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ArribaAbajoFortunata y Jacinta según Televisión española: la lectura cinematográfica del clásico galdosiano por Mario Camus56

Mercedes López-Baralt


Desde aquel primer esfuerzo de Aristóteles por consignar las fronteras entre los géneros en su Poética, los estudios literarios en Occidente han seguido el prurito clasificatorio, intentando deslindar formas y retóricas en su búsqueda de una especificidad canónica. Sin embargo, la difuminación de los bordes entre los géneros literarios y aun entre las artes es igualmente antigua. Ya en la última década del siglo veinte, a nadie sorprende la recreación de la obra literaria en otros medios o su traducción a otros códigos: me refiero a la música y a las artes plásticas, y aun al cine. En algunos casos la recreación accede a niveles de belleza que honran sin menoscabo el original. Piénsese en la serigrafía del artista puertorriqueño Lorenzo Homar sobre el poema de Tomás Blanco, «Unicornio en la isla», en las «Nanas de la cebolla» de Miguel Hernández, musicalizadas por Riberto Cortés y cantadas por Joan Manuel Serrat, en los «Aires bucaneros» del poeta, Luis Palés Matos, en versión musical del también puertorriqueño cantor y compositor, Roy Brown, y sobre todo, en la espléndida versión cinematográfica de Muerte en Venecia, cuya fórmula Thomas Mann/Visconti/Mahler/Dirk Bogarde/Venecia no podía ser sino garantía de éxito.57

En lo que al cine se refiere, su trayectoria, como lo ha visto Kauffman, no es sino la historia de adaptaciones de materiales de otras fuentes. Curiosamente, su origen no está en el teatro, pues el cine requiere la movilidad que le falta a aquél; de ahí que el modelo narrativo imperante en el cine sea, desde Griffith, la novela decimonónica (Delgado Cabrera 2).58 De la tiranía del impulso narrativo, con sus convenciones espacio-temporales, los cineastas de vanguardia, tanto europeos (Dalí y Buñuel con su film surrealista, Un chien andalou, de 1928, Jean Luc: Godard con Pierrot le jou, de 1965) como norteamericanos (Orson Welles con su Citizen Kane, de 1941) han querido liberar al cine para producir una «escritura del movimiento»59 en que la imagen triunfe sobre la palabra. Pero, sea por lo que señala Mircea Eliade sobre la necesidad humana de contar relatos, o por la oportuna reivindicación del cine norteamericano de los años cincuenta realizada por la revista francesa Cahiers du Cinéma, tanto como por las aportaciones del neorrealismo italiano inaugurado por Rossellini con Roma, città aperta (1945) y aun del neoespiritualismo del Fellini de La strada (1954), lo cierto es que la narración y el cine siguen dándose la mano. Y que las adaptaciones literarias continúan en boga.

Quisiera aquí asomarme a un caso singular de adaptación cinematográfica de la literatura que no ha sido explorado aún por el galdosismo: la lectura televisiva que de Fortunata y Jacinta (la «opera magna» de Galdós, de 1887) realizara en 1980 Mario Camus. Cabe recordar, sin embargo, que en el esfuerzo de llevar al cine la obra galdosiana Camus no es el primero: le antecede nada menos que Buñuel, con sus films sobre Nazarín (1958) y Tristana (1970), y una versión española de Fortunata y Jacinta, dirigida por Angelino   —94→   Fons en 1969, a la que vale la pena acercarnos antes de considerar la serie de Camus, pues se trata de su antecedente inmediato.60

La película de Fons (con Emina Penella como Fortunata, Liana Orfei como Jacinta, Máximo Valverde como Juan, Bruno Corazzari como Maxi, Julia Gutiérrez Caba como Guillermina, Terele Pávez como Mauricia y María Luisa Ponte como doña Lupe) deja mucho que desear. Entre las actuaciones sólo cabe destacar la de Ponte, quien se estrena en el papel de doña Lupe que culminará en la serie de Camus. Jacinta pierde su nivel protagónico; Maxi se descompone y falta a la fría lógica que en la novela exhibe el personaje al contarle a Fortunata de la traición de Aurora. Sin embargo, hay que reconocerle el acierto al guionista cuando reproduce en esta escena -aunque reducido- el parlamento de Maxi sobre la imposibilidad de estafar a la Naturaleza (tanto más porque la mención a la Naturaleza se obvia en la versión de Camus): «Nos casamos por debilidad tuya y error mío. Yo te quería, tú a mí no. Contra la Naturaleza no se puede luchar». En cuanto a Fortunata, aunque Enima Penella no tiene la edad adecuada para el rol, ni tampoco la belleza, sin embargo, logra dar la nota primitiva del personaje, cosa que, como veremos más adelante, no consigue Ana Belén en la serie televisiva.

Uno de los problemas que enfrenta la versión cinematográfica de la novela es el del tiempo: cómo reducir a dos horas una historia que en el original ocupa dos volúmenes. Necesariamente se pierden muchos elementos importantes del relato (por ejemplo, todo el episodio del asedio de Moreno Isla a Jacinta desaparece). En algunos momentos el director opta por una alternativa que resulta artificial: la voz «en off» o un narrador incorpóreo que cuenta lo que ha pasado en los lapsos que no vemos.

Sin embargo, y para nuestra sorpresa, el director y el guionista han incorporado dos campos semánticos del simbolismo de la novela: el de las aves y el de la carne (casi obviados, por cierto, en la versión de Camus61). El simbolismo ornitológico es abordado por el film al mostrar al «sicario» matando gallinas en la Cava, la estela de plumas en los peldaños que llevan a la casa de Fortunata, y a la Prójima agasajando palomas en su pecho. Para insistir en dicho simbolismo Fons añade una escena truculenta que no figura en la novela, en la que Fortunata se acuesta con Juan en la pollería de su tía, en su suelo cubierto de plumas, y mientras sobre ambos amantes cuelga una gallina muerta. Escena tal no podría haberse dado en la novela, escrita en una etapa en la que ya su autor, lejos de La desheredada, ha querido distanciarse de Zola, hasta el punto de parodiar el naturalismo en Lo prohibido, la novela inmediatamente anterior a Fortunata.

El simbolismo de la carne se inicia en la novela con el pasaje final de su primer capítulo, cuando el narrador afirma de Juan, «Decía que entre estas dos maneras de vivir, observaba él la diferencia que hay entre comerse una chuleta y que le vengan a contar a uno cómo y cuándo se la ha comido otro, haciendo el cuento muy a lo vivo, se entiende, y describiendo la cara que ponía, el gusto que le daba la masticación, la gana con que tragaba y el reposo con que digería » (1: 111). Chamberlin ha examinado a Fortunata como el objeto del deseo carnal de Juan, desde que Estupiñá le cuenta a Barbarita que su hijo y Villalonga andan con «un par de reses muy bravas», hasta que muere desangrada de sobreparto, tras el sueño premonitorio y erótico de los tubos, en que ve las «tiras de carne» sobre la parrilla de un asador. La película de Fons reconoce este motivo simbólico; Barbarita le dice a Guillermina que Juanito «discutía con Plácido una cuestión de carnes» (el pasaje no figura en la novela), y ambas nombran a Fortunata como «res brava».

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También insiste esta versión, y con acierto, en la dimensión cuasi incestuosa de la relación entre Juan y su mujer -que dará pie a la atinada interpretación de Harriet Turner sobre la infertilidad de Jacinta- desde que al inicio de la película Barbarita ve a ambos niños durmiendo juntos y se promete llevarlos «de la cuna al tálamo».

La «pícara idea» asoma tímidamente cuando Fortunata se dice a sí misma: «Yo soy la verdadera esposa del Delfín, porque yo le voy a dar otro hijo». En su lecho de muerte repite las palabras: «Yo soy la verdadera mujer del Delfín», con lo que notamos el cumplimiento de su autodeterminación, aunque ésta no se desarrolle pormenorizadamente. Al final, Fortunata le entrega su niño a Jacinta a través, no de Estupiñá, sino de Guillermina. No presenciamos la muerte de la Prójima (con lo que se pierde la lección cervantina del final de la novela), aunque sí su entierro, al que nadie asiste. Vemos a Maxi en Leganés diciendo «Resido en las estrellas». Y la película cierra con una extrañísima escena: tras de echar a Juanito de la habitación, Jacinta le canta al nuevo Pituso y lo acuna, mientras se ríe como una demente.62 Dudoso broche de oro para el film: Angelino Fons ha incurrido en el error lamentable de desplazar la locura de Maxi a Jacinta, cuya lucidez final en la novela es admirable.

Como era de esperar, la Fortunata y Jacinta de Fons ha quedado relegada justamente al olvido, mientras que la serie televisiva dirigida por Mario Camus ha alcanzado una popularidad insospechada.63 La carrera cinematográfica del laureado director santanderino, quien ha merecido el Premio Nacional de Cinematografía de 1985 y, recientemente, la Medalla de Oro de Bellas Artes, cubre una amplia gama.64 Pero, como le confesara a Ángeles Velasco en 1982, «siempre me gustó más la literatura que el cine». Esta vocación de traducir la página impresa a película de celuloide se hace evidente al repasar varios títulos de su filmografía, entre ellos su magnífica adaptación de la novela de Miguel Delibes, Los santos inocentes, de 1984.

Fortunata y Jacinta constituye la primera serie televisiva de Mario Camus. Una co-producción de Televisión Española/Televetia/Telefrance que costó 170 millones de pesetas y se rodó entera en Madrid, consta de diez capítulos de una hora de duración cada uno, y cuenta con Mario Camus no sólo como director, sino como guionista, compartiendo esta segunda tarea con Ricardo López Aranda. Don Pedro Ortiz Armengol figura como asesor literario; la fotografía se debe a Juan Martín Benito y la música a Antón García Abril. Un elenco elegido por el mismo Camus asumió la caracterización de los inolvidables personajes galdosianos.65 Sobre la elección de tres de los protagonistas, dice Lola Aguado, citando a Camus: «Eligió a Gendron 'porque podía cruzar un salón con elegancia' (es hijo del violonchelista Maurice Gendron) para hacer el Juanito Santa Cruz, y a Mario Pardo porque es un grande, extraordinario actor, que no había encontrado su oportunidad. Eligió a Ana 'porque sabía que podría dar esos matices que nadie, a su edad, podía darlos'». Refiriéndose a Fortunata, Camus recuerda a otras actrices que la interpretaron para el cine (Enima Penella) y el teatro (Nati Mistral), y que le parecen mayores en edad de lo que fue la Pitusa, cuya historia comienza cuando tiene unos 19 años y termina con su muerte a los 26. Arguye Camus que a Fortunata le pasa lo que le pasa entre otras cosas por joven, porque su inmadurez le impide superar el primer amor: «Si le pasase mayor sería tonta».

Los lectores, más aún, los asiduos, de Fortunata y Jacinta que hemos visto la serie no podemos menos que ceder a la tentación de privilegiar el referente, es decir, la obra   —96→   galdosiana, y anotar lo que desde nuestra perspectiva parecen aciertos y fallas de Camus en la puesta en escena de la novela, aunque por justicia debamos luego examinar la coherencia de la lectura particular que hace el cineasta del texto galdosiano, lectura a la que, por supuesto, tiene tanto derecho como cada lector o cada crítico a la suya.66 Pero antes debemos darnos cuenta cabal de las consecuencias de la traslación de códigos, en el proceso de llevar la palabra impresa al celuloide, cosa que para nada depende de la voluntad de un director.

Lo evidente es la reducción de la participación activa de la imaginación, puesto que el cine nos da a través de la imagen caras y figuras hechas ya, con lo que reduce la posibilidad de proyección psicológica que hacemos en la lectura silente de un texto, cuando somos dueños y señores de otorgar rostros a los personajes. Pues, además de esto, quisiera subrayar aquí al menos dos consecuencias de la traslación de códigos, que, a su vez, engendran otras tantas.

La primera pérdida irreparable, sobre todo en el caso de la novela que nos ocupa, es la del narrador. Esta pérdida arrastra consigo el humor, que es, para los lectores de Galdós, el carnet de identidad del novelista, y la clave de su superioridad sobre autores tan geniales como amargos, un Flaubert o el mismo Clarín. Pues este humor, que asoma desde la primera oración de la obra creando un vínculo de íntima complicidad entre el narrador y el lector, es precisamente el elemento que hace soportable la tragedia de la historia de dos casadas, atenuando el siempre posible melodrama. Así, vemos que escenas de intenso patetismo se hacen más leves por el humor del coloquialismo de un narrador simpáticamente castizo: pongamos por ejemplo un pasaje sobre la agonía de Mauricia, quien pierde aceleradamente la lucidez mental: «Y mirando con extraviados ojos al techo, parecía entregarse al doloroso trabajo de recordar, cazando las ideas como si fueran moscas» (2: 197; mi subrayado). Este atenuante de la tragedia falta necesariamente en la versión televisiva de la novela. Con el narrador de Fortunata y Jacinta, que editorializa cuando le viene en gana y se equivoca patentemente, que no representa para nada la voz monolítica de un autor que por otra parte siempre dudó, hemos perdido también mucho del perspectivismo cervantino, que no es otra cosa que la ambigüedad, en la novela televisada.

La mera posibilidad de un punto de vista narrativo en el cine es aún debatible para críticos y cineastas.67 Las distinciones más frecuentemente empleadas cuando se habla sobre el punto de vista cinematográfico son las que oponen la primera persona (un narrador dentro de la misma historia representada -este punto de vista, muy subjetivo, sólo se da en tomas muy fugaces que miran lo que el personaje mira y que podrían considerarse literariamente como citas de parlamentos del personaje subsumidas dentro del discurso más amplio del narrador) a la tercera persona (un narrador que está fuera de la historia y no corresponde a ningún personaje, y que puede identificarse con la cámara). Sin embargo, para Sontag y Godard, la primera persona corresponde al director de cine, una presencia exterior al film. Pero ambos se están refiriendo, ante todo, a films autorreferenciales, que ponen de relieve el artificio de la construcción de la película y por ende convierten al director en protagonista implícito. Bruce Kawin, por su parte, acuña el término de «mindscreen» para hablar del punto de vista de primera persona; con él se refiere a la inteligencia incorpórea que guía nuestra percepción del film. Comentando sobre la noción de Kawin, Wilson (134), quien desestima la utilidad de la distinción entre primera y tercera persona dentro del lenguaje cinematográfico, sugiere que en teoría literaria su   —97→   correlato bien pudiera ser el concepto, si no del narrador, del autor implícito de la obra; de ahí que proponga con cautela la noción de «cineasta implícito» para sustituir el abusado empleo de la categoría de punto de vista fílmico. Entre el cineasta implícito en el film y el cineasta real o director puede haber diferencias: el primero puede ostentar características que el director quizá no exhiba, ya en su vida diaria, ya en otras películas. Por otra parte, el cineasta implícito no se puede reducir a la cámara, pues hay música, parlamentos, luces, actuaciones que dirigir.68

Retornando a la Fortunata y Jacinta de Camus, hemos apuntado antes al menoscabo que supone para la ambigüedad de la novela televisiva la pérdida del narrador del texto original. Sin embargo, la ambigüedad no desaparece del todo, ya que al narrador lo sustituye el cineasta implícito -Camus como director de esta serie y no de sus otros films con su manejo de la cámara. Bien sabemos que la imagen es fuente de ambigüedad: hace poco nos lo recordó Roland Barthes cuando explicaba la contigüidad de la palabra en los anuncios publicitarios visuales, palabra necesaria «para combatir el terror de los signos inciertos». Quisiera referirme al caso de Guillermina Pacheco, «la santa».

Muchos lectores, siguiendo al mismo Galdós, quien admiraba mucho al modelo real para la fundadora, suelen recibir con simpatía al personaje. Sin embargo, si tomamos en serio al menos dos índices que nos da Galdós en la novela, por un lado los epítetos encontrados de «la santa» y «la rata eclesiástica» (ambos figuran en la serie, el primero en boca de Jacinta y el segundo en boca de Moreno Isla), y por el otro, el sueño de Fortunata, en que se funden Mauricia y Guillermina en una sola persona, tenemos que reconocer que el personaje es harto ambiguo.69 Ya Caudet ha señalado en su edición de la novela (2: 454, nota 102) que «Frente al 'corazón' de Ballester la 'santidad' de la 'santa Guillermina' palidece». Pero antes Brooks (93), uno de los primeros críticos en perforar la aureola de santidad de la Pacheco, había visto cómo personajes menos ortodoxos (doña Lupe, Feijoo), al ayudar efectivamente y con respeto a Fortunata, la superan con mucho.70 Es decir, que, por un lado, Guillermina tiene la caridad activa de una Santa Teresa, fundando asilos y pidiendo para los niños huérfanos; pero, por el otro, no tiene compasión. Es intolerante con la pluralidad religiosa (tilda de indecentes a los protestantes que recogen de la calle a Mauricia en su «delirium tremens»), no reconoce la libertad de la conciencia (mete por la fuerza a las «mujeres malas» a Las Micaelas), quiere comprar al falso Pituso, luego casi robar al verdadero, no entiende la naturaleza humana (queda humillada en su famoso careo con Fortunata) y siempre disculpa a Juan por sus «devaneos».

Esta ambigüedad del personaje ha sido agudamente captada por Camus, de una manera asaz fina: durante el velorio de Mauricia el rostro de Guillermina emerge de la oscuridad de la sala enmarcado por un pañuelo negro, y su parecido con las brujas de Goya, por cierto, uno de los pintores más amados de Galdós, produce una sacudida en el espectador: estamos ante la otra cara, siniestra, de la santa. El director ha sabido sacar partido de la cara de la actriz que asume el personaje, Berta Riaza.71 Porque, aunque de la boca del personaje salen palabras amables, y la vemos entregada a la caridad (ayudando a Mauricia en la extremaunción, o pidiendo para sus huérfanos), su extraño rostro, de corte redondo, pero a la vez huesudo, de anchísima frente y ojos enormes, asusta. Precisamente éste es el efecto que quiere lograr Camus con la primera aparición del personaje, que se da en el segundo capítulo, ya que la sucesión de primeros planos marca un contraste brutal: la escena anterior termina con una toma del hermoso y delicado perfil de   —98→   Jacinta, reflexionando triste sobre la fertilidad de su hermana mientras que la próxima muestra una imagen frontal del feo aunque expresivo rostro de Guillermina, con su hocico de rata, contando a los Santa Cruz la historia de cómo decidió emprender una vida de mendicación. A través de la yuxtaposición de tomas la cámara ha logrado la ironía que en el texto compete tantas veces al narrador.

Si bien una de las consecuencias de la traslación de códigos resulta en una pérdida, la otra aporta un elemento añadido: la música. Claro está que no siempre un film se acompaña de música: la Tristana y el Nazarín de Buñuel no la tienen (esta carencia, por otra parte, no puede sino ser elocuente). Pero en el cine hoy es casi imprescindible el empleo de la música para manipular las emociones del espectador (piénsese, por ejemplo, en qué sería de La Strada de Fellini sin la partitura de Nino Rota72). Para Fortunata y Jacinta Antón García Abril ha compuesto y dirigido una música cinematográfica que pasa sin dificultad de la orquesta al organillo callejero. Es difícil en el caso de algo tan subjetivo como la música poder apuntar a su posible campo semántico. Sin embargo, hay un dejo de nostalgia obsesiva, de carencia no colmada en la tristeza dulce de sus notas, aun cuando la melodía asuma el ritmo bailable de la polca o el chotis. Tristeza que forma parte de la percepción que tiene Mario Camus acerca de la suerte de Fortunata, como veremos más adelante.

La versión de Camus sigue la trama de la monumental novela galdosiana con marcada fidelidad. Y es que no se trata de la recreación libre de un texto literario, como lo fuera la Tristana de Buñuel, cuya protagonista y cuyo final distan por mucho del original.73 La intención de Camus es más modesta: se limita a difundir la novela a través del medio televisivo. Sin embargo, de este esfuerzo de masificación de la literatura el resultado es sorprendente por la calidad de la dirección, de las actuaciones, de la fotografía, de la música. Volviendo a la trama, Camus no puede menos que suprimir escenas por la limitación del tiempo, pero apenas altera los eventos. En cuanto al material documental, histórico, es natural que pierda peso (desaparece, por ejemplo, la descripción exhaustiva que hacía el original del comercio de paños madrileño). Los sucesos políticos menudean, pero no dejan de asomar, como en la novela, comentados desde el salón de los Santa Cruz o atisbados desde los balcones de esa casa: la abdicación de Amadeo de Saboya y la entrada de Alfonso XII, cuya inminencia también se comenta en una tertulia de café, a la que asisten Feijoo y Juan Pablo Rubín. En la calle presenciamos el comienzo del motín de la Noche de San Daniel, o la protesta estudiantil por la destitución de Castelar de su cátedra universitaria, al protestar por el «rasgo» de Isabel II. La exploración del subconsciente, que ha merecido para Galdós el epíteto de «Psiquiatra» por algunos críticos,74 se debilita grandemente en la serie con la pérdida de buena parte del material onírico: Camus sólo hace justicia al sueño de Jacinta en la ópera. Pero los cambios en la trama son mínimos: por ejemplo, Moreno Isla muere en la iglesia, adonde ha ido a contemplar desde lejos a Jacinta, y no solo en su piso; Feijoo conoce a Fortunata cuando ésta recoge de la calle a Mauricia borracha, y no cuando en un delirio de celos y desesperación, y tras no atreverse a entrar en la casa de los Santa Cruz para insultar a Jacinta, Fortunata pierde el camino de su casa. También se añade algún elemento: un simpático momento de la zarzuela, El barberillo de Lavapiés, del maestro Barbieri. Me refiero a la canción «Coser y cantar», que se muestra casi en su totalidad en escena con Maxi y Fortunata entre los espectadores.75 Como en la novela, la calle madrileña es también protagonista de la serie:   —99→   reconocemos la casa de los Santa Cruz en la Plazuela de Pontejos y el «habitat» de Fortunata en la Plaza Mayor y la Cava de San Miguel. La creación de la atmósfera decimonónica a través del vestuario y los decorados interiores y del paisaje urbano son dos de los logros indiscutibles de la serie televisiva. También la fotografía, que a veces crea hermosísimos bodegones, a partir de la oferta de frutas, verduras, aves y pescados, del mercado de San Miguel.

Pero nos interesa ante todo la suerte que corren las protagonistas al acceder, de la mano de Camus, a la pantalla.76 Porque en su tratamiento reside, por una parte, el principal acierto y, por otra, la principal divergencia, en el terreno de la caracterización, de la serie televisiva con respecto del texto original.

El tratamiento de Jacinta tiene unos matices muy finos, que revelan una lectura pionera del personaje. Es cierto que Maribel Martín quizá sea demasiado bonita para encarnar a la «mona del cielo», pero su pudor interpretativo reproduce la «medianía sosona» del personaje, aunque, antes de considerar los aciertos de esta caracterización (cuyos sorprendentes logros de interpretación por parte de la actriz están más en miradas y gestos faciales que en los parlamentos mismos), hay que admitir que Camus ha fallado en no reconocerle a Jacinta la aguda conciencia social que es uno de los méritos insospechados de la malcasada. Mientras los varones de la casa discuten política soltando lugares comunes y luciéndose en discursos vacuos, la caridad de Jacinta le hace entender el triste destino de la obrera decimonónica, como se desprende de las conversaciones en su luna de miel con Juanito. De ahí que comience a compadecerse de la suerte de Fortunata desde muy temprano en la obra. Lamentablemente el director obvia todo esto e incluso se equivoca con su co-guionista cuando pone en boca de Guillermina, en el segundo capítulo, palabras que pertenecen a Jacinta:

-¡Qué desigualdades!- decía, desflorando sin saberlo el problema social. Unos tanto y otros tan poco. Falta equilibrio y el mundo parece que se cae. Todo se arreglaría si los que tienen mucho dieran lo que les sobra a los que no poseen nada.


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Sin embargo, Camus percibe con singular tino, y antes de que lo hiciera la crítica (me refiero al lúcido ensayo de Harriet Turner, con el que en 1983 la estudiosa norteamericana hiciera por primera vez justicia crítica a la otra protagonista de la novela77), la sensualidad reprimida de Jacinta. Porque en el sueño de la joven señora de Santa Cruz en el teatro no sólo hay el anhelo frustrado de maternidad. Al echarse hacia atrás y cerrar los ojos mientras lacta al chiquillo, su fruición es más cercana a la del orgasmo que a la de la ternura. La sensualidad del sueño está en el texto original y ello lo ha explicado más allá de toda duda Turner. Sin embargo, tres años antes lo notaba Camus. Coherentemente con su percepción de una Jacinta apasionada, el director le concede a ésta la escena más sensual de toda la serie, más candente que las escenas de cama que otorga a Fortunata y Juanito (y que tampoco figuran en el original, por cuestiones tanto de censura como del conocido pudor galdosiano). Se trata de una escena de alcoba del capítulo séptimo de la serie. Hablan los esposos, y en medio de la conversación Juan se pone de pie frente a su mujer, que está sentada. Acaba de prometerle que va a dejar a Fortunata de una vez. La cámara se detiene largamente en la imagen que muestra el perfil de Jacinta, mirando hacia arriba al rostro de Juan, mientras de éste sólo aparece en la pantalla la   —100→   mitad inferior de su cuerpo, muy cerca de la cara de su mujer. Frente a frente, y durante más de ocho segundos, vemos el perfil de la esposa frente al perfil del sexo de Juan. De momento Jacinta comienza a bajar la mirada hasta fijarla en el sexo de su marido, al que se abraza con pasión. La escena termina con los esposos abrazados en la cama. Este detalle revelador no figura en el texto original, pero es cónsono con la personalidad de la Jacinta galdosiana, reprimida pero apasionada, y quien justo al final de la novela cederá mentalmente al adulterio con Moreno Isla al proyectar su efigie en el rostro del recién nacido Pitusín (por cierto que este momento liberador de Jacinta no figura en la serie, posiblemente por la dificultad de traducir visualmente el monólogo interior). Un último dato con respecto a la Jacinta de Camus: se atreve a caminar sola por la calle, cosa que nunca vimos hacer a la Jacinta galdosiana. Me refiero a una escena del primer capítulo, que no consta en el original, y en la que se dirige a la Cava a visitar a Estupiñá, pensando que sigue enfermo (la verdad es que anda escondiéndose de los interrogatorios de Barbarita sobre el paradero de Juan en los primeros tiempos de sus amoríos con Fortunata).

Pues bien, en tanto que la lectura cinematográfica de Jacinta es un acierto pionero de Camus, no sucede lo mismo con su Fortunata. Ha perdido mucho de su sensualidad, pese a la indiscutible belleza de Ana Belén. La actriz nos da una Fortunata vulnerable y dulce, demasiado sumisa, sin el salvajismo primitivo del original. El famoso sueño erótico de la Prójima, en que se detiene a mirar una vitrina de una tienda de tubos y de «cosas para traer y llevar el agua» (2: 255-58), se reduce en la serie a su encuentro con un Juan empobrecido. Cierto es que algunos elementos del sueño figuran en la vigilia, como las mulas apaleadas por el cochero, el hombre que traga fuego, etc., pero ha desaparecido toda la iconografía fálica con la que Galdós anticipara en trece años las equivalencias simbólicas propuestas por Freud en su Interpretación de los sueños de 1900. También se debilita en la serie el simbolismo ornitológico cuyo estudio inició Gilman en 1966, y que ha sido cantera importantísima para críticos sucesivos, como Agnes Moncy, Roger Utt y Vernon Chamberlin (es lógico que así sea, pues, como veremos en seguida, dicho simbolismo está estrechamente ligado al proceso de autodeterminación del personaje, que en la serie poco menos que se pierde).

Otra dimensión de la Fortunata original que no se subraya en la versión televisiva es la de su salud y su fuerza física. Es cierto que aparece en uno de los capítulos finales cargando a Maxi, quien se sorprende de la fuerza de la Prójima, pero Ana Belén es demasiado delicada para dar la imagen vital de naturaleza en plenitud que tanto admira Feijoo. Y sólo la vemos trabajar físicamente cuando no le cuesta más remedio: en Las Micaelas fregando suelos y lavando ropa, o en el piso que le puso Maxi al inicio, cocinando. Aquello de sacudir el polvo y barrer la casa para ahuyentar la tristeza (que en el original se da cuando Juan la abandona por segunda vez y Feijoo comienza a frecuentarla) ha desaparecido: en su lugar vemos a una Fortunata que pasa su depresión cómodamente acostada (capítulo VII de la serie).

La Fortunata televisiva pierde mucho cuando figura al lado de Mauricia «la Dura» en el quinto capítulo de la serie; me refiero a las escenas en que aparecen fregando los suelos o lavando ropa juntas en Las Micaelas, así como a aquélla en que Mauricia visita a Fortunata, que está cosiendo, en casa de doña Lupe. Entiendo que fue un error de Camus el permitir que la cámara enfocara ambos rostros en un solo primer plano, aunque posiblemente lo hiciera para apuntar a la hermandad psíquica que se da entre ambos personajes.   —101→   Sin embargo, lo que consiguen estas tomas es un contraste que le hace poco favor a la Fortunata de Ana Belén. Las dos actrices son muy guapas, pero la fuerza y la personalidad las tiene la segunda (y, perfil contra perfil, también la belleza). Aunque también sea justo reconocer, que, aunque muchos espectadores hubiéramos preferido una Fortunata realizada por Charo López, ésta no daba las condiciones de la edad: cuando hace la serie estaba ya en los treinta.

Siguiendo con la comparación entre la caracterización de ambos personajes, también hay que lamentar que el guión no conservara, en el caso de la Fortunata de Ana Belén, el coloquialismo del habla madrileña castiza. Su discurso no se diferencia en nada del discurso burgués de Jacinta. Incluso en sus escasos monólogos interiores (piénsese, por ejemplo, en aquél del cuarto capítulo de la serie, en que se debate entre casar o no con Maxi) no comete las deliciosas «incorrecciones» del lenguaje popular callejero que tan bien maneja Galdós en boca de su protagonista en el original. El lenguaje coloquial madrileño sólo se recrea en la serie televisiva en cuatro personajes: doña Lupe, Papitos, Izquierdo y Mauricia «la Dura»; pequeño burgués en el primer caso, netamente popular en el resto.

En la Fortunata de Camus echamos de menos el proceso de autodeterminación del personaje, lo que lo salva de cara, no a los demás, ni a los lectores, sino a sí misma, según entiende Bakhtin (83-96) el heroísmo en la novela moderna. En el texto el narrador glosa la agonía de la Prójima con las siguientes palabras: «Pero mientras la personalidad física se extinguía, la moral, concentrándose en una sola idea, se determinaba con desusado vigor y fortaleza» (2: 519). De ahí que para Gilman, y en ello concuerdo plenamente, el tema de Fortunata y Jacinta sea el tema de toda gran novela desde el Quijote -la creación del sentido del sin sentido, o como Lukács nos ha enseñado, una búsqueda de valores que en su aparente fracaso logra, sin embargo, triunfar. Es cierto que «la pícara idea» asoma su cara en la serie cuando Fortunata le dice de broma a Juan: «Se me ocurre proponerle un trato a tu mujer: yo le cedo a ella un hijo y ella me cede a mí a su marido» (capítulo IV), y también en la conversación que sostiene con Guillermina en el capítulo noveno, cuando la Prójima desafía a la santa, diciéndole: «Yo le puedo dar un hijo [y Jacinta no]... ésa es mi idea»; «se me ha metido una idea negra en la cabeza, es una idea muy perra, negra como las niñas de los ojos del demonio... que me dice que no peco». Y que vemos a la Prójima satisfecha de haber cumplido su plan cuando, en el último capítulo de la serie, y al arrullar a su niño, se dice: «Dios no puede volverse atrás de lo que ha hecho. Y aunque se hunda el mundo, este hijo es el verídico nieto de don Baldomero y doña Barbarita, y la otra, con todo su ángel, no toca pita». Pero no asistimos a su lucha interior, a su difícil decisión de hacer «lo que le saliera de entra sí». De ahí que en la serie muera sin afirmarse, sin exclamar «Soy ángel... yo también... mona del Cielo» (2: 528). El silencio de una Fortunata que muere sola en la serie ocupa el lugar de estas esperanzadas palabras del original. El patetismo de su muerte lo subraya la melodia nostálgica, por lo vital de su ritmo bailable, del organillo que entra por la ventana, eco de otro final: el de Emma Bovary, Recordemos que la terrible agonía de la heroína de Flaubert tiene como contrapartida irónica la música de una coplilla popular que canta a los placeres de la vida en la vendimia del verano.78 Por cierto que en una primera versión del manuscrito de la novela Galdós se vio tentado a seguir la huella del francés, finalizando la historia con el suicidio de la Prójima, tras tomar láudano. Pero desestimó la amargura de dicho desenlace, que hubiera menoscabado la «angelización» y el heroísmo de su protagonista, y prefirió un final más cervantino.

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Una posible explicación para la pérdida del proceso de autodeterminación de la Pitusa en la versión televisiva estaría en la dificultad de reproducir cinematográficamente el monólogo interior. Sin embargo, pienso que no se trata de ello, sino de la lectura particular que Camus hace del personaje, y que explica el por qué estamos ante una Fortunata entristecida, victimizada, que cuando conversa con Mauricia palidece ante la fuerza de «La Dura» encarnada por Charo López. Y es que Camus ha elegido una de las dos posibles lecturas del personaje, la que opuso en su momento Blanco Aguinaga a la de Gilman. Para Blanco Aguinaga el personaje es patético, eternamente manipulado por los demás, y su final, trágico. Sin embargo, Gilman lo ve como «escultura de sí misma» que resulta de la «pícara idea». Ambas lecturas son válidas e incluso compatibles, si pensamos que el fracaso social la Prójima lo convierte, con el «rasgo», en triunfo moral. Sin embargo, Camus se ha quedado con la primera. Es una lectura que, a más de legítima, no deja de ser coherente en la serie: recordemos cómo, en el segundo capítulo de ésta, Fortunata se esconde cabizbaja en un rincón cuando Juanito se ríe con Villalonga de su familia, incitando a Izquierdo a pelear, para luego detener las riñas, echando billetes al aire, que recogen desesperados ambos tíos de la Prójima: el director ha querido dejar establecida su vulnerabilidad y su calidad de víctima desde el comienzo de la historia.

No hemos hecho, hasta aquí, sino mirar a Mario Camus mirar a Galdós. Haciendo pleno uso de la tan cervantina libertad del lector, Camus hizo suya la novela. Es posible que no sea la mía (la prefiero más polivalente, con Fortunata como «héroe hembra», al decir de Agnes Moncy) o la de otros lectores, pero se trata, sin duda, de una lectura legítima. Convencido de que las historias salen de los fracasos, no de los triunfos», como afirmara en una entrevista de 1991 para El País de Barcelona, asumió la difícil tarea de llevar la monumental novela al cine. «Hay que acostumbrarse a no dominar nunca del todo nuestro trabajo. Por eso, este oficio nuestro es oficio de gente humilde», comentó una vez a Juan Carlos Frugone, con ejemplar modestia. Al saber aunar esfuerzos, y dirigirlos concertadamente para lograr esta espléndida serie, reconociéndose como uno de tantos en un colectivo profesional, Mario Camus ha logrado algo más: instar a los televidentes a emprender la lectura de la novela que les cautivara a través de la pantalla chica.

Universidad de Puerto Rico

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