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Bécquer, realista

Russell P. Sebold





Paradójicamente, el más brillante de los novelistas realistas españoles. Galdós, rechaza los términos realismo y realista en pasajes de 1877 y 1879, que ha destacado el hispanista Shoemaker. En esto el escritor canario está acaso influido por el francés Champfleury, que también los rechaza en un libro de 1857, que no obstante tituló Le Réalisme. Al contrario, Bécquer, a quien no se suele mirar como realista, debido al elemento sobrenatural presente en sus célebres Leyendas, abraza tal terminología sin la menor vacilación. Así, en «La mujer de piedra» (1868-1870), de Gustavo Adolfo, se nos dice que el escultor imprimió a este personaje inmóvil un «extraordinario sello de realismo». En la procesión de «La Semana Santa en Toledo» (1869) salen, según Bécquer, algunas imágenes caracterizadas por «un realismo tal que casi degenera en lo grotesco».

En mi libro Bécquer en sus narraciones fantásticas (Taurus, 1989) señalo que las leyendas de desenlace más sobrenatural que tiene el siempre original sevillano pertenecen en el fondo al género realista, porque, sea de la época histórica que sea la acción fingida, esos relatos se caracterizan por un ambiente cotidiano minuciosamente documentado, en el que no irrumpe sino un solo hecho insólito, que lleva a la solución inesperada. No es sorprendente, por todo lo dicho, que Bécquer tenga asimismo otros relatos de solución también realista -sobre los que volveremos- ni que dejara una lista de proyectos de novela realista que su muerte a los treinta y cuatro años le impidió realizar. Es más: conocemos una de estas novelas en forma indirecta, pues el gran amigo de Bécquer y prologuista de las primeras ediciones de las Obras de este, el escritor cubano Ramón Rodríguez Correa; se inspiró en la proyectada novela realista becqueriana Mal muy mal, peor para su propia novela Rosas y perros (1871).

Al aludir a narraciones realistas, sin ningún elemento fantástico, pienso, por ejemplo, en «La venta de los Gatos», ¡Es raro!», «El aderezo de esmeraldas» y «Un boceto del natural», aunque en las ediciones de las obras esta última suele estar mal clasificada entre los ensayos. Aquí todo es realista, y sin embargo, estas relaciones tienen un elemento estructural en común con las fantásticas: en ellas el efecto único característico del cuento clásico (según la definición de Poe) depende de un juego entre dos visiones diferentes de la realidad, pues un escritor como Bécquer no pudo contentarse con las meras apariencias de las cosas.

En «La venta de los Gatos» -un cuento tipo trozo de vida, con escaso argumento- se nos representa el gradual desmoronamiento de un alegre ventorrillo sevillano al construirse cerca un cementerio, al marcharse una encantadora huérfana que la familia había recogido y al volverse loco por este motivo el hijo de la casa. En «¡Es raro!», la vida de un hombre modesto va enriqueciéndose con la llegada a su casa de un perro, un caballo y, por fin, una mujer, pero esta resulta ser traicionera y destruye esa áurea medianía. En «El aderezo de esmeraldas», cierto caballero de medios limitados juega todo su dinero en el tapete verde para ganar una cantidad suficiente para regalarle las indicadas joyas a una hermosa dama cuyo marido ha despilfarrado su fortuna. Y en «Un boceto del natural», nuevo trozo de vida, se analiza a una joven de singular belleza, quien lamentablemente es tan tonta como bella. Se trata, en fin, de temas que fácilmente se integrarían en novelas realistas del tiempo de Bécquer.

La técnica para simular la realidad, en estos y otros relatos becquerianos del propio género es la misma que en la novela realista: observación de modelos reales y descripción detallada. Como el mismo Bécquer es a menudo personaje y narrador de estos cuentos y nos habla en primera persona, no sorprende que intercale breves alusiones a su proceso creativo, en frases como las siguientes: «me puse a examinar», «sagaz observador», «ligeros apuntes» y «he hecho una observación». En el caso de la tonta, Julia, recurre al análisis de su escritura, que ve como una ciencia no enteramente desemejante de la frenología o la fisonomía, que gozaban entonces de gran boga entre los novelistas. Veamos una muestra de descripción realista debida a estos principios. En «¡Es raro!», el protagonista descubre que su mujer, acompañada por un hombre violento, ha huido de su caserío. «Llega (el marido) a él. Lo primero que se ofrece a su vista es el perro tendido en un charco de sangre a la puerta de la cuadra. Algunos pedazos de ropa diseminados por el suelo, algunas hilachas pendientes aún de sus fauces, cubiertas de una rojiza espuma, atestiguan que se ha defendido.»

Voy a referirme ahora a un aspecto en apariencia muy moderno de la cuentística becqueriana. En la novela actual, en parte -se dice- por la influencia de la teoría crítica estructuralista, los mismos procedimientos de la escritura y la imagen del novelista sentado ante su labor creativa se han convertido en tema de la narrativa. Mas en realidad esta tendencia se remonta mucho más allá. Es frecuente ya en novelas históricas románticas como Ni rey ni roque, de Escosura, y Doña Blanca de Navarra, de Navarro Villoslada, caracterizadas por lo que yo acostumbro llamar realismo de tiempo pretérito, y es frecuente en la novela realista de Galdós y sus contemporáneos. En tal aspecto entronca también Bécquer con el realismo. En los relatos nombrados aquí, encontramos estos trozos: «En este instante concluía una historia que dejé empezada allí»: «Esta historia parece un cuento, pero no lo es; de ella pudiera hacerse un libro; yo lo he hecho algunas veces en mi imaginación».

Echémonos ya una ojeada a ese otro enfoque secundario sobre la realidad que se da en los relatos realistas becquerianos. Al realismo fotográfico literario se une, en «La venta de los Gatos», la visión plástica del dibujante. «Saqué un papel de la cartera de dibujo, que llevaba conmigo -dice el personaje narrador-: afilé un lápiz y comencé a buscar con la vista un tipo característico para copiarlo»: con lo cual se reconfirma la importancia de la observación para el proceso creativo de Bécquer. El triste desenlace de «¡Es raro!» se hace doblemente conmovedor porque el cuento se enmarca en una conversación con unos filisteos que no lo entienden en absoluto. Es tripartita la ingeniosa estructura de «El aderezo de esmeraldas»: pues la historia realista del regalo del caballero ilusionado a la noble dama venida a menos se encuadra en un sueño que tiene el narrador mientras se pasea por las calles reales de Madrid. La hermosa tonta de «Un boceto del natural» se convierte, sólo por su físico, en símbolo o «verbo de la poesía hecho carne», como sucede también en la rima XXXIV. He aquí, en fin, un nuevo paralelo con la gran corriente realista decimonónica, porque es muy conocido, por ejemplo, el elemento de los sueños en la novelística galdosiana.

(11 de agosto de 1991)





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