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ArribaAbajoEl tren como símbolo: el progreso, la clase social, la cibernética en Galdós

Joaquín Casalduero


Los medios de transporte obedecen a las necesidades del desplazamiento del hombre: guerra, comercio, exploraciones. Inmediatamente el barco se convierte en lugar propicio para que en el mar y al tocar en tierra surjan mil aventuras y entre éstas abunda y persiste la aventura amorosa. El caballo también servirá para el amor, conduciendo al amante al lado de la amada o siendo el instrumento para liberarla o raptarla. En la literatura española el romance de «la Infantina» nos ofrece el primer ejemplo de «caballo-stop»:


De Francia partió la niña,
de Francia la bien guarnida:
íbase para París,
do padre y madre tenía;
errado lleva el camino,
errada lleva la vía;
arrimárase a un roble
por esperar compañía.
Vio venir un caballero,
que a París lleva la guía.
La niña desque lo vido
desta suerte le decía:
-Si te place, caballero,
llévesme en tu compañía.
Pláceme, dijo, señora,
pláceme, dijo, mi vida
Apeose del caballo
por hacelle cortesía;
puso la niña en las ancas
y subiérase en la silla.
En el medio del camino
de amores la requería.



Como ocurre ¡ay! con frecuencia, la muchachita no sólo no accedió a las demandas del deseoso sino que se burló graciosamente de él. Este caso quizás sea único o por lo menos rarísimo. En cambio los coches han conducido frecuentemente a Citeres y si no han tenido un Watteau, la novela, el teatro, la poesía a partir de los siglos XVI y XVII aluden sin cesar a este vehículo amoroso, homenaje acaso al carro de Venus, aunque era arrastrado por palomas y no por mulas o caballos. Luego la diligencia heredará esta amable función y nada tiene de particular que el tren, expreso o lento, con o sin coches camas, haya unido en estrecho lazo la velocidad y el amor. ¡Todo se pasa tan rápidamente! No voy a seguir con los automóviles, autobuses y aviones,   —16→   pero sí quisiera recordar las bicicletas. Sin embargo mi tema no es precisamente el de la aventura amorosa.

Gracias a un barco se salvó la humanidad y el Sol tiene su carro como lo tiene la Luna. Quizás fue Horacio el primero en servirse de la nave como símbolo de la vida humana y en seguida pasó a ser la expresión de instituciones sociales como la Iglesia o a encarnar el Estado.

El caballo antes de ser un símbolo psicoanalítico fue por su impulso y su fuerza la proyección del mundo de las pasiones y de los instintos y con él otros muchos animales han representado el imperio, la nobleza, el mal, la astucia, la inteligencia, la lascivia, el engaño, todo el repertorio de deseos y estados humanos.

El siglo XIX es el siglo político-popular por excelencia. O todo parte de la política o todo va a dar a ella. La música se hace política, la pintura, la poesía. Los colores que como las flores habían sido incorporados a los valores religiosos, sentimentales y morales, en el siglo XIX, apoyándose en la tradición, pasan de nuevo a la política y a la vida cultural, como antes lo había hecho el reló.

Todas las invenciones del hombre han transformado su vida y la faz de la tierra, entrañándose tarde o temprano en su mundo intelectual o sentimental; pero quizás nada, hasta tiempos recientes, le ha conmovido de manera tan profunda como la invención de la máquina de vapor y de los ferrocarriles. Esto se debe principalmente a una cualidad: la velocidad. Con el Romanticismo se siente la Historia de una manera dinámica y el destino como una fuerza. Con la velocidad cambia el sentimiento del tiempo y además se hace, por decirlo así, visible la interdependencia de tiempo y espacio. La gente toda tomó posición inmediatamente en pro o en contra de los caminos de hierro. No me refiero a los profundos trastornos económicos y humanos que causa siempre todo cambio de una cierta intensidad; el mal a la larga, a veces a corto plazo, aporta sinnúmero de ventajas. La locomotora representa la revolución, el progreso; lo que acorta las distancias de modo insospechado, lo que une la ciudad al campo, lo que acerca las clases sociales.

Siempre se había hablado del paso del tiempo, de su rapidez, de su caducidad; de cómo la juventud no dura, de cómo la vida es sólo un instante. Los moralistas no se cansarán de aconsejar a los jóvenes que se apresuren a gozar o les exhortarán a que se den cuenta de que todo lo temporal se pierde inmediatamente. Pero en el siglo XIX el hombre se aterra ante la rápida locomotora que hace desaparecer costumbres y con ellas las ideas y los sentimientos consuetudinarios. De una manera general se podría afirmar que los conservadores están en contra del tren, mientras los liberales son partidarios de él. Sin embargo lo que sucede es tan complejo, elementos de tan diversa índole -estéticos, económicos, morales, espirituales- convergen en la máquina, que no bastan las afinidades o filiaciones políticas para dirigir a los hombres en una misma dirección.

Todos los escritores se enfrentan con la nota más característica del siglo XIX: el dinamismo. Desde ese impulso enérgico e incesante Fernán Caballero, Alarcón, Pereda adoptan no ya una actitud respecto al presente, sino a la relación del presente con el pasado. Su realidad es la Historia, el hombre se sitúa en la sucesión ininterrumpida de generaciones y épocas. La literatura del Siglo de Oro penetra en la sociedad -satíricamente o no; moralmente, religiosamente o buscando sólo valores pintorescos- haciendo desfilar una serie de tipos y oficios, que en el Romanticismo se expanden hasta llegar a ser cuadros de costumbres. Con estos cuadros el romántico nos muestra el concepto nuevo de Nación, la cual ya no es el Estado como en los   —17→   siglos XVI y XVII, Estado que se identifica con el Rey. La Nación del siglo XIX es la forma político-cultural del alma popular (popular no quiere decir pueblo), esto es, de la comunidad, de ese conjunto de seres humanos que se individualiza al estar ligados los que le componen por el habla, las creencias, los usos, los gestos, la manera de vestir y de proceder, la dieta, los ritos, ceremonias, fiestas y tantas cosas más, desde el detalle trivial hasta la dimensión trascendente. Es claro que dentro de la gens y la tribu ha habido cambios, pero estos han sido tan graduales que casi eran imperceptibles. La función del Patriarca con el Estadista ha consistido en convertir la costumbre en algo sagrado, en la raíz misma, en el eje de la vida física, espiritual y moral de la comunidad. De aquí el valor de lo tradicional y de los tradicionalistas, depositarios y conservadores de esa formación convertida en roca viva y en manantial perenne. Hoy, el momento actual ha sustituido lo estable por lo inestable. No dependemos de lo originario y primero, no dependemos de la tierra, sino de la ciencia, la industria y la economía -lo que cambia minuto a minuto. La industria hace que la máquina de hoy arrincone a la de ayer, la haga inservible. El precio fijo es artificial, es un precio fijado. Lo característico del precio es su variabilidad. La ciencia no vive en el presente, su tiempo es otro; vive hoy como realidad lo que la industria no realizará hasta dentro de meses, de años.

Nosotros vivimos en esta aceleración permanente; sólo la velocidad nos permite conservar el equilibrio y la dirección en la inestabilidad. La velocidad y el cambio son lo único constante. Quizás ahora estamos comprendiendo un proceso que empezaron a vislumbrar a finales del siglo XVIII. No se trata de oponer lo temporal a lo eterno. El problema consiste en ver qué es lo que se hace con la velocidad, un poeta diría con el ritmo.

Fernán Caballero reniega de la velocidad, no admite el cambio. No deliciosamente femenina, sino aún mejor apasionadamente femenina, quiere lo imposible. Quiere detener el tiempo. Ni más ni menos. No es nada tan absurdo. Por eso las categorías políticas no son válidas. Fernán Caballero es conservadora, es ultra conservadora. Es verdad. Pero después de haberse casado varias veces y de haberse enamorado continuamente, su corazón se mantenía joven, ultra joven. A los cincuenta años se casó con un jovencito perdidamente enamorado de ella. Decía que sentía por él un amor maternal. ¿Conservadora, femenina, apasionada? Lo cierto es que todo cambio le horrorizaba. Exalta la monotonía, lo regular tanto en el espacio, que comprende el paisaje y la arquitectura, como en el tiempo: que los días sean siempre iguales, sin sobresalto, sin sorpresas. Esta monotonía -reacción del Realismo-sentimental respecto a la valoración romántica del momento como sostén de la aventura-, que su espíritu necesita y exige, no impide que cada pueblecito y aldea sean diferentes e inconfundibles. La monotonía es sosiego y paz, tranquilidad del alma que no ahoga lo individual, lo personal. Por eso rechaza Fernán Caballero la máquina. La monotonía que crea la locomotora es una despersonalización. Uno de sus artículos se titula «Excursión a Waterloo», y nos encontramos con estas líneas: «el vapor, el camino de hierro, todo lo que pertenecía a la progresión del monótono espíritu nivelador que avasalla las nacionalidades y despoetiza el mundo, presa y víctima de máquinas e ideas mezquinas».1 La monotonía cuyo odio se expresa aquí, es un correlato del odio sentido hacia la democracia. Y se acierta: democracia es sinónimo de utilitarismo, de industria, de prosa. Así también Th. Gautier, quien, en su célebre Prefacio a Mlle. de Maupin, desprecia la nueva velocidad: «volar en alas del pensamiento sin necesidad de ferrocarril ni de máquina de vapor».

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Fernán Caballero odia todo cambio, pero es muy humana en su terrible crueldad, quizás, porque está auscultándose a sí misma: siempre un torbellino de pasiones, siempre soñando con el puerto seguro. La Gaviota asciende de un nivel social a otro, va de triunfo en triunfo, pero vuelve fracasada y humillada al lugar de donde salió y de donde no debía haber salido. Es un autocastigo; acaso una sublimación, dudo que fuera una liberación. Pereda no. Impone despóticamente su voluntad, la que guarda la salvación, es decir, el orden. Sus personajes cambian tan sólo de edad. Siempre son los mismos. En Sotileza pinta los tiempos que fueron, personas y cosas. Los pinta porque ya no existen. No es nostalgia lo que rezuma la escritura del novelista, es un recrearse en el detalle exacto. No quiere lectores, busca testigos. Se aleja tanto del cuadro regionalista como de la pintura romántica evocadora. El tren no es que todo lo nivele, arrolla una civilización y trae otra. Pereda sabe que no se puede parar el tiempo, pero está en contra de lo que trae consigo la velocidad vertiginosa. El tren es el símbolo de esa perturbación. Introduce un nuevo comercio, una nueva economía, un nuevo tipo de hombre que se enriquece o arruina rápidamente. Se ha perdido la belleza del barco de vela, todo pompa y naturalidad, juega con el viento y es su juguete; se ha perdido la seriedad del comerciante tras el contador. A la sociedad que no sabe leer en la naturaleza y en la obra de los hombres la palabra de Dios le profetiza catástrofes y cataclismos, todo simbolizado en el chocar del hierro con el hierro, en el trepidar del ferrocarril.

Gustavo Adolfo Bécquer tiene dos temas en sus Rimas, la creación poética y el amor. Nos habla de la separación de los amantes y del anhelo de la unión. Bécquer va siempre tras lo concreto. Su angustia, su tormento es dar forma a lo impalpable y lo inasible. Su espacio semioscuro es siempre pintoresco y su tiempo es pura nostalgia del pasado. Bécquer se da cuenta de que todo pasa y de aquí su actitud hacia el tiempo de antaño -es necesario apresurarse antes de que desaparezca todo: tipos, costumbres, edificios, paisajes. Antes de que los lugares sean irreconocibles. El poeta vive la desgarradora tensión moderna: destruir, crear, conservar. Para conservar se sirve del pincel y de la palabra. Luchando con la insuficiencia de siempre. Quiere captar el movimiento, el sonido, el color, lo simultáneo y lo coexistente. Pocos han analizado en la literatura española como Bécquer el valor pintoresco de la distancia,2 la luz y lo irregular. Quizás haya sido el único. El poeta de la intimidad y de la evocación afirma rotundamente que lo pasado no tiene razón de ser y no será, declara su fe en el porvenir, es partidario de la fabricación en serie y de la industria. Le entusiasma el tren, vehículo de ideas, símbolo del progreso y la unión de los hombres.

Para Galdós el tren no representa esto o lo otro, no es un símbolo. Lo convierte en símbolo como ha hecho con el reló y con tantas otras cosas; como ha manejado la luz. Logrando a veces -en una primera lectura o aún mejor en una relectura- apoderarse fuertemente de la imaginación del lector. Doña Perfecta es una novela abstracta, por eso hace de lo español algo tan universal. Galdós está estudiando el espíritu aún imperante, pero concluso -perfecto- y reaccionario -que se cree perfecto- de un momento de la historia española; su momento, la vida física y espiritual del escritor; enseñándonos a expresar lo que se dice también muy exactamente en inglés: the silent majority. Doña Perfecta se exalta al contraponer la nación liberal con la suya, la verdadera, y exclama: «la real es la que calla».

Recuérdese el primer capítulo de la novela, «¡Villahorrenda!... ¡Cinco minutos!» Es el chillido del empleado del apeadero. Pepe Rey, el único viajero de primera, es también el único en descender, en una madrugada desapacible y fría, del tren mixto.   —19→   Imposible descansar y tomar un refrigerio. Acompañado del criado, a caballo y con el animal de carga se pone en marcha inmediatamente. El capítulo termina: «Antes de que la caravana se pusiese en movimiento, partió el tren, que se iba escurriendo por la vía con la parsimoniosa cachaza de un tren mixto. Sus pasos, retumbando cada vez más lejanos, producían ecos profundos bajo tierra. Al entrar en el túnel del kilómetro 172 lanzó el vapor por el silbato, y un aullido resonó en los aires. El túnel, echando por su negra boca un hálito blanquecino, clamoreaba como una trompeta, y al oír su enorme voz despertaban aldeas, villas, ciudades, provincias. Aquí cantaba un gallo, más allá otro. Principiaba a amanecer.»

«Parsimonioso» nos está indicando la lentitud del progreso político, la paciencia que hay que tener en el camino. El único tren es además un tren mixto: lentitud y heterogeneidad de los elementos que componen la marcha revolucionaria. Sin embargo, no hay que desanimarse. Se entra en un túnel, es verdad, pero el rodar del tren produce «ecos profundos bajo tierra»; su silbato «resonó en los aires». El túnel «clamoreaba como una trompeta.» A la voz de esa llamada del ejército liberal la península se despierta. La novela no es otra cosa que ese túnel donde penetra Pepe Rey, en cuyo oscurantismo encontrará la muerte. Muerte que es un anuncio; es más que una declaración optimista; es una objetiva seguridad: «Principaba a amanecer.» Su objetividad le obligaba a llevar a Pepe Rey a la muerte; a que Doña Perfecta diera su grito-orden: «¡mátale!» Sin embargo su liberalismo era también algo objetivo. El túnel no es bloque que detenga. A través de la oscuridad se llega a la luz. Esto sería sólo mala retórica -lo que más odiaba Galdós-, si no fuera tan veraz al describir los terribles sufrimientos que llevan a la muerte, y la paciencia con que había que soportar el lento e incómodo avance.

Este símbolo va siguiendo la pauta del desarrollo de la vida espiritual del novelista. Pasada la fuerza plástica de su época abstracta -la estructura monolítica de Doña Perfecta; la complejidad laberíntica de absolutos en Gloria; el profundo trazado de la trayectoria que conduce de la imaginativa fantasía a la percepción de la realidad: Marianela-, Galdós se sentía fascinado, quizás debido al estímulo impresionista, por el movimiento de las estaciones y la vida del vagón. Su prosa se hace canto y entona un himno al camino de hierro: «¡Oh ferrocarril del Norte, venturoso escape hacia el mundo europeo, divina brecha para la civilización!... Bendito sea mil veces el oro de judíos y protestantes franceses que te dio la existencia; benditos los ingeniosos artificios que te abrieron en la costra de la vieja España, hacinando tierras y pedruscos, taladrando los montes bravíos y franqueando con gigantesco paso las aguas impetuosas. Por tu horrenda senda corre un día y otro el mensajero incansable, cuyo resoplido causa espanto a hombres y fieras, alma dinámica, corazón de fuego... Él lleva y trae la vida, el pensamiento, la materia pesada y la ilusión aérea, conduce los negocios, la diplomacia, las almas inquietas de los laborantes políticos y las almas sedientas de los recién casados; comunica lo viejo con lo nuevo; transporta el afán artístico y la curiosidad arqueológica; a los españoles lleva gozosos a refrigerarse en el aire mundial, y a los europeos trae a nuestro ambiente seco, ardoroso, apasionado. Por mil razones te alabamos ferrocarril del Norte, y si no fuiste perfecto en tu organización, y en cada viaje de ida o regreso veíamos faltas y negligencias, todo se te perdona por los inmensos beneficios que nos trajiste, ¡oh grande amigo y servidor nuestro, puerta del tráfico, llave de la industria, abertura de la ventilación universal y respiradero por donde escapan los densos humos que aún flotan en el hispano cerebro!»3

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Del humo de la locomotora nos pasa, en una prosa caldeada por el sentimiento, al humo del cerebro. Es un canto, de estilo muy galdosiano, a la comunicación. Cuando alguno de los miembros del grupo de escritores del 98 quería volverse de espaldas a Europa, Galdós insiste en su europeización. Es el amor a España, acompañado de un gran sentido de responsabilidad moral e intelectual, lo que le lleva a Europa; el amor a la Energía, a la Dignidad, al Amor y a la Justicia que encarna Teresa, quien con su amante Santiago, verdadera unión de los conversos patronos de España, se van a París, coincidiendo con el viaje de la de los tristes destinos. La Reina triste, indiferente, sin darse cuenta de qué ha sucedido ni de por qué ha sucedido. Teresa y Santiago alegres, donde están ellos está España. Antiguos nombres con sentido nuevo. El tren no va en una sola dirección. Galdós europeizante sabe que hay un intercambio.

Qué lejos estamos del apeadero horrendo, donde deja el tren el sobrino de Doña Perfecta, en la madrileña estación del Norte, cuando, liberada por fin, Amparo Emperador se va con Agustín Caballero en el expreso: «Amparito, en el opuesto ángulo del coche, atendía a las maniobras de la estación y observaba sin chistar los viajeros que, afanados, corrían a buscar puestos; los vendedores de refrescos, de libros y periódicos, las carretillas que transportaban equipajes y el ir y venir presuroso del jefe y los empleados. Deseaba que el tren echase a correr pronto. La inmensa dicha que sentía parecíale una felicidad provisional mientras la máquina estuviese parada... Un tren que parte es la cosa del mundo más semejante a un libro que se acaba.»4

Para el naturalista Galdós una vida es una novela. La novela qué llena de vida está. La vida de esta pareja que parte hubiera podido ser otra novela, si don Benito no hubiera tenido que contar otras cosas. El movimiento, la agitación que nos describe en Tormento (1884) se traslada a otra zona emocional, cuando el gran observador se da cuenta del portento científico que representa la organización del intenso tránsito de una gran red ferroviaria. Esto le acontece en Inglaterra, yendo a visitar la casa de Shakespeare (1889): «Verdadera maravilla de la ciencia y de la industria es la muchedumbre de trenes que ponen en movimiento todos los días de la semana, menos los domingos, las compañías (de ferrocarriles) y la fácil exactitud con que las estaciones de empalme dan paso a tan enorme material rodante sin confusión ni retraso. La velocidad, desmintiendo distancias, desarrolla en aquel país hasta tal punto el gusto de los viajes, que toda la población inglesa parece estar en constante movimiento.»

Ahora el tren ya no es un símbolo. Es la maravillosa creación de la ciencia, la industria y el capital. Su influencia no se ve tanto en su capacidad de uniformación de costumbres y nivel de vida, como en su poder de crear nuevas necesidades. Quien ha realizado esa gran revolución no política es también la burguesía. La clase social a la cual Galdós pertenece. Si la inteligencia humana ha podido llevar a cabo tan gran hazaña se debe a que durante siglos ha estado luchando por principios morales que le permitieran romper las trabas que tenían encadenado su impulso creador: la igualdad, la libertad, la justicia nueva.

La fecundidad de la burguesía y al mismo tiempo su limitación ha consistido no tanto en una egoísta, bárbara y cruel explotación del prójimo y de la sociedad como en haber dedicado todo su esfuerzo a la maravilla de la ciencia sin tratar de descubrir al mismo tiempo nuevos principios económicos, sociales, políticos y morales que permitieran organizar una sociedad sin clases en la cual el individuo en lugar de ser explotado por un pequeño grupo dueño de todos los recursos mundiales, colabora con toda libertad al bien común de toda la humanidad en toda la Tierra por igual.

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Hay que leer con suma atención España trágica (1909). Vicente Halconero, por los años en que Galdós tiene también que decidirse, hace un examen de su situación. Galdós quiere que quede muy clara su actitud y prepara al lector para que se dé cuenta de la seriedad de los párrafos que van a seguir. «El soliloquio (de Vicente Halconero) merece ser conocido» (p. 963, ed. c.). Galdós está pensando en su juventud, 40 años atrás, cuando tiene que tomar una posición y trazarse una pauta. Halconero ve tres estados: el pueblo, las clases superiores -nobleza, ejército, religión- y la clase media. Nunca he creído que la madre de Galdós fuera el modelo de donde sacó el novelista la figura de Doña Perfecta, pero sea de esto lo que quiera, lo cierto es que Halconero, al ir a hacer la elección, dice: «Y ¿a qué fines debo aplicar las nuevas virtudes y las que ya poseía, inculcadas por mi querida madre en los días placenteros, llanos, sin ningún saliente ni alteración de la superficie vital?» Muestra un gran respeto por los directores del pueblo, pero él, aunque plebeyo, ni se siente solidario de una clase a la cual no pertenece, ni siente «entusiasmo por reivindicaciones que apenas se marcan vagamente en la media luz de los siglos futuros.» De las clases superiores habla más bien con desprecio, por lo menos sin respeto y con ironía: «Esos cultos tienen ya sacerdotes del mismo pelambre, de la propia hilaza linajuda.» Se decide por la clase media, la clase en que ha nacido y se ha formado; la clase en cuyas virtudes cree: «Este último tercio del siglo diecinueve es el tiempo de esta clase nuestra, balancín entre la democracia y el antiguo régimen, eslabón que encadena pobres con ricos, nobles con villanos y creyentes con incrédulos... «No se trata de defender la existencia de los ricos o de atacarla; hablar de los nobles como una antigualla está bien, incluso hoy; hablar de ellos como clase social es ridículo, incluso en el último tercio del siglo XIX. Qué decir de los creyentes ¿creyentes en qué? Lo importante sería preguntarse cómo la clase media podía servir de eslabón. Pero esta actitud crítica no es válida referida a Galdós. Así no podemos entenderle.

Galdós era un creyente. Creía con toda sinceridad en la democracia, en la libertad de conciencia; la propiedad privada era para él algo sagrado. Tenía fe absoluta en el individuo, en su esfuerzo. Sus creencias y su fe podían a veces nublar su juicio. El autor de Gloria debía de saberlo. El creador de Marianela, que ha presentado tan certeramente la insensibilidad de la clase media respecto a la situación de los trabajadores y al presentarla la ha juzgado y se ha burlado de la «filantropía», en su visita a la casa de Shakespeare, puede describir, después de haber cantado el poder industrial de Birmingham, entusiasmado con su energía, el encanto de una ciudad-jardín como Stratford-on-Avon: «La cultura urbana tiende a la uniformidad, bajo su poderoso influjo hasta las más remotas aldeas toman las apariencias de ciudades coquetonas. En Stratford se encuentran tiendas tan bellas como las de Londres, y el vecindario que discurre por las calles tiene el aspecto de la burguesía londinense. Por ninguna parte se ven los cuadros de miseria que suelen hallarse en las ciudades industriales, ni las turbas de chiquillos haraposos, tiznados y descalzos que pululan en los docks de Liverpool o en el Quayside de Newcastle. El bienestar, la comodidad, la medianía placentera y sin pretensiones, se revela en las calles de Stratford. Es algo como el olor de la ropa planchada, que brota de la patriarcal alacena en esas casas de familia, más bien de campo que de ciudad, donde reinan el orden tradicional y la economía que se resuelven en positiva riqueza.»

Ni se aprueba la miseria, ni se pasa por alto el espectáculo de los docks de Liverpool y del Quayside de Newcastle. Pero es chocante, a mí me choca, que en lugar de excitar su indignación y su cólera, le sirvan de fondo para hacer resaltar la   —22→   ideal medianía burguesa y clásica. No es fácil salirse de su clase, quizás sea imposible. Se es burgués como se ha sido aristócrata, acaso como se es proletario. El proletario o por lo menos el pobre ha dado pruebas de poder aburguesarse e incluso figurar entre los plutócratas. Pero el burgués ni ha podido devenir aristócrata ni descender a lo hondo del alma proletaria. La tragedia de Galdós en esos años de la primera década del siglo XX no consistió en no poder dejar de ser burgués, sino en sentir que su clase se traicionaba a sí misma, que habiendo caído en un espeso materialismo no era capaz de hacer fructificar sus virtudes y sólo podía mantenerse parasitariamente con la ayuda del socialismo. Acaso Galdós se engañaba y las ideas, los sentimientos, los sistemas tienen una vida, por decirlo así, biológica, y les llega su fin como a todo lo cósmico. Quizás, en lugar de fin, deberíamos decir, como yo firmemente creo, el momento de desaparecer bajo la presión de una nueva forma que siente llegada la hora de salir a la luz y florecer fecundamente.

City University of New York. Graduate Center



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