Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajo Capítulo III

Las leyendas con introducción


El título de este apartado acaso haya extrañado al lector por parecer aludir a una circunstancia puramente externa de las leyendas indicadas. Trátase, empero, de una clasificación muy significativa por lo que respecta a las técnicas que rigen la verosimilitud en estos relatos, como ya veremos. Son siete las leyendas que tienen una breve introducción en la que el autor o narrador se expresa en primera persona, antes de abandonar esta forma para manejar la narración terciopersonal omnisciente, o para ceder la palabra a uno o más personajes que luego funcionarán como narradores secundarios. La introducción puede ocupar todo el capítulo I de la leyenda, como sucede en «La cruz del diablo» y «La cueva de la Mora»; o bien, puede constar de dos o tres párrafos que anteceden al capítulo I, y así están construidas las leyendas siguientes: «Maese Pérez el organista», «Los ojos verdes», «El monte de las Ánimas», «El miserere» y «La rosa de Pasión». En el presente capítulo estudiaremos la función de la introducción en las siete leyendas que la tienen; en los capítulos siguientes volveremos a tratar de aspectos que son comunes a los catorce relatos que nos conciernen.

Mas anticipemos alguna observación sobre la diferencia entre el primer grupo de siete leyendas y el otro grupo de las siete que no tienen introducción. Fundamentalmente, la diferencia estriba en la intervención entre lector y realidad ficticia de un número, ora más grande, ora más reducido, de voces, vasos o transmisores narrativos. Al mismo tiempo, en las leyendas con introducción, donde encontramos mayor número de voces narrativas, participan también más oyentes ficticios (muchas veces narradores y oyentes en una pieza), quienes, contagiándose, van prestando fe, uno tras otro, al milagro legendario hasta llegar a formar la actitud del narrador omnisciente ante el elemento fantástico, así como la del lector, con la cual se completa ya esta reacción en cadena.

Invirtiendo esta descripción para representar el orden de la lectura, cuando leemos una de las leyendas con introducción, procedemos desde el participante más escéptico, que es el narrador omnisciente, hasta el más ingenuo de los personajes o narradores y oyentes ficticios, para llegar a un nivel psicológico donde parece muy natural creer en el suceso insólito que se cuenta. Por tanto, en conexión con leyendas de esta clase, caracterizaré la aceptación que se estimula en el lector como fe de segundo grado, de tercer grado, o aun de cuarto grado, según el número de psiques por las que haga falta filtrar el material maravilloso para hacerlo verosímil. (Hablaremos más tarde de los diferentes grados de fe con que el lector viene a creer en lo fantástico, especialmente en el capítulo VII al analizar varias leyendas individuales con cierta extensión.)

En las leyendas sin introducción el lector tiene contactos más directos con los personajes y con el acontecimiento sobrenatural; y aunque esto pudiera parecer un primor del arte si lo juzgáramos de acuerdo con las normas que rigen la novela realista, no es así en el caso del género fantástico, donde hace falta una preparación relativamente más suave y pausada del espíritu del lector para la aceptación de lo fantástico como sorprendente pero real. No quiero decir que Bécquer fracase en ninguna de sus leyendas. Mas el mismo canon de las leyendas más frecuentemente antologizadas en ediciones selectivas u otras colecciones parece revelar cuál de las dos estructuras narrativas es artísticamente la más feliz, porque de las ocho que más a menudo aparecen recogidas en esos libros cinco pertenecen al primer tipo, con introducción, y sólo tres al segundo tipo, sin introducción. Las ocho son, a saber: «Maese Pérez el organista», «Los ojos verdes», «El monte de las Ánimas», «El miserere», «La rosa de Pasión» (hasta aquí las del primer grupo), «La promesa», «El beso» y «La corza blanca».

Por consiguiente, el concepto popular de lo que es una leyenda de Bécquer corresponde a la primera categoría, y esto resulta tanto más claro cuanto que también se incluyen en algunas ediciones parciales de las Leyendas «El rayo de luna» y «Tres fechas», que tienen sendas introducciones separadas, colocadas antes de sus primeros capítulos, en las que el narrador usa formas primopersonales. Nosotros hemos excluido «El rayo de luna» por los motivos explicados en el capítulo I; y aunque «Tres fechas» jamás se ha categorizado como una leyenda en ninguna clasificación rigurosa de la obra narrativa de Bécquer, parece significativo que estos dos relatos tengan introducciones por cuanto hemos reconocido en ellos dos de las poéticas becquerianas de lo fantástico, y he aquí que tienen introducciones semejantes a las de las leyendas más típicas, como si fuesen los prototipos de éstas. La poética y la práctica se confirman recíprocamente.

La introducción a una leyenda de Bécquer nos lleva a un mundo que está situado a mitad de camino entre el nuestro y el ficticio de los personajes, y en esa esfera intermedia se entabla un a modo de diálogo entre el narrador omnisciente y el lector. El propósito de la introducción es infundir en nosotros confianza en el guía que nos ha de acompañar en la segunda etapa de nuestro viaje hacia el ya más cercano país del portento. Tienen introducciones de finalidad semejante, por ejemplo, la novela epistolar dieciochesca en el género narrativo, y las Cartas eruditas y curiosas del padre Feijoo en el género ensayístico. En la introducción a la novela epistolar o las cartas ensayísticas, el editor o corresponsal nos habla de las circunstancias que le han llevado a descubrir la correspondencia o la revelación filosófica que va a dar a la estampa, o bien de esas otras circunstancias que contra su voluntad le han hecho demorarse en su publicación: viajes, enfermedades, su actitud personal ante el tema del que se trate, etc.; a la vez que se nos comunican algunos detalles sobre el temperamento, el estado civil, el oficio y la salud del epistológrafo en la novela, o el destinatario ficticio de la carta científica -áspero y poco inclinado a abrazar ideas nuevas, astrónomo, viudo, tísico y melancólico, et sic de caeteris-; y asegurados por cosas tan familiares, ¿cómo no hemos de acudir llenos de fe, ya a abrazar el nuevo punto de vista intelectual, ya a hundirnos en las cartas y las crisis de esos pobres personajes tan zarandeados por la suerte?

Pues bien, Gustavo nos prepara del mismo modo para nuestra entrega en manos de sus hábiles narradores y testigos ficticios del acaecimiento sobrenatural. La relación temporal, espacial, personal entre el narrador omnisciente (autor) y el secundario ficticio varía mucho, produciéndose así numerosos ángulos visuales para la varia percepción del elemento fantástico de la leyenda y su consecuente verisimilación, si se me permite tal palabra. He dicho antes que a lo largo de la típica leyenda becqueriana el punto de vista va cambiando por grados desde el del participante más escéptico hasta el del más crédulo. Debe aclararse que en las introducciones a las leyendas suele a la vez entablarse una dialéctica entre el escepticismo y la credulidad, merced a la cual se descubre el grado de receptividad para lo sobrenatural que existe en el alma del narrador omnisciente; dialéctica que se prosigue luego en la misma narración con el propósito de juzgar la receptividad de los narradores secundarios y otros personajes que presencian el portento, y cuando se inclina la balanza hacia el lado de la aceptación y la creencia, es ya muy difícil que nosotros no nos dejemos llevar también. Después de todo, aquello lo observan no solamente unos testigos oculares alojados en la misma narración fantástica, sino que también lo confirma un señor muy normal que vive en un mundo muy parecido al nuestro, en el que paramos un momento al leer la introducción.

Vamos a examinar ahora el primero de los puentes que se tienden al lector escéptico: el mundo realista del narrador omnisciente, los percances de su existencia, sus sueños y su deseo de escaparse del prosaísmo cotidiano: en fin, un cuadro fiel al mundo de nuestra propia experiencia, concebido de tal forma, que estimule la mayor fe previa posible en nosotros. El lector notará enseguida que Bécquer con frecuencia basa las caracterizaciones de sus narradores omniscientes en circunstancias autobiográficas. En las introducciones a las siete leyendas que nos interesan en el presente capítulo, el narrador omnisciente se halla en cada caso en una de las tres situaciones siguientes: 1) escribiendo en su despacho; 2) visitando un punto de interés turístico; o bien, 3) viajando.

En «El monte de las Ánimas», el narrador omnisciente es despertado por el «tañido monótono y eterno» de las campanas de la noche de Difuntos. Se le hace imposible conciliar de nuevo el sueño, y «por pasar el rato» decide escribir una tradición que había oído pocos días antes. Mientras escribe, siente «crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche» (OC, 123). (Se tratará acaso de la «obra de las ánimas que llaman en los emplomados vidrios de la ventana con el descarnado nudillo de sus manos de huesos», para recordar otra descripción becqueriana del ruido del viento contra los cristales, en el cuadro costumbrista «La noche de Difuntos» [OC, 1.030].)

La descripción del entorno doméstico del narrador en «Los ojos verdes» es aún más escueta: en realidad sólo deducimos que está en su despacho ante su escritorio por el hecho de que nos hace la prehistoria del referido relato, en el momento de empezar a escribir:

Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título. Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.


(OC, 133)                


(Mas, diga lo que diga el narrador omnisciente, sin duda sólo bromeando, Bécquer se guía por todo menos por el capricho, como vamos viendo, y la poética de su obra narrativa es tan rigurosa y exigente como la que expone para su obra en verso en la rima III y las Cartas literarias a una mujer. Los amigos de Bécquer y muchos críticos y lectores de épocas posteriores han pensado que él escribía «dejando volar la pluma a capricho», porque los primeros le vieron, sentado en ciertas ocasiones en un café o el despacho de un colega, trasladar un artículo o cuento desde la cabeza al papel sin vacilar ni equivocarse una sola vez. Pero lo que pasaba era que Bécquer que tenía una prodigiosa memoria se aprovechaba de ella para la composición y la corrección mentales25. La obra trasladada así desde la fantasía pasaba por tantos borradores como la de cualquier otro riguroso estilista, pero eran borradores mentales. Los pasajes sobre la sensación y la memoria citados a la cabeza del capítulo I guardan una relación muy estrecha con este tema.)

El turismo es ya una pasión en la primera mitad del siglo XIX, según se confirma por la novela de la época. En Sab (1841), de Gertrudis Gómez de Avellaneda, por ejemplo, los personajes planean una excursión «por una senda poco conocida, que aunque algo dilatada, les ofrecería puntos de vista más agradables»; en efecto, cristaliza aquí el concepto de la visita turística y aun su terminología moderna, pues en la misma novela americana de la célebre escritora cubano-española, en relación con un pintoresco antro que la familia B... va a ver, se habla de «los visitantes de las cuevas» y de la «visita de estas grutas», y aun se encuentran en la novela descripciones de género turístico, como la siguiente: «Las cuevas de Cubitas son ciertamente una obra admirable de la naturaleza, que muchos viajeros han visitado con curiosidad e interés»26.

Introduzco este tema aquí porque en dos de las introducciones a las leyendas becquerianas vemos al narrador omnisciente en visitas a monumentos de tipo turístico, es decir, una iglesia y una abadía; en todavía otra encontramos al «turista» en un jardín de Toledo. En el caso de las visitas a instituciones religiosas se trata de reflejos literarios de una actividad turística que el mismo Bécquer había esperado popularizar entre los burgueses por medio de su Historia de los templos de España (tomo I y único, 1857), aprovechando para ello la nueva boga turística a la par que antecedentes como el Viaje de España, de Antonio Ponz, de la centuria anterior.

En fin, en la introducción a «El miserere» hallamos al narrador «visitando la célebre abadía de Fitero». Junto con «un viejecito que me acompañaba» -el guía para esta visita turística-, también le vemos «revolver algunos volúmenes de su abandonada biblioteca»; y lleno de entusiasmo, afirma: «... descubrí en uno de sus rincones dos o tres cuadernos de música bastante antiguos, cubiertos de polvo y hasta comenzados a roer por los ratones» (OC, 189). En la introducción a «Maese Pérez el organista», el narrador está «en el mismo atrio de Santa Inés», en Toledo, aguardando el comienzo de la misa del Gallo, «ansioso de asistir a un prodigio», esto es, la famosa música del organista Pérez (OC, 142). En la introducción a «La rosa de Pasión», el turista se ha detenido a descansar algunos minutos; la escena es perfecta para la meditación perezosa, para los ensueños: sol, algún árbol de hojas secas, flores marchitadas por el calor, o sea, «una tarde de verano, y en un jardín de Toledo». Y la «muchacha muy buena y bonita» con quien conversaba allí, «besaba las hojas y los pistilos que iba arrancando, uno a uno, de la flor que da nombre a esta leyenda» (OC, 291).

En ambientes tan interesantes pero, por otra parte, tan corrientes y tan cómodos, no le cuesta al lector ningún trabajo imaginarse a sí mismo instalado. Mas he aquí una añagaza, porque esta fácil aceptación del marco inicial de la leyenda, el autor la va preparando con el mayor primor para así reducir nuestra resistencia a admitir fenómenos menos naturales. Se consigue lo mismo con las introducciones a otras leyendas, en las cuales se nos invita a seguir al narrador omnisciente de viaje. De nuevo será realista el mundo que hace de puente entre el nuestro y aquel, por otra parte también realista, donde ocurre el suceso fantástico, como veremos ahora mismo.

En «La cruz del diablo» hay en realidad tres generaciones de narradores, como se ve por el epígrafe que cité en el capítulo anterior, en relación con la vía oral, y el abuelo, que es el que hace de narrador omnisciente, viaja a caballo con un grupo de camaradas. Cáptase con varios apuntes bien escogidos el soñoliento y pacífico pero misterioso ambiente de los contornos de Bellver a la hora de la llegada del narrador, y luego se explaya éste en una descripción paisajística de estilo turístico: «El crepúsculo comenzaba a extender sus ligeras alas de vapor sobre las pintorescas orillas del Segre, cuando después de una fatigosa jornada, llegamos a Bellver, término de nuestro viaje. Bellver es una población situada a la falda de una colina», etc. (OC, 95). Esta puesta en escena se adapta perfectamente a la rememoración de una leyenda fantástica; y no obstante, no hay en ella nada que no sea realista, con lo cual se nos facilita la indispensable identificación preliminar con el marco y el material narrativos.

No es sorprendente que Bécquer vea en varios relatos suyos «bocetos de cuadros» que pintará algún día, ni que los llame así, por ejemplo, en las líneas preliminares de «Los ojos verdes» (OC, 133); pues no debe olvidarse que Gustavo es autor de numerosos cuadros costumbristas de la escuela de Mesonero, Larra y Estébanez, aunque son desconocidos del lector general. Se completa la ambientación realista de la introducción a «La cruz del diablo» con un elemento completamente familiar para cuantos han viajado por los viejos caminos de España: una cruz de hierro erigida en pleno campo, objeto por lo visto de la sencilla devoción de la gente de la redonda, pero se nos revelará más tarde que es en realidad un monumento en el que se conmemoran indecibles horrores sobrenaturales. «El asta y los brazos son de hierro -recuerda el narrador volviendo a su estilo de guía turística-; la redonda base en que se apoya, de mármol, y la escalinata que a ella conduce, de oscuros y mal unidos fragmentos de sillería» (OC, 96). El agradecido narrador, que acaba de llegar de su viaje, movido por un repentino impulso religioso, ignorando la historia particular de esa rústica cruz y desconociendo el peligro para su alma, se apea de su caballo, se descubre y empieza a repetir ante el monstruoso monumento una oración aprendida cuando niño. Merced a la astucia artística de Bécquer, el lector, al final de esta introducción, también se halla a los pies del demonio y tan indefenso como un niño.

«La cueva de la Mora», igual que «La cruz del diablo», tiene una introducción larga que ocupa todo su capítulo primero, y el arranque de la introducción a esta leyenda es similar también al de la otra, puesto que se principia de nuevo con una descripción paisajística del género turístico o costumbrista: «Frente al establecimiento de baños de Fitero, y sobre unas rocas cortadas a pico, a cuyos pies corre el río Alhama, se ven todavía los restos abandonados de un castillo árabe», etc. (OC, 234). Un castillo siempre sugiere el misterio, especialmente cuando pertenece a otra herencia cultural, pero, ¿cabe una nota más burguesa y realista que ese establecimiento de baños? Es más: el narrador (viajero igual que en «La cruz del diablo») está hospedado en dicha casa como convaleciente, detalle médico, poseído del mayor prosaísmo, con el que cualquier lector se identifica fácilmente.

Entre otros pormenores todavía más prosaicos el narrador toma nota del «ejercicio que, según me decían, era conveniente al estado de mi salud» (loc. cit.). Pero su pasatiempo predilecto, ya algo más sugestivo, le llevaba por el «camino que conduce a las ruinas de la fortaleza árabe y allí -confiesa- me pasaba las horas y las horas escarbando el suelo por ver si encontraba algunas armas, dando golpes en los muros para observar si sonaban a hueco» (loc. cit.); actividad arqueológica ya mencionada en el capítulo precedente, la cual acaba en el descubrimiento de la boca de la aludida cueva y el encuentro de nuestro guía-folklorista con un viñador, a quien entrevista sobre la tradición de la mora aplicando los ya reseñados métodos de la ciencia folklórica. El ambiente de frágil estoicismo proyectado por la convalecencia del narrador de «La cueva de la Mora» (1863) y las líricas exploraciones de éste en las tierras vecinas al establecimiento de baños parecen anticiparse a los más conocidos elementos autobiográficos de las cartas Desde mi celda (1864).

La parte restante de la típica introducción becqueriana consta de un choque entre el escepticismo y la credulidad, entre la cultura y la sencillez: la cosmovisión escéptica del narrador omnisciente entra en conflicto con la visión ingenua del narrador secundario y algún otro personaje; pero como el autor está dotado de una rica imaginación a la par que de ciertos conocimientos científicos, la ciencia es al fin arrollada por el portento. (La ciencia folklórica, por ejemplo, en lugar de ser ya estudio metódico de las tradiciones pintorescas, se convierte en apoyo de la nueva realidad, o nuevo tratamiento realista, de lo fantástico.) Al doblarse el escepticismo a los atractivos de lo fantástico, se califica la receptividad del narrador omnisciente para lo sobrenatural, y esto significa a la vez la calificación de la receptividad del lector en la medida en que éste haya sido llevado a identificarse con el narrador a través del ambiente realista de la introducción. El referido choque inicial entre desconfianza y candidez se realiza, en algunos casos, presentando al narrador omnisciente en diálogo con el más ingenuo narrador secundario (que suele ser natural de la comarca donde tiene lugar la acción de la leyenda); en otros casos, sólo se menciona a tal narrador secundario o informante, sin que éste de hecho aparezca en la introducción; y por fin, un caso hay -«Los ojos verdes»- en el que lo sobrenatural vence a la duda gracias a una lenta cesión del narrador omnisciente a los sueños, sin que se aluda siquiera a ningún otro narrador.

Del primer tipo -diálogo entre el autor y el narrador secundario- son «La cruz del diablo», «La cueva de la Mora», «Maese Pérez el organista» y «El miserere»; mientras que son del segundo tipo «El monte de las Ánimas» y «La rosa de Pasión». Los lectores acompañamos al narrador omnisciente del primer tipo de leyendas mientras los inocentes narradores secundarios le relatan el fabuloso cuento o ciertos trozos de él. En cambio, en el otro tipo de leyendas, donde solamente se menciona al narrador secundario en la introducción, hay que suponer que éste le ha contado la historia al autor en alguna ocasión anterior y así no le ayuda a referírsela al lector. En «Los ojos verdes» los sueños del narrador omnisciente, sobre unos ojos de este obsesionante color, reemplazan estructural y funcionalmente la relación del narrador secundario.

En los tres tipos de leyendas con introducción, también puede haber otro personaje que se convierta en narrador terciario para relatar una historia dentro de la historia. De esto hablaremos con abundantes ejemplos en capítulos posteriores, pero por de pronto quisiera ilustrar en forma más concreta cómo se logra ya en las introducciones el predominio de la creencia en la maravilla sobre al escepticismo.

En realidad, el conflicto entre duda y fe que se plantea en la introducción está ya por la mayor parte resuelto a favor de ésta, por cuanto el narrador omnisciente ha oído antes el extraño caso a algún habitante de la comarca, o escucha pasmado sus antecedentes en las primeras páginas, mientras nosotros le hacemos compañía. Tanto en un caso como en el otro, empero, se nos descubre cómo en un principio se han opuesto las ideas neotéricas del autor a la aceptación del portento en el que cree el pueblo. Pese a toda su cultura, en la iglesia de Santa Inés, en Sevilla, el narrador omnisciente de «Maese Pérez el organista», al comenzar la misa del Gallo, se siente «ansioso de asistir a un prodigio», es decir, la música tocada por el alma del difunto maestro; y sin embargo, «nada menos prodigioso [...] ni nada más vulgar» que el órgano nuevo ahora instalado en esa iglesia y sus «insulsos motetes» (OC, 142). Así titubea la disposición del autor a creer en el milagro, mas al mismo tiempo no quiere no creer, y su voluntad de abrazar el misterio se manifiesta cuando pregunta -la pregunta final de su diálogo introductorio con la demandadera- por la aparición de maese Pérez, que daba esos espléndidos conciertos: «-¿Y el alma del organista?» (loc. cit.).

Con las primeras palabras de la introducción a «El monte de las Ánimas», el narrador omnisciente, hombre prosaico del sensato siglo XIX, se coloca frente al perenne arcano de la muerte: «La noche de Difuntos, me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas. Su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición» (OC, 123). La habitual oposición entre lo conocido y lo sobrenatural empieza a esbozarse en esta leyenda por el contraste entre las voces me y difuntos, me y eterno. Luego se desarrolla esta oposición con otro contraste que parece anticiparse a las dos situaciones de lectura contrastadas en el ya mencionado cuento fantástico «The Suitable Surroundings», del norteamericano Ambrose Bierce. Sobre «El monte de las Ánimas», su autor hace la siguiente observación: «A las doce de la mañana, después de almorzar bien, y con un cigarro en la boca, no le hará mucho efecto a los lectores de El Contemporáneo» (loc. cit.). En cambio, emulando al escultor griego que murió de miedo al contemplar la estatua de la Muerte que él mismo había labrado, el narrador confiesa: «La he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo» (loc. cit.). Lo fantástico parece haber vencido a lo natural en el ánimo del narrador antes de su aparición en su brevísima introducción, porque antes de ser devoto amanuense de la tradición oral, tuvo que ser en otra ocasión su dudoso oyente, según expliqué antes; pero la lucha del narrador entre la duda y la fe y su cesión están suficientemente recordadas en la introducción para tenderle un lazo al lector incrédulo.

En algunas introducciones los términos de la dialéctica entre la creencia y el escepticismo no se sugieren sino por palabras individuales, técnica no por lo económica menos eficaz. En la introducción a «La rosa de Pasión», el elemento sobrenatural está representado tan sólo por un adjetivo: singular, en la frase «singular historia» (OC, 291). La presencia del escepticismo, ya superado por la singularidad, sólo está implícita por el hecho de que el narrador, folklorista oculto, ha cedido a la posición ingenua y supersticiosa de la «muchacha muy buena», esto es, el testigo a quien entrevistó para informarse sobre esta tradición; pues él quisiera relatar la historia «con el suave encanto y la tierna sencillez que tenía en su boca» esa muchacha (loc. cit.). En los preliminares de «La cueva de la Mora», se nos revela por las ideas del narrador-arqueólogo sobre el subterráneo que ha descubierto, que es un hombre lógico que procede por «inducciones» (OC, 235). Al mismo tiempo, su actitud lógica y escéptica le lleva a acoger «sonriéndose» (OC, 236) la historia del viñador, a quien entrevista, acerca de cómo sale todas las noches de ese antro un ánima, la de la mora, desde luego. No obstante esta aparente incredulidad, se confiesa luego «muy amigo de oír todas estas tradiciones», y la presente procurará contarla -nos dice «en los mismos términos» que el cándido viñador (loc. cit.).

La técnica introductoria de «Los ojos verdes» es del mismo tipo sutil, porque en este relato sólo está vagamente aludido el término escepticismo de la oposición mental que se da en el narrador oculto que se acerca a lo fantástico: «Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda -dice el narrador-. No sé si en sueños, pero los he visto» (OC, 133). Las palabras que he subrayado son importantes: creo y los he visto significan la fe en la realidad sobrenatural (sueños), y la frase verbal no sé es el único resto de la duda que el relator quizá haya sentido antes.

En el capítulo I o introducción a «La cruz del diablo», mientras «uno de los guías naturales del país» explicaba aterrado la fantástica e increíble naturaleza satánica del siniestro humilladero cerca de Bellver, el narrador viajero encontró, a pesar suyo, en la voz de su interlocutor «un acento de verdad que me sobrecogió» (OC, 97). Luego se reporta. «Francamente -nos confía-, creí que estaba loco [...]. Ya no pude menos de sonreírme» (loc. cit.). Prosiguiendo la conversación con el guía, empero, el narrador fue finalmente «cediendo a sus instancias, sin darme cuenta a mí mismo -dice- del involuntario temor que comenzó a apoderarse de mi espíritu» (loc. cit.).

En la introducción a «El miserere», la locura hace el mismo papel: es decir, que representa otra vez un argumento en apoyo del escepticismo. En los pentagramas antiguos que el narrador descubre en esta leyenda sobre la música sagrada, hay detalles vulgares como la voz latina Finis al final de la composición sin terminar. Pero el narrador apunta su reacción de incrédulo al observar la terminología utilizada en las hojas del Miserere de la Montaña, que no es la italiana usual, sino otra alemana que se refiere a la imitación sonora de los alaridos, los huesos crujientes y otras torturas de los penitentes: «me chocó» -dice- (OC, 189). Y aún añade nuestro narrador y guía: «... parecían frases escritas por un loco» (loc. cit.). Sin embargo, allí está el documento objetivo de los «tres cuadernos de música bastante antiguos» (loc. cit.), y allí está -nos dice el autor- «el anciano [que] me contó entonces esta leyenda» (OC, 190); con lo cual el narrador y nosotros tenemos suficiente motivo para suspender nuestro escepticismo y al menos escuchar la leyenda sobre la milagrosa repetición anual en Jueves Santo de los tormentos de los monjes de la Montaña en el incendio de su monasterio. Es más: esos tres cuadernos hallados en la «abandonada biblioteca» de la abadía de Fitero están «cubiertos de polvo» (OC, 189); es decir, que son vestigios de un tiempo en el que podían tal vez suceder cosas que hoy son imposibles.

Ahora bien: el propósito principal de la introducción en las siete leyendas que la tienen, no es introducir la aventura que se narra en las páginas restantes del cuento -recuérdese que en otros siete relatos fantásticos de Bécquer se prescinde de introducción-, sino preparar al lector en forma especial para su encuentro con lo sobrenatural. En cada introducción, las más veces hacia su final, se establece un importante lazo entre narrador y lector. El lector participa en la creación de la ilusión fantástica en todas las leyendas de Bécquer al instalarse imaginariamente en el mundo del cuento; mas en las siete de que se trata en este capítulo, recibimos una invitación especial a participar en el acto estético. Veámoslo. En los preliminares de «Los ojos verdes», Bécquer escribe: «... cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender», esto es, en todo lo que atañe a los obsesionantes atractivos de la fantasía, a la que ya se ha abandonado el autor, como queda demostrado. La finalidad de la invitación es contagiar al lector con el mal ejemplo de la credulidad, malo solamente desde el punto de vista del lector mundano y escéptico, a quien no se admite aquí sin que se desnude de sus descreederas en el umbral.

En la introducción a «El monte de las Ánimas», Bécquer apela con igual insistencia al papel de la imaginación: «Una vez aguijonada la imaginación, es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarlo de la rienda» (OC, 123). Por su contexto inmediato este período se refiere al narrador, aunque, en realidad, ni en su estilo ni en su contexto más amplio existe obstáculo alguno para que se refiera también a cualquiera o a todos los lectores aficionados al género fantástico. Mas donde en la presente introducción se reconoce la participación del lector en el mantenimiento de la ilusión, es a su mismo final cuando por una expresión popular parece que narrador y lector están sentados a la misma mesa jugando a los naipes: «Sea de ello lo que quiera -dice aquél indicando que empieza ya el relato-, allá va, como el caballo de copas» (loc. cit.). No habría que olvidar que se dice antes en esta misma introducción que la imaginación es un caballo (Pegaso); por lo cual, las últimas palabras del introductor equivalen a poner las riendas de ese fogoso corcel en manos del lector.

En los prolegómenos de «La rosa de Pasión», se combinan las técnicas introductorias de «Los ojos verdes» y «El monte de las Ánimas». Dirigiéndose a los lectores, el narrador asegura que si fuera capaz de contar su historia en la forma debida, «os conmovería como a mí me conmovió» (OC, 291); palabras que recuerdan las del buen Lázaro de Tormes cuando compartía imaginariamente los sufrimientos de su segundo amo, el muy noble y muy pobre escudero de Toledo: «sentí lo que sentía»27. O sea que aquí, igual que en «Los ojos verdes», el narrador cuenta con la imaginación, la identificación psicológica y las emociones del lector: en una palabra, la colaboración de éste en el proceso literario. Al final de la introducción, el narrador ofrece ya al lector el indicado relato de «La rosa de Pasión», y reaparece el mismo giro familiar utilizado para la invitación en «El monte de las Ánimas», esto es: «ahí va» (OC, 291).

La cooperación entre narrador y lector para la elaboración de la verosimilitud se presenta como un diálogo implícito en «Maese Pérez el organista». Con sus preguntas a la demandadera del convento, el narrador se ha enterado de que no se repiten ya las milagrosas visitas del alma del organista muerto a Santa Inés en la Nochebuena para tocar en la misa del Gallo, porque se ha instalado un órgano nuevo, muy inferior. «Si a alguno de mis lectores se le ocurriese hacerme la misma pregunta después de leer esta historia -añade el narrador-, ya sabe por qué no se ha continuado el milagroso portento hasta nuestros días» (OC, 142-143). Y con esta rápida alusión al diálogo se afirma una base muy importante para la verdad poética de la leyenda: Se ha perdido esa prodigiosa costumbre, no porque le sea imposible a un alma pulsar las teclas de un órgano, sino porque el alma de tan eximio músico no se digna tocar tan mal instrumento. Así, aun antes que franqueemos el umbral de la leyenda propiamente dicha, queda sutilmente confirmada la posibilidad de que los muertos anden entre nosotros.

Colaboración, diálogo entre narrador y lector: en principio esto nunca falta en las leyendas con introducción, aunque en dos casos está reducido al mínimo. En la última oración de la introducción a «El miserere», el narrador habla en estos términos con los lectores: «El anciano me contó entonces la leyenda que voy a referiros» (OC, 190). Como se ha dicho varias veces, es un viñador quien relata la leyenda de «La cueva de la Mora» a Bécquer o el narrador omnisciente, y en el período final de su introducción, éste se vuelve ya hacia su nuevo público, el lectorado, explicándose así: «... le supliqué que me la refiriese, lo cual hizo, poco más o menos, en los mismos términos que yo, a mi vez, se la voy a referir a mis lectores» (OC, 236). En estos dos cuentos el contagio entre sensibilidad del narrador y sensibilidad del lector se consigue de manera más velada que en esas leyendas donde se propone de modo directo un enlace entre la imaginación, o la conmoción, del uno y la del otro; pues aquí depende de palabras individuales, el sustantivo anciano y el adjetivo plural mismos, según explicaré ahora.

Cuando nos cuenta un suceso singular una persona muy vieja, encontramos en su ancianidad algún motivo para dar crédito a lo contado, y otros motivos para ponerlo todo en duda; pero en «El miserere» el propio anciano no ha de contarnos ese caso extraordinario, sino que nos ha de servir de intermediario el autor («voy a referiros»), en quien ya tenemos cierta fe por el juicio que ha demostrado en su escrutinio de los manuscritos musicales, y así se trata una vez más de un intercambio entre dos personas cultas, dotadas, eso sí, de una imaginación muy viva, pero también de cordura -narrador y lector-, quienes recogerán solamente las intuiciones más finas del anciano. (Así queda a la vez a salvo la delicada honra intelectual del lector escéptico.)

A lo largo de la introducción realista a «La cueva de la Mora» hemos llegado a conocer al sencillo y supersticioso viñador entrevistado por el autor, y por ende mismos («mismos términos») viene a ser un calificativo mucho más específico que de costumbre. Además, es nuestro respetado y fidedigno guía, el narrador, quien utiliza tal adjetivo; él no reproduciría en su narración «los mismos términos» usados por el viñador, sin que su imaginación y su razón se hubiesen puesto de acuerdo sobre la posibilidad de que pudiera haber allí un auténtico prodigio. En esta forma, con medios tan sencillos que apenas nos fijamos en ellos, se logra afinar el instrumento de la imaginación del lector para que se armonice perfectamente con la índole de cada uno de los originalísimos relatos fantásticos becquerianos.

A la conclusión de la larga introducción (capítulo I) de «La cruz del diablo», se da una técnica semejante pero más compleja para transmitir del narrador al lector la carga eléctrica de la inspiración fantástica. He aquí el último párrafo de dichos preliminares:

Durante este corto diálogo [con un guía natural del país], nuestros camaradas, que habían picado sus cabalgaduras, se nos reunieron al pie de la cruz; yo les expliqué en breves palabras lo que acababa de suceder; monté nuevamente en mi rocín, y las campanas de la parroquia llamaban lentamente a la oración cuando nos apeamos en el más escondido y lóbrego de los paradores de Bellver.


(OC, 98)                


Tenemos aquí un anticipo del tema del que nos ocuparemos en el próximo capítulo: el auditorio interior, quiero decir, grupos de oyentes ficticios que, a la par que habitan el mundo de la leyenda como personajes de ésta, escuchan la relación del conjunto o de algún trozo de ella. Desde luego, en el pasaje que acabo de copiar, se trata de oyentes ficticios, no en la misma leyenda, sino en su introducción, en la que cumplen la función de representar a los futuros lectores de la tradición -oyentes a distancia-; y por vía de tales delegados el narrador comunica al lectorado el hondo horror que él sintió al convencerse por fin de que estaba consagrada al demonio la cruz ante la que había querido rezar. Tal comunicación se señala por el paso del yo (expliqué, monté) del narrador al nosotros (nos apeamos) con el que se revela que los oyentes ficticios -nuestros delegados- se identifican ya con la actitud de aquél, tanto más cuanto que el relator y su primer público se hallan al final envueltos en un ambiente inquietante (las campanadas que «llamaban lentamente a la oración» y «el más escondido y lóbrego de los paradores»), que recuerda el horror que el narrador había sentido al pie del satánico humilladero. Campana que llama a oración en las tierras del maldito señor del Segre, si gozara del don de la palabra, seguramente diría lo mismo que la que habla en el cuadro de costumbres «La noche de Difuntos», de Bécquer: «Yo soy la campana de los cuentos medrosos, de las historias de aparecidos, y de almas en pena; campana cuya vibración indescriptible y extraña sólo encuentra eco en las imaginaciones ardientes» (OC, 1029). «Poco y bueno» -reza el refrán-, y no cabe mejor descripción del arte de las siete introducciones becquerianas estudiadas en este capítulo.




ArribaAbajo Capítulo IV

El auditorio interior y el «casi creer»


Tanto en las leyendas becquerianas que tienen introducción como en las que no la tienen, es característico que varios personajes se reúnan para formar un grupo de oyentes a quienes otro habitante del mundo imaginario narra la leyenda entera o un fragmento de ella. Al mismo tiempo, se analizan las actitudes de los diversos individuos del auditorio ante el material narrado. Es un aspecto importante de la técnica de todas las Leyendas, mas su importancia es doble en las que no tienen introducción, porque en éstas depende exclusivamente del auditorio interior esa dialéctica entre el descreimiento y la fe que poco a poco lleva al lector a entregarse a los atractivos de lo sobrenatural; dialéctica y preparación del lector que en las otras leyendas, aquéllas que sí tienen introducción, son inauguradas ya en ésta, como hemos visto en el capítulo precedente. En ambos tipos de narración, empero, el auditorio interior es el medio principal para la alegorización en el texto literario de la actitud del lector de éste, según pasa de escéptico a titubeante, y de titubeante a crédulo (o por lo menos receptivo).

Las pocas veces que el narrador omnisciente hace uso de la primera persona en el texto narrativo (a distinción del introductorio), se asocia de una manera u otra al auditorio interior, y por lo tanto éste es esencial también para el conocimiento completo de la relación entre el narrador y el lector. Examinaremos aquí todas las actitudes de los oyentes ficticios (y el narrador) que afectan a la recepción de la ficción fantástica por el lector, pero por el presente veamos cómo se introduce y se caracteriza al auditorio interior.


ArribaAbajo I. La dinámica del grupo

Ya comentamos brevemente, en el capítulo II, el papel del auditorio de los juglares en «El Cristo de la Calavera» y «La promesa», pero en ese momento pensábamos exclusivamente en su relación con la vía oral, de la que Bécquer finge recoger sus materiales tradicionales. Son de varios tipos los auditorios interiores que se hallan en las Leyendas de Bécquer, y para facilitar su análisis despacharé primero el menos característico: un auténtico caso aislado. Algún crítico ha llamado prólogo a las cuatro primeras «estrofas» (párrafos) de la cantiga provenzal en prosa titulada «Creed en Dios», y tienen en efecto una numeración separada de la de las estrofas restantes. Mas no se trata de un apartado inicial, como el que figura a la cabeza de las siete leyendas con introducción, en el que se haga la historia de las fuentes, la inspiración y la composición de la leyenda y se presente ésta a posibles lectores de todos los tiempos y países, sino que son cuatro largos vocativos dirigidos a tres auditorios diferentes o a un solo auditorio mixto, compuesto, en cualquiera de los dos casos, de contemporáneos y paisanos del narrador omnisciente que aquí hace de juglar a quien escuchan esos tres grupos: «Nobles aventureros [...], oídme» (I); «Pastores que seguís paso a paso a vuestras ovejas [...], oídme» (II); «Niñas de las cercanas aldeas [...], oídme» (III); «Tú, noble caballero, tal vez al resplandor de un relámpago; tú, pastor errante, calcinado por los rayos del sol; tú, en fin, hermosa niña, cubierta aún con gotas de rocío, semejantes a lágrimas: todos habréis visto en aquel santo lugar una tumba, una tumba humilde, etc.» (IV) (OC, 173-174).

Después, en la misma leyenda, al empezar un nuevo segmento de la narración, ocurre otro vocativo triple semejante pero más breve: «Nobles caballeros, sencillos pastores, hermosas niñas que escucháis mi relato: si os maravilla lo que os cuento...» (OC, 181). Este público no es, en fin, ni de nuestro mundo ni del mundo de la ficción (no se compone de personajes de ésta), sino que pertenece a ese otro mundo intermediario habitado por el narrador omnisciente. Tal conclusión se desprende asimismo de la sintaxis del segundo vocativo triple, pero la presencia del narrador no es aquí tan esencial como en las siete introducciones examinadas anteriormente. Ahora bien: el auditorio interior de «Creed en Dios», ni real ni plenamente ficticio, sino más bien hipotético -atípico, en todo caso, de los que Gustavo acostumbra a reunir en sus relatos, cumple, sin embargo, la misma función que los auditorios compuestos de personajes que miraremos dentro de un momento, esto es, que sirve para la formulación de esa dialéctica entre el escepticismo y la credulidad que lleva a la aceptación de lo sobrenatural como posible y real; pues los componentes del público apostrofado por el narrador de «Creed en Dios» representan tres niveles de cultura en orden descendente -caballero, pastor, niña- unidos por su común fascinación ante el misterio de la tumba del barón de Fortcastell. Pero no se habría producido esa reacción unida sin un compromiso entre la mundanidad del caballero y la inocencia de la niña para llegar a un nivel intermedio de receptividad, análogo acaso al del pastor, donde la mayoría de las aventuras maravillosas de Teobaldo de Montagut pareciesen ya más convincentes (el tantas veces aludido «casi creer»), y he aquí que en el pastor los lectores de todos los estamentos tenemos un delegado a través de quien logramos el acceso a ese mundo intermedio del narrador, quien está por lo menos suficientemente convencido de la autenticidad del prodigio para molestarse contándonoslo.

Los demás auditorios interiores son todos ficticios, es decir, que sus individuos son personajes a la par que oyentes de la leyenda relatada. Tales auditorios toman dos formas, una de las cuales no nos concierne directamente, porque se trata de públicos implícitos, públicos que están presentes, pero que en realidad no están presentados. Me refiero a varios pasajes de «El gnomo», «El monte de las Ánimas», «La rosa de Pasión» y «Los ojos verdes», ya citados en el capítulo II, en los que varias viejas u otros personajes refieren consejas en noches frías al amor de la lumbre. Del hecho de que hacen esto se deduce que otros personajes se habrán reunido en torno suyo para escuchar, pero estos grupos no están ni descritos ni mencionados siquiera (lo cual no obsta para que haya a la vez, en «El gnomo» y «El monte de las Ánimas», otros públicos ficticios diferentes que sí están descritos, según veremos). Pero, en cualquier caso, la mera sugestión de auditorio, público, reunión de testigos, coadyuva a la consecución de la aceptabilidad cuando se trata de lo fantástico; pues lo que se oye entre dos o más personas posee, por increíble que de otro modo sea, cierta rudimentaria objetividad que no tiene lo experimentado por una sola persona.

Son interesantes las descripciones de auditorios compuestos de personajes a quienes sí llegamos a conocer a través de la lectura, no porque sean unas muestras excepcionales del arte descriptivo, sino porque, como la obra de José Manuel Martín citada en el capítulo II, recuerdan las tradicionales tertulias nocturnas de gentes sencillas e impresionables, reunidas ante el hogar para contar y escuchar historias de aparecidos y de almas en pena, a cuál más espeluznante. Digo que lo más importante de estas tertulias son las impresiones de sus miembros ante el suceso maravilloso que se refiere, mas primero reunamos a los tertulianos. En «El miserere», el romero alemán cuenta las aventuras que le ha deparado el mundo durante su búsqueda de una forma musical para el salmo Miserere mei, Deus! que sea tan magnífica, que le absuelva de la culpa de un horrible crimen cometido años hace, y se describe así a su auditorio: «El hermano lego, algunos dependientes de la abadía y dos o tres pastores de la granja de los frailes que formaban un círculo alrededor del hogar, escuchaban en un profundo silencio» (OC, 191).

La palabra círculo que precisa la acostumbrada forma de la agrupación de los oyentes en tales ocasiones, ya bajo tejado, ya bajo las estrellas, ocurre también en uno de los más terroríficos cuentos de Gustavo:

... el vaso de saúco, ora vacío, ora lleno, y no de agua como cangilón de noria, había dado tres veces la vuelta en derredor del círculo que formábamos junto al fuego, y todos esperaban con impaciencia la historia de La cruz del diablo, que a guisa de postres de la frugal cena que acabábamos de consumir se nos había prometido, cuando nuestro guía tosió por dos veces, se echó al coleto un último trago de vino, limpiose con el revés de la mano la boca y comenzó de este modo...


(OC, 98)                


Se hace, en verdad, mucho hincapié en el concepto del auditorio en «La cruz del diablo», porque en el mismo relato se dan otros tres ejemplos muy curiosos. El primero es:

... la historia del Mal caballero, que sólo por este nombre se le conocía, comenzaba a pertenecer al exclusivo dominio de las viejas, que en las eternas veladas del invierno la relataban con voz hueca y temerosa a los asombrados chicos; las madres asustaban a los pequeñuelos incorregibles o llorones diciéndoles: «¡Que viene el señor del Segre!»


(OC, 100)                


El segundo ejemplo es: «La nueva se divulgó con la rapidez del pensamiento entre la multitud que aguardaba impaciente el resultado del juicio, y [...] ya a nadie cupo duda [...] que el diablo a la muerte del señor del Segre había heredado los feudos de Bellver» (OC, 110). Luego, cuando otra nueva peripecia sobrenatural viene a horrorizar a los habitantes de Bellver, «el asombro se pintó en el rostro de cuantos se encontraban en el pórtico, que, mudos e inmóviles, hubieran permanecido en la posición en que se encontraban Dios sabe hasta cuándo si la siguiente relación del aterrado guardián no los hubiera hecho agruparse en su alrededor para escuchar con avidez» (OC, 111). Hay ciertas emociones que son más fáciles de suscitar en grupo, porque los unos excitan a los otros, y precisamente una de tales emociones es esa expectación ante un desenlace sobrenatural que Bécquer quiere inspirar e n los lectores de todas sus narraciones fantásticas.

Hemos dicho que en «El monte de las Ánimas» existe un auditorio implícito, no descrito: el de las dueñas que con ocasión de la noche de Difuntos refieren cuentos temerosos. Mas en el mismo salón había también «algunos grupos de damas y caballeros que conversaban familiarmente», y en tan larga y pavorosa velada parece improbable que alguno de estos grupos no se fundiera por un momento con el de las dueñas, o que alguno de los individuos de aquéllos no aprovechara su cercanía para escuchar disimuladamente alguno de los cuentos de terror narrados por tan sabias viejas. Al mismo tiempo que todos estos grupos conversan, narran y escuchan, Alonso, hijo del conde de Alcudiel, cuenta a su prima, hija del conde de Borges, la tradición de la aterradora batalla fantasmal entre los espectros de los templarios y los de los hidalgos de Soria que se repite cada noche de Difuntos y forma la base de la leyenda de Bécquer. En fin, he aquí en esta narración un verdadero congreso de cuentistas, narradores y relatores de todas las edades y ambos sexos, cada uno con sendo público. No se entiende el arte becqueriano de lo fantástico, ni la autenticidad de que Gustavo logra dotar lo prodigioso, sin tener muy presente el constante entrecruce -interacción- de diferentes públicos y sus respectivas reacciones ante el terror sobrenatural, pues de tan dinámica química humana proviene la verosimilitud especial que nos convierte a todos en fervorosos creyentes en lo inconcebible.

«El gnomo» tiene en común con «El monte de las Ánimas» el hecho de que en sus páginas encontramos auditorios implícitos y otros directamente descritos. Estos últimos gozan del tratamiento quizá más completo del auditorio interior que hay en los cuentos de Bécquer. La siguiente puesta en escena se halla en el segundo párrafo del capítulo I de «El gnomo»:

En el pórtico de la iglesia, y sentado al pie de un enebro, estaba el tío Gregorio. El tío Gregorio era el más viejecito del lugar. Tenía cerca de noventa Navidades [...]. Nadie contaba un chascarrillo con más gracia que él, ni sabía historias más estupendas, ni traía a cuento tan oportunamente un refrán, una sentencia o un adagio. Las muchachas al verlo, apresuraron el paso con ánimo de irle a hablar, y cuando estuvieron en el pórtico, todas comenzaron a suplicarle que les contase una historia...


(OC, 216)                


Naturalmente, el tío Gregorio les complace, pues no hay nada en que él mismo tenga mayor gusto, y merced a su singular talento para la narración el viejo se va poco a poco apoderando de las imaginaciones y aun de las almas de su auditorio, según se desprende, por ejemplo, de este apunté sobre la reacción de las muchachas ante cierta hórrida advertencia del rústico relator: «El tío Gregorio pronunció estas últimas palabras con un tono tan lleno de misterio, que las muchachas abrieron los ojos espantadas para mirarlo» (OC, 218).

Diestro narrador, el viejo Gregorio sabe hacer su temible historia todavía más emocionante puntuándola con la retórica de pausas estratégicamente introducidas en el hilo de su desarrollo: «Al llegar aquí, el anciano se detuvo un momento. Las muchachas [...] guardaban entonces un profundo silencio, esperando a que continuase, con los ojos espantados, los labios ligeramente entreabiertos y la curiosidad y el interés pintados en el rostro» (OC, 221). Recuérdese y compárese el uso de pausas por la sirvienta de Gustavo al contarle historias de las brujas de Trasmoz. Inevitablemente, los lectores nos unimos psicológicamente a las muchachas que escuchan arrobadas al tío Gregorio; y nosotros, unos oyentes más, nos vemos pendientes también de los labios del persuasivo nonagenario. Contado que hubo su historia el tío Gregorio, «el grupo de mozuelas se disolvió, alejándose cada cual hacia uno de los extremos de la plaza [...]; dos muchachas [...], preocupadas con la maravillosa relación, parecían absortas en sus ideas, se marcharon juntas, y con esa lentitud propia de las personas distraídas, por una calleja sombría, estrecha y tortuosa» (OC, 223). Y de esa preocupación estimulada en medio del auditorio, en medio de la reacción colectiva, arranca el poético pero siniestro desenlace que sobreviene a esas dos chicas.

En «La ajorca de oro» se incluye un curioso detalle descriptivo que condiciona toda la pecaminosa aventura del robo de la joya de la Virgen por Pedro Alfonso de Orellana para complacer a su novia María Antúnez. Trátase de opiniones formadas en grupo, o en todo caso, por la influencia de grandes números de prójimos. Aquí no tenemos ni auditorio implícito ni auditorio descrito, pero sí hay una fuerza colectiva que desempeña el mismo papel que la preocupación en «El gnomo». Me refiero a cierto pasaje relativo a Pedro, donde se le describe como «supersticioso, supersticioso y valiente, como todos los hombres de su época» (OC, 115). Yo he subrayado la frase que representa la dinámica del grupo, en función de la cual Orellana es llevado hacia el pecado y el portento.

Otros importantes auditorios, poco típicos en el conjunto de las Leyendas y sin embargo muy apropiados a aquella en que figuran, son los públicos de fieles que escuchan la música de la misa del Gallo en «Maese Pérez el organista», y sin cuya reacción en masa no se apreciaría todo el arte y fuerza del brillante músico, ya vivo, ya muerto. Por ejemplo: «... de todos los ojos caen lagrimones tamaños, y al concluir se oye como un suspiro inmenso, que no es otra cosa que la respiración de los circunstantes, contenida mientras dura la música» (OC, 146). Después de la muerte de maese Pérez, el malísimo y muy pedante organista de San Bartolomé viene a suplirle en la Nochebuena; y sin embargo, los tonos del antiguo órgano del maestro muerto son tan maravillosos como siempre. Tan gran misterio empieza a aclararse cuando la demandadera del convento de Santa Inés, platicando con una comadre suya, recuerda otros auditorios pasados. Las «dos mujeres» se internaban en el callejón de las Dueñas, cuando se expresaba así la guía del narrador y el lector:

-¿Qué quiere usarced, mi señora doña Baltasara? [...] Yo soy de este genial. Cada loco con su tema... Me lo habían de asegurar capuchinos descalzos y no lo creería del todo... Ese hombre no puede haber tocado lo que acabamos de es cuchar... Si yo lo he oído mil veces en San Bartolomé, que era su parroquia, y de donde tuvo que echarle el señor cura por malo, y era cosa de taparse los oídos con algodones...


(OC, 155)                


Reacciones comunes, reacciones individuales: se funden en las Leyendas, y de estas últimas, aun más importantes que las primeras, hablaremos extensamente, una vez que hayamos echado una ojeada a los auditorios en otros dos relatos becquerianos.

En «El beso», como saben todos los lectores, un capitán del ejército francés muere horrorosamente castigado por haber intentado imprimir un sacrílego ósculo en los labios de la estatua sepulcral de una bella y casta dama medieval, cuya deslumbrante efigie se halla arrodillada junto al altar en la ruinosa iglesia de un convento de Toledo, en la que el oficial galo y sus hombres están alojados. El capitán invita a un grupo de oficiales, amigos suyos, alojados en otros edificios de la aguerrida ciudad imperial, a tomar champagne con él en la iglesia del convento y a contemplar la extraordinaria estatua -casi parece de carne y hueso- de la que él está perdidamente enamorado. En la fiesta el anfitrión, ya muy bebido, no se cansa de hablar de su amor por la dama marmórea; sus compañeros le escuchan, pero no se limitan a ser auditorio. Hacen la visita turística a las diferentes esculturas de la iglesia desmantelada, y son testigos de la locura y sangrienta muerte del capitán.

Su función exacta se descubre por una serie de referencias a lo largo de las cinco últimas páginas de la leyenda: «Sus camaradas, afectando la mayor gravedad, respondieron a la invitación con un cómico saludo [...]. Los oficiales volvieron los ojos al punto que les señalaba su amigo [...]. Los oficiales, que advirtieron la taciturna tristeza de su camarada, lo sacaron del éxtasis en que se encontraba sumergido [...]. Los jóvenes acogieron con grandes carcajadas esta ocurrencia [...]. Los oficiales, mudos y espantados, ni se atrevían a dar un paso para prestarle socorro. [...] Habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y derribarlo con una espantosa bofetada de su guantelete de piedra» (OC, 286-290). ¿Cómo creeríamos que la estatua del marido de esa hermosa dama de piedra gozara del movimiento para tal venganza si lo hubiese visto un solo testigo, si todo el ambiente de la iglesia hubiese sido observado por un solo compañero? A éste le habríamos creído tan loco como el mismo capitán. Pero, habiendo todo un auditorio de testigos...

«La corza blanca» contiene, en forma irónica, un importante consejo sobre el mejor modo de atraer y retener la atención del auditorio. El caballero aragonés don Dionís ha salido de su torre señorial, junto con sus monteros y otros cazadores, a gozar de su deporte predilecto; su hija Constanza se une «al grupo de los cazadores» (OC, 256); y durante un descanso, el zagal Esteban principia a relatarles sus extrañas aventuras con las corzas de esa comarca (que se convierten cada poco en encantadoras doncellas). Al lanzarse a su relación, el zagal parece un orador nato: observa a sus oyentes, procura tomar en cuenta las reacciones de quienes escuchan, e intenta reforzar la confianza de éstos en lo que él va narrando: «Creedlo, señores -les dice-, esto es tan seguro como que me he de morir» (OC, 259).

Sin embargo, pocos momentos después empieza a fallarle este sistema, aunque el desenlace de la leyenda revelará que el inocente no era él, sino esos señores tan escépticos que se reían de él. La explicación del fallo de la retórica de Esteban y el apunte sobre el método más acertado para dominar, ya al auditorio interior de personajes, ya al público de lectores, se nos brindan juntos en la frase que he subrayado en el pasaje siguiente:

El zagal, aunque sin atender al efecto que su narración había producido, parecía todo turbado e inquieto, y mientras los señores reían a sabor de sus inocentadas él tornaba la vista a un lado y a otro con visibles muestras de temor y como queriendo descubrir algo a través de los cruzados troncos de los árboles.


(OC, 260)                


Esteban había atendido al efecto que causaban a sus oyentes los lances individuales de su narración, pero no al efecto del conjunto de ésta; así sólo había conseguido asustarse a sí mismo. El punto de poética fantástica alegorizado aquí es entonces el mismo al que Poe llama el «efecto único». Tanto el efecto del conjunto de la historia fantástica como el de sus diversas partes podrán apreciarse con mayor precisión si añadimos ahora a las consideraciones anteriores el estudio de las reacciones individuales de los miembros del auditorio interior y de los demás personajes ante lo sobrenatural.




ArribaAbajoII. Subversión de la realidad y reacción individual

El recurso principal del Bécquer cuentista fantástico para la comunicación de la experiencia de lo sobrenatural al lector, recurso por otra parte clásico del género, es el de oponer unas reacciones individuales escépticas ante el prodigio a otras muy diferentes, crédulas, ya sean tales reacciones de miembros del auditorio interior, ya de otros personajes o testigos que aparecen en la leyenda (la distinción no es siempre posible). Ya hemos visto que coadyuvan a la autenticación del elemento sobrenatural las introducciones de las siete leyendas que la tienen y el auditorio interior considerado en su conjunto, mas donde la contradictoria vivencia de lo fantástico con toda su inquietante intensidad (¿creer? ¿no creer?) pasa de la psique de los entes de ficción a la de los lectores de carne y hueso, es al nivel individual; aquí asimismo es donde el lector se encuentra tan envuelto como los personajes en la obsesionante agonía del «casi creer»: y aquí es, por último, donde se unen auditorio interior y auditorio exterior (lectores) en el logro de una arrolladora visión nueva de la realidad, la cual les viene de ese «efecto único» que el escritor fantástico busca en cada relato.

En el mismo lugar (su reseña de 1842, de los Twice-Told Tales de Hawthorne), Poe habla también de «la totalidad del efecto», y no habría que olvidar que hemos considerado aquí dos pasajes becquerianos en los que se insiste en el «efecto» que se produce con la narración fantástica. Ahora bien: el «efecto único» de lo sobrenatural en las Leyendas de Bécquer depende directamente de la reacción individual, a cuyo escrutinio vamos a dedicar las páginas restantes de este capitulo. Dicho efecto es ese perturbador desencajamiento de nuestro habitual sentido de la lógica que experimentamos al aceptar como posible un fenómeno físico o espiritual que representa la contravención de las leyes natura les de nuestro universo. ¿Por qué aceptamos tal subversión de nuestro buen sentido y aun de nuestra voluntad? Pues, porque se nos confirma por el testimonio de nuestros sentidos y sensaciones, y he aquí una aceptación que no se explica sin tener presente que los lectores modernos somos en último término hijos intelectuales de la Ilustración dieciochesca y especialmente de su epistemología sensacionista, según la cual todos nuestros conocimientos proceden de la sensación, de la impronta que el mundo en torno nuestro deja en nuestros cinco sentidos. Hijos de esta escuela materialista, no queremos creer sino aquello que podemos ver y palpar, y orgullosos, pensamos que tal actitud nos protege contra el absurdo; pero tan arraigada está nuestra confianza en nuestros sentidos, que cuando éstos nos sorprenden confirmando algo que contraviene a toda la lógica natural que habíamos pretendido derivar de sus testimonios, aceptamos los datos sensoriales como de costumbre, aunque sea temblando esta vez de terror, y he aquí al mayor escéptico convertido en testigo convencido de lo sobrenatural.

De ahí entonces el acento que se escribe sobre la reacción individual en estos y otros cuentos fantásticos, porque la reacción, sobre todo la aceptadora, se nutre en gran parte de la sensación suscitada por el prodigio -sensación suscitada en mí-; y de ahí el hincapié que también se hace en la sensación en las páginas críticas de Bécquer relativas a la narración fantástica, así como en los escritos de casi todos los críticos que tratan del género. Por ejemplo, Lovecraft discierne el secreto del genial arte del escritor fantástico Algernon Blackwood en «la preternatural penetración con que reúne, detalle tras detalle, todas las sensaciones y percepciones que llevan desde la realidad hasta la vida o visión sobrenatural»28. No sé si se habrá hecho antes o no esta observación, pero en el fondo el trabajo de la literatura fantástica, al utilizar así la sensación, consiste en utilizar contra la ciencia moderna los medios que son propios de ésta, por cuanto la observación sistemática, fundamento de todos los descubrimientos científicos modernos, tiene sus antecedentes en Bacon y sus inmediatos sucesores, los sensacionistas. En fin, al instalarse en el mundo del género fantástico se le subvierte primero al escritor y luego al lector el orden natural de las cosas; y es una experiencia tan agotadora para los nervios como intrigante para el intelecto. Por este motivo, cuando habla de las Historias extraordinarias de Poe su gran traductor francés, Charles Baudelaire, dice: «Poe est l'écrivain des nerfs».

Voy a citar algunas palabras más de la misma página de Baudelaire, porque con ellas se capta en forma elocuente la enervante experiencia del hombre individual que ve subvertírsele el mundo:

Ningún hombre, lo repito, ha contado con más magia las excepciones de la vida humana y de la naturaleza; [...] la alucinación dejando primero lugar a la duda, pronto convencida y razonadora como un libro; el absurdo instalándose en la inteligencia y gobernándola por una espantosa lógica; la histeria usurpando el lugar de la voluntad; la contradicción establecida entre los nervios y el espíritu, y el hombre desacordado hasta el punto de expresar el dolor por la risa29.



Quisiera referirme también un momento a Stephen King, el más conocido de los actuales narradores fantásticos norteamericanos, porque aunque podría parecer una nueva digresión, es de aquellas digresiones que vienen al caso. Las últimas palabras de Baudelaire, sobre la expresión del dolor por la risa, podrían a primera vista sorprender al lector de cuentos de terror. Y sin embargo, si hubiéramos de atenernos a la teoría de King que voy a explicar a continuación, el relato sobrenatural es una forma esencialmente tragicómica; porque dicho escritor estadounidense mantiene que de igual modo que el humorismo por lo grotesco se acerca a veces al horror, el horror se aproxima en ciertos momentos al humorismo. King y cierto colega suyo del género de terror -nos dice aquél- se confesaron en sendas cartas familiares que al estar escribiendo y dar por fin con el detalle más siniestro de la solución de una de sus espeluznantes invenciones, suelen sonreírse y sentir cierta «ominosa jocosidad». En este perverso goce moral, King descubre la «voz» especial del género fantástico30; y esta voz la oye inevitablemente todo lector a través de las reacciones de las figuras que intervienen en leyendas becquerianas como «La cruz del diablo», «El monte de las Ánimas», «El miserere», «El gnomo», «La promesa», «El beso», etc.

Continuaremos ahora el análisis de las reacciones individuales ante el horror, dividiendo los relatos de Gustavo en varios grupos y parejas según la forma que tome lo maravilloso en cada variante; mas primero hace falta distinguir claramente entre dos conceptos diferentes de aquello que constituye lo sobrenatural.



Anterior Indice Siguiente