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- XXVIII -

Continuación del mismo asunto. El sistema de gobierno tiene tanta parte como la disposición de los habitantes en la suerte de los Estados. Ejemplo de ello. La República Argentina tiene elementos para vivir constituida


Los americanos del Norte, después de sacudir la dominación inglesa, malograron muchos años en inútiles esfuerzos para darse una constitución política. Varios de sus hombres eminentes elevaron objeciones tan terribles contra la posibilidad de una constitución general para la nueva República, que se llegó a creer paradojal su existencia. Aunque de mejor tela que el nuestro, ese pueblo estuvo a pique de sucumbir bajo los mismos males que afligen a los nuestros hace cuarenta años. He aquí el cuadro que hacía de los Estados Unidos el Federalista, publicación célebre de ese tiempo: «Se puede decir con verdad que hemos llegado casi al último extremo de la humillación política. De todo lo que puede ofender el orgullo de una nación o degradar su carácter, no hay cosa que no hayamos experimentado. Los compromisos a cuya ejecución estábamos obligados por todos los vínculos respetados entre los hombres, son violados continuamente y sin pudor. Hemos contraído deudas para con los extranjeros y para con los conciudadanos, con el fin de servir a la conservación de nuestra existencia política, y el pago no está asegurado todavía por ninguna prenda satisfactoria. Un poder extranjero posee territorios considerables y puertos, que las estipulaciones expresas lo obligaban a restituirlos hace mucho tiempo, y continúan retenidos en desprecio de nuestros intereses y derechos. Nos   -197-   hallamos en un estado que no nos permite mostrarnos sensibles a las ofensas y repelerlas; no tenemos ni tropas, ni tesoro, ni gobierno. No podemos ni aun quejarnos con dignidad; sería necesario empezar por eludir los justos reproches de infidelidad que podría hacérsenos respecto al mismo tratado. España nos despoja de los derechos que debemos a la naturaleza sobre la navegación del Mississippí. El crédito público es un recurso necesario en los casos de grandes peligros, y nosotros parecemos haber renunciado a él para siempre. El comercio es la fuente de las riquezas de las naciones; pero el nuestro se halla en el último grado de aniquilamiento. La consideración a los ojos de los poderes extranjeros es una salvaguardia contra sus usurpaciones; la debilidad del nuestro no les permite siquiera tratar con nosotros; nuestros embajadores en el exterior son vanos simulacros de una soberanía imaginaria... Para abreviar detalles... ¿cuál es el síntoma de decrepitud política, de pobreza y anonadamiento de que puede lamentarse una nación favorecida, que no se cuente en el número de nuestras desgracias políticas?»13.

Ese era el cuadro de los Estados Unidos de Norte América ocho años después de declarada su independencia, y antes de sancionarse la Constitución que rige hasta hoy; su veracidad no debe parecernos dudosa, si advertimos que fue trazado por la pluma más noble que haya poseído la prensa de Norte América.

Esa pintura sería hiperbólica si la aplicáramos a la situación actual de la República Argentina en todas sus partes.

Luego el destino político de los Estados no depende únicamente de la disposición y aptitud de   -198-   sus habitantes, sino también de la buena fortuna y acierto en la elección del sistema de gobierno.

Por la misma razón nuestros habitantes de la América del Sud, menos bien dispuestos que los de Norte América por sus antecedentes políticos, pueden no obstante ser capaces de un sistema regular de gobierno, si se acierta a elegir el que conviene a su manera de ser peculiar.

No hay pueblo, por el hecho sólo de existir, que no sea susceptible de alguna constitución. Su existencia misma supone en él una constitución normal o natural, que lo hace ser y llamarse pueblo y no, horda o tribu.

La República Argentina posee más elementos de organización que ningún otro Estado de la América del Sud, aunque se tome esto como paradoja a la primera vista.

No es cierto que la República Argentina se halle hoy en su punto de partida, no es verdad que haya vuelto a 1810. Cuarenta años no se viven en vano, y si son de desgracia, más instructivos son todavía.

Sobre este punto copiaré mis palabras de ahora cuatro años, confirmadas en cierto modo por el cambio reciente de Buenos Aires.

La guerra interior que ha sufrido la República Argentina no es de esas guerras indignas por sus motivos y miras, hijas del vicio y manantiales de la relajación.

Si los partidos argentinos han podido padecer extravío en la adopción de sus medios, en ello no han intervenido el vicio, ni la cobardía de los espíritus, sino la pasión, que aun siendo noble en sus fines, es ciega en el uso de sus medios.

Cada partido ha tenido cuidado de ocultar las ventajas de su rival... «Cuando algún día (decía yo en 1847), se den el abrazo de paz en que terminan las más encendidas luchas, ¡qué diferente será el cuadro que de la República Argentina tracen   -199-   sus hijos de ambos campos! ¡Qué nobles confesiones no se oirán de boca de los frenéticos federales! Y los unitarios, ¡con qué placer no verán salir hombres de honor y corazón de debajo de esa máscara espantosa con que hoy se disfrazan sus rivales, cediendo a las exigencias tiránicas de la situación!».

Sin duda que la guerra es infecunda en ciertos adelantos, pero trae consigo otros que le son peculiares.

La República Argentina tiene más experiencia que todas sus hermanas del Sud, por la razón de que ha padecido como ninguna. Ella ha recorrido ya el camino que las otras principian. Como más próxima a Europa, recibió más presto el influjo de sus ideas progresivas, puestas en práctica por la revolución de Mayo de 1810, y más pronto que todas recibió sus frutos buenos y malos; siendo por ello en todo tiempo futuro, para los Estados menos vecinos del manantial transatlántico de los progresos americanos, lo que constituía el pasado de los Estados del Plata.

Un hecho importante, base de la organización definitiva de la República, ha prosperado al través de sus guerras, recibiendo servicios importantes hasta de sus adversarios. Ese hecho es la centralización del poder. Rivadavia la proclamó; Rosas ha contribuido, a su pesar, a realizarla. Del seno de la guerra de formas ha salido preparado el poder, sin el cual es irrealizable la sociedad y la libertad imposible.

El poder supone el hábito de la obediencia. Ese hábito ha creado raíces en ambos partidos. Dentro del país, el despotismo ha enseñado a obedecer a sus enemigos y a sus amigos; fuera de él, sus enemigos ausentes, no teniendo derecho a gobernar, han pasado su vida en obedecer. Esa disposición, obra involuntaria del despotismo, será tan fecunda   -200-   en adelante puesta al servicio de un gobierno elevado y patriota en sus tendencias, como fue estéril bajo el gobierno que la creó en el interés de su egoísmo.

No hay país de América que reúna mayores conocimientos prácticos acerca de los otros, por la razón de ser él el que haya tenido esparcido mayor número de hombres competentes fuera de su territorio, muchas veces viviendo ingeridos en los actos de la vida pública de los Estados de su residencia. El día que esos hombres, vueltos a su país, se reúnan en asambleas deliberantes, ¡qué de aplicaciones útiles, de términos comparativos de conocimientos prácticos y curiosas alusiones no sacarán de los recuerdos de su vida pasada en el extranjero!

Si los hombres aprenden y ganan con los viajes, ¿qué no sucederá a los pueblos? Se puede decir que una mitad de la República Argentina viaja en el mundo, de diez a veinte años a esta parte. Compuesta especialmente de jóvenes, que son la patria de mañana, cuando vuelva al suelo nativo, después de su vida de experimentación, vendrá poseedora de lenguas extranjeras, de legislaciones, de industrias, de hábitos, que después serán lazos de inteligencia con los demás pueblos del mundo. ¡Y cuántos, a más de conocimientos, no traerán capitales a la riqueza nacional! No ganará menos la República Argentina con dejar esparcidos en el mundo algunos de sus hijos, porque esos mismos extenderán los gérmenes de simpatía hacia el país que les dio la vida que transmiten a sus hijos.

La República Argentina tenía la arrogancia de la juventud. Una mitad de sus habitantes se ha hecho modesta sufriendo el despotismo que ordena sin réplica, y la otra mitad llevando fuera la instructiva existencia del extranjero.

Las masas plebeyas, elevadas al poder, han suavizado   -201-   su fiereza en esa atmósfera de cultura que las otras dejaron, para descender en busca del calor del alma, que, en lo moral como en lo geológico, es mayor a medida que se desciende. Este cambio transitorio de roles ha de haber sido provechoso al progreso de la generalidad del país. Se aprende a gobernar obedeciendo, y viceversa.

¿Cuál Estado de América Meridional posee respectivamente mayor número de población ilustrada y dispuesta para la vida de la industria y del trabajo por resultado del cansancio y hastío de los disturbios anteriores?

Ha habido quien viese algún germen de desorden en el regreso de la emigración. La emigración es la escuela más rica de enseñanza: Chateaubriand, Lafayette, Madama Staël, Luis Felipe, Napoleón III, son discípulos ilustres formados en ella.

Lo que hoy es emigración era la porción más industriosa del país, puesto que era la más rica; era la más instruida, puesto que pedía instituciones y las comprendía. Si se conviene en que Chile, el Brasil, el Estado Oriental, donde principalmente ha residido, son países que tienen mucho bueno en materia de ejemplos, se debe admitir que la emigración establecida en ellos ha debido aprender cuando menos a vivir quieta y ocupada. ¿Cómo podría retirarse, pues, llevando hábitos peligrosos?

Por otra parte, esa emigración que salió joven casi toda ha crecido en edad, en hábitos de reposo, en experiencia; se comete no obstante el error de suponerla siempre inquieta, ardorosa, exigente, entusiasta, con las calidades juveniles de cuando dejó el país.

Se reproduce en todas las Provincias lo que a este respecto pasa en Buenos Aires. En todas existen hoy abundantes materiales de orden: como todas han sufrido, en todas ha echado raíz el espíritu   -202-   de moderación y tolerancia. Ha desaparecido el anhelo de cambiar las cosas desde la raíz: se han aceptado muchas influencias que antes repugnaban, y en que hoy se miran hechos normales con los que es necesario contar para establecer el orden y el poder.

Los que antes eran repelidos con el dictado de caciques, hoy son aceptados en el seno de la sociedad de que se han hecho dignos, adquiriendo hábitos más cultos, sentimientos más civilizados. Esos jefes, antes rudos y selváticos, han cultivado su espíritu y carácter en la escuela del mando, donde muchas veces los hombres inferiores se ennoblecen e ilustran. Gobernar diez años es hacer un curso de política y de administración. Esos hombres son hoy otros tantos medios de operar en el interior un arreglo estable y provechoso.

Decir que la República Argentina no sea capaz de gobernarse por una Constitución, por defectuosa que sea, es suponer que la República Argentina no esté a la altura de los otros Estados de la América del Sud, que bien o mal poseen una Constitución escrita y pasablemente observada.

Las dificultades mismas que ha presentado la caída de Rosas, son una prenda de esperanzas para el orden venidero. El poder es un hecho profundamente arraigado en las costumbres de un país tan escaso en población como el nuestro, cuando es preciso emplear cincuenta mil hombres para cambiarlo. Lo hemos cambiado, no destruido en el sentido del poder. El poder, el principio de autoridad y de mando, como elemento de orden, ha quedado y existe, a pesar de su origen doloroso. La nueva política debe conservarlo en vez de destruirlo. La disposición a la obediencia que ha dejado Rosas, puede ser uno de esos achaques favorables al desarrollo de nuestra complexión política, si se pone al servicio de gobiernos patriotas y elevados.   -203-   Nuestra política nueva sería muy poco avisada y previsora, si no supiese comprender y sacar partido en provecho del progreso del país, de los hábitos de subordinación y de obediencia que ha dejado el despotismo anterior.

¿Por qué dudar, por fin, de la posibilidad de una constitución argentina, en que se consignen los principios de la revolución americana de 1810? ¿En qué consisten, qué son esos principios representados por la revolución de Mayo? Son el sentido común, la razón ordinaria aplicados a la política. La igualdad de los hombres, el derecho de propiedad, la libertad de disponer de su persona y de sus actos, la participación del pueblo en la formación y dirección del gobierno del país, ¿qué otra cosa son, sino reglas simplísimas de sentido común, única base racional de todo gobierno de hombres? A menos, pues, que no se pretenda que pertenecemos a la raza de los orangutanes, ¿qué otra cosa puede esperarse para lo venidero que el establecimiento de un gobierno legal y racional? Él vendrá sin remedio, porque no hay poder en el mundo que pueda cambiar a los argentinos de seres racionales que son en animales irreflexivos14.




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- XXIX -

De la política que conviene a la situación de la República Argentina


La política está llamada a preparar el terreno, a disponer los hombres y las cosas de modo que la Constitución se sancione; a tomar parte en la Constitución misma y a cuidar de que su ejecución,   -204-   después de sancionada, no encuentre en el país los tropiezos y resistencias en que han escollado las anteriores. Veamos cuál debe ser nuestra política en las tres épocas que reclaman su auxilio, antes, durante y después de la sanción de la Constitución.

La exaltación del carácter español, que nos viene de raza, y el clima que habitamos, no son condiciones que nos hagan aptos para la política, que consta de prudencia, de reposo y de concesión; pero debemos recordar que ellos no han impedido a Grecia y a Italia, ardientes como el pueblo español, ser la cuna antigua y moderna de la legislación y de la ciencia del gobierno. España misma ha debido más de una vez a su política, sino acertada, al menos firme, hábil y perseverante, el ascendiente que ha ejercido sobre una parte de Europa, y el éxito de grandes e inmortales empresas.

Toda constitución emana de la decisión de un hombre de espada, o bien del sufragio libre de los pueblos. Pertenecen a la primera clase las otorgadas por los conquistadores, dictadores o reyes absolutos; y también las sancionadas en circunstancias críticas y difíciles por un jefe investido por la nación de un voto de confianza. Así es la que rige en este instante a la turbulenta República francesa.

Las constituciones de más difícil éxito son las emanadas del voto de los pueblos reunidos en convenciones o congresos constituyentes. Ellas son producto de las inspiraciones de Dios y de una política compuesta de honradez, de abnegación y de buen sentido. A este género difícil pertenecerá   -205-   la que deba darse la República Argentina, si como la República francesa, no apela a la confianza de un hombre solo, para obtener sin anarquía y sin pérdida de tiempo una ley fundamental, basada en condiciones expresadas por ella previamente. Este expediente arriesgado, pero inevitable, en circunstancias como las que acaba de atravesar Francia, es susceptible de condiciones dirigidas a garantizar el país contra un abuso de confianza.

Pero si, como es creíble, la República pide su constitución a un Congreso convocado al efecto, será necesario que la política de preparación prevea y adopte los medios convenientes para que no quede ilusorio y sin efecto el fruto de sus esfuerzos, como ha sucedido desgraciadamente repetidas veces.

He aquí las precauciones que a mi ver pudieran emplearse para preparar de un modo serio los trabajos del Congreso.

Las instrucciones de los diputados o sus credenciales han de determinar con toda precisión los objetos de su mandato, para no dar lugar a divagaciones y extravíos. El fin y objeto de su mandato debe ser exclusivamente constitucional. Si posible fuere, debe determinarse un plazo fijo para el desempeño de ese mandato. La uniformidad en las instrucciones o credenciales sería de grande utilidad, y se pudiera obtener eso al favor de indicaciones dirigidas al efecto por la autoridad iniciadora de la obra constitucional a las Provincias interiores.

Los poderes de los diputados constituyentes deben ser amplísimos y sin limitación de facultades para reglar el objeto especial de su mandato. Si este objeto ha de ser el trabajo de la Constitución, debe dejarse a su criterio el determinar su forma y su fondo, porque esta distinción metafísica, que   -206-   tanto ha embarazado nuestros ensayos anteriores, no divide en dos cosas reales y distintas lo que en sí no es más que una sola cosa. Constitución y forma de gobierno son palabras que expresan una misma cosa en el sentido de la Constitución del Estado de Massachusetts, modelo de la Constitución de los Estados Unidos, sancionada más tarde, y en que tal vez se inspiró Siéyes para escribir la declaración de los derechos del hombre.

Los poderes deben contener la renuncia, de parte de las Provincias, de todo derecho a revisar y ratificar la Constitución antes de sancionarse. Sin esa renuncia, será muy difícil que tengamos Constitución. El deseo de conservar íntegro el poder local hallará siempre pretextos para desaprobar una constitución que disminuye la autoridad de los gobiernos de provincia, y que no podrá menos de disminuir, porque no hay gobierno general que no se forme de porciones de autoridad cedidas por los pueblos. Este expediente es exigido por una necesidad de nuestra situación especial, y debemos adoptarlo, aunque no esté conforme con el ejemplo de lo que se hizo en Estados Unidos, donde los espíritus y las cosas estaban dispuestos de muy distinto modo que entre nosotros.

El Congreso constituyente debe ser como un gran tribunal compuesto de jueces árbitros, que ciñéndose al compromiso contenido en sus poderes, corte y dirima el largo pleito de nuestra organización por un fallo inapelable, al menos por espacio de diez años. El país que en la extremidad de una carrera de sangre y de desastres, no es capaz de un sacrificio semejante en favor de su quietud y progreso, no ama de veras estas cosas.

Estos arreglos preparatorios son de importancia tan decisiva que se deben promover por la autoridad que haya dirigido la convocatoria a las Provincias, en cualquier estado de la cuestión, con tal   -207-   que sea antes de la publicación del pacto constitucional. Los arts. 6 y 12 del Acuerdo celebrado el 31 de Mayo de 1852 en San Nicolás satisfacen casi completamente esta necesidad.

Con la instalación del Congreso empezarán otros deberes de política o de conducta que ese cuerpo no deberá perder de vista.

El primero de ellos será relativo a la dirección lógica y prudente de las discusiones. Eso dependerá en gran parte del reglamento interior del Congreso. Este trabajo, anterior a todos, es de inmensa trascendencia. No debe ser copia de cuerpos deliberantes de naciones versadas en la libertad, es decir, en la tolerancia y en el respeto de las contrarias opiniones, sino expresión de lo que conviene a nuestro modo de ser hispano-argentino. El reglamento interior del Congreso debe dar extensas facultades a su presidente, cometiéndole la decisión de todas las incidencias de método en las discusiones. Imagen de la República, el Congreso tendrá necesidad de un gobierno interior vigoroso, para prevenir la anarquía en su seno, que casi siempre se vuelve anarquía nacional.

El Congreso de 1826 comprometió el éxito de su obra por graves faltas de política en que incurrió a causa de la indecisión de su mandato y de su régimen interno.

Sancionó una ley fundamental antes de la Constitución, es decir, expidió una Constitución previa y provisoria antes de la Constitución definitiva.

En la Constitución provisoria o ley fundamental, dada dos años antes que la Constitución definitiva, se declaró uno el Estado; y sin embargo, antes de redactar la Constitución final, se preguntó a las Provincias si querían formar un solo Estado o varios. Esa cuestión de metafísica política,   -208-   poco consecuente con la ley fundamental de 23 de Enero de 1825, fue sometida al criterio inmediato de Provincias, que, como Santa Fe, no tenía un solo letrado; Corrientes, que no tenía más abogado que el doctor Cosio; Entre Ríos, que no tenía uno solo. Los comisionados, elegidos por más capaces, pidieron a sus sencillos comitentes la decisión de un punto de metafísica política en que se dividiría por cien años el Instituto de Francia.

Se creó un Presidente o semi-gobierno general (no hubo judicatura del mismo carácter), antes que existiera una constitución conforme a la cual pudiese gobernar ese magistrado de una República inconstituida.

Se creó un Poder ejecutivo nacional (era el nombre) cuando todavía era problemático para el Congreso que le creó, si habría Nación o solamente Federación.

Se dejó coexistiendo con ese poder los poderes provinciales, viviendo juntos a la vez quince gobiernos, a saber, catorce provinciales y uno nacional.

Creado este gobierno sin suprimir ninguno de los que antes existían garantidos por la ley fundamental, ¿qué resultó? Que el gobierno nacional reconoció su falsa posición; que no tenía de poder sino el nombre; que no tenía agentes, ni tesoro, ni oficinas, ni casa a su inmediato servicio; porque todo eso había sido dejado como antes estaba por la ley fundamental, que al mismo tiempo preveía la creación inconcebible de ese gobierno general de un país ya gobernado parcialmente.

El gobierno general tuvo que pedir una capital, es decir, una ciudad para su asiento y gobierno inmediato, y el Congreso constituyente declaró a Buenos Aires, con todos sus establecimientos, capital de la Nación, cuando todavía ignoraba ese   -209-   mismo Congreso si habría Nación o sólo Confederación. Esto era un resultado lógico de la creación precoz del presidente.

Así, el Congreso entró en arreglos administrativos u orgánicos primero que en la obra de la Constitución. Y como el derecho administrativo no es otra cosa que el cuerpo de las leyes orgánicas de la Constitución y viene naturalmente después de ésta, se puede decir que el Congreso invirtió ese orden, y empezó por el fin, organizando antes de constituir.

¿Los hechos, las exigencias de la situación del país precipitaron así las cosas? ¿O provino ello de falta de madurez en materias públicas? Quizás concurrieron las dos causas. El hecho es que esa confusión de trabajos y esa inversión de cosas ayudaron poderosamente a las tendencias desorganizadoras que existían independientemente de todo eso.

Tenemos ideas equivocadas sobre el valor de los conocimientos constitucionales de nuestros hombres más eminentes de ese tiempo. La nueva generación los estima según las impresiones y recuerdos de niñez. Sin duda, sabían mucho comparados con su tiempo y con los medios de instrucción que tuvieron a su alcance. Pero la misma ciencia europea con que nutrían sus cabezas ha hecho adelantos posteriores, que nos han permitido sobrepujarlos, sin que valgamos más que ellos como talentos, por una ventaja debida al progreso de las ideas. Las siguientes palabras dan a conocer la consistencia de las ideas constitucionales del señor canónigo don Valentín Gómez, miembro importantísimo de la Comisión de negocios constitucionales. «En mi opinión, decía, debe ser muy corto el tiempo que consuma la Comisión en formar el proyecto de Constitución, porque mi opinión es que si el Congreso se decide por la federación, se adopte la Constitución   -210-   de Estados Unidos... y si se declara por el sistema de unidad, que se adopte la Constitución del año 19..., de modo que, a mi juicio, en medio mes podrá estar presentada al Congreso». (Discurso pronunciado en la sesión del 15 de Abril de 1826).

El mismo orador, huyendo de todo trabajo original, apoyó la adopción de la Constitución unitaria de 1819, que tuvo por redactor al señor deán Funes. Para estimar la profundidad de los conocimientos del señor deán Funes en materia de centralización política, podrán citarse sus propias palabras, vertidas en la sesión del Congreso constituyente argentino el 18 de Abril de 1826. «La Provincia de Buenos Aires, decía el señor Funes, no puede tener representantes en el Congreso elegidos por ella misma... Desde que la Provincia de Buenos Aires fue elevada al puesto de capital, dejó de ser provincia, y por consiguiente sus representantes no son representantes de una provincia»... «¿A quién representan estos diputados? ¿A una provincia? No: a un territorio nacional; y cuando decimos territorio nacional, ¿qué entendemos? El cuerpo moral que lo habita; los mismos habitantes que lo habitan son nacionales, y por consiguiente no son representantes de ninguna provincia, sino de un cuerpo nacional. ¿Y quién puede representar ese cuerpo nacional? El mismo Congreso... La Provincia de Buenos Aires está suficientemente representada con el Congreso, desde que ella dejó de ser una parte de la Nación». El señor canónigo Gómez refutó estas extravagancias de un modo victorioso; y a pesar de eso apoyó la adopción de la Constitución unitaria, que elaboró el señor Funes en 1819.

Traigo estos recuerdos para hacer notar la obligación que impone al Congrego un estado tan delicado y susceptible de cosas, de proceder con   -211-   la mayor prudencia y de abstenerse de pasos que lo hagan partícipe indirecto del desquicio del país.

Traigolos también con el fin de substraer nuestros espíritus al ascendiente que ejerce todavía el prestigio de trabajos pasados inferiores a su celebridad.

Tampoco debe olvidar el Congreso la vocación política de que debe estar caracterizada la Constitución que está llamado a organizar. La Constitución está llamada a contemporizar, a complacer hasta cierto grado algunas exigencias contradictorias, que no se deben mirar por el lado de su justicia absoluta, sino por el de su poder de resistencia, para combinarlas con prudencia y del modo posible que los intereses del progreso general del país. En otro lugar he demostrado que la Constitución de los Estados Unidos no es producto de la abstracción y de la teoría, sino un pacto político dictado por la necesidad de conciliar hechos, intereses y tendencias opuestos por ciertos puntos, y conexos y análogos por otros. Toda constitución tiene una vocación política, es decir, que está llamada siempre a satisfacer intereses y exigencias de circunstancias. Las cartas inglesas no son sino tratados de paz entre los intereses contrarios.

Las dos constituciones unitarias de la República Argentina de 1819 y 1826 han sucumbido casi al ver la luz. ¿Por qué? Porque contrariaban los intereses locales. ¿Del país? No, precisamente; de gobernantes, de influencias personales, si se quiere. Pero con ellos se tropezará siempre, mientras que no se consulten esos influjos en el plan constitucional.

Para el que obedece, para el pueblo, toda constitución, por el hecho de serlo, es buena, porque siempre cede en su provecho. No así para el que   -212-   manda o influye. La política -no la justicia- consulta el voto del que manda, del que influye, no del que obedece, cuando el que manda puede ser y sirve de obstáculo; respeta a la República oficial, tanto como a la civil, porque es la más capaz de embarazar. ¿Podéis acabar con el poder local? No, acabaréis con el apoderado, no con el poder; porque al gobernante que derroquéis hoy, con elementos que no tendréis mañana, le sucederá otro, creado por un estado de cosas que existe invencible al favor de la distancia.

Y en la constitución política de esos intereses opuestos deben presidir la verdad, la lealtad, la probidad. El pacto político que no se ha hecho con completa buena fe, la constitución que se reduce a un contrato más o menos hábil y astuto, en que unos intereses son defraudados por otros, es incapaz de subsistir, porque el fraude envuelve siempre un principio de decrepitud y muerte. La Constitución de los Estados Unidos vive hasta hoy y vivirá largos años, porque es la expresión de la honradez y de la buena fe.

Es por demás agregar en este lugar que la Constitución argentina será un trabajo estéril, y poco merecedor de los esfuerzos empleados para obtenerlo, si no descansa sobre bases aproximadas a las contenidas en este libro, en que sólo soy órgano de las ideas dominantes entre los hombres de bien de este tiempo.




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- XXX -

Continuación del mismo asunto. Vocación política de la Constitución, o de la política conveniente a sus fines


Si la Constitución que va a darse ha de ser del género de las dadas o ensayadas hasta aquí en la   -213-   América del Sud, no valdrá la pena de trabajar mucho para conseguir su sanción. Ya está visto lo que han dado y darán nuestras constituciones actuales.

Sea que deba servir como monumento a la gloria personal, o ya se considere como medio dirigido a salvar la República Argentina, su duración será efímera y su resultado insignificante, si no descansa en las bases que dejamos indicadas. Como monumento, será lo que esas tablillas de madera clavadas en desvalidos sepulcros para perpetuar ciertas memorias; como ley de progreso, servirá para elevar nuestro país a la altura de las otras Repúblicas sudamericanas.

Pero lo que necesita la República Argentina no es ponerse a la altura de Chile, por ejemplo, no es entrar en el camino en que se hallan el Perú o Venezuela15, porque la posición de estos países, a pesar de sus ventajas indisputables, no es término de ambición para un país que posee los medios de adelantamiento que la República Argentina. Eso hubiera podido contentarnos cuando existía el gobierno de Rosas; todo era mejor que su sistema. Pero hoy no estamos en ese caso.

Con una Constitución como la de Chile tendríamos, a lo más, un estado de cosas semejante al de Chile. Pero ¿qué vale un progreso semejante? El Plata está en aptitud de aspirar a otra cosa, que no por ser más grande, es más difícil.

Difícil, si no imposible, es realizar constituciones como la de Chile, como la del Perú, etc., en la mayor parte de sus disposiciones, con los elementos de que constan estos países.

A fuerza de vivir por tantos años en el terreno de la copia y del plagio de las teorías constitucionales   -214-   de la Revolución francesa y de las constituciones de Norte América, nos hemos familiarizado de tal modo con la utopía, que la hemos llegado a creer un hecho normal y práctico. Paradojal y utopista es el propósito de realizar las concepciones audaces de Siéyes y las doctrinas puritanas de Massachusetts, con nuestros peones y gauchos que apenas aventajan a los indígenas. Tal es el camino constitucional que nuestra América ha recorrido hasta aquí y en que se halla actualmente.

Es tiempo ya de que aspiremos a cosas más positivas y prácticas, y a reconocer que el camino en que hemos andado hasta hoy es el camino de la utopía.

Es utopía el pensar que nuestras actuales constituciones, copiadas de los ensayos filosóficos que la Francia de 1789 no pudo realizar, se practiquen por nuestros pueblos, sin más antecedente político que doscientos años de coloniaje obscuro y abyecto.

Es utopía, es sueño y paralogismo puro el pensar que nuestra raza hispano-americana, tal como salió formada de manos de su tenebroso pasado colonial, pueda realizar hoy la república representativa, que Francia acaba de ensayar con menos éxito que en su siglo filosófico, y que los Estados Unidos realizan sin más rivales que los cantones helvéticos, patria de Rousseau, de Necker, de Rossi, de Cherbuliez, de Dumont, etc.

Utopía es pensar que podamos realizar la república representativa, es decir, el gobierno de la sensatez, de la calma, de la disciplina, por hábito y virtud más que por ocasión, de la abnegación y del desinterés, si no alteramos o modificamos profundamente la masa o pasta de que se compone nuestro pueblo hispanoamericano.

He aquí el único medio de salir del terreno falso   -215-   del paralogismo en que nuestra América se halla empeñada por su actual derecho constitucional.

Este cambio anterior a todos es el punto serio de partida, para obrar una mudanza radical en nuestro orden político. Esta es la verdadera revolución, que hasta hoy sólo existe en los nombres y en la superficie de nuestra sociedad. No son las leyes las que necesitamos cambiar; son los hombres, las cosas. Necesitamos cambiar nuestras gentes incapaces de libertad por otras gentes hábiles para ella, sin abdicar el tipo de nuestra raza original, y mucho menos el señorío del país; suplantar nuestra actual familia argentina por otra igualmente argentina, pero más capaz de libertad, de riqueza y progreso. ¿Por conquistadores más ilustrados que España, por ventura? Todo lo contrario; conquistando en vez de ser conquistados. La América del Sud, posee un ejército a este fin, y es el encanto que sus hermosas y amables mujeres recibieron de su origen andaluz, mejorado por el cielo espléndido del Nuevo Mundo. Removed los impedimentos inmorales que hacen estéril el poder del bello sexo americano, y tendréis realizado el cambio de nuestra raza sin la pérdida del idioma ni del tipo nacional primitivo.

Este cambio gradual y profundo, esta alteración de raza debe ser obra de nuestras constituciones de verdadera regeneración y progreso. Ellas deben iniciarlo y llevarlo a cabo en el interés americano, en vez de dejarlo a la acción espontánea de un sistema de cosas que tiende a destruir gradualmente el ascendiente del tipo español en América.

Pero, mientras no se empleen otras piezas que las actuales para constituir nuestro edificio político, mientras no sean nuestras reformas políticas otra cosa que combinaciones y permutaciones nuevas de lo mismo que hoy existe, no haréis nada de   -216-   radical, de serio, de fecundo. Combinad como queráis lo que tenéis; no sacaréis de ello una república digna de este nombre. Podréis disminuir el mal, pero no aumentaréis el bien, ni será permanente vuestra mejora negativa.

¿Por qué? Porque lo que hay es poco y es malo. Conviene aumentar el número de nuestra población y, lo que es más, cambiar su condición en sentido ventajoso a la causa del progreso.

Con tres millones de indígenas, cristianos y católicos, no realizaríais la república ciertamente. No la realizaríais tampoco con cuatro millones de españoles peninsulares, porque el español puro es incapaz de realizarla allá o acá. Si hemos de componer nuestra población para nuestro sistema de gobierno, si ha de sernos más posible hacer la población para el sistema proclamado que el sistema para la población, es necesario fomentar en nuestro suelo la población anglo-sajona. Ella está identificada con el vapor, el comercio y la libertad, y no será imposible radicar estas cosas entre nosotros sin la cooperación activa de esa raza de progreso y de civilización.

Esta necesidad, anterior a todas y base de todas, debe ser representada y satisfecha por la constitución próxima y por la política, llamada a desenvolver sus consecuencias. La constitución debe ser hecha para poblar el suelo solitario del país de nuevos habitantes, y para alterar y modificar la condición de la población actual. Su misión, según esto, es esencialmente económica.

Todo lo que se separe de este propósito es intempestivo, inconducente, por ahora, o cuando menos secundario y subalterno.

La constitución próxima tiene una misión de circunstancias, no hay que olvidarlo. Está destinada a llenar cierto y determinado número de necesidades y no todas. Sería poco juicioso aspirar   -217-   a satisfacer de una sola vez todas las necesidades de la República. Es necesario andar por grados ese camino. Para las más de ellas no hay medios, y nunca es político acometer lo que es impracticable por prematuro.

Es necesario reconocer que sólo debe constituirse por ahora cierto número de cosas, y dejar el resto para después. El tiempo debe preparar los medios de resolver ciertas cuestiones de las que ofrece el arreglo constitucional de nuestro país.

La constitución debe ser reservada y sobria en disposiciones. Cuando hay que edificar mucho y el tiempo es borrascoso, se edifica una parte de pronto, y al abrigo de ella se hace por grados el resto en las estaciones de calma y de bonanza.

La población y cuatro o seis puntos con ella relacionados es el grande objeto de la Constitución. Tomad los cien artículos -término medio de toda Constitución-, separad diez, dadme el poder de organizarlos según mi sistema, y poco importa que en el resto votéis blanco o negro.




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- XXXI -

Continuación del mismo asunto. En América gobernar es poblar


¿Qué nombre daréis, qué nombre merece un país compuesto de doscientas mil leguas de territorio y de una población de ochocientos mil habitantes? Un desierto. ¿Qué nombre daréis a la Constitución de ese país? La Constitución de un desierto. Pues bien, ese país es la República Argentina; y cualquiera que sea su Constitución no será otra cosa por muchos años que la Constitución de un desierto.

Pero, ¿cuál es la Constitución que mejor conviene   -218-   al desierto? La que sirve para hacerlo desaparecer; la que sirve para hacer que el desierto deje de serlo en el menor tiempo posible, y se convierta en país poblado. Luego éste debe ser el fin político, y no puede ser otro, de la Constitución argentina y en general de todas las Constituciones de Sud América. Las Constituciones de países despoblados no pueden tener otro fin serio y racional, por ahora y por muchos años, que dar al solitario y abandonado territorio la población de que necesita, como instrumento fundamental de su desarrollo y progreso.

La América independiente está llamada a proseguir en su territorio la obra empezada y dejada a la mitad por la España de 1450. La colonización, la población de este mundo, nuevo hasta hoy a pesar de los trescientos años transcurridos desde su descubrimiento, debe llevarse a cabo por los mismos Estados americanos constituidos en cuerpos independientes y soberanos. La obra es la misma, aunque los autores sean diferentes. En otro tiempo nos poblaba España; hoy nos poblamos nosotros mismos. A este fin capital deben dirigirse todas nuestras constituciones. Necesitamos constituciones, necesitamos una política de creación, de población, de conquista sobre la soledad y el desierto.

Los gobiernos americanos, como institución y como personas, no tienen otra misión seria, por ahora, que la de formar y desenvolver la población de los territorios de su mando, apellidados Estados antes de tiempo.

La población de todas partes, y esencialmente en América, forma la substancia en torno de la cual se realizan y desenvuelven todos los fenómenos de la economía social. Por ella y para ella todo se agita y realiza en el mundo de los hechos económicos. Principal instrumento de la producción, cede en su beneficio la distribución de la riqueza nacional.   -219-   La población es el fin y es el medio al mismo tiempo. En este sentido, la ciencia económica, según la palabra de uno de sus grandes órganos, pudiera resumirse entera en la ciencia de la población; por lo menos ella constituye su principio y fin. Esto ha enseñado para todas partes un economista admirador de Malthus, el enemigo de la población en países que la tienen de sobra y en momentos de crisis por resultado de ese exceso. ¿Con cuánta más razón no será aplicable a nuestra América pobre, esclavizada en nombre de la libertad, e inconstituida nada más que por falta de población?

Es pues esencialmente económico el fin de la política constitucional y del gobierno en América. Así, en América gobernar es poblar. Definir de otro modo el gobierno, es desconocer su misión sudamericana. Recibe esta misión el gobierno de la necesidad que representa y domina todas las demás en nuestra América. En lo económico, como en todo lo demás, nuestro derecho debe ser acomodado a las necesidades especiales de Sud América. Si estas necesidades no son las mismas que en Europa han inspirado tal sistema o tal política económica, nuestro derecho debe seguir la voz de nuestra necesidad, y no el dictado que es expresión de necesidades diferentes o contrarias... Por ejemplo, en presencia de la crisis social que sobrevino en Europa a fines del último siglo por falta de equilibrio entre las subsistencias y la población, la política económica protestó por la pluma de Malthus contra el aumento de la población, porque en ello vio el origen cierto o aparente de la crisis; pero aplicar a nuestra América, cuya población constituye precisamente el mejor remedio para el mal europeo temido por Malthus, sería lo mismo que poner a un infante extenuado por falta de alimento bajo el rigor de la dieta pitagórica, por la razón   -220-   de haberse aconsejado ese tratamiento para un cuerpo enfermo de plétora. Los Estados Unidos tienen la palabra antes que Malthus, con su ejemplo práctico, en materia de población; con su aumento rapidísimo han obrado los milagros de progreso que los hace ser el asombro y la envidia del universo.




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- XXXII -

Continuación del mismo objeto. Sin nueva población es imposible el nuevo régimen. Política contra el desierto, actual enemigo de América


Sin población y sin mejor población que la que tenemos para la práctica de la república representativa, todos los propósitos quedarán ilusorios y sin resultado. Haréis constituciones brillantes que satisfagan completamente las ilusiones del país, pero el desengaño no tardará en pedirnos cuenta del valor de las promesas; y entonces se verá que hacéis papel de charlatanes cuando no de niños, víctimas de vuestras propias ilusiones.

En efecto, constituid como queráis las Provincias argentinas; si no constituís otra cosa que lo que ellas contienen hoy, constituís una cosa que vale poco para la libertad práctica. Combinad de todos modos su población actual, no haréis otra cosa que combinar antiguos colonos españoles. Españoles a la derecha o españoles a la izquierda, siempre tendréis españoles debilitados por la servidumbre colonial, no incapaces de heroísmo y de victorias, llegada la ocasión, pero sí de la paciencia viril, de la vigilancia inalterable del hombre de libertad.

Tomad, por ejemplo, los treinta mil habitantes de la Provincia de Jujuy; poned encima los que están   -221-   debajo o viceversa; levantad los buenos y abatid los malos. ¿Qué conseguiréis con eso? Doblar la renta de seis o doce mil pesos, abrir veinte escuelas en lugar de diez, y algunas otras mejoras de ese estilo. Eso será cuanto se consiga. Pues bien, eso no impedirá que Jujuy quede por siglos con sus treinta mil habitantes, sus doce mil pesos de renta de aduana y sus veinte escuelas, que es el mayor progreso a que ha podido llegar en doscientos años que lleva de existencia.

Acaba de tener lugar en América una experiencia que pone fuera de duda la verdad de lo que sostengo, a saber: que sin mejor población para la industria y para el gobierno libre, la mejor constitución política será ineficaz. Lo que ha producido la regeneración instantánea y portentosa de California no es precisamente la promulgación del sistema constitucional de Norte América. En todo Méjico ha estado y está proclamado ese sistema desde 1824; y en California, antigua provincia de Méjico, no es tan nuevo como se piensa. Lo que es nuevo allí y lo que es origen real del cambio favorable, es la presencia de un pueblo compuesto de habitantes capaces de industria y del sistema político que no sabían realizar los antiguos habitantes hispano-mejicanos. La libertad es una máquina, que como el vapor requiere para su manejo maquinistas ingleses de origen. Sin la cooperación de esa raza es imposible aclimatar la libertad y el progreso material en ninguna parte.

Crucemos con ella nuestro pueblo oriental y poético de origen, y le daremos la aptitud del progreso y de la libertad práctica, sin que pierda su tipo, su idioma, ni su nacionalidad. Será el modo de salvarlo de la desaparición como pueblo de tipo español, de que está amenazado Méjico por su política terca, mezquina y exclusiva.

No pretendo deprimir a los míos. Destituido de   -222-   ambición, hablo la verdad útil y entera, que lastima las ilusiones, con el mismo desinterés con que la escribí siempre. Conozco los halagos que procuran a la ambición fáciles simpatías; pero nunca seré el cortesano de las preocupaciones que dan empleos que no pretendo, ni de una popularidad efímera como el error en que descansa.

Quiero suponer que la República Argentina se compusiese de hombres como yo, es decir, de ochocientos mil abogados que saben hacer libros. Esa sería la peor población que pudiera tener. Los abogados no servimos para hacer caminos de fierro, para hacer navegables y navegar los ríos, para explotar las minas, para labrar los campos, para colonizar los desiertos; es decir, que no servimos para dar a la América del Sud lo que necesita. Pues bien, la población actual de nuestro país sirve para estos fines, más o menos, como si se compusiese de abogados. Es un error infelicísimo el creer que la instrucción primaria o universitaria sean lo que pueda dar a nuestro pueblo la aptitud del progreso material y de las prácticas de libertad.

En Chile y en el Paraguay saben leer todos los hombres del pueblo; y sin embargo son incultos y selváticos al lado de un obrero inglés o francés que muchas veces no conoce la o.

No es el alfabeto, es el martillo, es la barreta, el arado, lo que debe, poseer el hombre del desierto, es decir, el hombre del pueblo sudamericano.

¿Creéis que un araucano sea incapaz de aprender a leer y escribir castellano? ¿Y pensáis que con eso sólo deje de ser salvaje?

No soy tan modesto como ciudadano argentino para pretender que sólo a mi país se aplique la verdad de lo que acabo de escribir. Hablando de él, describo la situación de la América del Sud, que está en ese caso toda ella, como es constante para   -223-   todos los que saben ver la realidad. Es un desierto a medio poblar y a medio civilizar.

La cuestión argentina de hoy es la cuestión de la América del Sud, a saber: buscar un sistema de organización conveniente para obtener la población de sus desiertos, con pobladores capaces de industria y libertad, para educar sus pueblos, no en las ciencias, no en la astronomía -eso es ridículo por anticipado y prematuro-, sino en la industria y en la libertad práctica.

Este problema está por resolverse. Ninguna República de América lo ha resuelto todavía. Todas han acertado a sacudir la dominación militar y política de España; pero ninguna ha sabido escapar de la soledad, del atraso, de la pobreza, del despotismo, más radicado en los usos que en los gobiernos. Esos son los verdaderos enemigos de América; y por cierto que no les venceremos como vencimos a la metrópoli española, echando a Europa de este suelo, sino trayéndola para llevar a cabo, en nombre de América, la población empezada hace tres siglos por España. Ninguna República sirve a esta necesidad nueva y palpitante por su constitución.

Chile ha escapado del desorden, pero no del atraso y de la soledad. Apenas posee un quinto de lo que necesita en bienestar y progreso. Su dicha es negativa; se reduce a estar exento de los males generales de América en su situación. No está como las otras Repúblicas, pero la ventaja no es gran cosa; tampoco está como California, que apenas cuenta cuatro años. Está en orden, pero despoblado; está en paz, pero estacionario. No debe perder, ni sacrificar el orden por nada; pero no debe contentarse con sólo tener orden.

Hablando así de Chile, no salgo de mi objeto; sobre el terreno hacia el cual se dirigen todas las miradas de los que buscan ejemplos de imitación en la América del Sud, quiero hacer el proceso al   -224-   derecho constitucional sudamericano ensayado hasta aquí, para que mi país lo juzgue a ciencia cierta en el instante de darse la constitución en que se ocupa.

Pero si el desierto, si la soledad, si la falta de población es el mal que en América representa y resume todos los demás, ¿cuál es la política que conviene para concluir con el desierto?

Para poblar el desierto son necesarias dos cosas capitales: abrir las puertas de él para que todos entren, y asegurar el bienestar de los que en él penetran; la libertad a la puerta y la libertad dentro.

Si abrís las puertas y hostilizáis dentro, armáis una trampa en lugar de organizar un Estado. Tendréis prisioneros, no pobladores; cazaréis unos cuantos incautos, pero huirán los demás. El desierto quedará vencedor en lugar de vencido.

Hoy es harto abundante el mundo en lugares propicios, para que nadie quiera encarcelarse por necesidad y mucho menos por gusto.

Si, por el contrario, creáis garantías dentro, pero al mismo tiempo cerráis los puertos del país, no hacéis más que garantizar la soledad y el desierto; no constituís un pueblo, sino un territorio sin pueblo, o cuando más un municipio, una aldea pésimamente establecida; es decir, una aldea de ochocientas mil almas, desterradas las unas de las otras, a centenares de leguas. Tal país no es un Estado; es el limbo político, y sus habitantes son almas errantes en la soledad, es decir, americanos del Sud.

Los colores de que me valgo serán fuertes, podrán ser exagerados, pero no mentirosos. Quitad algunos grados al color amarillo, siempre será pálido el color que quede. Algunos quilates de menos no alteran la fuerza de la verdad, como no alteran la naturaleza del oro. Es necesario dar formas   -225-   exageradas a las verdades que se escapan a vista de los ojos comunes.




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- XXXIII -

Continuación del mismo asunto. La Constitución debe precaverse contra leyes orgánicas, que pretendan destruirla por excepciones. Examen de la Constitución de Bolivia, modelo del fraude en la libertad


No basta que la Constitución contenga todas las libertades y garantías conocidas. Es necesario, como se ha dicho antes, que contenga declaraciones formales de que no se dará ley que, con pretexto de organizar y reglamentar el ejercicio de esas libertades, las anule y falsee con disposiciones reglamentarias. Se puede concebir una constitución que abrace en su sanción todas las libertades imaginables; pero que admitiendo la posibilidad de limitarlas por la ley, sugiera ella misma el medio honesto y legal de faltar a todo lo que promete.

Un dechado de esta táctica de fascinación y mistificación política es la Constitución vigente en Bolivia, dada en La Paz el 20 de Septiembre de 1851, bajo la administración del general Belzu. Debo rectificar en este lugar la equivocación que padezco en el párrafo VI de la primera y segunda edición, cuando digo que la Constitución actual de Bolivia es la de 26 de Octubre de 1839. No es así, por desgracia, pues valiera más que rigiese esta última con todos sus defectos, que no la dada en 1851 en nombre y en perjuicio de la libertad al mismo tiempo. Después de impreso lo que allí decía, llegó a mi noticia, y de los bolivianos que me dieron los primeros informes, la existencia de esta Constitución, que por lo visto, vive tan obscura como   -226-   la edición moderna de una ley sin vigencia, o lo que es igual, de una ley sin efecto.

Después de ratificar la independencia de Bolivia, muchas veces declarada y por nadie disputada, entra la Constitución declarando el derecho público de los bolivianos. La Constitución de Massachusetts, modelo de todas las Constituciones de libertad conocidas en este y en el otro continente sobre declaraciones de derechos del hombre, no es tan rica y abundante como la Constitución de La Paz, en cuanto a garantías de derecho público. Pero, ¿qué importa? Las garantías son concedidas con las limitaciones y restricciones que establecen las leyes. Es verdad que fuera de las limitaciones legales no hay otras, según lo declara la Constitución. Pero si la ley es un medio de derogar la constitución, ¿para qué necesita de otro el gobierno? Hace la ley el que hace al legislador. El pueblo en nuestra América del Sud hace el papel de elector; quien elige en la realidad es el poder.

La Constitución boliviana es más explícita todavía en sus limitaciones a las garantías prometidas, cuando declara por el art. 23, que «el goce de las garantías y derechos que ella concede a todo hombre está subordinado al cumplimiento de este deber: respeto y obediencia a la ley y a las autoridades constituidas», con cuya reserva quedan reducidas a nada las estupendas garantías para el desgraciado que se hace culpable de un simple desacato.

La Constitución declara que no hay poder humano sobre las conciencias, y sin embargo ella misma realiza ese poder sobrehumano, declarando en el mismo art. 3 que «la religión católica, apostólica, romana, es la de Bolivia, cuyo culto exclusivo es protegido por la ley, que al mismo tiempo excluye el ejercicio de otro cualquiera».

Ante la ley todos son iguales, según el art. 13.   -227-   Pero en cuanto a la admisibilidad a los empleos, sólo son iguales los bolivianos. Son exceptuados los empleos profesionales, que pueden ser ejercidos por los extranjeros; pero sólo tienen éstos, en Bolivia, los derechos que su país concede a un boliviano.

Limitación irrisoria con que se pretende asimilar la posición de un país indigente en hombres capaces a la de otros que, abundando en ellos, nada han dispuesto para atraerlos de afuera, y mucho menos de países que no los tienen. ¿Por qué admitir al extranjero solamente en los empleos profesionales, y no en otros muchos que, sin ser profesionales, pueden desempeñarse por el extranjero con más ventaja que por el nacional?

La Constitución deja en blanco las condiciones para la adquisición de la ciudadanía por parte de un extranjero, pero establece los casos en que se pierde o suspende su ejercicio (art. 2); provee a la pérdida, pero no a la adquisición de ciudadanos; se ocupa más de la despoblación, que de la población del país. Es verdad que el art. 76, inciso 19, da al Presidente, y no a la ley, el poder de expedir cartas de ciudadanía en favor de los extranjeros que las merezcan. Pero si el Presidente abriga por los extranjeros la estima de que ha dado testimonio en sus célebres decretos el Presidente actual, pocas cartas de ciudadanía se expedirán en Bolivia a los extranjeros, de que tanto necesita.

El tránsito es libre por la Constitución; todo hombre puede entrar y salir de Bolivia, pero se entiende en caso que no lo prohíba el derecho de tercero, la aduana o la policía. Con permiso de estas tres potestades, el derecho de locomoción es inviolable en la República boliviana (art. 8).

Por la Constitución es inviolable el hogar; pero por la ley puede ser allanado (nombre honesto dado a la violación por el art. 14).

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Por la Constitución es libre el trabajo; pero puede no serlo por la ley (art. 17).

Según esto, en Bolivia la Constitución rige con permiso de las leyes. En otras partes la Constitución hace vivir a las leyes; allí las leyes hacen vivir a la Constitución. Las leyes son la regla, la Constitución es la excepción.

Por fin, la Constitución toda es nominal; pues por el art. 76, inciso 26, el Presidente, oídos sus ministros, que él nombra y quita a su voluntad, declara en peligro la patria y asume las facultades extraordinarias por un término de que él es árbitro (inciso 27).

De modo que el derecho público cesa por las leyes, y la Constitución toda por la voluntad del Presidente.

Es peor que la Constitución dictatorial del Paraguay, porque es menos franca: promete todas las libertades, pero retiene el poder de suprimirlas. Es como un prestidigitador de teatro que os ofrece la libertad; la tomáis, creéis tenerla en vuestra faltriquera, metéis las manos para usarla, y halláis cadenas en lugar de libertad. Las leyes orgánicas son los cubiletes que sirven de instrumento para esa manifestación de gobierno constitucional.

La Constitución argentina debe huir de ese escollo. Como todas las Constituciones de los Estados Unidos, es decir, como todas las Constituciones leales y prudentes, debe declarar que el Congreso no dará ley que limite o falsee las garantías de progreso y de derecho público con ocasión de organizar o reglamentar su ejercicio. Ese deber de política fundamental es de trascendencia decisiva para la vida de la Constitución.



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- XXXIV -

Continuación del mismo asunto. Política conveniente para después de dada la Constitución


La política no puede tener miras diferentes de las miras de la Constitución. Ella no es sino el arte de conducir las cosas de modo que se cumplan los fines previstos por la Constitución. De suerte que los principios señalados en este libro como bases, en vista de las cuales deba ser concebida la Constitución, son los mismos principios en cuyo sentido debe ser encaminada la política que conviene a la República Argentina.

Expresión de las necesidades modernas y fundamentales del país, ella debe ser comercial, industrial y económica, en lugar de militar y guerrera, como convino a la primera época de nuestra emancipación. La política de Rosas, encaminada a la adquisición de glorias militares sin objeto ni utilidad, ha sido repetición intempestiva de una tendencia que fue útil en su tiempo, pero que ha venido a ser perniciosa a los progresos de América.

Ella debe ser más solícita de la paz y del orden que convienen al desarrollo de nuestras instituciones y riqueza, que de brillantes y pueriles agitaciones de carácter político.

Cada guerra, cada cuestión, cada bloqueo que se ahorra al país, es una conquista obtenida en favor de sus adelantos. Un año de quietud en la América del Sud representa más bienes que diez años de la más gloriosa guerra.

La gloria es la plaga de nuestra pobre América del Sud. Después de haber sido el aliciente eficacísimo que nos dio por resultado la independencia, hoy es un medio estéril de infatuación y de   -230-   extravío, que no representa cosa alguna útil ni seria para el país. La nueva política debe tender a glorificar los triunfos industriales, a ennoblecer el trabajo, a rodear de honor las empresas de colonización, de navegación y de industria, a reemplazar en las costumbres del pueblo, como estímulo moral, la vanagloria militar por el honor del trabajo, el entusiasmo guerrero por el entusiasmo industrial que distingue a los países libres de la raza inglesa, el patriotismo belicoso por el patriotismo de las empresas industriales que cambian la faz estéril de nuestros desiertos en lugares poblados y animados. La gloria actual de los Estados Unidos es llenar los desiertos del Oeste de pueblos nuevos, formados de su raza; nuestra política debe apartar de la imaginación de nuestras masas el cuadro de nuestros tiempos heroicos, que representa la lucha contra la Europa militar, hoy que necesita el país de trabajadores, de hombres de paz y de buen sentido, en lugar de héroes, y de atraer a Europa y recibir el influjo de su civilización, en vez de repelerla. La guerra de la Independencia nos ha dejado la manía ridícula y aciaga del heroísmo. Aspiramos todos a ser héroes, y nadie se contenta con ser hombre. O la inmortalidad, o nada, es nuestro dilema. Nadie se mueve a cosas útiles por el modesto y honrado estímulo del bien público; es necesario que se nos prometa la gloria de San Martín, la celebridad de Moreno. Esta aberración ridícula y aciaga gobierna nuestros caracteres sudamericanos. La sana política debe propender a combatirla y acabarla.

Nuestra política, para ser expresión del régimen constitucional que nos conviene, deberá ser más atenta al régimen exterior del país que al interno. Los motivos de ello están latamente explicados en este libro. Debe inspirarse para su marcha   -231-   en las bases señaladas para la Constitución en este libro.

Debe promover y buscar los tratados de amistad y comercio con el extranjero, como garantías de nuestro régimen constitucional. Consignadas y escritas en esos tratados las mismas garantías de derecho público que la Constitución dé al extranjero espontáneamente, adquirirán mayor fuerza y estabilidad. Cada tratado será un ancla de estabilidad puesta a la Constitución. Si ésta fuese violada por una autoridad nacional, no lo será en la parte contenida en los tratados, que se harán respetar por las naciones signatarias de ellos; y bastará que algunas garantías queden en pie para que el país conserve inviolable una parte de su Constitución, que pronto hará restablecer la otra. Nada más erróneo, en la política exterior de Sud América, que la tendencia a huir de los tratados.

En cuanto a su observancia, debe de ser fiel por nuestra parte para quitar pretextos de ser infiel al fuerte. De los agravios debe alzarse acta, no para vengarlos inmediatamente, sino para reclamarlos a su tiempo. Por hoy no es tiempo de pelear para la América del Sud, y mucho menos de pelear con Europa, su fuente de progreso y engrandecimiento.

Con las Repúblicas americanas no convienen las ligas políticas, por inconducentes; pero sí los tratados dirigidos a generalizar muchos intereses y ventajas, que nos dan la comunidad de legislación civil, de régimen constitucional, de culto, de idioma, de costumbres, etc. Interesa al progreso de todas ellas la remoción de las trabas que hacen difícil su comercio por el interior de sus territorios solitarios y desiertos. Por tratados de abolición o reducción de las tarifas con que se hostilizan y repelen, podrían servir a los intereses de su población inferior. Los caminos y postas, la validez de   -232-   las pruebas y sentencias judiciales, la propiedad literaria y de inventos, los grados universitarios, son objetos de estipulaciones internacionales que nuestras Repúblicas pudieran celebrar con ventaja recíproca.

A la buena cansa argentina convendrá siempre una política amigable para con el Brasil. Nada más atrasado y falso que el pretendido antagonismo de sistema político entre el Brasil y las Repúblicas sudamericanas. Este sólo existe para una política superficial y frívola, que se detiene en la corteza de los hechos. A esta clase pertenece la diferencia de forma de gobierno. En el fondo, ese país está más internado que nosotros en el sendero de la libertad. Es falso que la revolución americana tenga ese camino más que andar. Todas las miras de nuestra revolución contra España están satisfechas allí. Fue la primera de ellas la emancipación de todo poder europeo; esa independencia existe en el Brasil. Él sacudió el yugo del poder europeo, como nosotros; y el Brasil es hoy un poder esencialmente americano. Como nosotros, ha tenido también su revolución de 1810. La bandera de Maypo, en vez de oprimidos, hallaría allí hombres libres. La esclavitud de cierta raza no desmiente su libertad política; pues ambos hechos coexisten en Norte América, donde los esclavos negros son diez veces más numerosos que en el Brasil.

Nuestra revolución persiguió el régimen irresponsable y arbitrario; en el Brasil no existe; allí gobierna la ley.

Nuestra revolución buscaba los derechos de propiedad, de publicidad, de elección, de petición, de tránsito, de industria. Tarde iría a proclamar esa en el Brasil, porque ya existe; y existe, porque la revolución de libertad ha pasado por allí dejando más frutos que entre nosotros.

La política que observó el Brasil después de la   -233-   caída de Rosas no era ciertamente una retribución de la política que el autor aconsejaba a su país respecto al Imperio en las líneas que anteceden. El Brasil rehusó tomar parte en los tratados de libre navegación de 10 de Julio de 1853, firmados con Francia e Inglaterra; y protestó en cierto modo contra el principio de libertad fluvial, garantizado por estos tratados. Amenazó la independencia de la República Oriental, ocupando su territorio con un ejército permanente, sin obrar de acuerdo con la Confederación Argentina, como estaba convenido en el tratado de 1828. Comprometió la integridad de la República Argentina, abriendo relaciones diplomáticas con el gobierno interior y doméstico de la Provincia de Buenos Aires. No por eso el autor abandonó sus opiniones de 1844 y 1852 en favor de lo bueno que tiene el Brasil; pero sí pensó que la Confederación debía precaverse contra las tendencias hostiles que el Brasil acreditaba por esos actos. Retirando más tarde su ejército de la Banda Oriental, y firmando el tratado de la Confederación Argentina de 7 de Marzo de 1856, en que restablece el pacto de 1828 y da garantías a la integridad argentina y a la independencia oriental, el Brasil ha rectificado por fin las irregularidades de su política hacia el Plata, y dado muestra de comprender lo que conviene a su seguridad. Sin embargo, el tiempo esclarecerá el sentido de algunas cláusulas del tratado de 7 de Marzo, cuyas palabras harían creer que el Brasil mantiene sus preocupaciones anteriores, especialmente en materia de navegación fluvial y de comercio exterior.

En lo interior, el primer deber de la política futura será el mantenimiento y conservación de la Constitución. Reunir un Congreso y dar una Constitución no son cosas sin ejemplo en la República   -234-   Argentina; lo que nunca se ha visto allí es que haya subsistido una Constitución diez años.

La mejor política, la más fácil, la más eficaz para conservar la Constitución, es la política de la honradez y de la buena fe; la política clara y simple de los hombres de bien, y no la política doble y hábil de los truhanes de categoría. Pero entiéndase que la honradez requerida por la sana política no es la honradez apasionada y rencorosa del doctor Francia o de Felipe II, que eran honrados a su modo. La sinceridad de los actos no es todo lo que se puede apetecer en política; se requiere además la justicia, en que reside la verdadera probidad.

Cuando la Constitución es obscura o indecisa, se debe pedir su comentario a la libertad y al progreso, las dos deidades en que ha de tener inspiración. Es imposible errar cuando se va por un camino tan lleno de luz.

El grande arte del gobierno, como decía Platón, es el arte de hacer amar de los pueblos la Constitución y las leyes. Para que los pueblos la amen, es menester que la vean rodeada de prestigio y de esplendor.

El principal medio de afianzar el respeto de la Constitución es evitar en todo lo posible sus reformas. Estas, pueden ser necesarias a veces, pero constituyen siempre una crisis pública, más o menos grave. Son lo que las amputaciones al cuerpo humano; necesarias a veces, pero terribles siempre. Deben evitarse todo lo posible, o retardarse lo más. La verdadera sanción de las leyes reside en su duración. Remediemos sus defectos, no por la abrogación, sino por la interpretación.

Ese es todo el secreto que han tenido los ingleses para hacer vivir siglos su Constitución benemérita de la humanidad entera.

Las cartas o leyes fundamentales que forman el derecho constitucional de Inglaterra, tienen seis y   -235-   ocho siglos de existencia muchas de ellas. Del siglo XI (1071) es la primera carta de Guillermo el Conquistador; y la magna carta, o gran carta, debió su sanción al rey Juan, a principios del siglo XIII (19 de Junio de 1215). Entre los siglos XI y XIV diéronse las leyes que hasta hoy son base del derecho público británico.

No se crea que esas leyes han regido inviolablemente desde su sanción. En los primeros tiempos fueron violadas a cada paso por los reyes y sus agentes. Violadas han sido también posteriormente, y no han llegado a ser una verdad práctica, sino con el transcurso de la edad.

Pero los ingleses no remediaban las violaciones, substituyendo unas constituciones por otras, sino confirmando las anteriormente dadas.

Sin ir tan lejos, nosotros mismos tenemos leyes de derecho público y privado, que cuentan siglos existencia. En el siglo XIV promulgáronse las Leyes de Partidas, que han regido nuestros pueblos americanos desde su fundación, y son seculares también nuestras Leyes de Indias y nuestras Ordenanzas de comercio y de navegación. Recordemos que, a nuestro modo, hemos tenido un derecho público antiguo.

Lejos de existir inviolables esas leyes, la historia colonial se reduce casi a la de sus infracciones. Es la historia de la arbitrariedad. Durante la revolución hemos cambiado mil veces los gobiernos, porque las leyes no eran observadas. Pero no por eso hemos dado por insubsistentes y nulas las siete Partidas, las Leyes de Indias, las Ordenanzas de Bilbao, etc., etc. Hemos confirmado implícitamente esas leyes, pidiendo a los nuevos gobiernos que las cumplan.

No hemos obrado así con nuestras leyes políticas dadas durante la revolución. Les hemos hecho expiar las faltas de sus guardianes. Para remediar   -236-   la violación de un artículo, los hemos derogado todos. Hemos querido remediar los defectos de nuestras leyes patrias, revolcándolas y dando otras en su lugar; con lo cual nos hemos quedado de ordinario sin ninguna: porque una ley sin antigüedad no tiene sanción, no es ley.

Conservar la Constitución es el secreto de tener Constitución. ¿Tiene defectos, es incompleta? No la reemplacéis por otra nueva. La novedad de la ley es una falta que no se compensa por ninguna perfección; porque la novedad excluye el respeto y la costumbre, y una ley sin estas bases es un pedazo de papel, un trozo literario.

La interpretación, el comentario, la jurisprudencia, es el gran medio de remediar los defectos de las leyes. Es la receta con que Inglaterra ha salvado su libertad y la libertad del mundo. La ley es un Dios mudo: habla siempre por la boca del magistrado. Este la hace ser sabia o inicua. De palabras se compone la ley, y de las palabras se ha dicho que no hay ninguna mala, sino mal tomada. Honni soit qui mal y pense, escribid al frente de vuestras constituciones, si les deseáis longevidad inglesa. Sin fe no hay ley ni religión, y no hay fe donde hay perpetuo raciocinio.

Cread la jurisprudencia, que es el suplemento de la legislación, siempre incompleta, y dejad en reposo las leyes, que de otro modo jamás echarán raíz.

Para no tener que retocar o innovar la Constitución, reducidla a las cosas más fundamentales, a los hechos más esenciales del orden político. No comprendáis en ella disposiciones por su naturaleza transitorias, como las relativas a elecciones.

Si es preciso rodear la ley de la afección del pueblo, no lo es menos hacer agradable para el país el ejercicio del gobierno. Gobernar poco, intervenir lo menos, dejar hacer lo más, no hacer sentir la autoridad,   -237-   es el mejor medio de hacerla estimable. A menudo entre nosotros gobernar, organizar, reglamentar, es estorbar, entorpecer, por lo cual fuera preferible un sistema que dejase a las cosas gobernarse por su propia impulsión. Temería establecer una paradoja, si no viese confirmada esta observación por el siguiente hecho que cita un publicista respetable: «El gobierno indolente y desidioso de Rivera, dice M. Brossard, no fue menos favorable al Estado Oriental, en cuanto dejó desarrollarse al menos los elementos naturales de prosperidad que contenía el país». Y no daría tanto asenso al reparo de M. Brossard, si no me hubiese cabido ser testigo ocular del hecho aseverado por él.

Nuestra prosperidad ha de ser obra espontánea de las cosas, más bien que una creación oficial. Las naciones, por lo general, no son obra de los gobiernos, y lo mejor que en su obsequio puedan hacer en materia de administración, es dejar que sus facultades se desenvuelvan, por su propia vitalidad. No estorbar, dejar hacer, es la mejor regla cuando no hay certeza de obrar con acierto. El pueblo de California no es un producto de un decreto del gobierno de Washington; y Buenos Aires se ha desarrollado en muchas cosas materiales a despecho del poder de Rosas, cuya omnipotencia ha sido vencida por la acción espontánea de las cosas. La libertad, por índole y carácter, es poco reglamentaria, y prefiere entregar el curso de las cosas a la dirección del instinto.

En la elección de los funcionarios nos convendrá una política que eluda el pedantismo de los títulos, tanto como la rusticidad de la ignorancia. La presunción de nuestros sabios a medias ha ocasionado más males al país que la brutalidad de nuestros tiranos ignorantes. El simple buen sentido de nuestros hombres prácticos es mejor regla de gobierno   -238-   que las pedantescas reminiscencias de Grecia o de Roma. Se debe huir de los gobernantes que mucho decretan, como de los médicos que prodigan las recetas. La mejor administración, como la mejor medicina, es la que deja obrar a la naturaleza.

Se debe preferir, en general, para la elección de los funcionarios, el juicio al talento; el juicio práctico, es decir, el talento de proceder, al talento de escribir y de hablar, en los negocios de gobierno.

En Sud América el talento se encuentra a cada paso; lo menos común que por allí se encuentra es lo que impropiamente se llama sentido común, buen sentido o juicio recto. No es paradoja el sostener que el talento ha desorganizado la República Argentina. Al partido inteligente, que tuvo por jefe a Rivadavia, pertenece esa organización de échantillon, esa Constitución de un pedazo del país con exclusión de todo el país, ensayada en Buenos Aires entre 1820 y 1823, que complicó el gobierno nacional argentino hasta hacer hoy tan difícil su reorganización definitiva.

Conviene distinguir los talentos en sus clases y destinos, cuando se trata de colocarlos en empleos públicos. Un hombre que tiene mucho talento para hacer folletines, puede no tenerlo para administrar los negocios del Estado.

Comprender y exponer por la palabra o el estilo una teoría de gobierno es incumbencia del escritor de talento. Gobernar según esa teoría es comúnmente un don instintivo que puede existir, y que a menudo existe, en hombres sin instrucción especial. Más de una vez el hecho ha precedido a la teoría en la historia del gobierno. Las cartas de Inglaterra, que forman el derecho constitucional de ese país modelo, no salieron de las academias ni de las escuelas de derecho, sino del buen sentido de sus nobles y de sus grandes propietarios.

Cada casa de familia es una prueba práctica de   -239-   esta verdad. Toda la economía de su gobierno interior, siempre complicado, aunque pequeño, está encomendada al simple buen sentido de la mujer, que muchas veces rectifica también las determinaciones del padre de familia en el alto gobierno de la casa.

La política del buen juicio exige formas serias y simples en los discursos y en los actos escritos del gobierno. Esos actos y discursos no son piezas literarias. Nada más opuesto a la seriedad de los negocios, que las flores de estilo y que los adornos de lenguaje. Los mensajes y los discursos largos son el mejor medio de obscurecer los negocios y de mantenerlos ignorados del público: nadie los lee. Los mensajes y los discursos llenos de exageración y compostura son sospechosos: nadie los cree. El mejor orador de una República no es el que más agrada a la academia, sino el que mejor se hace comprender de sus oyentes. Se comprende bien lo que se escucha con atención, y el incentivo de la atención reside todo en la verdad trivial y ordinaria del que expone.

En el terreno de la industria, es decir, en su terreno favorito, nuestra política debe despertar el gusto por las empresas materiales, favoreciendo a los más capaces de acometerlas con estímulos poderosos prodigados a mano abierta. Una economía mal entendida y un celo estrecho por los intereses nacionales nos han privado más de una vez de poseer mejoras importantes ofrecidas por el espíritu de empresa, mediante un cálculo natural de ganancia en que hemos visto una asechanza puesta al interés nacional. Por no favorecer a los especuladores, hemos privado al país de beneficios reales.

La política del gobierno general será llamada a dar ejemplo de cordura y de moderación a las administraciones provinciales que han de marchar naturalmente sobre sus trazas.

  -240-  

Al empezar la vida constitucional en que el país carece absolutamente de hábitos anteriores, la política debe abstenerse de suscitar cuestiones por ligeras inobservancias, que son inevitables en la ejecución de toda Constitución nueva. Las nuevas constituciones, como las máquinas inusadas, suelen experimentar tropiezos, que no deben causar alarma y que deben removerse con la paciencia y mansedumbre que distingue a los verdaderos hombres de la libertad. Se deben combatir las inobservancias o violencias por los medios de la Constitución misma, sin apelar nunca a las vías de hecho, porque la rebelión es un remedio mil veces peor que la enfermedad. Insurreccionarse por un embarazo sucedido en el ejercicio de la Constitución, es darle un segundo golpe por la razón de que ha recibido otra anterior. Las constituciones durables son las interpretadas por la paz y la buena fe. Una interpretación demasiado literal y minuciosa vuelve la vida pública inquieta y pendenciosa. Las protestas, los reclamos de nulidad, prodigados por la imperfección natural con que se realizan las prácticas constitucionales en países mal preparados para recibirlas, son siempre de resultados funestos. Es necesario crear la costumbre excelente y altamente parlamentaria de aceptar los hechos como resultan consumados, sean cuales fueren sus imperfecciones, y esperar a su repetición periódica y constitucional para corregirlos o disponerlos en su provecho. Me refiero en esto especialmente a las elecciones, que son el manantial ordinario de conmociones por pretendidas violaciones de la Constitución.

De las elecciones, ninguna más ardua que la de Presidente; y como ella debe repetirse cada seis años por la Constitución, y como la más próxima hace nacer dudas que interesan a la vida de la Constitución actual, séanos permitido emitir aquí algunas ideas que tendrán aplicación más de una   -241-   vez, y que por hoy responden a la siguiente pregunta, que muchos se hacen a sí mismos: «¿Qué será de la Confederación Argentina el día que le falte su actual Presidente?». Será, en mi opinión, lo que es de la nave que cambia de capitán: una mudanza que no impide proseguir el viaje, siempre que haya una carta de navegación y que el nuevo capitán sepa observarla.

La Constitución general es la carta de navegación de la Confederación Argentina. En todas las borrascas, en todos los malos tiempos, en todos los trances difíciles, la Confederación tendrá siempre un camino seguro para llegar a puerto de salvación, con sólo volver sus ojos a la Constitución y seguir el camino que ella le traza, para formar el gobierno y para reglar su marcha.

En la vida de las naciones se han visto desenlaces que tuvieron necesidad de un hombre especial para verificarse. Nadie sabe cómo hubieran podido concluir las revoluciones francesas de 1789 y de 1848 sin la intervención personal de Napoleón I y de Napoleón III. Quién sabe si la Constitución que ha hecho la grandeza de los Estados Unidos hubiese llegado a ser una realidad, sin el influjo de la persona de Washington; y para nadie es dudoso que sin el influjo personal del general Urquiza, la Confederación Argentina no hubiera llegado a darse la Constitución que ha sacado a ese país del caos de cuarenta años.

Pero llega un día en que la obra del hombre necesario adquiere la suficiente robustez para mantenerse por sí misma, y entonces la mano del autor deja de serle indispensable.

Muy peligroso es, sin embargo, equivocarse en dar por llegada la hora precisa de emancipar la obra del autor, porque un error en ese punto puede ser más desastroso al interruptor que a la obra misma,   -242-   la cual es más poderosa en sí que el propio autor.

Y, en efecto, las funciones de que se compone la obra de organizar un pueblo son el cumplimiento de una ley providencial. Lo es igualmente el concurso del brazo que sirve de instrumento de ejecución. Y como éste deriva de esa ley toda la fuerza que lo hace el señor de la situación, se sigue que ni él mismo puede contrariarla sin sucumbir a su poder moral.

Para todas las creaciones de la Providencia hay una hora prefijada en que cesa la necesidad de la mano que las hizo nacer. Esa hora viene por sí misma; y la señal de que ha llegado, es que la obra puede quedar sola, sin el auxilio de ninguna violencia. Cuando el águila está en edad de ver la luz, el huevo en que se desenvolvió su existencia se rompe por la mano de la Providencia. Si anticipáis ese paso, matáis la existencia que queríais abreviar.

Toda Constitución de libertad tiene en sí misma el poder de substraerse a su tiempo del influjo personal que la hizo nacer; y la Constitución argentina es excelente, porque tiende justamente a colocar la suerte del país fuera de la voluntad discrecional de un hombre: servicio hermoso que la patria debe al general Urquiza.

La Constitución da, en efecto, el medio sencillo de encontrar siempre un hombre competente para poner al frente de la Confederación. Ese medio no consiste únicamente en elegirle libremente, aunque esta libertad sea el primer resorte de una buena elección: consiste mayormente en que una vez elegido, sea quien fuere el desgraciado a quien el voto del país coloque en la silla difícil de la presidencia, se lo debe respetar con la obstinación ciega de la honradez, no como a hombre, sino como a la persona pública del Presidente de la Nación. No   -243-   hay pretexto que disculpe una inconsecuencia del país a los ojos de la probidad política. Cuanto menos digno de su puesto (no interviniendo crimen), mayor será el realce que tenga el respeto del país al jefe de su elección; como es más noble el padre que ama al hijo defectuoso, como es más hidalgo el hijo que no discute el mérito personal de su padre para pagarle el tributo de su respeto.

Respetad de ese modo al Presidente que una vez lo sea por vuestra elección, y con eso sólo seréis fuertes e invencibles contra todas las resistencias a la organización nacional; porque el respeto al Presidente no es más que el respeto a la Constitución en virtud de la cual ha sido electo: es el respeto a la disciplina y a la subordinación, que, en lo político como en lo militar, son la llave de la fuerza y de la victoria.

El respeto a la autoridad, sobre todo, es el respeto del país a sus propios actos, a su propio compromiso, a su propia dignidad.

Una simple cosa distingue al país civilizado del país salvaje; una simple cosa distingue a la ciudad de Londres de una toldería de la Pampa: y es el respeto que la primera tiene a su gobierno, y el desprecio cínico que la horda tiene por su jefe.

Esto es lo que no comprende la América, que ha vivido cuarenta años sin salir de su revolución contra España; y eso sólo la hace objeto del desprecio del mundo, que la ve sumida en revoluciones vilipendiosas y verdaderamente salvajes.

Mientras haya hombres que hagan título de vanidad de llamarse hombres de revolución; en tanto que se conserve estúpidamente la creencia, que fue cierta en 1810, de que la sana política y la revolución son cosas equivalentes; en tanto que haya publicistas que se precien de saber voltear ministros a cañonazos; mientras se crea sinceramente que un conspirador es menos despreciable que un ladrón,   -244-   pierde la América española toda la esperanza a merecer el respeto del mundo.

No prolongaré este parágrafo con reglas y prescripciones que se deducen fácilmente de los principios contenidos en todo este escrito, y presentados como las bases aproximadas en que deban apoyarse la Constitución y la política argentinas, si aspiran a darnos un progreso de que no tenemos ejemplo en la América del Sud.




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- XXXV -

De la política de Buenos Aires para con la Nación Argentina


En la segunda de las ediciones hechas de esta obra en 1852, había un capítulo con el epígrafe de éste, en el cual indiqué, como medio de satisfacer las necesidades de orden que tenía Buenos Aires, la sanción de una Constitución local, que rectificase sus instituciones anteriores, origen exclusivo de su anarquía y de su dictadura alternativas. De ese modo, la Constitución de Buenos Aires debía ser al mismo tiempo una rueda auxiliar de la Constitución de la Nación.

Muy lejos de eso, la Constitución que se dio Buenos Aires el 11 de Abril de 1854, en vez de rectificar sus instituciones anteriores, las resumió y las confirmó, viniendo a ser obstáculo para la Constitución nacional, en lugar de servirla de apoyo.

Buenos Aires restableció en su Constitución actual las mismas instituciones que habían existido bajo el gobierno de Rosas, y su texto es copia casi literal de un proyecto presentado en la legislatura de Buenos Aires, en 1833, bajo el ascendiente de Rosas y de sus hombres. Así se explica que el Gobierno   -245-   de Buenos Aires no es republicano según esa Constitución, sino meramente popular representativo, más o menos, como el gobierno monarquista del Brasil, o como un gobierno imperial salido de la voluntad del pueblo. La república se supone o subentiende por el art. 14 de la Constitución vigente de Buenos Aires. Así se explica que su artículo suspende los derechos del ciudadano naturalizado por no inscribirse en la guardia nacional. Así se explica que por el art. 85 un argentino de Santa Fe, de Córdoba o de Entre Ríos, no puede ser gobernador de Buenos Aires en ningún caso.

Las leyes anteriores compiladas en la Constitución actual de Buenos Aires, fueron ensayos erróneos, que Rivadavia hizo entre 1820 y 1823, bajo el influjo del más triste estado de cosas para la Nación Argentina, pues todas sus Provincias estaban aisladas unas de otras. Esas instituciones locales no hubieran quedado subsistentes, si Rivadavia hubiese logrado hacer sancionar la Constitución unitaria que había concebido para toda la Nación; pues esa Constitución asignando a la Nación entera los mismos poderes y rentas que las leyes provinciales anteriores del mismo Rivadavia habían asignado a la provincia capital, la Constitución unitaria venía a ser un decreto de abolición de esas leyes que Buenos Aires acaba de restablecer. Esas primeras instituciones locales de Rivadavia eran el andamio para la Constitución definitiva, el edificio de tablas para abrigarse mientras se construía la obra permanente del mismo arquitecto. Pero Buenos Aires, confundiendo las dos cosas, ha tomado el andamio por el edificio.

El error de Rivadavia no consistía en haber dado a su Provincia instituciones inadecuadas, como se dice vulgarmente, sino en que empezó por atribuir a la Provincia de Buenos Aires los poderes y las   -246-   rentas que eran de toda la Nación. Cuando más tarde quiso retirarle esos poderes y rentas para entregarlos a su dueño, que es el pueblo argentino, ya no pudo; y la obra de sus errores fue más poderosa que la buena voluntad del autor. En nombre de sus propias instituciones de desquicio, Rivadavia fue rechazado por Buenos Aires, desde que pensó en dar instituciones de orden nacional.

Tal es el defecto de la actual Constitución de Buenos Aires, resumen de los ensayos inexpertos de Rivadavia: dando a la Provincia lo que es de la Nación, esa Constitución va dirigida a suplantar la Nación por la Provincia.

He aquí lo que la hace ser obstáculo para la organización de todo gobierno nacional, sea cual fuere su forma.

He aquí el motivo por que esa Constitución arrastra fatalmente a Buenos Aires en el camino del desorden y de la guerra civil. Una provincia cuya Constitución local invade y atropella los dominios de la Constitución nacional, ¿podrá establecer y fundar el principio de orden dentro de su territorio? Una provincia que conserva una aduana doméstica como añadidura reglamentaria de una aduana nacional, ¿podrá jamás servir de veras la prosperidad del comercio? Una provincia que habla de códigos locales, de hipotecas de provincia, de monedas de provincia, ¿podrá representar otra época ni otro orden de cosas que aquellos en que estaba la Francia feudal antes de 1789?

Arrebatando a la Nación sus atribuciones soberanas, la Constitución local de Buenos Aires abre una herida mortal a la integridad de la República Argentina, y crea un pésimo ejemplo para las Repúblicas de la América del Sud. Los códigos civiles de provincia son resultado lógico de una Constitución semejante a la que hoy tiene Buenos Aires. Para los Estados vecinos, los códigos de que Buenos   -247-   Aires se propone dar ejemplo, tendrán mañana imitadores que pidan un código civil para Concepción, otro para Santiago, otro para Valparaíso, en Chile, código civil para la colonia del Sacramento, código para Maldonado en el Estado de Montevideo. No sería un bello papel para Buenos Aires llevar así a la América política el desquicio, después de haberlo intentado dentro de su propia nación.

Buenos Aires, volviendo a los errores constitucionales de 1821, no tiene la excusa que asistía a Rivadavia y a los hombres de aquel tiempo. Entonces no existía un gobierno nacional, y la usurpación que Buenos Aires hacía de sus poderes podía disculparse por la necesidad de obrar como nación delante de los poderes extranjeros. Entonces había para Buenos Aires el interés de monopolizar los poderes y rentas nacionales, al favor de la acefalía o de la ausencia de todo gobierno general que le aseguraba ese monopolio. Hoy Buenos Aires renueva la usurpación de 1821 enfrente de un gobierno nacional, constituido con aplauso de toda la nación y del mundo exterior; y lo renueva estérilmente, porque ya su aislamiento no le da, como en otro tiempo, los medios de monopolizar la soberanía de toda la nación, desquiciada entonces y dividida en su provecho local. Ni hay ya poder que pueda restituirle ese orden de cosas, pues le ha sido arrebatado por la mano del mismo agente que en otra época dio a Buenos Aires la supremacía del país, a saber: la geografía política del territorio fluvial. Esta ha cambiado en el interés de todo el mundo, y ese cambio está garantizado por tratados internacionales que le hacen irrevocable y perpetuo. De modo que ni la esperanza de una restauración puede justificar la obstinación actual de Buenos Aires.

En su actitud aislada nada puede fundar de serio   -248-   ni de juicioso esa provincia, por más que se afane en emprender reformas de progreso, en fomentar su población y su riqueza. Todo lo que haga, todo lo que emprenda en ese sentido, mientras se mantenga rebelde y aislada de su nación, todo será estéril, efímero y como fundado en la arena movediza. A todos sus esfuerzos lucidos de progreso les faltará siempre una cosa, que los hará estériles y vanos: el juicio, el buen sentido.

Así, por ejemplo, los códigos civiles en que hoy se ocupa, serían la codificación de un ángulo de la República Argentina: nuevo obstáculo para la unión que aparenta desear; nuevo ataque a las prerrogativas de la Nación, a quien corresponde la sanción de los códigos civiles por su Constitución vigente y por los sanos principios de derecho público. La capacidad personal, el sistema de la familia civil, la organización de la propiedad, el sistema hereditario, los contratos civiles, les pactos de comercio, el derecho marítimo, el procedimiento o tramitación de los juicios: todo esto llegando sólo hasta el Arroyo del Medio, frontera doméstica de la Provincia de Buenos Aires, para encontrarse al otro lado con leyes civiles diferentes sobre todos esos puntos, sería el espectáculo más triste y miserable a que pudiera descender la República Argentina.

Sabido es que Napoleón I sancionó sus códigos civiles con la alta mira de establecer la unidad o nacionalidad de Francia, dividida antes de la revolución en tantas legislaciones civiles como provincias. ¡Pero los parodistas bonaerenses de Napoleón I destruyen la antigua unidad de legislación civil, que hacía de todos los pueblos argentinos un solo pueblo, a pesar del desquicio, y dan códigos civiles de provincia para llevar a cabo la organización del país! La Confederación debe protestar desde hoy contra la validez de esos códigos   -249-   locales atentatorios de la unidad civil de la República. No es de creer que Buenos Aires alcance a llevar a cabo ese desorden; pero si tal cosa hiciere, la Nación a su tiempo debe quemarlos en los altares de Mayo y de Julio, levantados a la integridad de la patria por los grandes hombres de 1810 y de 1816.

¿Por qué Buenos Aires no colabora esas reformas con la Nación de su sangre? Si cree que la división es transitoria, ¿por qué la vuelve definitiva, abriéndola en lo más hondo de la sociedad argentina?

Sin embargo de esos actos, los hombres de la situación en Buenos Aires protestan estar de acuerdo con respecto al fin de unir toda la Nación bajo un solo gobierno, y que la disidencia sólo reside en los medios. Esta manera de establecer la cuestión no adelanta en nada la solución de la dificultad pendiente. La objeción de los medios es un sofisma para eludir el fin. Rosas mismo estaba de acuerdo con respecto al fin de que se trata. Jamas pensó dividir la República Argentina en dos naciones, a pesar de la iniquidad con que la trató. Pero se sabe que su medio de unión era el mismo que había empleado la España de otro tiempo, y consistía en unir colonialmente la Nación a la Provincia capital, y no la Provincia a la Nación, según los principios de un sistema regular representativo de todo el país.

Otro sofisma es pretender que la persona del Presidente actual sea el obstáculo que impida la unión de Buenos Aires con la Confederación de que siempre formó parte.

Baje del cielo un santo a ocupar la Presidencia de la República, y pida lo mismo que pide y no puede menos de pedir el general Urquiza a Buenos Aires, para formar el gobierno nacional; es decir, pida al Gobernador de Buenos Aires que se abstenga   -250-   de nombrar y recibir agentes extranjeros, que entregue al Presidente de la República el mando del ejército local, que ponga a su disposición la administración de una parte de las rentas públicas; pida el santo legislador a la asamblea de Buenos Aires que se guarde de legislar sobre comercio interior y exterior, de sancionar códigos, de atender en tratados internacionales, etcétera; y Buenos Aires dirá que esas exigencias la humillan, y verá un obstáculo en el santo mismo que las proponga como medio único e inevitable de formar el gobierno nacional que es esencial a la vida de la Nación.

Luego el obstáculo para la unión, según la mente con que resiste Buenos Aires, es la Nación misma, y la Nación sólo puede ser obstáculo para una política sin patriotismo.

Por fortuna, la Nación Argentina piensa hoy como un solo hombre en este punto. Que Buenos Aires no se equivoque en tomar como obstáculo al que es llamado justamente a reunir todo el país libertado por su brazo. Si en el círculo egoísta que especula con el aislamiento de Buenos Aires son mal mirados los que hoy hablan de unión con la República bajo su actual gobierno, en las Provincias serán pisoteados los que conspiren por restituir la Nación al yugo de una provincia, como en los años de oprobioso recuerdo.

Cuando el Presidente actual descienda del poder por la ley que él mismo ha tenido la gloria de promulgar, su influencia en la organización será mayor desde su casa, porque será la influencia inofensiva de la gloria, que siempre aumenta de poder moral, a medida que disminuye en poder directo y material.

Entonces todo argentino que quiera exceder en celebridad al que dio libertad y constitución a la República Argentina, no tendrá sino ir más adelante   -251-   que él, por el camino que ha trazado a la posteridad de los gobiernos patriotas del Río de la Plata. Consolidar la unidad definitiva del país y de su gobierno, fue el juramento prestado en Mayo de 1810, el pensamiento honrado de San Martín, el sueño querido de Rivadavia, el resumen de la gloria del vencedor de Rosas.

Buenos Aires no tiene más que un camino digno para salir de la situación que se ha creado él mismo: unirse a la Nación de que tiene el honor de ser parte integrante, por el único medio digno del fin; que su gobernador se haga un honor de respetar la autoridad soberana de la Nación Argentina, como sus virreyes se honraron en respetar la soberanía de los reyes de España; que acepte y respete las leyes emanadas de la SOBERANÍA del PUEBLO ARGENTINO, con el mismo respeto con que se acepta y obedece las leyes que recibió de los soberanos de España en otro tiempo.

Si Buenos Aires no quiere respetar al gobierno que se ha dado la República independiente de los reyes de España, prueba en tal caso que no quiere sinceramente el objeto de la revolución que encabezó en 1810 y de la emancipación proclamada en 1816; y que su patriotismo decantado, es decir, su abnegación al pueblo argentino, compuesto hoy día de catorce provincias, es un patriotismo hipócrita y falaz, que pretextó para suplantarse en el poder metropolitano de España.

Si porque se le exige que respete las leyes argentinas, como respeto las leyes españolas de otro tiempo, se da por ofendida y se llama a vida independiente, ¿qué motivos serían los que alegase para la declaración solemne de su independencia de nación? ¿La cinta roja que el general Urquiza recomendó a los que fueron libertados bajo ese símbolo? ¿La proclama en que el libertador se quejó del primer asomo de ingratitud? Ese pretexto   -252-   como motivo de desmembración definitiva, daría lástima a los que han visto al pueblo de Buenos Aires vestir pacíficamente por veinte años el color rojo que le impuso Rosas, y leer diariamente la Gaceta en que fue insultada impunemente su porción más digna, por espacio de veinte años, con los dictados de salvajes y feroces. Que los hombres de juicio de Buenos Aires se convenzan bien de que el mundo exterior, observador imparcial de los hechos de ese país, no puede ser alucinado con subterfugios, como los empleados hasta aquí, ni con los gritos de una minoría violenta que aturde y enmudece a los que están cerca, pero que no convence ni persuade a los que están lejos.

¿Qué motivos tiene Buenos Aires para no admitir la Constitución actual de la Confederación Argentina? ¿El no haber tenido parte en su discusión y sanción? No la tuvo, porque no quiso tomarla, fiel a su abstención de táctica. Rechazó primero el Pacto de San Nicolás, preparatorio de la Constitución, so pretexto de que no había sido autorizado por su Legislatura local, y de que era ofensivo a los derechos de Buenos Aires. Treinta años hacía que Buenos Aires respetaba el pacto inter-provincial llamado cuadrilátero, base de todos los de su género, sin que su Legislatura lo hubiese autorizado nunca. Redactado el Pacto de San Nicolás por un hijo de Buenos Aires, que hace honor a la República Argentina, y firmado por el doctor López, hijo también y Gobernador de Buenos Aires en ese momento, uno de los grandes patriotas de 1810, el Pacto de San Nicolás, preparatorio de la Constitución que rechaza Buenos Aires, no podía ser considerado hostil a esa Provincia, ni como inspiración personal del general Urquiza. Buenos Aires lo rechazó sin embargo; ¿por qué, en realidad? Porque le retiraba la diplomacia y la renta nacional para colocarlas   -253-   en manos de una autoridad común de todas las Provincias. Lo rechazó también, porque ese Pacto preparaba eficazmente la Constitución que debía volver definitivo ese orden regular de cosas.

Buenos Aires retiró sus diputados que había mandado ya al Congreso Constituyente, so pretexto de que dos diputados no podían representarla suficientemente en la obra de la Constitución. Es de advertir que cada Provincia había mandado dos diputados al Congreso Constituyente, según lo estipulado por el Pacto de San Nicolás. Ese pacto empezó por ratificar diez convenciones domésticas celebradas durante treinta años, en las cuales Buenos Aires había admitido un derecho de representación igual al de cualquiera otra Provincia argentina, para el día que se tratase de constituir la República toda por un Congreso nacional, siempre previsto en esos pactos.

Si la igualdad de representación admitida por Buenos Aires en diez pactos anteriores era una verdad, ¿con qué derecho podía ser representado por más de dos diputados en el Congreso Constituyente de 1853? Si la igualdad prometida fue sólo un artificio para dominar mejor a las Provincias desunidas, Buenos Aires por decoro debió consentir en los resultados de su falta de sinceridad.

Pero todos esos motivos que, considerados exteriormente, se reducen a una cuestión de forma, ¿sería bastante causa para justificar de derecho la separación de hecho en que está Buenos Aires de la República Argentina?

La cuestión, pues, viene a establecerse hoy de otro modo con respecto a Buenos Aires: ¿La Constitución actual de la Confederación Argentina daña a Buenos Aires de tal modo que le obligue a separarse de la República? ¿Qué le exige   -254-   la Nación de injusto y de extraordinario para que se crea en el deber de aislarse de su país? ¿Que la ciudad de Buenos Aires sea capital de la Confederación, quedando la misma Provincia compuesta del resto del territorio? Eso es lo que dispone la Constitución que se han dado las Provincias; pero ni eso le exige hoy día. Nadie creería que sean ellas las que han ofrecido a Buenos Aires ese rango, y que Buenos Aires se dé por ofendido de las condiciones de esa oferta. Sin embargo, Rivadavia, Agüero, los Varelas y muchos hombres de bien de Buenos Aires fueron los autores de ese pensamiento en 1826; y lejos de ser sin ejemplo en la historia de la América del Sud, la ciudad de Santiago ha conservado su rango de capital de la República de Chile, consintiendo en desmembrar el territorio de su provincia para formar las provincias de Valparaíso, de Aconcagua y de Colchagua.

Con la Constitución de la Confederación Argentina en la mano, todo el mundo puede ser juez de la cuestión entre Buenos Aires y las demás Provincias. Esta Constitución será siempre el proceso de la separación desleal de Buenos Aires.

No soy su desafecto, por más que use de este lenguaje, como no lo es el hermano que reconviene duramente a sus hermanos, cuando tiene por mira evitar un extravío y prevenir una afrenta de familia. Quiero a Buenos Aires cuando menos como parte integrante de mi país, pero sería querer mal a la Nación entera, el poner en balance todo su destino con el de una de sus partes subalternas.

El sentimiento de nación está muerto en los argentinos que no sienten todo el ultraje que Buenos Aires hace a la Nación de su sangre, con sólo guardar la actitud que hoy tiene a su respecto, por pasiva que parezca a los ojos de los que se han familiarizado con el desorden.

  -255-  

En Francia, en Inglaterra, en los mismos Estados Unidos, la Provincia de Buenos Aires, considerada en el territorio de esas naciones y formando parte de ellas, ya hubiera sido sometida por la fuerza de las armas, con aplauso de todos los amigos del orden, por tan legítima defensa de la soberanía nacional.

Muy mal comprende las cosas de la patria el que no sabe sentir de ese modo el derecho de toda una nación.

Pero, aunque la República Argentina tenga el derecho de emplear los mismos medios para traer a Buenos Aires al respeto de sí misma y de la Nación, ofendida peor que por el extranjero más hostil, yo no aprobaría jamás el hecho de emplear medios semejantes para remediar un desorden que no tiene conciencia de sí mismo por haberse formado lentamente, y lo que lo hace más excusable, en nombre del orden mismo. En efecto, el extravío de las opiniones y el hábito de ese extravío se hallan de tal modo arraigados y extendidos en Buenos Aires, hasta en sus primeros publicistas, que se ve a muchos de ellos sostener con aplomo y seriedad que la Constitución actual de Buenos Aires puede radicar el orden de esa Provincia, a pesar de estar hecha para desordenar la Nación.




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- XXXVI -

Advertencia que sirve de prefacio y de análisis del proyecto de Constitución que sigue


Para dar una idea práctica del modo de convertir en institución y en ley la doctrina de este libro, me he permitido bosquejar un proyecto de Constitución, concebido según las bases generales desenvueltas en él. Tiempo hace que las ideas de   -256-   reforma existen en todos los espíritus; todos convienen en que las ideas llamadas a presidir el gobierno y la política de nuestros días, son otras que las practicadas hasta hoy. Sin embargo, las leyes fundamentales, que son la regla de conducta y dirección del gobierno, permanecen las mismas que antes. De ahí en gran parte el origen de las contradicciones de la opinión dominante con la marcha de los gobiernos de Sud América. Pero no se puede exigir racionalmente política que no emane de la Constitución escrita. Si aspiramos, pues, a ver en práctica un sistema de administración basado en las ideas de progreso y mejora que prevalecen en la época, demos colocación a estas ideas en las leyes fundamentales del país, hagamos de ellas las bases obligatorias del gobierno, de la legislación y de la política. Un ensayo práctico de la manera de llevar a ejecución esta reforma de los textos constitucionales, es el proyecto de Constitución con que termino mi trabajo.

En país extranjero, entregado a mis esfuerzos aislados, y sin los datos que ofrece la reunión de hombres prácticos en un Congreso, no he podido hacer otra cosa que un trabajo abstracto, en cierto modo. He procurado diseñar el tipo, el molde, que deben afectar la Constitución argentina y las Constituciones de Sud América; he señalado la índole y carácter que debe distinguirlas y los elementos o materiales de que deben componerse, para ser expresión leal de las necesidades actuales de estos países. Nada hay preciso ni determinado en él en cuanto a la cantidad; pero está todo en cuanto a la substancia, y todo es aplicable con las modificaciones de los casos. El molde es lo que propongo, no el tamaño ni las dimensiones del sistema.

El texto que presento no se parece a las Constituciones que tenemos; pero es la expresión literal de las ideas que todos profesan en el día. Es nuevo   -257-   respecto de los textos conocidos; pero no lo es como expresión de ideas consagradas por todos nuestros publicistas de diez años a esta parte.

A esta especie de novedad de fondo, -novedad que sólo consiste en la aplicación a la materia constitucional de ideas ya consagradas por la opinión de todos los hombres ilustrados-, he agregado otra de forma o disposición metódica del texto.

La claridad de una ley es su primer requisito para ser conocida y realizada; pues no se practica bien lo que se comprende mal.

La claridad de la ley viene de su lógica, de su método, del encadenamiento y filiación de sus partes.

He seguido el método más simple, el más claro y sencillo a que naturalmente se prestan los objetos de una constitución.

¿Qué hay, en efecto, en una constitución? Hay dos cosas: 1.º, los principios, derechos y garantías, que forman las bases y objeto del pacto de asociación política; 2.º, las autoridades encargadas de hacer cumplir y desarrollar esos principios. De aquí la división natural de la Constitución en dos partes. He seguido en esta división general el método de la Constitución de Massachusetts, modelo admirable de buen sentido y de claridad, anterior a las decantadas Constituciones francesas, dadas después de 1789, y a la misma Constitución de los Estados Unidos.

He dividido la primera parte en cuatro capítulos, en que naturalmente se distribuyen los objetos comprendidos en ella, de este modo:

Cap. I. Disposiciones generales.

Cap. II. Derecho público argentino.

Cap. III. Derecho público deferido a los extranjeros.

Cap. IV. Garantías públicas de orden y de progreso.

  -258-  

He dividido la segunda parte, que trata de las autoridades constitucionales, en dos secciones, destinadas, la primera a exponer la planta de las autoridades nacionales, y la segunda a la exposición de las autoridades de provincias o interiores.

He subdividido la sección primera en tres capítulos expositivos de las tres ramas esenciales del gobierno: poder legislativo, poder ejecutivo y poder judicial. La Constitución no contiene más.

La sinopsis que sigue hace palpable al ojo la claridad material de este método:

LA CONSTITUCIÓN SE DIVIDE EN DOS PARTES

PRIMERA PARTE: Principios, derechos y garantías

Cap. I. Disposiciones generales.

Cap. II. Derecho público argentino.

Cap. III. Derecho público deferido a los extranjeros.

Cap. IV. Garantías públicas de orden y de progreso.

SEGUNDA PARTE: Autoridades argentinas

SECCIÓN 1.ª Generales

Cap. I. Poder legislativo.

Cap. II. Poder ejecutivo.

Cap. III. Poder judicial.

SECCIÓN 2.ª Provinciales: Gobiernos de provincia o interiores.

La doctrina de mi libro sirve de comento y explicación de las disposiciones del proyecto: así al pie de cada una hago referencia al parágrafo que contiene la explicación anticipada de sus motivos, cuando no me valgo de notas especiales, traídas al margen, para explicar los motivos que no lo están sobradamente en mi tratado.

En obsequio de la claridad, he adoptado el sistema de numeración arábiga para los artículos, en lugar del sistema romano, usado en las Constituciones ensayadas en la República Argentina con una afectación de cultura perniciosa a la divulgación de la ley.

Invocar, para un lector del pueblo, los artículos CLX y CXCI de la Constitución, es dejarle a obscuras   -259-   sobre las disposiciones contenidas en ellos. Como la más popular de las leyes, la Constitución debe ofrecer una claridad perfecta hasta en sus menores detalles.




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- XXXVII -

Proyecto de Constitución concebido según las bases desarrolladas en este libro


«Nos los representantes de las Provincias de la Confederación Argentina, reunidos en Congreso general constituyente, invocando el nombre de Dios, Legislador de todo lo creado, y la autoridad de los pueblos que representamos, en orden a formar un Estado federativo, establecer y definir sus poderes nacionales, fijar los derechos naturales de sus habitantes y reglar las garantías públicas de orden interior, de seguridad exterior y de progreso material e inteligente, por el aumento y mejora de su población, por la construcción de grandes vías de transporte, por la navegación libre de los ríos, por las franquicias dadas a la industria y al comercio y por el fomento de la educación popular, hemos acordado y sancionado la siguiente16»:





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