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ArribaAbajo Capítulo II

El folklorista en las leyendas


La fingida investigación de tradiciones folklóricas no es seguramente el recurso más eficaz con el que cuenta Bécquer para suscitar en el lector esa indispensable actitud ambigua entre escéptica y crédula. Sin embargo, la caracterización del narrador como folklorista en las Leyendas es el foco donde vienen a reunirse las demás técnicas, porque todas ellas forzosamente han de adaptarse a la supuesta vetustez, popularidad y anonimato de las tradiciones medio auténticas, medio inventadas. Al mismo tiempo, se trata aquí del recurso de uso más generalizado a lo largo de las Leyendas; pues en trece de las catorce de asunto fantástico hay referencias muy claras a lo «folklórico» y su supuesta transmisión oral, incluso en aquellas cuyo narrador no es folklorista. La única leyenda fantástica que no contiene tales referencias es «El beso», donde no habrían sido lógicas, porque el marco narrativo es el entonces reciente período napoleónico; lo cual no quiere decir, sin embargo, que su suceso sobrenatural en sí no tenga ilación con ciertas tradiciones folklóricas20. Empecemos, por tanto, nuestro examen de la praxis de Bécquer, en el texto de sus Leyendas, por el folklorismo, materia que queda esbozada a nivel teórico en el capítulo primero.

La forma más frecuente en que el concepto del folklore está presente en las Leyendas son alusiones a la vía oral por la que el material suele transmitirse; y aunque aquí se trata en la mayoría de los casos de tradiciones entera o parcialmente ficticias, se atribuye la «transmisión» de éstas al mismo proceso con el que se ha conservado el folklore auténtico. En «Creed en Dios», el narrador identifica la fuente del tema de esa leyenda, documentando a la vez su propia fidelidad: «De boca en boca ha llegado a mí esta tradición, y la leyenda del sepulcro, que aún subsiste en el monasterio de Montagut, es un testimonio irrecusable de la veracidad de mis palabras» (OC, 181). (El documento o «leyenda del sepulcro» es el epitafio del descreído Teobaldo de Montagut, barón de Fortcastell, tan ejemplarmente castigado por su falta de fe.) El testimonio documental hace falta para convencer al lector moderno a causa de su inclinación al escepticismo, mas debido a esa otra inclinación supersticiosa, atávica, que todos llevamos dentro -la cual nos hace ansiosos de creer en aquello que nos aterra-, resulta extrañamente atractiva la seguridad que dan todas esas bocas y oídos que a través de tantas generaciones han prestado fe a ese portento. El lector que se sitúe frente a la universalidad implícita en el concepto de la vía oral, no podrá menos que preguntarse subconscientemente y quizá con un temblor visible: ¿Quién soy yo para dudar donde tantos creen?

En «El miserere» Gustavo se vale de la misma táctica subliminal para conseguir que los lectores acojamos con fe los maravillosos efectos que se obran en esa historia. El crimen de los que pusieron fuego al monasterio de la Montaña destruyendo el edificio y matando a todos los frailes -explica el narrador- «de padres a hijos y de hijos a nietos se refirió con horror en las largas noches de velada» (OC, 193), donde se recomienda a la par la mejor hora para el que a su vez desee referir esta tradición; y en el texto de la leyenda es precisamente por la noche cuando un personaje cuenta a los demás la tradición del monasterio y su famoso miserere, uniéndose así juego folklórico y situación narrativa en la creación de la verosimilitud.

En el epígrafe de «La cruz del diablo», el narrador habla con el lector y aclara cómo él ha venido a saber la tradición que ahora por lo visto no hace más que editar: «Mi abuelo se lo narró a mi padre, mi padre me lo ha referido a mí, y yo te lo cuento ahora» (OC, 95). Esta historia del mal señor del castillo del Segre, quien se divertía atormentando a sus vasallos, cuyo espíritu después de su muerte habita su armadura y luego la maléfica cruz que se labra con el metal de aquélla, hace recordar la espeluznante historia de otro mal señor de castillo que un ladrón anciano cuenta a otros ladrones reunidos en una caverna en el capítulo III de la novela Sancho Saldaña o el castellano de Cuéllar (1834), de Espronceda; y es a veces tan convincente ese otro mundo cercano de la ficción, que en casos como los presentes se pregunta uno si no funcionará en esa esfera una vía oral análoga a la que opera en nuestro mundo, y si los personajes de un relato imaginario no podrán comunicar sus conocimientos «folklóricos» a los de otro.

Es evidente que el Bécquer soñador de mundos extraños tenía una idea muy semejante a esta última al atribuir a la vía oral la transmisión de tradiciones folklóricas inventadas, y todo esto parece confirmarse por el paralelo que se da entre «La cruz del diablo» y la leyenda contada por el ladrón anciano, señor Tinieblas, en la novela de Espronceda. Seguramente, el voraz lector que era Bécquer conocería el pasaje siguiente de Sancho Saldaña, que tuvo numerosas ediciones en el siglo pasado.

-Érase que se era un señor de Castilla, que era dueño del castillo de Rocafría y de otros muchos castillos, lugares y tierras, y capitán de más de trescientas lanzas. Tenía este hombre muy mala vida, y no creía en Dios ni en el diablo, y juraba que desearía verse a solas con Lucifer. [...]

-Pues como iba diciendo -continuó el veterano-, tenía este caballero amores con una dama, y no la podía alcanzar porque era muy honesta y hermosa, que me parece que la estoy viendo. Sucedió, pues, que yendo días y viniendo días, el caballero se desesperó, salió al campo y compró una cuerda para ahorcarse muy retorcida, e iba maldiciendo el día en que nació y la hora en que vio a la dama, y llamó al demonio21. Y en efecto: el señor del Segre, en «La cruz del diablo» de Bécquer, también «llamó en su ayuda al diablo».


(OC, 101)                


Veamos ahora unas variantes de la fórmula usual de Gustavo para la descripción de la imaginaria transmisión del material folklórico de boca en boca, de generación en generación. En «El gnomo», cerca del lugar donde se produce la terrible transubstanciación de las dos muchachas pobres en viento y en agua, hay un castillo abandonado, que ha llegado a ser tema de patrañas y consejas, y sobre esta antigua fábrica nuestro folklorista apunta: «Las viejas, en las noches de velada, referían una historia llena de maravillas acerca de sus fundadores» (OC, 225). Ahora bien: lo más habitual en las viejas es repetir las cosas, año tras año, y he aquí la difusión oral de la intrigante tradición sobre el castillo.

El leal montero Íñigo, hablando con el hijo de sus amos, Fernando de Argensola, en «Los ojos verdes», recapacita, aludiendo a la fuente de los Álamos y su habitante: «Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta esos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas tiene los ojos de ese color» (OC, 138; la cursiva es mía); y para que la superstición fuese tan conocida en toda esa comarca, los padres de otros muchos cazadores, a lo largo de varias generaciones, tendrían que haberles contado a sus hijos la misma temible historia otras mil veces cada uno. Existen a la par esas otras tradiciones que aunque no se cuenten sino una vez al año en las fiestas a las que aluden, se conservan no obstante merced a la vía oral. En «El monte de las Ánimas», se lee: «Las dueñas referían, a propósito de la noche de Difuntos, cuentos, temorosos»; y en la misma obra se reitera este apunte: «Las dejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas» (OC, 126, 129). En «La rosa de Pasión» se da un caso muy parecido: «Era noche de Viernes Santo, y los habitantes de Toledo [...] referían al amor de la lumbre consejas» (OC, 296).

En dos leyendas, junto con el público medieval, ya aristocrático, ya plebeyo, vemos las actuaciones de juglares; y donde está impresa la palabra juglar, ya todo está dicho sobre la tradición oral folklórica, especialmente si se piensa en el concepto romántico de la transmisión oral22. En una noche de sarao, en el patio del alcázar de los reyes en Toledo, en «El Cristo de la Calavera», se divierte «una abigarrada multitud de pajes, soldados, ballesteros y gente menuda [...] repitiendo en coro el refrán de un romance de guerra que entonaba un juglar, [...] comprando a un romero conchas, cruces y cintas tocadas en el sepulcro de Santiago [...] o refiriendo antiguas historias de caballería o aventuras de amor, o milagros recientemente acaecidos» (OC, 202; la cursiva es mía).

Es muy significativo este pasaje, por cuanto en él Bécquer se refiere a la divulgación por la vía oral de cuatro categorías diferentes de singulares fenómenos culturales que se prestan a la fabulación de relatos sobrenaturales: 1) el material romancístico; 2) las supersticiones religiosas y la creencia en las propiedades maravillosas de los amuletos; 3) las sergas caballerescas en las que interviene a menudo lo fantástico, y que los aficionados de condición humilde solían relatarse unos a otros (secular pasatiempo popular que, en relación con cada historia contada, empezaba con una lectura, en voz alta, ante un grupo de emocionada gente vulgar y analfabeta, del correspondiente libro de caballería), como se ve, por ejemplo, por los dos volúmenes titulados Tertulia de la aldea, y miscelánea curiosa de sucesos notables, aventuras divertidas y chistes graciosos, para entretenerse las noches de invierno y del verano, por don José Manuel Martín, Madrid, en la Oficina de don Manuel Martín, 1782; y 4) acontecimientos recientes, de índole tan inaudita, que captaban la imaginación («milagros recientemente acaecidos»), y que en alguna ocasión acaso dieran tema a romances; pues este género, notablemente el llamado romance fronterizo medieval, cumplía la misma función que hoy desempeña la prensa periódica, es decir, que servía para informar a las masas sobre las últimas novedades. En conexión con el punto 3), nótese que en «El Cristo de la Calavera» el juglar no es el único agente de la vía oral, sino que a los pajes y otra gente menuda también se los veía «refiriendo» otras historias y milagros.

En fin, en este ingenioso trozo de «El Cristo de la Calavera», el autor nos sugestiona desde cuatro puntos de vista diferentes para que suspendamos parcialmente nuestro característico escepticismo moderno mirando lo narrado en el relato como a través de los ojos de pajes, soldados y otra gente sencilla que se arremolina en el patio del castillo. Es más: el pasaje que comentamos se encuentra ya en el tercer párrafo de «El Cristo de la Calavera», por lo cual contagiamos inmediatamente el humor de la multitud del patio, y con nuestra nueva ingenuidad así adquirida nos acercamos a la maravilla contenida en la leyenda becqueriana, anhelantes, boquiabiertos, deseosos del exquisito placer de ser horrorizados. Lo que se relata en tal contexto encierra la insinuación de que existe una cadena de contactos directos entre hombres y mujeres individuales que se remontan al que «estuvo allí»; se insinúa que ha habido un testigo ocular del acaecimiento sobrenatural, y por tal sugestión se beneficia de modo evidente la ilusión de realidad de la que el escritor se ha propuesto revestir lo imposible.

Bécquer apela de nuevo a la vía oral como garantía de autenticidad en «La promesa», y de nuevo la referencia se hace a través de la persona de un juglar. Mas esta vez el juglar no sólo está mencionado, sino que se presentará en escena con todos sus pelos y señales, e intervendrá de modo decisivo en el desenlace merced al «Romance de la mano muerta» que canta sobre una niña muerta y sepultada, cuya mano con el anillo que le había dado cierto conde con falsa promesa de matrimonio, no podían cubrir por mucha tierra que le echaban encima. Sin embargo, la descripción inicial del espectáculo que pone este juglar de papel más desarrollado es muy semejante a la que hemos visto en «El Cristo de la Calavera». El público del nuevo juglar es también «un gran corro de soldados, pajecillos y gente menuda que lo escuchaban con la boca abierta apresurándose a comprarle alguna baratija que anunciaba a voces y con hiperbólicos encomios». Lo que vendía el «extraño personaje, mitad romero, mitad juglar» eran, en fin, «cintas tocadas en el sepulcro de Santiago, cédulas con palabras que él decía ser hebraicas, las mismas que dijo el rey Salomón cuando fundaba el templo y las únicas para libertarse de toda clase de enfermedades contagiosas; bálsamos maravillosos para pegar a hombres partidos por la mitad», etc., etc. (OC, 249-250).

La caracterización de los oyentes es claro que tiene la misma función que en la otra leyenda; con la descripción más extensa esta vez de los prodigiosos poderes de los amuletos se nos sugiere la idea de que muy bien podrá moverse la mano de una niña muerta en un mundo y época en los que existen tan maravillosos bálsamos. Lo verdaderamente ingenioso, empero, es el hecho de que en «La promesa» se utiliza un detalle completamente realista para apoyar nuestra creencia en un fenómeno absolutamente imposible. Hemos dicho antes que los romances viejos, especialmente los fronterizos, eran la prensa de su día y servían para informar a la población civil sobre las victorias y las derrotas de las fuerzas cristianas que batallaban en el frente contra los moros. Pues bien, en el «Romance de la mano muerta» se hace lo mismo, aunque a la inversa, o sea que se informa a quienes están en la frontera luchando contra los infieles -es la época de Fernando el Santo- de algo que acaba de ocurrir en casa, en su pueblo de Gómara: esto es, el triste tránsito de Margarita y el espeluznante portento de su mano que rehúsa ser enterrada con el cuerpo. Las noticias de la guerra comunicadas en romances recitados por juglares solían aceptarse como fidedignas -el ya aludido detalle realista-, y así ¿por qué no fiarnos también de una noticia de casa aportada por el mismo medio?, tanto más cuanto que esta información viene a confirmar las visiones de una mano desprendida de su cuerpo que ha tenido el conde de Gómara y que hemos estado entre si creer o no creer. ¿Qué nota más auténtica y a la vez más original que un «documento» que tiene esa misma clase de familiaridad que para el lector moderno tiene la prensa y que, sin embargo, le pone a ese lector los pelos de punta? El Bécquer periodista tenía una profunda comprensión de la función social del mester de esos nombrados juglares del medievo, según se ve por la muy hábil integración de lo juglaresco en «La promesa».

He dicho hace algunos momentos que la misma noción de vía oral implica que tuvo que existir al comienzo del proceso un testigo ocular. Éste es un importante principio teórico en el que Bécquer insiste para demostrar la autenticidad del material legendario que reúne en sus «investigaciones» folklóricas; pero como es imposible entrevistar a un testigo ocular sobre lo que ocurrió hace varios siglos, el método menos expuesto a «inexactitudes» será realizar la pesquisa en el mismo terreno donde se produjo el prodigio, interrogando a gente oriunda de esa región sobre las tradiciones locales. Ya en la primera de las catorce leyendas que estudiamos, «La cruz del diablo», de 1860, se nos informa así sobre el narrador ficticio que se encarga de referir la historia a partir del capítulo II: «Era uno de nuestros guías naturales del país», el cual hablando con el autor -nos dice éste- se expresó con «un acento de verdad que me sobrecogió» (OC, 96-97). Sobre la tradición de «El monte de las Ánimas», nos asegura el narrador, en su introducción: «Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció» (OC, 86). Las primeras palabras de «Maese Pérez el organista» son: «En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés [...] oí esta tradición a una demandadera del convento» (OC, 142). Es más: a causa de la cronología especial de esta leyenda, que comentaremos en otro capítulo, la demandadera es también un testigo ocular.

En «La cueva de la Mora», después de haber trabado conversación con un trabajador sobre las tradiciones locales de Fitero, el autor confiesa: «Yo soy muy amigo de oír todas estas tradiciones, especialmente de labios de la gente de pueblo» (OC, 236). De labios de la gente de pueblo: en estas palabras se resume todo el concepto de la vía oral, así como la frecuente noción decimonónica de que el pueblo es un gran poeta. El primer apartado de «La cruz del diablo» se compone en parte de un diálogo entre el culto narrador omnisciente y el campesino sencillo y crédulo que luego hará de narrador; y como verá el lector consultando el texto directamente, esa conversación se parece a las encuestas folklóricas becquerianas que cité en el capítulo I. Por tratarse, en la interrogación sobre la cruz del diablo, de los «auténticos» conocimientos de un «guía natural del país», el mismo folklorista empieza a vacilar «sin darme cuenta a mí mismo del involuntario temor que comenzó a apoderarse de mi espíritu» (OC, 97). Desde luego, cada vez que se nos dice que el autor oyó una tradición determinada a un habitante del pueblo donde se produjo el correspondiente milagro, hemos de suponer que ese humilde señor fue el sujeto de otra encuesta semejante a las que ya conocemos.

El guía que nos lleva de la mano en estas fascinantes investigaciones se sirve a la par de otras ciencias emparentadas con el folklore como prueba de fuego o reconfirmación de lo que ha descubierto ya por medio de sus entrevistas. En «La cruz del diablo», por ejemplo, utiliza la arqueología -disciplina a la que alude en los ya citados pasajes de Desde mi celda-: «Aún testifican la verdad de mi relación algunas informes ruinas» (OC, 99). El narrador de «La cueva de la Mora» parece que es un arqueólogo aún más dedicado:

Durante mi estancia en los baños [...] tomaba entre aquellos vericuetos el camino que conduce a las ruinas de la fortaleza árabe y allí me pasaba las horas y las horas escarbando el suelo por ver si encontraba algunas armas, dando golpes en los muros para observar si sonaban a hueco y sorprender el escondrijo de un tesoro, y metiéndome por todos los rincones con la idea de encontrar la entrada de alguno de esos subterráneos que es fama existan en todos los castillos de los moros.


(OC, 234-235)                


Y como ya sabe el aficionado a la prosa fantástica becqueriana, un subterráneo debajo del mismísimo castillo desempeña un papel importante en el desenlace de «La cueva de la Mora».

Mas las comparaciones con que se comprueba la «veracidad» de las Leyendas, no se hacen únicamente entre los hallazgos de una ciencia y los de otra, sino que a la vez se realizan dentro de la disciplina que ocupa principalmente al narrador. Quedó apuntado en el capítulo anterior que en conexión con las tradiciones verdaderas Gustavo tenía ya un concepto claro del estudio comparativo de las historias folklóricas, y en el presente hemos citado ya un trozo de «El gnomo» en el cual el narrador se acuerda de las viejas del lugar que referían en las noches de velada una conseja sobre una pastorcica que halló en un subterráneo un tesoro fabuloso que ofreció al rey de Aragón para que éste pagara a sus mesnadas. Pues bien, la historia contada por el tío Gregorio, que en la leyenda lleva al trágico destino de las hermanas Marta y Magdalena, también versa sobre un fabuloso tesoro escondido en un subterráneo; y se realiza de pasada un erudito cotejo de las dos tradiciones: «La estupenda relación del tío Gregorio acerca de los gnomos del Moncayo [...] exaltó nuevamente las locas fantasías de las dos enamoradas hermanas, completando, por decirlo así, la ignorada historia del tesoro hallado por la pastorcica de la conseja» (OC, 226; las cursivas son mías).

Estamos endeudados con Zorrilla por un sagaz apunte sobre la relación entre el material folklórico en la literatura, la tradición oral y la verosimilitud de lo fantástico en la literatura. En su leyenda «Los encantos de Merlín», Zorrilla dice que la tradición «aún vivirá del pueblo en la memoria / porque el pueblo las puertas le ha franqueado / del porvenir fantástico, vedado / a la verdad de la severa historia»23. En efecto: como hemos dicho al comienzo de este capítulo, esa palabra hablada con que una generación confía a otra sus venerables creencias, supersticiones y temores, es el mismo eje de la ilusión de realidad que se crea en los relatos fantásticos de Bécquer; los demás medios dirigidos a asegurar el realismo de lo irreal dependen todos de una manera u otra del concepto de la tradición. Y se nos recuerda este concepto en casi cada página de las Leyendas, aunque no sea sino con la misma voz tradición. Pues en tradición < lat. traditio, «transmisión» < trado, «transmitir» < trans + do, «dar, proporcionar a través de [los años, la distancia, etc.]» está etimológicamente resumida la idea de la vía oral.

A la vista del ingenioso arte con que Bécquer insiste en la «fiel transmisión» del «folklore», se entiende que a los investigadores modernos se les haya hecho imposible muchas veces «discriminar con absoluta claridad si se trata de una tradición española o de una creación libre»24; mas, por incómodo que esto pueda ser para la ciencia literaria, es por el lado artístico una enorme ventaja, pues la incertidumbre en que Gustavo deja al lector también al nivel del estudio folklórico, entre si se trata de tradiciones reales verificables, o seudotradiciones inventadas por el autor, viene a ser otro ingenioso instrumento para la consecución de ese atormentador «casi creer» que todos los aspectos de una leyenda perfectamente lograda han de suscitar en el lector.

Como ilustración del exactísimo juicio de Rubén Benítez sobre la dificultad de discriminar en muchas leyendas becquerianas entre folklore auténtico y folklore creado, así como del profundo conocimiento que poseía Gustavo de la herencia folklórica española, cuyos elementos entretejía con los quiméricos seres y sucesos paridos por su fantasía, ruego al lector pase en este momento a leer la carta de Samuel G. Armistead que publico en el apéndice de este libro. En dicha carta, cuya presencia en este libro tanto lo honra, el clásico estudio fuentístico cumple la función que siempre debería servir, es decir, la de documentar el grado de la creación original haciendo posible el deslinde entre lo antes existente y lo irreductible a fuentes.

Ningún folklorista menos distinguido que Armistead hubiera sido capaz de identificar y separar el sorprendente número de diferentes tópicos, hilos y fragmentos folklóricos que Bécquer reúne en la escasa extensión de los treinta y seis octosílabos del «Romance de la mano muerta», que se halla interpolado en el capítulo IV de «La promesa». Para apreciar debidamente la multiplicidad de estos elementos, también hace falta leer con atención las diez notas que Armistead pone a pie de página; y para la comodidad del lector he reproducido en el mismo apéndice el texto del «Romance de la mano muerta». Todo lo que no deriva de las fuentes señaladas por Armistead es creación original de Bécquer; los acoplamientos de los detalles tomados de diferentes romances viejos se han hecho con tanto arte -no se le ve al poema una sola costura-, que incluso esas junturas pueden mirarse como creación nada común; y en fin, no extraña en absoluto que más de un especialista haya llegado a tomar el «Romance de la mano muerta» por una composición tradicional recogida íntegra por Bécquer, tal como la conocemos, de una tradición popular ahora olvidada. Tampoco, por tanto, debe extrañar que tan brillante imitador de la técnica romancística haya sabido aprovechar el mecanismo de la vía oral y los procedimientos del folklorista para ensalzar la «autenticidad» de los prodigios contenidos en sus Leyendas fantásticas.



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