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ArribaAbajo Capítulo V

Realismo y fantasía: Los personajes



ArribaAbajo I. Consideraciones preliminares

Por su historia y por su técnica la narración fantástica pertenece a la escuela realista; aserto que no sorprende sino a primera vista. Pues el lector recordará inmediatamente que el ambiente en el que se verifica el suceso fantástico que normalmente habríase considerado increíble suele ser, al contrario, creíble, ordinario, prosaico. Recordemos al mismo tiempo la definición del género fantástico que queda expuesta en el capítulo I; porque ya de ella se deduce la necesidad de que el lugar y al menos los personajes secundarios sean presentados en forma realista. La literatura fantástica -decíamos- representa la irrupción con fuerza brutal del misterio suprarracional en el marco de la vida cotidiana. El afán detallista, realista, del escritor fantástico se refleja en las siguientes palabras de Bram Stoker, en su famosa novela de terror Drácula (1897): «Debo seguir escribiendo [...]. Lo grande y lo pequeño, todo tiene que apuntarse; tal vez nos resulten al final más instructivas las cosas pequeñas» (cap. XXII).

Al mismo tiempo señalamos, en el capítulo I, el hecho de que se dan a menudo, en las Leyendas, contrastes entre dos realidades, esto es, situaciones en las que un solo personaje aprehende de dos maneras diferentes un mismo fenómeno, de una manera con el sentido interior o la intuición, y de otra manera con los sentidos corporales; pero, en la práctica, ya variando las reacciones de ese personaje, ya empañándosele su memoria, tienden a fundirse en su concepto la realidad natural y la realidad sobrenatural, o a sustituirse la una por la otra. De donde resulta, por una parte, lógico que las cosas más prosaicas de todos los días se doten frecuentemente de perfiles fantásticos con descripciones expresionistas, y por otra parte, que los seres, sitios y sucesos imposibles se hagan objeto de la más minuciosa descripción de tipo realista (así en parte se realizan, parecen hacerse posibles y reales, esos casos singulares que de otro modo se oponen a las leyes naturales de nuestro universo).

Por el fácil intercambio entre estas dos realidades y sus respectivas técnicas de representación puede juzgarse a la vez la falsedad de ciertas conclusiones que los historiadores literarios acostumbran repetir al hablar de los orígenes del género fantástico en el siglo XVIII. A saber: con un simplismo característico de quienes creen que basta cualquier explicación para un punto que sólo se toca por incidencia, se nos dice que el moderno relato fantástico nace en el siglo XVIII, estimulado por la desesperada hambre de misterio que se sentiría en aquel supuestamente enrarecido ambiente de absoluta abstracción que era la Ilustración, según la imaginan tales historiadores. Nos dicen éstos que concretamente nació el género con la «True Relation of the Apparition of one Mrs. Veal» («Relación verdadera de la aparición de una tal señora Veal»), de 1706, debida a la pluma de Daniel Defoe.

Ahora bien: lo que se olvida en tales estudios literarios es que la Ilustración se caracteriza por una nueva teoría del conocimiento inductiva, sensacionista, observacional, debido a filósofos como Bacon, Hobbes, Locke y Condillac; pienso especialmente en el Ensayo sobre el entendimiento humano (1690) de John Locke. Esto es importante para la historia de la literatura fantástica porque no solamente se nos da, con la completa apertura de los cinco sentidos corporales, la única clave segura para el examen y conocimiento exhaustivo de la realidad material (de donde derivará el minucioso realismo descriptivo de la literatura moderna); sino que, al exponerse esta epistemología, según la que nuestras ideas más abstractas no son más que diferentes combinaciones mentales de las percepciones que logramos por los sentidos materiales, se hace al mismo tiempo el más fino estudio psicológico de la mente humana donde las percepciones sensoriales se transforman en ideas, tanto irracionales como racionales, incluyendo los temores infundados, la creencia en los milagros, las supersticiones, etc. (Todavía a fines del siglo XIX, en los manuales elementales de psicología, de Pedro Felipe Monlau, Antonio López Muñoz, Francisco Giner, Eduardo Soler, Alfredo Calderón, etc. se empezaba por examinar el papel de las sensaciones materiales en la formación de nuestras ideas, figuraciones y temores.)

En plena Ilustración -aludimos brevemente a este dato más arriba-, en una conocida adición al discurso I del tomo V (1733) del Teatro crítico universal, el P. Feijoo, razonando sobre sus percepciones sensoriales, examinó científicamente lo que en una noche nebulosa le había sucedido con la sombra de su propia persona (¿o fue un fantasma?), proponiendo dos posibles desenlaces para la aventura: el que podría haber tenido para los crédulos, y el que de hecho tuvo para un escéptico como él. En el trozo tercero de su Vida (1743), el muchísimo menos moderno doctor don Diego de Torres Villarroel intenta aplicar cierto rigor científico a la investigación del duende o fantasma que traía aterrada a la condesa de los Arcos y su servidumbre, analizando muy bien al mismo tiempo la reacción de los crédulos que vivían en esa ilustre casa. Quiere decirse que tanto Feijoo como Torres, a la vez que intentaban rebatir la superstición, sentían también algo de ese «delicioso estremecimiento» que en 1938 Algernon Blackwood confiesa haber sentido siempre que empezaba a imaginar el plan de un nuevo cuento de terror35.

En fin, lejos de representar una irreflexiva reacción contra un racionalismo excesivo en el setecientos, el género fantástico es hijo legítimo del nuevo racionalismo de sello inductivo científico, no sólo en su dimensión de realismo descriptivo objetivo, que vamos a estudiar ahora, sino también en su otra dimensión no menos importante de análisis del terror en la mente supersticiosa. Pues resulta claro que esto último no habría sido posible sin la existencia previa de una psicología analítica, como la de Locke, o sea, una «ciencia del espíritu», como todavía se decía en la centuria pasada. Tampoco sin tal ciencia habría sido factible, ni comprensible siquiera, la coordinación armoniosa entre medio impersonal y horror individual ante lo desconocido que solamente en la apariencia se oponen como elementos contrarios en la narración fantástica, porque en el fondo, como siempre se revela por el desenlace, son colaboradores cordiales de un efecto artístico unido buscado por un narrador que es hijo de los racionalistas ilustrados (de igual modo que para Locke circunstancia física y mente humana no son sino formas alternas de la materia).

Otro indicio muy claro de la falsedad de la visión simplista del género fantástico como mera rebelión contra la Ilustración es que por muchos años se intentó en vano explicar en la mismísima forma los orígenes del romanticismo, de modo que en el presente contexto no se trata sino de una mala explicación mal adaptada de una corriente literaria a otra. En otras circunstancias, rogaría se me perdonara la digresión, mas estas líneas sobre el análisis científico de lo sobrenatural durante la Ilustración no significan en modo alguno una desviación del tema principal de este capítulo; pues sin que se viera que medio material y superstición irracional se someten a un mismo proceso de observación y examen metódicos (recuérdese la dialéctica entre lo real y lo portentoso que se estudió en el capítulo precedente), habría que suponer que el escritor fantástico era esquizoide, procediendo como científico ilustrado para la descripción objetiva del marco material de la acción, y como vulgar simplón de extravagantes creederas para casi todo lo demás; pero esto difícilmente permitiría la síntesis artística requerida para el desenlace del relato.

En otro aspecto esencial, por lo contrario, es muy acertada la ilación que la crítica actual traza entre la técnica del género fantástico y sus orígenes en la centuria decimoctava. Me refiero a la primera aparición del realismo en el relato fantástico. En su forma moderna, la novela realista y la narración sobrenatural son hijas de una misma camada, por decirlo así, por cuanto una característica fundamental de cada una de ellas nace del nuevo hábito dieciochesco de la observación minuciosa. He aquí lo que dice el conocido crítico y ensayista Jacques Barzun sobre el papel del novelista Daniel Defoe en los comienzos de la moderna narración sobrenatural, en su Introducción a una nueva y curiosa enciclopedia del horror:

Antes que el arte de la novela acostumbrara a los lectores a las descripciones extensas [en el siglo XVIII], las historias populares de casos sobrenaturales eran torpes resúmenes de los hechos; habrían cabido en dos párrafos. [...] Defoe fue el primero en ver que algo más emocionante podía crearse si se desarrollaban las versiones populares. En «La aparición de la señora Veal» dio una muestra hecha y derecha del relato inventado, pormenorizado en la descripción y rico en esos pequeños datos que crean la verosimilitud36.


(A la vista de estas líneas resulta iluminativo recordar que los especialistas de la literatura inglesa atribuyen la invención del moderno «realismo circunstancial» al mismo Defoe, en su novela Moll Flanders, de 1722.)

Al mismo tiempo, no ha de descartarse la importante aportación de la actitud filosófica setecentista al indispensable escepticismo que entra en la habitual dialéctica entre duda y credulidad en la forma actual del género. «Para sentir la inquietud que se intenta estimular con el cuento de fantasmas -dice Barzun-, uno ha de empezar estando cierto de que no existe tal cosa como un fantasma»37. Los Locke, los Fontenelle, los Feijoo, los Voltaire, merced en parte a su escepticismo personal ante la superstición y lo sobrenatural, gozaron de la distancia y objetividad necesarias para el análisis psicológico de la reacción vulgar ante esos fenómenos; e imagínese el singular espanto que pasaría un hombre de tan confiada mentalidad si se viera víctima de una de esas extrañas fuerzas que había considerado inexistentes. Su horror sería tanto más debilitante cuanto que nunca habría creído posible hallarse en semejante situación. Pues bien, he aquí la situación del P. Feijoo ante su sombra-fantasma hasta dar con su solución científica, y he aquí a la vez la desesperada zozobra del personaje escéptico al final del típico cuento fantástico moderno.

Es realmente notable cómo se entrelazan en la estructura del actual relato fantástico esos elementos suyos que provienen de la mentalidad ilustrada dieciochesca. En el cuento fantástico la descripción realista (nacida de la epistemología sensacionista o empírica) es un importante símbolo del escepticismo que el cuentista opone a la superstición (el antiguo blanco de la crítica ilustrada). Porque en el mercado, en la plaza, en el taller, en la cocina de la propia casa, en los sitios donde transcurren las prosaicas horas de la vida cotidiana, ¿cómo suponer la visita de un espectro? Cada pormenor que se añade a la descripción de un local de esta especie parece un nuevo apoyo al escepticismo, una nueva razón opuesta a la posibilidad de los influjos sobrenaturales. En un ambiente que respira tanta seguridad se van desarmando las defensas racionalistas del más descreído; insensiblemente se va acercando éste a su encuentro con lo inesperado, se rinde por fin, y aceptada la nueva dimensión fantástica de la realidad, surge un nuevo objeto digno de minuciosas observaciones y síntesis descriptivas.

Quiere decirse que el realista va practicando su realismo, no ya sobre lo real, sino sobre lo irreal -¿una nueva realidad?- en que aquello real parece haberse ido transformando (hay que tener presente que no es lo mismo un objeto tratado de modo realista, que un objeto real; los procedimientos del arte realista pueden aplicársele al fenómeno más fantástico); y de ahí lo sugerente, para la realización de lo sobrenatural, de la siguiente observación de Clive Barker, el más joven y más popular de los actuales escritores ingleses del género: «Creo que es importante que hagas que tantas cosas reales se rocen con las fantásticas como sea posible»38. Sobre la casi imperceptible transición realista entre lo cotidiano y lo sobrehumano en las más hábiles relaciones fantásticas, el clásico cuentista y crítico de la escuela Lovecraft comenta (a propósito de otro literato que también es considerado como un clásico del género, Algernon Blackwood): «Nunca se ha acercado nadie a la destreza, seriedad y minuciosa fidelidad con que él apunta las sugestiones de lo extraño presentes en las cosas y las experiencias ordinarias, o a la intuición preternatural con que él amontona detalle tras detalle todas las sensaciones y percepciones que llevan de la realidad a la vida o visión sobrenormal»39. El objeto de la mímesis es diferente, mas la técnica es la misma que por los mismos años Azorín recomendaba a un joven novelista que le escribía pidiendo consejos: «En una tarjeta de visita he puesto únicamente estas palabras: 'Pormenores, pormenores y pormenores'. Y nada más»40.

Antes que pasemos a hablar directamente del realismo y la fantasía en las descripciones becquerianas, resta por hacer todavía otra observación preliminar, que me parece útil para la apreciación exacta del papel trascendental que desempeña el arte descriptivo en el género fantástico. En la inmensa mayoría de tales narraciones el desenlace trae sus orígenes de una imprevista alteración producida en las circunstancias extrahumanas, o al menos exteriores a los personajes o testigos principales, y no de una alteración o evolución psicológica que sufran éstos. Por ende, el análisis profundo de los diferentes caracteres humanos no suele ser una preocupación del escritor fantástico. (Esto no quiere decir que no se represente muy eficazmente el miedo en los personajes y otros testigos de la acción fantástica, pues especialmente a partir de Poe se ha captado esta emoción en forma viva y perturbadora; mas con el trasunto del terror, cuya textura psíquica varía poco de un espíritu humano a otro, no se trata del análisis psicológico individual.) En efecto: en esas otras supuestas leyendas becquerianas en las que el desenlace no obedece a ningún portento nacido de circunstancias exteriores al protagonista, sino a interpretaciones arbitrarias y personales que el personaje impone a facetas completamente pasivas de la realidad material y social -por ejemplo, «El rayo de luna», o «Tres fechas»-, se invierten los papeles de la descripción y el análisis psicológico en cuanto a su relativa importancia, y predomina este último elemento. De ahí la falta en estos relatos de la estremeciente «otredad» presente en la mayoría de las narraciones de Bécquer, las fantásticas.

Lo dicho aquí sobre el lugar subalterno del carácter en el cuento fantástico estaba en realidad ya implícito en todas nuestras páginas anteriores; y llámese como se llame el aspecto de la ficción que representa la fuerza sobrenatural -descripción, estilo, o argumento- todos los críticos y cultivadores del género que han reflexionado sobre ello están acordes: la primacía pertenece a este aspecto, y no al carácter. «En la literatura del miedo -escribe Barzun-, el estilo adquiere una importancia mucho mayor que la que tiene en la novela tradicional. [...] El carácter puede jugar o no jugar un papel; lo principal, según con razón dice M. R. James, son "aquellas cosas que apenas pueden expresarse con palabras y que suenan algo absurdas si no se expresan con propiedad"»41. Recuérdese que el aspecto de las Leyendas que la crítica siempre ha destacado como el más artístico es precisamente el estilo, aunque hasta ahora su riqueza estilística no se ha estudiado en relación con su dimensión fantástica. Otra elocuente ilustración de lo acertado de la observación de Barzun es el precioso estilo cuentístico de Lovecraft, que tiene toda la peregrina delicadeza y muchos de los rasgos del estilo narrativo de un Rubén Daró, un Amado Nervo, o un Ramón del Valle-Inclán.

En el prólogo a una de sus colecciones de relatos de terror, Stephen King mantiene una opinión muy parecida a la de Barzun: «El valor de historia domina las demás facetas del arte del escritor; la caracterización, el tema, la tonalidad, ninguna de estas cosas vale nada si la historia es pesada»42 -juicio que recuerda el expresado por Ortega, en Ideas sobre la novela, cuando habla de las deficiencias de Proust-. Los términos descripción, estilo, e historia no significan en modo alguno diferentes preocupaciones técnicas, porque en el género fantástico es frecuente que se entrelacen narración y descripción hasta el punto de casi fundirse, por ejemplo, en «La cruz del diablo», «Maese Pérez el organista», «La corza blanca», etc., de Bécquer.

En todos los relatos fantásticos de Gustavo ocurre un choque entre la realidad natural y la realidad sobrenatural, mas varían de un relato a otro los medios miméticos para la captación de esos dos niveles, así como para su fusión final y la consecuente realización de lo fantástico: es decir, su autenticación mediante su sometimiento a procedimientos descriptivos realistas. Pues la descripción de técnica realista se aplica no solamente a la realidad natural, sino también a la sobrenatural. Utilízanse a la vez figuras retóricas como la metáfora y la hipérbole, que hacen de puentes para facilitar el paso del mundo real al mundo soñado o fantástico, porque con ellas se sugiere la existencia de insospechadas regiones intermedias entre zonas normalmente no relacionadas. La reunión de los indicados marcos de existencia se consigue también con la ya aludida fusión de la descripción y la narración, en donde ésta representa el suceso fantástico, y aquélla el ámbito real y prosaico en el que nos sorprende el portento. Al analizar la ambientación de las leyendas individuales, descubriremos todavía otros procedimientos para el casamiento de las dos realidades, pero su propósito es siempre la realización de lo fantástico, el hacerlo como real.

Las dos constantes en este proceso son, entonces, lo real y lo fantástico. Lo real no representa un problema para el lector; pero ya que la presencia y la aprehensión de lo fantástico en las Leyendas dependen más directamente de las técnicas estudiadas en este capítulo y el próximo que de cualquier otra faceta de la narrativa becqueriana, preguntemos, antes de seguir adelante, en qué consiste, cómo se define, para Gustavo, lo fantástico. Aunque puede habérseme escapado algún ejemplo, reúno a continuación todos los pasajes que yo tenía marcados en las obras en prosa consideradas en estas páginas, en las Rimas y en los otros poemas, en los que aparece el calificativo fantástico u otra voz etimológicamente emparentada. Se verá que los dos conceptos más frecuentemente asociados con estas palabras son la visión sobrenatural (catorce pasajes) y la luz (quince pasajes), y que se unen estos dos elementos en algunas de las muestras. En ocho casos el lugar de la acción está descrito con el ya mencionado adjetivo o iluminado por la luz así descrita. En algún caso la luz, o el grado de luz, está sugerido por alguna palabra como color, hora, etc.

Las referencias corresponden a las páginas de la edición de Obras completas que hemos manejado a lo largo de este libro, y en cada trozo citado he subrayado la voz pertinente:

103: Entre las sombras, [...] entre las ruinas del castillo, [...] se veían correr, cruzarse, esconderse y tornar a aparecer [...] unas luces misteriosas y fantásticas, cuya procedencia nadie sabía explicar


(«La cruz del diablo»)                


117; ... ésta [joya], que resplandece de un modo tan fantástico...


(«La ajorca de oro»)                


122: ... los rayos de luz que, semejantes a blancos y gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves...


(«La ajorca de oro»)                


128: ¡Las ánimas!, [...] en el torbellino de su fantástica carrera...


(«El monte de las Ánimas»)                


140: ... el joven absorto en la contemplación de su fantástica hermosura...


(«Los ojos verdes»)                


154: ... todo lo expresaban las cien voces del órgano [...] con más fantástico color que lo habían expresado nunca.


«Maese Pérez el organista»)                


157: ... desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones débiles...


(«Maese Pérez el organista»)                


167: ... revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones...


(«El rayo de luna»)                


202: ... un cuadro, si no tan fantástico y caprichoso...


(«El Cristo de la Calavera»)                


209: ... un cerco de claridad fantástica y dudosa...


(«El Cristo de la Calavera»)                


219: ... unas galerías subterráneas e inmensas, alumbradas con un resplandor dudoso y fantástico...


(«El gnomo»)                


220: ... la fantástica caverna...


(«El gnomo»)                


246: Creyéndome juguete de una vana fantasía...


(«La promesa»)                


269: ... la corza blanca, cuyo extraño color destacaba con una fantástica luz sobre el oscuro fondo de los árboles


(«La corza blanca»)                


270: ... los colores de la fantasía...


(«La corza blanca»)                


277: ... entre las espesas sombras [...] la fantástica silueta del sargento aposentador...


(«El beso»)                


281-282: ... aquella nocturna y fantástica visión que se dibujaba confusamente en la penumbra de la capilla...


(«El beso»)                


290: Una mujer blanca, [...] su fantástica hermosura, que parece que oscila al compás de la llama...


(«El beso»)                


364: Contribuía a dar un carácter más misterioso a toda la iglesia [...] la fantástica claridad que la iluminaba


(«Tres fechas»)                


412: vano fantasma de niebla y luz.


(rima XI)                


415: unos ojos, los tuyos [...] desasidos fantásticos lucir.


(rima XIV)                


466: ... la parda niebla que, envolviendo / trigos y montes, valles y praderas, / los objetos, fantástica, perdía.


(«Elvira»)                


478: ¡Las dos! Hora misteriosa / de fantasmas y hechiceras, / de espectros y de quimeras / que nos inspiran terror


(«¡Las dos!»)                


480: Hora extraña que parece / de más tarda vibración, / de más fantástico son / y otro diverso compás.


(«¡Las dos!»)                


519: ... personajes fantásticos, unos tras otros van pasando ante mi vista...


(Desde mi celda)                


537: ... impresionada la imaginación [...], se lanzaba a construir con fantásticos materiales uno de esos poéticos recintos...


(Desde mi celda)                


570: ... almenas oscuras, que parecían fantasmas asomados a los muros...


(Desde mi celda)                


En fin: se trata de ficciones en las que el punto culminante estriba en apariciones de seres sobrenaturales, en sitios oscuros y horrendos, escasamente alumbrados por unas misteriosas luces oscilantes; y ciento diecisiete años más tarde, con muchísimo más cultivo del género, sobre todo en los últimos decenios, dudo que exista otra definición o descripción más fiel del contenido de la literatura fantástica que la representada por la reunión de estos pasajes. Es lícito tomar en cuenta los testimonios tomados de «El rayo de luna», «Tres fechas» y Desde mi celda, porque desde el principio hemos utilizado estos escritos como fuentes para la poética becqueriana del género fantástico; y por la enorme unidad de toda la obra de Gustavo, me parece razonable a la vez reunir a los demás textos los de las Rimas, porque la mujer ideal que aparece en éstas es en muchos casos un vaporoso ser sobrenatural, el personaje central de ellas (el poeta) es a menudo un «huésped de las nieblas» en el «mundo de visiones» (rima LXXV), y la luz es de gran importancia para la representación de estas figuras, según se ha demostrado en varios excelentes estudios sobre el verso de Bécquer (véanse, por ejemplo, los que incluí en mi ya mencionada antología de crítica de Bécquer en la serie «El Escritor y la Crítica»). Tampoco habría que olvidar que en la «Introducción sinfónica» de Gustavo se habla de su «fantasía» (OC, 40), que en su cerebro crea seres extravagantes, «semejantes a fantasmas sin consistencia» (OC, 41). Y en esta última página de la indicada introducción existe un período que parece recapitular la doble temática del presente capítulo: «Mis afectos se reparten entre fantasmas de la imaginación y personajes reales».

Es notable la fidelidad de Bécquer a su concepto de lo fantástico en la realización de sus leyendas sobrenaturales. Solamente en dos de las narraciones examinadas aquí («La cueva de la Mora» y «La promesa») no se asocia la luz de ningún modo especial ni con el personaje, ni con el suceso, ni con el escenario del prodigio. El claroscuro es el tono constante de «La cruz del diablo»; pues la oscuridad de la noche está repetidamente puntuada por fuegos, fogatas, hogueras e incendios, y por fin, el espíritu maligno, resistiendo y gimiendo, ocupa todavía el candente metal de su antigua armadura, que veinte obreros con sus martillos sólo a duras penas logran transformar en una cruz al calor de una ancha hoguera. En «La ajorca de oro», las chispas de luz rojas, azules, verdes, amarillas que voltean alrededor de la hermosa imagen de la Virgen infunden miedo a Pedro de Orellana, quien quiere robarle la expresada joya, y por unas sombras y rayos de luz él empieza a hacerse consciente de que se han animado todas las estatuas de la catedral para castigarle. «El monte de las Ánimas» es otra composición en claroscuro con luz casi solamente en la parte II, en el salón del palacio de los con des de Alcudiel, y por la mayor parte oscuridad en las tres partes restantes en las que se anticipa y se realiza lo sobrenatural; por lo cual, se puede decir que en esta historia el portento se acompaña por la «luz negativa», y lo digo en forma tan extraña porque Bécquer es fiel a su patrón, y aun prefiriendo las tinieblas para el efecto especial del desenlace de este relato, lo indica en términos de la luminotecnia, apuntando al principio de la parte III que Beatriz ha «apagado la lámpara» (OC, 129).

En «Los ojos verdes», la mujer fantástica de la fuente de los Álamos tiene cabellos como el oro, rizos como rayos del sol, pestañas como hilos de luz, y las aguas en las que mora echan chispas de luz. Son como hilos de luz las voces que arranca de su órgano el ya muerto maese Pérez el organista; los himnos que toca parecen remontarse al cielo como una tromba de luz; y el espectro del músico muerto se le aparece a su hija iluminado por «una luz moribunda» (OC, 157). La caída a tierra de Teobaldo de Montagut, después de su fantástica cabalgata de cien años, en «Creed en Dios», es anunciada por «un aliento de fuego» y «un mar de luz» (OC, 185). El prodigio de la reedificación y nuevo incendio de la iglesia del monasterio de la Montaña que se realiza cada Jueves Santo, según se cuenta en «El miserere», comienza con una fuerte iluminación espontánea, que se intensifica luego con las llamas. En «El Cristo de la Calavera», cada vez que se tocan las espadas de los amigos fraternales que se han desafiado, se apaga el farolillo que alumbra a la imagen del Salvador en la calle del Cristo, dejando a los duelistas a oscuras y deshaciendo el prohibido encuentro. Ya hemos visto que, en «El gnomo», la caverna donde estos hombrecillos guardan sus tesoros está iluminada por una luz fantástica, y el gnomo que seduce a Marta es «un enano de luz semejante a un fuego fatuo» (OC, 232).

Constanza, Azucena, o sea, la corza blanca, en la leyenda así titulada, se distingue de las demás corzas, porque su «extraño color destacaba con una fantástica luz sobre el oscuro fondo de los árboles» (OC, 269), de lo cual tomamos antes nota. El lector ya ha visto, más arriba, dos trozos de «El beso», en los que la hermosa dama de piedra está descrita con el adjetivo fantástico, ya en la penumbra, ya a luz oscilante; y merece la pena señalar que aun antes, la primera vez que la ve el capitán francés, es «a la dudosa luz de la luna» (OC, 281). En «La rosa de Pasión», Sara es crucificada por los judíos de Toledo «al rojizo resplandor de una fogata que proyectaba las sombras de aquel círculo infernal en los muros del templo» (OC, 299), lo cual lleva a la milagrosa metamorfosis de la conversa muerta en pasionaria.

Estos «luminosos» resúmenes tienen dos virtudes: a la vez que revelan la gran unidad que Bécquer observa en el concepto del suceso fantástico a lo largo de sus relatos pertenecientes a este género, también nos dan una visión de conjunto en realidad muy precisa de aquello que ha de encuadrarse en un marco realista; y con esto último volvemos a tratar del tema principal de estos capítulos sobre la fantasía y el realismo. Lo realista del ambiente en torno al acontecimiento fantástico cumple dos funciones, que son: (1) la de simular por el contraste la sorpresa del descubrimiento; y (2) la aun más importante de realizar o autenticar lo sobrenatural para el lector, que viene siendo preparado poco a poco para tan indispensable concesión, porque se ha habituado anteriormente a prestar fe a otras cosas (eso sí, más normales) contadas y descritas por el narrador. Al mismo tiempo, se da un constante intercambio entre el polo de lo fantástico y el de lo real, hasta tal punto, que los personajes no se dan plenamente cuenta de lo fluctuante que es la «realidad» en la que pretenden afirmar los pies.

Por una parte, la influencia de la descripción realista sobre el elemento sobrenatural en el típico relato fantástico becqueriano es semejante a la de la sociedad moderna sobre el encanto de las viejas costumbres provinciales que se van perdiendo. Quiere decirse que la descripción realista sirve para reducir lo fantástico a términos más prosaicos y familiares. Pero he aquí que en el mismo momento la imaginación de Bécquer va igualmente dotando a la realidad prosaica de nuevos matices. «En una de las visitas que como remanso en la lucha diaria hago a la vetusta y silenciosa Toledo -explica Bécquer en «La voz del silencio»-, sucedieron estos pequeños acontecimientos que, agrandados por mi fantasía, traslado a las blancas cuartillas» (OC, 214; las cursivas son mías). Fantasía convertida en realidad, realidad convertida en fantasía; presentadas ambas con una primorosa atención «realista» a los pormenores, resulta tan creíble la una como la otra.

Las descripciones contenidas en las narraciones fantásticas becquerianas se dividen en cuatro categorías según los objetos descritos: (1) los personajes; (2) los edificios; (3) la naturaleza; y (4) el ambiente. Descripciones detalladas de personajes individuales hay relativamente pocas. La categoría más numerosa la forman las descripciones de edificios; cosa muy explicable tanto por los gustos arquitectónicos del Bécquer autor de la Historia de los templos de España, como por las exigencias del género fantástico. Mas la preponderancia de las descripciones que obedecen a las exigencias de la poética fantástica es especialmente notable cuando se toma en cuenta que las categorías 2, 3 y 4 son en realidad una sola; pues todas ellas se refieren al escenario, las circunstancias: en una palabra, el medio en el que se produce el suceso sobrenatural.

Por muy interesante que sea algún personaje individual en la forma narrativa de la que se trata aquí, esa efigie y sus semejantes acaban casi sin excepción por ser sujetos más o menos pasivos de las extrañas fuerzas que su medio cósmico o terrestre desata contra ellos. De ahí esa deliciosa expectación del terror omnipresente, arrollador y paralizante con la que emprendemos la lectura de un cuento sobrenatural, y de ahí la enorme importancia de las descripciones del medio ambiente en el género fantástico, sobre todo desde que se cuajó su forma moderna en los Tales of the Grotesque and Arabesque (Cuentos de lo grotesco y arabesco) de Poe. En este capítulo y el próximo estudiaremos descripciones representativas de las cuatro categorías ya indicadas, en el mismo orden en que hemos enumerado éstas, teniendo siempre presente que las tres últimas constituyen a la vez entre sí otra más grande y general, y que las separamos en el análisis tan sólo con el motivo de facilitar la organización de estas reflexiones.




ArribaAbajo II. Los personajes

En la práctica, la descripción de los personajes -cuando se trata de grupos de éstos- no se diferencia totalmente de la de los ambientes, por cuanto tales grupos funcionan a menudo como el fondo de la acción. En «Maese Pérez el organista» se hallan dos descripciones de los fieles reunidos en la iglesia del convento de Santa Isabel de Sevilla en la Nochebuena, ambas pormenorizadas y realistas, pero de tonalidad hiperbólica la primera, puesta en boca de la demandadera, mujer del pueblo (cap. I), y de tonalidad objetiva la segunda, que está a cargo del narrador omnisciente (cap. II). La segunda, que representa la realidad social nada maravillosa en la que se revelará el prodigio, es la menos extensa e individualiza a menos fieles, pero por la coincidencia de las dos en ciertos aspectos, como la gravedad de los caballeros veinticuatro y las sonajas y panderos del pueblo, queda muy claro que el modelo «real» de las dos descripciones es el mismo. Pero, ¿por qué dos descripciones de la misma escena, de las cuales ni la menos extensa es en realidad corta?

El hecho de que la visión objetiva esté pospuesta a la hiperbólica (colocada después de ésta) funciona como un vaticinio de que en esta Sevilla del Siglo de Oro la realidad natural será superada por la sobrenatural. Merced a la hipérbole, vehículo normal de la admiración en tipos vulgares al cual recurre repetidamente la demandadera en su descripción, el medio real, el mismo aire, parece potenciado desde el principio para acontecimientos que serán todo lo contrario de vulgares. La hipérbole, por un lado, es vulgar, mas al mismo tiempo, en vista de la índole de esta figura retórica, es uno de los mejores puentes para el paso de lo humano a lo sobrehumano. Veamos algunas de las hipérboles de la demandadera.

Según ésta, cierto avaro de Sevilla, que ha venido a Santa Inés a oír la misa de la Nochebuena, «sólo tiene más ducados de oro en sus arcas que soldados mantiene nuestro señor el rey don Felipe» (OC, 143). El entusiasmo de esta humilde devota por el obispo lleva a toda una serie de hipérboles:

¿Qué resplandor es aquél?... ¡Hachas encendidas! ¡Literas! Es el señor arzobispo. La Virgen Santísima del Amparo, a quien invocaba ahora mismo con el pensamiento, lo trae en mi ayuda... ¡Ay! ¡Si nadie sabe lo que yo debo a esta Señora!... ¡Con cuánta usura me paga las candelillas que le enciendo los sábados!... Vedlo qué hermosote está con sus hábitos morados y su birrete rojo... Dios le conserve en su silla tantos siglos como deseo de vida para mí. Si no fuera por él media Sevilla hubiera ya ardido con estas disensiones de los duques, etc., etc.


(OC, 144)                


Resalta lo hiperbólico de esta descripción tanto más cuanto que la escucha una mujer muy ingenua, la comadre Baltasara, a quien la demandadera va explicando la importancia de cada cristiano que llega al templo.

«¿No conocéis a maese Pérez? -le pregunta la demandadera a Baltasara, contestando a la vez por ella-: Verdad es que sois nueva en el barrio» (OC, 145). He aquí que la reacción de Baltasara ante la realidad cotidiana (todo es nuevo para ella; inevitablemente quedará admirada) es análoga a la de los parroquianos habituales de Santa Inés y el lector ante el milagro que se obra al final del relato; por lo que en la actitud de la oyente de la descripción oral hiperbólica debida a la demandadera, se anticipa la reacción general ante el prodigio que se presenciará en las siguientes Nochebuenas. Es más: en el paisaje humano que va pintando la demandadera ya se prefigura en cierto modo el prodigio que asombrará a Sevilla. Al describir al organista maese Pérez, la demandadera vuelve a dirigirse a Baltasara: «Porque no sé si os lo he dicho, pero el pobre es ciego de nacimiento» (OC, 145). Entre tocar el órgano estando parcialmente muerto para este mundo (esto es, careciendo de uno de los principales sentidos corporales) y tocar el órgano estando enteramente muerto, hay menos diferencia que entre tocarlo un vivo y tocarlo un muerto en la acepción normal de estas palabras. Difícilmente se lograría mejor puesta en escena para la maravilla de la iglesia de Santa Inés que la que consigue Gustavo con estos sencillos toques.

Mas recordemos que el género fantástico depende de una dialéctica entre fe y escepticismo, entre lo sobrenatural y lo natural; y si bien la descripción contenida en el capítulo I de «Maese Pérez el organista» sirve para sugerir que el prodigio es posible en el mundo real, la contenida en el capítulo II nos planta los pies firmemente en la realidad. Pues sin que se niegue en la segunda descripción de los fieles cualquier característica registrada en la primera, todo el panorama humano queda reducido a lo aceptable para cualquier observador, porque el estilo descriptivo es ahora el de un inventario, de una lista, esto es, que tenemos una enumeración de rasgos en la forma sencilla y abierta habitual en la descripción realista, sin nada de exageración. Merced al efecto combinado de las dos descripciones, los personajes y los lectores se hallan dispuestos a aceptar la maravilla, pero no tan alejados de la prosa de la realidad, que no se asombren ante la realización de lo imposible, la sorpresa de la revelación. Mas, al mismo tiempo, por estar inmersos en la realidad y por estar acompañados de tantos testigos de carne y hueso al revelarse el milagro, casi viene a parecernos tan natural el que un músico toque el órgano después de muerto como el que se celebre la misa del Gallo todos los años. ¿Se ha hecho más real el elemento fantástico, o menos real el mundo que acostumbramos a llamar objetivo? Sigue la dialéctica habitual en el género fantástico, pero esta vez se ha formulado al nivel de la descripción.

En otro memorable pasaje descriptivo de «Maese Pérez el organista» no hace falta puente ni dialéctica ni proceso de mutua adaptación de ninguna clase para reunir el enfoque objetivo del escritor realista y la experiencia sobrenatural. (El tema de la indicada descripción no es ni un personaje ni la escena, pero valga el derecho a la digresión, porque no había que dejar este ejemplo fuera.) Se trata de la descripción becqueriana, muy becqueriana, de la música de maese Pérez, la cual empieza así: «Cantos celestes como los que acarician los oídos en los momentos de éxtasis, cantos que percibe el espíritu y no los puede repetir el labio», etc. (OC, 154). Y sigue con otras figuras tan características del Gustavo de las Rimas como un «rumor de hojas que se besan», «una saeta despedida a las nubes», unos «himnos alados» y «una tromba de luz». Aquí la dialéctica fantástica se nos da hecha; con el gran talento del organista ya se había vencido la dificultad, por decirlo con una expresión típica de los críticos clásicos; porque en esta etérea música parecen coincidir desde el comienzo realidad objetiva y vivencia extranormal. La música de maese Pérez es de carácter tan sublime, que si el oyente más desapasionado describiera su reacción ante ella, coincidiría inevitablemente con el narrador en algún calificativo o figura. En fin, en este caso realista, objetivo, poético y fantástico son sinónimos.

Mas volvamos ya a las descripciones de personajes enfocando, en «La promesa», otra pareja de descripciones de grupos humanos, en las cuales la técnica es en parte semejante a la que hemos distinguido en «Maese Pérez el organista». Son las descripciones: 1) de la salida de la mesnada del conde de Gómara para la guerra contra los moros, así como de los apiñados curiosos que han venido a ver esa rica y noble procesión; y 2) del real de los cristianos en el frente (OC, 243-245, 248-250, respectivamente). En ambas aparecen por lo menos algunos de los mismos personajes: el conde, su escudero, los farautes, etc. La primera de estas descripciones está concebida como preparación psicológica para la aceptación del milagro de la mano y en cierto modo como anticipo de éste; y la segunda conduce directamente al milagro. Son realmente impresionantes, en ambas descripciones, el colorido, la luz, las voces de la multitud, de las trompetas, de los timbales; y los innumerables pormenores sobre los trajes, las armas, las máquinas de guerra, las tiendas de campaña, los muebles de las tiendas, las enseñas, los escudos, y por fin, las baratijas y bálsamos que vende el extraño juglar y mensajero de lo sobrenatural que aparece al final de este amplio y detallado panorama.

El estilo descriptivo es igual al que está utilizado en «Maese Pérez el organista», es decir, que es detallista, de inventario, en una palabra, realista; ejemplo de la técnica que en relación con la novela histórica romántica yo acostumbro a llamar «realismo de tiempo pretérito» (en este relato becqueriano estamos en la época de Fernando III el Santo). Es más: en el mismo texto de la segunda de estas admirables descripciones se halla una clarísima alusión autocrítica de Bécquer a este realismo y su conciencia de estar manejando tal estilo por las razones que vamos viendo: a esta descripción del real de los cristianos la llama «cuadro de costumbres guerreras» (OC, 249). Aquí basta recordarle al lector la archiconocida relación histórica entre costumbrismo y realismo.

Además, el realismo que sirve de término comparativo para la vivencia de lo sobrenatural en «La promesa» está subrayado por dos muy hábiles alusiones becquerianas a un género realista clásico, contenidas, la primera en el diálogo entre Margarita y el conde en el capítulo I, y la otra en el mismo texto de la segunda descripción extensa. Al llegar a la segunda referencia, el lector se da cuenta del sentido de la primera. Entre los entretenidos relatos que recita el juglar en el apartado IV de «La promesa», figuran ciertas «historias de amores picarescos» (OC, 250); y en efecto: el conde ha llevado sus amores con Margarita, mujer humilde del pueblo, en forma auténticamente picaresca, pues si el pícaro clásico se fingía noble para cortejar a una dama de esclarecido linaje, el protagonista becqueriano se finge plebeyo para seducir a una honrada doncella de clase más modesta, y el alevoso señor de Gómara se inventa la correspondiente autobiografía picaresca o «realista», en la cual representa, no su papel normal de conde, sino el de su propio escudero predilecto. El «escudero» declara a la vez la gratitud que siente hacia su señor.

Huérfano oscuro, sin nombre y sin familia, a él le debo cuanto soy. Yo le he servido en el ocio de las paces, he dormido bajo su techo, me he calentado en su hogar y he comido el pan a su mesa. Si hoy lo abandono, mañana sus hombres de armas al salir en tropel por las poternas de su castillo, preguntarán maravillados de no verme: «¿Dónde está el escudero favorito del conde de Gómara?», etc. .


(OC, 242)                


He aquí un primer capítulo de novela picaresca en miniatura, expresado además en el obligatorio estilo narrativo de primera persona. El novelista realista del siglo XVIII José Francisco de Isla había ya interpolado en su Cartas de Juan de la Encina una novela picaresca embriónica hasta cierto punto semejante a la presente. Mas lo significativo de las alusiones picarescas que nos ocupan ahora es que por ellas se revela la honda conciencia que tenía Gustavo de estar entretejiendo, para la poiesis de su relato, hilos literarios de muy diversa índole y procedencia. En otro capítulo, hemos comentado la función «periodística» del romance que el juglar recita en «La promesa», y tal función apunta también al realismo circunstancial del que vamos ahora percatándonos por otras vías.

Veamos ahora cómo, en «La promesa», el hilo de lo sobrenatural va introduciéndose entre esos otros hilos de la realidad natural descrita con técnica realista. Al comienzo del capítulo I de El ocaso de la Edad Media, J. Huizinga observa que la vida era tan dura y peligrosa en el medievo, que para aliviar su triste tonalidad se tendía a revestir cualquier suceso fuera de lo común -un viaje, una tarea nueva, una visita, una procesión- de cierto carácter ceremonial y ejemplar. Pues bien, esto lo vemos reflejado precisamente en ese aluvión de humildes que vienen a ver la salida de la hueste de Gómara y en el consecuente ambiente de latente hipérbole, en el apartado II de «La promesa» (recuérdese la actitud hiperbólica de la demandadera en «Maese Pérez el organista»). Son iluminativos estos fragmentos de la primera de las dos descripciones extensas contenidas en la leyenda:

... ya haría cerca de una hora que los curiosos esperaban el espectáculo [...]. La multitud corrió a agolparse en los ribazos del camino por ver más a su sabor las brillantes armaduras [...] A los farautes siguieron los heraldos de corte, ufanos con sus casullas de seda, sus escudos bordados de oro y colores y sus birretes guarnecidos de plumas vistosas. Después vino el escudero mayor de la casa [...], y al estribo izquierdo, el ejecutor de las justicias del señorío vestido de negro y rojo. Precedían al escudero mayor hasta una veintena de aquellos famosos trompeteros de la tierra llana [...] pasaron los hombres de armas del castillo, formados en gruesos pelotones, que semejaban a lo lejos un bosque de lanzas.


(OC, 244-245)                


Realidad inmediata, realidad inventariada (pues el texto completo de esta descripción contiene infinitos detalles más), pero realidad tan llena de colores y sonidos, que deslumbra; quien ha visto esto será ya apto para creer en lo maravilloso. Realidad y presencia físicas, pero en su mitad hay otra presencia olvidada, frágil, casi espectral: «... entre la confusa vocería se ahogó el grito de una mujer, que en aquel punto cayó desmayada» (OC, 245). Es Margarita, quien acaba de descubrir en la fisonomía del soberbio señor de la hueste las facciones de su amado «escudero» de orígenes supuestamente tan oscuros, y su desmayo en esta escena es como un presagio de su existencia fantasmal como mano desprendida de su cuerpo, en los apartados siguientes de la relación.

Entre los apartados II y III de «La promesa», según se desprende después del «informe periodístico» del juglar, el hermano de Margarita la ha matado por haber deshonrado a su familia; y en la batalla, así como en su tienda de campaña, en el real de los cristianos, el conde de Gómara ve la aparición de la mano de la doncella, en la cual había puesto un anillo, símbolo de una falsa promesa de matrimonio: la mano atiende al conde a todas horas, le protege en la lid, le descorre las cortinas de su lecho por la noche. Hemos comentado antes la aparición de la mano y la «locura» del conde en relación con otro tema. Si vuelvo ahora a recordarle al lector tales detalles, es porque quisiera añadir la observación de que un aparecido en la medida en que es el efecto de una enfermedad mental es un tema que se presta al más severo realismo; y así el hecho de que el conde pase por loco para su fiel escudero por haber confesado ver esa misteriosa mano moviéndose por los aires, es otro nuevo puente (como las hipérboles antes estudiadas) entre los dos niveles entre los que habitualmente se articula la realidad nueva del género fantástico. Si hemos reconocido la autenticidad del fenómeno de la mano desde un punto de vista, nos será relativamente fácil seguir reconociéndola, aun cuando el narrador nos vaya insensiblemente cambiándonos las premisas para nuestra conclusión. He aquí otro ejemplo de cómo el realismo de lo sobrenatural arranca del realismo de lo natural; y el lector de «La promesa» se sentirá cada vez más dispuesto a conceder un valor objetivo al milagro de la mano espectral.

El escudero del conde tarda aún más que el lector moderno en abandonar su actitud escéptica, pero para que el uno y el otro acaben de convencerse de la realidad de lo sobrehumano, tienen que reafirmar los pies en la prosa cotidiana y escuchar la extraña relación del juglar en la presencia de numerosos testigos de carne y hueso, y la caracterización de los personajes que forman este público de testigos es la misión de la segunda descripción extensa contenida en «La promesa», la cual vamos a examinar ahora.

Hemos aludido ya en forma general a la técnica realista de la descripción del real de los cristianos. Enfoquemos ahora ésta algo más de cerca para poder apreciar el realismo del estilo con que se hace la menuda catalogación de las infinitas facetas de la realidad guerrera que se describe. Es sintomático el principio de la larga descripción. Si fotografiáramos con palabras un campamento militar moderno, los detalles del contenido de la descripción y las voces serían diferentes, mas la forma o técnica estilística sería idéntica, esto es, enumerativa, inventarista, abierta a la posible inclusión de infinitos pormenores más de la realidad circundante. De ahí el notable efecto realista que produce el trozo siguiente, pese a lo hoy poco familiar de lo descrito (realismo de tiempo pretérito):

Tendidas a lo largo de la llanura mirábanse, pues, tiendas de campaña de todas formas y colores, sobre el remate de las cuales ondeaban al viento distintas enseñas con escudos partidos, astros, grifos, leones, cadenas, barras y calderas y otras cien y cien figuras o símbolos heráldicos que pregonaban el nombre y la calidad de sus dueños. Por entre las calles de aquella improvisada ciudad circulaban en todas direcciones multitud de soldados, que, hablando dialectos diversos y vestidos cada cual al uso de su país y cada cual armado a su guisa, formaban un extraño y pintoresco contraste.

Aquí descansaban algunos señores de las fatigas del combate, sentados en escaños de alerce a la puerta de sus tiendas y jugando a las tablas, en tanto que sus pajes les escanciaban el vino en copas de metal; allí algunos peones aprovechaban un momento de ocio para aderezar y componer sus armas rotas en la última refriega, etc., etc., etc.


(OC, 248-249)                


Notemos inmediatamente dos términos muy importantes contenidos en este pasaje: a saber, extraño y pintoresco. Ambos entran en la composición de la frase «extraño y pintoresco con traste». Pero primero prefiero comentar separadamente la conjunción de las dos palabras finales: «pintoresco contraste». Trátase de una combinación de términos de uso casi tan frecuente en pasajes autocríticos de costumbristas como Mesonero Romanos, Estébanez Calderón y Larra como la otra de «cuadro de costumbres» que, según quedó indicado anteriormente, también se halla empleada en la descripción del real de los cristianos. El que busca el «pintoresco contraste» intenta captar con todo su colorido y con toda su perspectiva, como en pintura, la contradictoria realidad de las personas y las cosas; es un escritor movido por un afán realista, aspira a agotar todos los aspectos del mundo representado. Bécquer, empero, toma nota al mismo tiempo de que de ciertas combinaciones de estos aspectos reales nace un carácter «extraño» que se proyecta sobre un determinado medio y sus moradores. Quiere decirse que lo sobrenatural está siempre latente en la realidad cotidiana; y en esas limitadas ocasiones en que se revela la cara oculta de nuestras circunstancias, descubrimos la inexactitud del término sobrenatural, pues no son en el fondo sino casos excepcionales, poco frecuentes pero no por eso menos reales, de lo natural.

En los párrafos siguientes a las líneas que hemos estado comentando, encontraremos en la descripción de los guerreros cristianos y sus acompañantes una actitud que favorecerá la concesión de la fe a lo sobrenatural, y veremos a la par, en la misma descripción, dos casos más del adjetivo extraño con la acepción ya indicada, los cuales son como presagios de la última aparición de este calificativo en el apartado V y final de «La promesa», donde se ata ese extraño nudo entre un hombre vivo y la mano de una mujer muerta. Dudo que haya ilustración más elocuente que ésta de la brillante disposición de Gustavo para el género fantástico: con una sola voz oportunamente sembrada a lo largo de varias páginas, no sólo anuncia el desenlace de un relato fantástico individual, sino que explica el parentesco entre la realidad natural y la sobrenatural que caracteriza a todo el género.

Distingamos ahora con más detalle las vislumbres de la conclusión sobrenatural que se entretejen con cosas prosaicas en la segunda de las largas descripciones de grupos humanos en «La promesa». En los soldados, los pajes y otra gente me nuda del real se manifiesta la misma tendencia a embaírse y expresarse en forma hiperbólica que hemos destacado en la descripción de los habitantes humildes del pueblo de Gómara con ocasión de la salida de los hombres de armas del conde par a la guerra. En el real, para descansar, «cubrían de saetas un blanco los más expertos ballesteros de la hueste, entre las aclamaciones de la multitud, pasmada de su destreza» (OC, 249; las cursivas son mías). Al mismo tiempo, «los gritos de los farautes que publicaban las ordenanzas de los maestros de campo, llenando los aires de mil y mil ruidos discordes, prestaban a aquel cuadro de costumbres guerreras una vida y una animación imposible de pintar con palabras» (loc. cit.). Al juglar-baratijero los soldados «lo escuchaban con la boca abierta» (loc. cit.), aun antes que recitara el extraño «Romance de la mano muerta». Entre otras cosas singulares, vendía el romero «bálsamos maravillosos para pegar a hombres partidos por la mitad» (OC, 250).

Ahora bien: por entre estos embelesados hombres vulgares atraviesa el conde, quien venía viendo la visión de la mano desde hacía días, y el atribulado noble parece ya dominado por algún encantamiento extraterrestre. «Andaba maquinal mente, a la manera de un sonámbulo, cuyo espíritu se agita en el mundo de los sueños, se mueve y marcha sin la conciencia de sus acciones y como arrastrado por una voluntad ajena a la suya» (OC, 249). Ya está puesta la escena psicológica, y no hace falta sino trazar la relación entre la constante visión del conde, la receptiva expectación de la soldadesca y el «Romance de la mano muerta». Nótese, en el siguiente comentario de Gustavo sobre el conde, la clarísima identificación del adjetivo indicado con el poder sobrenatural: «Por una coincidencia, al parecer extraña, el título de aquella historia respondía en un todo a los lúgubres pensamientos que embargaban su ánimo» (OC, 250). En las líneas inmediatas, se repite el término: «Al oír el escudero tan extraño anuncio, pugnó por arrancar a su señor de aquel sitio» (loc. cit.). (El anuncio es, desde luego, el del título del consabido romance por el juglar.) En este momento el escudero todavía cree loco a su señor; mas luego de escuchada la hermosa aunque tétrica relación poética, «la extraña memoria del casamiento del conde» (OC, 253) vendrá a confirmar el estrecho lazo que existe entre la realidad fantástica y la prosaica de nuestro mundo.

Las descripciones de grupos humanos -personajes colectivos- que acabamos de analizar, en relación con su papel en la dialéctica fantástica, son las más extensas y complejas contenidas en las Leyendas (no las hemos reproducido íntegras), en parte debido al hecho de que en ellas el medio tiende a unirse a los personajes como objeto secundario del escrutinio, especialmente en el «cuadro» del real de los cristianos. Las restantes descripciones de personales, contenidas en las Leyendas son todas más breves por serlo de figuras individuales, y tienen en común con las descripciones del ambiente que examinaremos en el próximo capítulo el hecho de que no tienen objetos secundarios. Comencemos con la descripción de la misteriosa mujer de los ojos verdes en la leyenda así titulada; en este retrato se nos dan ya fundidas las dos realidades, vencida ya la natural por la sobrenatural.

A continuación he reunido varios trozos descriptivos de «Los ojos verdes». Fernando de Argensola hace de narrador, y al final habla la mujer fantástica:

Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa [...] una tarde encontré sentada en mi puesto, vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto..., sí, porque los ojos de aquella mujer eran los ojos que yo tenía clavados en la mente, unos ojos de un color imposible, unos ojos... [...] Ella era hermosa, hermosa y pálida como una estatua de alabastro. Uno de sus rizos caí a sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro. [...] sus labios se removieron como para pronunciar algunas palabras; pero sólo exhalaban un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los juncos. [...] -Yo vivo en el fondo de estas aguas, incorpórea como ellas, fugaz y transparente: hablo con sus rumores y ondulo en sus pliegues.


(OC, 137-140)                


El estilo de estas líneas es el habitual en la descripción realista -enumeración detallista de datos sensoriales, en forma abierta, sencilla, con pocos tropos-, mas aquí vamos a llamar a este estilo no tanto realista como realizador; porque al someterse conjuntamente al mismo tratamiento «fotográfico» la realidad objetiva de la naturaleza y la fantástica que o se le revela a Fernando, o que éste imagina al interior de aquella primera, también la segunda se reviste de suficiente objetividad para imponerse y aterrar a quienes pasamos unas horas en el mundo becqueriano. Aquí no hacen falta metáforas para extender un puente entre las dos realidades: el simple estilo enumerativo basta para puente, porque Gustavo selecciona aspectos que las dos realidades tienen en común y que pueden describirse con unas mismas voces. El efecto es que la «misteriosa amante» (OC, 139) deviene tan verdadera como la fuente de los Álamos y la vegetación que la enmarca.

Verbigracia, las palabras lamento, cantar, rumor, flotar, oro, luz, esmeralda, velo, pliegues, suspiro, incorpórea, etc. se refieren a un mismo tiempo a las dos realidades (la mujer fantástica y su entorno natural); dos de ellas se hallan repetidas: rumor y pliegues, y esta última aún está presente por tercera vez en forma implícita en esas largas ropas de la sombra femenina que flotaban sobre la superficie de las aguas y que serían al mismo tiempo unas plantas acuáticas flotantes enredadas con otras trepadoras enraizadas en las márgenes de la fuente. Y evidentemente, le pertenecían tanto a esta naturaleza objetiva como a la encantadora pero siniestra lamía los «brazos delgados y flexibles que se liaban a su cuello» (OC , 141), al sumirse el primogénito de Almenar en su acuático sepulcro. La visión se hace verosímil, ya a nivel de alucinación, ya a nivel de auténtico fenómeno sobrenatural. Felizmente no se nos obliga a escoger entre una posibilidad y otra.

Las descripciones de personajes individuales en «El gnomo», «La corza blanca» y «La rosa de Pasión» son de tipo realista en el sentido más convencional del término, en la medida en que sólo se consideren en sí como tales descripciones. La descripción de las hermanas Marta y Magdalena, en el primero de los tres relatos mencionados, va más lejos; raya en el estilo naturalista:

Marta y Magdalena eran hermanas. Huérfanas desde los primeros años de la niñez, vivían miserablemente a la sombra de una parienta de su madre, y que a cada paso les hacía sentir con sus dicterios y sus humillantes palabras el peso de su beneficio. Todo parecía contribuir a que se estrechasen los lazos del cariño entre aquellas dos almas hermanas, no sólo por el vínculo de la sangre, sino por los de la miseria y el sufrimiento, y, sin embargo, entre Marta y Magdalena existía una sorda emulación, una secreta antipatía, que sólo pudiera explicar el estudio de sus caracteres, tan en absoluta contraposición con sus tipos.

Marta era activa, vehemente en sus inclinaciones y de una rudeza salvaje en la expresión de sus afectos. No sabía ni reír ni llorar, y por eso no había llorado ni reído nunca. Magdalena, por el contrario, era humilde, amante, bondadosa, y en más de una ocasión se la vio llorar y reír a la vez como los niños.

Marta tenía los ojos más negros que la noche y de entre sus oscuras pestañas diríase que a intervalos saltaban chispas de fuego como de un carbón ardiente.

La pupila azul de Magdalena parecía nadar en un fluido de luz dentro del cerco de oro de sus pestañas rubias. Y todo era en ellas armónico con la divina expresión de sus ojos. Marta, enjuta de carnes, quebrada de color, de estatura esbelta, movimientos rígidos y cabellos crespos y oscuros, que sombreaban su frente y caían por sus hombros como un manto de terciopelo, formaba un singular contraste con Magdalena, blanca, rosada, pequeña, infantil en su fisonomía y sus formas, y con unas trenzas rubias que rodeaban sus sienes, semejantes al nimbo dorado de la cabeza de un ángel.


Ningún sentimiento era común entre ellas. Nunca se confiaron sus alegrías y pesares, etc., etc.


(OC, 223-225)                


A la vista de tal descripción, no podemos menos de lamentar que no haya alcanzado el corto vivir de Bécquer para que realizara los proyectos de novela social que dejó mencionados entre sus apuntes: especialmente, la novela «social media » que se habría titulado Vivir o no vivir, y la novela «social baja» que había de rotularse Quince días de trueno (OC, 1.231), en las cuales Marta y Magdalena hubieran podido instalarse como en tierra propia. Son notables los aspectos siguientes de la descripción que copié hace un momento: el toque naturalista del duro medio en el que las hermanas se veían obligadas a vivir; la sugerencia de determinismo ambiental en el caso de Marta (duro medio de la casa de la parienta, duro temperamento de Marta); el estilo pormenorizado fotográfico; la frase «el estudio de sus caracteres» en el primer párrafo del pasaje citado, junto con el hecho de que en el retrato de las huérfanas se proponen evidentes paralelos entre sus rasgos físicos y sus rasgos psicológicos.

Se ha investigado la influencia de la seudociencia fisonómica de Johann Caspar Lavater (1741-1801) sobre la descripción de personajes en la novela decimonónica de Inglaterra, Francia y Alemania, por ejemplo, en Physiognomy in the European Novel. Faces and Fortunes (Princeton University Press, 1982), de Graeme Tytler, en donde se ve que los fisonomistas y sus discípulos entre los novelistas realistas interpretaban el carácter de sus sujetos leyéndolo, no sólo en el rostro de éstos, sino en toda su persona física, como sucede en las líneas becquerianas de que nos ocupamos ahora. Una alumna mía está actualmente escribiendo su tesis doctoral acerca de la influencia de la fisonomía sobre la caracterización en el cuadro de costumbres, la novela romántica y la novela realista en España durante el siglo XIX, y la muestra contenida en «El gnomo» es significativa. No deja de ser curioso, en efecto, que incluso aparezca en el presente pasaje la voz fisonomía (aunque no en su acepción más técnica), junto con la ya señalada frase «el estudio de sus caracteres».

Así, por un lado, las huérfanas parecen ser objeto de un tratamiento realista, sin más ni más. Su suerte es aun más desesperada que la de las otras muchachas del triste pueblo; su vida, aun más prosaica y real; y si entre chicas tan ordinarias los gnomos han de elegir su víctima o compañera nueva, lo sobrenatural quizá sea también una cosa de todos los días, no obstante no dejarse ver sino de vez en cuando. Ha hecho falta subrayar tan fuertemente lo «real» a fin de que se nos confirmara la sencilla verdad de que lo sobrenatural no es sino el revés de lo natural. Y en relación con esto, habría que suponer que detrás del duro temperamento natural de Marta se da otro oculto que la dispone para ser la electa de los siniestros hombrecillos que viven en las entrañas de los montes. Lo sobrenatural en «El gnomo» es de signo satánico: «los huéspedes más terribles del Moncayo» son «unos espíritus diabólicos», peores aún que los lobos que se oye «aullar en horroroso concierto» (OC, 218), y de esos espíritus diabólicos los más peligrosos son los gnomos que guardan ricos tesoros de piedras preciosas y toda manera de joyas de oro y plata en los subterráneos donde moran. La táctica de estos diabólicos homúnculos con las muchachas es insinuarse con ellas deslumbrándolas «con promesas magníficas» (OC, 219). Pero volvamos ya a la descripción «realista» de Marta y Magdalena.

Cada huérfana tiene también su cara oculta sobrenatural (como la tiene el conjunto de la realidad en el género fantástico), según se desprende de los vocablos seleccionados para retratarlas, en el largo pasaje ya reproducido. Se representa a Marta con términos como los siguientes: altiva, vehemente, salvaje, no llora, no ríe, ojos más negros que la noche, oscuras pestañas, chispas de fuego, carbón ardiente, enjuta, quebrada de color, esbelta, movimientos rígidos, cabellos oscuros que sombreaban su frente; y en cambio, se pinta a Magdalena con palabras diametralmente opuestas por su sentido a las del primer grupo: humilde, amante, bondadosa, llora, ríe, pupila azul, pestañas rubias, armonía, blanca, rosada, pequeña, infantil, nimbo, cabeza de un ángel. Evidentemente, una hermana es un demonio en faldas, y la otra es un querubín. Ningún «espíritu diabólico» habría tardado en descubrir en Marta una digna compañera, y es precisamente Marta la que no vuelve nunca de la visita nocturna que las muchachas hacen a la fuente del lugar, cuyas aguas hay que recordar que brotan de un manantial en el subterráneo -infierno en miniatura- de los gnomos.

Es más: se manifiesta una obsesionante consonancia entre ciertos términos de la descripción de Marta y la del tesoro de los diabólicos gnomos por el que se sienten atraídas todas las jóvenes del lugar, Marta sin duda más que ninguna. Recuérdese que «Marta tenía los ojos más negros que la noche, y de entre sus oscuras pestañas diríase que a intervalos saltaban chispas de fuego como de un carbón ardiente» (OC, 224). Compárense las palabras que he escrito en letra cursiva en las líneas precedentes con las que voy a subrayar ahora en este nuevo trozo: «Y todo [el tesoro] brillaba a la vez, lanzando chispas de colores y unos reflejos tan vivos, que parecía como que todo estaba ardiente y se movía y temblaba» (OC, 221). Queda claro que Marta es hija espiritual de los gnomos que guardan los tesoros. Mas ni aun aquí para la portentosa sinfonía ígnea que vamos viendo. Ya antes, en este capítulo, con otra intención, hemos llamado la atención sobre el hecho de que las galerías subterráneas de los gnomos estaban «alumbradas con un resplandor dudoso y fantástico» (OC, 219). Lo que todavía queda sin mencionar, sin embargo; lo que completa esta llameante composición es el hecho de que los gnomos, como tantos otros habitantes satánicos de la literatura fantástica, estaban «transformándose continuamente, ora parecían criaturas humanas deformes y pequeñuelas, ora salamandras luminosas o llamas fugaces» (OC, 220; las cursivas son mías). ¿Hemos realizado lo fantástico, o convertido en fantasía lo real? ¿Qué otro escritor sino Bécquer sería capaz de tanta unidad, tanto arte en el género sobrenatural, y eso en una de sus leyendas menos conocidas?

En «La corza blanca» hay dos descripciones de personajes, de técnica realista: una del zagal Esteban, y la otra de Constanza, sin tomar en cuenta alusiones descriptivas a otros personajes diseminadas a lo largo de la narración. Examinaremos aquí las dos descripciones propiamente dichas, que son especialmente interesantes por ser de índole completamente contraria la una a la otra, aunque coadyuvan al mismo efecto literario. El retrato de Esteban se concentra en lo corpóreo, a lo cual se añade apenas un apunte sobre su psicología o carácter moral; el brevísimo retrato de Constanza se ocupa principalmente de su carácter, limitándose en lo físico a una referencia tan sólo a esos rasgos que la hija de don Dionís comparte con la maravillosa corza en que se metamorfosea para jugar con sus compañeras en el bosque: ante todo, el ser ora rubia en su identidad humana, ora blanca en su otra identidad animal. La primera descripción, por ser de tipo material, y por ser el tonto y vulgar Estaban el primero en sorprender el secreto de las corzas, proporciona, cerca del principio del relato, un firme amarradero, por así decirlo, para el caballo de la fantasía; la otra, siendo de tipo inmaterial y hallándose todavía en la primera mitad de la leyenda, nos levanta en las vaporosas alas de la imaginación hacia la región de lo sobrenatural. Desde el comienzo del cuento, según su costumbre, Bécquer nos identifica igualmente con lo prosaico y lo extranormal, para que asimilándose estos términos en nuestra imaginación, el conjunto parezca concebible en el mundo de los hombres.

La descripción de Esteban es una de las dos o tres más realistas y prosaicas que se encuentran en todas las Leyendas de Bécquer.

Era Esteban un muchacho de diecinueve a veinte años, fornido, con la cabeza pequeña y hundida entre los hombros, los ojos pequeños y azules, la mirada incierta y torpe, como los albinos; la nariz roma, los labios gruesos y entreabiertos, la frente calzada, la tez blanca, pero ennegrecida por el sol, y el cabello, que le caía parte sobre los ojos y parte alrededor de la cara en guedejas ásperas y rojas, semejante a las crines de un rocín colorado.

Esto, sobre poco más o menos, era Esteban en cuanto al físico. Respecto a su moral, podía asegurarse, sin temor de ser desmentido ni por él ni ninguna de las personas que le conocían, que era perfectamente simple, aunque un tanto suspicaz y malicioso, como buen rústico.


(OC, 256)                


Por esta descripción el pobre Esteban se halla reducido casi a la categoría de un cuadrúpedo; con las crines como de rocín de que tiene poblado el cráneo, se armoniza el aspecto animal de sus demás facciones: cabeza hundida entre los hombros, ojos pequeños, nariz roma, labios gruesos, y sobre todo, la poca frente que tiene. Habría sido un perfecto modelo para una de las pinturas verbales de Torres Villarroel, en sus Visiones y visitas de Torres con don Francisco de Quevedo por la Corte, donde se animaliza a gran parte de tos sujetos humanos descritos. En el presente caso, la reducción al nivel de animal se subraya por la frase: «Esto, poco más o menos, era Esteban en cuanto a lo físico». Mas veremos que para la realización del fenómeno fantástico de las mujeres-corzas, lo importante es la combinación de las características físicas y psicológicas de Esteban. El papel de esta combinación estriba en parte en el hecho de que en los rasgos psicológicos de Esteban se da otra reducción de lo humano: Esteban «era perfectamente simple, aunque un tanto suspicaz y malicioso, como buen rústico». Simpleza: ésta era prácticamente su única nota, porque de ésta se apartaba en la dirección de la suspicacia y la malicia sola mente en el mínimo grado necesario para ser «buen rústico», y aun esto último lo mirarían algunos lectores como una nueva reducción. En este último aspecto, un posible modelo para el personaje Esteban es Antón Zotes, padre de fray Gerundio en la famosa novela dieciochesca del P. Isla, el cual era «un si es no es suspicaz, envidioso, interesado y cuentero: en fin, legítimo bonus vir de Campis»43.

Digo que lo importante para la incorporación del portento de las corzas-doncellas al mundo cotidiano es la conjunción de las dos reducciones que se observan en Esteban; porque, muy evidentemente, si un ser tan elemental, basto de cuerpo y basto de intelecto, sin suficiente imaginación para inventar la idea poética que es base de la leyenda, puede, sin embargo, con sus torpes sentidos atestiguar que las corzas se convierten en hermosas doncellas, eso significa que el prodigio es de hecho físicamente posible en este prosaico mundo nuestro. Por la graciosa forma en que se le descubre el milagro a Esteban se reitera a la vez la ya citada descripción de su simpleza. Momentos antes de ver a la corza blanca, el zagal ha oído decir a una de las compañeras de ésta: «¡Por aquí, por aquí, compañeras, / que está ahí el bruto de Esteban!» (OC, 259), y es efectivamente tan bruto el gran simplón, que se lo cuenta así a sus amos. Por fin, el lenguaje coloquial y prosaico en que se expresa la corza-doncella, compañera de Constanza, indica que estos poéticos personajes saben bajar al nivel de todos los días para moverse entre otros seres antipoéticos, y por tanto, se nos recuerda una vez más que lo preternatural no es más que la cara oculta de lo natural.

Constanza es la corza blanca en su otra existencia secreta, pero incluso en su vida de hija de un señor feudal de Aragón despide como un aura que anuncia algo fuera de lo común, acaso cierta doble naturaleza, a juzgar por la forma en que ella oscila entre extremos en su psicología, y aun en su colorido.

El carácter tan pronto retraído y melancólico como bullicioso y alegre, de Constanza; la extraña exaltación de sus ideas, sus extravagantes caprichos, sus nunca vistas costumbres, hasta la particularidad de tener los ojos y las cejas negras como la noche, siendo blanca y rubia como el oro, habían contribuido a dar pábulo a las hablillas de sus convecinos, y aun el mismo Garcés, que tan íntimamente la trataba, había llegado a persuadirse de que su señora era algo especial y aparte de las demás mujeres (OC, 262-263).

La parte física de la descripción de Constanza no consta en realidad sino de un solo toque: el contraste entre la blancura de su cutis y la negrura de sus ojos, pero basta; pues es frecuente que los animales blancos tengan los ojos negros, y en efecto, así están descritas también varias hermosas mujeres-lobas en relatos clásicos del género fantástico. En el colorido de Constanza parece preverse a la par el efecto de claroscuro producido por «la corza blanca, cuyo extraño color destacaba con una fantástica luz sobre el oscuro fondo de los árboles» (OC, 269). La delicadeza del arte de Bécquer no pierde nunca su encanto: en la descripción de Constanza se halla todavía otro muy fino anticipo verbal de su metamorfosis en corza. Un lado del carácter de Constanza está descrito como «bullicioso y alegre», y más tarde Garcés vio en el bosque «el bullicioso tropel con que las tímidas corzas, sorprendidas en lo mejor de sus nocturnos juegos, huían espantadas» (OC, 273; las cursivas son mías). El estilo sencillo de la descripción de Constanza es a lo menos por su forma completamente realista y parece así ofrecernos a los lectores un firme arrimadero en el mundo natural; mas por sus insinuaciones bipolares se nos va preparando otra vez para la conclusión universal de la literatura fantástica, de que lo sobrenatural está siempre implícito en lo natural, late bajo su superficie; porque a partir del inquietante retrato de la hija de don Dionís, empezamos a sospechar que el simple de Esteban habrá tenido razón, y que Azucena será, en efecto, algo «aparte de las demás mujeres», en el sentido absoluto de la voz aparte.

Las descripciones de Daniel Leví y su hija Sara, en «La rosa de Pasión», son de tipo marcadamente realista; y no obstante, aun en ellas se entrevé que estos seres están dotados de otra naturaleza superior a la aparente, esto es, otra identidad sobrenatural. Miremos los dos retratos; después hablaremos de ellos en común.

Era este judío rencoroso y vengativo, como todos los de su raza, pero más que ninguno engañador e hipócrita.

Dueño, según los rumores del vulgo, de una inmensa fortuna, veíasele, no obstante, todo el día acurrucado en el sombrío portal de su vivienda, componiendo y aderezando cadenillas de metal, cintos viejos o guarniciones rotas, con las que traía un gran tráfico entre los truhanes de Zocodover, las revendedoras del Postigo y los escuderos pobres.


Daniel sonreía eternamente, con una sonrisa extraña e indescriptible. Sus labios delgados y hundidos se dilataban a la sombra de su nariz desmesurada y corva como el pico de un aguilucho, y aunque de sus ojos pequeños, verdes, redondos y casi ocultos entre las espesas cejas brotaba una chispa de mal reprimida cólera, seguía impasible golpeando con su martillito de hierro el yunque donde aderezaba las mil baratijas mohosas y, al parecer, sin aplicación alguna, de que se componía su tráfico.


(OC, 291-292)                


... Sara era un prodigio de belleza. Tenía los ojos grandes y rodeados de un sombrío cerco de pestañas negras, en cuyo fondo brillaba el punto de luz de su ardiente pupila como una estrella en el cielo de una noche oscura. Sus labios, encendidos y rojos, parecían recortados hábilmente de un paño de púrpura por las invisibles manos de un hada. Su tez era blanca, pálida y transparente como el alabastro de la estatua de un sepulcro. Contaba apenas dieciséis años, y ya se veía grabada en su rostro esa dulce tristeza de las inteligencias precoces, y ya hinchaban su seno y se escapaban de su boca esos suspiros que anuncian el vago despertar del deseo.


(OC, 293)                


Estos dibujos aparecen al comienzo del relato, mas para comprender su sentido exacto hace falta tomar en cuenta al mismo tiempo otra descripción de Daniel que se halla al final. Es la mañana después de la crucifixión nocturna de Sara, y el tacaño tendero ha vuelto a su trabajo habitual.

Al día siguiente, [...] Daniel abrió la puerta de su tenducho, como tenía costumbre, y con su eterna sonrisa en los labios comenzó a saludar a los que pasaban sin dejar por eso de golpear en el yunque con su martillito de hierro; pero las celosías del morisco ajimez de Sara no volvieron a abrirse, ni nadie vio más a la hermosa hebrea recostada en su alféizar de azulejos de colores.


(OC, 300-301)                


Los subrayados en estos trozos de «La rosa de Pasión» son todos míos, y van a ser el objeto principal de mi comentario. La forma de estas descripciones es una vez más la del inventario realista; en las líneas relativas a Daniel la tonalidad prosaica se aproxima a la del naturalismo, lo cual resulta aun más notable para el lector cuando ve, en las mismas páginas que las descripciones de Daniel y Sara, la de su miserable casucha, la cual estudiaremos en el próximo capítulo. Tampoco se escapa del prosaísmo humano la bella Sara, no obstante coincidir en algún pormenor con las luminosas y etéreas mujeres ideales de Bécquer, pues ella llegará a ser mártir precisamente porque «ya hinchaban su seno y se escapaban de su boca esos suspiros que anuncian el vago despertar del deseo». El tránsito de Sara acaecerá en el aniversario del de Jesús, en Viernes Santo, y ella será matada con los mismos instrumentos de martirio; mas, a diferencia del Redentor, no morirá por salvar a todos los hombres, sino por haber salvado a uno solo, su amante cristiano.

Sin embargo, ya está presente como en potencia, en las descripciones realistas contenidas en el capítulo I de «La rosa de Pasión», la fuerza sobrenatural que llevará en último término al nacimiento de esa mística flor de entre los restos de la valiente conversa; y por tanto, para todo lector, por aferrado que esté a la realidad cotidiana, será lógico que se elija para el privilegio del martirio a la hija del resentido y tacaño Daniel, «Sara, a quien parecía guiar un sobrenatural presentimiento» (OC, 298). Veamos ahora en forma concreta cómo se prefigura en los retratos de Daniel y Sara el desenvolvimiento de su triste pero sacra historia.

En la mente popular los asesinos del Salvador, los judíos, están asociados desde siempre con el Espíritu Maligno: «Y entró Satanás en Judas, por sobrenombre Iscariote, el cual era uno del número de los doce» (S. Lucas, XXII, 3), con el fin de realizar «la blasfemia de los que se dicen ser judíos, y no lo son, mas son sinagoga de Satanás» (Apocalipsis, II, 9). La sonrisa de Daniel es desde luego, por un lado, el instrumento de la hipócrita adulación con que quiere sacarles todo el dinero posible a los odiados cristianos; mas, al caracterizarse con los adjetivos eterna, extraña, indescriptible y el adverbio eternamente, resulta muy claro que es la sádica y sardónica sonrisa de Satanás, la insignia del enemigo perpetuo pero siempre cambiante («extraño», «indescriptible») de la humanidad. (Recuérdese a la vez la acepción de «sobrenatural» que Bécquer da al calificativo extraño en muchos de sus relatos fantásticos.) Esta habitual sonrisa es a la par la única expresión exterior que Daniel da a la íntima satisfacción que le produce meditar sobre su venganza contra los cristianos, en particular el amante de su hija. El sentido de la eterna sonrisa de Daniel, así como el del impasible, incesante golpeo de su martillito sobre su yunque, se acaba de aclarar, en el capítulo III, cuando el remendón se ha reunido con los demás judíos toledanos en «círculo infernal» entre las ruinas de una iglesia bizantina extramuros de la ciudad, pues allí se le veía «disponiendo, en fin, con una horrible solicitud los aprestos necesarios para la consumación de la espantosa obra que había estado meditando días y días, mientras golpeaba impasible el yunque de su covacha de Toledo» (OC, 299).

Pero, una vez ocupado Daniel en la obra de su círculo infernal, «ya no sonreía» (OC, 298); esa febril actividad era en sí suficiente motivo y expresión de satisfacción. Como sabe el lector de Bécquer, Sara reemplaza a su amante cristiano, a quien los hebreos habían condenado al suplicio de la crucifixión, y Daniel «la arrastró, como poseído de un espíritu infernal, hasta el pie de la cruz» (OC, 300). La próxima mañana la satisfacción de Daniel es otra vez la interior, la que da la obra acabada y la repetida meditación sobre ella, y así en la última descripción citada arriba el autor vuelve al constante golpeo y a la eterna sonrisa.

Las repetidas alusiones a la sonrisa y al yunque a lo largo de esta «leyenda religiosa», y sobre todo la repetición al final del texto de la escena inicial de Daniel en su sombrío portal (la primera y la última de las cuatro descripciones que copié de este relato), son curiosos anticipos de técnicas que usaría Azorín para representar esa famosa vuelta eterna a las mismas formas de existencia que será tan característica de su cosmovisión; pero en «La rosa de Pasión» sirven concretamente para captar la eternidad de la figura del demonio y sugerir su perpetuo acecho. Al mismo tiempo, entra en el esquema de este satánico personaje judío un ingenioso toque irónico con el que, muy a su pesar, se refuerza el otro concepto de la eternidad que asociamos con Jesucristo y todos los fieles finados. Dicho toque depende del nombre del judío toledano, Daniel; pues los teólogos encuentran en el libro del profeta Daniel, en el Antiguo Testamento, un importante antecedente de la doctrina de la resurrección de los muertos: «Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión perpetua» (Daniel, XII, 2).

La descripción de Sara, de forma realista en lo que atañe a su sintaxis, es natural, empero, que se aparte más que las de Daniel del prosaísmo de su medio, porque ella es el principal personaje fantástico (a nivel de símil incluso participa «un hada» en la confección del ya citado retrato de la hermosa hebrea). El carácter sobrenatural de Sara (cuyos restos mortales darían nacimiento a la rosa de Pasión) se presagia en su descripción por cuatro voces alusivas a la claridad: brillaba, luz, ardiente y estrella, y resalta este resplandor tanto más cuanto que contrasta fuertemente con su triste fondo representado por las formas adjetivales sombrío, negras y oscura y el sustantivo noche. La doble naturaleza divina y humana de esta vicaria del Salvador se revela por el contraste entre su «dulce tristeza» y «el vago despertar del deseo» en su hinchado seno; el primer término de este contraste recuerda, en efecto, la típica fisonomía de Cristo en los cuadros y las esculturas de la Crucifixión, o sea, el reflejo facial de la melancólica imploración: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (S. Mateo, XXVII, 46; S. Marcos, XV, 34).

La tez de alabastro de Sara recuerda la del Redentor crucificado, y la selección de la imagen «paño de púrpura» para describir sus encendidos labios tiene una evidente intención simbólica, por cuanto el uso del costoso paño de púrpura en tiempos bíblicos estaba prácticamente limitado a los reyes, y los soldados de Pilato para escarnecer a Jesús le vistieron de un ropaje de grana o púrpura: «Exivit ergo Jesus portans coronam spineam et purpureum vestim entum». «Y salió Jesús fuera, llevando la corona de espinas y la ropa de grana» (S. Juan, XIX, 5). Cito la Vulgata porque Bécquer, al usar la voz castellana púrpura en su descripción de Sara, pensaba evidentemente en el léxico de esa versión. Por el uso del sustantivo sepulcro en uno de los símiles se vaticina el sacrificio de Sara, y por la figura de la «noche oscura» utilizada para captar la tonalidad de las negras pestañas de Sara se columbra la hora de ese sacrificio.

El mismo nombre Sara tiene aquí cierto valor simbólico: el nacimiento de Isaac, hijo de Abraham, cuando su madre, Sara, tenía unos noventa años, es el primer nacimiento milagroso en la Biblia, y así un antecedente en cierta medida del de Jesús, por lo cual tal nombre no es el menos apropiado para la adaptación de la historia del Señor a un personaje femenino. La conversa de Toledo muere por salvar a un solo hombre, mas la forma de su sacrificio, así como la de su «resurrección» -transformada en la rosa de Pasión- son nuevos estímulos para la fe de toda la cristiandad; pues en esta «nunca vista» flor, que nace de los restos de la pobre muchacha, «se veían figurados todos los atributos del martirio del Salvador del mundo» (OC, 301): el hierro de la lanza, la corona de espinas, los estigmas en forma de clavos, etc.

Las descripciones de personajes individuales desempeñan un papel más decisivo en «La rosa de Pasión», que en cualquier otra leyenda fantástica de Bécquer, porque la ominosa expectación creada por los símbolos presentes en los retratos de Daniel y Sara viene a ser una compensación indispensable del hecho de que en este relato apenas se da una acción sobrenatural en el sentido que solemos dar a esta voz al hablar del género fantástico. (En un capítulo anterior se observó que en realidad el único fenómeno fantástico -mejor dicho, sobrenatural en la acepción teológica que se acusa en la historia de Daniel y Sara es el milagroso nacimiento de la rosa de Pasión de los despojos de la pobre doncella crucificada.) Es más: el hecho de que las descripciones de los dos hebreos sean mucho más físicas que psicológicas, junto con la ya indicada función cumplida por ellos, son nuevas pruebas muy claras de otra de nuestras anteriores observaciones generales sobre la literatura fantástica: esto es, que en las narraciones pertenecientes a ella son incomparablemente más significativos el suceso y el ambiente que el carácter para el «efecto único» que el autor busca. Tal aserto se confirma asimismo por el hecho de que no hemos encontrado descripciones de personajes dignas de un análisis detenido sino en seis de las catorce leyendas estudiadas en este libro; y las más extensas -las de muchedumbres de personajes- funcionan casi de la misma manera que las descripciones que vamos a estudiar ahora, en el capítulo VI: quiero decir, las del lugar y el ambiente.





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