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Cfr. E. Esparza, «A los cien años del descubrimiento del poema provenzal de Anelier», Príncipe de Viana, 5 (1944), pp. 447-453.

 

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«La guerra civil de Pamplona en 1275, y 1276, según el poema de Guillermo Anelier», Revista Euskara, 5 (1882), pp. 249-57, 314-324, 359-369; 6 (1883), pp. 29-32, 38-48, 65-74, 97-104, 129-136; posteriormente, en el Boletín de la Comisión de Monumentos de Navarra, 8 (1917); 9 (1918); 10 (1919); recogido, por último, en las Obras. Tradiciones y leyendas navarras de Juan Iturralde, Prólogo de A. Campión, Cuentos, Leyendas e Historia, Pamplona, 1990, t. 2, pp. 85-147. El poema interesó también a Mongelos, Rodezno y Menéndez Pelayo (cfr. E. Esparza, art. cit., p. 449).

 

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«En el tiempo del virreinato de Beaumarché, la ciudad de la Navarrería o Navarriría [Nabar-Erria] fue destruida por un ejército francés. El nombre de Pamplona se daba genéricamente al conjunto de los barrios, los cuales, además de la citada ciudad, heredera del antiguo municipio romano y perteneciente al Obispo, eran los llamados Burgos de San Cernín o Saturnino, y de San Miguel y la Población de San Nicolás. El elemento baskón moraba en el Burgo de San Miguel y en la Navarrería; pero en el siglo XIII existían también algunos elementos indígenas en los otros dos barrios». (A. Campión, Euskariana. Quinta Serie. Algo de Historia. (Volumen III), Pamplona, Imp, y Lib. de García, 1915, p. 253).

 

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Al tema del bandolerismo y criminalidad en el territorio navarro, entre 1265 y 1332, consagró Campión varios trabajos, reunidos en «Gacetilla de la Historia de Nabarra» (Euskariana. Quinta serie, ed. cit., pp. 241-565).

 

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Frente a la opinión común, que se remonta a Joseph Augustin Chaho, cuando habla de la «repugnancia insuperable que sienten los montañeses a alterar con la mezcla de sangre extranjera la sangre noble de sus antepasados que corre siempre pura por sus venas» (De l'origine des Euscariens ou Basques, Montpellier, 1833, en J. M. Sánchez Prieto, El imaginario vasco. Representaciones de una conciencia histórica, nacional y política en el escenario europeo. 1833-1876, Barcelona, EIUNSA, 1993, p. 559), y asumen destacados regionalistas, como J. E. Delmas, por ejemplo: «La raza, expresión del origen del hombre, se perpetúa en Vizcaya como en parte alguna: su tipo es eminentemente característico, y todavía, a pesar del contacto de unos pueblos con otros, prevalece pura y sin mezcla» (Refutación a los artículos que contra la independencia del Señorío de Vizcaya ha publicado en el «Irurac-bat» el Sr. D. Eduardo de Orodea e Ibarra, Bilbao, 1868; en J. M. Sánchez Prieto, ibid., p. 673), hasta culminar en las tesis de Sabino Arana (cfr. A. Elorza, La religión política. «El Nacionalismo Sabiniano» y otros ensayos sobre nacionalismo e integrismo, San Sebastián, Haranburu Editor, 1995, pp. 37-39), para Campión, no era el factor racial el distintivo del pueblo vasco, sino una voluntad política asentada en los bastiones de la lengua, la historia, las instituciones y los valores morales. Entendía este que «el vocablo raza es equívoco, usado a diestro y siniestro, según los fines de quien lo escribe o pronuncia» («Nacionalismo, fuerismo, separatismo», en Discursos políticos y literarios, San Sebastián, 1906, p. 229). Si se reducía, por lo tanto, «al simple elemento físico, a la sangre y su procedencia», no había más remedio que admitir, en buena antropología, la existencia de un mestizaje en una parte de la población, sobre todo el de las zonas fronterizas, junto al prototipo étnico más puro, de «genuino basko», «atezado o moreno, enjuto, de cara larga y frente ancha, barbilla puntiaguda, mandíbula estrecha que deja poco sitio a los dientes, nariz aguileña (perfil de pájaro) o recta, pelo y ojos oscuros, aunque también los hay rubios y azules, de fisonomía grave». («Es fea o hermosa la raza vasca», Hermes, 2 (1919), pp. 177-81, 197-202; cit. por V. Huici Urmeneta, «Ideología y política en Arturo Campión», Príncipe de Viana, núm. 163 [mayo-agosto 1981], p. 655, quien aborda esta cuestión; cfr. pp. 653-660).

 

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«Nuestra mente actual ha establecido asociación de ideas entre basko, país basko, y honradez, suavidad de costumbres, respeto a la ley y disciplina social. Las perspectivas históricas, algo remotas, están ocupadas por imágenes bastante diferentes. El forajido, el ladrón público, cuya existencia ni aun se concibe hoy en nuestra tierra, llevó a menudo su barbarie, errante por esos campos y montes, al parecer, herencia de mansísimos patriarcas. Otra disociación de ideas que la verdad histórica pide, es: la del tipo basko y de su apacible cuadro de delicados y húmedos verdores. Cerremos los ojos a esa visión habitual y evoquemos la figura del baskon, envuelto en negros paños, al pie de la sierra pelada, sobre la amarillenta llanura o a orillas del Ebro, lugares en donde, ya que no la lengua, perduran su sangre y parte de su primitiva fiereza». (A. Campión, Euskariana. Quinta serie, cit., p, 245).

 

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Campión le había dedicado a la novela de Navarro Villoslada una amplia reseña: «Amaya. Estudio crítico», Revista Euskara, III (1880), pp. 54-64, 74-86, 115-22 y 145-54; repr. en Euskal Erria, 21 (1889), pp. 18-23, 40-5, 73-9, 116-9, 137-9, 166-71 y 205-9; y en La Avalancha, núms. 164-172 (8 de enero-5 de mayo 1902), pp. 6-7, 17-9, 29-30, 40-1, 53-5, 65-7, 77-8, 90-2 y 101-3. Obra de mayor alcance épico que la suya y a la que toma por modelo, cifra los grandes temas de las «luchas de religión, luchas de raza, aspiraciones de reformas políticas, hundimiento de imperios, creación de nacionalidades, forman el cuadro de Amaya» (apud. Euskal-Erria, p. 137), en torno a un drama que se manifiesta bajo dos aspectos distintos; como lucha de ideas de Religiones y Razas diversas, y como luchas de los personajes entre sí, movidos por sus pasiones individuales» (p. 139). En cuanto a la solidaridad entre godos y bascos la juzga como «fórmula sintética de la Nacionalidad Española» (p. 206) capaz de superar las diferencias entre los dos pueblos: «A los unos y a otros les separa la contraposición de intereses, los usos, las costumbres, la lengua, la civilización, factores importantes, pero los une el territorio y la religión, factores importantísimos» (p. 207). La página histórica, vertida en la ficción, sirve así, a su juicio, de precioso ejemplo al que debían mirar los tiempos presentes de cara a las reivindicaciones regionalistas (véanse, entre sus varios discursos políticos, «Fuerismo, regionalismo y federalismo» y «La unión ibérica y las libertades regionales», en Obras completas, cit., t. 15, pp. 133-181 y 213-8, respectivamente): «Es indudable, que bajo el punto de vista euskaro, absoluto, los godos son unos extranjeros; pero también es indudable que a causa de la larga posesión del suelo, los godos son, de todos los extranjeros, los que poseen en menor grado el carácter de extranjería respecto a los bascos. Al fin y al cabo los dos pueblos habitan el mismo territorio, y la posición geográfica va produciendo sus habituales consecuencias, implantando paulatinamente la idea de nacionalidad, armónica de pueblos y razas diferentes. Esta sola circunstancia de la coexistencia en un mismo territorio, debía forzosamente inclinar a los bascos a formar alianza con los godos, como ya había sucedido en tiempo de los romanos, si una raza extraña a las que habitaban la Península quería conquistar nuevamente el suelo español» (p. 207).

 

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Tragedias, 6ª ed., corr. y aum. con la tragedia Los Pirineos, 2 vols. Texto catalán y traducciones en verso castellano por distinguidos poetas. Barcelona, Tip. lit. Luis Tasso, 1891. Una nueva ed. de este volumen, en Madrid, al año siguiente, figura también como 6ª: Madrid, El Progreso Editorial, 1892. (V. E. Miralles, Cartas a Víctor Balaguer, Barcelona, Puvill Libros S. A., 1995, p. 71).

 

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En Novas tragedias (3ª ed.: Las esposallas de la morta; Lo guant del degollat; Lo comte de Foix; Raig de Lluna), Barcelona, Impr. de la Renaixensa, 1879. Nuevas Tragedias (4ª ed), Madrid, Libr. de A. San Martín. El Libro de Oro, 1879.

 

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«En los Pirineos está la patria, la patria verdadera, la que siente y habla la lengua de la tierra lemosina, la que, dulce, risueña y amorosa, teniendo por centro y corazón los umbríos Pirineos, extiende sus brazos del uno y del otro lado para estrechar á la mar latina en un amante y tierno abrazo», proclama esa profetisa, simbólica encarnación de las cumbres, que es Rayo de Luna (III, 2, Tragedias, Madrid, Imp. de la Viuda de M. Minuesa de los Ríos, 1898, p. 367). Coincide en la misma añoranza histórica el felibre Marius André, en su Discurso de los Juegos Florales de Calatayud en 1896, la de que los trovadores «encarnaban el genio provenzal» y que si no hubiera sido por la derrota de los albigenses, «¡El Rey aragonés, vencedor, hubiera sido el jefe de una federación de pueblos, de Cataluña, Aragón y Provenza, que, conservando todos sus usos, sus leyes, sus franquicias municipales y sus dialectos, hubieran formado una sola nación [...] la reina de la civilización y la señora del Mediterráneo» (Víctor Balaguer, El regionalismo y los Juegos Florales, Biblioteca-Museo-Balaguer de Villanueva y Geltrú, 1897, pp. 317-8).