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- XIII -

La educación no es la instrucción


Belgrano, Bolívar, Egaña y Rivadavia comprendieron desde su tiempo que sólo por medio de la educación conseguirían algún día estos pueblos hacerse merecedores de la forma de gobierno que la necesidad les impuso anticipadamente. Pero ellos confundieron la educación con la instrucción, el género con la especie. Los arboles son susceptibles de educación; pero sólo se instruye a los seres racionales. Hoy día la ciencia pública se da cuenta de esta diferencia capital, y no dista mucho la ocasión célebre en que un profundo pensador, M. Troplong, hizo sensible esta diferencia cuando la discusión sobre la libertad de la enseñanza en Francia.

Aquel error condujo a otro: el de desatender la educación que se opera por la acción espontánea de las cosas, la educación que se hace por el ejemplo de una vida más civilizada que la nuestra; educación fecunda, que Rousseau comprendió   -77-   en toda su importancia y llamó educación de las cosas.

Ella debe tener el lugar que damos a la instrucción en la edad presente de nuestras Repúblicas, por ser el medio más eficaz y más apto de sacarlas con prontitud del atraso en que existen.

Nuestros primeros publicistas dijeron: «¿De qué modo se promueve y fomenta la cultura de los grandes Estados europeos? Por la instrucción, principalmente: luego éste debe ser nuestro punto de partida.

Ellos no vieron que nuestros pueblos nacientes estaban en el caso de hacerse, de formarse, antes de instruirse, y que si la instrucción es el medio de cultura de los pueblos ya desenvueltos, la educación por medio de las cosas es el medio de instrucción que más conviene a pueblos que empiezan a crearse.

En cuanto a la instrucción que se dio a nuestro pueblo, jamás fue adecuada a sus necesidades. Copiada de la que recibían pueblos que no se hallan en nuestro caso, fue siempre estéril y sin resultado provechoso.

La instrucción primaria dada al pueblo más bien fue perniciosa. ¿De qué sirvió al hombre del pueblo el saber leer? De motivo para verse ingerido como instrumento en la gestión de la vida política, que no conocía; para instruirse en el veneno de la prensa electoral, que contamina y destruye en vez de ilustrar; para leer insultos, injurias, sofismas y proclamas de incendio, lo único que pica y estimula su curiosidad inculta y grosera.

No pretendo que deba negarse al pueblo la instrucción primaria, sino que es un medio impotente de mejoramiento comparado con otros, que se han desatendido.

La instrucción superior en nuestras Repúblicas no fue menos estéril e inadecuada a nuestras necesidades. ¿Qué han sido nuestros institutos y universidades   -78-   de Sud América, sino fábricas de charlatanismo, de ociosidad, de demagogia y de presunción titulada?

Los ensayos de Rivadavia, en la instrucción secundaria, tenían el defecto de que las ciencias morales y filosóficas eran preferidas a las ciencias prácticas y de aplicación, que son las que deben ponernos en aptitud de vencer esta naturaleza selvática que nos domina por todas partes, siendo la principal misión de nuestra cultura actual el convertirla y vencerla. El principal establecimiento se llamó colegio de ciencias morales. Habría sido mejor que se titulara y fuese colegio de ciencias exactas y de artes aplicadas a la industria.

No pretendo que la moral deba ser olvidada. Sé que sin ella la industria es imposible; pero los hechos prueban que se llega a la moral más presto por el camino de los hábitos laboriosos y productivos de esas nociones honestas, que no por la instrucción abstracta. Estos países necesitan más de ingenieros, de geólogos y naturalistas, que de abogados y teólogos. Su mejora se hará con caminos, con pozos artesianos, con inmigraciones, y no con periódicos agitadores o serviles, ni con sermones o leyendas.

En nuestros planes de instrucción debemos huir de los sofistas, que hacen demagogos, y del monaquismo, que hace esclavos y caracteres disimulados. Que el clero se eduque a sí mismo, pero no se encargue de formar nuestros abogados y estadistas, nuestros negociantes, marinos y guerreros. ¿Podrá el clero dar a nuestra juventud los instintos mercantiles e industriales que deben distinguir al hombre de Sud América? ¿Sacará de sus manos esa fiebre de actividad y de empresa que lo haga ser el yankee hispano-americano?

La instrucción, para ser fecunda, ha de contraerse a ciencias y artes de aplicación, a cosas   -79-   prácticas, a lenguas vivas, a conocimientos de utilidad material e inmediata.

El idioma inglés, como idioma de la libertad, de la industria y del orden, debe ser aún más obligatorio que el latín; no debiera darse diploma ni título universitario al joven que no lo hable y escriba. Esa sola innovación obraría un cambio fundamental en la educación de la juventud. ¿Como recibir el ejemplo y la acción civilizadora de la raza anglosajona sin la posesión general de su lengua?

El plan de instrucción debe multiplicar las escuelas de comercio y de la industria, fundándolas en pueblos mercantiles.

Nuestra juventud debe ser educada en la vida industrial, y para ello ser instruida en las artes y ciencias auxiliares de la industria. El tipo de nuestro hombre sudamericano debe ser el hombre formado para vencer al grande y agobiante enemigo de nuestro progreso: el desierto, el atraso material, la naturaleza bruta y primitiva de nuestro continente.

A este fin debe propenderse a sacar a nuestra juventud de las ciudades mediterráneas, donde subsiste el antiguo régimen con sus hábitos de ociosidad, presunción y disipación, y atraerla a los pueblos litorales, para que se inspire de la Europa, que viene a nuestro suelo, y de los instintos de la vida moderna.

Los pueblos litorales, por el hecho de serlo, son liceos más instructivos que nuestras pretenciosas universidades.

La industria es el único medio de encaminar la juventud al orden. Cuando Inglaterra ha visto arder Europa en la guerra civil, no ha entregado su juventud al misticismo para salvarse; ha levantado un templo a la industria y le ha rendido un culto, que ha obligado a los demagogos a avergonzarse de su locura.

  -80-  

La industria es el calmante por excelencia. Ella conduce por el bienestar y por la riqueza al orden, por el orden a la libertad: ejemplos de ello Inglaterra y los Estados Unidos. La instrucción en América debe encaminar sus propósitos a la industria.

La industria es el gran medio de moralización. Facilitando los medios de vivir, previene el delito, hijo las más veces de la miseria y del ocio. En vano llenaréis la inteligencia de la juventud de nociones abstractas sobre religión; si la dejáis ociosa y pobre, a menos que no la entreguéis a la mendicidad monacal, será arrastrada a la corrupción por el gusto de las comodidades que no puede obtener por falta de medios. Será corrompida sin dejar de ser fanática. Inglaterra y los Estados Unidos han llegado a la moralidad religiosa por la industria; y España no ha podido llegar a la industria y a la libertad por simple devoción. España no ha pecado nunca por impía; pero no le ha bastado eso para escapar de la pobreza, de la corrupción y del despotismo.

La religión, base de toda sociedad, debe ser entre nosotros ramo de educación, no de instrucción. Prácticas y no ideas religiosas es lo que necesitamos. Italia ha llenado de teólogos el mundo; y tal vez los Estados Unidos no cuentan uno solo. ¿Quién diría, sin embargo, que son más religiosas las costumbres italianas que las de Norte América? La América del Sud no necesita del cristianismo de gacetas, de exhibición y de parada; del cristianismo académico de Montalembert, ni del cristianismo literario de Chateaubriand. Necesita de la religión el hecho, no la poesía; y ese hecho vendrá por la educación práctica, no por la prédica estéril y verbosa.

En cuanto a la mujer, artífice modesto y poderoso, que, desde su rincón, hace las costumbres privadas y públicas, organiza la familia, prepara el ciudadano y echa las bases del Estado, su instrucción   -81-   no debe ser brillante. No debe consistir en talentos de ornato y lujo exterior, como la música, el baile, la pintura, según ha sucedido hasta aquí. Necesitamos señoras y no artistas. La mujer debe brillar con el brillo del honor, de la dignidad, de la modestia de su vida. Sus destinos son serios; no ha venido al mundo para ornar el salón, sino para hermosear la soledad fecunda del hogar. Darle apego a su casa, es salvarla; y para que la casa la atraiga, se debe hacer de ella un Edén. Bien se comprende que la conservación de ese Edén exige una asistencia y una laboriosidad incesantes, y que una mujer laboriosa no tiene el tiempo de perderse, ni el gusto de disiparse en vanas reuniones. Mientras la mujer viva en la calle y en medio de las provocaciones, recogiendo aplausos, como actriz, en el salón, rozándose como un diputado entre esa especie de público que se llama la sociedad, educará los hijos a su imagen, servirá a la República como Lola Montes, y será útil para sí misma y para su marido como una Mesalina más o menos decente.

He hablado de la instrucción.

Diré ahora cómo debe operarse nuestra educación.




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- XIV -

Acción civilizadora de Europa en las Repúblicas de Sud América


Las Repúblicas de la América del Sud son producto y testimonio vivo de la acción de Europa en América. Lo que llamamos América independiente no es más que Europa establecida en América; y nuestra revolución no es otra cosa que la desmembración de un poder europeo en dos mitades, que hoy se manejan por sí mismas.

Todo en la civilización de nuestro suelo es europeo;   -82-   la América misma es un descubrimiento europeo. La sacó a luz un navegante genovés, y fomentó el descubrimiento una soberana de España. Cortés, Pizarro, Mendoza, Valdivia, que no nacieron en América, la poblaron de la gente que hoy la posee, que ciertamente no es indígena.

No tenemos una sola ciudad importante que no haya sido fundada por europeos. Santiago fue fundada por un extranjero llamado Pedro Valdivia, y Buenos Aires por otro extranjero que se llamó Pedro de Mendoza.

Todas nuestras ciudades importantes recibieron nombres europeos de sus fundadores extranjeros. El nombre mismo de América fue tomado de uno de esos descubridores extranjeros, Américo Vespucio, de Florencia.

Hoy mismo, bajo la independencia, el indígena no figura ni compone mundo en nuestra sociedad política y civil.

Nosotros, los que nos llamamos americanos, no somos otra cosa que europeos nacidos en América. Cráneo, sangre, color, todo es de fuera.

El indígena nos hace justicia; nos llama españoles hasta el día. No conozco persona distinguida de nuestra sociedad que lleve apellido pehuenche o araucano. El idioma que hablamos es de Europa. Para humillación de los que reniegan de su influencia, tienen que maldecirla en lengua extranjera. El idioma español lleva su nombre consigo.

Nuestra religión cristiana ha sido traída a América por los extranjeros. A no ser por Europa, hoy América estaría adorando al sol, a los árboles, a las bestias, quemando hombres en sacrificio, y no conocería el matrimonio. La mano de Europa plantó la cruz de Jesucristo en la América antes gentil. ¡Bendita sea por esto sólo la mano de Europa!

Nuestras leyes antiguas y vigentes fueron dadas   -83-   por reyes extranjeros, y al favor de ellos tenemos hasta hoy códigos civiles, de comercio y criminales. Nuestras leyes patrias son copias de leyes extranjeras.

Nuestro régimen administrativo en hacienda, impuestos, rentas, etc., es casi hoy la obra de Europa. ¿Y qué son nuestras constituciones políticas sino adopción de sistemas europeos de gobierno? ¿Qué es nuestra gran revolución, en cuanto a ideas, sino una faz de la Revolución de Francia?

Entrad en nuestras universidades, y dadme ciencia que no sea europea; en nuestras bibliotecas, y dadme un libro útil que no sea extranjero.

Reparad en el traje que lleváis, de pies a cabeza, y será raro que la suela de vuestro calzado sea americana. ¿Qué llamamos buen tono, sino lo que es europeo? ¿Quién lleva la soberanía de nuestras modas, usos elegantes y cómodos? Cuando decimos confortable, conveniente, bien, comme il faut, ¿aludimos a cosas de los araucanos?

¿Quién conoce caballero entre nosotros que haga alarde de ser indio neto? ¿Quién casaría a su hermana o a su hija con un infanzón de la Araucania, y no mil veces con un zapatero inglés?

En América todo lo que no es europeo es bárbaro: no hay más división que ésta: 1.º, el indígena, es decir, el salvaje; 2.º, el europeo, es decir, nosotros, los que hemos nacido en América y hablamos español, los que creemos en Jesucristo y no en Pillán (dios de los indígenas).

No hay otra división del hombre americano. La división en hombre de la ciudad y hombres de las campañas es falsa, no existe; es reminiscencia de los estudios de Niebuhr sobre la historia primitiva de Roma. Rosas no ha dominado con gauchos, sino con la ciudad. Los principales unitarios fueron hombres del campo, tales como Martín Rodríguez, los Ramos, los Miguens, los Díaz Vélez: por el contrario,   -84-   los hombres de Rosas, los Anchorenas, los Medranos, los Dorregos, los Arana, fueron educados en las ciudades. La mashorca no se componía de gauchos.

La única subdivisión que admite el hombre americano español es en hombre del litoral y hombre de tierra adentro o mediterráneo. Esta división es real y profunda. El primero es fruto de la acción civilizadora de la Europa de este siglo, que se ejerce por el comercio y por la inmigración en los pueblos de la costa. El otro es obra de la Europa del siglo XVI, de la Europa del tiempo de la conquista, que se conserva intacto como en un recipiente, en los pueblos interiores de nuestro continente, donde lo colocó España, con el objeto de que se conservase así.

De Chuquisaca a Valparaíso hay tres siglos de distancia: y no es el instituto de Santiago el que ha creado esta diferencia en favor de esta ciudad. No son nuestros pobres colegios los que han puesto el litoral de Sud América trescientos años más adelante que las ciudades mediterráneas. Justamente carece de universidades el litoral. A la acción viva de la Europa actual, ejercida por medio del comercio libre, por la inmigración y por la industria, en los pueblos de la margen, se debe su inmenso progreso respecto de los otros.

En Chile no han salido del Instituto los Portales, los Rengifo y los Urmeneta, hombres de Estado que han ejercido alto influjo. Los dos Egañas, organizadores ilustres de Chile, se inspiraron en Europa de sus fecundos trabajos. Más de una vez los jefes y los profesores del Instituto han tomado de Valparaíso sus más brillantes y útiles inspiraciones de gobierno.

Desde el siglo XVI hasta hoy no ha cesado Europa un solo día de ser el manantial y origen de la civilización de este continente. Bajo el antiguo   -85-   régimen, Europa desempeñó ese papel por conducto de España. Esta nación nos trajo la última expresión de la Edad media, y el principio del renacimiento de la civilización en Europa.

Con la revolución americana acabó la acción de la Europa española en este continente; pero tomó su lugar la acción de la Europa anglosajona y francesa. Los americanos de hoy somos europeos que hemos cambiado de maestros: a la iniciativa española ha sucedido la inglesa y francesa. Pero siempre es Europa la obrera de nuestra civilización. El medio de acción ha cambiado, pero el producto es el mismo. A la acción oficial o gubernamental ha sucedido la acción social, de pueblo, de raza. La Europa de estos días no hace otra cosa en América, que completar la obra de la Europa de la Edad media, que se mantiene embrionaria, en la mitad de su formación. Su medio actual de influencia no será la espada, no será la conquista. Ya América está conquistada, es europea y por lo mismo inconquistable. La guerra de conquista supone civilizaciones rivales, Estados opuestos -el salvaje y el europeo, v. gr.- Este antagonismo no existe; el salvaje está vencido, en América no tiene dominio ni señorío. Nosotros, europeos de raza y de civilización, somos los dueños de América.

Es tiempo de reconocer esta ley de nuestro progreso americano, y volver a llamar en socorro de nuestra cultura incompleta a esa Europa, que hemos combatido y vencido por las armas en los campos de batalla, pero que estamos lejos de vencer en los campos del pensamiento y de la industria.

Alimentando rencores de circunstancias, todavía hay quienes se alarmen con el solo nombre de Europa; todavía hay quienes abriguen temores de perdición y esclavitud.

Tales sentimientos constituyen un estado de enfermedad en nuestros espíritus sudamericanos, sumamente   -86-   aciago a nuestra prosperidad, y digno por lo mismo de estudiarse.

Los reyes de España nos enseñaron a odiar bajo el nombre de extranjero, a todo el que no era español. Los libertadores de 1810, a su vez, nos enseñaron a detestar bajo el nombre de europeo a todo el que no había nacido en América. España misma fue comprendida en este odio. La cuestión de guerra se estableció en estos términos: Europa y América, el viejo mundo y el mundo de Colón. Aquel odio se llamó lealtad y éste patriotismo. En su tiempo esos odios fueron resortes útiles y oportunos; hoy son preocupaciones aciagas a la prosperidad de estos países.

La prensa, la instrucción, la historia, preparadas para el pueblo, deben trabajar para destruir las preocupaciones contra el extranjerismo, por ser obstáculo que lucha de frente con el progreso de este continente. La aversión al extranjero es barbarie en otras naciones; en las de América del Sud es algo más, es causa de ruina y de disolución de la sociedad de tipo español. Se debe combatir esa tendencia ruinosa con las armas de la credulidad misma y de la verdad grosera que están al alcance de nuestras masas. La prensa de iniciación y propaganda del verdadero espíritu de progreso debe preguntar a los hombros de nuestro pueblo si se consideran de raza indígena, si se tienen por indios pampas o pehuenches de origen, si se creen descendientes de salvajes y gentiles, y no de las razas extranjeras que trajeron la religión de Jesucristo y la civilización de Europa a este continente, en otro tiempo patria de gentiles.

Nuestro apostolado de civilización debe poner de bulto yen toda su desnudez material, a los ojos de nuestros buenos pueblos envenenados de prevención contra lo que constituye su vida y progreso, los siguientes hechos de evidencia histórica. Nuestro   -87-   santo Papa Pío IX, actual Jefe de la Iglesia Católica, es un extranjero, un italiano, como han sido extranjeros cuantos papas le han precedido, y lo serán cuantos le sucedan en la santa silla. Extranjeros son los santos que están en nuestros altares, y nuestro pueblo creyente se arrodilla todos los días ante esos beneméritos santos extranjeros, que nunca pisaron el suelo de América, ni hablaron castellano los más.

San Eduardo, Santo Tomás, San Galo, Santa Úrsula, Santa Margarita y muchos otros santos católicos eran ingleses, eran extranjeros a nuestra nación y a nuestra lengua. Nuestro pueblo no los entendería sí los oyese hablar en inglés, que era su lengua, y los llamaría gringos, tal vez.

San Ramón Nonato era catalán, San Lorenzo, San Felipe Benicio, San Anselmo, San Silvestre eran italianos, iguales en origen a esos extranjeros que nuestro pueblo apellida con desprecio carcamanes, sin recordar que tenemos infinitos carcamanes en nuestros altares. -San Nicolás era un suizo, y San Casimiro era húngaro.

Por fin, el Hombre-Dios, Nuestro Señor Jesucristo, no nació en América, sino en Asia, en Belén, ciudad pequeña de Judá, país dos veces más distante y extranjero de nosotros que Europa. Nuestro pueblo, escuchando su divina palabra, no le habría entendido, porque no hablaba castellano; le habría llamado extranjero, porque lo era en efecto: pero ese divino extranjero, que ha suprimido las fronteras y hecho de todos los pueblos de la tierra una familia de hermanos, ¿no consagra y ennoblece, por decirlo así, la condición del extranjero, por el hecho de ser la suya misma?

Recordemos a nuestro pueblo que la patria no es el suelo. Tenemos suelo hace tres siglos, y sólo tenemos patria desde 1810. La patria es la libertad, es el orden, la riqueza, la civilización organizados   -88-   en el suelo nativo, bajo su enseña y en su nombre. Pues bien; esto se nos ha traído por Europa: es decir, Europa nos ha traído la noción del orden, la ciencia de la libertad, el arte de la riqueza, los principios de la civilización cristiana. Europa, pues, nos ha traído la patria, si agregamos que nos trajo hasta la población, que constituye el personal y el cuerpo de la patria.

Nuestros patriotas de la primera época no son los que poseen ideas más acertadas del modo de hacer prosperar esta América, que con tanto acierto supieron substraer al poder español. Las nociones del patriotismo, el artificio de una causa puramente americana de que se valieron como medio de guerra conveniente a aquel tiempo, los dominan y poseen todavía. Así hemos visto a Bolívar hasta 1826 provocar ligas para contener a Europa, que nada pretendía, y al General San Martín aplaudir en 1844 la resistencia de Rosas a reclamaciones accidentales de algunos Estados europeos. Después de haber representado una necesidad real y grande de la América de aquel tiempo, desconocen hoy hasta cierto punto las nuevas exigencias de este continente. La gloria militar, que absorbió su vida, los preocupa todavía más que el progreso.

Sin embargo, a la necesidad de gloria ha sucedido la necesidad de provecho y de comodidad, y el heroísmo guerrero no es ya el órgano competente de las necesidades prosaicas del comercio y de la industria, que constituyen la vida actual de estos países.

Enamorados de su obra, los patriotas de la primera época se asustan de todo lo que creen comprometerla.

Pero nosotros, más fijos en la obra de la civilización que en la del patriotismo de cierta época, vimos venir sin pavor todo cuanto América puede producir en acontecimientos grandes. Penetrados   -89-   de que su situación actual es de transición, de que sus destinos futuros son tan grandes como desconocidos, nada nos asusta y en todo fundamos sublimes esperanzas de mejora. Ella no está bien; está desierta, solitaria, pobre. Pide población, prosperidad.

¿De dónde le vendrá esto en lo futuro? Del mismo origen de que vino antes de ahora: de Europa.




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- XV -

De la inmigración como medio de progreso y de cultura para la América del Sud. Medios de fomentar la inmigración. Tratados extranjeros. La inmigración espontanea y no la artificial. Tolerancia religiosa. Ferrocarriles. Franquicias. Libre navegación pluvial


¿Cómo, en qué forma vendrá en lo futuro el espíritu vivificante de la civilización europea a nuestro suelo? Como vino en todas épocas: Europa nos traerá su espíritu nuevo, sus hábitos de industria, sus prácticas de civilización, en las inmigraciones que nos envíe.

Cada europeo que viene a nuestras playas nos trae más civilizaciones en sus hábitos, que luego comunica a nuestros habitantes, que muchos libros de filosofía. Se comprende mal la perfección que no se ve, toca ni palpa. Un hombre laborioso es el catecismo más edificante.

¿Queremos plantar y aclimatar en América la libertad inglesa, la cultura francesa, la laboriosidad del hombre de Europa y de Estados Unidos? Traigamos pedazos vivos de ellas en las costumbres de sus habitantes y radiquémoslas aquí.

¿Queremos que los hábitos de orden, de disciplina   -90-   y de industria prevalezcan en nuestra América? Llenémosla de gente que posea hondamente esos hábitos. Ellos son comunicativos; al lado del industrial europeo pronto se forma el industrial americano. La planta de la civilización no se propaga de semilla. Es como la viña, prende de gajo.

Este es el medio único de que América, hoy desierta, llegue a ser un mundo opulento en poco tiempo. La reproducción por sí sola es medio lentísimo.

Si queremos ver agrandados nuestros Estados en corto tiempo, traigamos de fuera sus elementos ya formados y preparados.

Sin grandes poblaciones no hay desarrollo de cultura, no hay progreso considerable; todo es mezquino y pequeño. Naciones de medio millón de habitantes, pueden serlo por su territorio; por su población serán provincias, aldeas; y todas sus cosas llevarán siempre el sello mezquino de provincia.

Aviso importante a los hombres de Estado sudamericanos: las escuelas primarias, los liceos, las universidades, son, por sí solos, pobrísimos medios de adelanto sin las grandes empresas de producción, hijas de las grandes porciones de hombres.

La población -necesidad sudamericana que representa todas las demás- es la medida exacta de la capacidad de nuestros gobiernos. El ministro de Estado que no duplica el censo de estos pueblos cada diez años, ha perdido su tiempo en bagatelas y nimiedades.

Haced pasar el roto, el gaucho, el cholo, unidad elemental de nuestras masas populares, por todas las transformaciones del mejor sistema de instrucción; en cien años no haréis de él un obrero inglés, que trabaja, consume, vive digna y confortablemente. Poned el millón de habitantes, que forma la población media de estas Repúblicas, en el mejor pie de educación posible, tan instruido como   -91-   el cantón de Ginebra en Suiza, como la más culta provincia de Francia: ¿tendréis con eso un grande y floreciente Estado? Ciertamente que no: un millón de hombres en territorio cómodo para 50 millones, ¿es otra cosa que una miserable población?

Se hace este argumento: educando nuestras masas, tendremos orden; teniendo orden vendrá la población de fuera.

Os diré que invertís el verdadero método de progreso. No tendréis orden ni educación popular, sino por el influjo de masas introducidas con hábitos arraigados de ese orden y buena educación.

Multiplicad la población seria, y veréis a los vanos agitadores, desairados y solos, con sus planes de revueltas frívolas, en medio de un mundo absorbido por ocupaciones graves.

¿Cómo conseguir todo esto? Más fácilmente que gastando millones en tentativas mezquinas de mejoras interminables.

Tratados extranjeros. -Firmad tratados con el extranjero en que deis garantías de que sus derechos naturales de propiedad, de libertad civil, de seguridad, de adquisición y de tránsito, les serán respetados. Esos tratados serán la más bella parte de la Constitución; la parte exterior, que es llave del progreso de estos países, llamados a recibir su acrecentamiento de fuera. Para que esa rama del derecho público sea inviolable y duradera, firmad tratados por término indefinido o prolongadísimo. No temáis encadenaros al orden y a la cultura.

Temer que los tratados sean perpetuos, es temer que se perpetúen las garantías individuales en nuestro suelo. El tratado argentino con la Gran Bretaña ha impedido que Rosas hiciera de Buenos Aires otro Paraguay.

No temáis enajenar el porvenir remoto de nuestra   -92-   industria a la civilización, si hay riesgo de que la arrebaten la barbarie o la tiranía interiores. El temor a los tratados es resabio de la primera época guerrera de nuestra revolución: es un principio viejo y pasado de tiempo, o una imitación indiscreta y mal traída de la política exterior que Washington aconsejaba a los Estados Unidos en circunstancias y por motivos del todo diferentes a los que nos cercan.

Los tratados de amistad y comercio son el medio honorable de colocar la civilización sudamericana bajo el protectorado de la civilización del mundo. ¿Queréis, en efecto, que nuestras constituciones y todas las garantías de industria, de propiedad y libertad civil, consagradas por ellas, vivan inviolables bajo el protectorado del cañón de todos los pueblos, sin mengua de nuestra nacionalidad? Consignad los derechos y garantías civiles, que ellas otorgan a sus habitantes, en tratados de amistad, de comercio y de navegación con el extranjero. Manteniendo, haciendo él mantener los tratados, no hará sino mantener nuestra Constitución. Cuantas más garantías deis al extranjero, mayores derechos asegurados tendréis en vuestro país.

Tratad con todas las naciones, no con algunas, conceded a todas las mismas garantías, para que ninguna pueda subyugaros, y para que las unas sirvan de obstáculo contra las aspiraciones de las otras. Si Francia hubiera tenido en el Plata un tratado igual al de Inglaterra, no habría existido la emulación oculta bajo el manto de una alianza, que por diez años ha mantenido el malestar de las cosas del Plata, obrando a medias y siempre con la segunda mira de conservar ventajas exclusivas y parciales.

Plan de inmigración. -La inmigración espontánea es la verdadera y grande inmigración. Nuestros gobiernos deben provocarla, no haciéndose   -93-   ellos empresarios, no por mezquinas concesiones de terreno habitables por osos, en contratos falaces y usurarios, más dañinos a la población que al poblador, no por puñaditos de hombres, por arreglillos propios para hacer el negocio de algún especulador influyente; eso es la mentira, la farsa de la inmigración fecunda; sino por el sistema grande, largo y desinteresado, que ha hecho nacer a California en cuatro años por la libertad prodigada, por franquicias que hagan olvidar su condición al extranjero, persuadiéndole de que habita su patria; facilitando, sin medida ni regla, todas las miras legítimas, todas las tendencias útiles.

Los Estados Unidos son un pueblo tan adelantado, porque se componen y se han compuesto incesantemente de elementos europeos. En todas épocas han recibido una inmigración abundantísima de Europa. Se engañan los que creen que ella sólo data desde la época de la Independencia. Los legisladores de los Estados propendían a eso muy sabiamente; y uno de los motivos de su rompimiento perpetuo con la metrópoli, fue la barrera o dificultad que Inglaterra quiso poner a esta inmigración que insensiblemente convertía en colosos sus colonias. Ese motivo está invocado en el acta misma de la declaración de la independencia de los Estados Unidos. Véase, según eso, si la acumulación de extranjeros impidió a los Estados Unidos conquistar su independencia y crear una nacionalidad grande y poderosa.

Tolerancia religiosa. -Si queréis pobladores morales y religiosos, no fomentéis el ateísmo. Si queréis familias que formen las costumbres privadas, respetad su altar a cada creencia. La América española, reducida al catolicismo, con exclusión de otro culto, representa un solitario y silencioso convento de monjes. El dilema es fatal: o católica exclusivamente y despoblada; o poblada y próspera,   -94-   y tolerante en materia de religión. Llamar la raza anglo-sajona y las poblaciones de Alemania, de Suecia y de Suiza, y negarles el ejercicio de su culto, es lo mismo que no llamarlas, sino por ceremonia, por hipocresía de liberalismo.

Esto es verdadero a la letra: excluir los cultos disidentes de la América del Sud, es excluir a los ingleses, a los alemanes, a los suizos, a los norteamericanos, que no son católicos; es decir, a los pobladores de que más necesita este continente. Traerlos sin su culto, es traerlos sin el agente que los hace ser lo que son; a que vivan sin religión, a que se hagan ateos.

Hay pretensiones que carecen de sentido común, y es una de ellas querer población, familias, costumbres y al mismo tiempo rodear de obstáculos el matrimonio del poblador disidente: es pretender aliar la moral y la prostitución. Si no podéis destruir la afinidad invencible de los sexos, ¿qué hacéis con arrebatar la legitimidad a las uniones naturales? Multiplicar las concubinas en vez de las esposas; destinar a nuestras mujeres americanas a ser escarnio de los extranjeros; hacer que los americanos nazcan manchados; llenar toda nuestra América de guachos, de prostitutas, de enfermedades, de impiedad, en una palabra. Eso no se puede pretender en nombre del catolicismo sin insulto a la magnificencia de esta noble Iglesia, tan capaz de asociarse a todos los progresos humanos.

Querer el fomento de la moral en los usos de la vida, y perseguir iglesias que enseñan la doctrina de Jesucristo, ¿es cosa que tenga sentido recto?

Sosteniendo esta doctrina no hago otra cosa que el elogio de una ley de mi país que ha recibido la sanción de la experiencia. Desde Octubre de 1825 existe en Buenos Aires la libertad de cultos, pero es preciso que esa concesión provincial se extienda a toda la República Argentina por su Constitución,   -95-   como medio de extender al interior el establecimiento de la Europa inmigrante. Ya lo está por el tratado con Inglaterra, y ninguna constitución local, interior, debe ser excepción o derogación del compromiso nacional contenido en el tratado de 2 de Febrero de 1825.

España era sabia en emplear por táctica el exclusivismo católico, como medio de monopolizar el poder de estos países, y como medio de civilizar las razas indígenas. Por eso el Código de Indias empezaba asegurando la fe católica de las colonias. Pero nuestras constituciones modernas no deben copiar en eso la legislación de Indias, porque es restablecer el antiguo régimen de monopolio en beneficio de nuestros primeros pobladores católicos, y perjudicar las miras amplias y generosas del nuevo régimen americano.

Inmigración mediterránea. -Hasta aquí la inmigración europea ha quedado en los pueblos de la costa, y de ahí la superioridad del litoral de América, en cultura, sobre los pueblos de tierra adentro.

Bajo el gobierno independiente ha continuado el sistema de la legislación de Indias que excluía del interior al extranjero bajo las más rígidas penas. El título 27 de la Recopilación Indiana contiene 38 leyes destinadas a cerrar herméticamente el interior de la América del Sud al extranjero no peninsular. La más suave de ellas era la ley 7.ª, que imponía la pena de muerte al que trataba con extranjeros. La ley 9.ª mandaba limpiar la tierra de extranjeros, en obsequio del mantenimiento de la fe católica.

¿Quién no ve que la obra secular de esa legislación se mantiene hasta hoy latente en las entrañas del nuevo régimen? ¿Cuál otro es el origen de las resistencias que hasta hoy mismo halla el extranjero   -96-   en el interior de nuestros países de Sud América?

Al nuevo régimen le toca invertir el sistema colonial, y sacar al interior de su antigua clausura, desbaratando por una legislación contraria y reaccionaria de la de Indias el espíritu de reserva y de exclusión que había formado ésta en nuestras costumbres.

Pero el medio más eficaz de elevar la capacidad y cultura de nuestros pueblos de situación mediterránea a la altura y capacidad de las ciudades marítimas, es aproximarlos a la costa, por decirlo así, mediante un sistema de vías de transporte grande y liberal, que los ponga al alcance de la acción civilizante de Europa.

Los grandes medios de introducir Europa en los países interiores de nuestro continente en escala y proporciones bastante poderosas para obrar un cambio portentoso en pocos años, son el ferrocarril, la libre navegación interior y la libertad comercial. Europa viene a estas lejanas regiones en alas del comercio y de la industria, y busca la riqueza en nuestro continente. La riqueza, como la población, como la cultura, es imposible donde los medios de comunicación son difíciles, pequeños y costosos.

Ella viene a América al favor de la facilidad que ofrece el Océano. Prolongad el Océano hasta el interior de este continente por el vapor terrestre y fluvial, y tendréis el interior tan lleno de inmigrantes europeos como el litoral.

Ferrocarriles. -El ferrocarril es el medio de dar vuelta al derecho lo que la España colonizadora colocó al revés en este continente. Ella colocó las cabezas de nuestros Estados donde deben estar los pies. Para sus miras de aislamiento y monopolio, fue sabio ese sistema; para las nuestras de expansión y libertad comercial, es funesto. Es preciso   -97-   traer las capitales a las costas, o bien llevar el litoral al interior del continente. El ferrocarril y el telégrafo eléctrico, que son la supresión del espacio, obran este portento mejor que todos los potentados de la tierra. El ferrocarril innova, reforma y cambia las cosas más difíciles, sin decretos ni asonadas.

Él hará la unidad de la República Argentina mejor que todos los congresos. Los congresos podrán declarar una e indivisible; sin el camino de fierro que acerque sus extremos remotos, quedará siempre divisible y dividida contra todos los decretos legislativos.

Sin el ferrocarril no tendréis unidad política en países donde la distancia hace imposible la acción del poder central. ¿Queréis que el gobierno, que los legisladores, que los tribunales de la capital litoral, legislen y juzguen los asuntos de las provincias de San Juan y Mendoza, por ejemplo? Traed el litoral hasta esos parajes por el ferrocarril, o viceversa; colocad esos extremos a tres días de distancia, por lo menos. Pero tener la metrópoli o capital a 20 días, es poco menos que tenerla en España, como cuando regía el sistema antiguo, que destruimos por ese absurdo especialmente. Así, pues, la unidad política debe empezar por la unidad territorial, y sólo el ferrocarril puede hacer de dos parajes separados por quinientas leguas un paraje único.

Tampoco podréis llevar hasta el interior de nuestros países la acción de Europa por medio de sus inmigraciones, que hoy regeneran nuestras costas, sino por vehículos tan poderosos como los ferrocarriles. Ellos son o serán a la vida local de nuestros territorios interiores lo que las grandes arterias a los extremos inferiores del cuerpo humano, manantiales de vida. Los españoles lo conocieron así, y en el último tiempo de su reinado en   -98-   América se ocuparon seriamente en la construcción de un camino carril interoceánico al través de los Andes y del desierto argentino. Era eso un poco más audaz que el canal de los Andes, en que pensó Rivadavia, penetrado de la misma necesidad. ¿Por qué llamaríamos utopía la creación de una vía que preocupó al mismo Gobierno español de otra época, tan positivo y parsimonioso en sus grandes trabajos de mejoramiento?

El virrey Sobremonte, en 1804, restableció el antiguo proyecto español, de canalizar el río Tercero, para acercar los Andes al Plata; y en 1813, bajo el Gobierno patrio, surgió la misma idea. Con el título modesto de la navegación del río Tercero, escribió entonces el coronel don Pedro Andrés García un libro que daría envidia a Mr. Miguel Chevalier, sobre vías de comunicación como medios de gobierno, de comercio y de industria.

Para tener ferrocarriles, abundan medios en estos países. Negociad empréstitos en el extranjero, empeñad vuestras rentas y bienes nacionales para empresas que los harán prosperar y multiplicarse. Sería pueril esperar a que las rentas ordinarias alcancen para gastos semejantes; invertid ese orden, empezad por los gastos, y tendréis rentas. Si hubiésemos esperado a tener rentas capaces de costear los gastos de la guerra de la independencia contra España, hasta hoy fuéramos colonos. Con empréstitos tuvimos cañones, fusiles, buques y soldados, y conseguimos hacernos independientes. Lo que hicimos para salir de la esclavitud, debemos hacer para salir del atraso, que es igual a la servidumbre: la gloria no debe tener más títulos que la civilización.

Pero no obtendréis préstamos si no tenéis crédito nacional, es decir, un crédito fundado en las seguridades y responsabilidades unidas de todos   -99-   los pueblos del Estado. Con créditos de cabildos o provincias, no haréis caminos de hierro, ni nada grande. Uníos en cuerpo de nación, consolidad la responsabilidad de vuestras rentas y caudales presentes y futuros, y tendréis quien os preste millones para atender a vuestras necesidades locales y generales; porque si no tenéis plata hoy, tenéis los medios de ser opulentos mañana. Dispersos y reñidos, no esperéis sino pobreza y menosprecio.

Franquicias, privilegios. -Proteged al mismo tiempo empresas particulares para la construcción de ferrocarriles. Colmadlas de ventajas, de privilegios, de todo el favor imaginable, sin deteneros en medios. Preferid este expediente a cualquier otro. En Lima se ha dado todo un convento y 99 años de privilegio al primer ferrocarril entre la capital y el litoral: la mitad de todos los conventos allí existentes habría sido bien dada, siendo necesario. Los caminos de fierro son en este siglo lo que los conventos eran en la Edad Media: cada época tiene sus agentes de cultura. El pueblo de la Caldera se ha improvisado al rededor de un ferrocarril, como en otra época se formaban al rededor de una iglesia; el interés es el mismo: -aproximar al hombre de su Criador por la perfección de su naturaleza.

¿Son insuficientes nuestros capitales para esas empresas? Entregadlos entonces a capitales extranjeros. Dejad que los tesoros de fuera como los hombres se domicilien en nuestro suelo. Rodead de inmunidad y de privilegios el tesoro extranjero, para que se naturalice entre nosotros.

Esta América necesita de capitales tanto como de población. El inmigrante sin dinero es un soldado sin armas. Haced que inmigren los pesos en estos países de riqueza futura y pobreza actual. Pero el peso es un inmigrado que exige muchas   -100-   concesiones y privilegios. Dádselos, porque el capital es el brazo izquierdo del progreso de estos países. Es el secreto de que se valieron los Estados Unidos y Holanda para dar impulso mágico a su industria y comercio. Las leyes de Indias para civilizar este continente, como en la Edad Media por la propaganda religiosa, colmaban de privilegios a los conventos, como medio de fomentar el establecimiento de estas guardias avanzadas de la civilización de aquella época. Otro tanto deben hacer nuestras leyes actuales, para dar pábulo al desarrollo industrial y comercial, prodigando el favor a las empresas industriales que levanten su bandera atrevida en los desiertos de nuestro continente. El privilegio a la industria heroica es el aliciente mágico para atraer riquezas de fuera. Por eso los Estados Unidos asignaron al Congreso general, entre sus grandes atribuciones, la de fomentar la prosperidad de la Confederación por la concesión de privilegios a los autores e inventores; y aquella tierra de libertad se ha fecundado, entre otros medios, por privilegios dados por la libertad al heroísmo de empresa, al talento de mejoras.

Navegación interior. -Los grandes ríos, esos caminos que andan, como decía Pascal, son otro medio de internar la acción civilizadora de Europa por la imaginación de sus habitantes en lo interior de nuestro continente. Pero los ríos que no se navegan son como si no existieran. Hacerlos del dominio exclusivo de nuestras banderas indigentes y pobres, es como tenerlos sin navegación. Para que ellos cumplan el destino que han recibido de Dios, poblando el interior del continente, es necesario entregarlos a la ley de los mares, es decir, a la libertad absoluta. Dios no los ha hecho grandes como   -101-   mares mediterráneos, para que sólo se naveguen por una familia.

Proclamad la libertad de sus aguas. Y para que sea permanente, para que la mano instable de nuestros gobiernos no derogue hoy lo que acordó ayer, firmad tratados perpetuos de libre navegación.

Para escribir esos tratados, no leáis a Wattel ni a Martens, no recordéis el Elba y el Mississippí. Leed en el libro de las necesidades de Sud América, y lo que ellas dicten, escribidlo con el brazo de Enrique VIII, sin temer la risa ni la reprobación de la incapacidad. La América del Sud está en situación tan crítica y excepcional, que sólo por medios no conocidos podrá escapar de ella con buen éxito. La suerte de Méjico es un aviso de lo que traerá el sistema de vacilación y reserva.

Que la luz del mundo penetre en todos los ámbitos de nuestras Repúblicas. ¿Con qué derecho mantener en perpetua brutalidad lo más hermoso de nuestras regiones? Demos a la civilización de la Europa actual lo que le negaron nuestros antiguos amos. Para ejercer el monopolio, que era la esencia de su sistema, sólo dieron una puerta a la República Argentina; y nosotros hemos conservado en nombre del patriotismo el exclusivismo del sistema colonial. No más exclusión ni clausura, sea cual fuere el color que se invoque. No más exclusivismo en nombre de la patria.

Nuevos destinos de la América mediterránea. -Que cada caleta sea un puerto: cada afluente navegable reciba los reflejos civilizadores de la bandera de Albión; que en las márgenes de Bermejo y del Pilcomayo brillen confundidas las mismas banderas de todas partes, que alegran las aguas del Támesis, ría de Inglaterra y del universo.

¡Y las aduanas!, grita la rutina. ¡Aberración!   -102-   ¿Queréis embrutecer en nombre del fisco? ¿Poro hay nada menos fiscal que el atraso y la pobreza? Los Estados no se han hecho para las aduanas, sino éstas para los Estados. ¿Teméis que a fuerza de población y de riqueza falten recursos para costear las autoridades, que son indispensables para hacer respetar esas riquezas? ¡Economía idiota, que teme la sed entre los raudales dulces del río del Paraná! ¿Y no recordáis que el comercio libre con Inglaterra desde el tiempo del gobierno colonial tuvo un origen rentístico o fiscal en el Río de la Plata, es decir, que se creó la libertad para tener rentas?

Si queréis que el comercio pueble nuestros desiertos, no matéis el tráfico con las aduanas interiores. Si una sola aduana está de más, ¿qué diremos de catorce aduanas? -La aduana es la prohibición; es un impuesto que debiera borrarse de las rentas sudamericanas. Es un impuesto que gravita sobre la civilización y el progreso de estos países, cuyos elementos vienen de fuera. Se debiera, ensayar su supresión absoluta por 20 años, y acudir al empréstito para llenar el déficit. Eso sería gastar, en la libertad, que fecunda, un poco de lo que hemos gastado en la guerra, que esteriliza.

No temáis tampoco que la nacionalidad se comprometa por la acumulación de extranjeros, ni que desaparezca el tipo nacional. Ese temor es estrecho y preocupado. Mucha sangre extranjera ha corrido en defensa de la independencia americana. Montevideo, defendido por extranjeros, ha merecido el nombre de Nueva Troya. Valparaíso, compuesto de extranjeros, es el lujo de la nacionalidad chilena. El pueblo inglés ha sido el pueblo más conquistado de cuantos existen; todas las naciones han pisado su suelo y mezclado a él su sangre y su raza. Es producto de un cruzamiento infinito de castas; y por eso justamente el inglés es el más perfecto   -103-   de los hombres, y su nacionalidad tan pronunciada que hace creer al vulgo que su raza es sin mezcla.

No temáis, pues, la confusión de razas y de lenguas. De la Babel, del caos saldrá algún día brillante y nítida la nacionalidad sudamericana. El suelo prohíja a los hombres, los arrastra, se los asimila y hace suyos. El emigrado es como el colono; deja la madre patria por la patria de su adopción. Hace dos mil años que se dijo esta palabra que forma la divisa de este siglo: Ubi bene, ibi patria.

Y ante los reclamos europeos por inobservancia de los tratados que firméis, no corráis a la espada ni gritéis: ¡Conquista! No va bien tanta susceptibilidad a pueblos nuevos, que para prosperar necesitan de todo el mundo. Cada edad tiene su honor peculiar. Comprendamos el que nos corresponde. Mirémonos mucho antes de desnudar la espada: no porque seamos débiles, sino porque nuestra inexperiencia y desorden normales nos dan la presunción de culpabilidad ante el mundo en nuestros conflictos externos; y sobre todo porque la paz nos vale el doble que la gloria.

La victoria nos dará laureles: pero el laurel es planta estéril para América. Vale más la espiga de la paz, que es de oro, no en la lengua del poeta, sino en la lengua del economista.

Ha pasado la época de los héroes; entramos hoy en la edad del buen sentido. El tipo de la grandeza americana no es Napoleón, es Washington; y Washington no representa triunfos militares, sino prosperidad, engrandecimiento, organización y paz. Es el héroe del orden en la libertad por excelencia.

Por sólo sus triunfos guerreros hoy estaría Washington sepultado en el olvido de su país y del mundo. La América española tiene generales infinitos que representan hechos de armas más brillantes   -104-   y numerosos que los del general Washington. Su título a la inmortalidad reside en la constitución admirable que ha hecho de su país el modelo del universo, y que Washington selló con su nombre. Rosas tuvo en su mano cómo hacer eso en la República Argentina, y su mayor crimen es haber malogrado esa oportunidad.

Reducir en des horas una gran masa de hombres a su octava parte por la acción del cañón: he ahí el heroísmo antiguo y pasado.

Por el contrario, multiplicar en pocos días una población pequeña, es el heroísmo del estadista moderno: la grandeza de creación, en lugar de la grandeza salvaje de exterminio.

El censo de la población es la regla de la capacidad de los ministros americanos.

Desde la mitad del siglo XVI la América interior y mediterránea ha sido un sagrario impenetrable para la Europa no peninsular. Han llegado los tiempos de su franquicia absoluta y general. En trescientos años no ha ocurrido período más solemne para el mundo de Colón.

La Europa del momento no viene a tirar cañonazos a esclavos. Aspira sólo a quemar carbón de piedra en lo alto de los ríos, que hoy sólo corren para los peces. Abrid sus puertas de par en par a la entrada majestuosa del mundo, sin discutir si es por concesión o por derecho; y para prevenir cuestiones, abridlas antes de discutir. Cuando la campana del vapor haya resonado delante de la virginal y solitaria Asunción, la sombra de Suárez quedará atónita a la presencia de los nuevos misioneros, que visan empresas desconocidas a los Jesuitas del siglo XVIII. Las aves, poseedoras hoy de los encantados bosques, darán un vuelo de espanto; y el salvaje del Chaco, apoyado en el arco de su flecha, contemplará con tristeza el curso de la formidable máquina que le intima el abandono de aquellas   -105-   márgenes. Resto infeliz de la criatura primitiva: decid adiós al dominio de vuestros pasados. La razón despliega hoy sus banderas sagradas en el país que no protegerá ya con asilo inmerecido la bestialidad de la más noble de las razas.

Sobre las márgenes pintorescas del Bermejo levantará algún día la gratitud nacional un monumento en que se lea: -Al Congreso de 1852, libertador de estas aguas, la posteridad reconocida.




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- XVI -

De la legislación como medio de estimular la población y el desarrollo de nuestras Repúblicas


La legislación civil y comercial, los reglamentos de policía industrial y mercantil no deben rechazar al extranjero que la Constitución atrae. Poco importaría que encentrase caminos fáciles y ríos abiertos para penetrar en lo interior, si había de ser para estrellarse en leyes civiles repelentes. Lo que se avanzaría por un lado, se perdería por otro.

Más noble fuera excluirle abiertamente, como hacían las leyes de Indias, que internarle con promesas falaces, para hacerle víctima de un estado de cosas enteramente colonial y hostil. El nuevo régimen en el litoral y el antiguo en el interior, la libertad en la Constitución y las cadenas en los reglamentos y las leyes civiles, es medio seguro de desacreditar el nuevo sistema de gobierno y mantener el atraso de estos países.

Será preciso, pues, que las leyes civiles de tramitación y de comercio se modifiquen y conciban en el sentido de las mismas tendencias que deben presidir a la Constitución; de la cual, en último análisis,   -106-   no son otra cosa que leyes orgánicas las varias ramas del derecho privado.

Las exigencias económicas e industriales de nuestra época y de la América del Sud deben servir de base de criterio para la reforma de nuestra legislación interior, como servirán para la concepción de su derecho constitucional.

La Constitución debe dar garantías de que sus leyes orgánicas no serán excepciones derogatorias de los grandes principios consagrados por ella, como se ha visto más de una vez. Es preciso que el derecho administrativo no sea un medio falaz de eliminar o escamotear las libertades y garantías constitucionales. Por ejemplo: La prensa es libre, dice la Constitución; pero puede venir la ley orgánica de la prensa y crear tantas trabas y limitaciones al ejercicio de esa libertad, que la deje ilusoria y mentirosa. Es libre del sufragio, dice la Constitución; pero vendrá la ley orgánica electoral, y a fuerza de requisitos y limitaciones excepcionales, convertirá en mentira la libertad de votar. El comercio es libre, dice la Constitución; pero viene el fisco con sus reglamentos, y a ejemplo de aquella ley madrileña de imprenta, de que hablaba Fígaro, organiza esa libertad, diciendo: «Con tal que ningún buque fondee sin pagar derechos de puerto, de anclaje, de faro; que ninguna mercadería entre o salga sin pagar derechos a la aduana; que nadie abra casa de trato sin pagar su patente anual; que nadie comercie en el interior sin pagar derechos de peaje; que ningún documento de crédito se firme sino en papel sellado; que ningún comerciante se mueva sin pasaporte, ni ninguna mercadería sin guía, competentemente pagados al fisco; fuera de éstas y otras limitaciones, el comercio es completamente libre, como dice la Constitución».

En la promulgación de nuestras leyes patrias,   -107-   hasta aquí hemos seguido por modelo favorito la legislación francesa. Los Códigos Civil y de Comerció franceses tienen muchísimo de bueno, y merecen la aplicación que de ellos se ha hecho en la mitad de Europa. Pero se ha notado con razón, que no están en armonía con las necesidades económicas de esta época, tan diferente de la época en que se dio la legislación romana, de que son imitación el Código Civil moderno de Francia lo mismo que nuestro antiguo derecho civil español.

El derecho romano, patricio por inspiración, contrajo sus disposiciones a la propiedad raíz más bien que a la mobiliaria, que prevalece en nuestro siglo comercial. Recargó con una mira sabia para aquel tiempo de formalidades infinitas la adquisición y transmisión de la propiedad raíz, y esas formalidades, copiadas por nuestros Códigos modernos y aplicadas a la circulación de la propiedad mobiliaria, la despojan de la celeridad exigida por las operaciones del comercio. El derecho civil sudamericano debe dar facilidades a la industria y al comercio, simplificando las formas y reduciendo los requisitos de la adquisición y transmisión de la propiedad mobiliaria, abreviando el sistema probatorio de los actos originarios de las propiedades dudosas, reglando el plan de enjuiciamiento sobre bases anchas de publicidad, brevedad y economía.

Donde la justicia es cara, nadie la busca, y todo se entrega al dominio de la iniquidad. Entre la injusticia barata y la justicia cara, no hay término que elegir.

La propiedad, la vida, el honor, son bienes nominales, cuando la justicia es mala. No hay aliciente para trabajar en la adquisición de bienes que han de estar a la merced de los pícaros.

La ley, la Constitución, el gobierno, son palabras vacías, si no se reducen a hechos por la mano   -108-   del juez, que, en último resultado, es quien los hace ser realidad o mentira.

La ley de enjuiciamiento sudamericano debe admitir al extranjero a formar parte de los juzgados inferiores.

En la administración como en la industria, la cooperación del extranjero es útil a nuestra educación práctica.

En provecho de la población de nuestras Repúblicas, por inmigraciones extranjeras, nuestras leyes civiles deben contraerse especialmente:

1.º A remover las trabas e impedimentos de tiempos atrasados que hacen imposibles o difíciles los matrimonios mixtos;

2.º A simplificar las condiciones civiles para la adquisición del domicilio;

3.º A conceder al extranjero el goce de los derechos civiles, sin la condición de una reciprocidad irrisoria;

4.º A concluir con el derecho de albinagio, dándole los mismos derechos civiles, que al ciudadano para disponer de sus bienes póstumos por testamento o de otro modo.

En provecho de la industria, nuestro derecho civil debe contraerse a la reforma del sistema hipotecario, sobre las bases de publicidad, especialidad e igualdad, reduciendo el número de los privilegios e hipotecas en favor de los incapaces, como causa de prelación en los concursos formados a deudores insolventes.

La ley debe buscar seguridades para los incapaces, no a expensas del crédito privado, que hace florecer la riqueza nacional, sino en medios independientes.

El crédito privado debe ser el niño mimado de la legislación americana; debe tener más privilegios que la incapacidad, porque es el agente heroico llamado a civilizar este continente desierto. El   -109-   crédito es la disponibilidad del capital; y el capital es la varilla mágica que debe darnos población, caminos, canales, industria, educación y libertad. Toda ley contraria al crédito privado es un acto de lesa-América.

El comercio de Sud América, tan original y peculiar por la naturaleza de los objetos que son materia de él, y por las operaciones de que consta ordinariamente, pide leyes más adecuadas que la Ordenanza local, que hace doscientos años se dio en España a la villa de Bilbao, compuesta entonces de catorce mil almas.

La legislación debe también retocarse, en beneficio de la seguridad, moralidad y brevedad de los negocios mercantiles. Donde la insolvencia culpable es tolerada, o morosa la realización de los bienes del fallido, no hay desarrollo de comercio, no hay apego a la propiedad, falta la confianza en los negocios, y con ella el principio en que descansa la vida del comercio. El Código de Comercio es el código de la vida misma de estos países, y sobre todo de la República Argentina, cuya existencia en lo pasado y en la actualidad está representada por la industria mercantil.

En provecho del comercio marítimo interior y externo, nuestras leyes mercantiles deben facilitar al extranjero la adquisición, en su nombre, de la propiedad de buques nacionales, la transmisión de las propiedades navales, y permitir la tripulación por marineros extranjeros de los buques con bandera nacional, renunciando cualquier ventaja de ese género que por tratados se hubiese obtenido en países europeos bajo condición de restringir nuestra marina.

Para obrar estos cambios tan exigidos por nuestro adelantamiento, no es menester pensar en códigos completos.

Las reformas parciales y prontas son las más   -110-   convenientes. Es la manera de legislar de los pueblos libres. La manía de los códigos viene de la vanidad de los emperadores. Inglaterra no tiene un solo código, y raro es el interés que no esté legislado.

La legislación civil y comercial argentina debe ser uniforme como ha sido hasta aquí. No sería racional que tuviésemos tantos códigos de comercio, tantas legislaciones civiles, tantos sistemas hipotecarios, como provincias. La uniformidad de la legislación, en esos ramos, no daña en lo mínimo a las atribuciones de soberanía local, y favorece altamente el desarrollo de nuestra nacionalidad argentina.

Hasta aquí he señalado las miras o tendencias generales en vista de las cuales deberían concebirse las constituciones y leyes de Sud América. Contrayéndome ahora a la República Argentina, voy a indicar las bases en que, según mi opinión, debe apoyarse la constitución que se proyecta.




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- XVII -

Bases y puntos de partida para la constitución del gobierno de la República Argentina


Confraternidad y fusión de todos los partidos políticos.


Justo J. de Urquiza.                


Hay una, fórmula, tan vulgar como profunda, que sirve de encabezamiento a casi todas las constituciones conocidas. Casi todas empiezan declarando que son dadas en nombre de Dios, legislador supremo de las naciones. Esta palabra grande y hermosa debe ser tomada, no en su sentido místico, sino en su profundo sentido político.

Dios, en efecto, da a cada pueblo su constitución   -111-   o manera de ser normal, como la da a cada hombre.

El hombre no elige discrecionalmente su constitución gruesa o delgada, nerviosa o sanguínea; así tampoco el pueblo se da por su voluntad una constitución monárquica o republicana, federal o unitaria. Él recibe estas disposiciones al nacer: las recibe del suelo que le toca por morada, del número y de la condición de los pobladores con que empieza, de las instituciones anteriores y de los hechos que constituyen su historia: en todo lo cual no tiene más acción su voluntad que la dirección dada al desarrollo de esas cosas en el sentido más ventajoso a su destino providencial.

Nuestra revolución tomó de la francesa esta definición de Rousseau: La ley es la voluntad general. En contraposición al principio antiguo de que la ley era la voluntad de los reyes, la máxima era excelente y útil a la causa republicana. Pero es definición estrecha y materialista en cuanto hace desconocer al legislador humano el punto de partida para la elaboración de su trabajo de simple interpretación, por decirlo así. Es una especie de sacrilegio definir la ley, la voluntad general de un pueblo. La voluntad es impotente ante los hechos, que son obra de la Providencia. ¿Sería ley la voluntad de un Congreso, expresión del pueblo, que, teniendo en vista la escasez y la conveniencia de brazos, ordenase que los argentinos nazcan con seis brazos? ¿Sería ley la voluntad general, expresada por un Congreso constituyente, que obligase a todo argentino a pensar con sus rodillas y no con su cabeza? Pues la misma impotencia, poco más o menos, le asistiría para mudar y trastornar la acción de los elementos naturales que concurren a formar la constitución normal de aquella nación. «Fatal es la ilusión en que cae un legislador, decía Rivadavia, cuando pretende que su talento   -112-   y voluntad pueden mudar la naturaleza de las cosas, o suplir a ella sancionando y decretando creaciones4».

La ley, constitucional o civil, es la regla de existencia de los seres colectivos que se llaman Estados; y su autor, en último análisis, no es otro que el de esa existencia misma regida por la ley.

El Congreso Argentino constituyente no será llamado a hacer la República Argentina, ni a crear las reglas o leyes de su organismo normal; él no podrá reducir su territorio, ni cambiar su constitución geológica, ni mudar el curso de los grandes ríos, ni volver minerales los terrenos agrícolas. Él vendrá a estudiar y a escribir las leyes naturales en que todo eso propende a combinarse y desarrollarse del modo más ventajoso a los destinos providenciales de la República Argentina.

Este es el sentido de la regla tan conocida, de que las constituciones deben ser adecuadas al país que las recibe; y toda la teoría de Montesquieu sobre el influjo del clima en la legislación de los pueblos no tiene otro significado que éste.

Así, pues, los hechos, la realidad, que son obra de Dios y existen por la acción del tiempo y de la historia anterior de nuestro país, serán los que deban imponer la constitución que la República Argentina reciba de las manos de sus legisladores constituyentes. Esos hechos, esos elementos naturales de la constitución normal, que ya tiene la República por la obra del tiempo y de Dios, deberán ser objeto del estudio de los legisladores, y bases y fundamentos de su obra de simple estudio y redacción, digámosle, así, y no de creación. Lo demás es legislar para un día, perder el tiempo en especulaciones ineptas y pueriles.

Y desde luego, aplicando ese método a la solución   -113-   del problema más difícil que haya presentado hasta hoy la organización política de la República Argentina -que consiste en determinar cuál sea la base más conveniente para el arreglo de su gobierno general, si la forma unitaria o la federativa-, el Congreso hallará que estas dos bases tienen antecedentes tradicionales en la vida anterior de la República Argentina, que ambas han coexistido y coexisten formando como los dos elementos de la existencia política de aquella República.

El Congreso no podrá menos de llegar a ese resultado, si, conducido por un buen método de observación y experimentación, empieza por darse cuenta de los hechos y clasificarlos convenientemente, para deducir de ellos el conocimiento de su poder respectivo.

La historia nos muestra que los antecedentes políticos de la República Argentina, relativos a la forma del gobierno general, se dividen en dos clases, que se refieren a los dos principios federativo y unitario.

Empecemos por enumerar los antecedentes unitarios.

Los antecedentes unitarios del gobierno argentino se dividen en dos clases: unos que corresponden a la época del gobierno colonial, y otros que pertenecen al período de la revolución.

He aquí los antecedentes unitarios pertenecientes a nuestra anterior existencia colonial:

1.º Unidad de origen español en la población argentina.

2.º Unidad de creencias y de culto religioso.

3.º Unidad de costumbres y de idioma.

4.º Unidad política y de gobierno, pues todas las provincias formaban parte de un solo Estado.

5.º Unidad de legislación civil, comercial y penal.

6.º Unidad judiciaria, en el procedimiento y en   -114-   la jurisdicción y competencia, pues todas las Provincias del virreinato reconocían un solo tribunal de apelaciones, instalado en la capital, con el nombre de Real Audiencia.

7.º Unidad territorial, bajo la denominación de Virreinato de la Plata.

8.º Unidad financiera o de rentas y gastos públicos.

9.º Unidad administrativa en todo lo demás, pues la acción central partía del virrey, jefe supremo del Estado, instalado en la capital del virreinato.

10. La ciudad de Buenos Aires, constituida en capital del virreinato, es otro antecedente unitario de nuestra antigua existencia colonial.

Enumeremos ahora los antecedentes unitarios del tiempo de la revolución:

1.º Unidad de creencias políticas y de principios republicanos. La Nación ha pensado como un solo hombre en materia de democracia y de república.

2.º Unidad de sacrificios en la guerra de la Independencia. Todas las Provincias han unido su sangre, sus dolores y sus peligros en esa empresa.

3.º Unidad de conducta, de esfuerzos y de acción en dicha guerra.

4.º Los distintos pactos de unión general celebrados e interrumpidos durante la revolución, constituyen otro antecedente unitario de la época moderna del país, que está consignado en sus leyes y en sus tratados con el extranjero. El primero de ellos es el acto solemne de declaración de la independencia de la República Argentina del dominio y vasallaje de los españoles. En ese acto, el pueblo argentino aparece refundido en un solo pueblo, y ese acto está y estará perpetuamente vigente para su gloria.

5.º Los Congresos, Presidencias, Directorios supremos   -115-   y generales, que con intermitencias más o menos largas, se han dejado ver durante la revolución.

6.º La unidad diplomática, externa o internacional, consignada en tratados celebrados con Inglaterra, con el Brasil, con Francia, etc., cuyos actos formarán parte de la constitución externa del país, sea cual fuere.

7.º La unidad de glorias y de reputación.

8.º La unidad de colores simbólicos de la República Argentina.

9.º La unidad de armas o de escudo.

10. La unidad implícita, intuitiva, que se revela cada vez que se dice sin pensarlo: República Argentina, Territorio Argentino, Pueblo Argentino y no República Sanjuanina, Nación Porteña, Estado Santafecino.

11. La misma palabra argentina es un antecedente unitario.

En fuerza de esos antecedentes, la República Argentina ha formado un solo pueblo, un grande y solo Estado consolidado, una colonia unitaria, por más de doscientos años, bajo el nombre de Virreinato de la Plata; y durante la revolución en que se apeló al pueblo de las Provincias, para la creación de una soberanía independiente y americana, los antecedentes del centralismo monárquico y pasado ejercieron un influjo invencible en la política moderna, como lo ejercen hoy mismo, impidiéndonos pensar que la República Argentina sea otra cosa que un solo Estado, aunque Federativo y compuesto de muchas provincias, dotadas de soberanía y libertades relativas y subordinadas.

Guardémonos, pues, de creer que la unidad de gobierno haya sido un episodio de la vida de la República Argentina; ella, por el contrario, forma el rasgo distintivo de su existencia de más de dos siglos.

  -116-  

Pero, veamos ahora los antecedentes también normales y poderosos que hacen imposible por ahora la unidad indivisible del gobierno interior argentino, y que obligarán a todo sistema de gobierno central, a dividir y conciliar su acción con las soberanías provinciales, limitadas a su vez como el gobierno general en lo relativo a la administración interior.

Son antecedentes federativos de la República Argentina, tanto coloniales como patrios, los siguientes hechos, consignados en su historia y comprobados por su notoriedad:

1.º Las diversidades, las rivalidades provinciales, sembradas sistemáticamente por la dominación colonial, y renovadas por la demagogia republicana.

2.º Los largos interregnos de aislamiento y de independencia provincial, ocurridos durante la revolución.

3.º Las especialidades provinciales, derivadas del suelo y del clima, de que se siguen otras en el carácter, en los hábitos, en el acento, en los productos de la industria y del comercio, y en su situación respecto del extranjero.

4.º Las distancias enormes y costosas que separan unas Provincias de otras, en el territorio de doscientas mil leguas cuadradas, que habita nuestra población de un millón de habitantes.

5.º La falta de caminos, de canales, de medios de organizar un sistema de comunicaciones y transportes, y de acción política y administrativa pronta y fácil.

6.º Los hábitos ya adquiridos de legislaciones, de tribunales de justicia y de gobiernos provinciales. Hace ya muchos años que las leyes argentinas no se hacen en Buenos Aires, ni se fallan allí los pleitos de los habitantes de las provincias, como sucedía en otra época.

  -117-  

7.º La soberanía parcial que la revolución de Mayo reconoció a cada una de las Provincias, y que ningún poder central les ha disputado en la época moderna.

8.º Las extensas franquicias municipales y la grande latitud dada al gobierno provincial, por el antiguo régimen español, en los pueblos de la República Argentina.

9.º La imposibilidad de hecho para reducir sin sangre y sin violencia a las Provincias o a sus gobernantes al abandono espontáneo de un depósito, que, conservado un solo día, difícilmente se abandona en adelante: el poder de la propia dirección, la soberanía o libertad local.

10. Los tratados, las ligas parciales, celebradas por varias Provincias entre sí durante el período de aislamiento.

11. El provincialismo monetario, de que Buenos Aires ha dado el antecedente más notable con su papel moneda de provincia.

12. Por fin, el acuerdo de los gobiernos provinciales de la Confederación, celebrado en San Nicolás el 31 de Mayo de 1852, ratificando el pacto litoral de 1831, que consagra el principio federativo de gobierno.

Todos los hechos que quedan expuestos pertenecen y forman parte de la vida normal y real de la República Argentina, en cuanto a la base de su gobierno general; y ningún Congreso constituyente tendría el poder de hacerlos desaparecer instantáneamente por decretos o constituciones de su mimo. Ellos deben ser tomados por bases y consultados de una manera discreta en la constitución escrita, que ha de ser expresión de la constitución real, natural y posible.

El poder respectivo de esos hechos anteriores, tanto unitarios como federativos, conduce la opinión pública de aquella República al abandono de   -118-   todo sistema exclusivo y al alejamiento de las dos tendencias o principios, que habiendo aspirado en vano al gobierno exclusivo del país, durante una lucha estéril alimentada por largos años, buscan hoy una fusión parlamentaria en el seno de un sistema mixto, que abrace y concilie las libertades de cada Provincia y las prerrogativas de toda la Nación: solución inevitable y única, que resulta de la aplicación a los dos grandes términos del problema argentino, -la Nación y la Provincia-, de la fórmula llamada hoy a presidir la política moderna, que consiste en la combinación armónica de la individualidad con la generalidad del localismo con la nación, o bien de la libertad con la asociación; ley natural de todo cuerpo orgánico, sea colectivo o sea individual, llámese Estado o llámese hombre; según la cual tiene el organismo dos vidas, por decirlo así, una de localidad y otra general o común, a semejanza de lo que enseña la fisiología de los seres animados, cuya vida reconoce dos existencias, una parcial de cada órgano, y a la vez otra general de todo el organismo.




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- XVIII -

Continuación del mismo asunto. Fines de la Constitución argentina


Del mismo modo que el Congreso debe guiarse por la observación y el estudio de los hechos normales, para determinar la base que más convine al Gobierno general argentino, así también debe acudir a la observación y al estudio de los hechos para estudiar los fines más convenientes de la Constitución.

Todo el presente libro no está reducido más que a la exposición de los fines que debe proponerse el   -119-   nuevo derecho constitucional sudamericano; sin embargo, vamos a enumerarlos con más precisión en este capítulo, a propósito de la constitución de la República Argentina.

En presencia del desierto, en medio de los mares, al principio de los caminos desconocidos y de las empresas inciertas y grandes de la vida, el hombre tiene necesidad de apoyarse en Dios, y de entregar a su protección la mitad del éxito de sus miras.

La religión debe ser hoy, como en el siglo XVI, el primer objeto de nuestras leyes fundamentales. Ella es a la complexión de los pueblos lo que es la pureza de la sangre a la salud de los individuos. En este escrito de política, sólo será mirada como resorte de orden social, como medio de organización política; pues, como ha dicho Montesquieu, es admirable que la religión cristiana, que proporciona la dicha del otro mundo, haga también la de éste.

Pero en este punto, como en otros muchos, nuestro derecho constitucional moderno debe separarse del derecho indiano o colonial, y del derecho constitucional de la primera época de la revolución.

El derecho colonial era exclusivo en materia de religión, como lo era en materia de comercio, de población, de industria, etc. El exclusivismo era su esencia en todo lo que estatuía, pues baste recordar que era un derecho colonial, de exclusión y monopolio. El culto exclusivo era empleado en el sentido de esa política como resorte de Estado. Por otra parte, España excluía de sus dominios los cultos disidentes, en cambio de concesiones que los Papas hacían a sus reyes sobre intereses de su tiempo. Pero nuestra política moderna americana, que en vez de excluir, debe propender a atraer, a conceder, no podrá ratificar y restablecer el sistema   -120-   colonial, sobre exclusión de cultos, sin dañar los fines y propósitos del nuevo régimen americano. Ella debe mantener y proteger la religión de nuestros padres, como la primera necesidad de nuestro orden social y político; pero debe protegerla por la libertad, por la tolerancia y por todos los medios que son peculiares y propios del régimen democrático y liberal, y no como el antiguo derecho indiano por exclusiones y prohibiciones de otros cultos cristianos. Los Estados Unidos e Inglaterra son las naciones más religiosas de la tierra en sus costumbres, y han llegado a ese resultado por los mismos medios precisamente que deseamos ver adoptados por la América del Sud.

En los primeros días de la revolución americana, nuestra política constitucional hacía bien en ofrecer al catolicismo el respeto de sus antiguos privilegios y exclusiones en este continente, como procedía con igual discreción protestando al trono de España que la revolución era hecha en su provecho. Eran concesiones de táctica exigidas por el éxito de la empresa. Pero América no podría persistir hoy en la misma política constitucional, sin dejar ilusorios e ineficaces los fines de su revolución de progreso y de libertad. Será necesario, pues, consagrar el catolicismo como religión de Estado, pero sin excluir el ejercicio público de los otros cultos cristianos. La libertad religiosa es tan necesaria al país como la misma religión católica. Lejos de ser inconciliables, se necesitan y completan mutuamente. La libertad religiosa es el medio de poblar estos países. La religión católica es el medio de educar esas poblaciones. Por fortuna, en este punto, la República Argentina no tendrá sino que ratificar y extender a todo su territorio lo que ya tiene en Buenos Aires hace 25 años. Todos los obispos recibidos en la República de veinte años a esta parte han jurado obediencia a esas leyes de   -121-   libertad de cultos. Ya sería tarde para que Roma hiciese objeciones sobre ese punto a la moderna constitución de la nación.

Los otros grandes fines de la Constitución argentina no serán hoy, como se ha demostrado en este libro, lo que eran en el primer período de la revolución.

En aquella época se trataba de afianzar la independencia por las armas; hoy debemos tratar de asegurarla por el engrandecimiento material y moral de nuestros pueblos.

Los fines políticos eran los grandes fines de aquel tiempo: hoy deben preocuparnos especialmente los fines económicos.

Alejar la Europa, que nos había tenido esclavizados, era el gran fin constitucional de la primera época; atraerla para que nos civilice libres por sus poblaciones, como nos civilizó esclavos por sus gobiernos, debe ser el fin constitucional de nuestro tiempo. En este punto nuestra política constitucional americana debe ser tan original como es la situación de la América del Sud, que debe servirle de regla. Imitar el régimen externo de naciones antiguas, ya civilizadas, exuberantes de población y escasas de territorio, es caer en un grosero y funesto absurdo; es aplicar a un cuerpo exhausto el régimen alimenticio que conviene a un hombre sofocado por la plétora y la obesidad. Mientras la América del Sud no tenga una política constitucional exterior suya y peculiar a sus necesidades especialísimas, no saldrá de la condición obscura y subalterna en que se encuentra. La aplicación a nuestra política económica exterior de las doctrinas internacionales que gobiernan las relaciones de las naciones europeas, ha dañado nuestro progreso tanto como los estragos de la guerra civil.

Con un millón escaso de habitantes por toda población en un territorio de doscientas mil leguas,   -122-   no tiene de nación la República Argentina sino el nombre y el territorio. Su distancia de Europa le vale el ser reconocida nación independiente. La falta de población que le impide ser nación, le impide también la adquisición de un gobierno general completo.

Según esto, la población de la República Argentina, hoy desierta y solitaria, debe ser el grande y primordial fin de su Constitución por largos años. Ella debe garantizar la ejecución de todos los medios de obtener ese vital resultado. Yo llamaré estos medios garantías públicas de progreso y de engrandecimiento. En este punto la Constitución no debe limitarse a promesas; debe dar garantías de ejecución y realidad.

Así, para poblar el país, debe garantizar la libertad religiosa y facilitar los matrimonios mixtos, sin lo cual habrá población, pero escasa, impura y estéril!

Debe, prodigar la ciudadanía y el domicilio al extranjero sin imponérselos. Prodigar, digo, porque es la palabra que expresa el medio de que se necesita. Algunas constituciones sudamericanas han adoptado las condiciones con que Inglaterra y Francia conceden la naturalización al extranjero, de que esas naciones no necesitan para aumentar su población excesiva. Es la imitación llevada al idiotismo y al absurdo.

Debe la Constitución asimilar los derechos civiles del extranjero, de que tenemos vital necesidad, a los derechos civiles del nacional, sin condiciones de una reciprocidad imposible, ilusoria y absurda.

Debe abrirles acceso a los empleos públicos de rango secundario, más que en provecho de ellos, en beneficio del país, que de ese modo aprovechará de su aptitud para la gestión de nuestros negocios públicos y facilitará la educación oficial de nuestros ciudadanos por la acción del ejemplo   -123-   práctico, como en los negocios de la industria privada. En el régimen municipal sera ventajosísimo este sistema. Un antiguo municipal inglés o norteamericano, establecido en nuestros países e incorporado a nuestros cabildos o consejos locales, sería el monitor más edificante o instructivo en ese ramo, en que los hispanoamericanos no desempeñamos de un modo tan mezquino y estrecho de ordinario, como en la policía de nuestras propias casas privadas.

Siendo el desarrollo y la explotación de los elementos de riqueza que contiene la República Argentina el principal elemento de su engrandecimiento y el aliciente más enérgico de la inmigración extranjera de que necesita, su Constitución debe reconocer, entre sus grandes fines, la inviolabilidad del derecho de propiedad y la libertad completa del trabajo y de la industria. Prometer y escribir estas garantías, no es consagrarlas. Se aspira a la realidad, no a la esperanza. -Las constituciones serias no deben constar de promesas, seno de garantías de ejecución. Así la Constitución argentina no debe limitarse a declarar inviolable el derecho privado de propiedad, sino que debe garantizar la reforma de todas las leyes civiles y de todos los reglamentos coloniales vigentes, a pesar de la República, que hacen ilusorio y nominal ese derecho. Con un derecho constitucional republicano y un derecho administrativo colonial y monárquico, la América del Sud arrebata por un lado lo que promete por otro: la libertad en la superficie y la esclavitud en el fondo.

Debe pues dar garantías de que no se expedirá ley orgánica o civil que altere, por excepciones reglamentarias, la fuerza del derecho de propiedad consagrado entre sus grandes principios, como hace la Constitución de California.

Nuestro derecho colonial no tenía por principal   -124-   objeto garantizar la propiedad del individuo sino la propiedad del fisco. Las colonias españolas eran formadas para el fisco, no el fisco para las colonias. Su legislación era conforme a su destino: eran máquinas para crear rentas fiscales. Ante el interés fiscal era nulo el interés del individuo. Al entrar en la revolución, hemos escrito en nuestras constituciones la inviolabilidad del derecho privado; pero hemos dejado en presencia subsistente el antiguo culto del interés fiscal. De modo que, a pesar de la revolución y de la independencia, hemos continuado siendo Repúblicas hechas para el fisco. Es menester otorgar garantías de que esto será reformado, y de que las palabras de la Constitución sobre el derecho de propiedad se volverán realidad práctica por leyes orgánicas y reglamentarias, en armonía con el derecho constitucional moderno.

La libertad del trabajo y de la industria consignada en la constitución no pasará de una promesa, si no se garantiza al mismo tiempo la abolición de todas las antiguas leyes coloniales que esclavizan la industria, y la sanción de leyes nuevas destinadas a dar ejecución y realidad a esa libertad industrial consignada en la Constitución, sin destruirlas con excepciones.

De todas las industrias conocidas, el comercio marítimo y terrestre es la que forma la vocación especial de la República Argentina. Ella deriva esa vocación de la forma, producciones y extensión de su suelo, de sus portentosos ríos, que hacen de aquel país el órgano de los cambios de toda la América del Sud, y de su situación respecto de Europa. -Según esto, la libertad y el desarrollo del comercio interior y exterior, marítimo y terrestre, deben figurar entre los fines del primer rango de la Constitución argentina. -Pero este gran fin quedará ilusorio, si la Constitución no garantiza   -125-   al mismo tiempo la ejecución de los medios de verlo realizado. La libertad del comercio interior sólo será un nombre, mientras haya catorce aduanas interiores, que son catorce desmentidos dados a la libertad. -La aduana debe ser una y nacional, en cuanto al producto de su renta; y en cuanto a su régimen reglamentario, la aduana colonial o fiscal, la aduana inquisitorial, iliberal y mezquina de otro tiempo, la aduana intolerante, del monopolio y de las exclusiones, no debe ser la aduana de un régimen de libertad y de engrandecimiento nacional. Es menester consignar garantías de reforma a este doble respecto, y promesas solemnes de que la libertad de comercio y de industria no será eludida por reglamentos fiscales.

La libertad de comercio sin libertad de navegación fluvial es un contrasentido, porque siendo fluviales todos los puertos argentinos, cerrar los ríos a las banderas extranjeras, es bloquear las Provincias y entregar todo el comercio a Buenos Aires.

Esas reformas deben ser otros tantos deberes impuestos por la Constitución al Gobierno general, con designación de un plazo perentorio, si es posible, para su ejecución, y con graves y determinadas responsabilidades por su no ejecución. -Las verdaderas y altas responsabilidades ministeriales residen en el desempeño de esos deberes del poder, más que en otro lugar de la constitución de países nacientes.

Esos fines que en otra época eran accesorios, o más bien desatendidos, deben colocarse hoy a la cabeza de nuestras constituciones como los primordiales propósitos de su instituto.

Después de los grandes intereses económicos, como fines del pacto constitucional, entrarán la independencia y los medios de defenderla contra los ataques improbables o imposibles de las potencias   -126-   europeas. No es que estos fines sean secundarios en importancia, sino que los medios económicos son los que deben llevarnos a su consecución. Vencida y alejada la Europa militar de todo nuestro continente del Sud, no debemos constituirnos como para defendernos de sus remotos y débiles ataques. En este punto no debemos seguir el ejemplo de los Estados Unidos de Norte América, que tienen en su vecindad Estados europeos con más territorio que el suyo, los cuales han sido enemigos en otro tiempo, y hoy son sus rivales en comercio, industria y navegación.

Como el origen antiguo, presente y venidero de nuestra civilización y progreso reside en el exterior, nuestra Constitución debe ser calculada, en su conjunto y pormenores, para estimular, atraer y facilitar la acción de ese influjo externo, en vez de contenerlo y alejarlo. A este respecto la República Argentina sólo tendrá que generalizar y extender a todas las naciones extranjeras los antecedentes que ya tiene consignados en su tratado con Inglaterra. No debe haber más que un derecho público extranjero; todo distinción y excepción son odiosas. La Constitución argentina debe contener una sección destinada especialmente a fijar los principios y reglas del derecho público deferido a los extranjeros en el Río de la Plata, y esas reglas no deben ser otras que las contenidas en el tratado con Inglaterra, celebrado el 2 de Febrero de 1825. A todo extranjero deben ser aplicables las siguientes garantías, que en ese tratado sólo se establecen en favor de los ingleses. Todos deben disfrutar constitucionalmente, no precisamente por tratados:

De la libertad de comercio,

De la franquicia de llegar seguros y libremente con sus buques y cargamentos a los puertos y ríos, accesibles por la ley a todo extranjero;

  -127-  

Del derecho de alquilar y ocupar casas a los fines de su tráfico;

De no ser obligados a pagar derechos diferenciales;

De gestionar y practicar en su nombre todos los actos de comercio, sin ser obligados a emplear personas del país a este efecto;

De ejercer todos les derechos civiles inherentes al ciudadano de la República;

De no poder ser obligados al servicio militar;

De estar libres de empréstitos forzosos, de exacciones o requisiciones militares;

De mantener en pie todas estas garantías, a pesar de cualquier rompimiento con la nación del extranjero residente en el Plata;

De disfrutar de entera libertad de conciencia y de culto, pudiendo edificar iglesias y capillas en cualquier paraje de la República Argentina.

Todo eso y algo más está concedido a los súbditos británicos en la República Argentina por el tratado de plazo indefinido, celebrado el 2 de Febrero de 1825; y no hay sino muchas razones de conveniencia para el país en extender y aplicar esas concesiones a los extranjeros de todas las naciones del mundo, tengan o no tratados con la República Argentina. La República necesita conceder esas garantías, por una exigencia imperiosa de su población y cultura, y debe concederlas espontáneamente, por medio de su Constitución, sin aspirar a ilusorias, vanas y pueriles ventajas de una reciprocidad sin objeto por larguísimos años.

Hoy más que nunca fuera provechosa la adopción de ese sistema, calculado para recibir las poblaciones, que arrojadas de Europa por la guerra civil y las crisis industriales, atraviesan por delante de las ricas regiones del Plata, para buscar en California la fortuna que podrían encontrar allí   -128-   con más facilidad, con menos riesgos y sin alejarse tanto de Europa.

La paz y el orden interior son otro de los grandes fines que debe tener en vista la sanción de la Constitución argentina; porque la paz es de tal modo necesaria al desarrollo de las instituciones, que sin ella serán vanos y estériles todos los esfuerzos hechos en favor de la prosperidad del país. La paz, por sí misma, es tan esencial al progreso de estos países en formación y desarrollo, que la constitución que no diese más beneficio que ella, sería admirable y fecunda en resultados. Más adelante tocaré este punto de interés decisivo para la suerte de estas Repúblicas, que marchan a su desaparición por el camino de la guerra civil, en que Méjico ha perdido ya la mitad más bella de su territorio.

Finalmente, por su índole y espíritu la nueva Constitución argentina debe ser una constitución absorbente, atractiva, dotada de tal fuerza de asimilación, que haga suyo cuanto elemento extraño se acerque al país, una constitución calculada especial y directamente para dar cuatro o seis millones de habitantes a la República Argentina en poquísimos años; una constitución destinada a trasladar la ciudad de Buenos Aires a un paso de San Juan, de La Rioja y de Salta, y a llevar estos pueblos hasta las márgenes fecundas del Plata, por el ferrocarril y el telégrafo eléctrico que suprimen las distancias; una constitución que en pocos años haga de Santa Fe, del Rosario, de Gualeguaychú, del Paraná y de Corrientes otras tantas Buenos Aires en población y cultura, por el mismo medio que ha hecho la grandeza de ésta, a saber, por su contacto inmediato, con la Europa civilizada y civilizante; una constitución que arrebatando sus habitantes a Europa, y asimilándolos a nuestra población, haga en corto tiempo tan populoso a nuestro país, que no   -129-   pueda temer a la Europa oficial en ningún tiempo.

Una constitución que tenga el poder de las Hadas, que construían palacios en una noche.

California, improvisación de cuatro años, ha realizado la fábula y hecho conocer la verdadera ley de formación de los nuevos Estados en América, trayendo de fuera grandes piezas de pueblo, ya formadas, acomodándolas en cuerpo de nación y dándoles la enseña americana. Montevideo es otro ejemplo precioso de esta ley de población rapidísima. Y no es el oro el que ha obrado ese milagro en Norte América: es la libertad, que antes de improvisar a California, improvisó los Estados Unidos, cuya existencia representa un solo día en la vida política del mundo, y una mitad de él en grandeza y prosperidad. Y si es verdad que el oro ha contribuido a la realización de ese portento, mejor para la verdad del sistema que ofrecemos, que la riqueza es la Hada que improvisa los pueblos.

Convencido de la necesidad de que éstos y no otros más limitados deben ser los fines de la constitución que necesita la República Argentina, no puedo negar que me ha parecido apocado el programa enunciado en el preámbulo del acuerdo de San Nicolás, que declara como su objeto la reunión del Congreso que ha de sancionar la Constitución política que regularice las relaciones que deben existir entre todos los pueblos argentinos, como pertenecientes a una misma familia; que establezca y defina los altos poderes nacionales, y afiance el orden y prosperidad interior y la respetabilidad exterior de la Nación.

Estos fines son excelentes sin duda; la Constitución que no los tuviera en mira, sería inservible; pero no son todos los fines esenciales que debe proponerse la Constitución argentina.

  -130-  

No pretendo que la Constitución deba abrazarlo todo; deseara más bien que pecase por reservada y concisa. Pero será necesario que en lo poco que comprenda, no falte lo que constituye por ahora la salvación de la República Argentina.




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- XIX -

Continuación del mismo asunto. Del gobierno y su forma. La unidad pura es imposible


Acabamos de ver cuáles serán los fines que haya de proponerse la Constitución. Pero no se buscan fines sin emplear los medios de obtenerlos; y para obtenerlos seria y eficazmente, es menester que los medios correspondan a los fines.

El primero de ellos será la creación de un gobierno general como los objetos o fines tenidos en vista, y permanente como la vida de la Constitución.

La constitución de un país supone un gobierno encargado de hacerla cumplir: ninguna constitución, ninguna ley se sostiene por su propia virtud.

Así, la Constitución en sí misma no es más que la organización del gobierno considerado en los sujetos y cosas sobre que ha de recaer su acción, en la manera como ha de ser elegido, en los medios o facultades de que ha de disponer, y en las limitaciones que ha de respetar.

Según esto, la idea de constituir la República Argentina no significa otra cosa que la idea de crear un gobierno general permanente, dividido en los tres poderes elementales destinados a hacer, a interpretar y a aplicar la ley tanto constitucional como orgánica.

Los artículos de la Constitución, decía Rossi, son como cabezas de capítulos del derecho administrativo.   -131-   Toda constitución se realiza por medio de leyes orgánicas. Será necesario, pues, que haya un poder legislativo permanente, encargado de darlas.

Tanto esas leyes como la Constitución serán susceptibles de dudas en su aplicación. Un poder judiciario permanente y general será indispensable para la República Argentina.

De las tres formas esenciales de gobierno que reconoce la ciencia, el monárquico, el aristocrático y el republicano, este último ha sido proclamado por la revolución americana como el gobierno de estos países. No hay, pues, lugar a cuestión sobre forma de gobierno.

En cuanto al fondo, éste reside originariamente en la nación, y la democracia, entre nosotros, más que una forma, es la esencia misma del gobierno.

La federación o unidad, es decir, la mayor o menor centralización del gobierno general, son un accidente, un accesorio subalterno de la forma de gobierno. Este accesorio, sin embargo, ha dominado toda la cuestión constitucional de la República Argentina hasta aquí.

Las cosas han hecho prevalecer el federalismo, como regla del gobierno general.

Pero la voz federación significa liga, unión, vínculo.

Como liga, como unión, la federación puede ser más o menos estrecha. Hay grados diferentes de federación según esto. ¿Cuál será el grado conveniente a la República Argentina? -Lo dirán sus antecedentes históricos y las condiciones normales de su modo de ser físico y social.

Así en este punto de la Constitución, como en los anteriores y en todos los demás, la observación de los hechos y el poder de los antecedentes del país deberán ser la regla y punto de partida del Congreso constituyente.

  -132-  

Pero, desde que se habla de constitución y de gobierno generales, tenemos ya que la federación no será una simple alianza de Provincias independientes.

Una constitución no es una alianza. Las alianzas no suponen un gobierno general, como lo supone esencialmente una constitución.

Quiere decir esto que las ideas y los deseos dominantes van por buen camino.

Estando a la ley de los antecedentes y al imperio de la actualidad, la República Argentina será y no podrá menos de ser un Estado federativo, una República nacional, compuesta de varias provincias, a la vez independientes y subordinadas al gobierno general creado por ellas. -Gobierno federal, central o general, significa igual cosa en la ciencia del publicista.

Una federación concebida de este modo tendrá la ventaja de reunir los dos principios rivales en el fondo de una fusión, que tiene su raíz en las condiciones naturales e históricas del país, y que acaba de ser proclamada y prometida a la nación por la voz victoriosa del general Urquiza. -El acuerdo de San Nicolás ha venido últimamente a sacar de dudas este punto.

La idea de una unidad pura debe ser abandonada de buena fe, no por vía de concesión, sino por convencimiento. Es un hermoso ideal de gobierno; pero en la actualidad de nuestro país, imposible en la práctica. Lo que es imposible, no es del dominio de la política, pertenece a la universidad, o si es bello, a la poesía.

El enemigo capital de la unidad pura en la República Argentina, no es don Juan Manuel Rosas, sino el espacio de doscientas mil leguas cuadradas en que se deslíe, como gota de carmín en el río Paraná, el puñadito de nuestra población de un millón escaso.

  -133-  

La distancia es origen de soberanía local, porque ella suple la fuerza. ¿Por qué es independiente el gaucho? -Porque habita la pampa. ¿Por qué la Europa nos reconoce como nación, teniendo menos población que la antigua provincia de Burdeos? -Porque estamos a tres mil leguas. Esta misma razón hace ser soberanas a su modo a nuestras Provincias interiores, separadas de Buenos Aires, su antigua capital, por trescientas leguas de desierto.

Los unitarios de 1826 no conocían las condiciones prácticas de la unidad política; no las conocían tampoco sus predecesores de los Congresos anteriores.

Como lo general de los legisladores del la América del Sud, imitando las constituciones de la revolución francesa, sancionaron la unidad indivisible en países vastísimos y desiertos, que, si bien son susceptibles de un gobierno, no lo son de un gobierno indivisible. -El señor Rivadavia, jefe del partido unitario en esa época, trajo de Francia y de Inglaterra el entusiasmo y la admiración del sistema de gobierno que había visto en ejercicio con tanto éxito en esos viejos Estados. Pero ni él ni sus sectarios se daban cuenta de las condiciones a que debía su existencia el centralismo en Europa, y de los obstáculos para su aplicación en el Plata.

Los motivos que ellos invocaban en favor de su admisión, son precisamente los que lo hacían imposible: tales eran la grande extensión del territorio, la falta de población, de luces, de recursos. Esos motivos podían justificar su conveniencia o necesidad, pero no su posibilidad.

«La seguridad interior de nuestra República, decía la Comisión redactora del proyecto de Constitución unitaria, nunca podrá consultarse suficientemente en un país de extensión inmensa y despoblado como el nuestro, sino dando al poder del gobierno   -134-   una acción fácil, rápida y fuerte, que no puede tener en la complicada y débil organización del sistema federal». -Sí; ¿pero cómo daríais al poder del gobierno una acción fácil, rápida y fuerte sobre poblaciones escasísimas diseminadas en la superficie de un país de extensión inconmensurable? ¿Cómo concebir la rapidez y facilidad de acción al través de territorios inexplorados, extensísimos, destituidos de población, de caminos y de recursos?

No tenemos luces ni riquezas en los pueblos para ser federales, decían. -¿Pero creéis que la unidad sea el gobierno de los ignorantes y de los pobres? ¿Será la pobreza la que ha originado la consolidación de los tres reinos de la Gran Bretaña en un solo gobierno nacional? ¿Será la ignorancia de Marsella, de Lyon, de Dijon, de Burdeos, de Rouen, etc., el origen de la unidad francesa?

No, ciertamente. Lo cierto es que Francia es unitaria, por la misma razón que hace existir a la Unión de Norte América: por la riqueza, por la población, la practicabilidad del territorio y la cultura de sus habitantes, que son la base de todo gobierno general. -Nosotros somos incapaces de federación y de unidad perfectas, porque somos pobres, incultos y pocos.

Para todos los sistemas tenemos obstáculos, y para el republicano representativo tanto como para otro cualquiera. Sin embargo estamos arrojados en él, y no conocemos otros más aplicables a pesar de nuestras desventajas. La democracia misma se aviene mal con nuestros medios, y sin embargo estamos en ella y somos incapaces de vivir sin ella. Pues esto mismo sucederá con nuestro federalismo o sistema general de gobierno; será incompleto, pero inevitable a la vez.

Por otra parte, ¿la unidad pura es acaso hija del pacto?

¿Qué es la unidad o consolidación del gobierno?   -135-   Es la desaparición, es la absorción de todos los gobiernos locales en un solo gobierno nacional. Pero ¿qué gobierno consiente en desaparecer? -El sable, la conquista son los que le suprimen. Así se formó la consolidación del reino unido de la Gran Bretaña; y la espada ha agregado una por una las provincias que hoy, después de ocho siglos de esfuerzos, componen la unidad de la República francesa, más digna de reforma que de imitación en ese punto, según Thierry y Armando Carrel. -Nuestra unidad misma, bajo el antiguo régimen, la unidad del virreinato de la Plata, ¿cómo se formó? ¿Por el voto libre de los pueblos? -No, ciertamente; por la obra de los conquistadores y del poder realista y central de que dependían.

¿Sería éste el medio de formar nuestra unidad? No, porque sería injusto, ineficaz y superfluo, desde que hay otro medio posible de organización. -Si el poder local no se abdica hasta desaparecer, se delega al menos en parte como medio de existir fuerte y mejor. Este será el medio posible de componer un gobierno general, sin que desaparezcan los gobiernos locales.

La unidad no es el punto de partida, es el punto final de los gobiernos; la historia lo dice, y la razón lo demuestra. «Por el contrario, toda confederación, decía Rossi, es un estado intermediario entre la independencia absoluta de muchas individualidades políticas, y su completa fusión en una sola y misma soberanía».

Por ese intermedio será necesario pasar para llegar a la unidad patria.

Los unitarios no han representado un mal principio, sino un principio, impracticable en el país, en la época y en la medida que ellos deseaban. De todos modos ellos servían a una tendencia, a un elemento que será esencial en la organización de la República. Los puros teóricos, como hombres de   -136-   Estado, no tienen, más defecto que el ser precoces, ha dicho un escritor de genio: falta honorable, que es privilegio de las altas inteligencias.



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