Por su historia y
por su técnica la narración fantástica
pertenece a la escuela realista; aserto que no sorprende sino a
primera vista. Pues el lector recordará inmediatamente que
el ambiente en el que se verifica el suceso fantástico que
normalmente habríase considerado increíble suele ser,
al contrario, creíble, ordinario, prosaico. Recordemos al
mismo tiempo la definición del género
fantástico que queda expuesta en el capítulo I;
porque ya de ella se deduce la necesidad de que el lugar y al menos
los personajes secundarios sean presentados en forma realista. La
literatura fantástica -decíamos- representa la
irrupción con fuerza brutal del misterio suprarracional en
el marco de la vida cotidiana. El afán detallista, realista,
del escritor fantástico se refleja en las siguientes
palabras de Bram Stoker, en su famosa novela de terror
Drácula (1897): «Debo
seguir escribiendo [...]. Lo grande y lo pequeño, todo tiene
que apuntarse; tal vez nos resulten al final más
instructivas las cosas pequeñas»
(cap. XXII).
Al mismo tiempo señalamos, en el capítulo I, el hecho de que se dan a menudo, en las Leyendas, contrastes entre dos realidades, esto es, situaciones en las que un solo personaje aprehende de dos maneras diferentes un mismo fenómeno, de una manera con el sentido interior o la intuición, y de otra manera con los sentidos corporales; pero, en la práctica, ya variando las reacciones de ese personaje, ya empañándosele su memoria, tienden a fundirse en su concepto la realidad natural y la realidad sobrenatural, o a sustituirse la una por la otra. De donde resulta, por una parte, lógico que las cosas más prosaicas de todos los días se doten frecuentemente de perfiles fantásticos con descripciones expresionistas, y por otra parte, que los seres, sitios y sucesos imposibles se hagan objeto de la más minuciosa descripción de tipo realista (así en parte se realizan, parecen hacerse posibles y reales, esos casos singulares que de otro modo se oponen a las leyes naturales de nuestro universo).
Por el fácil intercambio entre estas dos realidades y sus respectivas técnicas de representación puede juzgarse a la vez la falsedad de ciertas conclusiones que los historiadores literarios acostumbran repetir al hablar de los orígenes del género fantástico en el siglo XVIII. A saber: con un simplismo característico de quienes creen que basta cualquier explicación para un punto que sólo se toca por incidencia, se nos dice que el moderno relato fantástico nace en el siglo XVIII, estimulado por la desesperada hambre de misterio que se sentiría en aquel supuestamente enrarecido ambiente de absoluta abstracción que era la Ilustración, según la imaginan tales historiadores. Nos dicen éstos que concretamente nació el género con la «True Relation of the Apparition of one Mrs. Veal» («Relación verdadera de la aparición de una tal señora Veal»), de 1706, debida a la pluma de Daniel Defoe.
Ahora bien: lo que se olvida en tales estudios literarios es que la Ilustración se caracteriza por una nueva teoría del conocimiento inductiva, sensacionista, observacional, debido a filósofos como Bacon, Hobbes, Locke y Condillac; pienso especialmente en el Ensayo sobre el entendimiento humano (1690) de John Locke. Esto es importante para la historia de la literatura fantástica porque no solamente se nos da, con la completa apertura de los cinco sentidos corporales, la única clave segura para el examen y conocimiento exhaustivo de la realidad material (de donde derivará el minucioso realismo descriptivo de la literatura moderna); sino que, al exponerse esta epistemología, según la que nuestras ideas más abstractas no son más que diferentes combinaciones mentales de las percepciones que logramos por los sentidos materiales, se hace al mismo tiempo el más fino estudio psicológico de la mente humana donde las percepciones sensoriales se transforman en ideas, tanto irracionales como racionales, incluyendo los temores infundados, la creencia en los milagros, las supersticiones, etc. (Todavía a fines del siglo XIX, en los manuales elementales de psicología, de Pedro Felipe Monlau, Antonio López Muñoz, Francisco Giner, Eduardo Soler, Alfredo Calderón, etc. se empezaba por examinar el papel de las sensaciones materiales en la formación de nuestras ideas, figuraciones y temores.)
En plena
Ilustración -aludimos brevemente a este dato más
arriba-, en una conocida adición al discurso I del tomo V
(1733) del Teatro crítico universal, el P. Feijoo,
razonando sobre sus percepciones sensoriales, examinó
científicamente lo que en una noche nebulosa le había
sucedido con la sombra de su propia persona (¿o fue un
fantasma?), proponiendo dos posibles desenlaces para la aventura:
el que podría haber tenido para los crédulos, y el
que de hecho tuvo para un escéptico como él. En el
trozo tercero de su Vida (1743), el muchísimo menos
moderno doctor don Diego de Torres Villarroel intenta aplicar
cierto rigor científico a la investigación del duende
o fantasma que traía aterrada a la condesa de los Arcos y su
servidumbre, analizando muy bien al mismo tiempo la reacción
de los crédulos que vivían en esa ilustre casa.
Quiere decirse que tanto Feijoo como Torres, a la vez que
intentaban rebatir la superstición, sentían
también algo de ese «delicioso
estremecimiento»
que en 1938 Algernon Blackwood confiesa
haber sentido siempre que empezaba a imaginar el plan de un nuevo
cuento de terror35.
En fin, lejos de representar una irreflexiva reacción contra un racionalismo excesivo en el setecientos, el género fantástico es hijo legítimo del nuevo racionalismo de sello inductivo científico, no sólo en su dimensión de realismo descriptivo objetivo, que vamos a estudiar ahora, sino también en su otra dimensión no menos importante de análisis del terror en la mente supersticiosa. Pues resulta claro que esto último no habría sido posible sin la existencia previa de una psicología analítica, como la de Locke, o sea, una «ciencia del espíritu», como todavía se decía en la centuria pasada. Tampoco sin tal ciencia habría sido factible, ni comprensible siquiera, la coordinación armoniosa entre medio impersonal y horror individual ante lo desconocido que solamente en la apariencia se oponen como elementos contrarios en la narración fantástica, porque en el fondo, como siempre se revela por el desenlace, son colaboradores cordiales de un efecto artístico unido buscado por un narrador que es hijo de los racionalistas ilustrados (de igual modo que para Locke circunstancia física y mente humana no son sino formas alternas de la materia).
Otro indicio muy claro de la falsedad de la visión simplista del género fantástico como mera rebelión contra la Ilustración es que por muchos años se intentó en vano explicar en la mismísima forma los orígenes del romanticismo, de modo que en el presente contexto no se trata sino de una mala explicación mal adaptada de una corriente literaria a otra. En otras circunstancias, rogaría se me perdonara la digresión, mas estas líneas sobre el análisis científico de lo sobrenatural durante la Ilustración no significan en modo alguno una desviación del tema principal de este capítulo; pues sin que se viera que medio material y superstición irracional se someten a un mismo proceso de observación y examen metódicos (recuérdese la dialéctica entre lo real y lo portentoso que se estudió en el capítulo precedente), habría que suponer que el escritor fantástico era esquizoide, procediendo como científico ilustrado para la descripción objetiva del marco material de la acción, y como vulgar simplón de extravagantes creederas para casi todo lo demás; pero esto difícilmente permitiría la síntesis artística requerida para el desenlace del relato.
En otro aspecto esencial, por lo contrario, es muy acertada la ilación que la crítica actual traza entre la técnica del género fantástico y sus orígenes en la centuria decimoctava. Me refiero a la primera aparición del realismo en el relato fantástico. En su forma moderna, la novela realista y la narración sobrenatural son hijas de una misma camada, por decirlo así, por cuanto una característica fundamental de cada una de ellas nace del nuevo hábito dieciochesco de la observación minuciosa. He aquí lo que dice el conocido crítico y ensayista Jacques Barzun sobre el papel del novelista Daniel Defoe en los comienzos de la moderna narración sobrenatural, en su Introducción a una nueva y curiosa enciclopedia del horror:
Antes que el arte de la novela acostumbrara a los lectores a las descripciones extensas [en el siglo XVIII], las historias populares de casos sobrenaturales eran torpes resúmenes de los hechos; habrían cabido en dos párrafos. [...] Defoe fue el primero en ver que algo más emocionante podía crearse si se desarrollaban las versiones populares. En «La aparición de la señora Veal» dio una muestra hecha y derecha del relato inventado, pormenorizado en la descripción y rico en esos pequeños datos que crean la verosimilitud36. |
(A la vista de estas líneas resulta iluminativo recordar que los especialistas de la literatura inglesa atribuyen la invención del moderno «realismo circunstancial» al mismo Defoe, en su novela Moll Flanders, de 1722.)
Al mismo tiempo,
no ha de descartarse la importante aportación de la actitud
filosófica setecentista al indispensable escepticismo que
entra en la habitual dialéctica entre duda y credulidad en
la forma actual del género. «Para
sentir la inquietud que se intenta estimular con el cuento de
fantasmas -dice Barzun-, uno ha de empezar estando cierto de que no
existe tal cosa como un fantasma»
37.
Los Locke, los Fontenelle, los Feijoo, los Voltaire, merced en
parte a su escepticismo personal ante la superstición y lo
sobrenatural, gozaron de la distancia y objetividad necesarias para
el análisis psicológico de la reacción vulgar
ante esos fenómenos; e imagínese el singular espanto
que pasaría un hombre de tan confiada mentalidad si se viera
víctima de una de esas extrañas fuerzas que
había considerado inexistentes. Su horror sería tanto
más debilitante cuanto que nunca habría creído
posible hallarse en semejante situación. Pues bien, he
aquí la situación del P. Feijoo ante su
sombra-fantasma hasta dar con su solución científica,
y he aquí a la vez la desesperada zozobra del personaje
escéptico al final del típico cuento
fantástico moderno.
Es realmente notable cómo se entrelazan en la estructura del actual relato fantástico esos elementos suyos que provienen de la mentalidad ilustrada dieciochesca. En el cuento fantástico la descripción realista (nacida de la epistemología sensacionista o empírica) es un importante símbolo del escepticismo que el cuentista opone a la superstición (el antiguo blanco de la crítica ilustrada). Porque en el mercado, en la plaza, en el taller, en la cocina de la propia casa, en los sitios donde transcurren las prosaicas horas de la vida cotidiana, ¿cómo suponer la visita de un espectro? Cada pormenor que se añade a la descripción de un local de esta especie parece un nuevo apoyo al escepticismo, una nueva razón opuesta a la posibilidad de los influjos sobrenaturales. En un ambiente que respira tanta seguridad se van desarmando las defensas racionalistas del más descreído; insensiblemente se va acercando éste a su encuentro con lo inesperado, se rinde por fin, y aceptada la nueva dimensión fantástica de la realidad, surge un nuevo objeto digno de minuciosas observaciones y síntesis descriptivas.
Quiere decirse que
el realista va practicando su realismo, no ya sobre lo real, sino
sobre lo irreal -¿una nueva realidad?- en que aquello real
parece haberse ido transformando (hay que tener presente que no es
lo mismo un objeto tratado de modo realista, que un objeto real;
los procedimientos del arte realista pueden aplicársele al
fenómeno más fantástico); y de ahí lo
sugerente, para la realización de lo sobrenatural, de la
siguiente observación de Clive Barker, el más joven y
más popular de los actuales escritores ingleses del
género: «Creo que es importante
que hagas que tantas cosas reales se rocen con las
fantásticas como sea posible»
38.
Sobre la casi imperceptible transición realista entre lo
cotidiano y lo sobrehumano en las más hábiles
relaciones fantásticas, el clásico cuentista y
crítico de la escuela Lovecraft comenta (a propósito
de otro literato que también es considerado como un
clásico del género, Algernon Blackwood): «Nunca se ha acercado nadie a la destreza,
seriedad y minuciosa fidelidad con que él apunta las
sugestiones de lo extraño presentes en las cosas y las
experiencias ordinarias, o a la intuición preternatural con
que él amontona detalle tras detalle todas las sensaciones y
percepciones que llevan de la realidad a la vida o visión
sobrenormal»
39.
El objeto de la mímesis es diferente, mas la técnica
es la misma que por los mismos años Azorín
recomendaba a un joven novelista que le escribía pidiendo
consejos: «En una tarjeta de visita he
puesto únicamente estas palabras: 'Pormenores, pormenores y
pormenores'. Y nada más»
40.
Antes que pasemos a hablar directamente del realismo y la fantasía en las descripciones becquerianas, resta por hacer todavía otra observación preliminar, que me parece útil para la apreciación exacta del papel trascendental que desempeña el arte descriptivo en el género fantástico. En la inmensa mayoría de tales narraciones el desenlace trae sus orígenes de una imprevista alteración producida en las circunstancias extrahumanas, o al menos exteriores a los personajes o testigos principales, y no de una alteración o evolución psicológica que sufran éstos. Por ende, el análisis profundo de los diferentes caracteres humanos no suele ser una preocupación del escritor fantástico. (Esto no quiere decir que no se represente muy eficazmente el miedo en los personajes y otros testigos de la acción fantástica, pues especialmente a partir de Poe se ha captado esta emoción en forma viva y perturbadora; mas con el trasunto del terror, cuya textura psíquica varía poco de un espíritu humano a otro, no se trata del análisis psicológico individual.) En efecto: en esas otras supuestas leyendas becquerianas en las que el desenlace no obedece a ningún portento nacido de circunstancias exteriores al protagonista, sino a interpretaciones arbitrarias y personales que el personaje impone a facetas completamente pasivas de la realidad material y social -por ejemplo, «El rayo de luna», o «Tres fechas»-, se invierten los papeles de la descripción y el análisis psicológico en cuanto a su relativa importancia, y predomina este último elemento. De ahí la falta en estos relatos de la estremeciente «otredad» presente en la mayoría de las narraciones de Bécquer, las fantásticas.
Lo dicho
aquí sobre el lugar subalterno del carácter en el
cuento fantástico estaba en realidad ya implícito en
todas nuestras páginas anteriores; y llámese como se
llame el aspecto de la ficción que representa la fuerza
sobrenatural -descripción, estilo, o argumento- todos los
críticos y cultivadores del género que han
reflexionado sobre ello están acordes: la primacía
pertenece a este aspecto, y no al carácter. «En la literatura del miedo -escribe Barzun-, el
estilo adquiere una importancia mucho mayor que la que tiene en la
novela tradicional. [...] El carácter puede jugar o no jugar
un papel; lo principal, según con razón dice M. R.
James, son "aquellas cosas que apenas pueden expresarse con
palabras y que suenan algo absurdas si no se expresan con
propiedad"»
41.
Recuérdese que el aspecto de las Leyendas que la
crítica siempre ha destacado como el más
artístico es precisamente el estilo, aunque hasta ahora su
riqueza estilística no se ha estudiado en relación
con su dimensión fantástica. Otra elocuente
ilustración de lo acertado de la observación de
Barzun es el precioso estilo cuentístico de Lovecraft, que
tiene toda la peregrina delicadeza y muchos de los rasgos del
estilo narrativo de un Rubén Daró, un Amado Nervo, o
un Ramón del Valle-Inclán.
En el
prólogo a una de sus colecciones de relatos de terror,
Stephen King mantiene una opinión muy parecida a la de
Barzun: «El valor de historia domina las
demás facetas del arte del escritor; la
caracterización, el tema, la tonalidad, ninguna de estas
cosas vale nada si la historia es pesada»
42
-juicio que recuerda el expresado por Ortega, en Ideas sobre la
novela, cuando habla de las deficiencias de Proust-. Los
términos descripción, estilo, e
historia no significan en modo alguno diferentes
preocupaciones técnicas, porque en el género
fantástico es frecuente que se entrelacen narración y
descripción hasta el punto de casi fundirse, por ejemplo, en
«La cruz del diablo», «Maese Pérez el
organista», «La corza blanca», etc., de Bécquer.
En todos los relatos fantásticos de Gustavo ocurre un choque entre la realidad natural y la realidad sobrenatural, mas varían de un relato a otro los medios miméticos para la captación de esos dos niveles, así como para su fusión final y la consecuente realización de lo fantástico: es decir, su autenticación mediante su sometimiento a procedimientos descriptivos realistas. Pues la descripción de técnica realista se aplica no solamente a la realidad natural, sino también a la sobrenatural. Utilízanse a la vez figuras retóricas como la metáfora y la hipérbole, que hacen de puentes para facilitar el paso del mundo real al mundo soñado o fantástico, porque con ellas se sugiere la existencia de insospechadas regiones intermedias entre zonas normalmente no relacionadas. La reunión de los indicados marcos de existencia se consigue también con la ya aludida fusión de la descripción y la narración, en donde ésta representa el suceso fantástico, y aquélla el ámbito real y prosaico en el que nos sorprende el portento. Al analizar la ambientación de las leyendas individuales, descubriremos todavía otros procedimientos para el casamiento de las dos realidades, pero su propósito es siempre la realización de lo fantástico, el hacerlo como real.
Las dos constantes en este proceso son, entonces, lo real y lo fantástico. Lo real no representa un problema para el lector; pero ya que la presencia y la aprehensión de lo fantástico en las Leyendas dependen más directamente de las técnicas estudiadas en este capítulo y el próximo que de cualquier otra faceta de la narrativa becqueriana, preguntemos, antes de seguir adelante, en qué consiste, cómo se define, para Gustavo, lo fantástico. Aunque puede habérseme escapado algún ejemplo, reúno a continuación todos los pasajes que yo tenía marcados en las obras en prosa consideradas en estas páginas, en las Rimas y en los otros poemas, en los que aparece el calificativo fantástico u otra voz etimológicamente emparentada. Se verá que los dos conceptos más frecuentemente asociados con estas palabras son la visión sobrenatural (catorce pasajes) y la luz (quince pasajes), y que se unen estos dos elementos en algunas de las muestras. En ocho casos el lugar de la acción está descrito con el ya mencionado adjetivo o iluminado por la luz así descrita. En algún caso la luz, o el grado de luz, está sugerido por alguna palabra como color, hora, etc.
Las referencias corresponden a las páginas de la edición de Obras completas que hemos manejado a lo largo de este libro, y en cada trozo citado he subrayado la voz pertinente:
(«La cruz del diablo») |
117; ... ésta [joya], que resplandece de un modo tan fantástico... |
(«La ajorca de oro») |
122: ... los rayos de luz que, semejantes a blancos y gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves... |
(«La ajorca de oro») |
128: ¡Las ánimas!, [...] en el torbellino de su fantástica carrera... |
(«El monte de las Ánimas») |
140: ... el joven absorto en la contemplación de su fantástica hermosura... |
(«Los ojos verdes») |
154: ... todo lo expresaban las cien voces del órgano [...] con más fantástico color que lo habían expresado nunca. |
«Maese Pérez el organista») |
157: ... desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones débiles... |
(«Maese Pérez el organista») |
167: ... revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones... |
(«El rayo de luna») |
202: ... un cuadro, si no tan fantástico y caprichoso... |
(«El Cristo de la Calavera») |
209: ... un cerco de claridad fantástica y dudosa... |
(«El Cristo de la Calavera») |
219: ... unas galerías subterráneas e inmensas, alumbradas con un resplandor dudoso y fantástico... |
(«El gnomo») |
220: ... la fantástica caverna... |
(«El gnomo») |
246: Creyéndome juguete de una vana fantasía... |
(«La promesa») |
269: ... la corza blanca, cuyo extraño color destacaba con una fantástica luz sobre el oscuro fondo de los árboles |
(«La corza blanca») |
270: ... los colores de la fantasía... |
(«La corza blanca») |
277: ... entre las espesas sombras [...] la fantástica silueta del sargento aposentador... |
(«El beso») |
281-282: ... aquella nocturna y fantástica visión que se dibujaba confusamente en la penumbra de la capilla... |
(«El beso») |
290: Una mujer blanca, [...] su fantástica hermosura, que parece que oscila al compás de la llama... |
(«El beso») |
364: Contribuía a dar un carácter más misterioso a toda la iglesia [...] la fantástica claridad que la iluminaba |
(«Tres fechas») |
412: vano fantasma de niebla y luz. |
(rima XI) |
415: unos ojos, los tuyos [...] desasidos fantásticos lucir. |
(rima XIV) |
466: ... la parda niebla que, envolviendo / trigos y montes, valles y praderas, / los objetos, fantástica, perdía. |
(«Elvira») |
478: ¡Las dos! Hora misteriosa / de fantasmas y hechiceras, / de espectros y de quimeras / que nos inspiran terror |
(«¡Las dos!») |
480: Hora extraña que parece / de más tarda vibración, / de más fantástico son / y otro diverso compás. |
(«¡Las dos!») |
519: ... personajes fantásticos, unos tras otros van pasando ante mi vista... |
(Desde mi celda) |
537: ... impresionada la imaginación [...], se lanzaba a construir con fantásticos materiales uno de esos poéticos recintos... |
(Desde mi celda) |
570: ... almenas oscuras, que parecían fantasmas asomados a los muros... |
(Desde mi celda) |
En fin: se trata
de ficciones en las que el punto culminante estriba en apariciones
de seres sobrenaturales, en sitios oscuros y horrendos, escasamente
alumbrados por unas misteriosas luces oscilantes; y ciento
diecisiete años más tarde, con muchísimo
más cultivo del género, sobre todo en los
últimos decenios, dudo que exista otra definición o
descripción más fiel del contenido de la literatura
fantástica que la representada por la reunión de
estos pasajes. Es lícito tomar en cuenta los testimonios
tomados de «El rayo de luna», «Tres fechas»
y Desde mi celda, porque desde el principio hemos
utilizado estos escritos como fuentes para la poética
becqueriana del género fantástico; y por la enorme
unidad de toda la obra de Gustavo, me parece razonable a la vez
reunir a los demás textos los de las Rimas, porque
la mujer ideal que aparece en éstas es en muchos casos un
vaporoso ser sobrenatural, el personaje central de ellas (el poeta)
es a menudo un «huésped de las
nieblas»
en el «mundo de
visiones»
(rima LXXV), y la luz es de gran importancia
para la representación de estas figuras, según se ha
demostrado en varios excelentes estudios sobre el verso de
Bécquer (véanse, por ejemplo, los que incluí
en mi ya mencionada antología de crítica de
Bécquer en la serie «El Escritor y la
Crítica»). Tampoco habría que olvidar que en la
«Introducción sinfónica» de Gustavo se
habla de su «fantasía»
(OC, 40), que en su cerebro
crea seres extravagantes, «semejantes a
fantasmas sin consistencia»
(OC, 41). Y en esta última
página de la indicada introducción existe un
período que parece recapitular la doble temática del
presente capítulo: «Mis afectos
se reparten entre fantasmas de la imaginación y personajes
reales»
.
Es notable la
fidelidad de Bécquer a su concepto de lo fantástico
en la realización de sus leyendas sobrenaturales. Solamente
en dos de las narraciones examinadas aquí («La cueva
de la Mora» y «La promesa») no se asocia la luz
de ningún modo especial ni con el personaje, ni con el
suceso, ni con el escenario del prodigio. El claroscuro es el tono
constante de «La cruz del diablo»; pues la oscuridad de
la noche está repetidamente puntuada por fuegos, fogatas,
hogueras e incendios, y por fin, el espíritu maligno,
resistiendo y gimiendo, ocupa todavía el candente metal de
su antigua armadura, que veinte obreros con sus martillos
sólo a duras penas logran transformar en una cruz al calor
de una ancha hoguera. En «La ajorca de oro», las
chispas de luz rojas, azules, verdes, amarillas que voltean
alrededor de la hermosa imagen de la Virgen infunden miedo a Pedro
de Orellana, quien quiere robarle la expresada joya, y por unas
sombras y rayos de luz él empieza a hacerse consciente de
que se han animado todas las estatuas de la catedral para
castigarle. «El monte de las Ánimas» es otra
composición en claroscuro con luz casi solamente en la parte
II, en el salón del palacio de los con des de Alcudiel, y
por la mayor parte oscuridad en las tres partes restantes en las
que se anticipa y se realiza lo sobrenatural; por lo cual, se puede
decir que en esta historia el portento se acompaña por la
«luz negativa», y lo digo en forma tan extraña
porque Bécquer es fiel a su patrón, y aun prefiriendo
las tinieblas para el efecto especial del desenlace de este relato,
lo indica en términos de la luminotecnia, apuntando al
principio de la parte III que Beatriz ha «apagado la lámpara»
(OC, 129).
En «Los ojos
verdes», la mujer fantástica de la fuente de los
Álamos tiene cabellos como el oro, rizos como rayos del sol,
pestañas como hilos de luz, y las aguas en las que mora
echan chispas de luz. Son como hilos de luz las voces que arranca
de su órgano el ya muerto maese Pérez el organista;
los himnos que toca parecen remontarse al cielo como una tromba de
luz; y el espectro del músico muerto se le aparece a su hija
iluminado por «una luz
moribunda»
(OC,
157). La caída a tierra de Teobaldo de Montagut,
después de su fantástica cabalgata de cien
años, en «Creed en Dios», es anunciada por
«un aliento de fuego»
y «un mar de luz»
(OC, 185). El prodigio de la
reedificación y nuevo incendio de la iglesia del monasterio
de la Montaña que se realiza cada Jueves Santo, según
se cuenta en «El miserere», comienza con una fuerte
iluminación espontánea, que se intensifica luego con
las llamas. En «El Cristo de la Calavera», cada vez que
se tocan las espadas de los amigos fraternales que se han
desafiado, se apaga el farolillo que alumbra a la imagen del
Salvador en la calle del Cristo, dejando a los duelistas a oscuras
y deshaciendo el prohibido encuentro. Ya hemos visto que, en
«El gnomo», la caverna donde estos hombrecillos guardan
sus tesoros está iluminada por una luz fantástica, y
el gnomo que seduce a Marta es «un enano
de luz semejante a un fuego fatuo»
(OC, 232).
Constanza,
Azucena, o sea, la corza blanca, en la leyenda así titulada,
se distingue de las demás corzas, porque su «extraño color destacaba con una
fantástica luz sobre el oscuro fondo de los
árboles»
(OC,
269), de lo cual tomamos antes nota. El lector ya ha visto,
más arriba, dos trozos de «El beso», en los que
la hermosa dama de piedra está descrita con el adjetivo
fantástico, ya en la penumbra, ya a luz oscilante; y merece
la pena señalar que aun antes, la primera vez que la ve el
capitán francés, es «a la
dudosa luz de la luna»
(OC, 281). En «La rosa de
Pasión», Sara es crucificada por los judíos de
Toledo «al rojizo resplandor de una
fogata que proyectaba las sombras de aquel círculo infernal
en los muros del templo»
(OC, 299), lo cual lleva a la milagrosa
metamorfosis de la conversa muerta en pasionaria.
Estos «luminosos» resúmenes tienen dos virtudes: a la vez que revelan la gran unidad que Bécquer observa en el concepto del suceso fantástico a lo largo de sus relatos pertenecientes a este género, también nos dan una visión de conjunto en realidad muy precisa de aquello que ha de encuadrarse en un marco realista; y con esto último volvemos a tratar del tema principal de estos capítulos sobre la fantasía y el realismo. Lo realista del ambiente en torno al acontecimiento fantástico cumple dos funciones, que son: (1) la de simular por el contraste la sorpresa del descubrimiento; y (2) la aun más importante de realizar o autenticar lo sobrenatural para el lector, que viene siendo preparado poco a poco para tan indispensable concesión, porque se ha habituado anteriormente a prestar fe a otras cosas (eso sí, más normales) contadas y descritas por el narrador. Al mismo tiempo, se da un constante intercambio entre el polo de lo fantástico y el de lo real, hasta tal punto, que los personajes no se dan plenamente cuenta de lo fluctuante que es la «realidad» en la que pretenden afirmar los pies.
Por una parte, la
influencia de la descripción realista sobre el elemento
sobrenatural en el típico relato fantástico
becqueriano es semejante a la de la sociedad moderna sobre el
encanto de las viejas costumbres provinciales que se van perdiendo.
Quiere decirse que la descripción realista sirve para
reducir lo fantástico a términos más prosaicos
y familiares. Pero he aquí que en el mismo momento la
imaginación de Bécquer va igualmente dotando a la
realidad prosaica de nuevos matices. «En
una de las visitas que como remanso en la lucha diaria hago a la
vetusta y silenciosa Toledo -explica Bécquer en «La
voz del silencio»-, sucedieron estos pequeños
acontecimientos que, agrandados por mi fantasía,
traslado a las blancas cuartillas»
(OC, 214; las cursivas son mías).
Fantasía convertida en realidad, realidad convertida en
fantasía; presentadas ambas con una primorosa
atención «realista» a los pormenores, resulta
tan creíble la una como la otra.
Las descripciones contenidas en las narraciones fantásticas becquerianas se dividen en cuatro categorías según los objetos descritos: (1) los personajes; (2) los edificios; (3) la naturaleza; y (4) el ambiente. Descripciones detalladas de personajes individuales hay relativamente pocas. La categoría más numerosa la forman las descripciones de edificios; cosa muy explicable tanto por los gustos arquitectónicos del Bécquer autor de la Historia de los templos de España, como por las exigencias del género fantástico. Mas la preponderancia de las descripciones que obedecen a las exigencias de la poética fantástica es especialmente notable cuando se toma en cuenta que las categorías 2, 3 y 4 son en realidad una sola; pues todas ellas se refieren al escenario, las circunstancias: en una palabra, el medio en el que se produce el suceso sobrenatural.
Por muy interesante que sea algún personaje individual en la forma narrativa de la que se trata aquí, esa efigie y sus semejantes acaban casi sin excepción por ser sujetos más o menos pasivos de las extrañas fuerzas que su medio cósmico o terrestre desata contra ellos. De ahí esa deliciosa expectación del terror omnipresente, arrollador y paralizante con la que emprendemos la lectura de un cuento sobrenatural, y de ahí la enorme importancia de las descripciones del medio ambiente en el género fantástico, sobre todo desde que se cuajó su forma moderna en los Tales of the Grotesque and Arabesque (Cuentos de lo grotesco y arabesco) de Poe. En este capítulo y el próximo estudiaremos descripciones representativas de las cuatro categorías ya indicadas, en el mismo orden en que hemos enumerado éstas, teniendo siempre presente que las tres últimas constituyen a la vez entre sí otra más grande y general, y que las separamos en el análisis tan sólo con el motivo de facilitar la organización de estas reflexiones.
En la práctica, la descripción de los personajes -cuando se trata de grupos de éstos- no se diferencia totalmente de la de los ambientes, por cuanto tales grupos funcionan a menudo como el fondo de la acción. En «Maese Pérez el organista» se hallan dos descripciones de los fieles reunidos en la iglesia del convento de Santa Isabel de Sevilla en la Nochebuena, ambas pormenorizadas y realistas, pero de tonalidad hiperbólica la primera, puesta en boca de la demandadera, mujer del pueblo (cap. I), y de tonalidad objetiva la segunda, que está a cargo del narrador omnisciente (cap. II). La segunda, que representa la realidad social nada maravillosa en la que se revelará el prodigio, es la menos extensa e individualiza a menos fieles, pero por la coincidencia de las dos en ciertos aspectos, como la gravedad de los caballeros veinticuatro y las sonajas y panderos del pueblo, queda muy claro que el modelo «real» de las dos descripciones es el mismo. Pero, ¿por qué dos descripciones de la misma escena, de las cuales ni la menos extensa es en realidad corta?
El hecho de que la visión objetiva esté pospuesta a la hiperbólica (colocada después de ésta) funciona como un vaticinio de que en esta Sevilla del Siglo de Oro la realidad natural será superada por la sobrenatural. Merced a la hipérbole, vehículo normal de la admiración en tipos vulgares al cual recurre repetidamente la demandadera en su descripción, el medio real, el mismo aire, parece potenciado desde el principio para acontecimientos que serán todo lo contrario de vulgares. La hipérbole, por un lado, es vulgar, mas al mismo tiempo, en vista de la índole de esta figura retórica, es uno de los mejores puentes para el paso de lo humano a lo sobrehumano. Veamos algunas de las hipérboles de la demandadera.
Según
ésta, cierto avaro de Sevilla, que ha venido a Santa
Inés a oír la misa de la Nochebuena, «sólo tiene más ducados de oro en
sus arcas que soldados mantiene nuestro señor el rey don
Felipe»
(OC, 143).
El entusiasmo de esta humilde devota por el obispo lleva a toda una
serie de hipérboles:
(OC, 144) |
Resalta lo hiperbólico de esta descripción tanto más cuanto que la escucha una mujer muy ingenua, la comadre Baltasara, a quien la demandadera va explicando la importancia de cada cristiano que llega al templo.
«¿No conocéis a maese
Pérez? -le pregunta la demandadera a Baltasara, contestando
a la vez por ella-: Verdad es que sois nueva en el
barrio»
(OC, 145).
He aquí que la reacción de Baltasara ante la realidad
cotidiana (todo es nuevo para ella; inevitablemente quedará
admirada) es análoga a la de los parroquianos habituales de
Santa Inés y el lector ante el milagro que se obra al final
del relato; por lo que en la actitud de la oyente de la
descripción oral hiperbólica debida a la demandadera,
se anticipa la reacción general ante el prodigio que se
presenciará en las siguientes Nochebuenas. Es más: en
el paisaje humano que va pintando la demandadera ya se prefigura en
cierto modo el prodigio que asombrará a Sevilla. Al
describir al organista maese Pérez, la demandadera vuelve a
dirigirse a Baltasara: «Porque no
sé si os lo he dicho, pero el pobre es ciego de
nacimiento»
(OC,
145). Entre tocar el órgano estando parcialmente muerto para
este mundo (esto es, careciendo de uno de los principales sentidos
corporales) y tocar el órgano estando enteramente muerto,
hay menos diferencia que entre tocarlo un vivo y tocarlo un muerto
en la acepción normal de estas palabras. Difícilmente
se lograría mejor puesta en escena para la maravilla de la
iglesia de Santa Inés que la que consigue Gustavo con estos
sencillos toques.
Mas recordemos que el género fantástico depende de una dialéctica entre fe y escepticismo, entre lo sobrenatural y lo natural; y si bien la descripción contenida en el capítulo I de «Maese Pérez el organista» sirve para sugerir que el prodigio es posible en el mundo real, la contenida en el capítulo II nos planta los pies firmemente en la realidad. Pues sin que se niegue en la segunda descripción de los fieles cualquier característica registrada en la primera, todo el panorama humano queda reducido a lo aceptable para cualquier observador, porque el estilo descriptivo es ahora el de un inventario, de una lista, esto es, que tenemos una enumeración de rasgos en la forma sencilla y abierta habitual en la descripción realista, sin nada de exageración. Merced al efecto combinado de las dos descripciones, los personajes y los lectores se hallan dispuestos a aceptar la maravilla, pero no tan alejados de la prosa de la realidad, que no se asombren ante la realización de lo imposible, la sorpresa de la revelación. Mas, al mismo tiempo, por estar inmersos en la realidad y por estar acompañados de tantos testigos de carne y hueso al revelarse el milagro, casi viene a parecernos tan natural el que un músico toque el órgano después de muerto como el que se celebre la misa del Gallo todos los años. ¿Se ha hecho más real el elemento fantástico, o menos real el mundo que acostumbramos a llamar objetivo? Sigue la dialéctica habitual en el género fantástico, pero esta vez se ha formulado al nivel de la descripción.
En otro memorable
pasaje descriptivo de «Maese Pérez el organista»
no hace falta puente ni dialéctica ni proceso de mutua
adaptación de ninguna clase para reunir el enfoque objetivo
del escritor realista y la experiencia sobrenatural. (El tema de la
indicada descripción no es ni un personaje ni la escena,
pero valga el derecho a la digresión, porque no había
que dejar este ejemplo fuera.) Se trata de la descripción
becqueriana, muy becqueriana, de la música de maese
Pérez, la cual empieza así: «Cantos celestes como los que acarician los
oídos en los momentos de éxtasis, cantos que percibe
el espíritu y no los puede repetir el labio»
,
etc. (OC, 154). Y sigue con otras figuras tan
características del Gustavo de las Rimas como un
«rumor de hojas que se besan»
,
«una saeta despedida a las
nubes»
, unos «himnos
alados»
y «una tromba de
luz»
. Aquí la dialéctica fantástica
se nos da hecha; con el gran talento del organista ya se
había vencido la dificultad, por decirlo con una
expresión típica de los críticos
clásicos; porque en esta etérea música parecen
coincidir desde el comienzo realidad objetiva y vivencia
extranormal. La música de maese Pérez es de
carácter tan sublime, que si el oyente más
desapasionado describiera su reacción ante ella,
coincidiría inevitablemente con el narrador en algún
calificativo o figura. En fin, en este caso realista,
objetivo, poético y
fantástico son sinónimos.
Mas volvamos ya a las descripciones de personajes enfocando, en «La promesa», otra pareja de descripciones de grupos humanos, en las cuales la técnica es en parte semejante a la que hemos distinguido en «Maese Pérez el organista». Son las descripciones: 1) de la salida de la mesnada del conde de Gómara para la guerra contra los moros, así como de los apiñados curiosos que han venido a ver esa rica y noble procesión; y 2) del real de los cristianos en el frente (OC, 243-245, 248-250, respectivamente). En ambas aparecen por lo menos algunos de los mismos personajes: el conde, su escudero, los farautes, etc. La primera de estas descripciones está concebida como preparación psicológica para la aceptación del milagro de la mano y en cierto modo como anticipo de éste; y la segunda conduce directamente al milagro. Son realmente impresionantes, en ambas descripciones, el colorido, la luz, las voces de la multitud, de las trompetas, de los timbales; y los innumerables pormenores sobre los trajes, las armas, las máquinas de guerra, las tiendas de campaña, los muebles de las tiendas, las enseñas, los escudos, y por fin, las baratijas y bálsamos que vende el extraño juglar y mensajero de lo sobrenatural que aparece al final de este amplio y detallado panorama.
El estilo
descriptivo es igual al que está utilizado en «Maese
Pérez el organista», es decir, que es detallista, de
inventario, en una palabra, realista; ejemplo de la técnica
que en relación con la novela histórica
romántica yo acostumbro a llamar «realismo de tiempo
pretérito» (en este relato becqueriano estamos en la
época de Fernando III el Santo). Es más: en el mismo
texto de la segunda de estas admirables descripciones se halla una
clarísima alusión autocrítica de
Bécquer a este realismo y su conciencia de estar manejando
tal estilo por las razones que vamos viendo: a esta
descripción del real de los cristianos la llama «cuadro de costumbres guerreras»
(OC, 249). Aquí basta
recordarle al lector la archiconocida relación
histórica entre costumbrismo y realismo.
Además, el
realismo que sirve de término comparativo para la vivencia
de lo sobrenatural en «La promesa» está
subrayado por dos muy hábiles alusiones becquerianas a un
género realista clásico, contenidas, la primera en el
diálogo entre Margarita y el conde en el capítulo I,
y la otra en el mismo texto de la segunda descripción
extensa. Al llegar a la segunda referencia, el lector se da cuenta
del sentido de la primera. Entre los entretenidos relatos que
recita el juglar en el apartado IV de «La promesa»,
figuran ciertas «historias de amores
picarescos»
(OC,
250); y en efecto: el conde ha llevado sus amores con Margarita,
mujer humilde del pueblo, en forma auténticamente picaresca,
pues si el pícaro clásico se fingía noble para
cortejar a una dama de esclarecido linaje, el protagonista
becqueriano se finge plebeyo para seducir a una honrada doncella de
clase más modesta, y el alevoso señor de
Gómara se inventa la correspondiente autobiografía
picaresca o «realista», en la cual representa, no su
papel normal de conde, sino el de su propio escudero predilecto. El
«escudero» declara a la vez la gratitud que siente
hacia su señor.
(OC, 242) |
He aquí un primer capítulo de novela picaresca en miniatura, expresado además en el obligatorio estilo narrativo de primera persona. El novelista realista del siglo XVIII José Francisco de Isla había ya interpolado en su Cartas de Juan de la Encina una novela picaresca embriónica hasta cierto punto semejante a la presente. Mas lo significativo de las alusiones picarescas que nos ocupan ahora es que por ellas se revela la honda conciencia que tenía Gustavo de estar entretejiendo, para la poiesis de su relato, hilos literarios de muy diversa índole y procedencia. En otro capítulo, hemos comentado la función «periodística» del romance que el juglar recita en «La promesa», y tal función apunta también al realismo circunstancial del que vamos ahora percatándonos por otras vías.
Veamos ahora cómo, en «La promesa», el hilo de lo sobrenatural va introduciéndose entre esos otros hilos de la realidad natural descrita con técnica realista. Al comienzo del capítulo I de El ocaso de la Edad Media, J. Huizinga observa que la vida era tan dura y peligrosa en el medievo, que para aliviar su triste tonalidad se tendía a revestir cualquier suceso fuera de lo común -un viaje, una tarea nueva, una visita, una procesión- de cierto carácter ceremonial y ejemplar. Pues bien, esto lo vemos reflejado precisamente en ese aluvión de humildes que vienen a ver la salida de la hueste de Gómara y en el consecuente ambiente de latente hipérbole, en el apartado II de «La promesa» (recuérdese la actitud hiperbólica de la demandadera en «Maese Pérez el organista»). Son iluminativos estos fragmentos de la primera de las dos descripciones extensas contenidas en la leyenda:
(OC, 244-245) |
Realidad
inmediata, realidad inventariada (pues el texto completo de esta
descripción contiene infinitos detalles más), pero
realidad tan llena de colores y sonidos, que deslumbra; quien ha
visto esto será ya apto para creer en lo maravilloso.
Realidad y presencia físicas, pero en su mitad hay otra
presencia olvidada, frágil, casi espectral: «... entre la confusa vocería se
ahogó el grito de una mujer, que en aquel punto cayó
desmayada»
(OC,
245). Es Margarita, quien acaba de descubrir en la fisonomía
del soberbio señor de la hueste las facciones de su amado
«escudero» de orígenes supuestamente tan
oscuros, y su desmayo en esta escena es como un presagio de su
existencia fantasmal como mano desprendida de su cuerpo, en los
apartados siguientes de la relación.
Entre los apartados II y III de «La promesa», según se desprende después del «informe periodístico» del juglar, el hermano de Margarita la ha matado por haber deshonrado a su familia; y en la batalla, así como en su tienda de campaña, en el real de los cristianos, el conde de Gómara ve la aparición de la mano de la doncella, en la cual había puesto un anillo, símbolo de una falsa promesa de matrimonio: la mano atiende al conde a todas horas, le protege en la lid, le descorre las cortinas de su lecho por la noche. Hemos comentado antes la aparición de la mano y la «locura» del conde en relación con otro tema. Si vuelvo ahora a recordarle al lector tales detalles, es porque quisiera añadir la observación de que un aparecido en la medida en que es el efecto de una enfermedad mental es un tema que se presta al más severo realismo; y así el hecho de que el conde pase por loco para su fiel escudero por haber confesado ver esa misteriosa mano moviéndose por los aires, es otro nuevo puente (como las hipérboles antes estudiadas) entre los dos niveles entre los que habitualmente se articula la realidad nueva del género fantástico. Si hemos reconocido la autenticidad del fenómeno de la mano desde un punto de vista, nos será relativamente fácil seguir reconociéndola, aun cuando el narrador nos vaya insensiblemente cambiándonos las premisas para nuestra conclusión. He aquí otro ejemplo de cómo el realismo de lo sobrenatural arranca del realismo de lo natural; y el lector de «La promesa» se sentirá cada vez más dispuesto a conceder un valor objetivo al milagro de la mano espectral.
El escudero del conde tarda aún más que el lector moderno en abandonar su actitud escéptica, pero para que el uno y el otro acaben de convencerse de la realidad de lo sobrehumano, tienen que reafirmar los pies en la prosa cotidiana y escuchar la extraña relación del juglar en la presencia de numerosos testigos de carne y hueso, y la caracterización de los personajes que forman este público de testigos es la misión de la segunda descripción extensa contenida en «La promesa», la cual vamos a examinar ahora.
Hemos aludido ya en forma general a la técnica realista de la descripción del real de los cristianos. Enfoquemos ahora ésta algo más de cerca para poder apreciar el realismo del estilo con que se hace la menuda catalogación de las infinitas facetas de la realidad guerrera que se describe. Es sintomático el principio de la larga descripción. Si fotografiáramos con palabras un campamento militar moderno, los detalles del contenido de la descripción y las voces serían diferentes, mas la forma o técnica estilística sería idéntica, esto es, enumerativa, inventarista, abierta a la posible inclusión de infinitos pormenores más de la realidad circundante. De ahí el notable efecto realista que produce el trozo siguiente, pese a lo hoy poco familiar de lo descrito (realismo de tiempo pretérito):
(OC, 248-249) |
Notemos
inmediatamente dos términos muy importantes contenidos en
este pasaje: a saber, extraño y
pintoresco. Ambos entran en la composición de la
frase «extraño y pintoresco con
traste»
. Pero primero prefiero comentar separadamente la
conjunción de las dos palabras finales: «pintoresco
contraste». Trátase de una combinación de
términos de uso casi tan frecuente en pasajes
autocríticos de costumbristas como Mesonero Romanos,
Estébanez Calderón y Larra como la otra de
«cuadro de costumbres» que, según quedó
indicado anteriormente, también se halla empleada en la
descripción del real de los cristianos. El que busca el
«pintoresco contraste» intenta captar con todo su
colorido y con toda su perspectiva, como en pintura, la
contradictoria realidad de las personas y las cosas; es un escritor
movido por un afán realista, aspira a agotar todos los
aspectos del mundo representado. Bécquer, empero, toma nota
al mismo tiempo de que de ciertas combinaciones de estos aspectos
reales nace un carácter «extraño» que se
proyecta sobre un determinado medio y sus moradores. Quiere decirse
que lo sobrenatural está siempre latente en la realidad
cotidiana; y en esas limitadas ocasiones en que se revela la cara
oculta de nuestras circunstancias, descubrimos la inexactitud del
término sobrenatural, pues no son en el fondo sino
casos excepcionales, poco frecuentes pero no por eso menos reales,
de lo natural.
En los párrafos siguientes a las líneas que hemos estado comentando, encontraremos en la descripción de los guerreros cristianos y sus acompañantes una actitud que favorecerá la concesión de la fe a lo sobrenatural, y veremos a la par, en la misma descripción, dos casos más del adjetivo extraño con la acepción ya indicada, los cuales son como presagios de la última aparición de este calificativo en el apartado V y final de «La promesa», donde se ata ese extraño nudo entre un hombre vivo y la mano de una mujer muerta. Dudo que haya ilustración más elocuente que ésta de la brillante disposición de Gustavo para el género fantástico: con una sola voz oportunamente sembrada a lo largo de varias páginas, no sólo anuncia el desenlace de un relato fantástico individual, sino que explica el parentesco entre la realidad natural y la sobrenatural que caracteriza a todo el género.
Distingamos ahora
con más detalle las vislumbres de la conclusión
sobrenatural que se entretejen con cosas prosaicas en la segunda de
las largas descripciones de grupos humanos en «La
promesa». En los soldados, los pajes y otra gente me nuda del
real se manifiesta la misma tendencia a embaírse y
expresarse en forma hiperbólica que hemos destacado en la
descripción de los habitantes humildes del pueblo de
Gómara con ocasión de la salida de los hombres de
armas del conde par a la guerra. En el real, para descansar,
«cubrían de saetas un blanco los
más expertos ballesteros de la hueste, entre las
aclamaciones de la multitud, pasmada de su destreza»
(OC, 249; las cursivas son
mías). Al mismo tiempo, «los
gritos de los farautes que publicaban las ordenanzas de los
maestros de campo, llenando los aires de mil y mil ruidos
discordes, prestaban a aquel cuadro de costumbres guerreras una
vida y una animación imposible de pintar con
palabras»
(loc. cit.). Al
juglar-baratijero los soldados «lo
escuchaban con la boca abierta»
(loc.
cit.), aun antes que recitara el extraño
«Romance de la mano muerta». Entre otras cosas
singulares, vendía el romero «bálsamos maravillosos para pegar a
hombres partidos por la mitad»
(OC, 250).
Ahora bien: por
entre estos embelesados hombres vulgares atraviesa el conde, quien
venía viendo la visión de la mano desde hacía
días, y el atribulado noble parece ya dominado por
algún encantamiento extraterrestre. «Andaba maquinal mente, a la manera de un
sonámbulo, cuyo espíritu se agita en el mundo de los
sueños, se mueve y marcha sin la conciencia de sus acciones
y como arrastrado por una voluntad ajena a la suya»
(OC, 249). Ya está
puesta la escena psicológica, y no hace falta sino trazar la
relación entre la constante visión del conde, la
receptiva expectación de la soldadesca y el «Romance
de la mano muerta». Nótese, en el siguiente comentario
de Gustavo sobre el conde, la clarísima
identificación del adjetivo indicado con el poder
sobrenatural: «Por una coincidencia, al
parecer extraña, el título de aquella historia
respondía en un todo a los lúgubres pensamientos que
embargaban su ánimo»
(OC, 250). En las líneas inmediatas,
se repite el término: «Al
oír el escudero tan extraño anuncio, pugnó por
arrancar a su señor de aquel sitio»
(loc.
cit.). (El anuncio es, desde luego, el del
título del consabido romance por el juglar.) En este momento
el escudero todavía cree loco a su señor; mas luego
de escuchada la hermosa aunque tétrica relación
poética, «la extraña
memoria del casamiento del conde»
(OC, 253) vendrá a confirmar el
estrecho lazo que existe entre la realidad fantástica y la
prosaica de nuestro mundo.
Las descripciones de grupos humanos -personajes colectivos- que acabamos de analizar, en relación con su papel en la dialéctica fantástica, son las más extensas y complejas contenidas en las Leyendas (no las hemos reproducido íntegras), en parte debido al hecho de que en ellas el medio tiende a unirse a los personajes como objeto secundario del escrutinio, especialmente en el «cuadro» del real de los cristianos. Las restantes descripciones de personales, contenidas en las Leyendas son todas más breves por serlo de figuras individuales, y tienen en común con las descripciones del ambiente que examinaremos en el próximo capítulo el hecho de que no tienen objetos secundarios. Comencemos con la descripción de la misteriosa mujer de los ojos verdes en la leyenda así titulada; en este retrato se nos dan ya fundidas las dos realidades, vencida ya la natural por la sobrenatural.
A continuación he reunido varios trozos descriptivos de «Los ojos verdes». Fernando de Argensola hace de narrador, y al final habla la mujer fantástica:
(OC, 137-140) |
El estilo de estas
líneas es el habitual en la descripción realista
-enumeración detallista de datos sensoriales, en forma
abierta, sencilla, con pocos tropos-, mas aquí vamos a
llamar a este estilo no tanto realista como realizador;
porque al someterse conjuntamente al mismo tratamiento
«fotográfico» la realidad objetiva de la
naturaleza y la fantástica que o se le revela a Fernando, o
que éste imagina al interior de aquella primera,
también la segunda se reviste de suficiente objetividad para
imponerse y aterrar a quienes pasamos unas horas en el mundo
becqueriano. Aquí no hacen falta metáforas para
extender un puente entre las dos realidades: el simple estilo
enumerativo basta para puente, porque Gustavo selecciona aspectos
que las dos realidades tienen en común y que pueden
describirse con unas mismas voces. El efecto es que la «misteriosa amante»
(OC, 139) deviene tan verdadera como la
fuente de los Álamos y la vegetación que la
enmarca.
Verbigracia, las
palabras lamento, cantar, rumor,
flotar, oro, luz, esmeralda,
velo, pliegues, suspiro,
incorpórea, etc. se refieren a un mismo tiempo a las
dos realidades (la mujer fantástica y su entorno natural);
dos de ellas se hallan repetidas: rumor y
pliegues, y esta última aún está
presente por tercera vez en forma implícita en esas largas
ropas de la sombra femenina que flotaban sobre la superficie de las
aguas y que serían al mismo tiempo unas plantas
acuáticas flotantes enredadas con otras trepadoras
enraizadas en las márgenes de la fuente. Y evidentemente, le
pertenecían tanto a esta naturaleza objetiva como a la
encantadora pero siniestra lamía los «brazos delgados y flexibles que se liaban a su
cuello»
(OC , 141),
al sumirse el primogénito de Almenar en su acuático
sepulcro. La visión se hace verosímil, ya a nivel de
alucinación, ya a nivel de auténtico fenómeno
sobrenatural. Felizmente no se nos obliga a escoger entre una
posibilidad y otra.
Las descripciones de personajes individuales en «El gnomo», «La corza blanca» y «La rosa de Pasión» son de tipo realista en el sentido más convencional del término, en la medida en que sólo se consideren en sí como tales descripciones. La descripción de las hermanas Marta y Magdalena, en el primero de los tres relatos mencionados, va más lejos; raya en el estilo naturalista:
(OC, 223-225) |
A la vista de tal
descripción, no podemos menos de lamentar que no haya
alcanzado el corto vivir de Bécquer para que realizara los
proyectos de novela social que dejó mencionados entre sus
apuntes: especialmente, la novela «social media » que
se habría titulado Vivir o no vivir, y la novela
«social baja» que había de rotularse Quince
días de trueno (OC, 1.231), en las cuales Marta y
Magdalena hubieran podido instalarse como en tierra propia. Son
notables los aspectos siguientes de la descripción que
copié hace un momento: el toque naturalista del duro medio
en el que las hermanas se veían obligadas a vivir; la
sugerencia de determinismo ambiental en el caso de Marta (duro
medio de la casa de la parienta, duro temperamento de Marta); el
estilo pormenorizado fotográfico; la frase «el estudio de sus caracteres»
en el
primer párrafo del pasaje citado, junto con el hecho de que
en el retrato de las huérfanas se proponen evidentes
paralelos entre sus rasgos físicos y sus rasgos
psicológicos.
Se ha investigado la influencia de la seudociencia fisonómica de Johann Caspar Lavater (1741-1801) sobre la descripción de personajes en la novela decimonónica de Inglaterra, Francia y Alemania, por ejemplo, en Physiognomy in the European Novel. Faces and Fortunes (Princeton University Press, 1982), de Graeme Tytler, en donde se ve que los fisonomistas y sus discípulos entre los novelistas realistas interpretaban el carácter de sus sujetos leyéndolo, no sólo en el rostro de éstos, sino en toda su persona física, como sucede en las líneas becquerianas de que nos ocupamos ahora. Una alumna mía está actualmente escribiendo su tesis doctoral acerca de la influencia de la fisonomía sobre la caracterización en el cuadro de costumbres, la novela romántica y la novela realista en España durante el siglo XIX, y la muestra contenida en «El gnomo» es significativa. No deja de ser curioso, en efecto, que incluso aparezca en el presente pasaje la voz fisonomía (aunque no en su acepción más técnica), junto con la ya señalada frase «el estudio de sus caracteres».
Así, por un
lado, las huérfanas parecen ser objeto de un tratamiento
realista, sin más ni más. Su suerte es aun más
desesperada que la de las otras muchachas del triste pueblo; su
vida, aun más prosaica y real; y si entre chicas tan
ordinarias los gnomos han de elegir su víctima o
compañera nueva, lo sobrenatural quizá sea
también una cosa de todos los días, no obstante no
dejarse ver sino de vez en cuando. Ha hecho falta subrayar tan
fuertemente lo «real» a fin de que se nos confirmara la
sencilla verdad de que lo sobrenatural no es sino el revés
de lo natural. Y en relación con esto, habría que
suponer que detrás del duro temperamento natural de Marta se
da otro oculto que la dispone para ser la electa de los siniestros
hombrecillos que viven en las entrañas de los montes. Lo
sobrenatural en «El gnomo» es de signo satánico:
«los huéspedes más
terribles del Moncayo»
son «unos espíritus
diabólicos»
, peores aún que los lobos que
se oye «aullar en horroroso
concierto»
(OC,
218), y de esos espíritus diabólicos los más
peligrosos son los gnomos que guardan ricos tesoros de piedras
preciosas y toda manera de joyas de oro y plata en los
subterráneos donde moran. La táctica de estos
diabólicos homúnculos con las muchachas es insinuarse
con ellas deslumbrándolas «con
promesas magníficas»
(OC, 219). Pero volvamos ya a la
descripción «realista» de Marta y Magdalena.
Cada huérfana tiene también su cara oculta sobrenatural (como la tiene el conjunto de la realidad en el género fantástico), según se desprende de los vocablos seleccionados para retratarlas, en el largo pasaje ya reproducido. Se representa a Marta con términos como los siguientes: altiva, vehemente, salvaje, no llora, no ríe, ojos más negros que la noche, oscuras pestañas, chispas de fuego, carbón ardiente, enjuta, quebrada de color, esbelta, movimientos rígidos, cabellos oscuros que sombreaban su frente; y en cambio, se pinta a Magdalena con palabras diametralmente opuestas por su sentido a las del primer grupo: humilde, amante, bondadosa, llora, ríe, pupila azul, pestañas rubias, armonía, blanca, rosada, pequeña, infantil, nimbo, cabeza de un ángel. Evidentemente, una hermana es un demonio en faldas, y la otra es un querubín. Ningún «espíritu diabólico» habría tardado en descubrir en Marta una digna compañera, y es precisamente Marta la que no vuelve nunca de la visita nocturna que las muchachas hacen a la fuente del lugar, cuyas aguas hay que recordar que brotan de un manantial en el subterráneo -infierno en miniatura- de los gnomos.
Es más: se
manifiesta una obsesionante consonancia entre ciertos
términos de la descripción de Marta y la del tesoro
de los diabólicos gnomos por el que se sienten
atraídas todas las jóvenes del lugar, Marta sin duda
más que ninguna. Recuérdese que «Marta tenía los ojos más negros
que la noche, y de entre sus oscuras pestañas diríase
que a intervalos saltaban chispas de fuego como de un
carbón ardiente»
(OC, 224). Compárense las palabras
que he escrito en letra cursiva en las líneas precedentes
con las que voy a subrayar ahora en este nuevo trozo: «Y todo [el tesoro] brillaba a la vez, lanzando
chispas de colores y unos reflejos tan vivos, que
parecía como que todo estaba ardiente y se
movía y temblaba»
(OC, 221). Queda claro que Marta es hija
espiritual de los gnomos que guardan los tesoros. Mas ni aun
aquí para la portentosa sinfonía ígnea que
vamos viendo. Ya antes, en este capítulo, con otra
intención, hemos llamado la atención sobre el hecho
de que las galerías subterráneas de los gnomos
estaban «alumbradas con un resplandor
dudoso y fantástico»
(OC, 219). Lo que todavía queda sin
mencionar, sin embargo; lo que completa esta llameante
composición es el hecho de que los gnomos, como tantos otros
habitantes satánicos de la literatura fantástica,
estaban «transformándose
continuamente, ora parecían criaturas humanas deformes y
pequeñuelas, ora salamandras luminosas o
llamas fugaces»
(OC, 220; las cursivas son mías).
¿Hemos realizado lo fantástico, o convertido en
fantasía lo real? ¿Qué otro escritor sino
Bécquer sería capaz de tanta unidad, tanto arte en el
género sobrenatural, y eso en una de sus leyendas menos
conocidas?
En «La corza blanca» hay dos descripciones de personajes, de técnica realista: una del zagal Esteban, y la otra de Constanza, sin tomar en cuenta alusiones descriptivas a otros personajes diseminadas a lo largo de la narración. Examinaremos aquí las dos descripciones propiamente dichas, que son especialmente interesantes por ser de índole completamente contraria la una a la otra, aunque coadyuvan al mismo efecto literario. El retrato de Esteban se concentra en lo corpóreo, a lo cual se añade apenas un apunte sobre su psicología o carácter moral; el brevísimo retrato de Constanza se ocupa principalmente de su carácter, limitándose en lo físico a una referencia tan sólo a esos rasgos que la hija de don Dionís comparte con la maravillosa corza en que se metamorfosea para jugar con sus compañeras en el bosque: ante todo, el ser ora rubia en su identidad humana, ora blanca en su otra identidad animal. La primera descripción, por ser de tipo material, y por ser el tonto y vulgar Estaban el primero en sorprender el secreto de las corzas, proporciona, cerca del principio del relato, un firme amarradero, por así decirlo, para el caballo de la fantasía; la otra, siendo de tipo inmaterial y hallándose todavía en la primera mitad de la leyenda, nos levanta en las vaporosas alas de la imaginación hacia la región de lo sobrenatural. Desde el comienzo del cuento, según su costumbre, Bécquer nos identifica igualmente con lo prosaico y lo extranormal, para que asimilándose estos términos en nuestra imaginación, el conjunto parezca concebible en el mundo de los hombres.
La descripción de Esteban es una de las dos o tres más realistas y prosaicas que se encuentran en todas las Leyendas de Bécquer.
(OC, 256) |
Por esta
descripción el pobre Esteban se halla reducido casi a la
categoría de un cuadrúpedo; con las crines como de
rocín de que tiene poblado el cráneo, se armoniza el
aspecto animal de sus demás facciones: cabeza hundida entre
los hombros, ojos pequeños, nariz roma, labios gruesos, y
sobre todo, la poca frente que tiene. Habría sido un
perfecto modelo para una de las pinturas verbales de Torres
Villarroel, en sus Visiones y visitas de Torres con don
Francisco de Quevedo por la Corte, donde se animaliza a gran
parte de tos sujetos humanos descritos. En el presente caso, la
reducción al nivel de animal se subraya por la frase:
«Esto, poco más o menos, era
Esteban en cuanto a lo físico»
. Mas veremos que
para la realización del fenómeno fantástico de
las mujeres-corzas, lo importante es la combinación de las
características físicas y psicológicas de
Esteban. El papel de esta combinación estriba en parte en el
hecho de que en los rasgos psicológicos de Esteban se da
otra reducción de lo humano: Esteban «era perfectamente simple, aunque un tanto
suspicaz y malicioso, como buen rústico»
.
Simpleza: ésta era prácticamente su única
nota, porque de ésta se apartaba en la dirección de
la suspicacia y la malicia sola mente en el mínimo grado
necesario para ser «buen rústico», y aun esto
último lo mirarían algunos lectores como una nueva
reducción. En este último aspecto, un posible modelo
para el personaje Esteban es Antón Zotes, padre de fray
Gerundio en la famosa novela dieciochesca del P. Isla, el cual era «un
si es no es suspicaz, envidioso, interesado y cuentero: en fin,
legítimo bonus
vir de Campis»
43.
Digo que lo
importante para la incorporación del portento de las
corzas-doncellas al mundo cotidiano es la conjunción de las
dos reducciones que se observan en Esteban; porque, muy
evidentemente, si un ser tan elemental, basto de cuerpo y basto de
intelecto, sin suficiente imaginación para inventar la idea
poética que es base de la leyenda, puede, sin embargo, con
sus torpes sentidos atestiguar que las corzas se convierten en
hermosas doncellas, eso significa que el prodigio es de hecho
físicamente posible en este prosaico mundo nuestro. Por la
graciosa forma en que se le descubre el milagro a Esteban se
reitera a la vez la ya citada descripción de su simpleza.
Momentos antes de ver a la corza blanca, el zagal ha oído
decir a una de las compañeras de ésta: «¡Por aquí, por aquí,
compañeras, / que está ahí el bruto de
Esteban!»
(OC, 259),
y es efectivamente tan bruto el gran simplón, que se lo
cuenta así a sus amos. Por fin, el lenguaje coloquial y
prosaico en que se expresa la corza-doncella, compañera de
Constanza, indica que estos poéticos personajes saben bajar
al nivel de todos los días para moverse entre otros seres
antipoéticos, y por tanto, se nos recuerda una vez
más que lo preternatural no es más que la cara oculta
de lo natural.
Constanza es la corza blanca en su otra existencia secreta, pero incluso en su vida de hija de un señor feudal de Aragón despide como un aura que anuncia algo fuera de lo común, acaso cierta doble naturaleza, a juzgar por la forma en que ella oscila entre extremos en su psicología, y aun en su colorido.
El carácter tan pronto retraído y melancólico como bullicioso y alegre, de Constanza; la extraña exaltación de sus ideas, sus extravagantes caprichos, sus nunca vistas costumbres, hasta la particularidad de tener los ojos y las cejas negras como la noche, siendo blanca y rubia como el oro, habían contribuido a dar pábulo a las hablillas de sus convecinos, y aun el mismo Garcés, que tan íntimamente la trataba, había llegado a persuadirse de que su señora era algo especial y aparte de las demás mujeres (OC, 262-263).
La parte
física de la descripción de Constanza no consta en
realidad sino de un solo toque: el contraste entre la blancura de
su cutis y la negrura de sus ojos, pero basta; pues es frecuente
que los animales blancos tengan los ojos negros, y en efecto,
así están descritas también varias hermosas
mujeres-lobas en relatos clásicos del género
fantástico. En el colorido de Constanza parece preverse a la
par el efecto de claroscuro producido por «la corza blanca, cuyo extraño color
destacaba con una fantástica luz sobre el oscuro fondo de
los árboles»
(OC, 269). La delicadeza del arte de
Bécquer no pierde nunca su encanto: en la descripción
de Constanza se halla todavía otro muy fino anticipo verbal
de su metamorfosis en corza. Un lado del carácter de
Constanza está descrito como «bullicioso y alegre»
, y más
tarde Garcés vio en el bosque «el
bullicioso tropel con que las tímidas corzas,
sorprendidas en lo mejor de sus nocturnos juegos,
huían espantadas»
(OC, 273; las cursivas son mías). El
estilo sencillo de la descripción de Constanza es a lo menos
por su forma completamente realista y parece así ofrecernos
a los lectores un firme arrimadero en el mundo natural; mas por sus
insinuaciones bipolares se nos va preparando otra vez para la
conclusión universal de la literatura fantástica, de
que lo sobrenatural está siempre implícito en lo
natural, late bajo su superficie; porque a partir del inquietante
retrato de la hija de don Dionís, empezamos a sospechar que
el simple de Esteban habrá tenido razón, y que
Azucena será, en efecto, algo «aparte de las demás mujeres»
,
en el sentido absoluto de la voz aparte.
Las descripciones de Daniel Leví y su hija Sara, en «La rosa de Pasión», son de tipo marcadamente realista; y no obstante, aun en ellas se entrevé que estos seres están dotados de otra naturaleza superior a la aparente, esto es, otra identidad sobrenatural. Miremos los dos retratos; después hablaremos de ellos en común.
(OC, 291-292) |
(OC, 293) |
Estos dibujos aparecen al comienzo del relato, mas para comprender su sentido exacto hace falta tomar en cuenta al mismo tiempo otra descripción de Daniel que se halla al final. Es la mañana después de la crucifixión nocturna de Sara, y el tacaño tendero ha vuelto a su trabajo habitual.
(OC, 300-301) |
Los subrayados en
estos trozos de «La rosa de Pasión» son todos
míos, y van a ser el objeto principal de mi comentario. La
forma de estas descripciones es una vez más la del
inventario realista; en las líneas relativas a Daniel la
tonalidad prosaica se aproxima a la del naturalismo, lo cual
resulta aun más notable para el lector cuando ve, en las
mismas páginas que las descripciones de Daniel y Sara, la de
su miserable casucha, la cual estudiaremos en el próximo
capítulo. Tampoco se escapa del prosaísmo humano la
bella Sara, no obstante coincidir en algún pormenor con las
luminosas y etéreas mujeres ideales de Bécquer, pues
ella llegará a ser mártir precisamente porque
«ya hinchaban su seno y se escapaban de
su boca esos suspiros que anuncian el vago despertar del
deseo»
. El tránsito de Sara acaecerá en el
aniversario del de Jesús, en Viernes Santo, y ella
será matada con los mismos instrumentos de martirio; mas, a
diferencia del Redentor, no morirá por salvar a todos los
hombres, sino por haber salvado a uno solo, su amante
cristiano.
Sin embargo, ya
está presente como en potencia, en las descripciones
realistas contenidas en el capítulo I de «La rosa de
Pasión», la fuerza sobrenatural que llevará en
último término al nacimiento de esa mística
flor de entre los restos de la valiente conversa; y por tanto, para
todo lector, por aferrado que esté a la realidad cotidiana,
será lógico que se elija para el privilegio del
martirio a la hija del resentido y tacaño Daniel, «Sara, a quien parecía guiar un
sobrenatural presentimiento»
(OC, 298). Veamos ahora en forma concreta
cómo se prefigura en los retratos de Daniel y Sara el
desenvolvimiento de su triste pero sacra historia.
En la mente
popular los asesinos del Salvador, los judíos, están
asociados desde siempre con el Espíritu Maligno: «Y entró Satanás en Judas, por
sobrenombre Iscariote, el cual era uno del número de los
doce»
(S. Lucas, XXII, 3), con
el fin de realizar «la blasfemia de los
que se dicen ser judíos, y no lo son, mas son sinagoga de
Satanás»
(Apocalipsis, II, 9). La sonrisa de
Daniel es desde luego, por un lado, el instrumento de la
hipócrita adulación con que quiere sacarles todo el
dinero posible a los odiados cristianos; mas, al caracterizarse con
los adjetivos eterna, extraña,
indescriptible y el adverbio eternamente, resulta
muy claro que es la sádica y sardónica sonrisa de
Satanás, la insignia del enemigo perpetuo pero siempre
cambiante («extraño»,
«indescriptible») de la humanidad. (Recuérdese a
la vez la acepción de «sobrenatural» que
Bécquer da al calificativo extraño en muchos de sus
relatos fantásticos.) Esta habitual sonrisa es a la par la
única expresión exterior que Daniel da a la
íntima satisfacción que le produce meditar sobre su
venganza contra los cristianos, en particular el amante de su hija.
El sentido de la eterna sonrisa de Daniel, así como el del
impasible, incesante golpeo de su martillito sobre su yunque, se
acaba de aclarar, en el capítulo III, cuando el
remendón se ha reunido con los demás judíos
toledanos en «círculo infernal» entre las ruinas
de una iglesia bizantina extramuros de la ciudad, pues allí
se le veía «disponiendo, en fin,
con una horrible solicitud los aprestos necesarios para la
consumación de la espantosa obra que había estado
meditando días y días, mientras golpeaba
impasible el yunque de su covacha de Toledo»
(OC, 299).
Pero, una vez
ocupado Daniel en la obra de su círculo infernal, «ya no sonreía»
(OC, 298); esa febril actividad era en
sí suficiente motivo y expresión de
satisfacción. Como sabe el lector de Bécquer, Sara
reemplaza a su amante cristiano, a quien los hebreos habían
condenado al suplicio de la crucifixión, y Daniel «la arrastró, como poseído de un
espíritu infernal, hasta el pie de la cruz»
(OC, 300). La próxima
mañana la satisfacción de Daniel es otra vez la
interior, la que da la obra acabada y la repetida meditación
sobre ella, y así en la última descripción
citada arriba el autor vuelve al constante golpeo y a la eterna
sonrisa.
Las repetidas
alusiones a la sonrisa y al yunque a lo largo de esta
«leyenda religiosa», y sobre todo la repetición
al final del texto de la escena inicial de Daniel en su
sombrío portal (la primera y la última de las cuatro
descripciones que copié de este relato), son curiosos
anticipos de técnicas que usaría Azorín para
representar esa famosa vuelta eterna a las mismas formas de
existencia que será tan característica de su
cosmovisión; pero en «La rosa de Pasión»
sirven concretamente para captar la eternidad de la figura del
demonio y sugerir su perpetuo acecho. Al mismo tiempo, entra en el
esquema de este satánico personaje judío un ingenioso
toque irónico con el que, muy a su pesar, se refuerza el
otro concepto de la eternidad que asociamos con Jesucristo y todos
los fieles finados. Dicho toque depende del nombre del judío
toledano, Daniel; pues los teólogos encuentran en el libro
del profeta Daniel, en el Antiguo Testamento, un importante
antecedente de la doctrina de la resurrección de los
muertos: «Y muchos de los que duermen en
el polvo de la tierra serán despertados, unos para vida
eterna, y otros para vergüenza y confusión
perpetua»
(Daniel, XII, 2).
La
descripción de Sara, de forma realista en lo que
atañe a su sintaxis, es natural, empero, que se aparte
más que las de Daniel del prosaísmo de su medio,
porque ella es el principal personaje fantástico (a nivel de
símil incluso participa «un hada» en la
confección del ya citado retrato de la hermosa hebrea). El
carácter sobrenatural de Sara (cuyos restos mortales
darían nacimiento a la rosa de Pasión) se presagia en
su descripción por cuatro voces alusivas a la claridad:
brillaba, luz, ardiente y
estrella, y resalta este resplandor tanto más
cuanto que contrasta fuertemente con su triste fondo representado
por las formas adjetivales sombrío, negras
y oscura y el sustantivo noche. La doble
naturaleza divina y humana de esta vicaria del Salvador se revela
por el contraste entre su «dulce
tristeza»
y «el vago despertar
del deseo»
en su hinchado seno; el primer término
de este contraste recuerda, en efecto, la típica
fisonomía de Cristo en los cuadros y las esculturas de la
Crucifixión, o sea, el reflejo facial de la
melancólica imploración: «Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has desamparado?»
(S. Mateo, XXVII, 46; S.
Marcos, XV, 34).
La tez de
alabastro de Sara recuerda la del Redentor crucificado, y la
selección de la imagen «paño de púrpura»
para
describir sus encendidos labios tiene una evidente intención
simbólica, por cuanto el uso del costoso paño de
púrpura en tiempos bíblicos estaba
prácticamente limitado a los reyes, y los soldados de Pilato
para escarnecer a Jesús le vistieron de un ropaje de grana o
púrpura: «Exivit ergo Jesus portans coronam spineam et
purpureum vestim entum»
. «Y salió Jesús fuera, llevando la
corona de espinas y la ropa de grana»
(S. Juan, XIX, 5). Cito la Vulgata porque
Bécquer, al usar la voz castellana púrpura
en su descripción de Sara, pensaba evidentemente en el
léxico de esa versión. Por el uso del sustantivo
sepulcro en uno de los símiles se vaticina el
sacrificio de Sara, y por la figura de la «noche oscura»
utilizada para captar
la tonalidad de las negras pestañas de Sara se columbra la
hora de ese sacrificio.
El mismo nombre
Sara tiene aquí cierto valor simbólico: el
nacimiento de Isaac, hijo de Abraham, cuando su madre, Sara,
tenía unos noventa años, es el primer nacimiento
milagroso en la Biblia, y así un antecedente en cierta
medida del de Jesús, por lo cual tal nombre no es el menos
apropiado para la adaptación de la historia del Señor
a un personaje femenino. La conversa de Toledo muere por salvar a
un solo hombre, mas la forma de su sacrificio, así como la
de su «resurrección»
-transformada en la rosa de Pasión- son nuevos
estímulos para la fe de toda la cristiandad; pues en esta
«nunca vista»
flor, que nace
de los restos de la pobre muchacha, «se
veían figurados todos los atributos del martirio del
Salvador del mundo»
(OC, 301): el hierro de la lanza, la corona
de espinas, los estigmas en forma de clavos, etc.
Las descripciones de personajes individuales desempeñan un papel más decisivo en «La rosa de Pasión», que en cualquier otra leyenda fantástica de Bécquer, porque la ominosa expectación creada por los símbolos presentes en los retratos de Daniel y Sara viene a ser una compensación indispensable del hecho de que en este relato apenas se da una acción sobrenatural en el sentido que solemos dar a esta voz al hablar del género fantástico. (En un capítulo anterior se observó que en realidad el único fenómeno fantástico -mejor dicho, sobrenatural en la acepción teológica que se acusa en la historia de Daniel y Sara es el milagroso nacimiento de la rosa de Pasión de los despojos de la pobre doncella crucificada.) Es más: el hecho de que las descripciones de los dos hebreos sean mucho más físicas que psicológicas, junto con la ya indicada función cumplida por ellos, son nuevas pruebas muy claras de otra de nuestras anteriores observaciones generales sobre la literatura fantástica: esto es, que en las narraciones pertenecientes a ella son incomparablemente más significativos el suceso y el ambiente que el carácter para el «efecto único» que el autor busca. Tal aserto se confirma asimismo por el hecho de que no hemos encontrado descripciones de personajes dignas de un análisis detenido sino en seis de las catorce leyendas estudiadas en este libro; y las más extensas -las de muchedumbres de personajes- funcionan casi de la misma manera que las descripciones que vamos a estudiar ahora, en el capítulo VI: quiero decir, las del lugar y el ambiente.