829. Sin entrar en consideraciones acerca de ese género, que tuvo en España distintas denominaciones, la mayoría poco afortunadas, diré solamente que entre 1770 y 1790 se dieron diez dramas originales frente a 21 piezas traducidas del francés en el mismo género; dicha supremacía numérica de las traducciones desciende a lo largo de las dos décadas siguientes, que dan en conjunto 13 traducciones frente a 10 obras originales204. Tal relación puede contrastarse atendiendo a las representaciones, aun cuando soy consciente de que los datos que se poseen no sean del todo fiables, tanto por lagunas en las fuentes como por errores en los repertorios al uso. Basándome en fuentes impresas205 he establecido el número de funciones para las distintas piezas (originales y traducidas). Así, en los veinte años que median entre 1774 y 1794 se dieron en el teatro de Barcelona 66 funciones correspondientes a 14 piezas   —224→   traducidas, mientras que en el mismo período 9 obras originales alcanzaron 44 representaciones, lo cual muestra una situación bastante igualada: cada obra traducida se representó 4,72 veces, mientras que cada obra original fue escenificada 4,88 veces. Con todo, no he tenido en cuenta para el cómputo las representaciones de las óperas El desertor francés y La Nina, italianas aunque con texto francés (de Sedaine y Marsollier, respectivamente), que habrían inclinado claramente la balanza del lado de las traducciones (sólo El desertor francés se cantó 24 veces).

En Madrid, en los años comprendidos entre 1793 y 1808 he contabilizado 49 representaciones de 14 piezas traducidas, es decir, un promedio de 3,5 funciones por pieza, mientras que las 9 obras españolas representadas alcanzaron 69 funciones, o sea un promedio de 7,3.

Vemos que en el terreno de la representación se produce un fenómeno similar al observado en el número de las propias obras traducidas, a saber, un descenso a partir de 1790 de la presencia de traducciones, prueba inequívoca de la madurez del género en España, que empezaba a dar frutos, si no numerosos, por lo menos suficientes para satisfacer la demanda del público.

La segunda cala la he efectuado sobre el catálogo de un impresor y librero barcelonés, especializado en la edición de comedias sueltas, Carlos Gibert y Tutó, titulado Nuevo surtido de comedias modernas, heroicas, tragedias y algunas traducidas de varios idiomas. Aparece al final de la comedia, sin fecha, Mal genio y buen corazón, que es precisamente traducción del Bourru bienfaisant de Goldoni. El catálogo, que es en realidad la serie numerada de comedias de Gibert, está incompleto, pues algunos números carecen del correspondiente título por no estar disponible en el momento de sacar el catálogo. Aun así ofrece un total de 113 títulos reales, 33 de los cuales (es decir, un 34 %) son traducciones, la mayoría del francés.

Finalmente, la Nota de las piezas dramáticas que se hallan censuradas y corrientes para su ejecución en los Teatros de esta Corte, fechada en abril de 1829, menciona 434 títulos en un apartado que contiene tragedias y comedias (hay otros para óperas y sainetes), de los cuales 208 corresponden a traducciones, lo cual equivale a un 47,9 %. Dicho porcentaje dice a las claras la penuria existente en aquellos años de obras originales.

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Toda esta situación puede llevarnos a formular varias preguntas relativas a la traducción en el siglo XVIII: ¿por qué se traduce?, ¿quién traduce?, ¿qué?, ¿cómo? Responder total y adecuadamente a esas preguntas equivaldría a trazar una historia de la teoría y la práctica de la traducción en el siglo XVIII; sin llegar a tanto, pueden aportarse algunas respuestas parciales y concretas que contribuirán a esclarecer algunos puntos.

En el siglo XVIII, como en la actualidad, uno de los principales motivos del traducir era los ingresos que puede reportar ese trabajo. Tal actitud aparece plenamente justificada en traductores de oficio, como el conocido Bemardo M.ª de Calzada, a quien llamó Moratín «eterno traductor de mis pecados», y que dio a la imprenta obras tan dispares como el poema La Religión de Louis Racine, la Lógica de Condillac o una tragedia de Voltaire206. En algunos casos los traductores expresan una intención particular que los ha movido a la traducción. Cuando en 1785 V. García de la Huerta publica su traducción de la Zaire de Voltaire (con el pomposo título de La Fe triunfante del Amor y Cetro), indica en la portada que se trata de una tragedia «en que se ofrece a los aficionados la justa idea de una traducción poética», y en la Advertencia que precede a la pieza afirma: «Yo no aspiro a otra satisfacción en este trabajo que a dar un nuevo testimonio del deseo que me anima de contribuir en cuanto me es concedido a la reforma del mal gusto que ha reinado en esta parte entre nosotros hasta ahora»207.

De muy distinto signo es la intención declarada por otro traductor de Voltaire, el conde del Montijo, en la dedicatoria de Bruto, destinado sobre todo a inspirar a los españoles «el horror del despotismo en cualquier especie de gobierno»208.

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Finalmente, en ciertos casos se traduce para colmar una laguna o para satisfacer una demanda. Ya hemos visto el papel de las traducciones en la historia del drama burgués. Permítaseme aducir otro ejemplo, el de la colección denominada Teatro Nuevo Español.

En 1799 se aprobó un plan de reforma de los teatros presentado por Santos Díez González, catedrático de Poética de los Reales Estudios de San Isidro y censor teatral. En el proyecto, que llevaba el título de Idea de una reforma de los teatros públicos de Madrid que allane el camino para proceder después sin dificultades y embarazo hasta su perfección, se preveía la publicación de las piezas nuevas que se fueran representando en una colección denominada Teatro Español, «que se propone imprimir y publicar para gloria de sus autores y desagravio de la poesía española»209. La colección se publicó en la imprenta de Benito García en 1800-1801, en seis volúmenes, con el título definitivo de Teatro Nuevo Español. En un aviso al lector que encabeza el primer volumen, Santos Díez advierte: «En esta colección entrarán también las piezas nuevamente traducidas que se representen, cuyos traductores tendrán por ahora el mismo derecho concedido a los autores originales, hasta que el número y el mérito de éstos sea suficiente para los espectáculos necesarios, en cuyo caso cesará dicho privilegio para los traductores, precediendo el aviso correspondiente; pero serán gratificados por una vez según el mérito de sus traducciones»210. Conviene aclarar que el aludido derecho de los autores originales consistía en el 3 % del producto de la recaudación durante 10 años.

O sea que se echa mano de las traducciones cuando la cantidad o el mérito de los originales se considera insuficiente. Escaso debía ser en aquel momento, pues de las 28 obras contenidas en los seis volúmenes, 22 son traducciones del francés (a veces a partir de un original inglés o alemán). Recuerdo el nombre de la colección: Teatro Nuevo Español.

La traducción aparece por todas partes y a veces donde menos se espera, disfrazada, inconfesada. En las portadas de las obras dramáticas se menciona de vez en cuando que son traducciones y en rarísimas   —227→   ocasiones el nombre del autor principal; a veces se indica que se ha arreglado o acomodado tal pieza al teatro español. Lo más común es que no exista indicación alguna. Podemos preguntarnos por qué. Puede haber varias causas. Una de ellas, aunque no sé si la primera, un hecho común a los siglos XVIII y XX: la traducción se paga menos (mucho menos) que el original, aunque una obra traducida pueda producir ingresos de taquilla superiores a los de una obra original. El trato diferente queda demostrado en el texto citado anteriormente; más tarde, un nuevo Reglamento general para la dirección y reforma de teatros, aprobado por Real Orden de 16 de marzo de 1807, fijaba con meticulosidad las cantidades que debían percibir los autores, y si una tragedia o comedia original le significaba a su autor de por vida el 8 % del producto total, una traducción, si era en verso, reportaba un 3 % del producto durante 10 años, pero si se hacía en prosa sólo se pagaba una vez según el mérito, para lo cual debía acompañarse el original (recibía el mismo trato económico que un sainete o una tonadilla). Y en uno de los artículos puede leerse: «La Junta procurará adquirir originales de las tragedias, comedias, dramas, intermedios y óperas mejores de los teatros extranjeros, y comisionará para su traducción a los escritores que sean más a propósito para esta clase de trabajo, premiándolos de la manera que va expuesta »211.

Tales disposiciones, además de establecer distinciones entre originales y traducciones, primaban al verso sobre la prosa. Por aquí podría derivarse a otro tema muy interesante, aunque cae fuera del ámbito de la presente investigación, a saber, el estatuto de la prosa en el teatro del siglo XVIII.

Otra razón podría ser el prestigio. A pesar de su tradición en la cultura española, se ha tenido poco aprecio a la traducción, especialmente a partir del siglo XVI, considerándose incluso una actividad vergonzosa, como señala García Yebra212. Cierto es que muchos malos o medianos traductores contribuyeron a cimentar dicha fama; en el siglo XVIII son muchas las voces -Feijoo, Sarmiento, Forner, Capmany- que se levantan contra los malos traductores, a los que se acusa de   —228→   corruptores de la lengua213. Ante tal situación no es de extrañar que algunos traductores ocultaran sus nombres bajo seudónimos o siglas o simplemente los callaran. Tal tendencia parece remitir en los últimos años estudiados, entre 1820 y 1835, pues dramaturgos luego prestigiosos pero que entonces empezaban, como Bretón, Larra o Ventura de la Vega, estamparon sus nombres en las portadas de sus traducciones.

Los autores citados, junto a otros del siglo XVIII, ilustran perfectamente la figura del autor-traductor, tan propia de esta época. Algunos de los nombres que más suenan en el teatro dieciochesco, Iriarte, Ramón de la Cruz, Moratín hijo, junto a los de segunda fila (Calzada, Comella, Moncín, Valladares, Zavala), desarrollaron, en mayor o menor grado, una actividad traductora. El menos conocido en esta faceta es Ramón de la Cruz, quien no sólo tradujo o adaptó comedias y tragedias de Pradon, Voltaire, Metastasio, Beaumarchais o Ducis (su Hamleto es la primera traducción española de una obra de Shakespeare, aunque a través de la versión arreglada del francés), sino que tomó de obras extranjeras (casi siempre francesas) las ideas y las palabras para más de 50 de sus «castizos» sainetes, que representan un 17 % de su producción en este género214. Y aunque ya el propio Cruz, dando muestra de bastante buena fe y en respuesta a ciertos ataques de sus enemigos, había señalado hasta 37 sainetes «que tienen el pensamiento tomado de otras [piezas]» en la lista que proporcionó a Sempere y Guarinos y que éste publicó en su Biblioteca215, los historiadores y críticos, hasta época reciente, han venido prestando poca atención a este hecho y han seguido insistiendo en la originalidad y el casticismo de Ramón de la Cruz, que parece erguirse como portaestandarte de lo español en un siglo extranjerizante y afrancesado. Claro está que tiene una peculiar manera de traducir o adaptar, y ahí reside su mérito, pues en no pocas ocasiones su texto aventaja en sal y gracia al original.   —229→  

Se ha insistido poco en el teatro de Tomás de Iriarte; en cualquier caso conviene decir que el número de sus traducciones dramáticas, algunas de las cuales permanecen inéditas, supera el de sus comedias originales y que pertenecen a un a época en la que no había iniciado todavía su producción original, por lo que su actividad traductora podría considerarse un «rodaje» y, como dice su biógrafo Cotarelo, «a fin de adiestrarse en el manejo del diálogo y dicción poética antes de resolverse a volar por cuenta propia»216.

No ocurre así con Leandro Fernández de Moratín, cuyas traducciones de Molière y Shakespeare, muy meritorias, alternan con su producción original.

La traducción como iniciación aparece claramente en varios dramaturgos del siglo XIX. Bretón de los Herreros tradujo no menos de 40 obras francesas con anterioridad a 1835; Ventura de la Vega, en el mismo período, dio 15 y Larra, 7. También se dedicaron a la traducción, aunque en menor grado, García Gutiérrez, Hartzenbusch o Gil y Zárate, que iban a ser luego muy conocidos y apreciados como dramaturgos217.

Tras responder -o intentar responder- a las preguntas ¿por qué? o ¿quién?, habría que pasar a una tercera, ¿qué se traduce? La respuesta es tan variada que equivaldría a pasar revista a todas o casi todas las posibilidades dramáticas de los siglos XVII, XVIII y primer tercio del XIX, desde los dramas de Shakespeare hasta las comedias de costumbres de Scribe y sus colaboradores y los primeros textos dramáticos de Dumas y Víctor Hugo, pasando por las comedias de Molière, tragedias de Corneille, Racine y Voltaire, piezas breves de Dancourt, Legrand y Carmontelle, comedias y tragedias de Goldoni, Beaumarchais y Mercier, libretos de ópera franceses e italianos, melodramas de Pixérecourt y Ducange.

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Un análisis pormenorizado del repertorio traducido exigiría mucho tiempo y espacio. En cualquier caso, lo que me interesa es dejar claro: 1.º) que las traducciones no están vinculadas exclusivamente a los intentos de reforma emprendidos en el siglo XVIII y principios del XIX, tanto en cuanto a los contenidos como a organización de los teatros, y 2.º) que las obras traducidas no responden necesariamente a una tendencia clasicista o a un intento de aclimatar en España formas dramáticas francesas (por ser clásicas o ajustadas a las reglas), como tantas veces se ha dicho. Cierto es que en los casos más conocidos fue así (Corneille, Racine, Molière, Voltaire incluso), pero no en todos, ni mucho menos. El ejemplo más elocuente es sin duda el de las numerosas traducciones de dramas burgueses y comedias serias que se encuentran -voluntaria o involuntariamente- al margen de la estética clásica y que fueron precisamente acusados por los teóricos y puristas en Francia de no ajustarse a las reglas y de practicar la mezcla de géneros.

Intentar responder a la cuarta pregunta, el ¿cómo se traduce?, nos llevaría a formular una teoría de la traducción en el siglo XVIII, cosa que no estoy por ahora en condiciones de hacer. Con todo, lo que sí parece claro al estudiar distintas traducciones es que el concepto de traducción era en el siglo XVIII distinto del que tenemos en la actualidad y que, en cualquier caso, concedía mayor libertad al traductor. Nos hallamos muchas veces en el límite, impreciso, entre traducción y adaptación.

Lo que antecede no ha hecho sino corroborar, creo yo, algo que estaba en la mente de todos, a saber, la escasa atención que, por regla general, prestan a la traducción los historiadores de la literatura. Independientemente del valor que las traducciones puedan tener y tienen en el campo de las relaciones literarias internacionales, no puede negarse que forman parte no sólo de la producción sino de la propia vida literaria de una comunidad determinada. Desconocer este extremo o no aceptarlo equivale a dejar en blanco una parte de la historia literaria.