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ArribaAbajoTormento.- Vivir un dramón, dramatizar una novela

Hazel Gold


«Totus mundus agit histrionem»



Aunque el carácter prolífico del Galdós novelista ha tendido a eclipsar sus otras actividades literarias, hay que subrayar el interés del gran prosista canario por el teatro a lo largo de su carrera. Hasta hace poco el reconocimiento de este afán dramático galdosiano no había pasado del nivel biográfico. Se señalaba siempre que, no obstante la temprana declaración de Galdós sobre su inclinación hacia la vocación teatral, sus veinticuatro piezas destinadas a la representación escénica, llegaran o no a las tablas, aparecieron entre 1892 y 1918, como una posdata a su largo cultivo del género novelístico. También el orden en que iban saliendo sus obras pareció corroborar el papel secundario de la preocupación galdosiana por el arte teatral. El público español vio primero la publicación de numerosas novelas de estructura más o menos tradicional, luego una serie de novelas innovadoras en forma dialogada y, por fin, el grupo de obras propiamente tituladas «dramas» o «comedias». Tal progresión dio pie al lugar común crítico de que sus dramas no tenían motivación propia sino que derivaron de una transformación cuantitativa operada sobre sus novelas: eliminación de escenas, reducción del repertorio de personajes y temas, gran compresión temporal y espacial. Esto lo comprobaron muchos literatos decimonónicos citando las palabras del mismo Galdós en su prólogo a El abuelo (1897), donde había afirmado que el teatro significa «la condensación y acopladura de todo aquello que en la Novela moderna constituye acciones y caracteres».52 De este modo, quienes riñeron con la dramaturgia galdosiana sugirieron que aunque don Benito hubiera intuido la índole crítica y sintética del teatro, sólo logró poner en escena transposiciones orales abreviadas de sus novelas. Calificaron estas piezas de obras híbridas, diciendo que sacrificaban los elementos más notables de su novelística -la pormenorización descriptiva y la profunda exploración psicológica- a la vez que contribuían a la confusión de dos géneros literarios aparentemente inconfundibles.53 Para aquellos críticos, el fracaso estrepitoso de piezas como Los condenados (1894), Voluntad (1895) y La fiera (1896) indicó que Galdós se había despistado cuando dejó de dedicar todas sus energías creadoras a la novela para perseguir el renombre más elusivo de dramaturgo.

Hay que desmentir por inexacta la imagen de Galdós como dramaturgo que falla precisamente por no conseguir desvestirse de sus antiguos hábitos de novelista. En primer lugar, Galdós no comprende por qué su categoría de novelista le ha de impedir entrar en la sala del espectáculo público. «Y no nos hablen de incompatibilidad entre el arte de construir dramas o comedias y otras arquitecturas más o menos similares», insiste en el prólogo a Los condenados. «Está muy bien la afirmación de que tal autor acertó más en la   —36→   novela, o en la poesía, o en la didáctica que en el teatro. Pero querer poner valladares al humano esfuerzo, llegar hasta la afirmación de que las dotes del novelador o del poeta estorban al conocimiento de la complicada armazón escénica, me parece de una tontería inefable»54. Así no admite que ser novelista le ponga trabas al que como Galdós quiere ser a la vez autor dramático. Bien puede defenderse el empleo de técnicas novelísticas en la elaboración de una obra de teatro pero, a la inversa, no hay inconveniente tampoco en aplicar los resortes teatrales a la construcción de una novela.

Al contrario, la mezcla de géneros que se puede observar en la producción galdosiana es un recurso del que se sirve deliberadamente nuestro autor en su búsqueda de un feliz matrimonio literario-formal. Como declara en la introducción a Casandra («Novela en cinco jornadas», 1905): «Los tiempos piden al Teatro que no abomine absolutamente del procedimiento analítico, y a la Novela que sea menos perezosa en sus desarrollos y se deje llevar a la concisión activa con que presenta los hechos humanos el arte escénico»55. Por lo tanto, abundan referencias a lo que Galdós llama «subgéneros» o «productos de cruzamiento genérico». Realidad (1889) es una novela dialogada dividida en jornadas, y a ella, El abuelo (1897) y Casandra (1905) las denomina Galdós «Novela intensa o Drama extenso»56. La razón de la sinrazón (1915) es una «fábula teatral absolutamente inverosímil»; la primera versión de La loca de la casa (1892), aunque tradicionalmente incluida en la serie de las novelas contemporáneas, lleva el subtítulo de «comedia en cuatro actos». Y como hay novelas que por su asunto se prestan con gran facilidad a la dramatización -entre ellas, siete del mismo Galdós57-, de igual modo existen dramas que por consideraciones físicas de su gran extensión o frecuentes cambios de escenario sólo difícilmente podrían ejecutarse. Algunos dramas de Shakespeare parecen más bien «novelas habladas»; la Celestina puede calificarse de «drama de lectura» o «teatro ideal, leído»58. Sin duda, a Galdós no le importaba tanto conservar la integridad formal de los géneros si, fundiéndolos, podía poner freno a la rápida debilitación del teatro español, situación que lamentaba en ensayos como «Decadencia», de la colección Nuestro teatro59. La regeneración artística del teatro concebida por Galdós estriba en la fecundación del drama por la novela, siendo esta en el siglo XIX el género «más conforme al estado y la problemática de la sociedad burguesa»60.

No es cuestión de rebatir la utilidad de la práctica galdosiana de acercar el drama a la novela para infundir en él nueva vida. Mas queda por explorarse otra cara complementaria de su técnica, o sea, el funcionamiento al revés del proceso de contagio. Como ha apuntado Manuel Alvar: «es el teatro la técnica que Galdós transplanta a sus novelas, no a la inversa. Sus novelas están vistas con el esquema fijo e ineludible del teatro: planteamiento, nudo y desenlace... y el diálogo como el asidero en el que se van prendiendo las peripecias de los personajes»61. Para ensayar la validez de semejante hipótesis podemos examinar Tormento (1884), obra valiosa en extremo para la discusión de la confluencia novelístico-dramática. De hecho, han proliferado estudios que señalan la teatralidad inherente en los tempranos melodramas como Doña Perfecta o que emprenden el análisis de la aproximación al teatro de las novelas dialogadas a partir de Realidad. Son más escasos los   —37→   registros críticos del contenido y la construcción teatrales de las novelas contemporáneas, aunque a primera vista estas se consideren las novelas de Galdós que más estrictamente ostentan una estética realista, un vocabulario naturalista y una clasificación genérica inquebrantable62.

En este respecto, Tormento se nos presenta como un objeto ideal de estudio. Esta novela, la historia de la vacilante Amparo Sánchez Emperador, tambaleando entre el ferviente deseo de casarse con el indiano Agustín Caballero y la obligación moral de confesar el secreto de sus relaciones previas con el cura Pedro Polo, parece coincidir con la pauta seguida por tantas novelas galdosianas. Presenta la concreción de «la lección viva y permanente de la superioridad de la Naturaleza» sobre «el laberinto artificioso de las sociedades»63, lección también visible en Lo prohibido y Fortunata y Jacinta. No obstante, Tormento es una novela cuya estructura y problemática central ya la hermanan con los conceptos de teatro y teatralidad. Debido a su construcción insólita, Tormento se encuentra en la encrucijada entre novela y teatro. Combina los rasgos de una obra de lectura solitaria, basada en la narración y tendiendo hacia el análisis expansivo de conductas humanas y el detenimiento descriptivo, con los rasgos del espectáculo a viva voz, sirviéndose de largos parlamentos (o solitarios o en coro polifónico) no interrumpidos por una voz narrativa, y dando a conocer una realidad de múltiples dimensiones dentro de un espacio, tiempo y reparto comprimidos. Paradójicamente, Galdós confía en el poder de la forma dramática para llevar a la novela de su siglo lo que más afanosamente persigue: el efecto de un realismo aumentado. La novela decimonónica busca crear sobremanera una impresión de la autonomía de la obra, independiente de un creador que habita un territorio fuera de los confines de la ficción. La busca de esa correspondencia entre mundo exterior y palabra literaria es lo que propulsa al novelista de la segunda mitad del siglo hacia un pretendido objetivismo y hace de la verosimilitud la medida del éxito de su invención. En efecto, las técnicas adaptadas del teatro contribuirán a que en Tormento «vemos y oímos, sin mediación extraña, el suceso y sus actores, y nos olvidamos más fácilmente del artista oculto que nos ofrece una ingeniosa imitación de la Naturaleza»64.

Asimismo, en Tormento coexiste la teatralidad, entendida en su significación y aparatosidad o amplificación exagerada de una actitud teatral vivida fuera de las tablas. Con pocas excepciones, los personajes de Tormento conocen bien el teatro como fenómeno histórico-cultural. Es la llegada, en el primer capítulo, de boletos de teatro para las hermanas Amparo y Refugio lo que pone en marcha las peripecias de la intriga novelesca. Dos capítulos enteros están dedicados a los preparativos que hace el matrimonio Bringas para una expedición al famoso teatro Príncipe de Madrid (caps. VI-VII). El relato de lo que dicen, piensan y hacen allí los concurrentes durante la función se transforma en un tratado galdosiano acerca de la estratificación social que puede notarse entre el público del teatro decimonónico sobre escala microcósmica. Pero los personajes de esta novela no sólo asisten al teatro; también lo viven con una convicción singular que atestigua la fuerza del conformismo social que rige inflexiblemente aquella época. Por una manipulación irónica del viejo tópico del gran teatro del mundo, los protagonistas   —38→   de Tormento personifican la idea de la vida como proceso de apariencia y enmascaramiento65. Ninguno logra sustraerse de los dictámenes de su clase; en el curso de la novela todos anuncian ser comediantes en tránsito por el escenario de una existencia que raya en lo sainetesco. Al mismo tiempo es posible percibir una clara relación extratextual entre lo sucedido en el universo novelesco galdosiano y el teatro de la actualidad decimonónica. La teatralidad que informa la vida de los personajes novelescos entraña una crítica de los defectos responsables por la notable decadencia del arte teatral español que Galdós tanto desea ver rehabilitado: el histrionismo vulgar, el amaneramiento y la adherencia servil a los convencionalismos del género. En efecto, los personajes estropean su representación de la vida por razones idénticas a las que habían contribuido al estado decadente de la dramaturgia peninsular. Una vez más, parodia novelesca y crítica teatral se unen y entrecruzan en una sola obra.

En Tormento son muchos los personajes cuya vida parece salida de un guión dramático, tanto Rosalía de Bringas -una concienzuda defensora del decoro burgués, delante del público madrileño- como las tres figuras principales de la novela. El caso de Pedro Polo es de los más tristes. Después de todo, Rosalía juega con maestría la comedia social, pero a Polo le ha tocado representar una comedia religiosa para la cual llega mal preparado. Sacerdote sin vocación, caracterizado por accesos de pasión incompatibles con su estado clerical, pronto pierde su escuela, su capellanazgo y sus licencias; luego se enreda en una unión sacrílega con Amparo y acaba divorciado de la iglesia y rechazado por su propia hermana Marcelina. La explicación de semejante degeneración moral se encuentra en su sencilla inadaptación temperamental al papel que le ha sido impuesto por esa mala elección profesional. Polo siente la necesidad de extirpar el gran error de su vida: «haberme metido donde no me llamaban y haber engañado a la Sociedad y a Dios, poniéndome una máscara para hacer el bu a la gente» (55). En sus vuelos de la imaginación, se imagina un truculento guerrero imperial o un rústico señor y paterfamilias, insinuaciones de otros papeles en la vida hacia los cuales siente mayor inclinación: «Y dejándose llevar, dejándose llevar, dio con su fantasía en otra parte. Mutación fue aquella que parecía cosa de teatro» (57).

Para don Pedro, ser sacerdote no significa más que entregarse a «las mímicas teatrales del púlpito» y pronunciar «hinchados y vacíos discursos» (51). En sus propias palabras, ha sido «hipócrita y religioso histrión» que no creía en Dios hasta después de arrojada la careta que llevaba (92). Visitándole en casa (cap. XV), Amparo encuentra hasta indicios físicos de su condición, señalando el contraste notable de «su semblante tosco y amarillo, de color de bilis, de color de drama, con su reír de comedia y el júbilo que le dominaba» (53). Polo, un ser que se muestra por turnos trágico o esperpéntico, ya no pertenece a sí mismo sino a aquel papel clerical funesto que no podrá nunca realizar debidamente. De ahí que su redención personal dependa de un arranque de voluntad con que se quitaría su disfraz y se enterraría en un curato en el extranjero, muy lejos de su adorada Amparo. Al fondo de la campaña de regeneración espiritual propuesta por el padre Nones y aceptada por Polo, late la siguiente intuición: «Era un hombre que no podía prolongar más tiempo la falsificación de su ser, y que corría derecho a reconstituirse   —39→   en su natural forma y sentido, a restablecer su propio imperio personal, a efectuar la revolución de sí mismo, y derrocar y destruir todo lo que en sí hallara de artificial y postizo» (51).

Eamonn Rodgers hace constar que el plan de Nones es parte del contraste entre apariencia y realidad que sirve de principio estructurante a toda la novela. Partir para Filipinas y seguir allí en el sacerdocio probablemente no llevaría a la regeneración de Polo, y seguramente le expondría a nuevas tentaciones. Dice Rodgers: «For Nones, the 'salvation' of Polo does not mean ensuring that he should be happy and fulfill whatever potentialities he possesses, but that he should be tidied away into a predetermined compartment of life. He is concerned, in fact, with maintaining an appearance of regularity even at the sacrifice of the inner worth of the person».66 En otras palabras, el bondadoso padre Nones le va a condenar a continuar la representación en falso; el actor no podrá retirarse todavía de la escena porque así lo exige el público (la sociedad). La analogía entre la destrucción del falso ser de Pedro Polo y la impostura y decadencia de una España en vísperas de la Revolución septembrina está trazada con suma claridad. Al lector de Galdós no le debe sorprender que este cura-farsante haya surgido de un medio ambiente en que el orden establecido oculta un vivir en falso, enmascarado, y cuyo teatro, hablando históricamente, reproduce como en un espejismo la misma falsificación de gestos y palabras. Galdós explica de la siguiente manera la relación entre teatro y sociedad, tan obviamente satirizada en la novela Tormento: «El público burgués y casero dominante en la generación última, no ha tenido poca parte en la decadencia del teatro. A él se debe el predominio de esa moral escénica, que informa las obras contemporáneas, una moral exclusivamente destinada a aderezar la literatura dramática, moral, enteramente artificiosa y circunstancial, como de una sociedad que vive de ficciones y convencionalismos»67.

De igual modo, es posible señalar a Agustín Caballero, ese tosco millonario criado en la anarquía del Nuevo Mundo, como otra víctima de la teatralidad transformada en vida. Agustín ha determinado llevar una existencia ejemplar en que se ensalzan los valores de la legalidad, la ortodoxia y la decencia moral. Reaccionando contra el caos primitivo que caracterizaba sus treinta años en América, aspira al sueño modesto de todo buen burgués: casa sin barullo, mujer discreta, bienestar medianito. Por propia elección, y sin calcular bien la dificultad de su empresa, el indiano se siente obligado a desempeñar lo que Galdós irónicamente llama «el austero papel de persona intachablemente legal, rueda perfecta, limpia y corriente en el triple mecanismo del Estado, la Religión y la Familia» (76). Carente de todo pulimento, en su expresión como en su porte, fracasa sonora y terminantemente en el trato de gentes. Las pocas palabras que tartamudea en presencia de su futura esposa, risible parodia de las finezas del primer galán romántico, las tuvo que ensayar de antemano como si se tratara de una declamación escénica en regla. Para colmo de desgracia, al llegar el momento solemne de declarar su amor, el actor echa a perder la recitación de sus líneas.

Más adelante, abrumado por su descubrimiento de la falta de Amparo que da en tierra con su anhelado mundo de decoro, se extravía por cuatro días entonando un monólogo inconexo donde da libre expresión a su desilusión   —40→   (caps. XXXVII-XXXIX). Comenta el narrador que «si el tal parlamento se oyera, el público estaría, como quien dice, tirando piedras» (117), porque en la comedia que es su vida -comedia con visos de melodrama- confiesa no haber podido asimilar a satisfacción su papel. Sólo al final comprende que su desconocimiento de las mentiras sociales, su incapacidad para el disimulo, es lo que precipita el malogro de sus intentos de caber como rueda dentada en el engranaje social madrileño. Al caérsele la máscara, Caballero parte para el extranjero con la que será su querida (mas no su esposa), renegando de la moral corriente y exhortando que venga pronto la revolución demoledora del orden ilusorio al que no ha podido integrarse.

Huelga decir que, como eje argumental de la novela, la Sánchez Emperador es una actriz poco experimentada y así no está a la altura de su doble papel. Al mismo tiempo que asume la identidad de Amparo, la fiel y recatada novia de Agustín Caballero, juega alternadamente el papel de Tormento, la antigua amante de Pedro Polo. A diferencia de los dos protagonistas masculinos, ella sigue representando su comedia menos por elección consciente que por irresolución. Tan indecisa se siente que jamás llega a tomar partido: o confesarse con el indiano o romper tajantemente con el cura. En los esfuerzos de Amparo por desembarazarse de la presencia molesta de Polo, el lector ve revelados sus latentes talentos histriónicos. Antes de acudir a la segunda y última entrevista con Polo, Amparo se anima diciendo: «Tú, si no te aturdes, vencerás al monstruo, porque eres el único ser que en la Tierra tiene poder para ello. Mas es necesario que estudies tu papel...» (90). En su aprendizaje teatral, se sirve de un creciente «saber de comedianta» para apaciguar los celos del ex amante, ofreciéndole mentiras tranquilizadoras «con la boca y la cabeza, enérgicamente, como los niños que hacen sus primeros ensayos en la humana farsa» (92).

Por desgracia, una acumulación de evidencia incriminadora (las cartas que posee Marcelina, las calumnias que podrían soltar Rosalía, Refugio y José Ido en cualquier momento) imposibilita su continuada representación del papel de la casta Amparo ideal soñada por el novio americano. Desvanecidas sus esperanzas, Amparo resuelve suicidarse, poniendo fin a su vida de «escenas y pasos»; pero se ha vuelto tan fuertemente pegada al modo de ser histriónico que la legitimidad de su gesto degenera en pura teatralidad. «Pues, qué, ¿es su muerte acaso una comedia?» (111). Respondemos los lectores: comedia, no, sino farsa. Ha tragado un simple somnífero que el criado Felipe había sustituido por la ponzoña. En lugar de sufrir una muerte espectacular que no dejaría de conmover a Agustín, vuelve en sí y huye con él a Francia en unión amorosa extramarital.

Los personajes de este triángulo, cuando su vida deviene escenario, están predestinados a la ruina. Contrariar los instintos naturales, la crianza, las circunstancias -en suma, ponerse una careta sobre la figura individual- significa condenarse a la mala representación; es malbaratar la vida con el sentimentalismo falso, la petulancia y la retórica huera. En el gran teatro del mundo medieval y renacentista era Dios quien juzgaba la eficacia con que los actores habían desempeñado sus papeles respectivos. Ahora, en el teatro pequeño burgués de la vida del siglo XIX, el juicio teológico es reemplazado por la voz social; el ojo del espectador divino por su parte es sustituido   —41→   por la perspectiva harto crítica del autor implícito de la novela. Y en última instancia, por quedarse fuera del juego de la representación, lector y narrador en Tormento definen tan sólo con su presencia la impostura e irrealidad fundamental de una existencia amanerada como la de Amparo, Agustín y Pedro Polo, quienes llevan el melodrama desde el tablado a la casa propia y acaban por transgredir las barreras entre la vida verdadera y su mero simulacro artístico.

Por otro lado, Galdós establece en su novela un contraste marcado entre los usos de la teatralidad (connotación peyorativa) y del teatro (connotación más bien positiva), valiéndose de técnicas y recursos nacidos del arte dramático para enriquecer los varios niveles del texto. La estructura de Tormento por consecuencia llama sobre sí la atención por su heterogeneidad. Consiste en un núcleo central narrativo (caps. II-XL), enmarcado al principio y al fin por dos capítulos enteramente dialogados (caps. I y XLI), y puntuado por diversos capítulos monologales (caps. XXXVII-XXXIX), un capítulo teatralmente acotado (cap. XVIII) y otro en que se mezclan la narración tradicional y el diálogo inmediato (cap. XXXVIII). Hasta en el seno del relato son discernibles la frecuente incrustación del diálogo, creando escenas en vez de sumarios de la acción, y el sorprendente predominio del estilo indirecto y el estilo indirecto libre.

La novela se inicia con una conversación entre Felipe Centeno y don José Ido del Sagrario en la que este describe la novela por entregas que está escribiendo: la historia de dos pobres niñas bonitas y trabajadoras para quienes llegan billetes de banco de un bienhechor desconocido. Cuando se entera de que Felipe ha venido trayendo billetes de teatro, un regalo de los Bringas a Amparo y Refugio, se maravilla de la coincidencia -coincidencia inexacta y bufona, por supuesto-, insistiendo en que la realidad plagia su propia inventiva. Esta escena dialogada se relaciona con otra hacia el final del libro (cap. XXXVIII). En esta, Ido sostiene que Amparo podría resolver muy poéticamente su dilema de conciencia haciéndose hermana de la Caridad o, quizás, matándose. Felipe critica esta nueva inversión de la prioridad de la vida sobre la imaginación («No sea memo», dice. «Todo sucede al revés de lo que se piensa...»; 121), y una vez más su amigo defiende su idea de que la realidad da la razón siempre a sus ficciones.

Las ironías conceptuadas aquí por Galdós son múltiples. Por una parte, en la fatuidad de las intrigas concebidas por don José Ido, Galdós se sonríe de la popularidad necia que ya habían alcanzado los folletines decimonónicos; forman parte de una infraliteratura cuyos elementos melodramáticos han llegado a imperar en el mundo extranovelístico. Galdós deja que la vida de sus personajes principales haga una burla completa del entusiasmo que muestra Ido por los productos sacados de su «imaginación volcánica». En vez de dos huérfanas menesterosas y puras, en Tormento figuran dos hermanas de moralidad dudosa. No hay recompensa para la heroína (es decir, matrimonio y fortuna asegurada) como no hay virtud de su parte. Tampoco ocurre ninguna gran anagnórisis, y el desenlace, según las convenciones folletinescas, es cuestionable: ni muerte ni boda, sólo la huida de Amparo con el indiano. Si para Galdós «imagen de la vida es la Novela» (novela realista, entiéndase), entonces imagen groseramente distorsionada de ella es la novela   —42→   por entregas. A pesar de lo que piense el señor Ido, la realidad no copia sus folletines para poetizarse; se mofa de ellos para desinflarlos.

La crítica de la literatura folletinesca sin duda provoca en el lector una sonrisa deliciosa, porque al mismo tiempo los personajes de Tormento, en sus breves momentos de autorreflexión, confiesan el temor que sienten de emular en vida las extravagancias de sus prototipos folletinescos. Amparo ensaya una explicación de su delito, pero le pesa mucho caer en la forma de expresión cursi favorecida por su estrafalario amigo don José Ido:

Mientras preparaba su comida, diose a discurrir los términos más adecuados para esta declaración espeluznante. Pensó, primero, que necesitaba muchas, muchas palabras; estar hablando todo un día... Imaginó después que valía más decirlo en pocas. Pero ¿cuáles serían estas pocas palabras? Seguramente, cuando hiciera su confesión, se le habrían de saltar las lágrimas. Diría, por ejemplo: «Mire usted, Caballero, antes de pasar adelante, es preciso que yo le revele a usted un secreto... Yo no valgo lo que usted cree, yo soy una mujer infame, yo he cometido...» No, no; esto, no; esto era un disparate. Mejor era: «Yo he sido víctima...» Esto le parecía cursi, Se acordó de las novelas de don José Ido. Diría: «Yo he tenido la desgracia... Esas cosas que no se sabe cómo pasan, esas alucinaciones, esos extravíos, esas cosas inexplicables...»


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En otra ocasión, cuando el decepcionado Agustín delira sobre la imposibilidad de su amor -«La tengo clavada en mi corazón y no puedo arrancármela...»- hace eco inadvertido de Ido o sus correligionarios históricos Fernández y González y Ayguals de Izco, suscitando de Rosalía la siguiente reprimenda: «Por Dios, no te pongas así. Pareces un personaje de novela» (113). Mayor ironía apenas puede concebirse. Estos personajes de Tormento, cómicos enmascarados empeñados en representar burdamente unos papeles que no les convienen, se escandalizan cuando se dice o hace algo que huele a «cosa de teatro o de novela»68. Para volver al problema estructural, queda claro que empleando los dos diálogos entre Felipe Centeno e Ido del Sagrario, Galdós efectúa una vinculación estrechísima entre los dos géneros literarios. La narración central de Tormento no es sino la dramatización sobre escenario de la materia folletinesca contenida en los capítulos con que se abre y se cierra la novela. Y estos capítulos son apartes dialogales que encuentran su propia paternidad estructural en el drama. Tormento resulta ser una novela que, por sus técnicas composicionales, se remite al teatro, y que en su teatralidad y dramatismo excesivo de los personajes se remite de nuevo a la novela (más precisamente, la novela por entregas, melodramática por definición).

Hasta cierto punto, los interludios de estructura dramática en Tormento parecen obedecer al deseo de Galdós de hacer desaparecer la presencia de un narrador ubicuo, omnisciente. No sólo los diálogos sino también los monólogos contribuyen a la sensación de inmediatez que comunican los personales (cf. el cap. XVIII, la oratoria del padre Nones, donde las acotaciones se basan en la mímica y la entonación verbal). Galdós defiende la licitud de un sistema dialogal/monologal aplicado a la novela al observar que los caracteres cobran una mayor imitación de vida cuando el autor les cede la palabra. A saber, «la palabra del autor, narrando y describiendo, no tiene, en términos generales, tanta eficacia ni da tan directamente la impresión de la verdad espiritual. Siempre es una referencia, algo como la Historia, que nos   —43→   cuenta los acontecimientos y nos traza retratos y escenas»69. En las ausencias intermitentes del narrador suprapersonal encargado de referirnos el relato, el que lee Tormento pasa de la lectura a la asistencia. La historia pretérita se hace drama presente; los personajes se revelan en vez de ser revelados única y subjetivamente por el novelista.

La invasión de la novela galdosiana por el teatro puede atribuirse a unas preocupaciones fundamentales fáciles de trazar por toda la obra extensa del autor. Una de estas preocupaciones, la cual comparte con toda la novela europea moderna, es el problema de la verosimilitud. Por definición, la novela llamada realista atestigua la derrota de individuos impotentes que no logran imponer sus deseos sobre la sociedad, desplazando el ámbito de la novela desde las estructuras de la imaginación a las estructuras del mundo en derredor, tal cual es. Para mejor explorar las presiones históricas y sociales sobre este mundo contemporáneo, el novelista tiene que suprimir de la obra toda referencia que recuerde al lector su carácter mentiroso. A eso precisamente responden las leyes de la verosimilitud literaria: al ímpetu de ocultar las premisas artificiosas de una novela (como, por ejemplo, la intrusión del narrador) tras la pretendida supremacía del mundo que llena sus páginas. Si en la gran gama de discursos narrativos se instalan por un lado el Quijote, Jacques le fataliste y Tristram Shandy, obras que hacen gala de su condición de artefacto impreso, entonces por el lado opuesto podría situarse una novela como Tormento, cuyas incursiones en la forma dramática igualan una tentativa de introducir al lector en un ambiente novelesco que no sea refractado por la representación expresiva del narrador. Otros novelistas coetáneos también tratarán de borrar los signos del código narrativo, haciendo uso de epístolas (Pepita Jiménez), memorias y diarios íntimos (Memorias de un solterón, Lo prohibido) y declaraciones explícitas de historicidad incuestionable para aumentar la ilusión de la veracidad de sus obras. Lo distintivo de Tormento es que aquí Galdós acude al teatro para conseguir el efecto idéntico de la vida autónoma de su ficción.

Otro factor pertinente en la dramatización de esta novela sería la recién adquirida percepción galdosiana de una realidad nuevamente fragmentada. Una clave a la estructura híbrida de Tormento está encerrada en el último capítulo dialogado, donde Rosalía y Francisco discuten el escape a Burdeos de los amantes Amparo y Agustín. La de Bringas truena contra la «atroz inmoralidad» de las acciones de sus primos, insistiendo en que es síntoma de la gangrena de la desmoralización que cunde en España. ¡Cuánta diferencia hay entre esta interpretación de los sucesos culminantes de la novela y la ofrecida por Agustín! Para la una, el desenlace es un atentado contra las más venerandas convenciones; para el otro, significa el desenmascaramiento de una hipocresía archiconsagrada. Mientras tanto, José Ido ofrece una idealización sentimental como desenlace de la misma situación intolerable. El contrapunto creado por la narración central y las escenas dramáticas de Ido-Centeno y los Bringas (versión naturalista, versión folletinesca, versión farisaica) marca bien la evolución del sondeo galdosiano de la naturaleza de la realidad70. En las novelas de la primera época, esa realidad se nos presentaba como homogénea, singular. La tendenciosidad que es el sello distintivo de Doña Perfecta, Gloria y La familia de León Roch indica que Galdós   —44→   había venido al apoyo de lo que consideraba ser una inquebrantable verdad ideológica, a la exclusión de todo otro punto de vista. En el espacio de una sola década se modifica notablemente la visión del autor. La realidad que antes sintió como unitaria ahora la percibe en Tormento, novela contemporánea, como múltiple y opaca. La yuxtaposición de segmentos dramáticos y narrativos señala la aminoración de esa inclinación editorial al partidarismo. En Tormento el lector descubre por lo menos tres modos distintos de concebir la realidad, tres modos distintos de finalizarla, y no existe un solo narrador que reconcilie las perspectivas conflictivas. Dentro de pocos años la radicalización de esta intuición de lo fragmentario de la realidad le llevará a Galdós a la sorprendente escisión de la óptica narrativa en La incógnita y Realidad.

¿Qué ha sucedido para inducir a don Benito a que cambie su fórmula de novelar? Parece que, al mirar en torno suyo, ve la disgregación de las clases sociales y, con ella, una correspondiente descomposición estructural de la novela cuya tarea principal es pintar su retrato. Esta intuición de la falta de unidad -en la vida política, en el sistema de clases y en el arte literario- es el hilo de su ensayo (1897) sobre «la sociedad presente como materia novelable». Allí Galdós afirma que a medida que se borra la caracterización general de cosas y personas, empiezan a nublarse las distinciones genéricas en la literatura donde se ven reproducidas. Explica Galdós: «La crítica sagaz no puede menos de reconocer que cuando las ideas y sentimientos de una sociedad se manifiestan en categorías muy determinadas, parece que los caracteres vienen ya a la región del Arte tocados de cierto amaneramiento o convencionalismo. Es que, al descomponerse las categorías, caen de golpe los antifaces, apareciendo las caras en su castiza verdad»71. Respecto a la aplicación concreta de este fenómeno a la obra galdosiana, se puede observar que Tormento es una novela de individuos que, enredándose en medios sociales inapropiados, ponen al descubierto «la eterna mascarada hispanomatritense» en que «no hay engaño, y hasta la careta se ha hecho innecesaria» (63). El resultado es una novela cuya estructura ha salido del teatro y cuya actitud vital ha sido calcada de la misma teatralidad efectista que deprime la calidad de la dramaturgia española entre los años 1865-1900.

Columbia University



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