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ArribaAbajoEmilia Pardo Bazán: entre el Romanticismo y el Realismo

Marisa SOTELO VÁZQUEZ


Universitat de Barcelona

En el tercer volumen de La Literatura Francesa Moderna (1911), dedicado al Naturalismo, Dña. Emilia Pardo Bazán, con el agudo olfato crítico que había caracterizado su quehacer literario esencialmente historicista, escribía a propósito de la evolución de los movimientos literarios en el siglo XIX: «acaso el sentir romántico sea eterno, aunque se transforme su expresión literaria».865 La distancia desde la que escribe Dña. Emilia, las páginas de preámbulo al análisis de Madame Bovary, al filo de fin de siglo, nos obliga a una reflexión, la pervivencia del romanticismo, del sentir romántico, más allá de sus estrictos límites cronológicos.

Evidentemente en la segunda mitad del siglo XIX la estética dominante en el campo de la novela es el realismo- naturalismo, sin embargo, basta un análisis -que aquí no podrá ser más que somero-, de algunas de las novelas de la primera época de Emilia Pardo Bazán -Pascual López (1879), pero sobre todo, Un viaje de novios (1881) y El Cisne de Vilamorta (1885)-, para comprobar la certera observación crítica de la autora, pues si bien la nueva estética realista-naturalista es definitivamente el cauce por donde fluyen dichas novelas, hay en ellas- el profesor González Herranz lo demostró a propósito de La Tribuna, considerada praxis del naturalismo pardobazaniano-, un buen número de rasgos que denotan la pervivencia explícita o soterrada y latente del romanticismo.

Dicho de otro modo, la arquitectura de la novela, la composición, responde a los cánones de la estética realista y aún naturalista: observación fiel de la realidad, plasmación de la multiplicidad de la vida; así como también la perspectiva del narrador se ajusta a dicha estética en búsqueda progresiva de objetividad, de impersonalidad narrativa. Sin embargo, la factura del personaje, su caracterización psicológica es, a menudo, deudora del romanticismo con todo el componente de idealismo, sentimentalismo e imaginación que ello conlleva. De ahí que en las mencionadas obras se produzca un balanceo estético, una amalgama de elementos románticos, costumbristas y realistas, resultando de ello un contraste grotesco entre poesía y prosa, entre idealismo, sentimiento romántico y realidad prosaica y vulgar agudamente observada y plasmada en las novelas.

Mas allá de otros elementos secundarios en la intriga novelesca, es precisamente en la textura psicológica del personaje protagonista donde el romanticismo aflora con más intensidad. Fijaremos la atención en Ignacio Artegui de Un viaje de novios y en el poeta-Cisne de Vilamorta, personajes que presentan entre sí más de una semejanza, tal como si la autora hubiera aplicado un mismo patrón caracteriológico. Ambos parecen fruto de la imaginación más que de la observación de la realidad, ambos son almas enfermas de insatisfacción con evidentes desequilibrios nerviosos, que la autora se esfuerza en justificar apelando al principio naturalista de las leyes de la herencia biológica como más adelante veremos.

Y esto es así, porque en los dos casos se trata de sucesivas modulaciones sobre el substrato del prototipo de héroe romántico, insatisfecho, pesimista, incrédulo, soñador, cuya conducta no está exenta de cierta teatralidad muy del gusto romántico, tal como observó el profesor Baquero Goyanes a propósito de Artegui en el prólogo a Un viaje de novios.866 Héroes inadaptados, incapaces de resolver su angustia vital, su tedio, sus aspiraciones de ideal, inmersos en un ambiente provinciano, cercado por la férrea moral católica en el caso de Lucía y Artegui de Un viaje o simplemente asfixiados por la ramplonería y el prosaísmo de Vilamorta, en el caso del Cisne. En realidad, mirado con cierta perspectiva, y teniendo en cuenta las estribaciones del fin de siglo, muy próximas a la fecha del estudio sobre la literatura francesa, que citaba al principio de este trabajo, es fácilmente perceptible el rastro de dichos personajes en la factura del héroe finisecular, del héroe modernista, en su sentimiento de fracaso vital y en su acentuada conciencia del dolor como fuente de conocimiento que, en este último período, hay que poner necesariamente en correlación con la filosofía pesimista de Schopenhauer.

El hecho de que Emilia Pardo Bazán amalgamara en sus primeras novelas ese sentir o espíritu romántico con las formulaciones de la estética realista, más allá de su eclecticismo tantas veces declarado en materia estética,867 obedece indudablemente a varios factores: en primer lugar, su formación literaria, sus lecturas. La temprana afición por Zorrilla -«el rey de la melodía, el Verdi de nuestros días»- confesada por la autora en sus Apuntes Autobiográficos.868 La lectura prohibida familiarmente869 y por ello doblemente anhelada de los románticos franceses, singularmente de Víctor Hugo, de quien a propósito de Nuestra Señora de París escribe: «Esto sí que es novela -pensaba yo relamiéndome-. Aquí nada sucede por modo natural y corriente, como en Cervantes, ni parece una cosa de las que a cada paso ocurren, como en Fernán: aquí todo es extraordinario, desmesurado y fatídico, y el entendimiento de quien lo ha escrito tampoco puede medirse con los demás, sino que es fénix y sin par». Para significativamente añadir: «Esta consecuencia influyó en el concepto que por muchos años tuve de la novela, creyéndola fuera del dominio de mis aspiraciones, por requerir inventiva maravillosa.870 Algo de esa admiración por lo desmesurado, lo extraordinario inconscientemente pervive en los primeros relatos, el asunto del alquimista en Pascual López, o las intervenciones del narrador señalando lo novelesco y melodramático de determinadas situaciones tanto en Un viaje de novios (cap. VII), como en determinados pasajes El Cisne de Vilamorta, la escena nocturna de la escalada a la solana por parte del Cisne para entrevistarse con Nieves, o el paseo de ambos por el acantilado y la tentativa de suicidio del poeta, (caps. XIX y XX).

Habría que añadir, además, la influencia del ambiente cultural galaico, las tertulias, cenáculos de la Coruña y los Juegos Florales de Orense de marcado acento romántico, donde la autora se dio a conocer como poeta, consiguiendo el primer premio con la «Oda a Feijoo» en 1876. Pocos años después, en 1880, su interés por Heine -que había dejado honda huella en el más tardío romanticismo español a través de Bécquer-, la llevará a traducir algunas de sus composiciones en El Faro de Vigo,871 así como a publicar en Revista de España (25-VI- 1886) «La Fortuna española de Heine».

No menos indicativo de su formación romántica es la influencia decisiva de Espronceda, ahora comprobable en toda su amplitud con la publicación de su poesía inédita que ha visto recientemente la luz.872 Y, por último, el conocimiento que Doña Emilia tenía de la poesía regional gallega: Lamas Carvajal, Pondal, Losada.... y de la más insigne poeta romántica Rosalía de Castro.873 Todo lo cual evidencia que, más allá de la poética realista en que se inscriben sus primeras novelas, la autora se había nutrido de lecturas románticas que le habrían de dejar honda huella, perceptible en sus años de aprendizaje como novelista, anteriores a la publicación de Los Pazos de Ulloa, y que, sin desaparecer del todo nunca, aflorarán con renovada intensidad y en consonancia con los nuevos rumbos de la literatura finisecular en sus últimas novelas: La Quimera, La Sirena Negra y Dulce Dueño, novelas neorrománticas con ingredientes legendarios y místicos.

Un viaje de novios, a pesar de que en el momento de su publicación fue leída por la mayor parte de la crítica en clave realista-naturalista, señalando como logros más importantes la impersonalidad del estilo, el estudio del temperamento armónico de Lucía, la protagonista, y la objetividad de las descripciones, «Clarín» se apercibió de la falta de unidad de propósito en la obra, a mitad de camino entre la novela y el libro de viaje, que como es sabido tuvo un enorme éxito en el Romanticismo. También, casi unánimemente la crítica señaló la artificiosidad del carácter de Artegui, argumentando que no procedía de la observación de la realidad como exigía la poética realista, sino que era fruto de la imaginación, de la fantasía de la autora: «Artegui es un tipo fantástico, engendro de la imaginación de una mujer que sabe idealizar y que sabe sentir» (....) «es de cartulina, un figurín de pesimista».874

La crítica moderna -el profesor Baquero Goyanes-, ha subrayado la teatralidad del personaje derivada de su factura inequívocamente romántica, patente sobre todo en los capítulos VI, VII y XIV de la novela. Profundizando en la objeción de «Clarín» y los comentarios del profesor Baquero me referiré a la escena de la excursión de Lucía y Artegui por los alrededores de Bayona, donde, además de la teatralidad de los gestos y palabras del personaje, el escenario retorna todos los tópicos del más rancio romanticismo: la naturaleza agreste, el acantilado, reforzado por los recursos efectistas de la tormenta, una luz «lóbrega» y «oscura» y «pavoroso y sepulcral silencio». Así como la perspectiva elegida por Doña Emilia es claramente romántica, dramática, como quien contempla la escena a cierta distancia de manera que los personajes son vistos como esculturas: «Lucía, anonadada, casi de hinojos, cruzadas las manos, imploraba; Artegui, alzado el brazo, erguida la estatura, mirando con doloroso reto a la bóveda celeste, pareciera un personaje dramático, un rebelde Titán, a no vestir el traje prosaico de nuestros días».875 Esta última frase en boca del narrador, consciente del inequívoco sabor romántico de la simbología del Titán, enfatiza el anacronismo de la escena. Dicha perspectiva contrasta con la proximidad y sobriedad de la observación realista de otros pasajes de la novela, como la descripción del cortejo nupcial en la estación de León (cap. I) o las pinturas de ambientes primero provincianos y posteriormente refinados y elegantes del balneario de Vichy (caps. XI-XII).

Un análisis más detenido de la figura de Artegui y, sobre todo, de sus palabras evidencia la naturaleza atormentada de un hombre radicalmente pesimista e incrédulo, que, en la escena antes mencionada, con tintes satánicos proclama su convencimiento de que el mal es el único motor de la vida y de la existencia. Profundo pesimismo que tiene una doble raíz, en su naturaleza neurasténica e hipersensible, heredada de su madre, (leyes de la herencia biológica), a la par que una raíz existencial, el conocimiento del dolor resultado de su experiencia como médico en la guerra carlista: «Creo en el mal. [...] En el mal -repetía- que por todas partes nos cerca y nos envuelve, de la cuna al sepulcro, sin que nunca se aparte de nosotros. En el mal que hace de la tierra vasto campo de batalla, donde no vive cada ser sin la muerte y el dolor de otros seres; en el mal, que es el eje del mundo y el resorte de la vida» (t. 1, p. 108).

Para, finalmente, manifestar su convencimiento de que al mal, «al dolor universal» sólo se le vence muriendo: «El dolor no concluye sino en la muerte: sólo la muerte burla la fuerza creadora que goza en engendrar para atormentar después a su infeliz progenitura» (t. 1, p. 108).

Ideas a las que vuelve Artegui en el capítulo XIV, para justificar su misantropía, su renuncia al amor, su deseo de anegarse en la nada, consciente de la imposibilidad de superar el dolor, el sufrimiento, pues en la medida que aumenta su conciencia crece su sufrimiento, derivando en profundo pesimismo y radical indiferencia: «Huí siempre de las mujeres, porque conocedor del triste misterio del mundo, del mal trascendente de la vida, no quería apegarme, por ellas a esta tierra mísera, ni dar el ser a criaturas que heredasen el sufrimiento, único legado que todo ser humano tiene certeza de transmitir a sus hijos... Sí, yo consideraba que era un deber de conciencia obrar así, disminuir la suma de dolores y males, cuando pensaba en esta suma enorme, maldecía al sol que engendra en la tierra la vida y el sufrimiento, a las estrellas que sólo son orbes de miseria, al mundo este, que es el presidio donde nuestra condena se cumple y por fin, al amor, al amor que sostiene y conserva y perpetúa la desdicha, rompiendo para eternizarla, el reposo sacro de la nada... «¡La nada!, la nada era el puerto de salvación a que mi combatido espíritu quiso arribar... La nada, la desaparición, la absorción en el universo, disolución para el cuerpo, paz y silencio eterno para el espíritu... «(t. 1, p. 157).

Y, al justificar sus tentativas de suicidio, añade Artegui: «Tú fuiste la ilusión... Sí, por ti hizo otra vez presa en mi alma la naturaleza inexorable y tenaz... Fui vencido... No era posible ya obtener la quietud de ánimo, el anonadamiento, la perfecta y contemplativa tranquilidad a que aspiraba... por eso quise poner fin a mi vida, cada vez más insufrible» (t. 1, p. 158). Palabras en las que parecen resonar ecos del pensamiento de Schopenhauer876 y que preludian algunos de los rasgos de la conducta de los personajes barojianos, Andrés Hurtado de El árbol de la ciencia y Fernando Ossorio de Camino de perfección. La renuncia a la acción, el deseo de perfecta y contemplativa tranquilidad, el aniquilamiento aparecen ya en el personaje de Artegui como reformulaciones del concepto de ataraxia schopenhaueriana.

Dado que las obras del pensador alemán Parerga y Paralipomena (1851), en traducción de Zozaya, lo publicó la España Moderna en 1889 y los tres volúmenes de El mundo como voluntad y representación (1819) aparecieron sucesivamente en 1894, 1901 y 1902, por tanto, bastantes años después de la publicación de Un viaje de novios (1881), no resulta fácil explicar cómo llegaron a la escritora dichas ideas. Pues no parece probable que Doña Emilia hubiese conocido de primera mano las obras del filósofo alemán, ya que no tenemos constancia de que su conocimiento del alemán pasase de las traducción de algunos poemas de Heine, además, su bagaje de lecturas filosóficas era más bien endeble, tal como ella misma recuerda en sus Apuntes Autobiográficos al evocar su amistad con los krausistas: «Cuando empecé a manejar libros de filosofía alemana, me honraba con la amistad de bastantes afiliados a la escuela, que entonces reunía muy lúcido séquito [...] como vi que los adeptos consideraban necesario el conocimiento de la lengua alemana, me dediqué a aprenderla, pero así que tuve una tintura, preferí consagrarme a Goethe, Schiller, Bürger y Heine, pues para las obras de metafísica declaro sin rebozo (aunque sería más lucido afirmar lo contrario) que, a menos de estar versadísimo, son preferibles las buenas traducciones francesas».877 No obstante no deja de ser curiosa dicha influencia y probablemente explicable porque los ecos de las ideas de Schopenhauer estuvieran en el ambiente cultural de la época -fuesen lo que el profesor Darío Villanueva llama «polen de ideas», como patentiza el título de una de las novelas de Zola, La joie de vivre-, o bien porque la autora hubiera leído, tal como parece deducirse de la cita anterior, alguna traducción francesa, ya que falta todavía un largo trecho hasta el fin de siglo,878 cuando circulaban ya las mencionadas traducciones y, en consecuencia, la influencia es evidentemente mucho más constatable, tal como vio tempranamente con agudeza Doña Emilia en su artículo sobre «La nueva generación de novelistas», publicado en Helios 11 (III-1904), al subrayar la sensibilidad exacerbada y el profundo pesimismo, influencia de Nietzsche, Schopenhauer y Maeterlinck, característico de los jóvenes modernistas.879

El reparo mayor que se puede hacer, sin embargo, al personaje de Artegui es que resulta borroso, que no acaba de estar dibujado con el detenimiento y la atención que merecía junto al personaje de Lucía, probablemente el mejor de la novela. Y ello no es consecuencia de su factura romántica sino de lo que «Clarín» llamaba «falta de unidad de propósitos», porque lo que empezó siendo la acción de una novela de corte realista deriva y se diluye al llegar los protagonistas a Vichy, convirtiéndose en crónica de viajes, con una sucesión de descripciones de paisajes, ambientes, costumbres, que se desvían de la acción principal, incluso con la desaparición de la escena del personaje que junto a la protagonista más interés tenía para el lector, Artegui. En las últimas páginas la autora retoma la acción pero ya de forma precipitada y con pocas posibilidades de desentrañar mediante un análisis atento los verdaderos móviles del sentir romántico de Artegui, que no queda suficientemente explicado ni llega a convencer de su verdad al lector, de ahí que las objeciones de «Clarín», «figura de cartulina, ensoñación...» en vez de personaje de carne y hueso como exigía la poética naturalista, sean totalmente fundadas. Puesto que el defecto de composición, o la falta de unidad de propósito, acaba por perjudicar el trazado del personaje que queda así reducido a un tipo construido con los tópicos del romanticismo.

La diferencia entre el héroe de Un viaje de novios y el de El Cisne de Vilamorta arranca fundamentalmente del punto de vista con que lo contempla el narrador. Pues si en el primer caso se observa una especie de compenetración simpática de narrador y personaje, en el caso de El Cisne, el punto de vista es más impersonal sólo en apariencia, ya el narrador interviene frecuentemente con observaciones y reflexiones propias, que proyectan sobre la conducta del personaje una luz grotesca con tintes paródicos. El cambio de perspectiva parece lógico, han transcurrido cuatro años entre una y otra novela, en los que Doña Emilia ha publicado no sólo los polémicos artículos de La Cuestión palpitante sino también La Tribuna y, sin embargo, la autora no se ha librado del todo del poso romántico, aunque su actitud ante el romanticismo ha cambiado substancialmente. Consciente de que a la altura de 1884 el romanticismo es una estética trasnochada escribe en el prólogo a la novela: «El romanticismo como época literaria ha pasado. Mas como fenómeno aislado, pasión, enfermedad, anhelo de espíritu no pasará tal vez nunca. En una o en otra forma, habrá de presentarse cuando las circunstancias y lo que se conoce por medio ambiente faciliten su desarrollo, ayudando a desenvolver facultades ya existentes en el individuo».880 Juicio que anticipa de forma absolutamente coincidente el de los años finales de su trayectoria literaria y del que partíamos al principio de esta comunicación, a la par que señala certeramente la posible convivencia del espíritu romántico con las leyes del determinismo del medio.

En el mismo prólogo, previendo la recepción crítica de su novela, volvía a insistir en lo estéril de las discusiones que tenían como única finalidad colocar a una novela el marbete de romántica o de naturalista cuando el fin último que guía al autor es la creación de una obra de arte, en la que, como en la vida, poesía y prosa andan mezcladas para terminar justificando la pervivencia del espíritu romántico en El Cisne de Vilamorta desde postulados historicistas y tainianos: «No hay estado del alma que no se produzca en el hombre, no hay carácter verdaderamente humano que no se encuentre queriéndolo buscar; y en nuestras pensadoras y concentradas razas del Noroeste el espíritu romántico alienta más de lo que parece a primera vista».881

La presentación del personaje de Segundo García, tal es la vulgaridad del nombre de pila de El Cisne, tiene también todos los ingredientes tópicos del romanticismo: poeta becqueriano, de naturaleza sensible, «dócil a la poesía del paisaje», insaciable espíritu que ambiciona la gloria y la fama poética, con un pueril exhibicionismo del yo. El insaciable espíritu del Cisne se justifica, como en el caso del protagonista de Un viaje de novios, apelando a las leyes de la herencia biológica, de manera que en este caso la histeria de una madre extenuada por las repetidas lactancias había determinado la complexión melancólica y la hipersensibilidad del Cisne: «Hijo de una madre histérica, a quien las repetidas lactancias agotaron, hasta matarla de extenuación. Segundo tenía el espíritu mucho más exigente que el cuerpo. Había heredado de su madre la complexión melancólica y mil preocupaciones, mil repulsiones instintivas, mil supersticiones prácticas» (t. 2, p. 204).

A pesar de someter a su personaje al determinismo de las leyes de la herencia biológica, la autora parece consciente del balanceo estético de su novela entre el romanticismo y el realismo, incluso en cuestiones anecdóticas, aunque no por ello menos significativas, así al dibujar el aspecto físico del Cisne señala que era «algo desfasado respecto a los cánones de la moda» (t. 2, p. 201), y de su formación y estudios en la Universidad escribe: «Segundo había tenido en Santiago, durante los años escolares, trapicheos estudiantiles, cosa baladí, y extravíos de esos que no evita ningún hombre entre los quince y los veinticinco, probando también las que en la época romántica se llamaban orgías y hoy se conocen por juergas» (t. 2, p. 204), de nuevo, enfatizando lo desfasado de los usos y modos románticos.

Este lector y recitador de Bécquer, Zorrilla, Espronceda, conocedor de la poesía regional gallega, -incluso algún crítico882 creyó ver en él una caricatura de Lamas-, admirador de Heine, Lamartin, Víctor Hugo en coincidencia con el bagaje de lecturas de la propia autora, «se identificaba con el movimiento romántico», pero la voz del narrador nos advierte una vez más del carácter anacrónico de dicha identificación al escribir: «revivió en un rincón de Galicia la vida psicológica de las generaciones difuntas» (t. 2, p. 204). Y, además, para subrayar ese anacronismo por contraste nos informa de las lecturas del Señor de las Vides, hidalgo gallego, verdadero antecedente del mundo de Los Pazos, Holhach, Rousseau, Voltaire, Feijoo y los enciclopedistas franceses, lecturas que sintonizan con la estética del naturalismo, cuyas raíces ahondan en Diderot y en Boileau.

El contraste grotesco entre el poeta becqueriano y el mundo provinciano que le rodea arranca en primer término del prosaísmo y la vulgaridad de su nombre en contraposición al poético seudónimo de Cisne de Vilamorta, y se acentúa progresivamente en la novela en contraste con los diferentes ambientes prolijamente descritos: las tertulias de rebotica, una liberal ilustrada, a la que pertenece el hidalgo de las Vides, y la otra, de sus adversarios políticos, reaccionaria y carlista, los bailes del Casino, los paseos, las costumbres ancestrales, las tareas del mundo campesino: la matanza, la vendimia... todos ellos minuciosa, morosamente descritos, a veces en detrimento del análisis del personaje del que por contraste sabemos que le hastiaba aquella vida rutinaria, prosaica de sus convecinos, cuyo paradigma es Agonde, el boticario, remedo algo borroso del Homais flaubertiano: «Mientras cavilaba Segundo, el boticario se le acercaba, emparejando al fin caballo y mula. La claridad del crepúsculo mostró al poeta la plácida sonrisa de Agonde, sus bermejos carrillos repujados por el bigote lustroso y negro, su expresión de sensual bondad y epicúrea beatitud. ¿Envidiable condición la del boticario! Aquel hombre era feliz en su cómoda y limpia farmacia, con su amistosa tertulia, su gorro y sus zapatillas bordadas, tomando la vida como se toma una copa de estomacal licor, paladeada y digerida en paz y gracia de Dios y en buena armonía con los demás convidados al banquete de la existencia. ¿Por que no había de bastarle a Segundo lo que satisfacía a Agonde plenamente? ¿De dónde procedía aquella sed de algo, que no era precisamente ni dinero, ni placer, ni triunfos, ni amoríos, y de todo tenía y todo lo abarcaba y con nada había de aplacarse quizá?» (t. 2, p.218).

Esta sed insaciable que atormenta y consume al soñador becqueriano hasta llegar a hacer de él un ser miserable, que acepta egoístamente los favores económicos y la protección de Leocadia, la literata, vieja maestra enamorada, que no duda en sacrificar incluso a su propio hijo para proteger a su Cisne, es contemplada por los demás personajes de la novela como algo absolutamente ridículo y desfasado: «¿Bravo! Pues si se fía usted en los versos para navegar por el mundo adelante... Yo he notado en este país un cosa curiosa, y voy a comunicar a usted mis observaciones. Aquí los versos se leen todavía con mucho interés y parece que las chicas se los aprenden de memoria... Pues allá, en la corte, le aseguro a usted que apenas hay quien se entretenga en eso. Por acá viven veinte o treinta años atrasados: en pleno romanticismo» (t. 2, p. 229). La novelista vuelve una y otra vez a insistir en el anacronismo del medio cultural galaico, dominado todavía en los años ochenta por el romanticismo y en el carácter desfasado y melodramático de los gestos y actitudes del Cisne. Las referencias se podrían ampliar a otros pasajes de la novela, algunos en clara correlación con Un viaje de novios, como la escena del paseo al borde el precipicio y la tentación de suicidio, que ahora sin embargo, resulta un tanto falsa y teatral: «Era un final muy bello, digno de un alma ambiciosa, de un poeta... Pensándolo, Segundo lo encontraba tentador y apetecible..., y, no obstante, el instinto de conservación, un impulso animal, pero muy superior a la idea romántica, le ponía entre el pensamiento y la acción muralla inexpugnable» (t. 2, p. 256).

Además del protagonista, en El Cisne de Vilamorta, el personaje de Leocadia, la maestra, tiene también indudablemente un perfil romántico y folletinesco,883 que no podemos abordar aquí y que contribuiría a afianzar la tesis del balanceo estético entre romanticismo y realismo que sustento.

Resumiendo, a la vista de lo indicado hasta aquí, se puede afirmar que el sustrato romántico pervive en las novelas de la primera época de Doña Emilia Pardo Bazán, singularmente a través del trazado psicológico de algunos personajes, aunque las modulaciones y, sobre todo, la perspectiva de la autora vaya variando desde una compenetración simpática a una visión paródica, consecuencia en parte de los titubeos estéticos de la primera época entre una concepción de novela cada vez más próxima al estudio de la realidad y el romanticismo fuertemente enraizado en su naturaleza, que alienta como ingrediente esencial en la factura psicológica de los personajes analizados.

De manera que si bien es cierto, como vio la crítica de su tiempo y también la moderna, que en Un viaje de novios está el germen del naturalismo pardobazaniano, también lo es que está igualmente presente el del premodernismo de la última etapa, precisamente a través de la pervivencia de la vena romántica. Porque indudablemente el romanticismo se integra como intertextualidad en la estética realista-naturalista y lo que Doña Emilia llama el «sentir como intertextualidad en la estética realista-naturalista y lo que Doña Emilia llama el «sentir romántico» forma parte del estatuto del personaje en dialéctica con la poética del medio ambiente en las mejores novelas.

En cuanto a las objeciones a lo desdibujado de los caracteres -más el de Artegui, aunque resulte un personaje más noble que el del Cisne-, no creo que haya que achacarlo a la filiación romántica de ambos personajes, aunque se trate de un romanticismo estereotipado, que tiende en algunos pasajes a la caricatura. El problema tiene raíces más profundas, en las facultades de la autora como novelista que, a mi juicio, son las de una aguda observadora de la realidad social, magnífica pintora de ambientes y costumbres, pero insuficiente psicólogo para penetrar en el mundo interior del personaje, no sólo para mostrar sino para hacer creíbles sus motivaciones e impulsos. Porque como escribiera «Clarín» a propósito del Cisne, en respuesta a los críticos que achacaban los defectos de caracterización a la mediocridad del poeta becqueriano: «un hombre vulgar sirve perfectamente para protagonista de un libro, pero hay que ahondar en el hombre y traerlo y llevarlo un poco por el mundo. Si no se hace esto, el libro no estará mal (si hubo talento para pintar el carácter), pero sabrá a poco a todos, y a soso a muchos».884