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- XX -

Continuación del mismo asunto. Origen y causas de la descentralización del gobierno de la República Argentina


La descentralización política y administrativa de la República reconoce dos orígenes: uno mediato y anterior a la revolución; otro inmediato y dependiente de este cambio.

El mediato origen es el antiguo régimen municipal español, que en Europa como en América era excepcional y sin ejemplo por la extensión que daba al poder de los Cabildos o representaciones elegidas por los pueblos. Esa institución ha sido la primera forma, el primer grado de existencia del poder representativo provincial entre nosotros, como lo ha sido en España misma; siendo de notar que su poder es más extenso en los tiempos menos cercanos del nuestro, de modo que también ha podido aplicarse a nosotros el dicho de Madame Staël, de que «la libertad es antigua, y el despotismo es moderno».

España no fue más centralista en el arreglo que dio a sus virreinatos de América, que lo había sido en el de su monarquía peninsular. Con doble motivo el localismo conservó aquí mayor latitud que la conocida en las provincias de España con el nombre de fueros y privilegios.

Nunca los esfuerzos ulteriores de centralización pudieron destruir el germen de libertad y de independencia locales depositado en las costumbres de los pueblos españoles por las antiguas instituciones   -137-   de libertad municipal. Los cabildantes conservaron siempre el nombre de padres de la República, y los Cabildos el tratamiento de excelentísimo. Por una ley de Juan I de Castilla, las decisiones de los Cabildos no podían ser revocadas por el rey. -La ley 1.ª, tít. 4.º, partida 3.ª, hacía de elección popular el nombramiento de regidores, que eran jueces y administradores del gobierno local. -Varias leyes del libro VII de la Novísima Recopilación disponían que las ciudades se gobernasen por las ordenanzas dadas por sus Cabildos, y se reuniesen éstos en casas grandes y bien hechas, a entender de las cosas cumplideras de la República que han de gobernar. (Palabras de la ley 1.ª, tít. 2.º, lib. 7.º, Novísima Recopilación.)

Las leyes españolas aplicables directamente al gobierno de América, lejos de modificar, confirmaron esos antecedentes peninsulares. La unidad del gobierno de los virreinatos no excluía la existencia de gobiernos de provincia dotados de un poder extenso y muchas veces peculiar.

Tanto los gobernadores o intendentes de provincia como el virrey, de que dependían en parte, recibían del rey inmediata y directamente su nombramiento. Los gobernadores eran nombrados en España, no en Buenos Aires, y tanto ellos como el virrey, su jefe, recibían del soberano sus respectivas facultades de gobierno. Era extenso el poder que los gobernadores de provincia ejercían en los ramos de hacienda, policía, guerra y justicia; tenían un sueldo anual de seis mil pesos y los honores de mariscal de campo. El virrey estaba obligado a cooperar a su gobierno local. (Ordenanza de intendentes para el virreinato de la Plata).

Vemos, pues, que el gobierno local o provincial es uno de nuestros antecedentes administrativos, que remonta y se liga a la historia de España y de su gobierno colonial en América: por lo cual constituye   -138-   una base histórica que debe servir de punto de partida en la organización constitucional del país.

La revolución de Mayo de 1810, el nuevo régimen republicano, lejos de alterar, confirmó y robusteció ese antecedente más de lo que convenía a las necesidades del país. Es digno de examen este origen moderno o inmediato de la descentralización del gobierno en la República Argentina.

El gobierno colonial del Río de la Plata era unitario, a pesar de la extensión de los gobiernos locales. Residía en un solo individuo, que, con el título de virrey, gobernaba todo el virreinato en nombre del Rey de España y de las Indias.

La revolución de 1810, operada contra el Gobierno español, tuvo lugar en Buenos Aires, capital del virreinato.

El pueblo de esa ciudad peticionó al Cabildo local, para que instalara una Junta encargada del gobierno provisorio, compuesta de los individuos indicados por el pueblo.

El Cabildo de Buenos Aires accedió a la petición popular, y nombró una Junta de gobierno, compuesta de nueve individuos, que reemplazó al virrey. Este gobierno de muchos, en lugar del gobierno de uno, ya era un paso a la relajación del poder central.

El Cabildo de Buenos Aires que, no teniendo poder sobre los Cabildos de las otras provincias, no podía imponerles un gobierno creado por él, se limitó a participarles el cambio, invitándoles a reproducirlo en sus respectivas jurisdicciones.

La Junta gubernativa, que reconocía su origen local y provincial, y que aun suponiéndose sucesora del virrey, conocía no tener el poder, de que éste mismo había carecido, para crear los gobiernos nuevos de provincia, dirigió el 26 de Mayo una circular a las provincias, convocándolas a enviar   -139-   sus diputados para tomar parte en la composición de la Junta y en el gobierno ejecutivo de que estaba encargada. Esta circular, atribuida al doctor Castelli, miembro de la Junta, fue un paso de imprevisión de inmensa consecuencia, como lo reconoció oficialmente este mismo cuerpo en la sesión del 18 de Diciembre de 1810, que dio por resultado la incorporación de nueve miembros más a la Junta gubernativa, quedando el poder ejecutivo compuesto de diez y seis personas desde ese día. No hubo forma de impedir ese desacierto. -Los diputados provinciales, constituidos en Buenos Aires, pidieron un lugar en la Junta gubernativa. Ellos eran nueve; la Junta constaba entonces de siete miembros, por la ausencia de los señores Castelli y Belgrano. La Junta se oponía a la incorporación, observando con razón que un número tan considerable de vocales sería embarazoso al ejercicio del poder ejecutivo. Los diputados invocaron la circular de 26 de Mayo en que la misma Junta les ofreció parte de su poder. Esta reconoció y confesó aquel acto de inexperiencia de su parte. La decisión estuvo a pique de ser entregada al pueblo; pero se convino en que fuese producto de la votación de los nueve diputados reunidos a los siete individuos de la Junta. Los nueve no podían ser vencidos por los siete, y la Junta quedó compuesta de diez y seis personas. Desde ese momento empezó la disolución del poder ejecutivo instalado en Mayo, que no alcanzó a vivir un año entero.

Ese resultado estaba preparado por desavenencias que habían tenido lugar entre el presidente y los vocales de la Junta primitiva. Difícil era que un gobierno confiado a tantas manos dejase de ser materia de discordia. Se confió el poder a una Junta de varios individuos, siguiendo el ejemplo que acababa de dar la madre patria con motivo del cautiverio del rey Fernando VII; pero la Junta de Buenos   -140-   Aires no imitó el ejemplo del la Junta de Sevilla, que se hizo obedecer de las Andalucías, ni el de la de Valencia, que dominó todo el reino.

Colocado el gobierno en manos de uno sólo, habría sido más fácil substituir la autoridad general del virrey por un gobierno general revolucionario; pero la exaltación del liberalismo naciente era un obstáculo invencible a la concentración del poder en manos de uno sólo. El Presidente de la Junta, don Cornelio Zaavedra, había sido revestido de los mismos honores del virrey, por orden expedida el 28 de Mayo. La Junta misma decretó eso, convencida de la necesidad de dar fuerza moral y prestigio al nuevo gobierno, desempeñado por hombres que el pueblo podía considerar inferiores al virrey, viéndoles en su ordinaria sencillez. Pero esos honores usados tal vez indiscretamente por el Presidente, no tardaron en despertar emulaciones pequeñas en el seno del gobierno múltiplo. Un militar que tenía el don de la trova, saludó emperador, en un banquete, al presidente Zaavedra: y este asomo de la idea de concentrar el poder en uno sólo, que debía de haberse alentado, dio lugar a un decreto en que se quitaron al Presidente de la Junta los honores conferidos el 28 de Mayo. El art. 11 de ese decreto da la medida de la exaltación de las ideas del doctor Moreno, émulo de Zaavedra, Secretario de la Junta y redactor de aquel acto, cuyo art. 11 es como sigue: «Habiendo echado un brindis don Antonio Duarte, con que ofendió la probidad del Presidente y atacó los derechos de la patria, debía perecer en un cadalso; por el estado de embriaguez en que se hallaba se le perdona la vida; pero se le destierra perpetuamente de esta ciudad, porque un habitante de Buenos Aires ni ebrio ni dormido debe tener inspiraciones contra la libertad de su país».

  -141-  

Ese decreto contra el Presidente fue dado el 6 de Diciembre de 1810.

Doce días después, una idea de represalia hizo incorporar en el personal de la Junta los diputados de las provincias, obligando al doctor Moreno a dimitir el cargo de secretario y de vocal del Gobierno provisorio, que no tardó él mismo en disolverse.

Otras causas concurrían con éstas para el desquicio del poder central. Desde que se trató de destituir al virrey en Buenos Aires, el partido español pensó en los gobernadores de las Provincias para apoyar la reacción contra el Gobierno de Mayo. De ahí vino que los revolucionarios exigieron, como condición precisa, la expedición de quinientos hombres en el término de quince días, para proteger la libertad de las Provincias. Esa condición figura en el acta de 25 de Mayo, y muestra que el Gobierno revolucionario venía al mundo armado de recelos contra los gobiernos provinciales. El Gobierno de Montevideo fue el primero en desconocer la nueva autoridad de Buenos Aires, su capital entonces. Los jefes de las otras Provincias no tardaron en seguir el mismo ejemplo, armándose contra la Junta de Buenos Aires. Elío en Montevideo y Liniers en Córdoba abrieron desde esa época la carrera en que más tarde han figurado Artigas, Francia, López y Quiroga, creando un estado de cosas más fácil de mejorar que de destruir.

No viene, pues, de 1820, como se ha dicho, el desquicio del Gobierno central de la República Argentina, sino de los primeros pasos de la Revolución de Mayo, que destruyó el gobierno unitario colonial deponiendo al virrey, y no acertó a reemplazarlo por otro gobierno patrio de carácter central.

Derrocado el virrey, porque representaba aun monarca que no existía ya en el trono de España,   -142-   y porque había debido su promoción a la Junta Central, que no existía tampoco, no quedaba poder alguno central en la extensión de los dominios españoles. En América hizo el pueblo lo mismo que en la Península: viéndose sin su legítimo soberano, asumió el poder y lo delegó en Juntas o gobiernos locales.

La soberanía local tomó entonces el lugar de la soberanía general acéfala; y no es otro, en resumen, el origen inmediato del federalismo o localismo republicano en las Provincias del Río de la Plata5.




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- XXI -

Continuación del mismo asunto. La federación pura es imposible en la República Argentina. Cuál federación es practicable en aquel país


Por la simple federación, la federación pura, no es menos irrealizable, no es menos imposible en la República Argentina, que la unidad pura ensayada en 1826.

Una simple federación no es otra cosa que una alianza, una liga eventual de poderes iguales e independientes absolutamente. Pero toda alianza es revocable por una de las partes contratantes, pues no hay alianzas perpetuas e indisolubles. Si tal sistema fuese aplicable a las Provincias interiores de la República Argentina, sería forzoso reconocer en cualquiera de ellas el derecho de revocar la liga federal por su parte, de separarse de ella y de anexarse a cualquiera de las otras Repúblicas de la América del Sud; a Bolivia, a Chile, a Montevideo,   -143-   v. g. -Sin embargo, no habría argentino, por federal que fuera, que no calificase ese derecho de herejía política, o crimen de lesa nación. El mismo Rosas, disputando al Paraguay su independencia, ha demostrado que veía en la República Argentina algo más que una simple y pura alianza de territorios independientes.

Una simple federación excluye la idea de un gobierno general y común a los confederados, pues no hay alianza que haga necesaria la creación de un gobierno para todos los aliados. Así, cuando algunas Provincias argentinas se han ligado parcialmente por simples federaciones, no han reconocido por eso un gobierno general para su administración interior.

Excluye igualmente la simple federación toda idea de nacionalidad o fusión, pues toda alianza deja intacta la soberanía de los aliados.

La federación pura en el Río de la Plata tiene, pues, contra sí los antecedentes nacionales o unitarios que hemos enumerado más arriba; y además todos los elementos y condiciones actuales que forman la manera de ser normal de aquel país. Los unitarios han tenido razón siempre que han llamado absurda la idea de asociar las Provincias interiores de la República Argentina sobre el pie de la Confederación Germánica o de otras Confederaciones de naciones o estados soberanos e independientes, en el sentido que el derecho internacional da a esta palabra; pero se han engañado cuando han creído que no había más federación que las simples y puras alianzas de poderes independientes e inconexos.

La federación de los Estados Unidos de Norte América no es una simple federación, sino una federación compuesta, una federación unitaria y centralista, digámoslo así; y por eso precisamente subsiste hasta la fecha y ha podido hacer la dicha   -144-   de aquel país. -Se sabe que ella fue precedida de una Confederación o federación pura y simple, que en ocho años puso a esos Estados al borde de su ruina.

Por su parte, los federales argentinos de 1826 comprendieron mal el sistema que querían aplicar a su país.

Como Rivadavia trajo de Francia el entusiasmo y la adhesión por el sistema unitario, que nuestra revolución había copiado más de una vez de la de ese país, Dorrego, el jefe del partido federal de entonces, trajo de los Estados Unidos su devoción entusiasta al sistema de gobierno federativo. Pero Dorrego, aunque militar como Hamilton, el autor de la Constitución norteamericana, no era publicista, y a pesar de su talento indisputable, conocía imperfectamente el gobierno de los Estados Unidos, donde sólo estuvo los cuatro días de su proscripción. Su partido estaba menos bien informado que él en doctrina federalista.

Ellos confundían la Confederación de los Estados Unidos de 9 de Julio de 1778 con la Constitución de los Estados Unidos de América, promulgada por Washington el 17 de Septiembre de 1787. Entre esos dos sistemas, sin embargo, hay esta diferencia: que el primero arruinó los Estados Unidos en ocho años, y el otro los restituyó a la vida y los condujo a la opulencia de que hoy disfrutan. El primero era una simple federación; el segundo es un sistema mixto de federal y unitario. Washington decidió de la sanción de este último sistema, y combatió con todas sus fuerzas la primera federación simple y pura, que dichosamente se abandonó antes que concluyese con los Estados Unidos. De aquí viene que nuestros unitarios de 1826 citaban en favor de su idea la opinión de Washington, y nuestros federales no sabían responder   -145-   que Washington era opuesto a la federación pura, sin ser partidario de la unidad pura.

La idea de nuestros federales no era del todo errónea, y sólo pecaba por extremada y exclusiva. Como los unitarios, sus rivales, ellos representaban también un buen principio, una tendencia que procedía de la historia y de las condiciones normales del país.

Las cosas felizmente nos traen hoy al verdadero término, al término medio, que representa la paz entre la provincia y la nación, entre la parte y el todo, entre el localismo y la idea de una República Argentina6.

Será, pues, nuestra forma normal un gobierno mixto, consolidable en la unidad de un régimen nacional; pero no indivisible como quería el Congreso de 1826, sino divisible y dividido en gobiernos provinciales limitados, como el gobierno central, por la ley federal de la República.

Si la imitación no es por sí sola una razón, tampoco hay razón para huir de ella cuando concurre motivo de seguirla. No porque los romanos y los franceses tengan en su derecho civil un contrato llamado de venta, lo hemos de borrar del nuestro a fuer de originales. Hay una anatomía de los Estados, como hay una anatomía de los cuerpos vivientes, que reconoce leyes y modos de ser universales.

Es practicable y debe practicarse en la República Argentina la federación mixta o combinada con el nacionalismo, porque este sistema es expresión de la necesidad presente y resultado inevitable de los hechos pasados.

Ha existido en cierto modo bajo el gobierno colonial, como lo hemos demostrado más arriba, en que coexistieron combinados la unidad del virreinato   -146-   y los gobiernos provinciales, emanados como aquél de la elección directa del soberano.

La Revolución de Mayo confirmó esa unidad múltiple o compleja de nuestro gobierno argentino, por el voto de mantener la integridad territorial del virreinato, y por la convocatoria dirigida a las demás provincias para crear un gobierno de todo el virreinato.

Ha recibido también la sanción de la ciencia argentina, representada por ilustres publicistas. Los dos ministros del Gobierno de Mayo de 1810 han aconsejado a la República ese sistema.

«Puede haber una federación de sólo una nación», decía el Dr. Moreno. «El gran principio de esta clase de gobierno (decía) se halla en que los Estados individuales, reteniendo la parte de soberanía que necesitan para sus negocios interiores, ceden a una autoridad suprema y nacional la parte de soberanía que llamaremos eminente para los negocios generales; en otros términos, para todos aquellos puntos en que deben obrar como nación».

«Deseo ciertas modificaciones que suavicen la oposición de los pueblos (decía el Dr. Paso en el Congreso de 1826), y que dulcifiquen lo que hallen ellos de amargo en el gobierno de uno sólo. Es decir, que las formas que nos rijan sean mixtas de unidad y federación7».

Los himnos populares de nuestra revolución de 1810 anunciaban la aparición en la faz del mundo de una nueva y gloriosa nación, recibiendo saludos de todos los libres, dirigidos al gran pueblo argentino. La musa de la libertad sólo veía un pueblo argentino, una nación argentina, y no muchas naciones, y no catorce pueblos.

En el símbolo o escudo de armas argentinas   -147-   aparece la misma idea, representada por dos manos estrechadas formando un solo nudo sin consolidarse: emblema de la unión combinada con la independencia.

Reaparece la misma idea en el acta célebre del 9 de Julio de 1816, en que se lee: que preguntados los representantes de los pueblos si querían que las Provincias de la Unión fuesen UNA NACIÓN LIBRE E INDEPENDIENTE, reiteraron su voto llenos de santo ardor por la independencia DEL PAÍS.

Tiene además en su apoyo el ejemplo del primer país de América y del mundo, en cuanto a sistema de gobierno: los Estados Unidos del Norte.

Es aconsejado por la sana política argentina, y es hostia de paz y de concordia entre los partidos, tan largo tiempo divididos, de aquel país, ávido ya de reposo y de estabilidad.

Acaba de adoptarse oficialmente, por el acuerdo celebrado el 31 de Mayo de 1852, entre los gobernadores de todas las Provincias argentinas en San Nicolás de los Arroyos. Al mismo tiempo que ese acuerdo declara llegado el caso de arreglar por medio de un Congreso general federativo la administración general del país bajo el sistema federal (art. 2.º), declara también que las Provincias son miembros de la Nación (art. 5.º), que el Congreso sancionará una constitución nacional (art. 6.º), y que los diputados constituyentes deben persuadirse que el bien de los pueblos no se conseguirá sino por la consolidación de un régimen nacional regular y justo (art. 7.º). -He ahí la consagración completa de la teoría constitucional de que hemos tenido el honor de ser órgano en este libro. -Ahora será preciso que la constitución definitiva no se desvíe de esa base.

Europa misma nos ofrece dos ejemplos recientes en su apoyo: -la Constitución helvética de 12 de Septiembre de 1848, y la Constitución germánica   -148-   ensayada en Francfort al mismo tiempo, en que esas dos Confederaciones de Europa han abandonado el federalismo puro por el federalismo unitario, que proponemos.




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- XXII -

Idea de la manera practica de organizar el gobierno mixto que se propone, tomada de los gobiernos federales de Norte América, Suiza y Alemania. Cuestión electoral


El mecanismo del gobierno general de Norte América nos ofrece una idea del modo de hacer práctica la asociación de los principios en la organización de las autoridades generales. Allí también, como entre nosotros, se disputaban el poderío del gobierno las dos tendencias unitaria y federal, y la necesidad de amalgamarlas en el seno de un sistema compuesto, les sugirió un mecanismo, que puede ser aplicado a un orden de cosas semejante, con las modificaciones exigidas por la especialidad de cada caso. La asimilación discreta de un sistema adaptable en circunstancias análogas no es la copia servil, que jamás puede ser discreta en política constitucional. Indicaré el fondo del sistema, sin descender a pormenores que deben reglarse por las circunstancias especiales del caso.

La ejecución del sistema mixto que proponemos será realizable por la división del cuerpo legislativo general en dos cámaras: una destinada a representar las Provincias en su soberanía local, debiendo su elección, en segundo grado, a las legislaturas provinciales, que deben ser conservadas; y otra que, debiendo su elección al pueblo de toda la República, represente a éste, sin consideración a localidades, y como si todas las Provincias formasen   -149-   un solo Estado argentino. En la primera Cámara serán iguales las Provincias, teniendo cada una igual número de representantes en la legislatura general; en la segunda estarán representadas según el censo de la población, y naturalmente serán desiguales.

Este doble sistema de representación igual y desigual en las dos Cámaras que concurran a la sanción de ley, será el medio de satisfacer dos necesidades del modo de ser actual de nuestro país. Por una parte es necesario reconocer que, a pesar de las diferencias que existen entre las Provincias bajo el aspecto del territorio, de la población y de la riqueza, ellas son iguales como cuerpos políticos. Puede ser diverso su poder, pero el derecho es el mismo. Así en la República de las siete Provincias Unidas, Holanda estaba con algunos de los Estados federados en razón de 1 a 19. -Pero bajo otro aspecto, tampoco se puede desconocer la necesidad de dar a cada Provincia en el Congreso una representación proporcional a su población desigual, pues sería injusto que Buenos Aires eligiese un diputado por cada setenta mil almas, y que La Rioja eligese uno por cada diez mil. Por ese sistema, las poblaciones más adelantadas de la República vendrán a tener menos parte en el gobierno y dirección del país.

Así tendremos un Congreso general, formado de dos cámaras, que será el eco de las Provincias y el eco de la Nación: Congreso federativo y nacional a la vez, cuyas leyes serán la obra combinada de cada Provincia en particular y de todas en general.

Si contra el sistema de dos cámaras legislativas se objetase el ejemplo de Méjico, que no ha podido librarse de la anarquía a pesar de él, también podría recordarse que la República Argentina ha sido desgraciada las cuatro veces que ha ensayado la representación legislativa por una sola cámara.

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Para realizar la misma fusión de principios en la composición del poder ejecutivo nacional, deberá éste recibir su elección del pueblo o de las legislaturas de todas las Provincias, en cuyo sentido será, por su origen y carácter un gobierno nacional y federativo perfectamente en cuanto al ejercicio de sus funciones, por la limitación que su poder recibirá de la acción de los gobiernos provinciales.

Igual carácter mixto ofrecerá el poder judiciario federal, si ha de deber la promoción de sus miembros al poder ejecutivo general que represente la nacionalidad del país, y al acuerdo de la cámara o sección legislativa que represente las Provincias en su soberanía particular; y si sus funciones se limitasen a conocer de la constitucionalidad de los actos públicos, dejando a las judicaturas provinciales el conocimiento de las controversias de dominio privado.

El Gobierno general de los Estados Unidos no es el único que ofrezca el mecanismo empleado para asociar en la formación de las autoridades generales los dos elementos unitario y federal. No hay federación célebre y digna de figurar como modelo que no presente igual ejemplo en el día. Es que todas ellas sienten la misma necesidad inherente a su complexión de centralizar sus medios de libertad, de orden y de engrandecimiento. En América, los Estados Unidos, y en Europa, Suiza y Alemania, han abandonado, el federalismo puro por el federalismo unitario en la constitución de su gobierno general.

Suiza fue una federación de Estados y no un Estado federativo hasta 1798. Asociados sucesivamente desde el siglo XIV con la mira de su defensa común y no de hacer vida solidaria, sus cantones resistieron siempre toda idea de centralización. Medio francesa y vecina de Francia, fue Suiza la   -151-   primera en recibir la influencia unitaria de la revolución de 1789. La revolución le llevó en las puntas de las bayonetas el dogma de las Repúblicas unas e indivisibles. Pero las tradiciones del país resistieron profundamente esa unidad.

Napoleón con su tacto de estado comprendió la necesidad de respetar la historia y los antecedentes; y en su acta de mediación de 1802 restableció las constituciones cantonales, sin desatender la unidad de Suiza, conservando el equilibrio del poder central y de la libertad de los cantones.

Bajo el tratado de Viena de 1815, volvió Suiza al federalismo puro. Hasta 1848 fue incesante la lucha del Sonderbund -liga parcial de los cantones que defendían la descentralización- con los partidarios de la unidad nacional.

Como en Norte América en 1787, los dos principios rivales de Suiza encontraron la paz en la Constitución de 12 de Septiembre de 1848. La idea de Napoleón de 1802 es la base del sistema que tiene por objeto ensanchar las prerrogativas del poder central. Comienza la Constitución por reconocer la soberanía de los cantones, pero subordinándola a la del Estado. Considera los cantones como un elemento de la nación, pero arriba de la consideración de los intereses locales coloca el interés de la patria común.

En la organización del poder central prevalece completamente nuestra idea, o más bien la idea americana. La autoridad suprema de Suiza es ejercida por una asamblea federal dividida en dos secciones, a saber: un consejo nacional y otro de los Estados o cantones. El Consejo Nacional se compone de diputados del pueblo suizo, elegidos por votación directa, en razón de uno por veinte mil almas; y el Consejo de los cantones se compone de cuarenta y cuatro miembros, nombrados por los Estados cantonales, a razón de dos por cada cantón.   -152-   -Al favor de ese sistema, Suiza posee hoy el poder de cohesión y de unidad, que faltó siempre a sus adelantos, sin caer en la unidad excesiva que le impuso el Directorio francés, y que Napoleón tuvo el buen sentido de cambiar por el sistema mixto, que se ha restablecido en 1848.

Estrechar el vínculo que une los Estados federados de Alemania y hacer de esta federación de Estados un Estado federativo, fue todo el propósito del Parlamento de Francfort, al dar la Constitución alemana de 1848. Ella sentaba como principio la superioridad de la autoridad general sobre las autoridades particulares, declarando sin embargo, que los Estados conservan su independencia en cuanto no era limitada por la constitución del Imperio, y guardaban sus dignidades y derechos no delegados expresamente a la autoridad central. -Daba el poder legislativo a un parlamento compuesto de dos cámaras, bajo los nombres de Cámara de los Estados y Cámara del pueblo, elegidas por sistemas diferentes. -El poder de las tradiciones seculares de aislamiento de ese país y las dimensiones de los principales reinos de que consta, fueron causa de que quedase sin efecto el ensayo constitucional de Francfort, que representa a pesar de eso el anhelo ardiente y general de Alemania por la centralización del gobierno.

Vemos, pues, que en Europa, lo mismo que en América, las federaciones tienden a estrechar más y más su vínculo de unión y a dilatar la esfera de acción civilizadora y progresista del gobierno central o federal. -Si los países que nunca han formado un Estado propenden a realizarlo, ¿qué no deberán hacer los que son fracciones de una unidad que ha existido por dos siglos?

Sistema electoral. -En cuanto al sistema electoral que haya de emplearse para la formación de   -153-   los poderes públicos -punto esencialísimo a la paz y prosperidad de estas Repúblicas- la Constitución argentina no debe olvidar las condiciones de inteligencia y de bienestar material exigidas por la prudencia en todas partes, como garantías de la pureza y acierto del sufragio; y al fijar las condiciones de elegibilidad, debe tener muy presente la necesidad que estos países escasos de hombres tienen de ser poco rígidos en punto a nacionalidad de origen. Países que deben formarse y aumentarse con extranjeros de regiones más ilustradas que las nuestras, no deben cerrarles absolutamente las puertas de la representación, si quieren que ésta se mantenga a la altura de la civilización del país.

La inteligencia y la fortuna en cierto grado no son condiciones que excluyan la universalidad del sufragio, desde que ellas son asequibles para todos mediante la educación y la industria. Sin una alteración grave en el sistema electoral de la República Argentina, habrá que renunciar a la esperanza de obtener gobiernos dignos de la obra del sufragio.

Para obviar los inconvenientes de una supresión brusca de los derechos de que ha estado en posesión la multitud, podrá emplearse el sistema de elección doble y triple, que es el mejor medio de purificar el sufragio universal sin reducirlo ni suprimirlo, y de preparar las masas para el ejercicio futuro del sufragio directo.

Todo el éxito del sistema republicano en países como los nuestros depende del sistema electoral. No hay pueblo, por limitado que sea, al que no pueda aplicarse la República, si se sabe adaptar a su capacidad el sistema de elección o de su intervención en la formación del poder y de las leyes. A no ser por eso, jamás habría existido la República en Grecia y en Roma, donde el pueblo   -154-   sufragante sólo constaba de los capaces, es decir, de una minoría reducidísima en comparación del pueblo inactivo.

Y para que la misma regla de fusión presida a la formación de los gobiernos provinciales, la Constitución tendrá que dejar a las Provincias sus legislaturas, sus gobernadores y sus jueces de primera y segunda instancia, más o menos como hoy existen, en cuanto a su modo de formación o elección, se entiende, no así en lo tocante a los objetos y extensión de sus facultades. Legislaturas o consejos de administración, gobernadores o juntas económicas, ¿qué importan los nombres? Los objetos y la extensión de su poder es lo que ha de verse.




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- XXIII -

Continuación del mismo asunto. Objetos y facultades del gobierno general


La creación de un gobierno general supone la renuncia o abandono de cierta porción de facultades por parte de los gobiernos provinciales. Dar una parte del gobierno local, y pretender conservarlo íntegro, es como restar de cinco dos, y pretender que queden siempre cinco8.

Según esto, pedir un gobierno general, es consentir en el abandono de la parte del gobierno provincial que ha de servir para la formación del gobierno general; y rehusar esa porción de poder, bajo cualquier pretexto, es oponerse a que exista una nación, sea unitaria o federativa. -La federación, lo mismo que la unidad, supone el abandono   -155-   de una cantidad de poder local, que se delega al poder federal o central.

Pero no será gobierno general el gobierno que no ejerza su autoridad, que no se haga obedecer en la generalidad del suelo del país y por la generalidad de los habitantes que lo forman, porque un gobierno que no gobierna es una palabra que carece de sentido. El gobierno general, pues, si ha de ser un hecho real y no una mentira, ha de tener poder en el interior de las Provincias, que forman el Estado o cuerpo general de nación, o de lo contrario será un gobierno sin objeto, o por mejor decir, no será gobierno.

De aquí resulta que constituir o formar un gobierno general, es lo mismo que constituir o formar objetos generales de gobierno. En este sentido la palabra constituir el país, quiere decir consolidar, uniformar, nacionalizar ciertos objetos, en cuanto a su régimen de gobierno.

Discutir ciertas cosas, es hacer dudosa su verdad y conveniencia; una de ellas es la necesidad de generalizar y unir ciertos intereses, medios y propósitos de las Provincias argentinas, para dirigirlos por un gobierno común y general. En política, como en industria, nada se consigue sin la unión de las fuerzas y facultades dispersas. Esta comparación es débil por insuficiente. En política, no hay existencia nacional, no hay Estado, no hay cuerpo de nación, si no hay consolidación o unión de ciertos intereses, medios y propósitos, como no hay vida en el ser orgánico, cuando las facultades vitales cesan de propender a un solo fin.

La unión argentina constituye nuestro pasado de doscientos años y forma la base de nuestra existencia venidera. Sin la unión de los intereses argentinos, habrá Provincias argentinas, no República   -156-   Argentina, ni pueblo argentino: habrá riojanos, cuyanos, porteños, etc., no argentinos.

Una provincia en sí es la impotencia misma, y nada hará jamás que no sea provincial, es decir, pequeño, obscuro, miserable, provincial, en fin, aunque la provincia se apellide Estado.

Sólo es grande lo que es nacional o federal. La gloria que no es nacional, es doméstica, no pertenece a la historia. El cañón extranjero no saluda jamás la bandera que no es nacional. Sólo ella merece respeto, porque sólo ella es fuerte.

Caminos de fierro, canales, puentes, grandes mejoras materiales, empresas de colonización, son cosas superiores a la capacidad de cualquier provincia aislada, por rica que sea. Esas obras piden millones; y esta cifra es desconocida en el vocabulario provincial.

Pero ¿cuáles objetos y hasta qué grado serán sometidos a la acción del gobierno general? O lo que es lo mismo, ¿cuáles serán las atribuciones o poderes concedidos por las Provincias al gobierno general, creado por todas ellas?

Para la solución de este problema debemos acudir a nuestra fuente favorita: -los hechos anteriores, los antecedentes, las condiciones de la vida normal del país. Si los legisladores dejasen siempre hablar a los hechos, que son la voz de la Providencia y de la historia, habría menos disputas y menos pérdida de tiempo. La República Argentina no es un pueblo que esté por crearse, no se compone de gentes desembarcadas ayer y venidas de otro mundo para constituirse recién. Es un pueblo con más de dos siglos de existencia, que tiene instituciones antiguas y modernas, desquiciadas e interrumpidas, pero reales y existentes en cierto modo.

Así, muchos de los que han de ser objetos del   -157-   gobierno general, están ya generalizados de antemano, por actos solemnes y vigentes.

Uno de ellos es el territorio argentino, sobre cuya extensión, integridad y límites están de acuerdo Europa, América y los geógrafos, salvo pequeñas discusiones sobre fronteras externas. Bajo el nombre de República o Confederación Argentina, todo el mundo reconoce un cierto y determinado territorio, que pertenece a una asociación política, que no se equivoca ni confunde con otra.

Los colores nacionales, sancionados por ley de 26 de Febrero de 1818 del Congreso general de las Provincias Unidas de aquella época, se han considerado por todos los partidos y gobiernos como colores nacionales: tales son el blanco y el azul, en el modo y forma hasta ahora acostumbrados (palabra de la ley que sancionó la inspiración del pueblo). El mundo exterior no conoce otros colores argentinos que esos.

La unidad diplomática o de política exterior es otro objeto del gobierno general, que en cierto modo ha existido hasta hoy en la República Argentina, en virtud de la delegación que las Provincias argentinas, aisladas o no, han hecho en el Gobernador de Buenos Aires, de la facultad de representarlas en tratados y en diferencias exteriores, en que todas ellas han figurado formando un solo país. -Pero ese hecho debe de recibir una organización más completa en la Constitución-. El gobierno exterior del país comprende atribuciones legislativas y judiciales, cuyo ejercicio no puede ser entregado al poder ejecutivo de una provincia sin crear la dictatura exterior del país. Son objetos pertenecientes al gobierno exterior de todo país la paz, la guerra, la navegación, el comercio, las alianzas con las potencias extranjeras, y otros varios, que por su naturaleza son del dominio del poder legislativo; y no existiendo en nuestro país un poder legislativo   -158-   permanente, quedará sin ejercicio ni autoridad esa parte exterior del gobierno de la República Argentina, de que depende toda su prosperidad, como se ha demostrado en todo este escrito. Así, pues, la vida, la existencia exterior del país, será inevitablemente uno de los objetos que se constituyan nacionales. En este punto la consolidación deberá ser absoluta e indivisible. -Para el extranjero, es decir, para el que ve de fuera la República Argentina, ésta debe ser una e indivisible: multíplice por dentro y unitaria por fuera. La necesidad y conveniencia de este sistema ha sido reconocida invariablemente hasta por los partidarios del aislamiento absoluto en el régimen interior. Todos los tratados existentes entre la República Argentina y las naciones extranjeras están celebrados sobre esa base, y sería imposible celebrarlos de otro modo. La idea de un tratado de comercio exterior, de una declaración de guerra extranjera, de negociaciones diplomáticas, celebrados o declarados por una provincia aislada, sería absurda y risible9.

Tenemos, pues, que en materia de negocios exteriores, tanto políticos como comerciales, la República Argentina debe ser un solo Estado, y como Estado único no debe tener más que un solo gobierno nacional o federal.

La aduana exterior, aunque no está nacionalizada, es un objeto nacional, desde que toda la República paga los derechos de aduana marítima, que sólo percibe la Provincia de Buenos Aires, exclusivo puerto de un país que puede y debe tener muchos otros, aunque la aduana deba ser una y nacional en cuanto al sistema de percepción y aplicación del producto de sus rentas.

Los demás objetos que el Congreso deberá constituir como nacionales y generales, en cuanto a su   -159-   arreglo, gobierno y dirección permanente, se hallan felizmente acordados ya y señalados como bases futuras de organización general en actos públicos que envuelven compromisos solemnes.

El tratado litoral, firmado en Santa Fe el 4 de Enero de 1831 por tres Provincias importantísimas de la República, al que después han adherido todas y acaba de ratificarse por el acuerdo de San Nicolás de 31 de Mayo de 1852, señala como objetos cuyo arreglo será del resorte del Congreso general:

1.º La administración general del país bajo el sistema federal.

2.ª El comercio interior y exterior.

3.º La navegación.

4.º El cobro y distribución de las rentas generales.

5.º El pago de la deuda de la República.

6.º Todo lo conveniente a la seguridad y engrandecimiento de la República en general.

7.º Su crédito interior y exterior.

8.º El cuidado de proteger y garantir la independencia, libertad y soberanía de cada Provincia.

Estas bases son preciosas. Ellas han hecho y formado su trabajo al Congreso constituyente en una parte esencialísima de su obra.

Por ellas conocemos ya cuáles son los objetos que han de constituirse nacionales o federales, y sabemos que esos objetos han de depender, para su arreglo y gobierno, del Congreso general.

Esas bases son tan ricas y fecundas, que el Congreso sólo tendrá que deducir sus consecuencias naturales, para obtener el catálogo de todos los objetos que han de declararse y constituirse nacionales y subordinados al gobierno general de toda la República.

Consignándolas una a una en el texto de la futura Constitución federal, tendrá señaladas las   -160-   principales atribuciones del poder legislativo permanente. Las demás serán deducciones de ellas.

La facultad de establecer y reglar la administración general del país bajo el sistema federal, deferida al Congreso argentino por el tratado litoral de 1831, envuelve el poder de expedir el código o leyes, del régimen interior general de la Confederación. Los objetos naturales de estas leyes, es decir, los grandes objetos comprendidos en la materia de la administración general, serán el establecimiento de la jerarquía o escala gradual de los funcionarios y sus atribuciones, por cuyo medio reciban su completa ejecución las decisiones del gobierno central de la Confederación en los ramos asignados a su jurisdicción y competencia nacionales.

Respetando el principio de las soberanías provinciales, admitido como base constitucional, ese arreglo administrativo sólo deberá comprender los objetos generales y de provincia a provincia, sin entrar en el mecanismo interior de éstas. Así, el régimen municipal y de administración interna de cada provincia serán del resorte exclusivo de sus legislaturas, en la parte que no se hubiese delegado al gobierno general.

En cuanto a los funcionarios o agentes del gobierno general, ellos podrán ser a la vez, según los objetos, los mismos empleados provinciales y otros nombrados directamente por el gobierno general sujetos a su autoridad.

Como la administración interior de un país abraza los ramos de gobierno, hacienda, milicias, comercio, industria, etc., el poder administrativo deferido al Congreso comprenderá naturalmente el de reglamentar todos esos ramos en la parte que se declaren objetos del gobierno general.

Por eso es que el tratado de Santa Fe enumera a continuación de ese objeto, entre los que han de   -161-   constituirse generales y reglamentarse por el gobierno federal, el comercio interior y exterior y la navegación.

El comercio interior y exterior y la navegación forman un mismo objeto, porque la navegación consiste en el tráfico marítimo, que como el terrestre son ramos accesorios del comercio general.

La navegación como el comercio se dividirá en exterior e interior o fluvial, y ambos serán objetos declarados nacionales, y dependientes, en su arreglo y gobierno, de las autoridades federales o centrales.

Asignar al gobierno general el arreglo del comercio interior y exterior, es darle la facultad de reglar las monedas, los correos, el peaje, las aduanas, que son cosas esencialmente dependientes y conexas con la industria comercial. Luego estos objetos deben ser declarados nacionales, y su arreglo entregado por la Constitución exclusivamente al gobierno general. Y no podría ser de otro modo, porque con catorce aduanas, catorce sistemas de monedas, pesos y medidas, catorce direcciones diversas de postas y catorce sistemas de peajes, sería imposible la existencia, no digo el progreso, del comercio argentino, de que ha de depender toda la prosperidad de la Confederación. El artículo 16 del Acuerdo del 31 de Mayo de 1852 consagra este principio.

Asignar al gobierno general el arreglo del cobro y distribución de las rentas generales, es darle el poder de establecer los impuestos generales que han de ser fuente de esas rentas. Hablar de rentas generales es convenir en impuestos generales. Es además consentir en que habrá intereses de fondos públicos nacionales, productos de ventas nacionales, comisos por infracciones de aduanas nacionales, que son otras tantas fuentes de renta pública. Es consentir, en una palabra, en que habrá un tesoro nacional   -162-   o federal, fundado en la nacionalidad de aquellos objetos.

El pago de la deuda de la República, atribuido en su arreglo al gobierno general, supone en primer lugar la nacionalización de ciertas deudas, supone que hay o habrá deudas nacionales o federales; y en segundo lugar, supone en el gobierno común o federal el poder de endeudarse en nombre de la Confederación, o lo que es lo mismo, de contraer deudas, de levantar empréstitos a su nombre. Supone, en fin, la posibilidad y existencia de un crédito nacional.

Constituir un crédito nacional o federal, es decir, unir las Provincias para contraer deudas y tomar dinero prestado en el extranjero, con hipoteca de las rentas y de las propiedades unidas de todas ellas, es salvar el presente y el porvenir de la Confederación.

El dinero es el nervio del progreso y del engrandecimiento, es el alma de la paz y del orden, como es el agente rey de la guerra. Sin él la República Argentina no tendrá caminos, ni puentes, ni obras nacionales, ni ejército, ni marina, ni gobierno general, ni diplomacia, ni orden, ni seguridad, ni consideración exterior. Pero el medio de tenerle en cantidad capaz de obtener el logro de estos objetos y fines (y no simplemente para pagar empleados, como hasta aquí) es el crédito nacional, es decir, la posibilidad de obtenerlo por empréstitos garantizados con la hipoteca de todas las rentas y propiedades provinciales unidas y consolidadas a este fin. Es sensatísima la idea de establecer una deuda federal o nacional, de entregar su arreglo a la Confederación o unión de todas las Provincias en la persona de un gobierno común o general.

Asignar al Congreso de la Confederación la facultad de proveer a todo lo que interese a la seguridad y engrandecimiento de la República en general,   -163-   es hacer del orden interior y exterior uno de los grandes fines de la Constitución, y del engrandecimiento y prosperidad otro de igual rango. Es también dar al gobierno general el poder de levantar y reglamentar un ejército federal destinado al mantenimiento de ese orden interno y externo; como asimismo el de levantar fondos para la construcción de las obras nacionales exigidas por el engrandecimiento del país. Y en efecto, el solo medio de obtener la paz entre las Provincias confederadas, y entre la Confederación toda y las naciones extranjeras, el único medio de llevar a cabo la construcción de las grandes vías de comunicación, tan necesarias a la población y al comercio como a la acción del poder central, es decir, a la existencia de la Confederación, será el encargar de la vigilancia, dirección y fomento de esos intereses al gobierno general de la Confederación, y consolidar en un solo cuerpo de nación las fuerzas y los medios dispersos del país, en el interés de esos grandes y comunes fines. Las más de estas bases acaban de recibir su sanción en el acuerdo de 31 de Mayo de 1852 celebrado en San Nicolás.




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- XXIV -

Continuación del mismo asunto. Extensión de las facultades y poderes del gobierno general


Determinados los objetos sobre que ha de recaer la acción del gobierno general de la Confederación, vendrá la cuestión de saber: ¿hasta dónde se extenderá su acción o poder sobre esos objetos, a fin de que la soberanía provincial, admitida también como base constitucional, quede subsistente y respetada?

  -164-  

Sobre los objetos declarados del dominio del gobierno federal, su acción debe ser ilimitada, o más bien, no debe reconocer otros límites que la constitución y la necesidad de los medios convenientes para hacer efectiva la constitución. Como poder nacional, sus resoluciones deben tener supremacía sobre los actos de los gobiernos provinciales, y su acción en los objetos de su jurisdicción no debe tener obstáculo ni resistencia. Así, por ejemplo, si se trata de recursos pecuniarios para asegurar la defensa de la Confederación contra una agresión insolente o destructora de su independencia, usando de su poder de imposición el Congreso debe tener la facultad de establecer cuantas contribuciones creyese necesarias, en todas juntas y en cada una de las Provincias confederadas.

De otro modo, su poder no será, general, sino en el nombre. Siendo uno y nacional el país en los objetos constituidos de dominio del gobierno federal o común, para la acción de este gobierno nacional deben ser como no existentes los gobiernos provinciales. Él debe tener facultad de obrar sobre todos los individuos de la Confederación, sobre todos los habitantes de las Provincias, no al favor de los gobiernos locales, sino directa e inmediatamente, como sobre ciudadanos de un mismo país y sujetos a un misino gobierno general. No olvidemos que la Confederación ha de ser no una simple liga de gobiernos locales, sino una fusión o consolidación de los habitantes de todas las Provincias en un Estado general federativo, compuesto de soberanías provinciales, unidas y consolidadas para ciertos objetos, sin dejar de ser independientes en ciertos otros. Esta forma mixta y compuesta, de que no faltan ejemplos célebres en América, hace que el país sea a la vez una reunión de provincias independientes y soberanas en ciertos   -165-   ramos, y una nación sola, refundida y consolidada en ciertos otros.

La soberanía provincial, acordada por base, quedará subsistente y respetada en todo aquello que no pertenezca a los objetos sometidos a la acción exclusiva del gobierno general, que serán por regla fundamental de derecho público todos aquellos que expresamente no atribuya la Constitución al poder del gobierno federativo o central.

Quedara subsistente, sobre todo, el poder importantísimo de elegir sus propias autoridades sin ingerencia del poder central, de darse su Constitución provincial, de formar y cubrir su presupuesto de gastos locales con la misma independencia.

Este gobierno, general y local a la vez, será complicado y difícil, pero no por ello dejará de ser el único gobierno posible para la República Argentina. Las formas simples y puras son más fáciles, pero todos ven que la República Argentina es tan incapaz de una pura y simple federación, como de una pura y simple unidad. Necesita, por circunstancias, de una federación unitaria o de una unidad federativa.

Esta fórmula de solución no es original. Es la que resolvió la crisis de ocho años de vergüenza, de pobreza y de desquicio, por la cual pasó la Confederación de Estados Unidos antes de darse la forma mixta que hoy tiene. Allí, como en la República Argentina, luchando los dos principios unitario y federativo; y convencidos de la incapacidad de destruirse uno a otro, hicieron la paz y tomaron asiento unidos y combinados en la Constitución admirable que hoy los rige.

No se triunfa de un principio por las bayonetas; se le desarma instantáneamente, se le priva de sus soldados, de su bandera, de su voz, por un azar militar; pero el principio, lejos de morir, se inocula en el vencedor mismo, y triunfa hasta por medio   -166-   de sus enemigos. Así el principio unitario de gobierno, aunque se le suponga muerto por algunos en la República Argentina, no lo está, y debe ser consignado con lealtad en la Constitución general, en la parte que le corresponda, y en combinación discreta y sincera con el principio de soberanía provincial o federal, según la fórmula que hemos dado.

La aplicación de esa fórmula a nuestro país no es un expediente artificioso para escamotear la soberanía provincial. Yo califico de inhábil todo artificio dirigido a fascinar la sagacidad del espíritu provincial, y una constitución pérfida y falaz lleva siempre el germen de muerte en sus entrañas. Es la adopción leal y sincera de una solución, que los antecedentes del país hacen inevitable y única.

Tampoco será plagio ni copia servil de una forma exótica. Deja de ser exótica, desde que es aplicable a la organización del gobierno argentino: y no será copia servil, desde que se aplique con las modificaciones exigidas por la manera de ser especial del país, a cuyas variaciones se presta esa fórmula como todas las fórmulas conocidas de gobierno.

Bajo el gobierno español, nuestras Provincias compusieron un solo virreinato, una sola colonia. Los Estados Unidos, bajo la dominación inglesa, fueron tantas colonias o gobiernos independientes absolutamente unos de otros como Estados. Cada Estado de Norte América era mayor en población que toda la actual Confederación Argentina cada provincia de ésta es menor que el condado o partido en que se subdividen aquellos Estados. Este antecedente, por ejemplo, hará que en la adopción argentina del gobierno compuesto de la América del Norte, entre más porción de centralismo, más cantidad de elemento nacional, que en el sistema de Norte América.

  -167-  

Y aunque las distancias sean un obstáculo real para el centralismo puro, no lo serán para el centralismo relativo o parcial que proponemos, desde que hemos visto en nuestra misma América española bajo el antiguo régimen vastísimos imperios o reinados, administrados con más inteligencia que en nuestro tiempo por virreyes que apenas habitaban la provincia metrópoli. Ni debemos olvidar, en cuanto a esto, que las leyes civiles y criminales, el arreglo concejil o municipal, la planta financiera o fiscal, que hasta hoy poseen las Provincias argentinas, fueron dados por un gobierno que residía a dos mil leguas de América, lo que demuestra que la distancia no excluye absolutamente todo centralismo.

Dije que las Provincias no podrían dar parte de su poder al gobierno central, y retener al mismo tiempo ese poder que daban. De consiguiente, todos los poderes deferidos al gobierno general serán otros tantos poderes de que se desprendan ellas.

Según eso, todas las cosas que pueda hacer el gobierno general, serán otras tantas cosas que no puedan hacer los gobiernos de provincia.

Las Provincias no podrán ingerirse en el sistema o arreglo general de postas y correos.

No deberán expedir reglamento, ni dar ley sobre comercio interior o exterior, ni sobre navegación interior, ni sobre monedas, pesos y medidas, ni sobre rentas o impuestos que se hubiesen declarado nacionales, ni sobre el pago de la deuda pública.

No podrán alterar los colores simbólicos de la República.

No podrán celebrar tratados con países extranjeros, recibir sus ministros, ni declararles guerra.

No podrán hacer ligas parciales de carácter   -168-   político, y se darán por abolidas todas las existentes.

No podrán tener ejércitos locales.

No podrán crear aduanas interiores o de provincia.

No podrán levantar empréstitos en el extranjero con gravamen de sus rentas.

No podrán absolutamente ejercer esos poderes, porque serán poderes delegados al gobierno de la Confederación, de un modo constitucional e irrevocable, por otro medio que no sea el establecido por la Constitución misma.

Nada de eso pueden hacer los Estados aislados, en la Confederación de Norte América, a pesar de su soberanía local.

Si las Provincias argentinas rehusasen admitir un sistema semejante de gobierno, si no consintiesen desprenderse de esos poderes, al mismo tiempo que aseguran querer un gobierno general, en tal caso se diría con fundamento que no querían ni federación, ni unidad, ni gobierno general de ningún género10.




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- XXV -

Continuación del mismo objeto. Extensión relativa de cada uno de los poderes nacionales. Papel y misión del poder ejecutivo en la América del Sud. Ejemplo de Chile


Este sería el lugar de hablar de las atribuciones; respectivas que hayan de tener los tres poderes, ejecutivo, legislativo y judicial del gobierno de la Confederación. Pero limitándose el objeto de este   -169-   libro a designar las bases y miras generales, en vista de las cuales haya de concebirse la nueva Constitución, sin descender a pormenores, no me ocuparé en estudiar los deslindes del poder respectivo de cada una de las ramas del gobierno general, por ser materia de aplicación lógica, y ajena de mi trabajo sobre bases generales.

Llamaré únicamente la atención, sin salir de mi objeto, a dos puntos esenciales que han de tenerse en vista en la constitución del poder ejecutivo, tanto nacional como provincial. Este es uno de los rasgos en que nuestra Constitución hispano-argentina debe separarse del ejemplo de la Constitución federal de los Estados Unidos.

«Ha de continuar el virrey de Buenos Aires con todo el lleno de la superior autoridad y omnímodas facultades que le conceden mi real título e instrucción, y las leyes de las Indias», decía el artículo 2 de la Ordenanza de Intendentes para el virreinato de Buenos Aires.

Tal era el vigor del poder ejecutivo en nuestro país, antes del establecimiento del gobierno independiente.

Bien sabido es que no hemos hecho la revolución democrática en América para restablecer ese sistema de gobierno que antes existía, ni se trata de ello absolutamente; pero si queremos que el poder ejecutivo de la democracia tenga la estabilidad que el poder ejecutivo realista, debemos poner alguna atención en el modo como se había organizado aquél para llevar a efecto su mandato.

El fin de la revolución estará salvado con establecer el origen democrático y representativo del poder, y su carácter constitucional y responsable. En cuanto a su energía y vigor, el poder ejecutivo debe tener todas las facultades que hacen necesarios los antecedentes y las condiciones del país y la grandeza del fin para que es instituido. De   -170-   otro modo, habrá gobierno en el nombre, pero no en la realidad; y no existiendo gobierno, no podrá existir la constitución, es decir, no podrá haber ni orden, ni libertad, ni Confederación Argentina.

Los tiempos y los hombres que recibieron por misión proclamar y establecer en la América del Sud el dogma de la soberanía radical del pueblo, no podían ser adecuados para constituir la soberanía derivada y delegada del gobierno. La revolución que arrebató la soberanía a los reyes para darla a los pueblos, no ha podido conseguir después que éstos la deleguen en gobiernos patrios tan respetados como los gobiernos regios; y la América del Sud se ha visto colocada entre la anarquía y la omnipotencia de la espada por muchos años.

Dos sistemas se han ensayado en la extremidad meridional de la América antes española, para salir de esa posición. Buenos Aires colocó la omnipotencia del poder en las manos de un solo hombre, erigiéndole en hombre-ley en hombre-código. Chile empleó una constitución en vez de la voluntad discrecional de un hombre; y por esa constitución dio al poder ejecutivo los medios de hacerla respetar con la eficacia de que es capaz la dictadura misma.

El tiempo ha demostrado que la solución de Chile es la única racional en repúblicas que poco antes fueron monarquías.

Chile ha hecho ver que entre la falta absoluta de gobierno y el gobierno dictatorial hay un gobierno regular posible; y es el de un presidente constitucional que pueda asumir las facultades de un rey en el instante que la anarquía le desobedece como presidente republicano.

Si el orden, es decir, la vida de la constitución, exige en América esa elasticidad del poder encargado de hacer cumplir la constitución, con mayor   -171-   razón la exigen las empresas que interesan al progreso material y al engrandecimiento del país. Yo no veo por qué en ciertos casos no puedan darse facultades omnímodas para vencer el atraso y la pobreza, cuando se dan para vencer el desorden, que no es más que el hijo de aquéllos.

Hay muchos puntos en que las facultades especiales dadas al poder ejecutivo pueden ser el único medio de llevar a cabo ciertas reformas de larga, difícil e insegura ejecución, si se entregan a legislaturas compuestas de ciudadanos más prácticos que instruidos, y más divididos por pequeñas rivalidades que dispuestos a obrar en el sentido de un pensamiento común.

Tales son las reformas de las leyes civiles y comerciales, y en general todos esos trabajos que por su extensión considerable, lo técnico de las materias y la necesidad de unidad en su plan y ejecución, se desempeñan mejor y más pronto por pocas manos competentes que por muchas y mal preparadas.

Yo no vacilaría en asegurar que de la constitución del poder ejecutivo, especialmente, depende la suerte de los Estados de la América del Sud.

Llamado ese poder a defender y conservar el orden y la paz, es decir, la observancia de la Constitución y de las leyes, se puede decir que a él sólo se halla casi reducido el gobierno en estos países de la América antes española. ¿Qué importa que las leyes sean brillantes, si no han de ser respetadas? Lo que interesa es que se ejecuten, buenas o malas; ¿pero cómo se obtendrá su ejecución si no hay un poder serio y eficaz que las haga ejecutar?

¿Teméis que el ejecutivo sea su principal infractor? En tal caso no habría más remedio que suprimirlo del todo. ¿Pero podríais vivir sin gobierno? ¿Hay ejemplo de pueblo alguno sobre la   -172-   tierra que subsista en un orden regular sin gobierno alguno? No: luego tenéis necesidad vital de un gobierno o poder ejecutivo. ¿Lo haréis omnímodo y absoluto, para hacerlo más responsable, como se ha visto algunas veces durante las ansiedades de la revolución?

No: en vez de dar el despotismo a un hombre, es mejor darlo a la ley. Ya es una mejora el que la severidad sea ejercida por la Constitución y no por la voluntad de un hombre. Lo peor del despotismo no es su dureza, sino su inconsecuencia, y sólo la Constitución es inmutable.

Dad al poder ejecutivo todo el poder posible, pero dádselo por medio de una constitución.

Este desarrollo del poder ejecutivo constituye la necesidad dominante del derecho constitucional de nuestros días en Sud América. Los ensayos de monarquía, los arranques dirigidos a confiar los destinos públicos a la dictadura, son la mejor prueba de la necesidad que señalamos. Esos movimientos prueban la necesidad, sin dejar de ser equivocados y falsos en cuanto al medio de llenarla.

La división que hemos hecho al principio del derecho constitucional hispanoamericano en dos épocas, es aplicable también a la organización del poder ejecutivo. En la primera época constitucional se trataba de debilitar el poder hasta lo sumo, creyendo servir de ese modo a la libertad. La libertad individual era el grande objeto de la revolución, que veía en el gobierno un elemento enemigo, y lo veía con razón, porque así había sido bajo el régimen destruido. Se proclamaban las garantías individuales y privadas, y nadie se acordaba de las garantías públicas, que hacen vivir a las garantías privadas.

Ese sistema, hijo de las circunstancias, llego a hacer imposible, en los Estados de la América   -173-   insurrecta contra España, el establecimiento del gobierno y del orden. Todo fue anarquía y desorden, cuando el sable no se erigió en gobierno por sí mismo. Esa situación de cosas llega a nuestros días (1852).

Pero hemos venido a tiempos y circunstancias que reclaman un cambio en el derecho constitucional sudamericano, respecto a la manera de constituir el poder ejecutivo.

Las garantías individuales proclamadas con tanta gloria, conquistadas con tanta sangre, se convertirán en palabras vanas, en mentiras relumbrosas, si no se hacen efectivas por medio de las garantías públicas. La primera de éstas es el gobierno, el poder ejecutivo revestido de la fuerza capaz de hacer efectivos el orden constitucional y la paz, sin los cuales son imposibles la libertad, las instituciones, la riqueza, el progreso.

La paz es la necesidad que domina todas las necesidades públicas de la América del Sud. Ella no necesitaría sino de la paz para hacer grandes progresos.

Pero no olvidéis: la paz sólo viene por el camino de la ley. La Constitución es el medio más poderoso de pacificación y de orden. La dictadura es una provocación perpetua a la pelea; es un sarcasmo, un insulto sangriento a los que obedecen sin reserva. La dictadura es la anarquía constituida y convertida en institución permanente. Chile debe la paz a su Constitución, y no hay paz durable en el mundo que no repose en un pacto expreso, conciliatorio de los intereses públicos y privados.

La paz de Chile, esa paz de diez y ocho años continuos en medio de las tempestades extrañas, que le ha hecho honor de la América del Sud, no viene de la forma del suelo, ni de la índole de los chilenos, como se ha dicho; viene de su Constitución.   -174-   Antes de ella, ni el suelo ni el carácter nacional impidieron a Chile vivir anarquizado por quince años. La Constitución ha dado el orden y la paz, no por acaso, sino porque fue ése su propósito, como lo dice su preámbulo. Lo ha dado por medio de un poder ejecutivo vigoroso, es decir, de un poderoso guardián del orden, misión esencial del poder, cuando es realmente un poder y no un nombre. Este rasgo constituye la originalidad de la Constitución de Chile, que, a mi ver, es tan original a su modo como la de los Estados Unidos. Por él se ligó a su base histórica el poder en Chile, y recibió de la tradición el vigor de que disfruta. Chile supo innovar en esto con un tacto de estado, que no han conocido las otras Repúblicas. La inspiración fue debida a los Egañas, y el pensamiento remonta a 1813. Desde aquella época escribía don Juan: «Es ilusión un equilibrio de poderes. El equilibrio en lo moral y lo físico reduce a nulidad toda potencia». «Tampoco puede formar equilibrio la división del ejecutivo y legislativo, ni sostener la Constitución». «Lo cierto es que en la antigüedad, y hoy mismo en Inglaterra, el poder ejecutivo participa formalmente de las facultades del legislativo». «La presente constitución es tan adaptable a una monarquía mixta como a una república». «En los grandes peligros, interiores o exteriores de la República, pueden la censura o el gobierno proponer a la junta gubernativa, y ésta decretará, que todas las facultades del gobierno o del consejo cívico se reconcentren y reúnan, en el solo presidente, subsistiendo todas las demás magistraturas con sus respectivas facultades, cuya especie de dictadura deberá ser por un tiempo limitado y declarado por la junta gubernativa11».

  -175-  

He ahí la semilla, echada en 1813, de lo que, mejor digerido y desenvuelto, forma la originalidad y excelencia de la Constitución vigente de Chile, ilustrada por veinte años de paz, debidos a sus artículos 82 (incisos 1.º y 20 especialmente) y 161.

Desligado de toda conexión con los partidos políticos de Chile, teniendo en ambos personas de mi afección y simpatía, hablo así de su Constitución, por la necesidad que tengo de proponer a mi país, en el acto de constituirse, lo que la experiencia ha enseñado como digno de imitación en el terreno del derecho constitucional sudamericano. Me contraigo a la constitución del poder ejecutivo, no al uso que de él hayan hecho los gobernantes; y así en obsequio de la institución cuya imitación recomiendo, debo decir que los gobernantes no han hecho al país todo el bien que la Constitución les daba la posibilidad de realizar. Por lo demás, ningún cambio de afección ha variado jamás mi manera de ver esta Constitución; adicto de lejos a la oposición o al poder, siempre la he mirado del mismo modo.

Con la misma imparcialidad señalo al principio de este libro los grandes defectos de que esa Constitución adolece, y con el fin útil de evitar que mi país incurra en la imitación de ella, en puntos en que su reforma es exigida imperiosamente por la prosperidad de Chile.




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- XXVI -

De la capital de la Confederación Argentina. Todo gobierno nacional es imposible con la capital en Buenos Aires


Toco este punto como accesorio importante de la idea de ensanchar el vigor del poder ejecutivo nacional,   -176-   y como uno de los que hayan presentado mayor dificultad hasta aquí en la organización constitucional de la República Argentina.

En las dos ediciones de esta obra, hechas en Chile en 1852, sostuve la opinión, entonces perteneciente a muchos, de que convenía restablecer a Buenos Aires como capital de la Confederación Argentina en la constitución general que iba a darse.

Esa opinión estaba fundada en algunos hechos históricos y en preocupaciones a favor de Buenos Aires, que han cambiado y que se han desvanecido más tarde.

Tales eran:

1.º Que siendo de origen transatlántico la civilización anterior y la prosperidad futura de los pueblos argentinos, convenía hacer capital del país al único punto del territorio argentino que en aquel tiempo era accesible al contacto directo con la Europa. Ese punto era Buenos Aires, en virtud de las leyes de la antigua colonia española, que se conservaban intactas respecto a navegación fluvial.

2.º Opinábase que habiendo sido Buenos Aires la capital secular del país bajo todos los sistemas de gobierno, no estaba en la mano del Congreso el cambiarla de situación.

3.º Que esa ciudad era la más digna de ser la residencia del gobierno nacional, por ser la más culta y populosa de todas las ciudades argentinas.

El primero de esos hechos, es decir, la geografía política colonial, no tardó en recibir un cambio fundamental que arrebató a Buenos Aires el privilegio de ser único punto accesible al contacto directo del mundo exterior.

La libertad de navegación fluvial fue proclamada por el general Urquiza, Jefe Supremo de la Confederación Argentina, el 28 de Agosto y el 3 de Octubre de 1852.

  -177-  

Situados en las márgenes de los ríos casi todos los puertos naturales que tiene la República Argentina, la libertad fluvial significaba la apertura de los puertos de las Provincias al comercio directo de la Europa, es decir, a la verdadera libertad de comercio.

Por ese hecho las demás Provincias litorales adquirían la misma aptitud y competencia para ser capital de la República, por razón de la situación geográfica que Buenos Aires había poseído exclusivamente mientras conservó el monopolio colonial de ese contacto.

A pesar de ese cambio, el Congreso constituyente declaró a Buenos Aires, en 1853, capital de la Confederación Argentina, respetando el antecedente de haber sido esa ciudad capital normal del país bajo dos sistemas de gobierno colonial y republicano.

Pero la misma Buenos Aires se encargó de demostrar que el haber sido residencia del gobierno encargado por tres siglos de hacer cumplir las leyes de Indias, que bloqueaban los ríos y las provincias pobladas en sus márgenes, no era título para ser mansión del gobierno que debía tener por objeto hacer cumplir la Constitución y las leyes, que abrían esos ríos y esas provincias al comercio directo, es decir, al comercio libre con Europa.

Buenos Aires reaccionó y protestó solemnemente contra el régimen de libre navegación fluvial, desde que vio que ese sistema le arrebataba los privilegios del sistema colonial que la habían hecho ser la única ciudad comercial, la única ciudad rica, la única capaz de recibir al extranjero.

Buenos Aires probó además por su revolución de 11 de Septiembre de 1852, en que se aisló de las otras Provincias, que el haberlas representado ante las naciones extranjeras durante la revolución, lejos de ser un precedente que hiciera a Buenos   -178-   Aires digna de ser su capital, era justamente el motivo que la constituía un obstáculo para la institución de un gobierno nacional. Veamos cómo y por qué causa.

Mientras las Provincias vivieron aisladas unas de otras y privadas del gobierno nacional o común, la Provincia de Buenos Aires, a causa de esa misma falta de gobierno nacional, recibió el encargo de representar en el exterior a las demás Provincias; y bajo el pretexto de ejercer la política exterior común, el gobierno local o provincial de Buenos Aires retuvo en sus manos exclusivas, durante cuarenta años, el poder diplomático de toda la nación, es decir, la facultad de hacer la paz y la guerra, de hacer tratados con las naciones extranjeras, de nombrar y recibir ministros, de reglar el comercio y la navegación, de establecer tarifas y de percibir la renta de aduana de las catorce Provincias de la Nación, sin que esas Provincias tomasen la menor parte en la elección del gobierno local de Buenos Aires, que manejaba sus intereses, ni en la negociación de los tratados extranjeros, ni en la regulación de las tarifas que soportaban, y por último, ni en el producto de las rentas de la aduana, percibido por la sola Buenos Aires, y soportado, en último resultado, por los habitantes de todas las Provincias.

La institución de un gobierno nacional venía necesariamente a retirar de manos de Buenos Aires el monopolio de esas ventajas, porque un gobierno nacional significa el ejercicio de esos poderes y la administración de esas rentas, hecho conjuntivamente por las catorce Provincias que componen la República Argentina.

El dictador Rosas, conociendo eso, persiguió como un crimen la idea de constituir un gobierno nacional. Hizo repetir cien veces en sus prensas una carta que había dirigido al general Quiroga   -179-   en 1833, para convencerle de que la Nación no tenía medios de constituir el gobierno patrio, en busca del cual había derrocado el poder español en 1810. Rosas, como gobernador local de Buenos Aires, defendía los monopolios de la Provincia de su mando, porque en ese momento formaban todo su poder personal.

Después de caído Rosas, Buenos Aires, con sorpresa de toda América, que le observaba, siguió resistiendo la creación de un gobierno nacional, que naturalmente relevaba porque tenía que relevar a su gobernador local del rango de Jefe Supremo de catorce Provincias, que no lo habían elegido ni tenían el derecho del hacerle responsable. Buenos Aires resistió la creación de un Congreso Nacional, porque ese Congreso venía a relevar a su legislatura de provincia de los poderes supremos de hacer la paz y la guerra, de reglar el comercio y la navegación, de imponer contribuciones aduaneras: poderes que esa Provincia había estado ejerciendo por su legislatura local a causa de la falta de un Congreso común.

Cuando las Provincias vieron que Buenos Aires resistía la instalación de un gobierno nacional en el interés de seguir ejerciendo sus atribuciones sin intervención de la Nación, como había sucedido hasta entonces, las Provincias renunciaron a la esperanza de tener la cooperación de Buenos Aires para fundar un gobierno nacional de cualquier clase que fuese, pues todo gobierno común, ya fuese unitario, ya federal, por el hecho de ser gobierno común de todas las Provincias, debía exigir de la Provincia de Buenos Aires el abandono de las rentas y poderes nacionales, que Buenos Aires había estado ejerciendo en nombre de las otras Provincias con motivo y mientras ellas carecían de gobierno propio general.

El mismo interés que Buenos Aires ha tenido en   -180-   resistir la creación del gobierno común, que debe destituirle, tendrá naturalmente en lo futuro para estorbar que se radique y afirme ese gobierno de las catorce Provincias, a quien tendrá que entregar los poderes y rentas que antes administraba su Provincia sola, con exclusión absoluta de las otras.

Luego Buenos Aires no podrá ser la capital o residencia de un gobierno nacional, cuya simple existencia le impone el abandono de los privilegios de la provincia-nación, que ejerció mientras las Provincias vivieron constituidas en colonia de su capital de otro tiempo.

Hacer a Buenos Aires cabeza de un gobierno nacional sería lo mismo que encargarle de llevar a ejecución por sus propias manos la destitución de su gobierno de provincia.

Esa es la razón por que Buenos Aires no quiso ser capital del gobierno unitario de Rivadavia, ni quiere hoy ser capital del gobierno federal de Urquiza. No querrá ser capital de ningún gobierno común, en cambio del papel que ha hecho durante el desorden, a saber: de metrópoli republicana de trece Provincias, que vivían sin gobierno propio.

Entre dar su gobierno a catorce Provincias o recibir el gobierno que ellas eligen, hay la diferencia que va de gobernar a obedecer. La Constitución actual de Buenos Aires confirma el principio de su derecho local, que excluyó durante treinta años a los argentinos de las otras Provincias del voto pasivo para ser gobernador de Buenos Aires. Por ese principio, la política exterior no podía ser ejercida jamás por el hijo de una provincia argentina que no hubiese nacido en Buenos Aires. El feudalismo revelado por esa legislación hace ver cuanto dista la Provincia de Buenos Aires de comprender que debe entregar su ciudad al gobierno de esos provincianos, a quienes excluye hasta hoy   -181-   mismo de la silla de su gobierno local, si quiere que exista una nación bajo su iniciativa.

¡Qué contraste el de esa política con la de Chile, cuya capital de treinta años a esta parte jamás hospedó un presidente de la República que no fuese hijo de provincia!

Colocar la cabeza del gobierno nacional en la provincia cuyo interés local está en oposición con el establecimiento de todo gobierno común, es entregarlo a su adversario para que lo disuelva de un modo u otro, en el interés de recuperar las ventajas que le daba la acefalía.

Si Buenos Aires ha perdido el monopolio que hacía de las rentas y del gobierno exterior de la nación, por causa de la libertad fluvial y del comercio directo de las Provincias con Europa, es evidente que no conviene a las libertades de la navegación fluvial y a los intereses del comercio directo el colocar la cabeza del gobierno que ha nacido de esas libertades, y que descansa en ellas, en manos de la Provincia de Buenos Aires, que ha soportado aquella pérdida.

Y aunque Buenos Aires asegure por táctica que no se opone a la libertad fluvial, se debe dudar de la sinceridad de un aserto, que equivale a decir, que quiere de corazón la pérdida de sus antiguos monopolios de poder y de renta. Si desea, en efecto, el abandono de esos monopolios, ¿por qué está entonces separada de las otras Provincias de su país? ¿Por qué no acepta la Constitución nacional que le ha retirado esos monopolios?

Así, la capital de la Nación en Buenos Aires es tan contraria a los intereses de las naciones extranjeras que tienen relaciones de comercio con los pueblos argentinos, como a los intereses de las Provincias mismas, porque el interés de Buenos Aires se halla en oposición con el interés general en ese punto.

  -182-  

Se dirá que sólo es su interés mal entendido, y ésa es la verdad; pero no se debe olvidar que este interés es el que hoy gobierna a Buenos Aires, porque es el único que él entiende. Buenos Aires desconoce totalmente las condiciones de la vida de nación, por la razón sencilla de que durante cuarenta años sólo ha hecho la vida de provincia. Nunca ha entendido el modo de engrandecer sus intereses locales, ligándolos con los intereses de la nación, sino cuando ha podido someter los intereses de toda la nación a los de su provincia. Así se explica cómo prefiere hoy romper la integridad de la nación, antes que respetar y obedecer al gobierno creado por sus compatriotas, que sería el brazo fuerte de la tranquilidad y del progreso de la misma Buenos Aires.

Capital siempre incompleta y a medias bajo la República, semicapital bajo el gobierno directo de Madrid en las Provincias argentinas, en ningún tiempo Buenos Aires nombró sus gobernadores. De modo que la cesación de su rango de capital (que perdió de derecho desde 1810) es un cambio nominal, que no envuelve una variación substancial en los hechos anteriores; y por eso es que se opera pacíficamente, sin violencia por ninguna parte y contra la voluntad misma del Congreso, que dispuso lo contrario.

No se decretan las capitales de las naciones, se ha dicho con razón. Ellas son la obra espontánea de las cosas.

Pues bien, las cosas del orden colonial hicieron la capital en Buenos Aires, a pesar de la voluntad del rey de España; y las cosas de la libertad han sacado de allí la capital, a pesar de la voluntad del Congreso Argentino.

Como en los Estados Unidos de Norte América, la nueva capital del Plata ha salido también del   -183-   choque de los intereses del Norte con los intereses del Sud de las Provincias argentinas.

El ejemplo de ese país nos enseña que no es menester que el gobierno común se inspire en el brillo de las grandes ciudades, para ser ilustrado y juicioso. Si es verdad que Inglaterra hostilizó a sus colonias, designando lugares solitarios para la reunión de sus legislaturas, también es un hecho conocido que la República de los Estados Unidos tuvo necesidad de instituir su gobierno nacional en el más humilde de los lugares de ese país, pues tuvo que formar al efecto una ciudad que no existía, en cuyas calles he visto todavía en 1855 vacas errantes y sueltas. Nueva York, rival de París, no es capital ni aun del Estado de su nombre. Un simple alcalde es el jefe superior de esa metrópoli del comercio americano. Su gobierno local reside en Albany, pueblecito interior, donde se hacen las leyes del más brillante y populoso Estado del Nuevo Mundo. En nombre de la autoridad de esos ejemplos, séanos permitido declinar de la autoridad de Rossi, que invocamos en las primeras ediciones de este libro.

Si la situación geográfica, si el interés local opuesto al interés de todos, quitan a Buenos Aires toda competencia para ser capital de la República, ¿cuál otro título le resta? ¿La superioridad de su cultura? ¿Su inteligencia en materia de gobierno constitucional?

Séanos permitido averiguar cuándo, cómo, con qué motivo adquirió Buenos Aires los hábitos y la inteligencia del gobierno libre, que le den título para ser capital de un gobierno nacional representativo.

Si la historia es una escuela de gobierno, no debemos malograr sus lecciones porque sea mortificante su lenguaje.

Olvidemos que en dos siglos Buenos Aires fue   -184-   residencia de un virrey armado de facultades omnímodas y de un poder sin límites.

Prescindamos de los primeros diez años de la revolución en que Buenos Aires tuvo que asumir esa misma omnipotencia para llevar a cabo la revolución contra España. No hablemos de las reformas locales del señor Rivadavia, en que ese publicista, con más bondad que inteligencia, organizó el desquicio del gobierno argentino.

¿Cuál ha sido la suerte de las libertades y garantías de Buenos Aires durante los últimos veinte años?

La división del poder es la primera de las garantías contra el abuso de su ejercicio. Por veinte años la Provincia de Buenos Aires ha visto la suma total de sus poderes públicos en manos de un solo hombre.

La responsabilidad de los mandatarios es otro rasgo esencial del gobierno libre. Rosas se conservaría hasta hoy día de gobernador de Buenos Aires, justificado en todos sus actos, si no le hubiese derrocado un ejército salido de las Provincias contra la resistencia de un ejército salido de Buenos Aires. La Legislatura de esa Provincia sancionó y legalizó la tiranía de Rosas, año por año, durante un quinto de siglo; y rehusó treinta y cuatro veces admitir la renuncia que hizo el tirano de su poder despótico. Pues bien, ni hoy mismo ocurre a nadie en Buenos Aires que esa legislatura sea responsable de las violencias que legalizó.

La publicidad de los actos del poder es otro rasgo del gobierno libre, como preservativo de sus abusos. Con la cabeza hubiese pagado su audacia el que hubiera interpelado al Gobierno para informar al país de un negocio público, o el que hubiese opinado con su razón propia y no con la razón del Gobierno.

  -185-  

La movilidad de los mandatarios es otro requisito de la República representativa. Existe hoy en Buenos Aires toda una generación de políticos, que ha venido a conocer otro gobernador que don Juan Manuel Rosas, después de tener barbas.

Esa es la historia de las garantías públicas; veamos lo que ha sido de las garantías individuales, bajo el gobierno que más ha influido en las costumbres y en la educación de Buenos Aires.

Es inútil decir que la libertad, base y resumen de todas las garantías, no ha podido coexistir con la tiranía sangrienta y tenebrosa de Rosas. Por veinte años el solo nombre de libertad fue calificado crimen de lesa patria.

Respecto a la propiedad, la más fecunda de las garantías para un país naciente, ¿qué suerte tuvo en Buenos Aires por el espacio de veinte años? Recién después de la caída de Rosas se han devuelto propiedades por valor de muchos millones de pesos, que han estado arrebatadas a sus dueños, y entregadas a los cómplices del despojo oficial. En ese espectáculo se ha educado la generación de Buenos Aires, que pretende tomar la iniciativa constitucional de la República.

¿Qué fue de la garantía de la vida? Hable Rivera Indarte desde su tumba con las tablas de sangre que horrorizaron a Inglaterra y a Europa. El puñal de la mashorca, rama ambulante del Gobierno de Buenos Aires, cortó centenares de cabezas sin la menor resistencia de parte de esa ciudad, cuyas iglesias, al contrario, vieron en sus altares el retrato del tirano, y cuyas calles vieron paseado en carros de triunfo por las primeras gentes ese retrato del autor de esas matanzas.

En cuanto a la seguridad de las personas, los habitantes de Buenos Aires estaban más seguros en las cárceles que en sus propias casas, y la fuga   -186-   y la ocultación fueron el habeas corpus de ese tiempo.

La libertad de la prensa sólo existió para el Gobierno, quien la empleó veinte años en insultar impunemente al pueblo de Buenos Aires. Escribir, publicar, leer, enseñar, aprender, estudiar, todo estuvo prohibido 20 años directa o indirectamente en esa ciudad, que se pretende llamada a ilustrar a las Provincias.

Un expediente era necesario seguir para salir de Buenos Aires, sin cuyo requisito el viajero era considerado y tratado como prófugo: tal fue la suerte de la libertad de locomoción.

¿Qué puede entender de derecho constitucional la población de Buenos Aires, donde el derecho público argentino no se enseñó jamás en ninguna escuela? Porque discutir los principios de un gobierno nacional y dar a conocer la usurpación que Buenos Aires hacía de sus atribuciones y rentas a las demás Provincias, que forman la nación, era todo uno y la misma cosa.

¿Qué noción puede haber de la igualdad ante la ley? ¿Qué podrá ser esa garantía, considerada como idea o como práctica, en la ciudad donde por veinte años los hombres se dividieron ante el gobierno y ante el juez, en salvajes unitarios y patriotas federales, en amigos del gobernador Rosas y en traidores de la patria colocados fuera de la ley?

¿Qué noción de espíritu público podrá existir en la ciudad donde por veinte años fueron sospechados de conspiración, y perseguidos tal vez de muerte, cuatro individuos que se reunían para conversar de cosas indiferentes?

Esa es la historia de Buenos Aires; ésa es la verdad de su pasado que siempre es padre de la realidad del presente. Si yo miento en ella, faltan conmigo a la verdad todos los publicistas de Buenos   -187-   Aires que han figurado al frente de la causa que triunfó por el brazo de Urquiza en Monte Caseros. Apelo a Rivera Indarte, a Florencio Varela, a Echeverría, a Alsina, a Wright, a Mármol, a Frías, en sus escritos anteriores a la caída de Rosas. Ellos son, en resumen, lo que acabo de decir. Pues bien, ellos han establecido de antemano la incompetencia para llevar la libertad constitucional a las Provincias que componen la República, del pueblo de Buenos Aires a quien la República le llevó primero la victoria contra Rosas, y más tarde la Constitución nacional que derogaba su régimen de barbarie, habiendo resistido sin éxito a su libertad, y después a la Constitución, de la que tuvo la desgracia de triunfar militarmente al favor de un cohecho.

No queramos encubrir y obscurecer el pasado para disculpar el presente. No alteremos la verdad de ayer para desfigurar la verdad de hoy.

El Gobierno que ha tenido Buenos Aires por veinte años puede engendrar el fanatismo, pero no la inteligencia de la libertad.

La libertad es un arte, es un hábito, es toda una educación; ni cae formada del cielo, ni es un arte infuso. El amor a la libertad no es la república, como el amor a la plata no es la riqueza.

¿Quién puso fin a esa triste historia de Buenos Aires? ¿Dio esa ciudad una prueba práctica de su aversión al despotismo y de su apego a la libertad, derrocando por sus manos al tirano de veinte años? Al contrario, todos saben que un ejército de veinte mil hombres salió de la Provincia de Buenos Aires y peleó seis horas en campo de batalla para defender al opresor de sus libertades.

Buenos Aires fue libertada contra su voluntad por la espada victoriosa del general Urquiza.

Pero importa explicar la anomalía, que no se explica solamente por motivos de ignorancia o abatimiento de la ciudad vencida. Buenos Aires no defendía   -188-   la tiranía, aunque tampoco defendía su libertad en la batalla de Monte Caseros. Defendía una causa más antigua que la dictadura de Rosas, y que debía sobrevivir a esa dictadura: la causa del monopolio del gobierno exterior y del tesoro de toda la nación, que explotó el tirano de esa Provincia y que más tarde quisieron explotar los sucesores de su gobierno local.

Los revoltosos de profesión, los que comen del sofisma, y los unitarios cansados de luchar por la unidad nacional, han transigido con las preocupaciones antinacionales del vulgo de Buenos Aires y han atacado la integridad de la República con la audacia que no tuvo el mismo Rosas, pues jamás ese tirano osó presentar aislada en el mundo a su Provincia, sino como encargada de representar a las demás Provincias de la Nación, de que formaba y forma parte integrante.

Eso acabó con el prestigio de Buenos Aires en la opinión de las Provincias y puso de manifiesto a los ojos de ellas, que la política de aislamiento y de desquicio que había sido atribuida a Rosas servía a los intereses de Buenos Aires, los cuales hallaron quien los comprendiera y defendiera, como los había comprendido y defendido el tirano; es decir, en contradicción con intereses de la Nación Argentina.

Por fortuna, el poder y superioridad que en otro tiempo hicieron a Buenos Aires capital indispensable de la nación y árbitra de su organización constitucional, han salido para siempre de las manos de esa provincia, junto con el monopolio del comercio y de la navegación fluvial de que dependía; y su aislamiento y abstención de vieja y conocida táctica han dejado de ser un medio de impedir la creación del gobierno nacional, quitándole su capital de otro tiempo.

Y ya no habrá medio de restablecer su antigua   -189-   supremacía de Buenos Aires en las Provincias. Su ascendiente de hecho ha caducado para siempre, por la pérdida de los monopolios de comercio, de navegación y de rentas, en que tenía origen. Y como el nuevo régimen de libertad fluvial y de comercio directo con Europa tiene la garantía de muchos tratados perpetuos firmados con naciones poderosas y del interés general de las naciones comerciales, no habría más medio de restituir a Buenos Aires su antigua supremacía comercial y política en las Provincias argentinas, que romper los tratados firmados con Inglaterra, Francia y Estados Unidos, restablecer la clausura de los ríos y atacar de frente el interés general del comercio extranjero.

En otro tiempo, todos los movimientos de Buenos Aires se volvían argentinos. Buenos Aires era a las Provincias lo que París a Francia, o más, tal vez, por una razón fácil de concebir. Único punto de todo el país, Buenos Aires tenía el comercio, la navegación, las aduanas, los destinos de las catorce Provincias en sus manos, y el menor cambio dentro de su provincia se hacía sentir inevitablemente hasta en la provincia más distante.

Hoy que las Provincias han asumido su vida propia por el nuevo sistema de navegación que las pone en contacto directo con el mundo, los cambios de Buenos Aires son sin consecuencia alguna en la República.

Cuando esa Provincia estaba al frente de todas las demás, sus negocios inspiraban el interés y respeto que merecen naturalmente los asuntos de toda una nación.

Buenos Aires sin la nación sólo puede interesar a los que de lejos ignoran que no significa hoy otra cosa que una provincia de doscientos cincuenta mil habitantes, más modesta que el departamento del Ródano, o que el de la Gironda, en Francia. Eso es   -190-   lo que representa hoy su Asamblea general, compuesta de un Senado y una Cámara de Representantes; su poder ejecutivo con cuatro Ministerios y con un consejo de Estado de ochenta miembros, sus Cortes de justicia. Todo ese aparato de gobierno no maneja hoy sino la décima cuarta parte de los intereses que gobernaba cuando la Confederación Argentina encomendaba su política exterior al Gobierno de la Provincia de Buenos Aires.

Por el contrario, la Confederación sin Buenos Aires era en otro tiempo la nación sin sus rentas, sin su comercio, sin su puerto único; porque todo esto quedaba en manos de Buenos Aires cuando esa provincia se aislaba de las otras, reteniendo el monopolio de la navegación fluvial. Hoy que la nación tiene diez puertos abiertos al comercio exterior y el goce de sus rentas, la Confederación sin Buenos Aires es la nación menos una provincia. Y aunque esta provincia disfrace su condición subalterna con el nombre pomposo de Estado, su aislamiento no es ya la cabeza que se desprende del cuerpo, sino la peluca que se desprende de la cabeza, reaparecida en otra parte y rejuvenecida por la libertad.

Con sus monopolios rancios y sus tradiciones del siglo XVI, Buenos Aires es realmente la peluca de la República Argentina, el florón vetusto del sepultado virreinato, el producto y la expresión de la colonia española de otro tiempo, como Lima, como Méjico, como Quito, como todas las ciudades donde residieron los virreyes que tuvieron por mandato inocular en los pueblos de la América del Sud las leyes negras de Felipe II y Carlos V. En las paredes de sus palacios dejaron el secreto de la corrupción y del despotismo esos delegados tétricos del Escorial.

Restos endurecidos del antiguo sistema, esas ciudades grandes de Sud América son todavía el   -191-   cuartel general y plaza fuerte de las tradiciones coloniales. Pueden ser hermoseadas en la superficie por las riquezas del comercio moderno, pero son incorregibles para la libertad política. La reforma debe ponerlas a un lado. No se inicia en los secretos de la libertad al esclavo octogenario, orgulloso de sus canas, de su robustez de viejo, de sus calidades debidas a la ventaja de haber nacido primero, recibe el consejo como insulto y la reforma como humillación.

Todo el porvenir de la América del Sud depende de sus nuevas poblaciones. Una ciudad es un sistema. Las viejas capitales de Sud América son el coloniaje arraigado, instruido a su modo, experimentado a su estilo, orgulloso de su fuerza física; por lo tanto, incapaz de soportar el dolor de una nueva educación.

Si es verdad que la actual población de Sud América no es apropiada para la libertad y para la industria, se sigue de ello que las ciudades menos pobladas de esa gente, es decir, las más nuevas, son las más capaces de aprender y realizar el nuevo sistema de gobierno, como el niño ignorante aprende idiomas con más facilidad que el sabio octogenario. La República debe crear a su imagen las nuevas ciudades, como el sistema colonial hizo las viejas para sus miras.

Luego el primer deber, la primera necesidad del nuevo régimen de la República Argentina, antes colonia monarquista de España, es colocar la iniciativa de su nueva organización fuera del centro en que estuvo por siglos la iniciativa orgánica del régimen colonial.

Las cosas mismas, por fortuna gobernadas por su propia impulsión, las inclinaciones y fuerzas instintivas del país en el sentido de su organización moderna, han hecho prevalecer este plan de iniciativa y de disensión, sacando la capital fuera   -192-   del viejo baluarte del monopolio, y fijándola en el Paraná, cuna de la libertad fluvial, en que reposa sólo el sistema del gobierno nacional argentino.




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- XXVII -

Respuesta a las objeciones contra la posibilidad de una Constitución general para la República Argentina


Sucede con la posibilidad de un orden constitucional para aquel país, lo que sucedía respecto de la tiranía que ha caducado. Se hacía ordinariamente este argumento: «¿Rosas subsiste en el poder a pesar de veinte años de tentativas para destruirlo?, luego es invencible, luego es la expresión de la voluntad del país». A muy pocos ocurría este otro argumento, más racional y últimamente justificado por la experiencia: «¿Rosas subsiste después de veinte años de guerra?, luego no se le ha sabido combatir».

Cuarenta años ha pasado ese país sin poderse constituir, luego es incapaz de constituirse, concluyen algunos; y la verdadera conclusión es ésta: luego no ha sabido darse la constitución de que es muy susceptible.

En efecto, no ha sobrado el tacto, el instinto de las cosas de Estado en las varias tentativas de organización general. Más de una vez se han perdido de vista estos puntos de partida tan sencillos y naturales.

Antes de la revolución de 1810, los gobiernos provinciales eran derivación del gobierno central o unitario, que existió en el antiguo régimen. Pero la revolución de Mayo, negando la legitimidad del gobierno central español existente en Buenos Aires, y apelando al pueblo de las Provincias para   -193-   la formación del poder patrio, creó un estado de cosas que con los años ha prescripto cierta legitimidad: creó el régimen provincial o local.

Este resultado debe ser el punto de partida para la constitución del poder general.

Tenemos, según él, que sólo hay gobiernos provinciales en la República Argentina, cuya existencia es un hecho tan evidente, como es evidente el hecho de que no hay gobierno general.

Para crear el gobierno general, que no existe, se ha de partir de los gobiernos provinciales existentes. Son éstos los que han de dar a luz al otro.

Los pueblos, por su parte, a menos que no se subleven a un mismo tiempo contra sus gobiernos -lo que es inverosímil-, han de obrar naturalmente por el órgano de sus gobiernos. Si un gobierno provincial toma la iniciativa en la convocatoria para proceder a la organización del país, no se ha de dirigir a los pueblos directamente, porque eso sería sedicioso, sino por conducto de sus respectivos gobiernos. Invertir este orden, sería echar el guante a todos los gobiernos provinciales; y en vez de la paz y del orden, que tanto interesa a la vida del país, se tendrían catorce guerras en vez de una.

Los gobiernos provinciales existentes han de ser los agentes naturales de la creación del nuevo gobierno general.

Pero ¿hay en este mundo gobierno chico o grande que se abdique a sí mismo hasta desaparecer enteramente? Esperar eso es desconocer la naturaleza del hombre.

Claro es, pues, que los gobiernos provinciales no consentirán ni contribuirán a la creación del gobierno general, sino a condición de continuar ellos existiendo, con más o menos disminución de facultades. Por gobiernos no entiendo personas.

El gobierno de Buenos Aires conoció esta verdad   -194-   en la tentativa de organización de 1825. Él hizo entonces lo que hoy hace el general Urquiza; se dirigió a los gobiernos provinciales, convocándolos a la promoción de un gobierno general.

Un Congreso general constituyente se instaló en Buenos Aires por resultado de los trabajos oficiales de los gobiernos de provincia.

El Congreso, apenas instalado, expidió una ley fundamental el 23 de Enero de 1825, declarando (art. 3.º) que «por ahora y hasta la promulgación de la constitución que ha de organizar al Estado, las Provincias se regirán interinamente por sus propias instituciones».

El general Las Heras, Gobernador de Buenos Aires entonces, al circular esa ley en las Provincias, declaró (en nota de 28 de Enero de 1825) que el Congreso se había salvado por aquella declaración, que resolvía al mismo tiempo el problema del establecimiento de un poder ejecutivo y de un tesoro nacional.

En efecto, mientras las Provincias conservaron sus gobiernos e instituciones propias, existió el Congreso y un poder ejecutivo nacional. Pero desde que el fatal por ahora, señalado a la existencia de los gobiernos locales en la ley citada, cesó en presencia de la Constitución dada el 24 de Diciembre de 1826, que consolidaba los catorce gobiernos de la República Argentina en un sólo, tanto el Congreso como la Presidencia no tardaron en desaparecer.

Si el mantenimiento de los gobiernos provinciales, en vez de ser provisorio, hubiese sido consignado definitivamente en la Constitución, las cosas hubieran tenido probablemente otro resultado.

Se puso la estrategia y la habilidad de manejos al servicio de la hermosa y honrada teoría de la unidad nacional indivisible; pero nada fue capaz de adormecer el instinto de la propia conservación   -195-   de los gobiernos provinciales. El gobierno general les prometió vida y subsistencia mientras trabajaban en crearlo; pero, cuando ya formado quiso absorberse a sus autores, éstos se lo absorbieron a él primero.

Los hechos, pues, legítimos o no, agradables o desagradables, con el poder que les es inherente, nos conducen a emplear los gobiernos de provincia existentes como agentes inevitables para la creación del nuevo gobierno general; y para que ellos se presten a la ejecución de esa obra primeramente, y después a su conservación, será indispensable que la vida del gobierno general se combine y armonice con la existencia de los gobiernos locales, según la fórmula de fusión que hemos indicado más arriba. Por ese régimen de transición, obra de la necesidad como son todas las buenas constituciones, se irá mediante los años a la consolidación, por hoy precocísima, del gobierno nacional argentino. Eso es proceder como debe procederse en cosas de Estado. Una constitución no es inspiración de artista, no es producto del entusiasmo; es obra de la reflexión fría, del cálculo y del examen aplicados al estudio de los hechos reales y de los medios posibles.

¿Se cree que la Constitución de Estados Unidos, tan ponderada y tan digna de serlo, haya sido en su origen otra cosa que un expediente de la necesidad?

«No podría negarse que hubiesen sido justos y fundados muchos de los ataques que se hicieron a la Constitución, dice Story. La Constitución era una obra humana, el resultado de transacciones en que las consecuencias lógicas de la teoría habían debido sacrificarse a los intereses y a las preocupaciones de algunos Estados12».



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