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ArribaAbajoMujer y dramaturga: conflicto y resolución en el teatro español del siglo XIX

David T. GIES


University of Virginia

A lo largo del siglo XIX español, mujeres escribieron, anunciaron, publicaron o estrenaron más de 300 obras dramáticas en los varios teatros de la capital o de provincias. Estas obras son producto de la actividad de unas sesenta dramaturgas, cifra nada desdeñable, incluso si se incluye dentro del número total de obras dramáticas publicadas en el siglo diecinueve español (que calculamos por encima de unas 10.000 obras). Como observa lacónicamente Juan Antonio Hormigón: «...la opinión generalizada de que ha habido pocas escritoras teatrales quizás choque violentamente con la realidad que los documentos proporcionan» («La mujer», p. 14). Sin embargo, al contemplar estas sorprendentes estadísticas, preguntas fundamentales se nos acumulan. ¿Quiénes son estas dramaturgas? ¿Cómo se titulan las obras que escribieron? ¿Cómo son aquellas obras? ¿En qué condiciones vivieron y escribieron las autoras? ¿Dónde se escribieron? ¿Para quiénes se escribieron? ¿Dónde están las obras impresas o los manuscritos? Y (pregunta necesaria), ¿por qué sabemos tan poco -acaso nada- de estas obras y de estas dramaturgas?

Naturalmente, estas preguntas no se contestan fácilmente, pero se comprenden si entendemos el poco escrutinio que tradicionalmente han recibido las obras escritas por mujeres. No es nada fácil conseguir información adecuada sobre estas generaciones de mujeres dramaturgas, por razones que nos parecen bastante obvias. Existían enormes dificultades para escribir, y no digamos para estrenar, las obras; no había, hasta después del último tercio del siglo, grupos de apoyo para mujeres escritoras;214 los críticos y los periódicos del día les hicieron poco caso; escribieron con frecuencia con seudónimos o en colaboración con autores que sí tenían acceso a los teatros principales de las ciudades más importantes; sus carreras no se documentaron con el mismo afán que las de sus colegas masculinos;215 y, lo que es peor, como ha demostrado Catherine Jagoe para la novela decimonónica, la escritura femenina, es decir, obras escritas por mujeres (como la novela idealista) se consideraron de grado inferior a la literatura «masculina y viril» escrita por hombres. Últimamente, no obstante, se ha comenzado a redescubrir y analizar aquella escritura femenina y las obras escritas por mujeres españolas desde el siglo XV hasta hoy en día. El siglo XIX es especialmente rico en obras escritas por mujeres, hecho poco conocido y mal estudiado, a pesar de los recientes (y excelentes) catálogos y bibliografías de María del Carmen Simón Palmer, Tomás Rodríguez Sánchez, y Juan Antonio Hormigón.

Tenemos catálogos, por fin. Es algo. Pero lo que falta son estudios sobre las obras de estas dramaturgas. En otros lugares he analizado brevemente varias obras de dramaturgas decimonónicas como la conocida Gertrudis Gómez de Avellaneda, la ahora conocida (después del trabajo de Simón Palmer) Rosario de Acuña, y las menos conocidas Adelaida Muñiz y Más y Enriqueta Lozano de Vílchez. Sin embargo, existen docenas de obras y autoras que quedan por estudiar. Tiene razón Hormigón cuando escribe: «La primera conclusión que podemos extraer a título general, es aparentemente sencilla: la aportación de las mujeres a la producción literariodramática desde el barroco hasta la fecha, ha sido más amplia y de mayor calidad de lo que pudiera parecer a simple vista» («Enigma», p. 25). Como no se puede dar aquí noticia exhaustiva de todos los nombres y títulos -que sería, además, ejercicio sumamente aburrido- quisiera enfocar nuestra atención sobre cuatro figuras que me parecen emblemáticas de su época. Para reconocer el lugar de este primer congreso organizado por la Sociedad de Literatura Española del Siglo XIX, me parece correcto hablar de cuatro autoras que hicieron su trabajo aquí en Barcelona.

Lo que vamos a descubrir no es una «voz femenina», es decir, no vamos a encontrar una unidad ni conceptual ni ideológica ni estructural ni lingüística en la obra de estas mujeres. Aunque sí descubriremos algunas características que en términos generales tienen en común estas autoras, sería precipitado (y falso) crear una taxonomía que tenga por base alguna característica puramente «femenina.» Esto es lo que hicieron los autores del siglo XIX que concluyeron que la literatura de y para mujeres fue una literatura inmoral, débil, de poca monta e inferior a las obras «varoniles» de sus compatriotas (v. Jagoe). Esto forma parte de lo que Bram Dijkstra ha llamado «the pervasive antifeminine mood of the late nineteenth century» (p. 6). Y no se nos olvide que incluso Unamuno opinaba que la lengua literaria es una lengua predominante masculina (p.712).216

El primer ejemplo que vamos a comentar es el caso insólito de una niña de 15 años que publicó y estrenó su primera obra en el Teatro de Santa Cruz de Barcelona en 1842. Ángela Grassi es una de las «numerosas escritoras olvidadas del siglo XIV» (Ruiz Silva, p. 155). No sólo nos sorprende la edad de la autora, sino también la fecha del estreno de su obra, fecha muy temprana en la historia de las mujeres dramaturgas. Aunque sí había mujeres que estrenaron dramas antes de esta fecha (nos queda el caso conocido de María Rosa Gálvez de Cabrera a principios de siglo, o el de Francisca Navarro), son pocas las mujeres que montaron obras dramáticas antes de mediados de siglo. Grassi, de origen italiano,217 ha sido recuperada como poeta (Kirkpatrick, Antología poética y Las románticas) y como novelista (Ruiz Silva, Ayala)218 pero su obra dramática todavía permanece totalmente abandonada.219

Residente en Barcelona desde 1829, Grassi se identifica fuertemente con los ideales conservadores de su época, en particular con los ideales católicos frecuentemente defendidos por mujeres de su edad, cultura y posición social. Según Ruiz Silva: «Grassi supedita su literatura a su ideología y así sus novelas se pueblan de consejos, ejemplos virtuosos, cantos a la religión y a la patria y, sobre todo, de un trasfondo moral que se resuelve en una apología del comportamiento cristiano» (p. 156). En un curioso lapsus que refleja la falta de interés en la producción dramática de la mujer decimonónica, Ruiz no menciona sus dramas, pero esta cita se aplica perfectamente a la obra de 1842, Lealtad de un juramento o Crimen y expiación. Aunque este drama presenta el lenguaje aprendido del mundo romántico, muchas de las situaciones melodramáticas que marcan el romanticismo español, y una acumulación de escenarios repetidos en los dramas románticos, Grassi no es dramaturga romántica.220 Discrepo de la evaluación de Ramón Andrés, que la llama «alma romántica» (p. 151). Todo lo contrario: en su drama triunfa la Providencia, y en el quinto acto es la sabiduría y la experiencia lo que llevan a los personajes a un final feliz. Triunfa el amor doméstico, paternal, no el amor apasionado, o las fuerzas del destino o del caos cósmico. Triunfa, por fin, la virtud, lo mismo que en las populares novelas escritas por esta autora (que revelan un «humanismo cristiano» en palabras de Ayala [136]). Bellini, hija de Perelli, es «la misma virtud» y aunque postula una pregunta que se ha hecho antes en los dramas románticos -«¿Qué sería para mí la vida, si me separasen de vos?» (IV, 1)- lo que sorprende aquí es que no se hace a su amante, sino a su padre. Este hecho no quita valor al drama, sin embargo. Grassi, ya a los 15 años, domina perfectamente el lenguaje teatral, y la novedad de lo que podríamos llamar su «efecto Rashomon» intensifica el interés del drama. En tres momentos clave de la obra, dos personajes cuentan la historia del asesinato de Reinaldo en la «roca sangrienta» (Mariana, 1, 3; Mariana, II, 3; Perelli, IV, 1); las tres versiones son levemente diferentes y cada versión aporta un detalle que cambia nuestra perspectiva de aquel acontecimiento. Poco a poco se revela la verdad del asesinato. En fin, estamos de acuerdo con Ruiz, que escribe: «Melodrámatica y conservadora, imaginativa y sensible, fiel a sus creencias, educadora y guía de sus muchas lectoras, trabajadora incansable, culta y maternal pero también con un secreto deje de melancolía contenida y disimulada, Ángela Grassi bien merecía un poco de atención» (p. 166). Y la merece todavía.

El segundo ejemplo es el de Angelina Martínez de la Fuente, cuyo drama, La corona del martirio se representó por primera vez «con brillante éxito» en el teatro Romea de Barcelona en 1865 (Simón Palmer, Escritoras, p. 424).221 Con el mismo lenguaje romántico que había dominado el discurso teatral ya desde mediados de los años 30, Martínez de la Fuente capta un tema candente -el de la esclavitud de los negros en Cuba- y lo presenta de una manera que podríamos llamar «pos-zorrillesca.» Es decir, aunque para Carme Riera esta autora es «la más romántica» (p. 173) de las escritoras románticas españolas de las Baleares, la verdad es que tiene un alma pos-romántica metida en un discurso fundamentalmente romántico. La influencia de Zorrilla es evidente en La corona del martirio. Elvira, la joven «joya» cubana, confiesa su amor para con Arturo en términos zorrillescos -«Sí, sí, no hay duda; es amor / esta inquietud que me agita; / pues mi corazón palpita / bajo un fuego abrasador» (I, 4)- e incluso lee una carta seductora que provoca una reacción muy parecida a la provocada en la inocente Inés en el Tenorio («¡Oh! ¡qué ternura, qué ardor / respiran estos renglones! / están nuestros corazones / unidos por el amor» (I, 4).222 Martínez extiende la comparación con doña Inés cuando Jorge, el criado negro secretamente enamorado de Elvira, comenta:


¡Es un ángel! su belleza
obra perfecta de Dios;
y un abismo entre los dos
puso la naturaleza.
Ella una blanca paloma,
pura como el sol naciente......


(I,5)                


En otro momento, rinde homenaje al famoso plazo de don Juan Tenorio: «no supliques; / este momento anhelado / el cielo me lo ha otorgado / y espero que me escuchéis...» (I, 8).

Sin embargo, Martínez no escribe ni una imitación ni una parodia del Tenorio, sino un drama moderno con elementos que reflejan las preocupaciones de la alta burguesía española de mediados del siglo XIX. Su interés en la libertad de los esclavos en el Nuevo Mundo añade otra voz al debate sobre esta candente cuestión (ya tuvimos los casos de Sab de Gómez de Avellaneda o La cabaña del Tío Tom, de Harriet Beecher Stowe, traducida ésta al español cuatro veces en 1852 y 1853,223 es decir, trece años antes del estreno del drama). Junto con este elemento polémico, se nota la preocupación de los personajes del drama por su propio bienestar económico, lo que concuerda con la misma preocupación tan notable en las altas comedias de Tamayo, Núñez de Arce y Zumel; en La corona del martirio, se preocupan por el pago de créditos y la necesidad de «reunir / el preciso capital / que nos es indispensable para el objeto alcanzar» (II, 1). Mariana se dedica al arreglo y venta de flores para reunir el deseado capital, cosa nunca vista en las tradicionales heroínas de los dramas románticos, donde no trabaja nadie. Es decir, Martínez de la Fuente hereda el lenguaje zorrillesco, lo envuelve en el mundo pos-zorrillesco creado por dramaturgos como Ventura de la Vega (El hombre de mundo, 1845) y luego lo convierte en algo más contemporáneo, más al día con las preocupaciones de la creciente clase media:


Decidme, ¿y es condición
del hombre rico, encumbrado,
oprimir al desgraciado
sumiéndole en aflicción?
¿Ofrecer a un pobre ciego
cariño, amistad, amor;
y la mansión del dolor
venir a profanar luego?
¿Y cuando el oro le sobra,
bastante a comprar un mundo,
ardiendo en odio profundo
con vil bajeza se cobra?


(II, 10)                


En vez de tiranos abusivos y revelaciones sorprendentes, Martínez de la Fuente nos da acreedores despiadados, deudas por pagar y una crítica del hombre adinerado de su día. En una acertada parodia de la popular «Todo lo vence el amor» (primer título de la comedia de magia más taquillera del siglo, conocida como La pata de cabra), Fernando proclama: «Todo lo vence el dinero» (III, 4). Pero al fin, vence no el dinero sino el amor, la justicia y la compasión.

La tercera dramaturga que vamos a comentar es Josefa María Farnés, cuyo melodrama histórico, Elena de Villers, o un héroe de la Revolución francesa se publicó en Barcelona en 1884. Este es el único título que se conserva de una mujer que dedicó mucho tiempo -como otras mujeres de su generación- a la novela y al periodismo (ver Miralles). Peca este drama de excesivo prosaísmo y un recurso al lenguaje romántico ya desgastado, pero tiene interés por su complejidad y por las protagonistas fuertes e inteligentes que dominan la obra. Aunque parece que Farnés va a desarrollar un tema muy interesante y muy al día -la posibilidad de que la ciencia moderna sea la salvación del hombre- al final sorprende al público con un detalle inesperado. La heroína, enloquecida como muchas heroínas melodramáticas por la mala suerte que le persigue, será salvada (creemos) por la ciencia moderna: el médico declara que puede asegurar que por sus tratamientos científicos la pobre chica demente volverá en sí. Pero resulta que ni eso, ni la ciencia moderna, la puede salvar, y Elena no se recupera. Es el niño, su hijo, el que declara al final que «mi pobre mamá todavía está loca» (IV, 11). Farnés la condena a la eterna locura. Este rechazo del «happy ending» tradicional subraya quizás la condición de la mujer en la España decimonónica, o, por lo menos, como la ve una autora que pasó la vida luchando por los derechos republicanos (fundó el semanario republicano La Aurora en Madrid). Su drama es fuertemente antimonárquico, detalle que le conecta ideológicamente con Rosario de Acuña (quizás por eso tardó siete años en estrenarse).

La última obra que pensamos comentar es una comedia en dos actos, El ejemplo, por María del Amparo Arnillas de Font, publicada en Barcelona en 1886.224 Pertenece, como otras muchas obras escritas por mujeres, al género de teatro infantil (dramaturgas decimonónicas cultivaron con igual asiduidad el género chico y la zarzuela; ver Membrez y Espín Templado). Sin embargo, su interés versa en su ideología y en lo que revela sobre la mentalidad del «ángel del hogar» decimonónico. Al contrario al ejemplo de Farnés (protagonistas femeninos fuertes, ideología revolucionaria), Arnillas presenta un drama doctrinal, incluso reaccionario. Es un teatro cristiano, religioso, cuyo único fin es enseñar el buen «ejemplo» del título. Aunque Arnillas trata el mismo tema que Martínez de la Fuente -la situación de los esclavos negros y el posible conflicto entre blancos y negros- no lo desarrolla sino para confirmar el mensaje cristiano que establece ya en las primeras escenas de la obra. Pancho, el ejemplar esclavo negro (a quien infantiliza la autora llamándole «Panchito» y «negrito» y dándole un lenguaje infantil lleno de «amitos» y «mismitos») pronuncia en sus primeras intervenciones los códigos cristianos que dominarán en la obra:


Al que te hiciera un agravio
págale con un favor.


(I, 1)                



La intención
que abriga tu corazón
¿no la ve el Eterno?


(I, 1)                



Si yo no obro mal, ya sé
que aquí o allá recompensa
con largueza he de tener


(I, 3)                


La obra pierde su poder dramático y se convierte en un sermón perfectamente previsible. Todo sale bien a causa de la buena Providencia, y los negros al final cantan que si siguen el buen ejemplo de Pancho, el negro resignado, «obtendremos / la libertad» (II, 12). Pero no importa: la intención de la autora cabe dentro de las coordinadas de mucho teatro infantil escrito por mujeres, es decir, entretener e instruir. El teatro infantil es un género decimonónico, invención de aquel siglo que le ofrece a la mujer dramaturga una nueva posibilidad literaria. Patrocinio Jiménez aclara el valor del teatro infantil en un artículo publicado en El Correo de la Moda (10 julio 1883; rep. por Hormigón, «Enigma», p. 30), en el que declara que este tipo de teatro es donde «puede el niño aprender buenas y santas máximas que queden esculpidas para siempre en su corazón y le sirvan de guía y norte más tarde en el espinoso camino de la vida».

Así, estos breves ejemplos de la dramaturgia femenina del siglo pasado nos ofrecen un rico arco iris de posibilidades. Queda muchísimo por hacer si pensamos recuperar la obra de las dramaturgas decimonónicas de la oscuridad en que yace. Andreas Huyssen ha demostrado cómo el modernismo creó una dicotomía entre el hombre como productor de la cultura y la mujer como consumidor de ella; lo que es más, demuestra que en general se creía que el hombre produce la alta cultura y la mujer la cultura de masas. Pero los ejemplos que hemos dado aquí cuestionan aquella dicotomía en España porque hemos descubierto a mujeres productoras tanto de la alta cultura (drama histórico, drama pos-romántico, comedia sentimental) como de la cultura de masas (teatro infantil, el género chico y la zarzuela). El conflicto que se les presentó fue el deseo de encontrar un espacio suyo en un mundo dominado por el hombre; la resolución fue la elaboración de una voz individual, un discurso en común, que expresara en sus términos las mismas preocupaciones expresadas en la dramaturgia varonil. Es decir, aunque Unamuno le prevenía a una «aspirante a escritora» que tendría que «servirse de un instrumento hecho por hombres y para hombres» (p. 712), las dramaturgas españolas del XIX buscaron una lengua suya. Aunque, como dijimos inicialmente, no intentamos defender la existencia de «una voz femenina» en los textos brevemente examinados, sí nos gustaría sugerir que merecía la pena explorar si las preocupaciones aquí señaladas no reflejan una inteligencia y unos intereses culturales a los que la inevitable limitación casera, que la estructura social contemporánea imponía, dota de un sentido concreto y práctico lo que Unamuno describía como una de las características de la intelectual decimonónica. Los problemas políticos (liberación de los esclavos), económicos (ese endeudamiento de las clases burguesas que desean competir socialmente, cosa que vemos repetidamente en Galdós), y la intensidad de los lazos familiares y religiosos, aparecen tratados en estas obras con una cierta suavidad -como «entre visillos»- que parece reflejar el despertar de una fuerza creadora que, aunque «angélicamente» aprisionada en el hogar, refleja un poder intelectual que por fin romperá las cadenas de su propia esclavitud.

Bibliografía citada

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