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El renacimiento de la poesía lírica española

Discurso leído ante los reyes e infantes, en junta pública celebrada por la Real Academia Española el 13 de mayo de 1900, con motivo de la traslación de las cenizas de Goya, Meléndez Valdés, Fernández de Moratín y marqués de Valdegamas


SEÑORES:

Su majestad el rey honra y visita hoy esta casa, y en la aurora de la vida presta a nuestra junta pública el esplendor que la alegra, y en cuyos destellos tempranos se columbra ya, para bien de la nación, el pronto cumplimiento de consoladoras esperanzas. Su augusta madre, la reina regente, viene acompañándole. Ambas majestades van a realzar, por su intervención, la concertada y conmovedora ceremonia de premiar la virtud modesta con solemne reconocimiento, duradero testimonio y galardón merecido.

Mucho me lisonjea la confianza con que se me distingue encomendándome la redacción de un discurso para tan solemne ocasión; pero temo mostrarme harto inhábil, ya que sobre mi corta aptitud vienen a ponerse, con grave pesadumbre, mi ancianidad y mis dolencias. De todos modos, al pedir la venía para usar de la palabra, y al impetrarla de las augustas personas aquí presentes, les pido también la indulgencia de que, sin duda, habrán menester mis faltas; indulgencia que espero alcanzar en el ánimo de la egregia señora que nos preside, porque su amor inteligente a nuestra literatura la induce y mueve a mitigar la severidad de su juicio. Y, sin duda, en sus majestades vive este amor y se consagra con singular preferencia a las letras españolas, no ya sólo en el día, en que nuestra patria es la suya, sino desde antes que abandonase su tierra natal y el seno de su familia, cuyos ascendientes reinaron en España durante dos siglos de elevada fecundidad de pensamiento. Ya en aquella Corte, que dejó para reinar en la nuestra, aprendió su majestad a estimar nuestra poesía tan admirada e imitada por Francisco Grillparzer, popular poeta; por Fernando Wolf, sabio y entusiasta historiador de sus glorias, y por Adolfo Mussafia, tan profundo conocedor de los orígenes y del ser del rico y sonoro idioma en que dicha poesía está escrita. Con la protección y amparo de aquella Corte descolló el compositor excelente a quien inspiró sus más dulces y melodiosos cantos y sus más aterradoras armonías el héroe tradicional o fantástico levantado por vez primera en la escena por el ingenio de aquel dramaturgo español, que vencería a todos si el que apellidamos Fénix no hubiera existido. Y en los teatros imperiales y regios de aquella Corte, nuestra reina hubo de ver representadas con mayor frecuencia, con aplauso vivo y con más pompa y aparato escénico que en España, las obras inmortales de Lope, de Calderón y de Moreto.

Disipado un poco mi temor por las razones y motivos expuestos, y alentado mi espíritu por la benevolencia soberana, me atrevo a emprender y llevar a cabo mi tarea.

Con ocasión de la venida a España y a esta villa de Madrid de los restos mortales de cuatro españoles famosos en artes y letras, y que han de reposar ahora en sepulcral monumento que la nación les dedica, nos hemos reunido para honrar la memoria de dichos claros varones y para recordar con gratitud y amor el valor de sus obras, apreciándolas, no obstante, sin hipérbole y con justicia.

Sobre uno de los cuatro personajes sería para mí más difícil disertar que sobre los otros tres, si tuviera que atenerme a mi propio juicio, porque carezco de los conocimientos técnicos que pudieran servirme de guía, y en todo fallo dado por mí faltaría la autoridad conveniente.

Por fortuna, el mérito del personaje a que aludo ha sido ya tan acrisolado por la crítica y tan reconocido y ensalzado en toda Europa, y se halla tan por cima de controversias y de dudas, que me bastará afirmar sin aducir pruebas, conformándome con la general opinión para cumplir mi encargo, otorgándole justa alabanza, y para que todos cuantos me escuchan convengan con mis asertos.

Acerca de los grados de elevación de los tres personajes que se distinguieron por sus letras, entiendo yo que puede discutirse no poco; pero, en vista del universal y concorde asentimiento, es indiscutible el alto valer del personaje que floreció como artista; medida está con exactitud su grandeza y están pesados los quilates de su gloria.

De don Francisco de Goya y Lucientes puede afirmarse, sin recelo de que nadie lo contradiga, que fue un gran pintor; pero de don Juan Meléndez Valdés y de don Leandro Fernández de Moratín no nos atrevemos, sin previa y detenida demostración, a decir, por mucho que los estimemos que fueron dos grandes poetas.

No es menester aducir pruebas y razones, que nadie desconoce ni impugna, para colocar a Goya al nivel de los más egregios pintores que florecieron en España en la dichosa edad de nuestra preponderancia política y de nuestra expansión civilizadora por el mundo. Al lado de Velázquez, Murillo y Ribera, se levanta el pintor aragonés, y venido en época de postración grandísima, cuando parecía que el genio de las artes nos había abandonado, prueba que el genio de las artes vive aún entre nosotros, despierta de largo y profundo sueño y abre nuevos caminos por donde él y los que siguen sus huellas han de ir a alcanzar lauros inmarcesibles y vencedoras palmas.

Estuvo Goya dotado de originalidad tan castiza como la de los otros tres grandes pintores. No pudo eclipsarla ningún extraño influjo, ora procedente de la clásica antigüedad y de la admiración que infunde, ora importado de Italia, de Francia o de otros países. Y esta originalidad, por otra parte, no hace de él un mero continuador o renovador de antiguas escuelas, porque el exclusivo y propio sello de la originalidad del individuo le separa y distingue de Velázquez, de Murillo y de Ribera, y le da el aspecto y el carácter de la diferente edad en que vivía, con otras ideas y sentimientos, y con nueva manera de ver, de comprender y de representar cosas. Goya, pues, aparece en la historia del arte español como espléndido faro que alumbra su renacimiento y proyecta luz inextinguible sobre la senda que van siguiendo y siguen cuantos dan testimonio de que el arte no ha muerto en España y mantienen viva la esperanza de que ha de florecer todavía con inagotable y nativa riqueza.

Por lo demás, no ya mi desautorizada palabra, sino la más elocuente disertación sería inadecuada y tendría poca fuerza persuasiva, ahora que están reunidos y expuestos al público cuantos cuadros de Goya hay en Madrid para justificar el elogio que aquí les damos.

Con mayor detenimiento me importa tratar de los dos poetas ya mencionados, que vivieron en la misma época de pintor tan célebre, y a quienes con la franqueza que me es propia (y que temo que alguien califique de inoportuna y desabrida) no me he atrevido a llamar grandes; pero yo diré, en mi abono, que toda alabanza que no esté previamente justificada perjudica tanto como la más acerba censura a las personas sobre quienes recae.

Debe entenderse asimismo que para tasar en su valer los merecimientos de escritores y de poetas se requiere el estudio de la edad en que florecieron; porque los escritores y los poetas, aun sin llegar a ser grandes, sin ser preconizados como genios, vocablo de moda que hoy tanto se usa y del que hoy tanto se abusa, pueden bien ser ensalzados como felices sustentadores de la cultura patria, cuya antorcha avivan con resplandor nuevo al transmitirla a otras generaciones.

Sin investigar por mí mismo las causas, y sin aceptar tampoco el resultado de ajenas investigaciones, muchas y muy opuestas y que nada me satisfacen, es lo cierto que la original cultura de España, tan predominante y estimada en el mundo, a par de nuestra política y de nuestras armas, durante un período casi de dos siglos, se había torcido y viciado y había caído en postración al terminar el siglo XVII de nuestra Era.

No nos incumbe aquí hablar de los fundamentos de aquella civilización tan floreciente primero y después con tanta rapidez decaída. Tal vez las doctrinas de los filósofos, teólogos y jurisconsultos que la informaron con su espíritu y los actos de los políticos que la sostuvieron en España, en las extensas regiones sujetas a su imperio y en el resto del mundo, no estén aún debidamente juzgados. De nuestra literatura, con todo, aunque tengamos que prescindir de sus fundamentos, puede afirmarse no poco tan ajustado a la verdad que no haya recelo de promover contradicciones.

La sencilla y espontánea poesía épica de nuestros romances y la pasmosa fecundidad de nuestro teatro, el más rico del mundo, tienen el ser, la vida y la marca indeleble, el carácter propio de la nación en quien y para quien fueron creados.

Aunque ignoramos las causas, el efecto es innegable. El espíritu español se había pervertido y abatido; pero no había muerto. Su vida es inmortal y debía reaparecer y reapareció con nuevos modos de pensar y de sentir, de acuerdo con los tiempos nuevos y con las mudadas condiciones del mundo. Mas no por eso se puso en desacuerdo con el ser sustancial que tuvo y tiene, ni tomó tan extraordinario aspecto que dejase de mostrar su íntima conexión y su fraternidad con lo antiguo.

Yo creo que al volver a su patria los restos mortales de don Juan Meléndez Valdés y de don Leandro Fernández de Moratín, la primera satisfacción que debemos dar a sus almas, a fin de honrarlas honrándonos, es que fueron tan españolas como quieren serlo nuestras almas. Sin enmudecer y sin ser anacrónicas, conservaron su condición castiza, y no fue menester que adoptasen ideas y sentimientos de otros países, reproduciéndolos servilmente en sus obras.

Nadie ignora la hegemonía intelectual de Francia ni el magisterio que durante el siglo XVIII ejerció en toda Europa; pero el sentir y el pensar que dieron ser a las doctrinas que ese magisterio divulgaba no fueron exclusivas de Francia. Malos o buenos, procedían de toda la civilización europea y habían nacido y llegado a completa madurez en el momento prescrito, como el fruto sazonado aparece en el árbol. Pero si bien a Francia tocó en suerte cosechar mejor este fruto, repartido y darlo a gustar, y si bien Francia formuló con mayor brillantez el pensamiento de aquella época, todavía su influjo distó mucho de ser tan grande como se ha supuesto. Ni en Inglaterra, ni en Italia, ni en España, desnaturalizó el espíritu nacional, ni produjo solución de continuidad en su histórico desenvolvimiento.

En España, donde tal vez nuestro engreimiento nos había aislado y nos había cegado para no ver ni aceptar ciertos progresos, y donde el ímpetu y la abundancia de la inspiración propia habían roto todo freno y traspasado toda medida, fue un bien que aceptásemos los preceptos y las reglas de una crítica venida de fuera, no para reprimir un torrente que ya se había secado, sino para abrir a la inspiración nuevo cauce.

En nada mejor que en la poesía lírica se advierte que el renacimiento brotó de las propias raíces de nuestra cultura, salvo el esmero con que se podó la planta limpiándola de su agreste y vicioso ramaje.

Nuestros líricos del siglo XVIII no imitaron ni tomaron por modelo la poesía francesa de entonces, tan diferente siempre de la nuestra y que aún no había subido a la altura que hoy tiene va que el primero en encumbrarla fue Andrés Chénier, apenas conocido por sus obras hasta muchos años después de su temprana y trágica muerte.

Nuestros líricos del siglo XVIII siguen las huellas de nuestros líricos del siglo XVI, y si algún influjo extranjero se nota en ellos es el influjo de Italia, que en el siglo XVI fue mayor todavía. ¿Qué hubo en el amable y dulcísimo fray Diego González que no naciese de su propio ingenio, encendido en el entusiasmo que le inspiraban fray Luis de León, su maestro; Garcilaso y otros egregios poetas de nuestro Siglo de Oro? ¿A quién imitó el alegre y risueño Iglesias que no fuese español? El heroico y bondadoso Cadalso, aunque criado y educado en París, ¿no se parece más que a cualquier vate exótico a don Esteban de Villegas? ¿En qué autor francés pudo inspirarse o se inspiró Jovellanos al componer sus enérgicas y hermosas sátiras, donde, si por el asunto coincide con Parini, es tan otro por el estilo, primoroso y afiligranado en el vate de Italia, y nerviosamente conciso en el de España?

Tales fueron los amigos, maestros y protectores de don Juan Meléndez Valdés, personificación completa de la renacida poesía española y maestro dichoso de otros líricos, entre los cuales hay alguno que se le adelanta con más firme y atrevido vuelo.

Para disipar los prejuicios y erróneos conceptos con que se ha juzgado hasta hoy la literatura española del siglo XVIII, conviene notar que no nació ni creció como planta cultivada en invernáculo, merced al cuidado de príncipe poderoso que trajo su semilla de suelo distante y la sembró y la cuidó con esmero en artificiales jardines para su regalo y adorno. Carlos III fue por cierto el más paternal y bienintencionado de aquellos monarcas de entonces que se preciaban de filántropos, que amaban el progreso y que se afanaban por lograr la mayor cultura y por realizar reformas y adelantos en los estados que gobernaban.

Sin duda el buen intento del rey importó mucho en el florecimiento que hubo en su reinado; pero de poco hubiera valido si la nación no hubiera estado dispuesta y hasta, ansiosa de despertar a nueva vida.

Más bien que en la capital, y no bajo el amparo áulico y cortesano, sino en ciudades distantes, en los campos y en las aldeas, empezó a florecer de nuevo nuestra cultura, demostrando así que era espontánea y no importada ni debida a regio ni oficial auxilio.

En el antiguo foco de las ciencias y de las letras españolas, decaído ya y hasta menospreciado, en Salamanca, puede decirse que amaneció el nuevo día. En la soledad del claustro, y no en los palacios de Madrid, y en el mismo apartado huerto donde tuvo o imaginó tener sus admirables diálogos el autor de Los nombres de Cristo, se inspiró Delio, celebró la hermosura de los campos y cantó sus inocentes amores.

Favorecido y animado por Delio, por Jovino y por Dalmiro, porque entonces tomaban los vates nombres pastoriles fingiendo una Arcadia ideal, templó y pulsó Meléndez su lira y entonó sus bellas canciones, que no enamoraron sólo a las ninfas del Tormes y del Zurguén, sino que, difundiéndose en ráfagas sonoras, llegaron a las orillas del Betis y despertaron a las musas de Andalucía, moviéndolas y alentándolas con amor y con emulación fecunda y dichosa.

No fue, con todo, de esta única suerte el renacimiento. No apareció sólo en un punto, sino en varios, conservando su índole tradicional y castiza, aunque pugnase siempre por corregir extravíos y errores pasados.

Este fue el propósito que al mal llamado seudoclasicismo le tocó realizar. En este sentido, don Leandro Fernández de Moratín representa el primer papel y descuella entre los escritores y poetas de su época, si se prescinde de Quintana, de Nicasio Gallego y de algún otro, los cuales, aunque fueron contemporáneos de Moratín, en el orden dialéctico pueden considerarse y estimarse por sucesores suyos.

Dentro de la apacible y sosegada evolución del ingenio español, y hasta para poner mesura y concierto en los impetuosos arranques que las conmociones políticas trajeron más tarde, valieron de mucho al reposado sereno juicio las reglas y los preceptos y el buen gusto de que fue Moratín hábil defensor y adalid valeroso.

Y no es esto decir que antes de Meléndez y de la escuela sevillana se hubiesen perdido del todo o enturbiado las abundosas fuentes de que nuestra literatura había brotado en los dos anteriores siglos. Nadie da tan claro testimonio de la persistencia de esas fuentes y de que su caudal copioso manaba aún con limpieza y frescura como el ilustre padre del ingenioso escritor y poeta que ahora celebramos. Con resplandor evidente lo demuestran sus populares quintillas de la Fiesta de toros en Madrid, sus romances moriscos, como el de Abdelcadir y Galiana, en nada inferiores a lo más inspirado de nuestro antiguo Romancero; el magnífico romance histórico de la empresa de micer Jacques Borgoñón; el canto épico de las naves de Cortés, y hasta la elegante y graciosa oda pindárica A Pedro Romero, torero insigne.

Otra fue la misión -permítaseme el empleo de tan enfático vocablo- que tuvo que cumplir don Leandro Fernández de Moratín, y que dejó discretamente cumplida. Acérrimo impugnador del olvido de las reglas, se diría que barrió el camino que siguieron luego nuestros buenos escritores, apartando de él las malezas que estorbaban el paso para llegar a la meta y alcanzar el triunfo.

Las varias aptitudes de Moratín le hicieron digno, de no corto aprecio. Fue erudito investigador de nuestra historia literaria en sus Orígenes del teatro; crítico y ameno prosista en la Derrota de los pedantes, cuyo estilo y cuyo lenguaje son un modelo de corrección y de gracia; agudo observador, fiel y atinado en la pintura de caracteres y pasiones, sobrio, cuando no profundo, y rico en chistes urbanos en El café; y en El sí de las niñas; y fue poeta satírico de nada comunes alientos y sal ática en su Lección poética y en sus versos El filosofastro.

Cierta delicada sensibilidad que en sus comedias se nota, todavía da más pura muestra de sí en algunas de sus poesías líricas, como en la Elegía a las Musas, y más aún, porque no se combina con la menor sospecha de egoísmo ni de orgullo, en aquella breve composición de endecasílabos libres que escribió a modo de epitafio, en alabanza del modesto y candoroso don Francisco Gregorio de Salas.

Todas las obras de Moratín están animadas de generosos afectos que las hacen simpáticas hasta para aquellos que no aceptan las doctrinas que dichas obras sostienen.

A mi ver, el vicio de escribir es el menos perjudicial de todos los vicios. Cuando no se emplea en denigrar por envidia o venganza, o en infundir susto para alcanzar posición o dinero, no hay vicio más falto de picardía. Poco mal hace quien escribe mal en verso o en prosa. Con no leerle, queda de sobra castigado. De aquí que a primera vista acaso desaprobemos en El café; la cruel intolerancia de don Pedro, sólo mitigada porque Moratín, con la riqueza de su imaginación y sin real sacrificio pecuniario, nos representa a don Pedro muy rico y muy dadivoso. Aun así, no tienen bastante disculpa la profunda humillación y el duro desengaño del infeliz don Eleuterio. Lo único que no sólo disculpa, sino que realza a Moratín, es su amor grandísimo al arte, la fe que tiene en su importancia y su deseo de que viva independiente.

Inspirado por sentimientos análogos, compuso Alfieri su libro Del príncipe y de las letras, amonestando a los escritores para que no fiasen su bienestar y sustento a la protección y a los favores de un encumbrado magnate, y para que tomasen oficio, si era menester humilde y mecánico, a fin de ganarse la vida, quedando así en plena libertad de emitir sus ideas, sin adular a un mecenas y sin ocultar por interesados respetos lo mejor y lo más alto de lo que pensaban y sentían. Nada más incómodo y triste que tener que adular y que depender de alguien.

Bien lo declara el altísimo poeta cuando dice:


   Come sa di sale
lopane altrui e come è duro calle
lo scendere e il salir per l'altrui scale.



Pero a pesar de esto, y atreviéndome yo a contradecir el parecer del aristocrático y severo dramaturgo italiano, tengo por cierto que jamás hubo poeta ni filósofo de alguna cuenta que, por consideración al tirano, al rey o al prócer que le albergaba y mantenía, se dejase en el tintero y no comunicase a los hombres las verdades provechosas por él descubiertas o las bellezas y primores por él imaginados. Más expuesto se halla a pecar de esta suerte el poeta o el filósofo que tira a ganar popularidad lisonjeando los instintos y pasiones del vulgo y acomodándose al gusto predominante aunque sea perverso.

Fuerte es contra esto la repulsión de Moratín, que aspira a una noble y elevada libertad en quien escribe. Por lo demás, la verdadera garantía de esa noble y elevada libertad no estriba en que el escritor dependa o no del favor de los magnates o del favor del pueblo, sino en la independencia y rectitud de su carácter.

Lo que sí no puede menos de concederse, es que el escritor, y singularmente el poeta que toma el escribir como medio de ganarse la vida, está más expuesto que el que tiene otro oficio a forzar la máquina de su ingenio y a escribir a destajo y con fecundidad artificiosa y violenta.

En todos los géneros esto es muy de temer, pero más que nada en la poesía lírica. Quintana, pongo por caso, debe su inmortalidad y su mayor gloria a media docena de composiciones, en las cuales, por mucho que las puliese y corrigiese, no pudo gastar más de ochenta días, por donde holgó y prescindió de la profesión de poeta durante más de ochenta años que duró su vida. Lo propio puede afirmarse de no pocos otros grandes poetas líricos que ha habido en el mundo.

Este elevado concepto de la poesía y de su dignidad y nobleza preside la crítica de Moratín y justifica la severidad de sus fallos.

En los grandes dramáticos que florecieron en España bajo la dinastía de los Austrias, así como en el inglés Shakespeare, reconoce Moratín y aplaude casi todos los aciertos y bellezas. Apenas hay una que lo encubran sus preocupaciones de escuela. Lo que en ellos condena es la precipitación irreflexiva, la forzada abundancia y el escribir sólo por la necesidad o conveniencia de escribir, a despecho del numen y en ausencia y sin auxilio de las musas.

Lícito es, cuando no se prescinde de la justa proporción, comparar personas y cosas cuya distinta grandeza no impide la semejanza. Así como Cervantes, censurando los libros de caballerías y reprobando sus delirios, nos revela a cada paso que admira sus bellezas, que se siente penetrado del espíritu poético que en ellos vive, y que al parodiarlos los imita con amor, especialmente el Amadís y el Orlando, así Moratín, al censurar en la Lección poética el drama y la epopeya de los dos anteriores siglos, pinta con tal vivacidad, aunque en cifra, los lances y aventuras del héroe de un imaginado poema épico, que el lector presume que la pintura es bosquejo y no parodia. Tan bella es en todo la Lección poética, que tal vez produce hoy un efecto contrario al que su autor se proponía. Yo, al menos, lamento a menudo que Moratín no hubiera aceptado alguna vez por guía lo que irónicamente enseña en dicha Lección. Entonces tengo por cierto que con su talento, con su arte exquisito y con su acendrado buen gusto, hubiera sacado, del plan que pone en cifra para ridiculizarlo, un poema muy entretenido y ameno. De la misma manera, encerrando los preceptos con cien llaves, hubiera podido componer divertidas comedias de magia y dramas de enredos, bizarrías y lances de amor con más corrección, cuando no con vena tan rica como nuestros antiguos autores.

Fue de otro modo. Moratín permaneció fiel a sus preceptos, los siguió en la práctica y con el ejemplo los sostuvo. No hizo así ningún mal, sino mucho bien, a la literatura española. No encadenó el ingenio de los que verdaderamente lo tenían; antes bien, despejó las nieblas la senda que habían de seguir para lograr el premio que buscaban. No estorbó su Lección poética la fecundidad de don Ramón de la Cruz, ni hizo enmudecer su fama póstuma ni cesar el alto aplauso por él merecido y obtenido, y que en estos días la posteridad confirma, solemniza y sanciona. No impidió tampoco que floreciese más tarde, con original vigor, la inspiración cómica de Bretón de los Herreros, y que, por último, en virtud de una revolución literaria, cuyo primer impulso vino de fuera, si bien tuvo no poco de restauración de lo antiguo, nuestro teatro se levantase de nuevo, con el duque de Rivas, García Gutiérrez y Hartzenbusch, hasta la elevación que tuvo en su edad de oro.

El florecimiento de la cultura española en el reinado de Carlos III no se debió, pues, a impulso venido de fuera ni al favor regio, aunque fue poderoso y benéfico. España renació entonces con fuerzas nuevas; su cultura fue como planta cuyas raíces vivas y firmemente asidas al suelo retoñan y florecen. Un acto despótico del Gobierno, sacando del mal el bien, hizo patente en Italia que en España no había muerto la vida del espíritu, la cual dio brillante razón de sí en las obras de los expulsados jesuitas, que en letras humanas, y bien se puede sostener que creando nuevas ciencias, recordaron hasta cierto punto la ida a Italia, siglos antes de los sabios fugitivos de Constantinopla.

Más mesurado que vigoroso fue el numen poético de España al principio de aquel periodo; pero no mucho después las conmociones políticas, las ideas de libertad y de progreso y el sentimiento de nacionalidad, sobreexcitado por la lucha contra la invasión napoleónica, prestaron a nuestra poesía lírica una elevación, una majestad y un brío superiores a todo lo antiguo, salvo lo inspirado por la fervorosa devoción cristiana y por el misticismo.

En verdad, y no como figura retórica, el cantor de la libertad y de la patria desenterró la lira de Tirteo, y a la radiante luz del sol, más alto que Simónides en el collado de Antela, la hizo resonar en la cumbre

del riscoso y pinífero Fuenfría,



con resonancia inaudita desde la edad clásica de Atenas y Lacedemonia.

Absueltos quedan ya los que en aquellos días de lucha se sometieron mansamente a los invasores o siguieron con gusto la fortuna del César francés, creyéndolo más ventajoso para su patria. El desdén y la crueldad con que los poderes internos y externos, vencedores del Imperio, pagaron a los patriotas liberales, si no justifica, absuelve a los afrancesados.

Aunque el desarrollo en toda Europa y en las colonias y vastísimas regiones del mundo dominadas o habitadas por europeos se hizo sentir y produjo patentes progresos y mejoras en España y en sus dominios coloniales, y aunque es innegable que España, al mediar el siglo que está ahora próximo a su fin, había aumentado su riqueza, su bienestar material y el número de sus habitantes, fuerza es convenir también en que estos aumentos y mejoras fueron harto pequeños en comparación de los que se hacían en otras más felices regiones, por donde nuestro desnivel con ellas se hizo evidente.

La discordia perpetua entre los partidarios de un antiguo régimen que tal vez no tuvo nunca existencia real y de los partidarios de doctrinas nuevas, políticas y económicas, tildadas de subversivas de todo orden, anticristianas e impías, fue rémora de todo progreso e hizo recelar con frecuencia mayores infortunios para la patria. Entonces perdimos nuestro inmenso Imperio colonial en América, desde Tejas y California hasta el estrecho de Magallanes. Hubo guerras civiles que duraron años, que consumieron nuestra actividad y nos empobrecieron; mudanzas frecuentes, conmociones sin fruto y un pronunciamiento cada año, y motines militares o civiles cada semana. Rara vitalidad mostró España con no caer más hondo, agitada en opuestos sentidos por tan inútiles convulsiones.

El ingenio español no se delimitó, sin embargo. Su cultivo perdió tal vez en solidez y en método, pero algo ganó en extensión. Se estudió a escape y someramente, pero fue más variado y completo el objeto del estudio. Se descuidó no poco la firme base de una educación clásica, pero crecieron la curiosidad general, el anhelo de investigación y el deseo de alcanzar en su marcha progresiva a otros pueblos más adelantados. La Prensa periódica abrió ancha palestra en que la juventud luciese sus facultades mentales. Y, por último, un arte, si no ignorado, poco reconocido y aplaudido antes, la oratoria de la tribuna, apareció entre nosotros con brillantez extraordinaria. La rara facundia de los españoles se ejercitó expresando ideas y pasiones en el más sonoro y majestuoso idioma de la Edad Moderna.

Contra el torrente invasor de la cultura extraña; contra la admiración, a menudo sobrado humilde y sin crítica, que solía inspirarnos, y contra el afán de remedarla servilmente, se manifestó una reacción provechosa. Se popularizaron en nuevas ediciones las antiguas joyas del ingenio español que estaban arrumbadas y como olvidadas, por donde era su conocimiento algo a modo de ciencia oculta y de tesoro escondido, del que hombres como Gallardo, Gayangos y Serafín Estébanez Calderón fueron al principio codiciosos acaparadores, luego custodios celosos e iniciadores y divulgadores al cabo.

Tal era el estado de España cuando, apareció y resplandeció entre nosotros el último, cronológicamente, de los cuatro varones ilustres cuya repatriación y honrosa inhumación en nuestro suelo celebramos hoy.

Las comparaciones son tan difíciles como odiosas, y yo he de esquivar el hacerlas. Valor subidísimo tiene el poeta de las tradiciones, el épico popular don José Zorrilla. No vale menos el egregio Espronceda, en quien los espíritus de Byron y de Goethe, que a veces penetran en el suyo, no invalidan la propia fuerza y natural virtud que le ponen con frecuencia por cima de sus modelos.

Con nadie en aquel período, que fue fecundísimo en España de hombres de ingenio, período en que hasta la olvidada o descuidada filosofía revivió, con no escaso valer, en don Jaime Balmes, quiero yo comparar ni comparo al marqués de Valdegamas. Sólo digo que el marqués de Valdegamas personifica mejor que nadie la agitación de los espíritus y el estado mental y algo febril de España a mediados del presente siglo.

El lirismo en prosa, la exuberancia de flores en el estilo y la propensión a encerrar sintéticamente en las cláusulas o períodos de un discurso todo lo humano y todo lo divino, componiendo así estupendos y refulgentes cuadros sinópticos, que embelesaban, hechizaban y tal vez deslumbraban a los oyentes o a los lectores, se había puesto muy de moda en París, y, como todas las modas, había pasado a España. Chateaubriand, Lamartine, Lerminier, Edgardo Quinet, Lamennais, Eugenio Pelletan y otros escritores no menos floridos y pomposos excitaron nuestra admiración y emulación y nos sirvieron de modelo. A la verdad que con tal método, o más bien con la falta de método que este modo de escribir implica, era punto menos que imposible llevar dialécticamente la convicción al espíritu de nadie; pero el fervor y la grandilocuencia de quien hablaba o escribía transfiguraban al orador o al escritor en algo a modo de profeta. Así, sus palabras podían hacer más prosélitos y convencidos que lo expuesto con dialéctica, pausa y reposo.

En España se presentaba, además, un singular fenómeno. El bajo nivel en que nos veíamos con respecto a naciones más adelantadas, las tristezas de lo presente y la corta esperanza en el futuro encendían en nuestras almas cólera y odio contra lo que estaba vigente, y amor vehementísimo, y a menudo poco razonable, a lo que ya había pasado, aunque no hubiera sido nunca como imaginábamos nosotros. De aquí que muchos autores, hasta cuando eran en la vida práctica y diaria revolucionarios, librepensadores y progresistas, no bien se encumbraban sobre el trípode y se sentían inspirados, peroraban, escribían o cantaban como si fuesen pecadores arrepentidos y penitentes, y se convertían en reaccionarios. Haciendo pública confesión de sus extravíos, los achacaban a castigo del Cielo, porque habían caído en la funesta manía de pensar y habían investigado con soberbia confianza en sus fuerzas los inescrutables arcanos de la metafísica, pugnando por averiguar algo de las cosas divinas. Entonces se desataban en diatribas y en insultos ditirámbicos contra la filosofía y contra la ciencia; se mostraban atormentados por la duda, como Prometeo por el buitre que devoraba sus entrañas. Y, por último, al notar con dolor el lastimoso desquiciamiento de nuestro país, no desenterraban ya la lira de Tirteo, como había hecho el gran Quintana, sino el arpa del cantor de los trenos, y exclamaban de esta suerte:


   ¡Ay! Solitario, entre cenizas frías,
mudas ruinas, aras profanadas
y antiguos derruidos monumentos,
me sentaré, cual nuevo Jeremías,
mis mejillas en lágrimas bañadas,
y romperé en estériles lamentos.



Arrastrados los espíritus por esta pendiente, nadie se dejó llevar por ella con mayor ímpetu que don Juan Donoso Cortés. Hubo un temeroso, aunque breve período histórico, en que las revoluciones y trastornos fueron violentísimos, sangrientos y generales, no ya en España, donde por rara contraposición se mantuvo todo en sosiego, refrenado por la mano durísima de un caudillo algo despótico, sino en el centro y en el occidente de Europa: en Italia, en Austria, en Hungría, en Alemania y en Francia. Sobre las contiendas de razas y de pueblos que reivindicaban su autonomía, y sobre el desbordamiento y el triunfo de la democracia política, apareció la ínfima plebe ansiosa de revelarlo todo, empeñada en que fuese para ella el provecho de la victoria y amedrentando a la entronizada burguesía, no pocos de cuyos adalides, conductores y maestros, creyeron llegados los tiempos apocalípticos. El eco más resonante que tuvo este sentir y este pensar, y el monumento a mi ver más duradero y dentro de su condición magnífico y hermoso, fue el libro capital del varón ilustre que recordamos y celebramos ahora: el Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo.

No hallar nada más vil y despreciable que el género, humano fuera de las vías católicas, se aviene mal con aquella exclamación de San Agustín cuando sin distinguir cristianos de gentiles, dice: «Gran cosa es el hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios.» La corrupción y la caída de nuestra naturaleza fueron grandes, sin duda, después de pecar nuestros primeros padres; pero tal vez las exagera Donoso cuando declara imbécil la razón humana y asegura que son invencibles su afinidad con el error y su repugnancia a toda verdad, aunque sea evidente. Si nos hundimos en tan negra sima, ¿qué significa ni qué vale la luz que, según el Evangelista, ilumina a todo hombre que viene a este mundo? ¿Para qué el raciocinio sino para extraviarnos y matarnos, si la discusión es la muerte que viaja de incógnito? ¿Cómo suponer que el hombre está tan decaído y degradado, cuando su divino Maestro le aconseja y le alienta para que sea perfecto como su Padre que está en el Cielo?

Las reminiscencias del conde José de Maistre perjudican también algo la ortodoxia de Donoso. Es duro creer en la virtud purificante de la sangre derramada; terrible, aunque se tome como mera figura retórica, es la frase de que el mundo suda sangre bajo la presión divina, y muy cruel y muy en desacuerdo con el concepto que de la divinidad deben tener los pueblos cultos es la afirmación de la conveniencia o de la necesidad providencial de las guerras y la apología de la pena de muerte y del oficio de verdugo.

No se declara Donoso francamente tradicionalista; pero a veces se nota en lo que afirma el influjo de Bonald y del ya citado José de Maistre. Si el alma humana, o por naturaleza o a consecuencia del pecado, es o resulta incapaz de percibir y de aceptar la verdad trascendente, el grosero sensualismo de Condillac sirve de base a la creencia. Menester es entonces que por medio de la palabra material, que agita el aire y suena en nuestros oídos, o del signo escrito que hiere nuestros ojos, sepamos del bien y del mal, lo que nos pierde y lo que nos salva, y entremos en comunicación con quien nos ha creado. ¿Cuánto no repugna esto a los, admiradores arrobados de nuestros místicos, en cuya alma penetra quien lo llena y lo penetra todo, y penetra con mayor intimidad que en los demás seres, y penetra inmediatamente, sin pasar por los sentidos, sino abstrayéndose de ellos el alma con muerte que se trueca en vida y con encuentro y toque que a la vida eterna sabe y que el amor divino alcanza aún durante nuestra vida mortal, si nos recogemos y nos hundimos en los abismos de nuestra propia mente?

Cuanto aquí va dicho no obsta para que admiremos y celebremos el sin igual talento de Donoso Cortés. Aunque su libro enseña menos que el más compendioso manual de Teología, es a modo de un auto sacramental en prosa, escrito por estilo novísimo; algo como novela, donde los personajes, en vez de ser hombres y mujeres, damas y caballeros particulares, permítasenos tan familiar llaneza en la expresión, son la ciencia, la fe, la gracia, el libre albedrío, la Humanidad, los ángeles y Dios mismo. Todo ello está aplicado a la política y vale para confundir y anatematizar a los socialistas y para criticar con aceradas y punzantes burlas al señor Guizot y a los doctrinarios. Contra éstos emplea Donoso un tesoro de agudezas y arroja un torrente, un mar de sublimes invectivas. Son una secta que nunca afirma ni niega, que siempre dice distingo, y se aburre y hace perder la paciencia al pueblo, a quien, por lo visto, no le sobra. Así es que, «apremiado por todos sus instintos, llega un día en que se derrama por las plazas y las calles pidiendo a Barrabás o pidiendo a Jesús resueltamente y volcando en el polvo las cátedras de los sofistas».

Después del triunfo del pueblo, después que ha logrado que le suelten a Barrabás los conservadores, que hacen el papel de Pilatos, Donoso describe la abominación de la desolación y vaticina el castigo severísimo e inminente de las muchedumbres entregadas al sangriento retozo de sus detestables orgías. En veinte o treinta renglones, merced a la capacidad sintética y a la concisión de su estilo, traza Donoso un epítome de Historia Universal para que veamos de qué suerte castiga Dios al pueblo engreído cada vez qué se subleva, incurriendo en paganismo e idolatría. Primero le hace caer y ser pisoteado por los tiranos babilónicos; luego, engañado por los sofistas; después, sujeto a Calígula y a otros varios y sucesivos tiranos, todos, por supuesto menos infames y malvados que el pueblo mismo. Y Donoso anuncia, por último que el novísimo se despeña en más hondo y oscuro precipicio y que «tal vez se remueva ya en el cieno de las cloacas sociales el que ha de ajustar a su cerviz el yugo de sus impúdicas y feroces insolencias».

Claro está que a mí, que no soy de definidor ni censor, eclesiástico y sé poco o nada de teología, no me incumbe decir aquí, ni está bien que lo diga, si cuanto dice Donoso está o no está en desacuerdo con la doctrina ortodoxa. Yo quiero suponer que lo está y que si a veces parece no estarlo, es por cierta intrepidez arrogante de las sentencias y por la pomposa, vehemente y enfática exageración de las cláusulas y períodos. Por lo demás, en esta Academia que no es de ciencias, sino de literatura y de lenguaje, debemos limitarnos a estudiar y apreciar el mérito filológico de un libro, considerándolo sólo como obra de arte, como primoroso dechado que la palabra teje y borda, como poema en prosa y casi como obra de mero entretenimiento.

Puesta tan prudente limitación, bien podemos sin escrúpulo de conciencia y sin el menor recelo de encomiar algo que tenga visos y vislumbres de herejía elevar como elevamos hasta más allá de las nubes el valer y la importancia del libro de Donoso: elocuentísima manifestación del espanto de las clases media y privilegiada, no sólo de España, sino en toda Europa, durante la tremenda revolución, en cierto modo cosmopolita, de mediados del presente siglo. Y más pueden crecer y crecen nuestra admiración y nuestra alabanza al notar el arte con que el libro está hecho y la magistral trabazón de todas sus partes en armonioso conjunto. Proudhon, que inspira a Donoso y le estimula con el deseo de contradecirle, si bien no es menos diserto, queda por bajo en la nerviosa concisión del estilo y en el metódico encadenamiento con que Donoso lo enlaza y ordena todo al fin que se propone.

La Teología es la ciencia de las ciencias, la que se aplica a todo y de la que dependen la prosperidad o la desventura de las sociedades, según que la Teología, que les sirve de base, sea verdadera o falsa, divina o diabólica. Poco importa que Donoso, impulsado por su amor a la paradoja, llegue a debilitar su argumentación con ejemplos contraproducentes. Su argumentación es en lo sustancial atinada. Nos mueve un tanto a risa, y nos sorprende la curiosa noticia de que el ladino y travieso Alberoni, en el supuesto de que fue eminente político y hombre de Estado, lo debió todo a la mucha teología que estudió y supo, lo cual sólo se concedería si con irrespetuoso desenfado aplicásemos a cierta teología el mismo epíteto que aplicamos en broma a la Gramática, llamándola parda. Pero nada invalida ni oscurece lo dicho la verdad de que, siendo el catolicismo la definitiva religión del humano linaje, contiene y enseña, por medio de su Iglesia, con magisterio perpetuo e infalible, la más elevada metafísica y la moral más pura, fundamento sólido de todas las buenas artes con que los estados se gobiernan.

En este punto, Donoso es admirable, ya cuando ensalza a la Iglesia en elocuentísimo y sentido panegírico, ya cuando, en los últimos capítulos de su libro, donde por la fe ardiente y por la profunda sinceridad de sus convicciones no disuena el arrebato lírico en prosa, nos habla de los encumbrados e inefables recuerdos de la Encarnación y de la Redención, y de cómo el Amor divino llamó a sí y rehabilitó al ser humano, restaurando el esplendor y la limpieza de las cosas todas decaídas y deslustradas por la primera culpa.

Las alabanzas que acabamos de dar a los varones ilustres cuyo mérito recordamos hoy, alabanzas que el entusiasmo no ha encarecido, sino que tal, vez peque, porque la crítica las escatima, demuestran a las claras la no interrumpida persistencia del ingenio español y de su cultura hasta la edad presente. No ha menguado, por cierto, ni ha envejecido, ni ha perdido su fuerza, ni su virtud creadora, el gran ser de nuestra raza.

La decadencia política ha ido, no obstante, siendo mayor y más sensible cada día. No recordaría yo aquí nuestros últimos y grandes infortunios, si no fuese por la influencia que han ejercido y ejercen en el movimiento intelectual, por el abatimiento pesimista que nos infunden, y por las manías malsanas con que perturban no pocos espíritus.

Nuestro orgullo, que se extendía sobre toda la raza, en toda la prolongación de su historia y por cuantas regiones nuestra raza ocupó y dominó llevando a ellas su civilización, sus creencias y su lenguaje, se ha reconcentrado hoy en pequeños espacios. Menospreciando cuanto es español en la actualidad, o por procedencia y origen, hemos amontonado en una sola región, y en las gentes que la habitan, las excelencias y perfecciones que pudieran atribuirse a todas. De aquí que los que ya en cada región imaginamos ser los únicos excelentes, estimemos desventura el haber estado unidos y el seguir unidos a los que valen mucho menos, y cuya estupidez o perversidad es causa de nuestro retraso, rémora de nuestro progreso y cadena que nos ata, que reprime nuestro vuelo y que no consiste que subamos a las luminosas alturas de saber, de poderío y de riqueza, adonde se han encumbrado otros pueblos más felices, otras razas en su totalidad superiores a la nuestra. Esta enfermedad mental que se llama regionalismo, tira más o menos desembozadamente a ser separatista.

Es innegable que las colonias se emancipan y no pueden menos de emanciparse cuando llega el prescrito y determinado momento; pero en la prematura emancipación de las nuestras han entrado por mucho, a mi ver, la exagerada estimación propia y exclusiva y el justo desprecio de todo el resto de la nación o de la taza a que pertenecemos.

Hoy, no ya en tierras remotas que nuestros misioneros, soldados y políticos civilizaron, edificando en ellas hermosas ciudades, cultivando sus campos y convirtiéndolo todo a vida ordenada y política, sino dentro de la Península misma empieza a dar muestras de sí la enfermedad que deploro.

No debe ser motivo de envidia, enemistad o ruptura, sino prenda de mayor afecto o estimación hacia aquellos con quienes estamos unidos, que se aumente el tesoro de la literatura patria con novelas como las de Narciso Oller y con dramas como los de Ángel Guimerá. Toda España debe jactarse de mosén Jacinto Verdaguer, como de Mistral Francia, y como Italia de Meli. El esmerado cultivo de idiomas gloriosamente literarios en otra edad y descuidados más tarde, merece alto aplauso si sólo es signo de exuberante vigor mental y lujo de expresión y de pensamiento; pero este esmerado cultivo adquiere aspecto ominoso si lo inspiran el exclusivo amor y la exagerada estimación de la patria chica y el menosprecio de la grande. El recuerdo de las glorias y de las grandezas que por separado alcanzamos no debe menoscabar el concepto de las glorias y de las grandezas que alcanzamos unidos, y que, si no llegamos a separarnos, podremos y deberemos alcanzar todavía.

A quien no está muy lucido le conviene ser prudente, resignado y hasta humilde; pero la humildad no debe tocar en extremo vicioso, y el afán de regeneración que hoy nos abruma va convirtiéndose ya en pesadilla insufrible y harto humillante. No se habló de regeneración en Zaragoza, cuando sus heroicos hijos la defendían contra los franceses. Nadie en el Transvaal habla de regeneración en el día. Quien aspira a regenerarse empieza por creerse degenerado, y esto a nada bueno conduce. No hay que creerlo, aunque desde Londres nos lo digan.

Ni menos hay que acusarnos de que para poco o para nada hemos valido nunca: de que no hemos sido, por ejemplo, hábiles colonizadores, cuando hemos civilizado, colonizado y dominado, durante cerca de cuatrocientos años, casi todo el mundo que se extiende entre el Atlántico y el Pacífico. Del fecundo seno de España han salido las repúblicas independientes que allí existen ahora y donde hay, acaso, hasta cuarenta millones de hombres que no han renegado de la casta a que pertenecen por adopción o natural origen y que hablan la lengua castellana. No hemos de temer que alguien se los trague por voraz y fuerte que sea. Ni hemos de temer tampoco que la madre que les dio el ser muera de consunción o hecha pedazos. Cállense, pues, los curanderos que la suponen moribunda y que pretenden sanarla.

Yo, entre tanto, como ignoro la Teología, que sirve, según Donoso, para gobernar los estados, y como ignoro también la partida doble y la aritmética mercantil de los que se empeñan hoy en regenerarnos, pienso a mis solas que lo mejor es callarse y no alborotar para que la patria se restablezca y recobre sus bríos con sólo vivir tranquila, sin incesantes trastornos y disparatadas mudanzas.




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La novela en España

Contestación al discurso de recepción de don Jacinto Octavio Picón en la Real Academia Española el 24 de junio de 1900


SEÑORES:

El elegante y discreto discurso que acabamos de oír basta a probar el buen tino con que fue elegido don Jacinto Octavio Picón para tomar asiento en esta Real Academia.

El nuevo académico, al escribir dicho discurso, se ha apartado de la general costumbre, aunque no creo que le falten precedentes para ello, no disertando sobre determinada tesis ni tratando de dilucidar teorías o casos de nuestra antigua historia literaria, sino limitándose a escribir el elogio del personaje ilustre, cuyo asiento viene a ocupar, llamado por nuestros votos.

Sin duda, es lícito limitarse en estos discursos de recepción a hacer el elogio del sujeto a quien se reemplaza; pero, a más de ser lícito, es, en mi sentir, conveniente y muy oportuno.

Ya por abatimiento de los ánimos, ya por estar el público harto preocupado y distraído con dificultades y contiendas del momento, lo cierto es que en pocas épocas y en pocos países, como en la España de hoy, el desdén o el olvido siguen tan de cerca a la muerte.

Nunca, ni durante la vida ni en los períodos de su actividad más fecunda, el sabio y paciente investigador o el crítico erudito y profundo puede jactarse de gran popularidad entre nosotros. Rara vez su fama, aunque la envidia no ahogue su voz con murmullos, se extiende más allá del estrecho círculo de sujetos de la misma profesión y de algunos devotos aficionados. La muerte no hace olvidar entonces, porque lo que no se aprende no se olvida.

No ocurre lo mismo con los que escriben obras de índole más popular, ya que al menos, mientras las escriben y logran ponerse de moda, excitan la curiosidad y el interés de alguna parte del gran público, y puede decirse que son famosos hasta donde en España puede aspirar alguien y lograr la celebridad por la literatura.

Esta celebridad, no obstante, suele ser harto efímera. Ocasiones hay en que muere mucho antes de la muerte de quien la ha adquirido. Tal vez si su ancianidad o sus dolencias no consienten que continúe escribiendo, la gente le sepulta en el más hondo olvido antes de que él muera y le entierren. Muerto ya, pocos vuelven a acordarse de su fama, de su mérito y de sus obras. Fácil me sería citar nombres en apoyo de mi aserto. Para demostración de su triste verdad sobra con el reconocimiento de lo poco o nada que se leen o se compran las obras literarias de los que recientemente murieron, y que todos hemos visto en vida aplaudidos y ensalzados como admirables poetas, ingeniosos novelistas o críticos e historiadores sabios. De muchos no llegan a coleccionarse por completo, ni siquiera por selección, los trabajos que dieron a la Prensa y que permanecen esparcidos y hundidos en el enorme cúmulo de revistas y de periódicos diarios. Y si por acaso la mano piadosa de algún amigo reúne y da a la estampa los escritos del que ya murió, bien puede afirmarse que él, o quienquiera que costee la edición, hace un mal negocio, porque la edición no se vende. No digo yo que carezca de excepción esta regla lastimosa, pero la excepción es muy rara. En suma: la honra y el provecho que por las letras pudieran y debieran adquirirse suelen ser mezquinos y para muy pocos escritores en vida. Cuando ésta acaba, no ya cuanto pensaron y dijeron, sino hasta sus nombres, suelen borrarse de la memoria de la generalidad del público, olvidadizo, desdeñoso o distraído por cuidados de material interés o por harto menos espirituales placeres.

No quiero yo lamentarme, ni me lamento, de la indiferencia o de la corta estimación con que las letras son miradas, así en España como en los demás países donde se sigue hablando la lengua de Castilla. Me limito a consignar un hecho. Si llegan a cincuenta o sesenta millones de seres humanos los que tienen nuestro idioma por idioma nativo, harto poco lisonjero es, o para el público o para los autores, que apenas haya libro de cuantos se han escrito en español, desde principios de este siglo hasta hoy, en que casi termina, del que pueda asegurarse que se han vendido más de veinte o de treinta mil ejemplares. Algunos casos podrán citarse de mayores éxitos de librería; pero, en cambio, pueden citarse miles de éxitos harto inferiores, y no ya de obras de escritores oscuros, sino de aquellos que han obtenido y merecido entre nosotros la más alta estimación y los más entusiastas aplausos.

A diversas causas puede atribuirse entre nosotros el desmedrado fruto que el cultivo de las letras produce. La afición a leer está poco difundida. El comercio de libros se hace tan mal, que apenas hay libro español que no cueste en América tres o cuatro veces más que en España, aunque pudiera y debiera venderse casi al mismo precio. Dentro de España, y hasta en ciudades de provincias de más de treinta mil almas, suele no haber una librería, y cuando alguien tiene el antojo de adquirir un libro, aun de los más conocidos y populares, necesita escribir a Madrid para que se lo envíen.

Considerada la literatura como objeto de industria y comercio, es, pues, entre nosotros harto menos importante de lo que debiera, por lo cual también medran poco otros oficios y menesteres, como los del fabricante de papel, del impresor y del librero, que en parte o en todo de la literatura dependen. Pequeño mal es éste, no obstante, si se compara con otros muy grandes que provienen de la corta estimación que damos a nuestros libros: el menosprecio del propio pensamiento nacional, la admiración exagerada y sin crítica del pensamiento extranjero y el afán de remedar sus obras, tomándolas por guía y adaptándolas, casi siempre con violencia, a nuestro peculiar carácter. Toda corriente literaria que venga de Francia penetra aquí con mayor ímpetu que en otros países, sin que la atajen y sirvan de dique los Pirineos. Así han venido, sucesivamente, el neoclasicismo, el romanticismo, el naturalismo, el modernismo, el decadentismo, el simbolismo y otros amaneramientos literarios, como el de estos que llaman ahora los estetas, que no acierto yo a explicarme en qué consisten, a no ser con vagas y algo confusas nociones.

Lejos de mí la idea de que nos aislemos o incomuniquemos; de que para evitar el íntimo trato intelectual pongamos aduanas o levantemos muros por el estilo de los de China. Las corrientes del pensamiento humano riegan y fecundan la tierra. En vez de represarlas, conviene abrirles ancho cauce; pero siempre es muy de lamentar que los manantiales de dichas corrientes broten fuera de España, y que tal vez lleguen entre nosotros ya tarde y turbios y menguados. En literatura, como en todo, hay modas de París que, cuando en otros países se adoptan, es cuando en París empiezan a perder crédito entre la gente más refinada, y dan lugar a modas nuevas.

Prolijo sería mentar aquí no pocos otros inconvenientes que el desdén del pensamiento propio y de las letras patrias suele traer consigo. Citaré, con todo, como más conducentes a mi propósito, el afán con que muchas personas que por su educación y por sus prendas naturales aspiran con algún fundamento a la notoriedad, a la fama y hasta a la gloria, al notar que como literatos, como eruditos, como filósofos o como sabios es difícil y casi imposible vencer la desdeñosa indiferencia del público, toman el camino de la política como el más corto para lograr su deseo. Figurémonos un templo o alcázar donde la Fama reparte laureles, donde acaso la Fortuna da a sus favoritos consideración, poder y otros bienes espléndidos. Varios caminos hay que convergen y concurren todos en el referido centro; pero como la mayor parte de estos caminos están mal cuidados, llenos de tropiezos y de estorbos con que la glacial indiferencia del público suele atajar al que va peregrinando por ellos, resulta entre nosotros un mal muy grave, en mi sentir, que todo el que vale y sirve para algo se vaya por el camino de la política y deje los demás caminos abandonados y desiertos. Infiero yo de aquí una afirmación enteramente contraria a otra que prevalece en el día y que verdaderamente me pasma. No provienen nuestras desventuras de que valgan poco nuestros políticos, sino de que se dediquen a ser políticos todos los que valen algo. Así, yendo todos por el mismo camino, hacen dificultoso el tránsito por él, y si por dicha llegan a su término, realizan muy poco que sea de general utilidad, preocupados e inquietos, con la zozobra y el empeño de defenderse contra la gran multitud que viene detrás y que anhela atropellarlos y derribarlos para pasar sobre ellos, adelantarse y llegar a la meta.

El remedio de este mal no está, por consiguiente, en que los filósofos, los mercaderes y los industriales tomen por el camino de la política para enmendar las faltas de los muchos que van por él. Lo mejor y lo más juicioso sería, no la nueva irrupción de gente por dicho camino, sino que lo abandonasen y que siguiesen otros caminos, por lo menos, las cuatro quintas partes de los que van ahora por el de la política. Las ciencias, las artes, la literatura, la industria y el comercio nada pueden ganar con que acaben de abandonarlos los sujetos que valen y, con el pretexto de que los políticos son torpes, se conviertan también en políticos. En cambio, si el número de los políticos de profesión se redujese siquiera a la quinta parte de los que hay ahora, por poco que valiesen los expulsados o los voluntariamente retraídos de aspirar al gobierno o de poseerlo, los otros oficios y menesteres ganarían bastante. ¿Quién puede calcular cuánto produciría el gasto de talento, de vigilias y de afanes empleado en componer discursos parlamentarios, en hallar fórmulas y en redactar programas, manifiestos, planes y proposiciones de ley, de reglamentos y de decretos, si todo se emplease en ingeniosas invenciones industriales y en desarrollar nuestro comercio y en obtener la prosperidad de nuestra agricultura? Y, por el contrario, ¿qué mayor infortunio para nosotros, suponiendo y aun dando por seguro que todavía hay mercaderes, industriales y hasta sabios que han permanecido puros e incontaminados de todo toque o roce con la política y muy discretamente ocupados en sus negocios, si los abandonan o descuidan y se lanzan a ser políticos también? El comercio, la industria y la agricultura, todo padecería con este abandono, y el camino de la política se llenaría de confusión de tumulto y de alboroto, y el país obtendría menos que nunca de los que por él fuesen en constante lucha con numerosos rivales.

No debe extrañarse que se me ocurran las anteriores consideraciones al oír el justo elogio que de don Emilio Castelar hace el nuevo académico. Sin duda, contribuyó a la extraordinaria fama que Castelar obtuvo el que su elocuencia, su imaginación, su entusiasmo y su entendimiento clarísimo a la política se consagrasen. Si en otras circunstancias, en otro medio ambiente o en época distinta Castelar hubiera aparecido, ¿quién sabe los triunfos que hubiera alcanzado, tal vez como apologista de la civilización y de los dogmas cristianos, tal vez inventando, con larga meditación y reposo, un nuevo sistema metafísico con aplicaciones a la filosofía de la Historia o a la del arte, y tal vez escribiendo lindas novelas o amenísimos poemas, cuando no en verso en prosa florida? Pero Castelar apareció en un país agitado por constantes disturbios, dividido en opuestos bandos y presa de tumultos y guerras civiles, y tuvo que lanzarse en la arena política para hacerse oír y notar en medio de la confusión y para que su voz resonase sobrepujando el estruendo que nos traía aturdidos. De esta suerte, lo sólo adquirió rápidamente envidiable notoriedad, sino también aplausos, influjo, poder y gloria. Debe, con todo tenerse en cuenta que si estos triunfos se pueden aminorar en algo como debidos a la pasión política, a la pasión política y hasta al aborrecimiento de las doctrinas que Castelar sostuvo, también deben atribuirse las crueles censuras, el afectado desdén y el fingido menosprecio con que no poca gente le ha perseguido durante su vida y con que, aun después de su muerte, pugna por oscurecer o amenguar su fama.

No trataré yo ahora de justificarla, aplicando mi crítica a depurar los altos merecimientos en que dicha fama se funda. Bien ha cumplido ya el señor Picón esta tarea. Yo me limitaré sólo a hacer una reflexión tan sencilla, que no hay nadie de quien no esté al alcance, pero de la que se prescinde muy a menudo.

Pongámonos en lo peor. Seamos por un momento pesimistas y decidamos que hay en el público lamentable ignorancia y que el gusto está depravado. Y todavía será fuerza conceder que, entre los millares y millares de seres humanos que tienen mal gusto y poco saber, descuella y se levanta el que los entusiasma y hechiza y adquiere entre ellos nombradía, preponderancia, crédito, autoridad y gloria. Aun calificando la veneración de absurda idolatría considero más absurdo y ridículamente presuntuoso el empeño de derribar un ídolo cuando tuvo y tiene aún tantos adoradores y tantos creyentes en sus perfecciones, excelencias y hasta milagros. No creo yo, ni pretendo hacer creer a nadie, que en todo caso y a cada instante es voz de Dios la voz del pueblo. Falible, caprichosa, apasionada será acaso esta voz en muchas ocasiones; pero si prescindimos de lo sobrenatural y si nos atenemos sólo a los asuntos profanos y de este bajo mundo, ¿qué criterio hay más alto que el de la pública opinión, que el de las muchedumbres, que el de las grandes mayorías? De temeridad monstruosa, de soberbia desmedida, ha de calificarse el empeño de los que, considerándose excepcionalmente iluminados, reprueban lo que el vulgo aplaude y quieren que el voto de ellos valga por más que miles y miles de votos vulgares. Esta pretendida superioridad del parecer o del fallo de algunos sabios descontentadizos y difíciles sobre el fallo de la muchedumbre a quien se supone ignorante o ilusa destruye, a mi ver, el fundamento en que estriba el respeto que se debe a cuantas personas por algún motivo se elevan, ya que dando al traste con el criterio en que se fundó la elevación, único criterio posible en lo humano, lo nivela todo y lo iguala, cubriéndolo con idéntico menosprecio. Prueba la exactitud de mi afirmación cierta manía que prevalece y cunde hoy por todas partes, y que consiste en asegurar el escaso o ningún valer de los hombres políticos y la conveniencia de que otros hombres de mayor valer, que hasta hoy no han sido políticos, vengan a serlo y nos salven y nos regeneren. Increíble parece que tal idea haya podido entrar en la mente de personas de juicio en un país que durante todo el siglo presente ha sido gobernado, sin distinción de clases ni de procedencias, ya por próceres y magnates de ilustre nacimiento, ya por varones criados en muy humilde cuna, ya por absolutistas, ya por conservadores, ya por progresistas, ya por republicanos; en un país donde no hay región ni provincia que no haya tenido la satisfacción de ver en el Poder a muchos hijos suyos, y en un país, por último, donde, hace medio siglo por lo menos, jamás se ha atrevido el Poder moderador a prestar su confianza a quien el pueblo no ha ensalzado y designado antes para que dicha confianza se le otorgue, señalándole, al ocurrir cada inevitable mudanza, como el único hábil para dirigir y gobernar el Estado.

Si nadie, desde hace muchos años, ha sido muy dichoso en esta tarea ni se ha lucido desempeñándola, no lo atribuyamos a su ineptitud. Otras causas debe de haber más hondas. No hay que culpar a las doctrinas, porque se ha gobernado en nombre de todas. No hay que culpar a esta o aquella provincia, porque de todas han venido los gobernantes; ni a las clases, porque ninguna tiene entre nosotros el privilegio de gobernar; ni a un Poder superior, porque este Poder se limitó siempre a elegir a quien designó el pueblo, o una gran parte del pueblo, como cabeza o principal adalid de parcialidad determinada.

Si fuese ciencia exacta la filosofía de la Historia, los sujetos doctos y muy versados en dicha ciencia explicarían las causas del encumbramiento, de la postración y de la caída de los imperios, y hasta llegarían a pronosticar tales sucesos, como los astrónomos pronostican los eclipses, la aparición de los cometas y otros fenómenos y aspectos del cielo. Pero todavía desde el saber teórico hasta el arte práctico va no poca distancia. Y bien pudiera acontecer que, así como el astrónomo predice el eclipse y no sabe ni puede evitarlo, así el sabio filósofo político, anunciando con exactitud la decadencia de una nación y hasta si se quiere las causas de la decadencia, ignore el remedio, si lo hay, y no sepa ni pueda aplicarlo, por muy perito y diestro que sea.

De todos modos, siempre hay en todo mal algunas causas tan visibles y superficiales, que el más indocto las adivina. Entre estas causas deben contarse, para explicar el malestar de una nación, la inestabilidad de sus gobiernos y la perpetua lucha en que están con impacientes y violentas oposiciones, que no dejan vagar ni reposo para madurar proyectos y que hacen que toda la inteligencia y toda la energía se consuman y se pierdan en la defensa propia. Por esto, si algún remedio se ve claro, no es el de que acudan más hombres a la política, sino el de que muchos se separen de ella y despejen el campo. No acierto a ponderar cuanto ganaría con esto el país y los que de la política se apartasen.

Sin duda, la carrera de Castelar fue brillantísima. Su admirable oratoria pasmó y cautivó a las muchedumbres, así en España como en toda América y en no pocos países de Europa. Su abnegación y el noble desinterés que le hizo sacrificar la popularidad en aras del patriotismo, abjurando de sus opiniones federales, restableciendo el orden y allanando el camino a la Restauración, ponen sello indeleble a su mérito y deben hacerle simpático a cuantas personas no se dejen llevar por un mezquino espíritu de partido. Pero si Castelar, en vez de ser tribuno y de llegar a jefe del Estado, hubiera sido sólo profesor en la Universidad Central, sabio elocuente en su cátedra y en la del Ateneo y escritor reposado y reflexivo, tal vez su gloria, menos estruendosa y extensa durante su vida, crecería al presente, dilatándose sin contradicción en el futuro por todo el mundo. Para alcanzar la gloria política, menester es que el pueblo o el Ejército nos aúpe. Para alcanzar la gloria literaria o científica, apenas es menester auxilio a no estimarse por auxilio el asentimiento y la admiración de las sucesivas generaciones. Ellas dan a quien lo merece imperio más vasto y permanente que el del Poder público. A pesar de sus prodigiosas conquistas, al morir Alejandro se desbarató su Imperio; pero el Imperio de su maestro el Estagirita prevaleció entero y pujante sobre las ruinas del Imperio del macedón y del de Roma. A pesar de la caída de unas religiones y del nacimiento y propagación de otras, entró como elemento en la más alta sabiduría de cristianos y de muslimes y llegó triunfante de todas las oposiciones al principio de la Edad Moderna. Hasta para la plebe indocta suele ser más resonante y vividora la nombradía que se adquiere paras las ciencias, letras y artes, que la que por las armas y la política se adquiere. ¿Quién gobernaba los diversos estados de Grecia y de Italia cuando Píndaro compuso sus odas? ¿Qué reyes o qué tiranos imperaban en Europa cuando Tomás de Aquino escribió la Summa? ¿Quién era el soberano de Polonia cuando construyó Copérnico su sistema? ¿Y quién recuerda los nombres de aquellos próceres y ministros que dirigían los asuntos públicos en la Gran Bretaña cuando descubrió Newton la gravitación universal?

Tales reflexiones y otras mil que omito, aunque acuden en tropel a mi mente, me llevarían a preferir, si empezase ahora mi vida y no estuviese ya cerca de su término, el apacible cultivo de las ciencias o de las letras a la agitación y a la zozobra de la vida política. Y aunque muchos hombres se dejasen llevar por esta inclinación mía, no sería de temer que la plétora de hombres de Estado que hoy padecemos se convirtiese en plétora de sabios, de prosistas y de poetas, ni sería de temer tampoco que una desmesurada producción literaria inundase el mercado. Por el contrario, más atento y más aficionado el público cada día a la literatura, y más acendrado su gusto, leería y compraría los buenos libros, de suerte que el escritor no tendría necesidad de escribir a destajo para conseguir una razonable ganancia, sino que escribiría mejor y menos. Y el que no consiguiese agradar al público, imitando el ejemplo de los que, dejando la profesión política, hubiesen tomado la profesión literaria, ahorcarían los hábitos o la toga de doctores y se harían labriegos, industriales o mercaderes. Yo de mí sé decir que, pensando y cavilando a menudo sobre esto, me doy a imaginar que tal vez para mí, para mi familia, y para la generalidad de mis conciudadanos, hubiera sido mejor que yo hubiese cultivado en mi lugar los campos paternos, ut prisca gens mortalium, trayendo al acervo común de la riqueza nacional, no unas cuantas obrillas de mero entretenimiento que a pocos divierten y que de seguro no enseñan nada, sino aceite claro, vino generoso, exquisitas frutas y tal vez seda excelente criada en mi propia casa, merced a las frondosas moreras de mi huerto.

De cuanto va dicho no quiero yo que se deduzca que debamos ser descontentadizos y difíciles para los que escriben. Por mucha indulgencia que necesite yo y pida para mí, mayor es la que estoy dispuesto a conceder a los demás escritores. Mil veces lo he sostenido. El escribir, aunque se haga mal y aunque se considere como vicio, es el más inocente y el menos costoso de todos. La impericia del militar o del político puede causar muertes, estragos y hasta caídas de repúblicas y de reinos. Un arquitecto inhábil gasta acaso millones y construye edificios que afean las ciudades y que hasta se hunden. Pero el escritor, como no falte a la moral y a la decencia, y aunque escriba a despecho de los númenes y de las musas, y aunque nada gane escribiendo, puede a muy poca costa satisfacer su pasión y hartarse de escribir. Con tres pesetas tiene para mil cuartillas, y no las emborronará en un mes, por mucho que emborrone.

No entiendo yo tampoco que, para ser escritor, sea indispensable proponerse componer sólo obras atildadísimas y perfectas, que, a más de agradar al público del día, lleven la marca y el sello de la inmortalidad y nos sobrevivan y conserven en las edades venideras el nativo encanto y la inmarcesible y fresca lozanía que se supuso benévolamente que al nacer tuvieron. Basta, en mi sentir, para que un escritor quede justificado y para que sea encomiado, el que sus libros proporcionen durante algún tiempo, aunque sea breve, recreo apacible a una parte del público contemporáneo suyo.

De dos maneras principales puede entenderse la labor literaria. No todos nos atrevemos a decir, como el lírico latino: Non omnis moriar, nomenque erit indelebile nostrum, exegi monumentum aere perennius. Para erigir monumento tan persistente, a más de poseer soberanas facultades, tal vez se requiere detenido esmero, a fin de pulir, corregir y perfeccionar la obra que a la inmortalidad se destina.

Con más modesto propósito podemos dedicarnos algunos a ser escritores, con el propósito de dar abasto a la curiosidad de los que leen y de traer a sus amigos grata diversión o esparcimiento inocente, aunque nadie logre con dicha lectura mejorarse o ilustrarse. Y no es de presumir que porque se escriban deprisa esta clase de libros y porque no tenga quien los escribe la pretensión de que sean inmortales no lleguen a veces a serlo. No siempre dependen el valer y la persistencia de una obra de arte del largo tiempo y del asiduo trabajo que en escribirla se emplean. Si vale traer a cuento lo poco importante, yo de no sé decir que lo que menos ha disgustado al público de cuanto he escrito es lo que al escribirlo me costó menos tiempo y menos trabajo. Y pasando de lo oscuro a lo luminoso, y de lo pequeño a lo grande, lícito es afirmar que el Quijote brotó de la pluma de Miguel de Cervantes con mayor brevedad y con mucho menos esfuerzo que la Galatea o el Persiles.

Las novelas y los cuentos son el género de literatura menos sujeto a reglas, con menos pretensiones también y con más capacidad para tomar por asunto o aceptar como adorno, así los sucesos memorables de la Historia como los casos y lances de la vida privada: todo el caudal de observación acumulado por quien escribe, y cuanto éste averigua y aprende en lo escrito por otros. Como quien compone cuentos o novelas rara vez presume demasiado, la crítica debe ser más indulgente con él que con otros autores. Un poeta épico o lírico, por ejemplo, tiene, o ha de tener, aspiraciones más elevadas, y la censura que en sus obras se ejerza ha de ser más severa. La poesía, en su más alto sentido, es como la santidad, la heroicidad o la virtud sublime. No hay premio humano con que se pague. De aquí que repugne considerar la poesía como profesión u oficio o como medio de lucro. No hay poetas de profesión, como no hay profesión de héroes, santos ni virtuosos.

El novelista o el autor de cuento, sin duda que es poeta también. Yo no sé en qué predicamento he de ponerle, si en el de los poetas no le pongo. Pero como es poeta, modestísimo llano y vulgar, cuyo principal propósito es divertir o interesar agradablemente a sus contemporáneos con narraciones fingidas, claro espejo de la realidad pasada o presente, aunque yo considero absurda y disparatada la profesión de poeta por todo lo alto, todavía hallo lícita y aun provechosa y grata para el público y para quien la ejerce la profesión del novelista o del autor de cuentos, salvo que es muy raro el buen éxito en tal profesión si no está dotado quien a ejerce de laboriosidad fecundísima y dichosa y si no cunde mucho el gusto por la lectura.

Como quiera que ello sea; y aunque en la novela y en el cuento tenga mayor imperio la moda que en otros géneros literarios, por donde la popularidad del cuento y de la novela debiera ser más efímera todavía si pudiésemos prescindir del rico y espléndido teatro español, las más preciadas joyas de nuestra literatura serían novelas y cuentos.

Sin soberbia jactancia, y aunque no pongamos en la cuenta al Ingenioso hidalgo, por incomparable y único, bien podemos afirmar que España, en las edades pasadas, si no ha creado nuevos y diversos géneros de novelas, ha producido los mejores modelos de muchos de esos géneros que han sido después celebrados traducidos o imitados en otras naciones y lenguas. Así el Amadís, como novela fantástica y caballeresca; El abencerraje, como novela histórica; Las guerras civiles de Granada, como novela tradicional y legendaria; La Diana, como novela pastoril; el Lazarillo de Tormes, como novela picaresca y naturalista, y La Celestina, si vale contarla por novela, como primoroso dechado en dicho género y germen fecundo de inspiración cómica y trágica. Nuestro teatro, en no interrumpida serie de obras de mérito, ha persistido siempre, sin solución de continuidad, desde sus orígenes hasta el día. Nunca decayó ni se oscureció por completo. No ha tenido igual suerte la novela. El genio que la inspira, el genio que concedió sus prendas y favores más singulares a Miguel de Cervantes, se diría que casi nos abandonó durante un siglo y se fue a colmar de regalos a los autores de otros países, y sobre todo a los de Francia e Inglaterra.

Este genio, por dicha, me lisonjeo yo de que ha vuelto a visitarnos con amor, a consolarnos y cautivarnos con su trato y a obsequiar, con ricas preseas a algunos compatriotas nuestros, que toma por ahijados y por amigos.

Entre ellos, y no de los que gozan de menor intimidad y valimiento con dicho genio, debemos contar a la persona cuya recepción en esta Real Academia celebramos hoy.

Muy de estimar es el mérito de don Jacinto Octavio Picón como crítico de teatros y como investigador, historiador y crítico de las artes de dibujo. Su historia de la caricatura y su libro sobre Velázquez dan brillante testimonio de ello; pero su mérito principal, en mi sentir, es el que tiene como autor de novelas y de cuentos.

La interrupción del cultivo de la novela o, si se quiere, la poca fertilidad que este género ha tenido en España por no corto tiempo, junto todo a la abundancia y al valer de los modernos novelistas franceses e ingleses, dan como resultado inevitable, sin mengua de los novelistas españoles, el que se note en todos ellos, hasta en los más castizos, el influjo extranjero. Por más que se procure reanudar o enlazar la inspiración del día con la antigua y genuina inspiración, siempre, para llegar hasta ella, tenemos que pasar por cima de lo que en este género se ha escrito en Francia, en Inglaterra y en otras naciones, lo cual no puede menos de contar en el desenvolvimiento progresivo de un arte o en sus evoluciones y mudanzas, inevitables aunque el progreso se niegue.

Inevitable es, pues, en la moderna novela española algo que recuerda, cuando lo leemos, ya a Walter Scott, ya a Alejandro Dumas, ya a Eugenio Sue, ya a Balzac, ya a Zola y a otros escritores novísimos. Una perfecta originalidad en todo, ora individual, ora nacional, es punto menos que irrealizable. Quien va por un camino por donde han pasado antes muchos otros viajeros, emplea, o para mayor comodidad o forzosamente, iguales medios de locomoción e idénticas artes para allanar tropiezos y evitar peligros, y para ganarse la voluntad y lisonjear el gusto de las personas que halla a su paso. En suma, y desechando rodeos y símiles: es evidente que hasta en la más castiza de las novelas españolas del día se ve, y no puede menos de verse, el precedente extranjero; pero esto no es defecto ni mengua, sino condición inevitable. No hay nación alguna cuyo florecimiento literario no se deba en parte a semillas extrañas o a lo injerto y trasplantado de distinta región o de distinto clima. La habilidad consiste en transformar lo exótico, en asimilarlo con nuestra propia sustancia y en fundirlo y combinarlo tan estrechamente con lo que es todo nuestro, que salga de la combinación un producto nuevo del todo.

Sólo en este sentido son afrancesadas las novelas de Picón; pero ¿de cuál otra de nuestras modernas novelas no puede afirmarse lo mismo? En este sentido, afrancesadas son, pongamos por caso, las excelentes comedias de Moratín, y si no afrancesada, muy italianizada es nuestra mejor poesía lírica del siglo XVI y del brillantísimo período que empieza a mediados del siglo XVIII y termina en el primer tercio del siglo presente, si en cierto modo no dura todavía el influjo italiano, merced a Foscolo, a Manzoni y a Leopardi.

Lo que más importa para ser original es que los caracteres, las pasiones, los afectos, los usos y las costumbres, los lances y sucesos de la vida, no se estudien por libros escritos en otros países, sino que inmediata y directamente se estudien en la Naturaleza, en la tierra y en el mismo seno de la sociedad en que vivimos, revistiendo luego el acumulado tesoro de la observación propia, al ordenarlo, para que el público se deleite y lo admire, con los colores y galas de nuestra fantasía y con la marca singular y privativa de nuestro estilo.

Así, no vacilo yo en calificar de original toda la obra de nuestro nuevo compañero. La sinceridad y la espontánea franqueza con que escribe hacen que dicha originalidad aparezca sin velo. En libros de la índole de los que él compone no gusto yo de que haya tesis, de que se propenda a demostrar algo; pero es tal la libertad y la amplitud de tales libros, que caben y penetran en ellos al correr de la pluma las opiniones, las dudas, la amistad y el aborrecimiento, y, en una palabra, toda la creencia y toda la ciencia, poca o mucha, del que dice lo que siente y piensa, sin disimulo ni sigilo.

Bien podemos no estar de acuerdo con los sentimientos y con las ideas de quien escribe de dicha suerte; pero a quien ama el arte por el arte siempre le serán simpáticos tan franco modo de escribir y quien lo emplea en lo que escribe, poniendo en ello toda su alma.

Sobre cualidad tan estimable, ¿quién negará el talento y las nada comunes condiciones de novelista que en las obras de Picón se descubren? Su estilo sencillo, sin carecer de elegancia, corre afluente y rico, sin la menor sospecha de violencia o fatiga.

Sus descripciones acaso pequen de harto minuciosas. No hay traje, ni mueble, ni joya, ni objeto de arte, ni producto de la Naturaleza o de la industria que él no nos pinte con accidentes y pormenores; pero tal es la moda del día. Además de la moda, la inclinación de nuestro autor le induce a ello. Y por cierto la inclinación es fecundísima, porque en dichas descripciones nuestro autor se luce. A mí, si bien no gusto de ellas demasiado, me maravillan la exactitud, la claridad y la distinción con que él lo ve y lo copia todo de lo real y lo conoce y lo designa con los nombres adecuados y marcando los atributos, defectos o perfecciones de cada cosa.

No menos perspicaz que para observar lo exterior es nuestro novelista cuando retrata lo íntimo de las almas, penetra en el centro de ellas y analiza los afectos y las ideas que las mueven.

En la antigüedad clásica, la descripción, así de lo psicológico y latente como de lo visible y tangible, entraba por poco en la narración de los sucesos fingidos, donde todo era acción o, por lo menos, palabra de los héroes, y en la palabra y en la acción iban generalmente inclusas las descripciones. No describe Homero el escudo de Aquiles, sino que a nuestra vista enciende las fraguas, derrite el oro, el bronce y los demás metales, pone el martillo en la diestra y las tenazas en la mano izquierda del dios y hace que fabrique el escudo y que al compás que lo va fabricando lo vayamos viendo. Pero en fin: las cosas son hoy de otra manera, y, para mi gusto, son también agradables y atinadas. Y aunque no lo fuesen, siempre tendríamos que conformarnos y no censurar ya que el arte refinado de hoy no puede ser como el arte primitivo o de épocas remotas.

En los caracteres de las novelas de Picón hay a menudo mucha verdad. Aunque propende a ser realista, ya que no naturalista, Picón se levanta a veces, arrebatado por el entusiasmo poético, y hermosea y magnífica con rasgos y proporciones ideales a los seres humanos que de la misma realidad cree haber copiado fielmente.

En lo mejor de su vida aún, Picón, al venir entre nosotros, trae consigo muy abundante y sazonado fruto de su fértil ingenio. Testimonio de su mucha inventiva y de la discreción con que forja y ordena asuntos y planes, dan Lázaro, Juan Vulgar, La hijastra del amor, La honrada, El enemigo, Dulce y sabrosa y multitud de novelas cortas y de cuentos amenos.

Entre cuantos personajes figuran en tan diversos cuadros y acciones, ninguno, a mi ver, está retratado con más verdad, descollando al mismo tiempo por su grandeza, que el que no pocas personas apasionadas miran con horror como criatura o calumniosa imagen. Picón es, por cierto, vehemente parcial del liberalismo moderno y acérrimo contrario de la teocracia. No debemos exigirle que reniegue de sus opiniones y que no sea quien es, sino otro. Y siendo él quien es, y siéndolo con entusiasmo, no ha de aplaudir doctrinas opuestas en todo a las que él sigue y ama. A éstas casi sin querer las impugna. Tal vez las denigra más de lo justo. Pero el personaje que tiene profunda fe en ellas, que con desinterés y devoción se pone a su servicio y que está dispuesto a arrostrar todo el peligro y a sacrificarse por su triunfo, sin que la vanidad, la ambición y la codicia le estimulen, aunque sea tremendo, funestísimo y rudo personaje, posee, como Picón le concibe y le pinta, nobleza, elevación moral y dignidad trágica y sublime. Así es el clérigo don Tirso, protagonista de la novela El enemigo. ¿Qué más hubiera podido desear el Pretendiente que tener en sus filas a muchos clérigos tan valerosos, tan entusiastas y tan desinteresados y austeros como el que Picón nos retrata? No hay en la misma novela, ni en las demás del autor, más importante y mejor trazada figura de hombre. El seductor de Dulce y sabrosa es un ser insignificante, a pesar de su perversidad, harto común, por desgracia. Más perverso aún es el mal marido de La honrada. Pero las dos figuras de hombres más vivas, más reales y mejor trazadas en todas las obras de Picón, después de la del clérigo don Tirso, son Juan Vulgar y don Manuel, en la novelita titulada El peor consejero. El egoísmo, la vanidad y la presunción de don Manuel están descritos magistralmente en el progreso de la acción, que termina con el merecido castigo del vanidoso y egoísta. Y Juan Vulgar, egoísta y presumido también, aunque más candoroso e inocente, da ocasión a lances y recibe desengaños, fina y delicadamente cómicos, sin chocarrerías ni bufonadas.

En general, puede afirmarse que Picón, en los retratos de hombres, es, como Velázquez, poco idealista y muy realista. Diríase que todo su idealismo lo emplea en sus retratos de mujeres. Picón es tan ginecoepaenos51 como don Juan de Espinosa y como todos los que antes y después han disertado en laude de las mujeres. Sin duda, para ser buen novelista, así como para ser poeta y caballero andante, es indispensable condición la de enamorado, ya de actualidad, ya de recuerdo, ya platónico y continente, ya de otra clase. Ello es que el amor, o dígase la unión afectuosa de la mujer y del hombre, es el principal y perpetuo asunto de toda narración deleitable; es fuente que jamás se agota y de donde cada cual saca algo diverso en sabor, colorido y perfume, según la amplitud y la forma del vaso en que recoge la bebida inspiradora.

Picón se complace y esmera en la pintura de sus mujeres, atenúa y disculpa sus faltas y, cuando no absuelve, explica sus extravíos o los declara punto menos que ineludibles, echando la culpa de ellos a los hombres. La constancia y la paciencia de Cristeta son, ejemplares, pasmosas y dignas de mejor empleo que el que les da ella para atraer a su Don Juan ordinario y desalmado, Plácida es mártir de su brutal marido, y sigue siendo casi santa hasta que sucumbe, y peca por razones y motivos que la indultan, si no la absuelven. Clara, la hijastra del amor, es tan apasionada, es tan inocente, es tan tierna, y la suerte es tan injusta y tan sin piedad en su daño, que se hace simpática hasta para el lector más severo, y todo se lo perdona, menos la inverosímil distracción y la ceguedad con que no advierte los burdos engaños de su miserable galán. La mujer de Juan Vulgar es un modelo de perfectas casadas. Para conservar y acrecentar el amor de su marido llega al extremo de leer la tragedia que él estaba componiendo, o más bien de empezar a leerla, ya que, fatigada por aquella faena, se duerme sin poder remediarlo.

En suma, y sin entrar en un detenido examen, que fatigaría a mi ilustrado y benévolo auditorio, yo me atrevo a sostener que las novelas y cuentos de Picón, sin ofender a Dios ni perjudicar al prójimo, deleitan o interesan con su lectura y son y deben ser grato pasatiempo y solaz para todo sujeto culto. Los hay que a las novelas prefieren los cuentos, ingeniosos y ligeros todos, desenfadados y alegres algunos de ellos, aunque siempre velada su desenvoltura en las pleguerías del más recatado aticismo. Lo que es yo, reparto por igual el lauro entre cuentos y novelas, sin acertar a decidir dónde brillan más la inventiva del autor y el primor y la facilidad de su estilo. Por tales dotes, aplicadas a producir la amenidad y la belleza, sin que se rebajen o deslustren por ponerse al servicio de doctrinas que con razón pueda condenar nadie, el escritor que va a tomar ahora asiento entre nosotros tendrá, a mi ver, muy distinguido lugar en la historia literaria de España durante el siglo XIX. Y como el señor Picón es joven todavía y el vigor y la actividad de su espíritu ganan. Y se perfeccionan por la madurez y la experiencia que traen los años, de suponer es, y aun de esperar razonablemente, que sus nuevas obras figuren aún con mayor brillantez entre las del siglo que va a empezar pronto, y en el cual, aleccionada España por los infortunios que su interna agitación le ha causado, aunará, sin duda, sus energías en paz y en atinado concierto, saldrá de su postración y volverá a florecer y a resplandecer en todo como en su edad más gloriosa.




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La labor literaria de don José Ortega y Munilla

Contestación al discurso de recepción del mismo en la Real Academia Española el 30 de marzo de 1902


SEÑORES:

Al considerar y estimar el mérito del interesante y ameno discurso que acabáis de oír, me arrepentí yo hace días y me arrepiento ahora, de haber aceptado el tan honroso como difícil encargo de darle una contestación que sea digna. A persona menos abrumada por los años y achaques, y de espíritu más activo y despierto, debiera haberse encomendado esta tarea. Pero, no sé si por desgracia o por fortuna, la afición a escribir es la más tenaz y persistente de todas las aficiones. Cada día me persuado más de que dicha afición no se pierde con la vejez ni se disminuye siquiera, sino que se aumenta con todas las energías que empleaba la voluntad en otras aficiones y en otros ejercicios de los que, con los años, nos apartamos, y hasta pudiera decirse que nos jubilamos.

Quien llega a cierta edad y no se enriquece, se resigna a vivir en su pobreza o en su modesta medianía, desecha las aspiraciones, no siente el estímulo de la codicia y se aquieta en un suave desengaño que la conformidad endulza. Con los sueños de la ambición suele ocurrir algo parecido. El viejo juicioso se aviene con su suerte, reconoce que Dios no tuvo a bien concederle facultades para gobernar y dominar a los otros seres humanos, y confiado en que no ha de faltar quien los gobierne y domine, y hasta quien el día menos pensado atine a regenerarlos, dado que estén algo decaídos se retira a buen vivir y desiste de mezclarse en los negocios públicos. Del mismo modo, con tal de que posea la indispensable dosis de filosofía práctica, desiste el viejo de no pocas otras pretensiones que acaso tuvo o pudo tener en su mocedad ya remota. Con su voz cascada y trémula no puede ni quiere ser orador; sus piernas, que flaquean, y sus pies, que se arrastran, impiden el menor conato que pueda tener de lucirse en la danza, en la esgrima y en otras habilidades que requieren ligereza y soltura; las arrugas de su cara, lo encorvalo de sus espaldas y la perdida de sus cabellos o su transformación en canas, matan en él hasta el más leve deseo de figurar en los salones por gentileza y elegancia. El reuma, la pérdida de la vista y lo quebrantado de su salud, le inhabilitan para la caza y le quitan el gusto que ofrece la vida campestre. Aún podrá componer o fantasear en su mente novelas, idilios y dramas, pero nunca, como actor representar airoso y bonito papel de galán en ellos.

Resulta, pues, que la única afición que queda al que fue escritor es la de seguir escribiendo. Y como las demás aficiones, impelidas por el desengaño, se retiran penetran y se esconden en el centro del espíritu, cobra mayor fuerza la antigua afición de escribir y viene a convertirse en verdadera manía. Más fortuna, aunque de la manía nazcan obras de poco o de ningún valer, la manía es inocente y no costosa, sino barata, y bien puede el que la tiene conformarse y hasta dar gracias a Dios de tenerla, y bien pueden también perdonársela los demás seres humanos, calificándola de mansa e inofensiva.

Yo, por otra parte, lejos de aborrecer, amo esta manía, así en mí como en otros viejos que también la tienen, figurandome que es prueba clara de que el alma no envejece ni muere, sino que florece acaso con mayor lozanía cuando se marchita todo en nosotros, y cobra más vigor y actividad cuando en nosotros todo se abate y se postra, y está o cree estar iluminada por resplandeciente luz interior cuando ya el Universo visible y cuantos objetos hay en él se anublan y se oscurecen para los ojos mortales.

No recuerdo bien en qué diálogo del divino Platón he leído y admirado yo la profunda sentencia de que la religiosidad crece en el alma de los viejos, y no porque la razón de ellos se debilite, sino porque se aparta de lo efímero y caduco y se acerca a lo eterno. El apartamiento de todo tumulto exterior y el amortiguado reposo de los sentidos nos persuaden, además, muy agradablemente, de que nuestro espíritu se sumerge sin esfuerzo en el abismo de su propio ser, y así como el buzo pesca perlas en los remotos mares de Oriente, puede él sacar de aquellos más hondos abismos, ya inauditas verdades, ya bellezas espléndidas que nunca antes se mostraron al mundo revestidas de materiales apariencias. Tal esperanza, harto ilusoria por lo común, nos estimula a escribir, nos recrea y hasta nos beatifica, sin apartarse de nosotros sino con la muerte.

Basta y aun sobra lo dicho, contando como cuento con vuestra indulgencia, para disculpa de que persista yo en cansaros frecuentemente con mis escritos. En esta ocasión tengo también otra disculpa: el amistoso afecto que me une a la persona que viene hoy a sentarse entre nosotros y la iniciativa que tuve en su elección, firmando la propuesta donde se os rogaba que lo eligieseis.

Desde hace ya más de un cuarto de siglo trato yo al señor don José Ortega y Munilla, le estimo en lo mucho que merece y le profeso constante amistad, a la que me lisonjeo de que él corresponde. Periodista desde muy mozo, le conocí en la Redacción de Los Debates, donde yo colaboraba, después de haber escrito más asiduamente, en El Contemporáneo, en El Campo y en la Revista de España, periódicos todos nacidos, dirigidos y sostenidos por la emprendedora actividad de mi inolvidable amigo don José Luis Albareda.

Desde sus Redacciones, no sin fundamento, se jactaba él de haber lanzado a la vida pública y de haber movido a hacer las primeras armas a no pocos sujetos, que se señalaron y descollaron después en la política y en las bellas letras, como don Gustavo Adolfo Bécquer, don Antonio María Fabié, don Ramón Rodríguez Correa, don Fernando León y Castillo, don Benito Pérez Galdós, don Ángel Urzáiz, don José Ferreras y algunos otros.

Nunca he comprendido yo bien la animadversión que sienten y el melindroso desdén con que ciertos aristócratas de la inteligencia o de la fortuna por derecho hereditario o de conquista: o meramente por presumido ensueño, miran el periodismo y a las personas que en los periódicos escriben. En España, más que en ningún otro país, tal animadversión y tal desdén carecen de fundamento. De las Redacciones de nuestros periódicos salen, desde hace sesenta o setenta años, nuestros más elegantes poetas, nuestros más ingeniosos novelistas, nuestros más elocuentes oradores y hombres de Estado, entre los cuales han subido no pocos a las dignidades más altas, han alcanzado popularidad y nombradía, y hasta se han encumbrado a veces, en el concepto público, a merecer gloria imperecedera.

Lo único que, si no justifica, puede explicar algo la ojeriza que contra la Prensa periódica suele manifestarse es la pomposidad, no de muy buen gusto, con que no falta nunca quien la celebre, calificándola de magisterio y de sacerdocio, y llamando apóstoles y mártires a los periodistas, y martirologio a toda persecución, multa o recogida de ejemplares que se les impone.

La verdad es que la Prensa dista mucho de ser un vivero o almáciga de mártires y de apóstoles y una inefable escuela de todo linaje de enseñanza; pero es el mejor medio de divulgación, órgano de la opinión pública y palenque abierto a las luchas de la inteligencia y del ingenio, sobre cuyo valer decide el vulgo como jurado, concediendo a quien lo merece, o cree que lo merece, la palma de la victoria.

En este concepto, más tiene de aserción razonable que de jactancia absurda el afirmar que la Prensa es el cuarto poder del Estado. ¿Cómo negar este poder, sobre todo en el día, y cómo no reconocerlo, singularmente en aquellos periódicos que no se limitan a defender y servir los intereses de un partido, sino que, sobreponiéndose a todos, ora formulan vagos pensamientos y aspiraciones del vulgo, ora infunden o, por lo menos, dan dirección en el espíritu del vulgo a esos vagos pensamientos y a esas aspiraciones?

Cuando en un país como España donde todavía se leen pocos libros, un periódico de la mencionada clase llega a expender más de cien mil ejemplares de cada uno de sus números, lo cual supone, por un cálculo no muy exagerado, más de trescientos mil lectores bien puede asegurarse que en dicho periódico reside un poder grandísimo, y que las doctrinas que sostiene, las soluciones que pide para los más difíciles problemas, el juicio que forma de las cosas y la estimación y fama que a las personas concede, se apoyan en cierta complicidad con gran parte del vulgo y cuentan con el voto de la muchedumbre, de la mayoría acaso de los que leen y de los que piensan. El hombre pues, que llega a dirigir un periódico de esta condición ejerce no pequeño influjo en su patria, puede crear o destruir reputaciones, y así como en política eleva a veces a sus favoritos hasta los más importantes empleos, así en literatura, ciencias y artes concurre a preconizar como sabios, poetas y artistas a los sujetos que logran sus aplausos. Aunque imaginemos que depende un poco del acaso, o de lo que llamamos ciega fortuna el adquirir la dirección de un poder tan grande, no hemos de negar que la capacidad y el mérito propio de quien lo adquiere son indispensables requisitos para conservarlo luego y para acrecentarlo más todavía.

Digno de elogio es asimismo quien, gozando de este poder, no abusa de él en su provecho, no vitupera por odio ni ensalza sobradamente sin motivo y, prodigando tal vez alabanzas y concediendo triunfos y laureles a personas extrañas, se olvida desinteresadamente de sí mismo, oculta a menudo su nombre y apenas cultiva su fama.

Mucho de lo que queda expuesto puede aplicarse al nuevo académico electo que viene hoy a tomar asiento entre nosotros. Harto inferior a la labor que ha realizado es, a mi ver, su nombradía. Procurando que otros la adquieran, ha cuidado poco de adquirirla para sí. En el ingente cúmulo de escritos que El Imparcial y otros periódicos insertan en sus columnas se hubieran escondido y sepultado las obras del señor Ortega y Munilla, veladas no pocas por el anónimo, si algunas de ellas no hubiesen aparecido más tarde en libros que en todas partes, y más aún en nuestro país, circulan muchísimo menos que los papeles diarios.

Prescindiendo ahora del valer del señor Ortega y Munilla como periodista, diré algo aquí de lo que, tomado de los periódicos, ha publicado más tarde en libros y con su nombre, lo cual basta a acreditarle de escritor castizo y discreto, de crítico juicioso y benévolo y de hábil novelista, rico de imaginación y sentimiento.

Si fuésemos a creer que los buenos escritos sólo son aquellos que difunden verdades provechosas y nuevas que valen para el progreso del humano linaje, ciertamente pocos escritos habría que no mereciesen nuestro desdén o nuestro olvido. Yo también soy escritor, y cuando hago severo examen de conciencia y releo y estudio las obras todas que he dado al público por medio de la estampa, reconozco con humildad que no he enseñado nada que ya no se supiese. Lo que me consuela, después de sufrir este desencanto, es el pensar que tal vez los hombres que han enseñado más importantes verdades, que más han contribuido al progreso, que han sembrado gérmenes más fecundos en frutos espirituales y que mejor han estimulado y dirigido la marcha de la Humanidad, o no escribieron jamás una sola página o se perdieron las que escribieron. Valgan para ejemplo Sakiamuni, el fundador de la religión que acaso tiene más sectarios, y Sócrates, el que dio impulso inicial y firme dirección a toda la ulterior filosofía de los pueblos de Europa.

Convengamos, pues, en que alguien quede ser escritor celebrado, por la amenidad y gracia de su estilo, porque sirve lo que escribe para honesto recreo, porque nos representa, con primor y por medio de la palabra, la hermosura del Universo que todos hemos visto y los casos y lances de la vida humana que todos hemos presenciado, y porque pone en sus cuadros el color, el sello y el carácter del espíritu propio, con lo cual les presta novedad deleitosa y original hechizo. A este género pertenece la mayoría de los buenos escritores, y en este género me atrevo yo a poner al señor Ortega y Munilla.

Las crónicas que durante años ha escrito y publicado de los sucesos no políticos ocurridos en Madrid son una hermosa muestra de lo que en este género puede hacerse y de la amenidad y del ingenio que puede lucir quien lo hace.

El recto y benigno criterio y el más acendrado buen gusto en literatura y bellas artes se manifiestan igualmente, así en las crónicas que el señor Ortega y Munilla ha escrito, reunido y publicado luego, como en sus artículos sobre obras dramáticas, poesías líricas, novelas y otros libros nuevos que han ido sucesivamente apareciendo.

Enemigo como soy de todo disimulo, no he de ocultar yo aquí que quien ya desde hoy es nuestro compañero, en momentos de mal humor o dejándose arrastrar por cierto prurito que suele haber en la gente moza contra todo lo que parece tener autoridad, aunque no pretenda tenerla ni presuma de ello, ha dirigido a veces contra esta misma Academia que hoy le recibe algunas censuras algo crueles; pero si se atiende a los entusiastas elogios que ha dado reiteradamente a gran número de sus individuos, la crueldad y hasta la injusticia en la censura del conjunto quedan encubiertas y abrumadas por la copia de flores y de lauros derramada por él a manos llenas sobre las personas que han compuesto o componen el mencionado conjunto. Nadie con mayor entusiasmo que el señor Ortega y Munilla ha dado cuenta encomiástica en sus artículos de las obras de los señores Hartzenbusch, Tamayo, Zorrilla, Alarcón, Cañete, Echegaray, Castelar, Selgas, Galdós, Sellés, Núñez de Arce, Pereda, Menéndez y Pelayo y no pocos otros que fueron o que son aún de esta Academia, y cuyos nombres no acuden a mi memoria en este mismo instante. Y a lo que yo entiendo, imaginando que lo reconozco en el estilo franco y sincero, tan generosos elogios están llenos de buena fe, sin ningún propósito de adulación interesada, sino solamente promovidos por el amor de la patria y de la literatura nacional, cuyo fecundo cultivo contribuye tanto a su gloria.

Quizá un juez severo podría tildar al señor Ortega y Munilla de sobrado indulgente y hasta de encomiador excesivo; pero yo prefiero este extremo, dado que el señor Ortega y Munilla le toque, al de no pocos críticos descontentadizos y duros que en el día pululan, y para quienes no hay obra literaria, salvo la propia o la de algunos amigos íntimos, que no sea insulsa y que no esté llena de defectos. Y es de notar, además, que el señor Ortega y Munilla no prodiga sus alabanzas sin fundarlas, por virtud de detenido análisis, en muy atinadas razones. En su crítica prevalece, sin duda, la benevolencia; pero sin divorciarse de la justicia ni someterse a capricho. De esta suerte ha ensalzado también a no pocos otros ilustres escritores que no llegaron a obtener la honra de sentarse entre nosotros, pero cuyo valer es innegable. Así, por ejemplo, Ventura Ruiz de Aguilera, Ferrán, Bécquer, Velarde, Correa y muchos más.

En resolución: con la lectura de los artículos críticos del señor Ortega y Munilla puede formarse un concepto conforme a la realidad, y muy ventajoso, del florecimiento literario de España durante la segunda mitad del pasado siglo. Y bien puede quien se proponga escribir su historia mirar dichos artículos como abundante venero de información y como claro espejo donde todo se retrata sin pasión que lo perturbe y con la serenidad y brillantez que conviene.

En otra especie de escritos se ha distinguido también el señor Ortega y Munilla, desplegando ricas galas de estilo y dejando ver un raro talento de observación en consorcio no menos raro con la riqueza de la fantasía. Me refiero a sus impresiones de viaje, a la amena y fácil narración de sucesos notables que ha presenciado y a la descripción de grandes poblaciones, países diversos y campos por donde ha discurrido. Sus obras descriptivas de esta clase podrán leerse siempre con agrado. Tales son, por ejemplo, Viajes de un cronista, Viñetas del Sardinero y Mares y montañas. Las pinturas que hace de París, Berlín, Roma, Panticosa y no pocos lugares de las Provincias Vascongadas son dignas, a mi ver, de no corta alabanza. Muy singularmente me creo yo obligado, como cordobés que soy, a darla aquí a la linda descripción de la feria de Córdoba, de su animación y bullicio, de la alegría y buena traza de los campesinos que a la feria acuden y de la gracia y del donaire de las mujeres que la hermosean.

El señor Ortega y Munilla es, por último, muy recomendable como autor de cuentos y de novelas. En sus narraciones fingidas aparece el mismo talento de observación que como escritor de viajes le distingue, unido a una dichosa fertilidad en la fantasía para crear caracteres, imaginar acciones o argumentos interesantes, y presentarlo todo en estilo natural y fácil, aunque menos sobrio que abundante y florido.

Sus cuentos y novelas son muy realistas, casi naturalistas a veces; pero más se advierte en ellos reminiscencias y dejos de nuestros novelistas del siglo XVII que la imitación de Zola y los de su escuela. Acaso en las novelas del señor Ortega y Munilla, sin que pierdan por eso su condición castiza y radicalmente española y sin que sus personajes dejen de ser parecidos a los hombres vivos de carne y hueso que en nuestra tierra se usan, se note el influjo de Balzac, y más aún el de Dickens, de Thackeray y de otros novelistas ingleses.

No soy yo muy aficionado a cierto ultrasentimentalismo que en nuestra antigua literatura ha dejado poquísimas huellas, que no me parece muy conforme con nuestra índole nacional y que tiene trazas de importación extranjera; pero me limito a disculpar en el señor Ortega y Munilla la abundante dosis que pone en algunas de sus narraciones (verbigracia, en La viva y la muerta) de este que yo llamo ultrasentimentalismo, porque, en vez de emplearlo en magnificar y santificar lazos, relaciones y amores viciosos, lo emplea en anudar y estrechar más los vínculos de familia, fundamento de la moral sostenido por la religión y las leyes.

Severa y justa lección moral contiene su novela La cigarra, sin que deje por eso de ser divertida e interesante.

En no pocos otros de sus cuentos y novelas no he de negar yo que advierto la propensión de exagerar la nota pesimista. Es impulso punto menos que irresistible que la moda, o más bien cierta melancolía que va haciéndose endémica y está en el aire que respiramos, imprime en el día a los ingenios. Se diría que nos complacemos más en pintar lo horrible que lo agradable, lo enfermo que lo sano, lo feo que lo hermoso y lo descompuesto y sombrío más que lo esplendente y bien ordenado.

Cierto es que en todas las épocas, desde que apareció la poesía en el mundo, se advierte propensión semejante; pero nunca con tamaña intensidad y persistencia como ahora.

En la representación de los tormentos, de la aflicción y de los dolores, como se conocen mejor, cabe que pongan cuantos escriben mayor variedad que en la representación de la bienaventuranza y de todo contento. La mayor parte de cuantos leen La Divina Comedia se deleitan en el Infierno y se aburren, bostezan o se duermen en el Paraíso. La tragedia nos hechiza siempre, y no hay tragedia sin catástrofe y sin que el terror y la compasión nos conmuevan. ¿No tiene algo de extraño y aun de muy difícil de explicar este prurito de hacer de la compasión y del terror medio seguro y camino recto para llegar al deleite estético? El sabio de Estagira quiso explicarlo suponiendo que el fin de la poesía era la purificación de las mencionadas pasiones: lograr que lo que en realidad nos apesadumbra, muertes, estragos, martirios, crímenes y otros horrores, representado poéticamente, sea manantial o causa de placer y de hechizo. Para lograr este fin, sin duda, importa la supresión de pormenores que en las novelas de hoy no se suprimen, supresión que en lo antiguo dejaba más despejado el cuadro para que apareciese en él, sin que las impurezas de lo real lo anublasen, lo sublime dinámico, que era lo que nos encantaba: la fuerza de voluntad en el mártir para sufrir las más tremendas penas y la constancia y el brío con que lucha el héroe contra todos los poderes del cielo y del infierno, conjurados en daño suyo, alcanzando a veces la victoria. Prometeo, por ejemplo, nos encanta y nos admira de tal suerte con su entereza, con la virtud soberbia que aún resiste después de vencida, con su abnegación y con su amor a los hombres, que no nos contrista demasiado contemplar su suplicio, encadenado en el Cáucaso y despedazadas y devoradas sus entrañas. Nos consuela, además, la promesa de redención. Más allá de la catástrofe presente brilla la esperanza. El hijo del Cielo ha de venir a libertar al titán filántropo, a romper sus cadenas, a triunfar del tirano y a derogar los inocuos decretos del inexorable Destino.

Con frecuencia, en lo trágico clásico y antiguo hay, más allá del mal representado, en amplio círculo que se extiende por el mundo de las ideas y cuyos radios se prolongan en el tiempo, un desenlace alto y dichoso.

De todo esto suele carecer la literatura moderna, por donde es más acerbo su pesimismo y a menudo es desesperado. La pintura minuciosa de angustias, miserias, flaquezas y enfermedades le hacen más aflictivo. Cuando todo ello se atribuye a viciosa organización de la sociedad humana, brotan del alma aspiraciones y sentimientos antisociales, y cuando se atribuye a flaqueza o a maldad invencible, o a hereditaria perversión de cada ser humano y de la suma de todos ellos, o sea a determinismo o fatalidad de la propia naturaleza, el entendimiento propende a la desesperación, y tal vez, ya que no la niegue, acusa con blasfema impiedad a la Providencia.

No me atrevo yo a censurar, ni censuro singularmente, al señor Ortega y Munilla porque se deje caer o resbale en ocasiones por esta pendiente pesimista donde nos hallamos todos en el día. Yo mismo, en mis narraciones de sucesos imaginarios, aunque empecé con una muy de color de rosa, donde todo sale lo mejor que pudieran desear mis héroes, me dejé ir más tarde por el susodicho declive, y he puesto en otras narraciones media docena de suicidios y muchas muertes violentas: unas, por hierro y fuego, y otras por desesperada y honda tristeza que rompe los corazones. Mi censura, pues, es para todos, y yo me incluyo en ella. Casi no es censura; apenas es amonestación; es la mera manifestación del deseo de que mostremos más serenidad, más alegría, más confianza en el plan divino, y consoladoras y grandes esperanzas en el supremo desenlace y término de todos los casos.


Magnus ab integro saeculorum, nascitur ordo.



Áspero y penoso es el camino que llevamos, pero no depende de la voluntad del hombre el seguir más llano camino, y es, además, peligroso atrevimiento echar por cualquier atajo. Sigamos, pues, por donde hemos ido siempre, sin murmurar en demasía de las fatigas y trabajos de la peregrinación, y esperando que, aun sin salir de nuestra morada terrestre, hemos de hallar al cabo toda la bienandanza compatible con nuestra condición limitada.

De todos modos, y sin encumbrarnos a tan altas filosofías, yo lamento que el señor Ortega y Munilla haya gastado los colores de su paleta, su atinada perspicacia de observación y su raro talento descriptivo, en pintarnos, en panza al trote, no una regocijada fiesta campestre, sino una horrible danza macabra: la pintura tristísima de los vicios, de las miserias y de cuantos males morales y físicos afligen al hombre que vive en el fondo cenagoso de la sociedad, tal como está hoy constituida. Es cierto que, en medio de aquel lodazal, crece, brilla y exhala su aroma una flor espiritual, bella y pura: el alma de Clara. Pero ¿cuánto no nos desazona el que la pobre Clara, poseedora de tan preciosa alma, sea tuerta y fea y enfermiza y ande tan zarrapastrosa siempre? Y ¿cuánto más no nos apesadumbra ver que su abnegación, su amor delicado y purísimo, y otros tesoros de bondad que guarda ella en su seno, se empleen o se malgasten en obsequio y favor de tan ingrato pelafustán y de tan desalmado tunante como es, sin duda, Alonso Ponzano?

En la novela, por otro lado interesantísima, cuyo título es Cleopatra Pérez, la vida, costumbres y carácter de las cortesanas de ahora están magistralmente retratados y cifrados en la protagonista Cleopatra y en su amiga Virginia, y hay otros personajes con no menos verdad y tino tomados del natural, como, verbigracia, Leticia, la tía avarienta, celestina flamante y amplificación hábil de aquella otra tía que no le muestra en cifra Quevedo, llamándola


águila imperial
que asida de los escudos
en todas partes está.



Pero en Cleopatra Pérez la perversidad de algunos personajes traspasa los límites de lo cómico, aflige siempre, y casi nunca mueve a risa. En esta novela hay, a no dudarlo, una severa lección moral, como Moratín y otros críticos y preceptistas quieren que haya en los dramas y en los demás libros de pasatiempo. Ni Virginia ni Cleopatra aparecen amables ni dignas de piedad de simpatía, de respeto y hasta de admiración como La Dama de las Camelias, pongamos por caso. En la novela de que voy hablando, el autor va, a mi ver, más allá de lo justo y de lo conveniente en pintar a Cleopatra perversa. Mal se justifica que envíe a la Inclusa a su hijo, pudiendo tener la razonable esperanza de que el duque lo reconozca por suyo. Apenas, con todo, puede tildarse esto de inverosímil. Las mujeres de cierta clase, y aun toda clase de mujeres, son a veces poco razonables y muy caprichosas.

Lo que yo no apruebo en Cleopatra Pérez es que su lectura, en vez de ensanchar el corazón, lo deprima. El personaje principal de la novela no es Cleopatra, sino Valentín, su hijo. Y éste, bueno en el fondo, educado cristiana y honradamente, cae, arrastrado por impulso irresistible, que nos parece fatal, en tal cúmulo de pecados y de vergonzosas acciones, que, lleno de horror y de odio contra su propia vida, acaba por darse la muerte.

Mitiga siempre la dureza y negrura de los cuadros que en sus novelas nos presenta el señor Ortega y Munilla la fervorosa caridad de su alma que involuntariamente y sin declaración aparece en todo, y el vivo deseo con que busca remedio a los males y defectos de la sociedad humana, y sueña y procura la solución de los temerosos problemas planteados por el pensamiento filantrópico.

En sus cuentos, breves narraciones o novelitas cortas, suele mostrar nuestro autor muy fértil inventiva, más alegre y desenfadado humor que en las novelas largas, y la misma propensión caritativa, moral y reformadora. El yegüerizo, por ejemplo, le da ocasión para discurrir discretamente y con piadoso afecto sobre el descuido con que mira la sociedad la triste condición de los niños pobres, víctimas a menudo del abandono, de la miseria o de la codicia de sus padres. En Fifina, por el contrario, condena con gracia la perversa educación que en el seno de la opulencia suele darse a las niñas, despojándolas de corazón y de entendimiento, y convirtiéndolas en maniquí para ostentar galas y colgar dijes. Y, por último, en El espejuelo de la gloria nos pinta con ingenio, agudeza de observación y notable arte para ser conciso y claro, las funestas consecuencias que puede tener la alucinación de prestar extraordinarias aptitudes artísticas o literarias a niños o a jóvenes que de ellas carecen, y a quienes engañan, extravían y pierden el ciego cariño de los padres y próximos deudos, y la cortesía o la adulación de los extraños.

De la venta abundantísima que tiene nuestro nuevo académico para dichas breves narraciones, han salido otras muchas, de las que me sería difícil dar cuenta aquí sin exponerme a fatigaros.

Terminaré, pues, citando sólo otros cuentos que el amor de la patria, muy ardiente en el alma del señor Ortega y Munilla, inspira, anima y hermosea. En estos cuentos, además, noto yo una combinación dichosa de dos afectos, en cierto modo contrarios, que procuran ponerse en armonía, aumentando así la belleza del cuadro y poniendo en él más pura significación moral y más alto sentido. Sobre el furor y el odio contra la dominación extranjera y contra los franceses invasores, que aparecen con rasgos tan enérgicos en El intruso de caza y, sobre todo, en El padre Siset, donde contemplamos los horrores del sitio de Gerona, se ponen, suavizando el conjunto la piedad humana, los sentimientos de fraternidad, y el amor a nuestro linaje, sin exclusiva distinción de tribus, lenguas y razas.

Lástima es, en suma, que el señor Ortega y Munilla, harto afanado ahora con tareas políticas, no cultive con mayor asiduidad el cuento y la novela, para los que posee tan raras y felices dotes.

Su capacidad para la crítica literaria, que ya he celebrado, se muestra más aún en el discreto y bien razonado discurso que acabáis de oír, donde el regio poeta don Ramón de Campoamor, que fue nuestro excelente compañero, es alabado y estimado con tanto tino y habilidad como justicia. ¿Qué podré yo añadir aquí para complemento y corona de tan bien concertadas alabanzas?

No se puede negar que hay en los versos de Campoamor un singular y pasmoso atractivo, por cuya virtud es el más popular de nuestros poetas desde hace más de cincuenta años, del que se guardan en la memoria más composiciones, y del que recitan con entusiasmo largos trozos las mujeres de toda clase,


desde la princesa altiva
a la que pesca en ruin barca.



El señor Ortega y Munilla ha explicado bien esta inmensa popularidad, esta predilección de que goza el poeta sobre todos los otros poetas sus contemporáneos; pero lo ha explicado, permítaseme que me atreva a decirlo, con una muy hábil crítica de lo esotérico, y sin penetrar en cierto misterioso esoterismo que debe de haber en las composiciones poéticas del vate asturiano, informándolas y dotándolas de invencible hechizo. El señor Ortega y Munilla apenas toca este punto, sobrado oscuro y hondo para que se llegue hasta él sin preparación y sin intrincados estudios que ni en cifra caben en un breve discurso, requiriendo un grueso volumen para poder exponerlos, dados la capacidad conveniente y el vagar y el reposo que exigen.

No seré yo tampoco quien trate aquí de esto, completando lo que en el discurso del nuevo académico apenas se indica, ya que no se eche de menos.

Cuenta el bueno de Plutarco que Aristóteles puso en ciertos libros suyos, quizá en los de metafísica, algo de aquellas enseñanzas que llamaban acromáticas o epópticas, y de las que sólo debían enterarse los iniciados. Y añade que cuando lo supo Alejandro, que había ya volcado en el polvo el trono de Darío, vengado a los griegos muertos en las Termopilas, en Maratón y en Salamina, y conquistado el más grande Imperio del mundo, se enojó muchísimo y escribió a su maestro, no sabemos si desde Babilonia o desde Persépolis, una carta reprendiéndole por su imprudente carencia de sigilo, pues, no está bien que el vulgo entienda de cosas que traen mucho peligro, sin la madurez de juicio que para entenderlas se requiere. Dice, además, Plutarco que el maestro, a fin de disculparse, contestó al hijo de Filipo que nada había revelado, porque aludía siempre a la doctrina misteriosa, sin llegar a exponerla con toda claridad para el vulgo, aunque clarísimamente para los ya iluminados y apercibidos.

Suficientes razones son las antedichas para justificar que yo también me retraiga y me inhiba de tratar aquí de la metafísica de Campoamor. No faltaría Alejandro, proporcionado a mi pequeñez, que me reprendiese con aspereza si hiciera yo lo contrario. La extensión, además, que tendría que tomar este discurso sería tan enorme, que aburriría ferozmente a mi auditorio, lo que Dios no permita. Limitémonos, pues, a declarar aquí, sin exponerla y juzgarla metódicamente, que Campoamor tiene una metafísica, una filosofía fundamental y primera, encerrada en libros cuyos títulos son Lo absoluto, El personalismo y El ideísmo; y esta filosofía no sólo sirve de base a su moral, a sus ideas políticas, a su estética y a su arte poética, sino que penetra en sus poemas grandes y pequeños, en sus doloras y en sus humoradas, e infunde en todo ello inmortal y poderoso espíritu de vida.

¿Cuánto no me holgaría yo si acertase a desentrañar y a mostrar bien al público lo que se esconde, verbigracia, en El drama universal o en El licenciado Torralba? Jactaríame yo entonces de seguir y de ser capaz de seguir los consejos y amonestaciones de Dante, cuando dice a los que tienen sanos entendimientos, gli intelletti sani, que busquen, estudien y mediten la doctrina oculta.


Sotto il velame degli versi strani.



Desdichadamente, recelo yo que me ocurra con los mencionados poemas, así como con los libros filosóficos escritos en prosa por Campoamor, percance parecido al de la mona con la nuez verde. Y digo parecido y no idéntico, porque para gustar la interior sustancia nutritiva no hay cáscara amarga que morder primero, sino tupido envoltorio de chistes, agudezas, paradojas sutiles y desdeñosos desenfados, que marean y aturden a par que deleitan, y que nos mueven a exclamar que, aun suponiendo que Campoamor no sea un muy profundo filósofo, es fuerza reconocer que es el más divertido, amable, bondadoso y original de todos los humoristas.

Pero ¿por qué no ha de ser también un gran filósofo? ¿Por qué con la debida seriedad, método y tino, no hemos de dar cuenta de su sistema, juzgándolo y ponderándolo todo? La incredulidad y el desdén están, en esta ocasión, poco fundados, lo cual se nota mejor cuando pensamos en la admiración idólatra que nos inspiran multitud de filósofos extranjeros. ¿Por qué han de ser más atinadas y sublimes filosofías que las de Campoamor las de Schopenhauer o Nietzsche, pongamos por caso? A mi ver, no hay otro motivo para esto que el que hay para que una figurilla diminuta, pintada en el vidrio, o un gusarapo o un microbio, se nos muestren, gracias a la linterna mágica o a otro instrumento parecido, mayores que descomunal gigante o colosal megalosauro, cuando los vemos en el círculo luminoso que se proyecta en el distante muro. Yo presumo, y aun tengo por evidente, el asombro de no pocos juiciosos alemanes cuando les devolvemos, magníficados por nuestra fantasía, los nombres de algunos de sus compatriotas, en cuya glorificación emplea la fama la susodicha linterna con mejor éxito que la trompa.

Desde luego es lícito afirmar que sin imitación, sino por venturosa coincidencia, colabora Campoamor con el sabio italiano Vicente Gioberti en el descrédito y en la demolición del orgulloso monumento de la novísima filosofía, cuyo cimiento echó Descartes, cuyo piso bajo acabó de construir Condillac y en cuya más empinada acrotera brilla la estatua de Hegel. Así contribuyó a despejar y allanar el terreno donde había de resurgir la antigua escolástica del gran Doctor de Aquino, ampliada y adaptada a lo que requiere y exige nuestro siglo.

Pero veo que voy faltando a mi propósito y empezando a tratar de la filosofía de Campoamor. Me arrepiento de ello y me arredro. Baste indicar aquí que Campoamor desdeña, como Gioberti, el método psicológico y construye atrevidamente su ontología, fundándola sobre verdades y principios evidentes, en su sentir, e inconcusos. De ellos deriva luego, con severa dialéctica y por encadenada serie de teoremas, que él compara a la de los geómetras, todo lo que se sabe y merece llamarse ciencia, siendo lo demás, si se prescinde de esta metafísica suya, un miserable y ruin centón de hechos, avisos y recetas. Porque hay una Idea que comprende las ideas todas, y una maravillosa Unidad, de donde proceden y por quien son y por quien traen y guardan el orden y concierto que les incumbe, cuantas cosas materiales y espirituales llenan y hermosean el Universo. De aquí que sólo cuando alcanza a percibir dicha Idea y a ver en cierto modo dicha Unidad, y como si dijéramos, a tocarla, puede la mente de un privilegiado mortal aprender y enseñar la metafísica verdadera y saber el porqué y el cómo de lo existente y de lo posible y la trabazón armoniosa con que se enlazan cuanto es y cuanto puede ser, creando espléndida variedad en el seno de esa Unidad misma.

Lo que va expuesto, sin embargo, no se logra por inducción o por análisis. Así lo cree Campoamor, y desechando el método analítico se atiene al sintético y deductivo. Pero acaso, y aquí entran mis dudas, ¿llega alguien con la inteligencia a esa idea, a esa unidad primordial, desde cuya altura se descubre, se otea y se comprende todo? ¿No es más propio de nuestra naturaleza finita, más capaz de encumbrarse por la fe, por el deseo y por la voluntad, que por la razón, el alcanzar tanta ventura, dado que se alcance, por un prodigioso y valiente rapto de amor? Si así es, harto menoscabada queda la metafísica, ya que no será transmisible, y apenas será inteligible sino para quien ame.

Discretamente, dijo el gran dramaturgo:


   A ciencias de voluntad
les hace el estudio agravio,
pues Amor para ser sabio
no va a la Universidad.



Encomendémonos, pues, al amor, si anhelamos sabiduría. Por él conseguiremos la iniciación en los misterios hasta subir al tercer grado. Desde las tinieblas profundas en que vivimos, dirijámosle aquella hermosa plegaria de otro egregio poeta:


   Aclara, rompe el tenebroso arcano;
danos tu luz por guía;
vierte en la noche el fúlgido Océano
de tu perpetuo día.



Indudablemente, el amor, más que la fría reflexión dialéctica, fue el maestro de nuestro vate. Él le enseñó, no sólo su metafísica, de la que ya dije, y repito, que no debo tratar aquí, sino también el secreto hechizo que derrama en sus versos, y con el que los sazona y consigue que agraden tanto a las mujeres.

Campoamor es optimista, alegre y risueño, de puro enamorado. Es cierto que no hace caso omiso en sus composiciones, ni del mal, ni del padecimiento, ni de la culpa; pero lo dulcifica todo por ministerio y obra del amor, el cual vence al dolor y lo somete y lo afemina, convirtiéndolo en dolora y haciendo así más deseable que temible a esta su vencida consorte.

Aunque parezca símil innoble, por estar tomado del arte de confitería, diré que lo agrio, lo amargo y lo punzante suele volverse dulce y sabroso en sus versos de Campoamor, como la menta en las pastillas o bombones que llaman diabolines, o como el picante jengibre, con el que en Inglaterra se condimentan confites tan estomacales.

Verdad es que muchos versos y sentencias de Campoamor, sobre todo en lo escrito por él en sus mocedades, como en Ternezas y flores y Ayes del alma, la nota pesimista tiene, o parece tener, gran resonancia y brío; pero esto consiste, a lo que yo presumo en que, siendo aquélla la época del romanticismo, lo tétrico y quejumbroso e consideraba indispensable para estar de moda. Campoamor, además, muy joven entonces, ni concebía ni sentía la pasión amorosa por estilo tan etéreo y sin mácula, como más tarde, cuando ya viejo. De aquí que, como persona piadosísima, se arrepintiese de sus extravíos y pecados, hablase del Juicio final y de la cólera divina y exagerase los dejos amargos con que acibaran y envenenan el corazón ciertos deleites y triunfos.

La verdad es, sin embargo, que cuando el poeta se jacta o recuerda la victoria o la dicha, lograda por él o por algún héroe de su invención, es, en mi sentir, mil y mil veces más elocuente y fervoroso que cuando deplora sus faltas y se inclina a la penitencia. Hay, en todo ello una muy brava contienda entre el alma y el cuerpo, el espíritu y la carne, que no deja de ser conmovedora.

Lo antedicho se nota más, sin duda, antes de que los años refrenasen violencias y mitigasen ardores; antes de que pasase la moda del romanticismo, y antes de que el poeta inventase su oculta y preciosa metafísica, primero sedativa, y beatificante después. Hallada la tal metafísica, dominada la rebelión y apaciguado el tumulto de los sentidos, la melancolía del poeta se pone muy suave y almibarada, y sus tristezas apenas son tristezas. Aun en los tiempos en que la interna guerra ardía más, los versos amorosos de Campoamor tienen cierto parecido con el rosal que había junto al sepulcro de Tristán y de Iseo. Los prestes lo exorcizaban y lo quemaban; pero el rosal retoñaba con mayor lozanía, volviendo a cubrirse de verde follaje y de purpúreas y odorantes rosas.

¿Qué florecimiento más hermoso y más grato a las mujeres de gusto puro y delicado no habría después en este rosal, cuando Campoamor, cultivándolo siempre con esmero, lo podó las ramas viciosas y lo hizo digno de que se complaciese y deleitase en él la propia Venus Urania?

Yo no puedo tocar aquí sino muy ligeramente este asunto, que exige un grueso volumen para ser bien tratado. Si fuera lícito comparar lo grande con lo pequeño, y lo sagrado con lo profano, me atrevería yo a sostener que, así como San Juan de la Cruz, comentando sus Canciones, compuso una maravillosa Teología mística, un hombre de alto y de agudo ingenio, comentando hoy los versos amorosos de Campoamor, podría componer la Erotosofía más refinada del mundo y añadir no poco a lo expuesto ya por Platón en el Banquete, por León Hebreo, en los Diálogos, por Baltasar Castiglione en El Cortesano y por Cristóbal Fonseca en aquel famoso libro que, según dice Cervantes, hincha las medidas, y en el que se cifra todo lo que (hasta entonces) el más ingenioso acertare a desear en tal materia.

En mi fundada modestia, no sintiéndome yo capaz de empresa tan ardua, y receloso también de fatigaros, doy aquí término a este desaliñado discurso, afirmando, para su conclusión, que Campoamor, fuese o no fuese notable filósofo, fue grande, fecundo, original y muy delicioso poeta, y que demostró con evidencia, al serlo, la verdad de aquélla sentencia de Estrabón, reproducida y aplicada luego al orador por Quintiliano: «No es posible ser buen poeta sin ser antes varón bueno.» Amabilísimo, bondadoso y excelente por todos estilos fue Campoamor, y a estas prendas morales, sin rebajar por eso las de su inteligencia y las de su imaginación, que eran muy ricas, debe el ilustre vate la popularidad de que goza y el persistente aplauso que damos a sus escritos.




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Elogio de don Gaspar Núñez de Arce

Leído en la Real Academia Española, en junta pública celebrada el 15 de noviembre de 1903


SEÑORES:

En la penúltima o última junta que antes de vacaciones celebró esta Real Academia, me honrasteis con el encargo de escribir el elogio de don Gaspar Núñez de Arce, cuya muerte lamentamos todos. Había de leerse lo que yo escribiera pública y solemnemente, a fin de dar nosotros claro testimonio del valer y del mérito del ilustre compañero que hemos perdido, mostrando por ello nuestro pesar y el alto aprecio y la admiración que el ingenio, la inteligencia y las demás elevadas prendas de aquel glorioso poeta nos inspiraban de acuerdo en todo, no sólo con los entendidos y aficionados a las bellas letras, sino también con la generalidad de los españoles.

Gustoso y lisonjeado acepté yo la tarea que me encomendábais, aunque no sin desconocer lo difícil que me sería salir de ella airoso, así porque la vejez y las enfermedades han nublado acaso la lucidez de mi juicio y han debilitado la escasa fuerza de mi estilo, como porque el asunto que debía yo tratar había sido ya magistralmente tratado por alguien que entre nosotros se sienta, y a quien considero imposible superar al menos igualar diciendo algo nuevo.

El asunto, además, me parece muy vasto para encerrado en un discurso que por fuerza ha de ser breve. Se tratan en el día con tal aptitud asuntos semejantes, que se expone quien desea ser conciso a ser calificado de ligero o de oscuro: a no decir sino vagas generalidades, a no fundar y probar sus asertos con razones discretas, y hasta a ser tildado de no conocer bien la labor literaria que aspira a juzgar y de no haberla estudiado y analizado con detención y reposo, penetrando hasta lo más hondo de su sentido y haciendo patente el espíritu que la informa.

Para no disertar someramente sobre todo, tendré que pasar con rapidez sobre dichos puntos, a fin de fijarme y detenerme en uno, el más capital, el que mayor atención requiere y el que debe ser tratado con mayor esmero.

Don Gaspar Núñez de Arce ha mostrado la enérgica actividad de su alma en muy distintas esferas, alcanzando en todas aplausos y triunfos. Escritor político, se hizo estimar en las Redacciones de varios periódicos; en la guerra de África, que terminó con la toma de Tetuán, siguió, como Alarcón, a nuestro Ejército y supo celebrar dignamente los hechos militares de aquella empresa. Como hombre de Estado, llegó a ser ministro y desempeñó otros importantes empleos, manifestando su aptitud, su probidad y la leal consecuencia, subordinación y disciplina con que siguió siempre las banderas del partido liberal, en que militaba. Fue diputado y senador, interviniendo en las discusiones parlamentarias en algunos importantes momentos y haciendo ver que poseía la envidiable facilidad de palabra y la serenidad que conviene para hablar bien en público, en esta tierra de España tan fértil en oradores de nota.

Fue, por último, Núñez de Arce, autor dramático aplaudido. En colaboración con don Antonio Hurtado, escribió varios dramas, y por sí solo compuso otros, entre los que sobresale El haz de leña.

De cuanto acabo de indicar quiero y debo prescindir aquí, si he de limitarme a escribir un discurso y no un libro, y si he de tratar con amplitud y reposo de las más egregias cualidades que resplandecían en nuestro compañero, considerándole sólo como poeta lírico, aunque dando a su lirismo más significado de lo que severa y estrictamente debiera tener. En realidad, no voy a considerar a Núñez de Arce como poeta lírico sólo, sino también como poeta épico, si por tal ha de tenerse el que cuenta o narra una acción, y por poeta satírico, gnómico o sentencioso, y ya que no didáctico, concionante.

Varias son las condiciones que han de concurrir en un ser humano y que han de adornarle y habilitarle para ser buen poeta. Veamos cómo y hasta qué grado concurrieron en el que ahora tratamos de estudiar, empezando por las menos raras y preciosas, aunque más indispensables que otras más preciosas y más raras.

La primera de todas las condiciones es la de poseer y manejar con destreza el medio, el instrumento y, en cierto modo, hasta la primera materia de que el artista ha de valerse para revestir de forma sensible sus conceptos. La primera condición, pues, que ha de tener el poeta es la de poseer y manejar diestramente la lengua en que poetiza. Así esta condición como todas las otras de que hablaré luego tienen más de ingénitas que de adquiridas. No se adquieren por educación. Las concede el Cielo. Son carismas o dones gratuitos que la bondad de Dios pone al nacer en el espíritu de los que elige y ama. La educación, con todo, perfecciona, aquilata y fortifica luego estas prendas naturales. De aquí que el poeta, lo mismo que el eminente hombre de Estado, el capitán hábil y victorioso y todo el que por el pensamiento o la acción merece ser llamado genio, lo es por la gracia de Dios, como de los soberanos legítimos se dice; pero tal gracia no vale si con amoroso desvelo no la cultiva y la aumenta el favorecido, sino que la malgasta o deja que se consuma en la inacción con ingrato descuido. Lejos de incurrir en esta falta, Núñez de Arce se esmeró en cuidar sus naturales facultades.

Nacido en el riñón de Castilla, desde su niñez y desde su temprana mocedad, en Valladolid, en Toledo y en esta villa y corte por último, aprendió de la misma boca del pueblo la más castiza y pura lengua española; atesoró en la mente el caudal de sus vocablos y la flexibilidad y riqueza de sus frases y giros; estimó que en esta lengua caben con holgura y claridad, sin violentarla y sin tener que pedir nada prestado a otras lenguas, todos los pensamientos y los sentimientos todos, por sutiles, alambicados, profundos, amenos e inauditos que sean; y se ejercitó en expresar los suyos con afán laudable y dichoso así en prosa como en verso.

Sin duda, el hablar y el escribir se facilitan con el ejercicio. La disposición innata se corrobora con la práctica. Así nuestro poeta adquirió, escribiendo en prosa casi de diario, la nitidez, la limpieza, la sobriedad y la exactitud que aparecen en sus versos y les prestan carácter.

Alguien ha dicho que Núñez de Arce pertenece a la escuela salmantina y procede de Meléndez y de Quintana; pero yo me inclino a creer que, desde que Quintana y Meléndez escribieron, hasta que empezaron a aparecer las poesías de Núñez de Arce, sobrevinieron tantos sucesos y mudanzas, que las escuelas poéticas regionales sólo quedaron para la Historia, por donde Núñez de Arce no fue ni pudo ser de la escuela de Salamanca, ni menos imitador de Quintana y de Meléndez. Es sucesor de ellos porque los hombres todos se suceden aunque no se parezcan. Entre los mencionados poetas y nuestro compañero se ponen y los separan nueva y larga serie de cambios políticos, opiniones y doctrinas ignoradas o apenas conocidas antes, la revolución literaria del romanticismo y la estética reciente con preceptos y reglas harto diversos de los que se seguían y se observaban antes. Sin caer en prosaísmo, Núñez de Arce, es más llano, más natural y, en realidad o en apariencia si se quiere, más fácil y espontáneo que sus imaginados modelos. Con gusto más depurado, sin resabios del conceptismo y culteranismo del siglo XVII, no sólo Núñez de Arce, sino también otros buenos poetas del siglo XIX han desplegado y lucido no menor habilidad y destreza para versificar en todos los metros, estrofas y combinaciones de rimas. En Quintana y en no pocos otros líricos de la escuela clásica a la francesa se nota demasiado el esfuerzo para versificar. No fluye el verso con la abundante facilidad que muestran nuestros poetas líricos y narrativos desde la aparición del romanticismo hasta ahora. Se diría que el arte de la versificación se aprende y se ejercita hoy con menor trabajo que en el último tercio del siglo XVIII y en el primero del XIX. Quintana, con ser un gran poeta, aparece premioso versificando. Y si nadie en este punto se adelanta a Gallego, su maestría es de diversa índole. La poderosa virtud de su métrica no produce versos fáciles y corrientes, sino algo, en los mejores momentos de inspiración, como exquisita labor de ataujía, como bien ajustado mosaico cuyas teselas son piedras preciosas, unidas con sólida firmeza y engastadas en cerco de oro por vigoroso empuje para que nunca se desprendan y den persistente duración a tan espléndido artificio.

Fuerza es convenir en que la fácil versificación acarrea el peligro de caer en lo vulgar y en lo rastrero, de producir ruines y desmayadas coplas en vez de nobles o sublimes cantos; pero Núñez de Arce acertó a libertarse de este peligro. La elevación de su sentir y de su pensar le sostuvo siempre cuando se dejaba arrebatar por el raudal de la versificación fácil y no consintió que zozobrara o se detuviera un solo instante en el prosaico escollo de los copleros.

Otra novedad, más que real, pretendida, ha traído la moda a las novísimas obras poéticas: el minucioso detenimiento en las descripciones. Se afirma que los antiguos apenas describían: que, embelesados en la contemplación de la criatura humana y de sus actos, poseían menos que nosotros el sentimiento de la Naturaleza y no se paraban ni fijaban mucho la atención en los objetos que nos rodean. Contaban nuestras pasiones o acciones; pero poco o nada decían del medio ambiente que tanto influye en crearlas y desenvolverlas.

No decidiré yo hasta qué punto es moderno este afán por lo descriptivo, pero no aplaudiré la exuberancia con que lo descriptivo se emplea en el día entreverando toda acción o más bien empedrando el camino de su desenlace con prolijos tropiezos.

Núñez de Arce acepta y sigue esta moda, pero por fortuna no la exagera. En sus versos abundan las descripciones, pero son bellas y no cansan. Por reflexión o por instinto, nuestro poeta comprende muy bien que cuando se refiere un suceso, lo que más importa es el suceso mismo y no el lugar de la escena. La poesía, más que descripción, es acción. Tan lo entendían así los antiguos, que solían irreflexivamente encerrar en la acción lo descriptivo. En vez de describir la Ilíada cómo van armados sus héroes, nos lleva a presenciar cómo se arman cuando salen a la pelea. No nos pinta cómo va vestida la diosa Juno, pero nos introduce en su cámara y hace que asistamos y veamos allí cómo se peina y adorna el cabello, cómo se lava el hermoso cuerpo y lo pule y suaviza con linimentos aromáticos, y cómo se engalana luego con maravillosa vestidura, completando el hechizo de su traje y tocado al ajustar a su gallardo talle el encantado ceñidor que Venus le presta. Así sube la diosa hasta la cima del Gárgaro, donde se halla Júpiter, que arde en amor apenas la ve desde lejos. Brotan luego de la fecunda tierra lindas flores y mullido césped y una nube dorada y luminosa encubre a la gentil pareja hasta a las penetrantes miradas del sol mismo. Y no describe tampoco el padre de la poesía el estupendo escudo de Aquiles, sino que nos conduce a la fragua en que Vulcano lo fabrica y vemos allí cómo se convierten el oro, la plata y el bronce, entre las manos del asombroso artista, en la divinada prefiguración de los nunca superados prodigios de Fidias y de Praxiteles.

Núñez de Arce, repito, si bien sigue la moda, es sobrio en sus descripciones, las cuales no son estorbo de la acción, sino que la explican y la aclaran. El carácter principal de Núñez de Arce como poeta no es, con todo, el de ser narrador o descriptivo, sino el puramente lírico: demostrar con ardorosa vehemencia las ideas y los sentimientos propios y procurar infundirlos en el ánimo de sus oyentes y lectores. Este es su principal propósito hasta cuando escribe historias o leyendas. De todo aspira a sacar alguna lección moral, política, filosófica o religiosa.

Partidario yo del arte por el arte, por reiterada confesión propia, debería ser recusado como parcial y prevenido para ser juez de la poesía docente si no invalidara la recusación explicando mi doctrina.

La poesía es arte liberal y no servil, lo cual significa que sus creaciones no son de necesidad, sino de lujo; que no son útiles en el sentido vulgar de la palabra, que no se subordina a ningún extraño propósito; que su fin es la poesía misma: la manifestación sensible de la belleza. Pero lo bello eleva el alma a esfera muy alta donde se junta con la verdad y con el bien en unidad perfecta, siendo allí lo bello el resplandor de la verdad y surgiendo de la verdad todo bien como de inexhausto venero. De esta suerte el poeta, si no enseña, habilita y presta alas a los espíritus capaces de comprenderle, cuando no para subir hasta ese centro divino, para columbrarlo, para bañarse en su luz y para tomarlo por guía. En la ascensión hacia ese centro, acaso atraviesa el poeta por entre oscuras y tempestuosas nubes, acaso va o nos parece que va extraviado, pero sube más, logra llegar a región más serena y clara, y al fin toma el recto camino arrebatándonos en su vuelo. Y no es menester para tanto tratar solamente de ciertos encumbrados asuntos, como asegura nuestro compañero, en su prologo a los Gritos del combate.

A mi ver, no hay asunto, por insignificante y mezquino que parezca, que poéticamente tratado no adquiera por la poesía poder bastante para elevar el alma hacia la luminosa región de la ideal belleza.

Y no se me acuse de sobrado sutil al exponer mi doctrina. Inevitable es tal sutileza, si hemos de conciliar una contradicción que en todo juicio sobre poesías con frecuencia ocurre. Opuestas creencias y opiniones son defendidas y ensalzadas por poetas distintos. Alguno de ellos acaso sostendrá y ensalzará la verdad; pero es indudable que los que sostienen y ensalzan lo diametralmente opuesto sostienen y ensalzan la falsedad y la mentira. Y, sin embargo, con tal que dichos poetas sean sinceros, con tal que no finjan, sino que sientan hondamente lo que dicen, su error no nos repugna, sino que nos deleita y hasta nos entusiasma. ¿Cómo atribuir esta indiferencia por lo verdadero que nos deja gozar de lo que dice quien en nuestro sentir de lo verdadero se aparta? Pues qué, ¿prescinde el crítico del fondo de una composición poética para apreciarla sólo y gustar de ella por la forma? Yo no puedo creer que sea así. La bella forma, además, no se concibe, no es sino vano artificio, sin algo sustancial, sin idea o sin sentimiento, que por medio de ella se revele. Luego es evidente que, más allá del punto en que los distintos poetas discrepan hay otro punto luminoso y sublime, hasta donde todos suben si son en realidad poetas egregios, y donde coinciden todos, desapareciendo las contradicciones en que, en el rapto de su ascensión, habían incurrido.

Para ejemplo de lo que pretendo significar tomemos a tres poetas italianos de nuestros días, dos de ellos preconizados ya como grandes y el tercero notabilísimo y muy celebrado. Es uno fervoroso católico; otro es horrible y desesperadamente impío, y es no menos antirreligioso el tercero, aunque muy lleno de confianza en que no es un mal, sino un bien, la pérdida de la fe en una religión positiva. Ahora bien: yo declaro que los tres poetas me encantan y que indistintamente los aplaudo. Luego no los aplaudo por lo que enseñan. En primera instancia gana, pues, el pleito, el arte por el arte y la poesía docente sale condenada. ¿Cómo poner de acuerdo la hermosa plegaria al Espíritu Santo en la Pentecostés, de Manzoni, aquello de llamar a Dios el «feo y oculto poder que impera para nuestro común daño» y otras no menos espantosas blasfemias de Leopardi, y, por último, la letanía lauretana a Satanás con que Josué Carducel llenó de estupor a los nacidos?

A fin de lograr la concordancia de los tres poetas, es menester prescindir del camino que van siguiendo y de las peligrosas y poco recomendables paradas que hacen dos de ellos en dicho camino. Es menester subir hasta una resplandeciente altura en que la luz de la verdad envuelve a los tres y en que los tres se abrazan. Con poderoso impulso los ha encumbrado hasta allí el amor de la Humanidad y de la patria, el deseo de verdad y de bien para todos los seres, la aspiración a lo perfecto y la sed de la inteligencia para comprender lo infinito y de la voluntad enamorada por unirse a él y aquietarse en su seno.

En esta más detenida contemplación de la poesía, yo no sé si debo o no llamarla docente, pero es digna de muy noble calificación; es incentivo, es estímulo o estro de las mejores prendas del ser humano; es lo único que, después del amor y de la fe viva que del amor nace, puede prestar y presta al alma alas para subir al Cielo.

De esta suerte la poesía, sin salir fuera de ella para buscar su fin, lo tiene utilísimo, aunque de utilidad peregrina más alcanzada por los espíritus selectos que por el vulgo.

Para que la poesía se remonte a tamaña altura no se requiere, según hemos visto, ni la exacta averiguación de la verdad, ni evitar extravíos y errores, ni emplear sólo el ingenio en tratar de cosas trascendentales y metafísicas.

Presupuestos ya nobles sentimientos e ideas, anhelo del alma hacia el bien, lozana y rica fantasía, para revestirlo todo de imágenes y para expresarlo con primor y concisa elegancia, lo que se requiere es sinceridad: que el poeta, aunque invente fábulas y finja historias que nunca ocurrieron, no finja que siente lo que no existe o que sabe o cree lo que descree o ignora. Esta sinceridad, esta buena fe franca y desnuda de disimulo, no abandona jamás a Núñez de Arce, y contribuye a que sea excelente poeta. Con nada nos engaña. Sólo hay un punto en el que yo recelo a veces, no ya que nos engañe, sino que se engañe a sí mismo o que exagere al menos: me refiero a su duda y al tormento y a la desesperación que la causa. Ese tormento, esa desesperación, provienen del conflicto entre una mística y soberana aspiración y una negación monstruosa. Reconcentrada el alma y penetrando en el abismo de su ser, busca allí la verdad y ansía unirse con el bien supremo; pero se hunde en el vacío y no halla verdad ni bien supremo columbra. Así, Leopardi, obcecado y pervertido por la filosofía grosera y materialista del siglo XVIII, todo lo niega con la fría razón, y con el amor vehemente de su alma busca y en balde desea unirse a lo mismo que niega, a lo que sólo concibe como ideal sin sustancia, como fantasma bellísimo y perfecto que nosotros mismos creamos y del que proceden la virtud, la santidad, el heroísmo, la filantropía y todo aquello que más honra y más enaltece al linaje humano.

Ahora bien: yo estoy persuadido de que Núñez de Arce jamás puso en duda ciertas afirmaciones supremas. Jamás negó la existencia de un Dios único, todopoderoso, lleno de bondad y de inteligencia; ni el alma inmortal, ni el libre albedrío, ni la consiguiente responsabilidad de nuestros actos, ni la ley moral que manda o veda que se cumplan. No dudando, pues, de nada de esto, ni menos negándolo, la carencia de fe o la duda de Núñez de Arce no podía ser muy atormentadora, sobre todo cuando su alma tendía el vuelo hacia lo alto y se apartaba de la muchedumbre del pueblo, sobre la cual muchedumbre solía difundirse en discursos animados por la pasión política en vez de reconcentrarse en la conversación interior para aclarar misterios y descifrar enigmas.

Las dudas de nuestro poeta eran, pues, en mi sentir, más sobre lo temporal que sobre lo eterno. Prestaba acaso, como nos inclinamos todos a prestar, mayor importancia de la justa a los sucesos que presenciamos y, sobre todo, a los sucesos en que tomamos parte.

Así, cuando dudaba de la eficacia para el bien de tales sucesos cuando temía verse extraviado en el camino; cuando perdía la esperanza en el futuro de su patria; cuando veía o imaginaba ver a sus compatriotas corrompidos o degradados, entonces el estro satírico punzaba su alma, y ésa y no otra era la duda que le atormentaba tanto y de la que tanto solía quejarse.

Con lo poco que yo sé de ciencias naturales, me parece que la transformación de las especies es aventuradísima hipótesis. Pruebas de su certidumbre distan mucho de haberse hallado; pero, como quiera que sea, aun dando por fundada la hipótesis, sin deducir de ella consecuencias impías, sólo se contradice la interpretación estrictamente literal de un texto sagrado; pero ni se niega el poder y la sabiduría del Creador, que pone en los seres el invencible conato de ir hacia lo perfecto, ni se rebaja la dignidad del hombre haciéndole salir del barro, no inmediatamente, sino por una larga serie de evoluciones. De esta suerte, ya que no defiendan la doctrina de Darwin, escritores católicos hay que no la condenan por impía, ni la acusan de rebajar al ser humano, si se tiene por cierto que Dios, puso o hizo aparecer el alma inmortal hecha a imagen y semejanza suya, en el cuerpo humano una vez formado y transformado con la conveniente aptitud para recibirla. Nuestro poeta, con todo, no cede ni se resigna con esto. Le enoja que en su árbol genealógico se atreva alguien a colocar el mono. De aquí que de desate en diatribas contra la doctrina darviniana; pero, arrebatado sin duda por su espíritu satírico, los dardos que lanza contra Darwin traspasan el blanco y tienen mayor y más terrible alcance. La pintura que hace de aquellos cuadrúmanos, nuestros supuestos primeros padres, es de una belleza pasmosa; pero resulta que el mono y la mona, de los que procedemos, según la abominada hipótesis, son candorosos, inocentes y felices; carecen de ambición y de codicia, son fieles en sus amores y la duda no los atormenta ni desespera. En resolución: los monos que el poeta nos retrata, en vez de darnos asco, nos dan envidia. El asco se queda todo para la Humanidad contemporánea, tal como el poeta la ve o la imagina. En los millares de años que lla vivido ya la Humanidad, pugnando, por subir al alto grado de civilización en que hoy vive, sólo ha conseguido ser tan ruin y tan desventurada, que, el mono primitivo es más feliz que ella y más digno de serlo. Y aún no es esto lo peor. Lo peor es que el poeta nos quita hasta la más leve esperanza de retroceder a la felicidad y a la inocencia selvática de los antiguos días prehistóricos. La civilización nos ha corrompido hasta tal extremo, que nos inhabilita para ser animales mansos. Si el hombre recuerda o supone que su antepasado el antropisco no tenía en la selva


... ni Dios, ni ley, ni patria, ni heredades!,
entonces la revuelta muchedumbre,
quizá, Europa, alumbre
con el voraz incendio tus ciudades.



El poeta casi profetiza, por último el advenimiento triunfal de sangrientos tiranos, único remedio de mal tan grande, ya que sólo el rudo castigo


la hambrienta rabia de tus fieras doma,



y el hombre que no tiene


ni Dios, ni ley, ni patria, ni heredades,



se convierte en fiera, mientras que, cuando es racional, la razón le subyuga y basta para domarle. La razón, sin embargo, no sale muy bien parada de sátira tal cruel, ni puede inspirarnos mucha confianza, ya que al cabo de millares de años de aplicarla al estudio nos ha dejado caer en tan nefandos extravíos.

Sin embargo, el tétrico pesimismo de nuestro poeta dista mucho de llegar a su colmo en su composición a Darwin. Aún es mayor y más tétrico en La selva oscura. En la composición a Darwin, la perversión y la degradación del hombre, que hacen indispensable y hasta deseable la tiranía como solo freno que baste a domar la feroz y sublevada muchedumbre, presuponen que esta muchedumbre ha perdido la razón o la ha empleado por muy torcida y vitanda manera, renegando de Dios y de todas las leyes y preceptos morales y sociales. Justo y consolador es que confiemos en la Providencia, la cual no consentirá que doctrinas tan inicuas cundan y se propaguen entre el vulgo. Así podremos desechar e invalidar los ominosos vaticinios y las amenazas del poeta. Pero contra La selva oscura, si atinamos con la interpretación de lo simbólico, no hay protesta que valga.

El poeta vaga perdido por una selva oscura en cuya enmarañado laberinto no hay marcada senda, donde todo es horror; donde las hojas secas caídas de los árboles y arrebatadas por el viento se diría que se llevan consigo toda esperanza; donde los pies desnudos se ensangrientan pisando espinas y las ramas torcidas que estorban el paso lastiman y hieren las manos y el rostro. Tremendas visiones acrecientan la angustia y el susto. Profunda melancolía, recuerdos tristes y remordimientos amargos se apoderan allí del alma y la torturan.

Los admirables tercetos en que se describe todo esto, así como los demás de la composición, están hechos con tan enérgica y concisa firmeza y con tan fácil maestría, que el lector o el oyente casi se atreve a imaginar que Dante no los haría mejor si reapareciese entre los vivos y versificase de nuevo.

Pero ¿qué es, qué significa esta selva? El poeta la llama la selva del desengaño. Ha penetrado en ella en el otoño de su vida. El desengaño ha de provenir, por consiguiente, de la pérdida de las ilusiones juveniles; ilusiones, sin duda, harto pecaminosas, como malignas flores que engañan con su aparente hermosura y cuando se marchitan y pasan con la primavera traen desabridos y ponzoñosos frutos. Hasta aquí las cosas no van muy mal. Quizá nos convenga ir vagando por la selva oscura como si, vivos aún, estuviésemos en algo a modo de purgatorio para hacer penitencia de nuestros pecados, acabar de desengañarnos y no forjarnos en adelante seductoras ilusiones. Dante, que se aparece al poeta en el centro tenebroso de la selva y se ofrece a servirle de guía, al modo con que Virgilio le sirvió a él, confirma al lector en la interpretación que hasta aquí vamos dando al simbolismo. Y todavía le confirma más en ello cuando oye hablar a Dante en hermosísimos tercetos, en los que refiere sus espirituales y castos amores con Beatriz, limpio y puro dechado de belleza angelical en cuerpo y en alma. Después de la muerte de Beatriz, lejos de terminar sus amores, suben a más alto punto de santidad y de eficacia beatificante. La enamorada doncella desciende del cielo, se muestra en espíritu al terrible gibelino, le consuela y conforta, le separa del camino de perdición, y en premio del amor que él le profesa, y por el mismo amor que ella le tiene, logra al fin encumbrarle hasta el cielo.

Nada sería más satisfactorio que este desenlace. ¿Qué más venturosa salida pudiera hallar el poeta para dejar detrás de sí la selva oscura en que se había extraviado?

Por desgracia, Dante mismo, en virtud de fatídicas palabras que pronuncia, quita toda esperanza, cierra la salida de la selva y nos deja en ella errando para siempre, a no ser que nos devore la pantera cuya aguda zarpa nos ha destrozado el pecho.

Cuantas alabanzas demos a lo que Beatriz dice a Dante cuando baja del cielo y se le aparece para consolarle son a mi ver, pequeño encarecimiento para ensalzar la santidad y la hermosura de lo que Beatriz dice. ¿Por qué, pues, al ir ya a terminar el poema, trata Dante de arrancar del corazón y de la mente del poeta, y del corazón y de la mente de cuantos le leen o le oyen, la fe, la esperanza y los trascendentales consuelos que antes le habían infundido? ¿Por qué llama Dante santa ilusión a cuanto Beatriz le ha dicho? A veces imagino yo que Dante lo llama santa ilusión por ironía. Y si es así, estamos salvados. La pureza inmaculada de Beatriz; sus místicos amores; su vida ultramundana y eterna en el cielo; su aparición en espíritu para consolar, purificar y guiar a quien la ama, todo esto debe ser realidad, no debe ser ilusión, ya que la ilusión, por santa que se la suponga, es concepto sin verdadera realidad, sugerido por la imaginación o causado por engaño de los sentidos. ¿Y cómo ha de poder tan engañoso concepto ser único fundamento de la dignidad del hombre, de su virtud y entereza y de su posible bienaventuranza? Una vez desvanecida la ilusión, porque no podrá menos de desvanecerse al cabo, cuanto en ella se funde se desvanecerá y fenecerá con ella.

Lejos de exclamar, con Dante:


      ... Bendita seas,
santa ilusión, que nuestra pobre vida
dignificas, levantas y hermoseas,



tendremos que exclamar con otro poeta no menos desesperado que en esta ocasión Núñez de Arce:


   Encontré mi ilusión desvanecida
y eterno e insaciable mi deseo;
palpé la realidad, odié la vida;
sólo en la paz de los sepulcros creo.



Lo que conviene creer, por tanto, es que Dante emplea la palabra ilusión en sentido irónico para expresar la más real, evidente y sublime de las realidades. Y si no quisiésemos o no nos atreviésemos a prestar dicho tono de ironía a lo que Dante dice y a lo que repite después Núñez de Arce exclamando:


   Sin el vivo calor, sin el fecundo
rayo de la ilusión consoladora,
¿qué fuera de la vida y qué del mundo?



todavía tendríamos un recurso para explicarlo todo. Lo que verdaderamente es ilusión y no realidad es el contenido del poema titulado La selva oscura: ensueño horrible, pesadilla tremenda, de la que logra libertarse el poeta cuando despierta y dice:


   ¡Lejos de mí las sombras que a deshora
llenan de espanto la conciencia humana!
Y al decir esto, penetró la aurora
en torrentes de luz por mi ventana.



Hay que considerar, además, que el estilo de la poesía es el de la pasión y sus raptos, y se concierta mal con la dialéctica mesurada y fría llena de distingos y salvedades. También me inclino yo a recelar que otra causa de que propendan no pocos poetas, y entre ellos Núñez de Arce, a caer en un abatimiento pesimista, es cierta preocupación que suele mostrarse en ellos, no ya desde que apareció la secta quejumbrosa de los románticos, sino desde veinticinco siglos antes cuando menos. Aristóteles nota esta preocupación, se burla de ella y la censura en su Metafísica. Consiste la preocupación en imaginar que Dios no quiere que el hombre trate de conocerle por el mero empleo de la razón que le ha dado, y que Dios, por consiguiente, castiga al alma osada


   que aspira loca, en su delirio insano,
de la verdad para el mortal velada
a descubrir el insondable arcano.



La cual sentencia, de otro egregio poeta de nuestros días, es casi equivalente a la frase la funesta manía de pensar, que tan mal suele parecernos en prosa y en los labios o en la pluma de los retrógrados y absolutistas.

No me toca dilucidar aquí si tal preocupación tiene o no algún fundamento, pero me parece que no debe tenerlo, y que Dios, que es tan bueno, no ha de complacerse en trastornar los pensamientos de quien aspire a conocerle y en humillar su soberbia, haciendo que piense y diga mil blasfemias y disparates. Si yerra el que filosofa, es porque su razón es limitada y aspira en balde a comprender lo infinito; pero Dios, lejos de castigarle por ello, es de esperar que le perdone, diciendo, como le hace decir Goethe en el prólogo de Fausto: «El hombre yerra mientras aspira.»

En cuanto al sapientísimo maestro de Alejandro, veamos cómo se expresa al hablar de la filosofía: «Según Simónides, Dios sólo la posee, y el hombre ni de aspirar a ella es digno. Dicen los poetas que Dios es celoso, sobre todo en este punto, por lo cual castiga a los audaces que se atreven a filosofar; pero los poetas son embusteros si no engaña el refrán. Dios ni nos envidia ni nos castiga. No hay ciencia más honrada que la filosofía. Es divinísima, ya porque es Dios quien la entiende, ya porque es de Dios de quien ella entiende; la entiende sólo Dios por completo; y entiende ella, o trata principalmente de Dios, porque Dios es causa y principio de todo, y ella dé causas y de principios trata. Por eso son más útiles todas las otras ciencias, pero ninguna es más sublime.»

Retrayendo a la memoria o teniendo presente párrafo tan juicioso, y bien podemos llamarlo igualmente tan sedativo, debiera calmarse o mitigarse al menos la furiosa desesperación de los poetas porque no descubren la verdad toda. ¿Por qué hemos de asegurar con Leopardi que todo es arcano, salvo nuestro dolor? En ese todo arcano puede aún, como en las primeras edades del mundo, la fe religiosa sostener a existencia real y no ilusoria de los seres inmortales que por revelación conoce y puede la imaginación crear allí como rico suplemento de la creencia dogmática, en quien por desgracia no sea muy firme, cuantos genios, ninfas, ondinas, sílfides y salamandras le convenga crear para su consuelo y espiritual deleite.

De las consideraciones que dejo expuestas infiero yo que no hay motivo bastante para la espantosa desesperación que muestran los poetas en nuestros días y para lamentarse tan desoladamente porque dudan. La duda no es más que limitación naturalísima de nuestra facultad de conocer. Más allá de los límites de lo conocido está, y estará siempre, ese todo arcano, cuya inmensidad es tal que no la achican, sino que la hacen aparecer más grande, cuantos son los peregrinos descubrimientos y progresos de las ciencias experimentales.

Nuestro inspirado compañero habla o canta en sus mejores momentos con la doctrina que acabo de exponer aquí. Cierto es que en la bellísima Última lamentación de lord Byron pone en boca del autor del Manfredo las mismas dudas que a él suelen atormentarle; hasta llega a dudar de si el genio no es más que locura, sobreexcitación o desequilibrio de nuestras facultades mentales. Al cabo, no obstante, vuelve a más sano modo de pensar, hace brillante apología de la razón humana y la declara libre para investigar toda verdad y para penetrar, si es posible, en todo misterio. Por tal empeño no se enoja Dios ni le castiga. Dirigiéndose a Dios mismo, le dice el poeta:


   Si la insaciable sed de lo infinito
que aguija mi corazón es un pecado;
si únicamente para el mal existe,
responsable no soy, ¡Tú me la diste!



Después confiesa que ha dudado mucho y que duda aún; pero declara que de la existencia de Dios no ha dudado nunca. Su convicción deísta es tan honda, que le mueve a escribir la siguiente octava:


   Si chocaran, haciéndose pedazos
los astros con horrible desconcierto;
si rotos, ¡ay!, de la atracción los lazos,
se desquiciara el Universo muerto;
si quedara al impulso de tus brazos
el espacio sin fin, mudo y desierto,
y el tiempo con sus noches y sus días
dejara de existir, Tú existirías.



Aún va más allá el poeta en sus afirmaciones de creyente, condenando al que reniega de Jesús e invocando el dulce nombre de María. ¿Por qué, pues, y vuelvo a mi tema, tanta desesperación y tanta duda? Al dudar, ¿no tira el poeta a desautorizarse a sí mismo para el oficio o menester de concionante al que por naturaleza se inclina? La verdad es que tales alternativas de fe y de duda, de desaliento y de confianza, son rasgos tan propios y tan inevitables en el carácter de la poesía lírica, que, si bien yo no los aplaudo, tampoco los censuro. Me limito a exponerlos aquí. Lo que sí debe aplaudirse, y lo que aplaudo yo sin restricción alguna, es el amor de la libertad, del progreso, del arte y de la misma poesía, que inflama con su fuego todas las magníficas octavas de La última lamentación de lord Byron, poema realzado, además, por los entusiastas elogios de las antiguas glorias de Grecia y por la patética narración de las crueldades de Alí bajá y de la trágica rueda y heroica muerte de las mujeres suliotas.

Así en ésta como en otras interesantes narraciones, despliega Núñez de Arce poderosa y lozana fantasía, raro talento descriptivo y aptitud pasmosa para versificar con natural y sencilla afluencia, que no menoscaba, sino que presta mayor brio y lustre a la elegancia de la dicción poética. Las décimas de El vértigo son un dechado de perfección en este género. En mi sentir, superan en mérito a los tercetos de Raimundo Lulio, piadosa leyenda en que el poeta nos refiere la juventud y los vehementes amores de aquel extraño sabio mallorquín, mártir entusiasta después de la fe cristiana. Lástima es que tan poética leyenda vaya precedida de una dedicatoria donde se empeña Núñez de Arce en prestar a los sucesos que refiere una significación simbólica que no queremos aceptar. La casta y hermosa doncella que enamora a Lulio y que púdica y honestamente también está de él enamorada, no puede ni debe ser el símbolo de la ciencia profana y orgullosa que aparta al hombre de su Dios, antes debe ser, hasta por el mismo mal que le destroza el pecho y le quita la vida, aparición terrenal del alma inmaculada y dolorosa que presta con su sacrificio la luz del desengaño a su amante y le muestra la buena senda. Fuera de esto, y como caso singular y único en nuestro poeta, me atrevo yo a notar algo de prosaísmo en la mencionada dedicatoria. Echemos la culpa a los distingos dialécticos, que en poesía no caben. Abomina el poeta de la incredulidad, del depravado espíritu de análisis que nos quita la fe y nos induce a negar; pero recuerda enseguida que es liberal en prosa y que es fiel a su partido y proclama la libertad de conciencia y la tolerancia religiosa de que siempre fue partidario.

Cuando en felices momentos Núñez de Arce no estuvo o estuvo menos atribulado por sus dudas, mostró que su lira era capaz de todos los tonos y compuso lindísimos versos, ora inspirado por dulces y melancólicos recuerdos, como en el tan popular y celebrado Idilio, ora estimulado por halagüeñas y patrióticas esperanzas, como en la elegía a la muerte de Alejandro Herculano. Elocuente y sentido es el elogio que hace de aquel erudito y profundo historiador de Portugal, lírico de notable mérito, ingenioso novelista, y por la noble rectitud e independencia de carácter, gloria de su patria; pero avalora más aquella elegía la expansión generosa con que su autor dilata su patriotismo por todo el reino vecino y proclama la fraternidad y anhela la unión íntima de portugueses y castellanos.

Nuestro poeta ha lucido también su ingenio en cierta clase de composiciones de alguna novedad en nuestros días, y de la que son modelos, aplaudidísimos en todas las naciones cultas, Hermán y Dorotea, de Goethe, y Evangelina, de Longfellow. En estos poemas breves, o más bien novelitas en verso, cuyos personajes son por lo común, del estado llano y a veces de la ínfima plebe, se refieren sucesos de la vida privada, dando al referirlos ocasión de describir campos, jardines, mares y otros objetos, ya naturales, ya artísticos, así como las faenas y ejercicios más comunes y ordinarios, en todo lo cual no deja de haber mucha y excelente poesía que resplandece ante los ojos del poeta y que el público ve y siente cuando el poeta sabe mostrarla. Ningún ser sobrenatural suele intervenir en estos poemas. La pintura de las pasiones y actos humanos, del teatro del mundo, de la sociedad contemporánea y del medio ambiente en que aparecen, basta a realzarlas y a hacerlas interesantes.

En la mencionada clase de poesía, Núñez de Arce ha dado al público producciones muy hermosas. Una de ellas, cuyo título es Maruja, agrada en extremo por la descripción de la quinta y huerto donde viven en dichoso retiro el conde de Viloria y su enamorada consorte, y por la gentil manera con que nos retrata y presenta a ambos esposos y con que nos cuenta las dulzuras y la felicidad de sus conyugales amores. Acaso haya en Maruja algo que, contado en prosa, nos parecería precipitado y hasta inverosímil; pero la poesía tiene alas con que nos arrebata y con que nos precipita los casos, llevándonos a prescindir de la medida del tiempo. Embelesados por los bonitos versos del poema, no extrañamos que la andrajosa Maruja, a quien el guarda trae asida de una oreja porque ha entrado a merodear en el cercado ajeno, hechice y conmueva tanto a la condesa deseosa de tener una hija, que de repente la adopta por tal, con las más apasionadas muestras de ternura y con el beneplácito de su marido.

En otro cuento o poema por el mismo estilo, La pesca, no hay precipitación o inverosimilitud semejante. El lugar de la escena está ricamente pintado, sin prolijidad minuciosa, y los personajes que figuran en la acción aparecen vivos y reales. Miguel y Rosa son hermosos de alma y de cuerpo; y la madre de Rosa, el virtuoso cura de la aldea y hasta el viejo marinero, que lamenta la muerte de su hija, se nos hacen muy simpáticos por la bondad y nobleza de los caracteres, sin incurrir nunca, ni en dichos ni en hechos, en alambicado y falso sentimentalismo, impropio de la sencillez campesina. La pesca sólo hay, a mi ver, un personaje que huelga o está de sobra, perturbando un poco la armonía del conjunto. Es este personaje el amigo de Miguel, el cual, prendado de Rosa, la codicia y se siente envidioso de su amigo. Despistado el lector, recela que la tragedia va a surgir de esta pasión oculta y pecaminosa, pero la tragedia sobreviene sin que la motive ni ocasione la voluntad del hombre. En una terrible galerna naufraga la barca en que Miguel ha salido a pescar, y Miguel muere. El cuadro de la tempestad, los esfuerzos de los marineros por salvarse, la angustia y desolación de Rosa, la caridad y el valor del padre cura y sus generosos esfuerzos para evitar el naufragio, y por último, el terror y la piedad de los habitantes de la aldea, todo está tan bien trazado, que despierta y sostiene vivo interés en los lectores y les causa emoción profunda.

En otras composiciones cortas de Núñez de Arce, como, por ejemplo, en el Crepúsculo vespertino y en La esfinge, se admiran el vigor del estilo para describir sobriamente y la habilidad y el dominio con que manejado el lenguaje se ajusta sin violencia a lo que exigen el metro y la rima en la más artificiosa de sus combinaciones, cuales son los sonetos.

Maestro en el arte de rimar y tan pronto para hallar los consonantes que se diría que acuden a su llamada con el significado más propio que a su idea conviene, todavía se distingue Núñez de Arce en los endecasílabos libres, tan desmayados y flojos casi siempre en España hasta que Moratín enseñó a escribirlos primorosísimos y sonoros, tomando por modelo los que en Italia se escribían. No afirmé yo, porque las comparaciones son odiosas, que Núñez de Arce supere en esto a Moratín, ni que siquiera se le iguale; pero sí me atreveré a sostener que en los endecasílabos libres en que comenta el encomiadísimo monólogo de Hamlet, y no pocos de La visión de fray Martín, son de los más elegantes y briosos que en castellano se han escrito.

En toda La visión de fray Martín hay un poderoso esfuerzo de fantasía. Por este concepto es, sin restricción, mi alabanza. Lo que no me siento con fuerzas para comprender es la interpretación o la explicación de todo aquel a modo de ensueño que, según el poeta, hubo de tener Lutero. Sólo tengo por cierto que no pudo nacer la Reforma de las dudas de aquel audaz heresiarca. De las dudas que atormentan y desesperan no nace la actividad, sino el abatimiento. La rebeldía de Lutero, tan importante en la historia de la Iglesia y en la historia de la civilización de Europa, no fue porque Lutero dudase, sino porque se convenció y persuadió, aunque fueran causa de su persuasión y convencimiento, el demonio de la ambición, el anhelo de notoriedad, la emulación del germano contra el latino y el sentimiento de escándalo, a par que de envidia, al contemplar las grandezas, elegancias y profanos esplendores de la Corte romana, donde en ciencias, letras y artes renacía la gentilidad clásica, amenazando eclipsar la luz del Evangelio. No negaré yo que Lutero dudase. ¿Quién no duda antes de creer, de saber o de convencerse? Lo que yo afirmo es que Lutero nada hizo mientras dudó. Lo que hizo fue afirmando y negando intrépidamente.

En mi sentir, hay un linaje de duda juiciosa y benéfica, que no puede desesperar a nadie que esté en su cabal juicio. Viene a ser tal duda el humilde reconocimiento de la insuficiencia de nuestra razón para descubrirlo y penetrarlo todo y de la escasez de nuestras fuerzas y medios para lograr cualquier fin o propósito sin el divino auxilio. Es tan buena tal duda, que va implícita en el temor de Dios y por él y con él es principio de sabiduría. Tal duda entra también en toda bendición, en el saludo cordial y en el parabién afectuoso, siempre acompañado de la plegaria. Por eso decimos: «Dios te guarde, Dios te ampare, Dios te dé su gracia y Dios te bendiga.» Tal duda precede a la ciencia, porque sin dudar de la verdad de un sistema, de una hipótesis o de una teoría, ni habría progreso ni llegaríamos a la certidumbre. Y tal duda es, por último, fuente de poesía, ya que lo inexplorado, lo incógnito o lo dudoso es inmensidad por donde la imaginación se explaya y en donde muestra su virtud creadora.

Cuando dice Petrarca, hablando del sol en su ocaso, que va a iluminar a gente que allá muy lejos quizá le espera, el adverbio quizá, expresión de su duda, es lo que presta poesía al dicho de Petrarca. Dos siglos después, tal quizá; o tal duda es imposible, así como la poesía que de esta duda nace. Pero la duda sobre objetos más trascendentales persistirá siempre. Nada más falso que lo que, impugnando otras sentencias suyas, asegura Leopardi, de que está descubierto el indigno misterio de las cosas. El misterio no está descubierto, pero nos consta que no es indigno, sino incomprensiblemente maravilloso. Salir de duda sobre cuanto de él se ignora sería pretensión más absurda que la de dejar el mar en seco sacando agua con una escudilla.

Estimo yo, por consiguiente, que ni la duda desesperada que nos abate y enerva, ni esta otra excelente duda de que he hablado, agitaron el alma de Lutero y causaron la Reforma, en la cual hubo, a mi ver, más retroceso que progreso, porque rompió la unidad primordial de la civilización europea, sembró el odio o el desprecio entre las naciones y exacerbó la intolerancia y el fanatismo en vez de mitigarlos.

Cuando sobrevino la revolución más radical que ha conmovido a España en el pasado siglo, revolución que acarreó más desventuras que ventajas y que tuvo tan lastimoso y poco lucido remate, las dudas y la aflicción de nuestro poeta se acrecentaron y llegaron a su colmo. Entonces publicó los Gritos del combate, que le han conquistado tan envidiable y merecida fama.

Núñez de Arce compuso casi todas aquellas poesías bajo el influjo de una tremenda obsesión que perturba a multitud de pensadores de la edad presente.

Todos concuerdan, y la concordancia parece razonable, en que las muchedumbres, las gentes, la plebe, el vulgo, o como queramos llamarlo, cuando pierde la fe religiosa, fundamento de la ley moral y freno de los malos instintos, sólo a la fuerza se somete, ya que no emplee y se valga de la fuerza para trastornar el orden social, minando y destruyendo las bases seculares en que se asienta y reposa. A fin de remediar tanto daño, los pensadores han cavilado mucho y en mi humilde opinión han desatinado más, si bien nuestro poeta, dicho sea en honra suya, no ha aceptado los que yo juzgo desatinos. ¿Por qué dividir la Historia en períodos arbitrarios y suponer que hubo la edad de la fe y que ahora estamos en la edad de la razón, con la fe irremisiblemente perdida? ¿Por qué lamentar esta pérdida dándola por cierta, como hace, por ejemplo, Renán, y procurar, no obstante, con sus escritos que sea cierta la pérdida, aunque en realidad no lo sea? La Humanidad sin fe no se concibe. Sin fe se detendría en su marcha, porque la fe es el estímulo que la mueve y el luminoso faro que la guía. En nuestro poeta tal vez la pasión eclipsa por momentos la luz de esa fe, pero nunca la apaga. Injusto contra sí mismo hasta con el título Gritos del combate, se despoja de autoridad en su despecho. Tales gritos presuponen denuedo, indignación elocuente y varoniles arrebatos de cólera; todo menos la serenidad y el despejo que la enseñanza y el pronóstico requieren. A la poesía docente se oponen los gritos apasionados y belicosos.

Para poner término a este prolijo análisis y dictar mi fallo, aunque nada autorizado, franco y leal, me atreveré a citar algunos párrafos de lo que en otra ocasión dije sobre este asunto, ya que reconozco que lo que entonces dije vale mucho más que cuanto yo acertaría a expresar ahora, ciego y fatigado por el peso de los años.

La duda y el temor que asaltan a menudo al poeta acaban por disiparse, o más bien se convierten en afirmación y en esperanza. En ninguna de sus obras brilla más esta esperanza y aparece esta afirmación más segura e inquebrantable, que en los últimos versos que ha dado a la estampa con el título de Sursum corda. En ellos exclama el poeta:


¡Lejos de mí la torpe incertidumbre!;



brinda a su patria, abatida y triste, bálsamo de esperanza y consuelo, y prorrumpe en un himno eucarístico a la providencia de Dios, combinado con alegres vaticinios y con sonoras alabanzas a la civilización europea.

Antes de alcanzar y de cantar victoria, el poeta, sin embargo, ha vacilado y combatido mucho. Las quejas, las diatribas, las sátiras y los anatemas contra la incredulidad, los vicios y los pecados de la edad presente han precedido al hermoso epinicio en que casi sin restricción la glorifica, profetizando venturas y triunfos mayores. Incondicionalmente, con tal que se crea y se espere en Dios, el poeta confía en la constante ascensión del humano linaje, aunque en su marcha progresiva salte por cima de antiguas y venerandas doctrinas e instituciones.

Podrán caer las religiones todas, podrán arrasarse todos los templos; pero ningún cataclismo, por tremendo que sea,


   ... hará temblar la inconmovible base
de la admirable catedral inmensa,
como el espacio transparente y clara,
que tiene por sostén el hondo anhelo
de las conciencias, la piedad por ara
y por nave la bóveda del cielo.



La plena y omnímoda confianza en los altos destinos del hombre no puede manifestarse con mayor claridad y arrogancia ni más independientemente de todo: hasta de las religiones tradicionales y positivas.

Para que se comprenda que al aplaudir a Núñez de Arce no afirmo ni niego yo las doctrinas que alternativamente sostiene, añado aquí lo que también dije en el ya citado escrito.

Cuantos son los problemas religiosos, filosóficos, sociales y políticos que interesan hoy a la Humanidad, agitan y enardecen su alma; y él, con lealtad y franqueza que le salvan de la inconsecuencia, ya que no los resuelva, los presenta a nuestra consideración en resplandecientes y atrevidas imágenes.

Esto basta para la gloria del poeta, si penetramos en el mundo encantado que supo crear, deponiendo las armas de rastrera dialéctica y no provistos de mezquinas objeciones, sino con el áureo y frondoso ramo de que Eneas se apoderó por mandato de la Sibila: con algo del poder taumatúrgico que nos abre la morada misteriosa y esquiva de las visiones sobrehumanas. Esto basta, en suma, para que sin jactancia contemos al que fue nuestro compañero y amigo entre los más inspirados, briosos y elegantes poetas que en el siglo XIX, tan fecundo en poesía lírica, han florecido en España.




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Elogio de don Antonio Cánovas del Castillo

Discurso de recepción del autor en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas el 18 de diciembre de 1904


SEÑORES:

Con indulgencia y bondad tan grandes que nunca sabrá ni podrá pagar cumplidamente mi gratitud, fui elegido por segunda vez, hace ya tiempo, individuo de número de esta Real Academia. Convidado generosamente a tomar en ella asiento, estuve ya otra vez. Abandono o desidia, que carecería de disculpa si la modestia no se la diese, me impidió entrar aquí entonces. Ahora es menester que a esa modestia mía y a esa desconfianza de mis propias fuerzas se sobreponga un deber ineludible, a fin de que yo, saltando por cima de las dificultades que me atajan el paso, o dando un rodeo para esquivarlas, escriba mi discurso de recepción y haga lo que de mí se exige para tener al cabo la honra de sentarme entre vosotros.

Hoy es para mí más arduo que la primera vez el empeño en que me hallo. Y esto por dos razones: la primera, por lo quebrantado de mi salud, por lo avanzado de mi edad y por la pérdida de mi vista, que para escribir y para leer me dejan inhábil, y la segunda, por el valor de la persona a quien vengo a reemplazar en esta corporación, gracias a vuestros votos.

La persona de Cánovas del Castillo tiene tal significación y tal importancia que no podría yo limitarme a hacer de ella un rápido elogio, por encarecido y entusiasta que fuese, y a pasar luego a otro asunto, extraño por completo al señor Cánovas, tomando dicho asunto por tema de la disertación que estoy obligado a hacer. Mi disertación no puede ser así, aunque yo lo desee. Se diría que el inmortal espíritu de mi antecesor se halla presente entre nosotros; que invisible a los ojos del cuerpo, pero visible a los de mi alma, ocupa aún el asiento donde yo he de sentarme, y que todo mi previo discurso ha de tratar de él y ha de dirigirse a él antes de que yo a tanto me atreva.

Su historia bien puede afirmarse que es toda la historia de nuestra nación durante la segunda mitad del siglo pasado, ya que en las revoluciones, restauraciones y cambios que hubo durante tan largo período, hizo siempre don Antonio Cánovas del Castillo muy principal papel hasta el día de su trágica muerte.

Para escribir sobre todo esto con el detenimiento y la amplitud que hoy se estilan, no bastaría un discurso, por extenso que fuese: sería menester escribir una obra compuesta de varios volúmenes. Me decido pues, a estudiar a mi predecesor bajo uno solo de los muchos aspectos en los que a nuestra vista se presenta y vive en nuestra memoria.

No hubo ambición, no hubo deseo de gloria por el que Cánovas no se sintiese estimulado. Su poderoso ingenio, su claro y elevado entendimiento, la influencia y el brío de su palabra y, más que nada, el ímpetu, la arrogancia y la persistente firmeza de su voluntad, le abrieron y le allanaron los diversos caminos por donde subió él desde su humilde y oscuro lugar a la posición más elevada, alcanzando triunfos como hombre de acción, logrando y conservando largos años la jefatura de un gran partido político, dirigiendo desde la cumbre del Poder los destinos de su patria, y conquistando al mismo tiempo la palma de grande orador y la reputación envidiable de hombre amenísimo en su trato, de tremendo por sus chistosos y agudos epigramas, de escritor castizo y fácil de historiador erudito y profundo, de novelista, de atinado crítico de literatura y de bellas artes, y hasta de poeta lírico, aunque este último triunfo fuese harto más discutido y problemático que los otros.

Todavía no satisfecho Cánovas con su buen éxito en tan variadas empresas, aspiró a señalarse en otra más encumbrada, procurando hallar la razón superior de todo, la regla constante y segura para toda acción y la luz y la medida para ver y estimar los sucesos humanos, para calcular su trascendencia y hasta para pronosticar las contingencias futuras, remediando o evitando el mal y señalando el camino recto.

No sé cómo llamar a esta facultad que Cánovas creía poseer o que poseía. Llamar a Cánovas metafísico tal vez sería impropio. Distraído su espíritu por diversas y opuestas sendas y engolfado en el revuelto mar de la vida activa, hubiera sido milagro estupendo que se diesen en él la serenidad y el conveniente desinteresado reposo para la sublime contemplación en que se funda la ciencia primera.

No me atrevo a llamar a Cánovas metafísico, porque lo agitado de su vida se prestaba poco a la especulación persistente que la metafísica exige, y no quiero llamarle sociólogo, porque el vocablo sociología me repugna por híbrido y presuntuoso. Le llamo, pues, político teórico, además de político práctico, y mejor aún pensador, palabra muy de moda en el día y que, por su vaguedad, compromete poco.

De lo remoto y de lo pasado, Cánovas sabía bastante, porque la viveza y la perspicacia de su comprensión permitían que con una rápida lectura se enterase de los sucesos, apreciase los sistemas y percibiese las evoluciones, las distintas corrientes y el sesgo curso de los pensamientos humanos. Y de lo cercano y presente, Cánovas sabía mucho más, así por inmediata visión y contacto como por experiencia adquirida y acrecentada sin tregua en la vida activa. Como pensador quisiera yo representar a Cánovas y juzgarle hasta donde alcance para tanto mi entendimiento. Mi propósito es harto difícil por cualquiera de los dos medios que yo emplee para cumplirlo. De uno de ellos, que es el mejor, sin duda, desisto yo, por considerarlo por cima de mis débiles fuerzas, y expuesto, además, a incurrir en falsedad involuntaria, atribuyendo a Cánovas una filosofía fundamental, un desenvolvimiento dialéctico de ideas y un conjunto de doctrinas que acaso no llegó a concebir jamás. Por eso me inclino yo a discurrir sobre las ideas de Cánovas según él las concebía y las presentaba en determinados casos, bajo el influjo de las circunstancias de tal o cual momento y dominado por la honda impresión que producían en su ánimo los grandes acontecimientos que iban realizándose y que él consideraba mayores, por lo mismo que se realzaban en su presencia y durante su vida.

No diré yo que Cánovas se contradijese ni que pensase ni disertase tal día de un modo y tal día de otro. Al contrario: yo entiendo que sus ideas y pensamientos se conciertan y se eslabonan lógicamente, y que, si es aventurado construir de todo una filosofía política y de la Historia, completa y de Cánovas toda, la figura intelectual de Cánovas se muestra y resplandece con claridad y sin contradicción confusa, cuando se agrupan con tino y en buen orden las ideas que tuvo y los pensamientos que acertó a expresar, ya explicando con ellos los acontecimientos que él presenciaba, ya sirviéndose de ellos como norma y guía de su conducta, en cuantos acontecimientos él intervenía con mayor o menor eficacia.

Lo más arduo para mí es seguir en su vuelo y en sus giros volubles la mente impetuosa de Cánovas, que no hay extremo a donde no llegue, ni punto que no toque, ni cuestión que no trate de dilucidar o que no dilucide, ni futuro contingente que no se empeñe en pronosticar, convirtiéndolo en necesario e ineludible, por virtud de leyes que su voluntad imperativa y arrogante tal vez prescribe y promulga.

Retratar a Cánovas de nuevo ofrece grandísimas dificultades que me han arredrado y me han hecho retardar la composición de este discurso por el temor de no hacerlo como conviene y como yo quisiera. De personaje tan querido y admirado se ha escrito ya mucho. Sobrado presumir sería el mío si imaginase que yo iba a decir algo en alabanza de Cánovas, más juicioso, más elocuente y más sentido que lo dicho y leído en esta misma Academia por don Fernando Cos-Gayón, y lo que no sólo en España, sino también en tierras extranjeras y remotas se ha dicho en su alabanza.

Cánovas, sin embargo, puede ser considerado desde tan diferentes aspectos, que si yo prescindo de lo que otros pensaron y dijeron de él y le juzgo con mi propio criterio, sin duda me expondré a errar, a representar su figura falta de parecido, mal trazada y delineada, pero con sello distinto y propio, copia del natural, no copia de otra copia, sino tomado todo de mis recuerdos, de la impresión que hicieron en mí sus prendas personales y del examen imparcial y sereno que puedo hacer aún y que aún hago de sus escritos.

Ya he dicho que debo limitarme a tratar de Cánovas como pensador político y teórico. A fin de juzgarle bajo este solo aspecto, sin prolongar demasiado este discurso, prescindo aquí de la vida activa política de Cánovas y de cuanto escribió o dijo sobre bellas artes, historia y literatura; prescindo de su novela y de sus poesías, desestimadas, no con justicia, sino por odio a su persona, y voy a limitarme a tratar de la serie de discursos, leídos o pronunciados los más de ellos en el Ateneo, y publicados en tres volúmenes bajo el común epígrafe de Problemas contemporáneos.

Toda la filosofía de Cánovas, toda su doctrina teórica y fundamental sobre cuestiones sociales se halla cifrada y encerrada en dichos discursos, de cuyo contenido casi es imposible dar cuenta y hacer extracto, porque su extremada concisión apenas los consiente y porque la variedad de puntos que Cánovas toca y procura dilucidar o dilucida no consiente que, ni para convenir en todo se repita lo que Cánovas dice, y mucho menos consiente que se contradiga y se impugne lo que dice Cánovas, a lo cual puede cualquiera sentirse inclinado, y yo me siento inclinado también, aunque celebrando y admirando como el que más el saber de Cánovas, la sutileza y profundidad de su ingenio y la elocuencia y el vigor de su estilo. Pero la ciencia principal de que Cánovas hace gala, y que, por no llamarla sociología, me inclino a llamar filosofía de la Historia, es, a mi ver, una ciencia más deseada que lograda. Si la lográsemos, no ya sobrenatural, sino naturalmente, adquiriríamos el don de profecía. La previsión humana, por muy prudente y perspicaz que sea, harto falible y siempre insegura, se convertiría en presciencia semidivina. Desde la altura de esa ciencia o presciencia maravillosa, descubriríamos el curso de los acontecimientos humanos, la dirección que llevan y el término hasta donde tienen que llegar por virtud de leyes providenciales, tan sabiamente ordenadas que dentro de ellas, y no contrariando, sino coadyuvando al fin que se proponen, se mueve con holgura toda voluntad humana y no se menoscaban en lo mínimo la responsabilidad y el libre albedrío de cada individuo y de cada pueblo.

Repito que soy admirador del talento de Cánovas, de la lucidez con que lo veía todo y de la serena imparcialidad con que lo juzgaba; pero ni Cánovas ni nadie, en el día de hoy, y tal vez nunca, podrá decir lo que el más elegante y sublime de los poetas latinos hace decir al rey de sus dioses:


Longius et volvens fatorum arcana movebo.



Los empeños de Cánovas como hombre de acción, su amor propio comprometido en determinadas empresas, y hasta la manera, a pesar suyo involuntaria y tal vez inconscientemente interesada, con que veía o podía ver acontecimientos que favorecían o contrariaban sus planes, son condiciones o circunstancias que se oponen a que él prevea con claridad, pronostique con acierto y tal vez juzgue con exactitud el valor y la trascendencia de hechos ya cumplidos. En su primer discurso como presidente del Ateneo, bajo la impresión de dos acontecimientos importantísimos, Cánovas decide y hasta profetiza; pero bien podemos admirarnos de sus pronósticos y decisiones, sin aceptar por inevitables los pronósticos ni las decisiones por seguras y bien fundadas. De que el Padre Santo haya perdido su poder temporal y de que los prusianos vencieran en Sedán a los franceses, no puede ni debe inferirse todo lo que Cánovas infiere y anuncia. Para todo católico creyente, la Iglesia de Cristo está fundada sobre inconmovible cimiento, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Ahora bien: ¿cómo creer que la persistencia de tan sólida congregación y del centro soberano que le presta unidad y armonía pueda depender de condición proporcionalmente tan mezquina como es la de que el Padre Santo sea soberano temporal de una pequeña porción de Italia, la obediencia de cuyos habitantes convino conservar a menudo por medio de la intervención y ocupación de un ejército extranjero? ¿Qué garantía de independencia puede dar esto al Padre común de los fieles? La misma Historia enseña lo contrario, y tal vez los papas que han alcanzado mayor poder espiritual en el mundo son los que menos poder temporal han tenido. Gregorio VII murió en Salerno, desterrado de Roma.

La preponderancia o hegemonía de los pueblos germánicos, así como la decadencia de los neolatinos, no pueden ni deben inferirse de las victorias de Alemania sobre Francia al terminar el reinado de Napoleón III. Pues qué, ¿desciende tan de súbito una nación y se eleva tan repentinamente otra por la insegura suerte de las armas, en que la fortuna entra a menudo por tanto o por más que el valor y la ciencia o que la fuerza y la maña? Muchísimo valen la maña y la fuerza para defenderse y ofender, para adquirir y mantener el imperio; pero no es ésta la única medida de la importancia de las naciones. No por perder una vez en lucha armada debe considerarse todo lo demás irremisiblemente perdido. Todavía Francia es riquísima, a pesar de la tremenda franquía de riqueza que le hicieron los prusianos vencedores. Todavía, sin que parezca absurda y vanidosa jactancia, puede decirse que París es el corazón y el cerebro del mundo. Toda flamante doctrina, sana o perversa, disparatada o juiciosa, aunque allí no se invente, desde allí se difunde por todas partes. París sigue siendo el centro en que se expiden los títulos y diplomas de celebridad y de gloria: la nueva Síbaris, que impone las elegancias y las modas; la ciudad santa, donde acuden en peregrinación los que se precian de intelectuales en no pocos países, del mismo modo que los mahometanos van a la Meca. Los poetas y novelistas franceses son más leídos, celebrados e imitados por dondequiera que los de ninguna otra nación.

¿Cómo he de negar yo, ni ha de negar nadie, la independencia intelectual y el vigor fecundo de la docta y especulativa Alemania, y de Inglaterra, y de los Estados Unidos, donde lo que tanto se admira como práctico, industrial y conducente a la prosperidad material, a la riqueza y al poderío, se concierta tan bien con la poesía más sentimental y soñadora, en apariencia al menos? Mas no por eso Francia deja de prevalecer y de descollar sobre todo. Las filosofías y las más hondas especulaciones germánicas, y los más extravagantes sistemas económicos, políticos y antropológicos, inventados en Inglaterra, no corren por el mundo ni se presentan ni figuran en todas partes hasta que en París se les dan el pasaporte y la carta de recomendación casi indispensables.

Pero no sólo por el pensamiento, sino también por la acción y por el poder militar y político, carece de fundamento la afirmación de la decadencia de Francia. La elevación de un pueblo y su decadencia y ruina no se verifican con tanta rapidez como se cambia una decoración de teatro. La misma Francia, vencida en Sedán y multada y desmembrada luego, había vencido pocos años antes, bajo el mismo régimen y reinando el mismo emperador, a los rusos en Crimea y a los austríacos en Italia; y hasta había fundado del otro lado del Atlántico un Imperio, de cuya efímera duración y desastroso remate no le cabe toda la culpa. Y la misma Francia, en el mismo siglo en que fue vencida por los prusianos, había triunfado de ellos y de toda Alemania y de Rusia bajo el primer Napoleón, y aun después de la caída de éste había intervenido en España, había contribuido a dar libertad a Grecia, había conquistado y colonizado Argel, Orán y gran parte del norte de África, y había extendido sus dominios por vastas regiones del Extremo Oriente.

Menos aún que la decadencia de Francia puede afirmarse la de Italia, cuya independencia y cuya unidad, por largos siglos deseadas y apenas conseguidas bajo el cetro del rey bárbaro Teodorico, se logra al cabo por Cavour y por Garibaldi. Y no se logra de repente, sino después de maravillosa preparación; después del más rico, fértil y espléndido florecimiento del pensar italiano, convergente todo él al mismo propósito, aunque por diversos caminos. ¿Cómo declarar decadente a una nación en el mismo siglo en que han vivido y brillado en su fecundo seno filósofos como Mamiami, Rosmini, Galupi y Gioberti; historiadores como Tosti y Micali, y literatos y poetas como Parini, Alfieri, Foscolo, Monti, Manzoni, Leopardi, Nicolini, Giusti y Rosetti?

¿Será quizá que sólo España resulte o parezca decadente entre todos los pueblos latinos? Bien examinado este negocio, sólo parece cierto, sean las que sean las causas, que el colmo, o, mejor dicho, la mayor hondura de nuestro abatimiento y decadencia fue en los últimos años del siglo XVII. Desde entonces, en realidad, no ha decaído España, porque si desde entonces no perdió sus colonias, fue por no haber en ellas vida y fuerza bastante para separarse de nosotros y por no haber crecido aún para quitárnoslas o el poder y la ambición de otras naciones o las naciones mismas. Desde entonces, repito, desde fines del siglo XVII, España, lejos de decaer, ha hecho y hace a menudo generosos y grandes esfuerzos, muchas veces, pero no siempre, infructuosos, para salir de su postración y de su atraso, para renacer a nueva y gloriosa vida, como, por ejemplo, en el reinado de Carlos III y en el heroico levantamiento y guerra de la Independencia, y, por último, hasta en época más reciente, a pesar de tan prolongadas guerras civiles, luchas de partido y mezquinas revoluciones y pronunciamientos.

En suma: yo no acierto a ver tal decadencia de la raza latina. Es más: yo no creo en que haya tal raza latina en contraposición de la germánica, ni creo mucho tampoco en que sean germánicos los ingleses, aunque los llamemos anglosajones, con la misma razón o con poco más de razón que pudiéramos llamar germánicos a los franceses, porque fueron conquistados por los francos, o llamar ostrogodos o germanos a los habitantes de Italia, o llamarnos nosotros visigodos o germanos, también o, si se quiere, árabes y berberiscos. La división, en cierto modo caprichosa, de las naciones europeas en latinas, germánicas y eslavas sólo vale, en mi sentir, para crear nuevos odios y rivalidades, con fundamento falso y sofístico, sin estrechar por eso la amistad de unos pueblos con otros ni lograr que fraternicen. La amistad y el aprecio entre franceses y españoles y entre polacos y rusos han dejado con frecuencia y dejan todavía no poco que desear, sin que acertemos a ver que la idea de que nosotros somos latinos y de que los polacos y los rusos son eslavos valga o haya valido hasta el día de hoy para la satisfacción de tan buen deseo. Por el contrario, la idea del latinismo, creando, en mi sentir, sin razón, un predicamento muy amplio, hace en ocasiones que nos desunamos en vez de unirnos y que, en realidad, nos descastemos. Por eso no puedo menos de confesar yo que me suena mal y me molesta que, desde Méjico hasta Chile y la Argentina, la inmensa extensión del Nuevo Mundo, donde hay muchos estados y millones de hombres que hablan todavía la lengua castellana, y donde acaso uno a lo más de cada dos o tres mil pronunciará o hablará más latín que el Gloria Patri, se llame toda América latina, sin duda a fin de no llamarse América española, tal vez por infundado desdén hacia la antigua metrópoli o por inveterado, injusto y persistente enojo.

Como quiera que ello sea, y aunque nos pese el confesarlo, fuerza es convenir con Cánovas, cuando no en el latinismo y en la decadencia latina, en la peculiar y deplorable decadencia de nuestra patria.

Difíciles de explicar son las causas de este fenómeno histórico, de este hecho tan indudable. Al terminar el siglo XV y durante todo el siglo XVI, bien puede afirmarse que fue España la primera nación del mundo. ¿Cómo decayó y se postró tan rápidamente? Acaso el estudio teórico en que con mayor persistencia se ha empleado Cánovas es investigar las causas de la extraordinaria elevación de España, de su poco persistente preponderancia y de su abatimiento lastimoso. Echar la culpa a los reyes y a sus validos, condenar sólo la tiranía y el fanatismo de los gobiernos, podrá ser simpático y popular, pero es injusto y falso. Cánovas buscó causas más hondas a nuestra caída, y en sus Estudios sobre el reinado de Felipe IV llegó a hacer la apología de este rey y hasta una razonable defensa del exageradamente censurado conde-duque de Olivares. La decadencia de España obedecía a leyes providenciales, dimanaba de la naturaleza misma de las cosas, y ni Felipe IV, ni Olivares, ni otros monarcas y ministros de mayores arrestos y habilidades hubiera podido evitarla.

Se diría que Cánovas preveía las censuras que contra él pudieran dirigir sus enemigos políticos, que estaba preocupado de que a él también pudieran acusarle de ineficaz por no lograr lo imposible; y en suma: que se curaba en salud, como vulgarmente se dice, cubriéndose con el escudo y poniéndose en guardia de antemano para parar golpes previstos y que no dejarían de asestarle. Tal previa defensa acaso estaba de sobra. Por la inestabilidad de los gobiernos, por los cambios incesantes y por la falta de verdaderos partidos políticos, o sea de grandes agrupaciones de hombres unidos por los mismos intereses, ideas y propósitos, la perseverancia de determinada política, dirigiendo la mira a un punto fijo, sin desistir ni cambiar hasta tocar en él, fue en España obra punto menos que imposible durante el siglo pasado. Cánovas no tenía, pues, necesidad de defender a Olivares ni a nadie, para defenderse en prefiguración de un mal éxito o de un escaso buen éxito inevitable.

En cambio, muchas personas pudieran acusar a Cánovas, y no pocas le acusaron, del pobre concepto que de su nación se suponía que formaba. La acusación, con todo, fue injusta. Amor no quita conocimiento. Conocer y hasta declarar las faltas del objeto amado, no implica que el amor se trueque en indiferencia o en menosprecio. A veces, el patriotismo, por su mismo ardor y vehemencia, nos mueve a lanzar contra la patria generosas injurias, a fin de aguijonearla con punzante estímulo, levantarla de su postración y traerla a nueva y gloriosa vida. Por mucho malo que Cánovas pensase y hasta dijese de su patria, jamás hubiera ido hasta donde fueron en sus durísimas reprensiones y en sus sátiras y castigos no pocos insignes y apasionados italianos, como Parini, Leopardi y Rosetti.

En mi sentir, la más clara demostración de la decadencia de España es la carencia, por olvido o por desengaño; de la fe y de la esperanza en nuestros propios destinos, la falta de pensamiento nacional, de una idea y de un propósito, en la que coincidan y al que aspiren los espíritus más enérgicos, blanco al que todos dirijan la mira, y donde vean o crean ver el título verdadero aún de nuestro persistente papel y de nuestra no terminada misión providencial en el mundo. Inglaterra, Francia, Alemania, Rusia y la propia renacida Italia tienen la fe viva y fecunda de que nosotros carecemos. En cada una de estas naciones subsiste un ideal superior que vivifica y alienta el alma colectiva. En España es tal la humildad y tal la discrepancia de ideales, que es como si no tuviéramos ninguno. De aquí el abandono, la esterilidad o la ineficacia de lo castizo. Y de aquí la constante atención con que miramos y admiramos lo extranjero, y el prurito de remedarlo a menudo con no menor inoportunidad que torpeza.

El gran hombre de Estado es, en otras más dichosas naciones, el apoderado de la mayoría del pueblo, o, por lo menos, del partido más brioso y predominante; es el ejecutor de los proyectos y planes de ese partido, el que tiene el deber de dirigir los asuntos públicos, según leyes y principios cuya persistencia en la Historia, cuya condición tradicional infunde respeto y presta vigor para oponerse a novedades extrañas, sin cejar ni pararse por eso.

Este gran hombre de Estado, en país extranjero, como tendrá previa doctrina y marcado y firme propósito y un sistema completo y fundamental, concebido o aceptado por cuantos le confían el poder, sistema que ha de ser norma y pauta de su conducta, podrá filosofar por lujo; si es elocuente y muy sabidor, pondrá cátedra para lucirse; pero no se le ocurrirá, como a Cánovas no sin razón se le ocurre, crear todo el sistema al que se ajuste su conducta y la explique, rechazar o admitir extrañas novedades y producir una teoría política o superconstituyente.

Cánovas no aparece sólo como mero aunque poderosísimo jefe de su partido, sino también como su apóstol, profeta y creador de su credo. Sin credo en que todos o en que los más convengan no hay orientación posible: se ignora el punto donde estamos y el término de nuestro camino. Nada hay estable para que florezca y fructifique. Todo se desarraiga para sembrar o plantar algo nuevo. Así, en España, en el siglo que terminó poco ha, el período constituyente no se cierra nunca; las leyes fundamentales y orgánicas se cambian a cada paso: las constituciones nacen y mueren apenas nacidas; las reformas no cesan, y las leyes, cuya efímera duración se prevé, no infunden reverencia ni corroboran, sino que debilitan en la conciencia humana la obligación de cumplirlas. Se olvida aquel precepto o consejo del libro más popular y discreto que en España se ha escrito: «No hagas muchas pragmáticas, y si las hicieres, procura que sean buenas, y, sobre todo, que se guarden y cumplan, que las pragmáticas que no se guardan, lo mismo es que si no lo fuesen.»

El incesante prurito de reformar y de legislar vale para disculpa de todo aquel que busca y halla o presume hallar razones filosóficas para todas sus reformas y sus leyes. Así se expone al peligro de que se prescinda de la oportunidad, de la posibilidad, del elemento histórico, que debe entrar por mucho en la legislación, y sólo se atienda a lo puramente racional y especulativo, con lo cual se forjan sistemas falsos y odiosos.

Nadie, a no estar obcecado, afirmará que la soberanía del pueblo puede y debe ejercerse a cada instante subvirtiendo el orden establecido, sin respetar la tradición y la voluntad de las generaciones que fueron. Nadie desconocerá las dificultades que ofrece, el ejercicio del sufragio universal y la demarcación de sus límites, o sea hasta qué punto el sexo, la menor edad o la carencia de responsabilidad y aptitud, por ignorancia o por miseria, se oponen al goce y ejercicio de tal derecho. Y nadie, a no estar loco, entenderá nunca por igualdad democrática o ante la ley el que sean iguales todos los hombres en saber, en propiedad y en inteligencia. Pero si, prescindiendo de tales consideraciones, que no pueden menos de tenerse muy en cuenta en la práctica, forjamos una teoría con visos de filosófica, contraria a la soberanía del pueblo, a la radical y legítima igualdad de los hombres y al derecho que tienen a que nadie los gobierne sino quien ellos quieran, nos exponemos a que dicha teoría resulte aborrecible, un poco o un mucho depresiva de la dignidad humana, y tan infundada, que un niño de la doctrina puede desbaratarla con las cortas luces de su sentido común, avivadas y dirigidas por el Catecismo.

No fue del caballero o del burgués más o menos rico, sino de todo ser humano accidentalmente libre o esclavo, griego, latino o bárbaro, de quien dijo San Agustín: Magna res est homo, factus ad imaginem et similitudinem Deo. No fue sólo a los doctores y a los próceres a quienes dijo Cristo: «Sed perfectos como vuestro Padre que está en el Cielo.»

La fraternidad y la igualdad de cuantos seres componen el linaje humano no han sido reconocidas y proclamadas recientemente, sino desde muy antiguo, en todas las regiones y en todos los pueblos. Sin duda la apoteosis del humano linaje, con que soñó Augusto Comte y sueñan aún otros fanáticos positivistas, es superstición en extremo absurda. Pero el concepto de humanidad y la significación de este vocablo, no ya sólo como calidad o virtud de ser bondadoso y dulce, sino como algo sustantivo, son ideas antiquísimas, que no deben ni pueden tenerse por novedad peligrosa. Ya lo dijo Séneca: Homines quidem, pereunt; ipsa humanitas ad quam homo effingitur permanet. (El ser inmortal de la Humanidad permanece, aunque los hombres perezcan.)

No hay ni debe haber superhumanidad ni superhombres. Quien pretenda ponerse sobre la Humanidad es antihumano. No conviene que haya naciones y razas superiores y preponderantes a expensas, por inmolación o esclavitud, de otras naciones atrasadas o decaídas; ni conviene que haya, ni en realidad hay, clases pensadoras, directoras y gobernadoras y otras que deban dejar que las gobiernen y que piensen por ellas, limitándose a obedecer y a callarse. La plutocracia es a menudo un hecho, pero no es de derecho nunca. La riqueza no es medida exacta del saber y de la inteligencia. La moralidad y el sano juicio no se estiman ni se gradúan por la mayor o menor renta que cada uno tiene. Ricos puede haber harto más necios y más viciosos que los pobres. Aunque sea más racional y más progresista creer que la riqueza educa, y que por consiguiente mejora, y que en el rico hay más motivos que en el pobre para ser generoso y bueno, y menos incentivos que puedan hacerle caer en error y en pecado, no veo sobrado fundamento, en nombre de la justicia; para declarar al pobre imbécil e incapaz de gobernarse y para sujetarle a la tutela de una supuesta clase superior y gobernadora. Y digo supuesta clase porque, en realidad, tal clase no existe. La burguesía, la clase media, o como queramos llamarla, no es tal clase, sino el conjunto así de todos aquellos que despojados ya de antiguos privilegios aristocráticos entran en el estado llano, como de todos aquellos que por su inteligencia, por su actividad y por sus virtudes de orden y de economía entran también en ese estado llano, y tal vez descuellan en él, surgiendo del más oscuro fondo de las capas sociales.

El Estado que debe realizar la justicia no ha de ser para favorecer a los ricos y hacer que ellos gobiernen y dirijan a los pobres, ni ha de ser también para que los pobres vivan a expensas de los ricos, sino para que todos vivan y puedan prosperar, medrar y gozar sin infringir la ley. Y no puede decirse que los ricos deben gobernar y no deben gobernar los pobres porque éstos no tienen qué perder, lo cual es completamente falso. Las dos pesetas de salario del más cuitado de entre ellos tienen para él igual o mayor importancia que la enorme suma de libras esterlinas o de dólares para el dichoso capitalista que las posee y goza. Y en cuanto a la vida, así del cuerpo como del alma, no vale ni importa menos la de un miserable obrero que la de un fúcar. Tal vez parezca más razonable afirmar el extremo contrario, porque si un fúcar muere o enferma, no ha de faltarle otro fúcar, su heredero, que maneje como él o mejor que él sus capitales; pero la producción del obrero, la obra de sus manos, el fruto de su sudor, ¿quién los suplirá si él falta o decae?

Ni veo yo tampoco la razón en que se funda Cánovas para recelar que la igualdad política, el sufragio universal, la ilimitada democracia, ha de traer la revolución social como inevitable consecuencia. Al revés lo entiendo yo: entiendo que esa ilimitada democracia acaba con la única razón en que la revolución social pudiera fundarse. El que se queda pobre, el que desde una humilde posición no sube hasta la cumbre del poder y de las dignidades, el que no acierta a surgir de la oscuridad para bañarse y brillar en el luminoso ambiente de la gloria, no podrá tener derecho para quejarse de la sociedad que le deja francas todas las puertas y abiertos todos los caminos. No diré yo que sean agradables la pobreza y la insignificancia; pero lo que no sólo es desagradable, sino que además parece insufrible, es que por ser pobre se condene a un ser humano a perpetua infancia, a incapacidad declarada por la ley y a inevitable tutela. Lo cristiano, lo católico, es que la soberanía reside en el pueblo, sin distinción de clases, y en quien el pueblo la delega. De Dios procede la potestad, non est potestas nisi a Deo; pero, como dice Domingo de Soto, la muchedumbre crea la potestad inspirada por Dios: divinitus erudita. Dios no exige rentas ni otras condiciones y garantías para otorgar en dicha creación voz y voto.

Acaso el ingente poderío, la soberbia triunfante de algunas naciones del norte de Europa, deslumbraron algo a Cánovas y le movieron, ya que no a aceptar resueltamente, a resignarse y a conformarse con ciertas doctrinas, inventadas las más en Inglaterra, y que, en mi sentir, no sólo ofenden al linaje humano, sino que también propenden a que dudemos de la bondadosa Providencia divina, a no ser que para justificar a esta Providencia traigamos a cuento la compensación que en una vida ultramundana han de tener los perjudicados. Es terrible y cruel considerar esta vida que ahora vivimos como lucha sin tregua para conservarla y gozarla a costa de la vida de los otros: struggle for life. Es triste imaginar que el progreso es la selección, y que para que una nación, tribu o raza prospere y florezca, conviene que otras se sometan, se humillen o desaparezcan cuando son inferiores por degradación o por atraso; que no haya compasión ni afecto, ni propósito de aupar a los hundidos ni de promover el adelantamiento de los rezagados. Y aún es peor y más desconsoladora la suposición de Malthus de que la gente aumenta mucho más que los medios de subsistencia y de que son muy útiles la guerra, la peste y el hambre, para que nuestro planeta no se pueble demasiado y no se vean sus habitantes en la dura necesidad de comerse unos a otros.

Ha descubierto Cánovas un precursor de Malthus en el autor anónimo de una obra titulada Arcanos de la dominación, obra escrita por un español en la segunda mitad del siglo XVII. Los asertos de este primitivo maltusiano coinciden en lo sustancial con los del sofista inglés. Cánovas da la razón a ambos y cree en la exactitud del lamentable y desigual crecimiento de la población y de los medios de subsistencia. Cánovas llega a decir para ilustrar este punto que «no bien se cuece una hogaza más de pan, no tan sólo nace el hombre que ha de consumirla, sino otro además que llega con la esperanza, frecuentemente frustrada, de que le toque en ella alguna parte. Tal esperanza origina el pauperismo».

Tremenda afirmación es ésta, que hasta la esperanza de comer pan quiere quitar a muchos de los que nacen. Por dicha, si bien Cánovas ve el peligro constante, aunque parcial, de que nazca mucha gente, todavía nos consuela empujando hacia un porvenir muy lejano el más espantoso peligro de que lleguemos a no caber de pies en nuestro planeta y a que no haya comida para todos. Yo, por mi parte, sin atreverme a poner en duda la exactitud de lo observado por Malthus y por nuestro anónimo, me limitaré a decir que cuando éste compuso sus Arcanos de la dominación, la población de España no pasaría de seguro de seis millones, y que en el día de hoy, en que debe de ser de más de dieciocho, hay mucha menos miseria, se come y se viste y se calza mejor, y la gente está también mejor alojada. En Bélgica, pongamos por caso, habrá hoy seis millones de habitantes, muchísima más gente que cuando los Arcanos de la dominación se compusieron. En proporción de su territorio, que viene a ser la decimosexta parte del de nuestra nación, en España debiera haber noventa y seis millones; mas no por eso en Bélgica hay más hambrientos y menesterosos que en España. Tranquilicémonos, pues, ya que el peligro, si lo hay, está muy remoto. ¡Quién sabe lo que puede ocurrir en lo futuro! En lo futuro todo cabe, no sólo un funestísimo aumento de población. El carbón de piedra puede consumirse, las fuentes secarse y dejar de correr los ríos, enfriarse la Tierra, apagarse el Sol, o, con el perpetuo rodar de nuestro planeta, irse aplastando cada vez más los polos y ensanchándose el Ecuador hasta agujerearse la esferoide y convertirse en un anillo, el cual, dilatándose cada vez más en lo hueco y adelgazándose en el arco, acabe por descomponerse en pedazos informes y sin vida. Pero aunque preveamos todas estas cosas o algunas de ellas, ¿no sería ridículo exceso de precaución y fatuidad imperdonable querer prevenirlas o evitarlas reemplazando a la Providencia?

En vez de remedar a Calcas y ser adivino de males, y en vez de arrogarnos la facultad de prevenirlos, ¿no sería más racional recordar y seguir el consejo o precepto de Cristo en el Sermón de la Montaña, desechar toda cautela, confiar en Dios y decir con imprevisión piadosa: «Busquemos el reino de Dios y su justicia», y lo demás se nos dará por añadidura?

Cánovas deja ver en algunos pasajes de sus escritos que se inclina a esta opinión, considerando que los gobiernos que tratan de resolver la cuestión social y se afanan en inventar y promulgar reformas pecan de entremetidos y se extralimitan en sus atribuciones. Cánovas, sin embargo, reprueba el optimismo de Bastiat y duda de que la omnímoda libertad individual y la no intervención y la inercia de los que mandan hayan de producir indefectiblemente las armonías económicas más deseables.

No por eso nuestro teórico gran hombre de Estado aprecia en poco la economía política, si bien la cree insuficiente para resolver cuestión alguna sin el auxilio de la moral fundada en la fe religiosa. Nadie más opuesto que Cánovas a todas las nuevas ciencias o disciplinas sociales que se fundan o se apoyan en el positivismo, en el materialismo o en el panteísmo.

En Inglaterra es donde se ha llegado en esta materia a los más delirantes extremos. Buckle, por ejemplo, llega a afirmar que ni Platón, ni Aristóteles, ni los santos padres griegos y latinos, ni todos los doctores angélicos, seráficos y sutiles, ni los propios Evangelios, han tenido más benéfico influjo en el progreso de la Humanidad que el escocés Adán Smith con su Riqueza de las naciones. Bien es verdad que Buckle, después de abrumarnos más que Draper a fuerza de vituperios, asegura que nuestra inferioridad en todo procede del sobrado temor de Dios, infundido en las almas de los españoles por los frecuentes terremotos y por las largas sequías, entreveradas de lluvias torrenciales y desaforadas tormentas, que menudean en nuestra tierra y nos hacen medrosos, intolerantes y crueles.

Es indudable que, ora sea optimista, ora pesimista, el pensador político que niega o desconoce a Dios, la inmortalidad del alma y el libre albedrío, forja una moral independiente, ineficaz para levantar sobre ella el idilio social y el reino de la justicia que debemos buscar todos. En vez de la justicia, deja que impere la fuerza, ya sea para que las muchedumbres tumultuosa y fieramente se impongan y predominen, o ya para que pueblos, castas superiores u oligarquías sabias, astutas y audaces avasallen al menesteroso e indocto vulgo, le despojen de la posesión y goce de la tierra y hasta le mermen y, si fuere menester, le destruyan. Se diría que tan disparatada locura no puede con seriedad sostenerse, pero tales son la doctrina y el profético anuncio del Superhombre.

Ernesto Renán, en uno de sus más curiosos escritos, llega a explicarnos un sistema tan singular que nos hace dudar de si lo explica creyendo en él o sólo como pesada chanza y como muestra de su mucha inventiva y del primor de su estilo. A semejanza de cierto rey de un cuento persa, víctima de compromiso contraído, que tiene que degollar a todos los pretendientes de su hija que no resuelvan ni aclaren los enigmas y problemas que su hija plantea o propone, y que deplora y solemniza con un mar de lágrimas tan ineludible degollación, Ernesto Renán deplora la degollación que se ve obligado a ejecutar, para no ser infiel a su hija la ciencia, de cuantas son las ideas y sentimientos religiosos. Pero ¿qué remedio puede haber para mal tan inevitable? Las personas finas e ilustradas cuentan con la filosofía para preservarse del egoísmo, no contraer vicios y no caer en pecado; pero el vulgo, que no filosofa, se rebela y se desenfrena cuando pierde las creencias. El remedio que para tanto mal haga Renán es ingenioso a maravilla. La física y la química progresan espantosamente. Bien podemos exclamar con un discreto autor de zarzuelas:


   Hoy las ciencias adelantan
que es una barbaridad.



El proyecto de Renán es que en lo sucesivo no se divulguen los portentosos adelantos e invenciones que han de realizarse de seguro; que todo quede sigilosamente reservado en el seno de las congregaciones o colegios de los sabios; que todo sea lo que llamaron en la clásica antigüedad doctrina acroamática; y que, armados los sabios de tal doctrina y del arte taumatúrgico que de ella emana, tengan a raya a la insolente muchedumbre y la amenacen o la castiguen, ya con cataclismos, ya con erupciones volcánicas, ya con tempestades, ya con epidemias.

Al contradecir el gratuito aserto de que ha pasado la edad de la fe y de que la llamada edad de la razón es la que viven hoy los pueblos civilizados en invencible incredulidad religiosa, negando lo sobrenatural y trascendente, ni Cánovas ni nadie es menos liberal ni menos democrático que los impíos o irreligiosos. Antes bien, puede y debe afirmarse y sostenerse que la sana democracia y el verdadero liberalismo tienen por base la religión, raíz y fundamento de la dignidad del hombre y motivo principal del respeto y del amor que al prójimo debemos. La justicia y la misericordia, el derecho de reprimir y de castigar al delincuente, y el deber de amparar al desvalido, apenas se conciben sin creer en un legislador supremo, en el libre albedrío del hombre y en su responsabilidad consiguiente.

Defendiendo Cánovas, en medio de los azares y tumultos de una revolución desalentada, y demostrando y proclamando en la cátedra del Ateneo tan altos y salvadores principios, mereció bien de su patria y contribuyó a que se consiguiese la paz y a que no se menoscabase o pervirtiese la cultura del humano linaje. Justísimas son las alabanzas que le da por esto el padre Ceferino González en su Historia de la Filosofía. «Sus escritos y peroraciones -dice- se distinguen por la precisión del lenguaje y la exactitud de las ideas.» Y más adelante añade que Cánovas «ha contribuido no poco a extender y consolidar el movimiento filosóficocristiano, no ya sólo por medio de sus estudios y trabajos históricos, sino principalmente por razón de algunos de sus discursos pronunciados en el Ateneo, los cuales reflejan el talento profundo y la ciencia seria y comprensiva de su autor».

No sé yo hasta qué punto puedan considerarse exactas una discretísima observación de Cánovas y cierta distinción que infiere de ella entre germanos y latinos. Entiende él que en Alemania la teoría y la práctica van cada una por su lado y que allí el atrevimiento o el disparate teórico es harto menos peligroso que entre nosotros, donde no bien inventamos o importamos el atrevimiento o el disparate, nos empeñamos en traducirlo en la práctica con irreflexiva premura.

Alguna verdad hay en esto, ya que a los sabios y filósofos alemanes suelen hacerles menos caso en su tierra que en las extrañas. La figura intelectual de ellos se asemeja con frecuencia a las imágenes pintadas en los vidrios de la linterna mágica, que si bien aparecen diminutas en el vidrio, se agigantan y adquieren proporciones enormes cuando se proyectan en lienzo o pared muy distantes. Así, por ejemplo, Krause, Schopenhauer, Nietzsche y otros.

No participo yo, con todo, del entusiasmo de Cánovas por Kant cuando aprueba y aplaude que, si bien con la razón pura cree destruir toda prueba de la existencia de Dios, con la razón práctica luego nos tranquiliza, nos consuela y nos devuelve al Dios que nos había quitado. No fue bufonada de Enrique Heine, sino censura juiciosa, a mi ver, lo que dijo de que Kant, para satisfacción y consuelo de su criado, tuvo a bien devolverle el Dios de que le había despojado primero. Porque si nuestras ideas son sensaciones transformadas que penetran en la mente, donde se ajustan dentro de ciertas formas que en nuestra mente hay, sin que podamos afirmar la identidad ni la semejanza siquiera de tales imágenes con los objetos exteriores que las producen, el subjetivismo es completo. Si cuanto sabemos está en el yo y es creación del yo, fuera del cual no hay para nosotros sino un motor incógnito que nos impulsa y habilita para crear nuestro fantástico Universo, las leyes que lo gobiernan no podrán tener, por consiguiente, realidad objetiva. ¿Por qué, pues, han de tenerla el imperativo categórico, la responsabilidad y el libre albedrío de nuestra alma, que reconoce y acata la ley moral, y la innegable existencia del Supremo Legislador, que la promulga?

Harto menos alambicadas especulaciones inducen por dicha a Cánovas a ser creyente, como Donoso Cortés, a quien admira, sostiene Cánovas que toda buena política se funda en una buena teología; mas no por eso sigue a Donoso hasta el extremo de creer convenientísimo ser buen teólogo para ser buen gobernante. Cisneros y Richelieu, citados para ejemplo por Donoso, presumo yo que debieron de ser teólogos menos que medianos; que tuvieron harto olvidadas, si es que las estudiaron alguna vez, la Summa, de Santo Tomás, y las Sentencias, de Pedro Lombardo. El propio Cánovas, con perdón sea dicho, no hubo de ser tampoco muy versado en teología. Ni necesitaba serlo para poseer la prudencia mundana, la habilidad, la entereza y otras nobles prendas, por las que ya se cuenta entre los varones ilustres, honra de su nación, hábil para gobernarla y devotísimo, aunque algo desesperanzado, patriota. Si pudiéramos evocarle y traerle a nueva vida, le diríamos como Fausto dice: «Desecha lúgubres cavilaciones y baña tu pecho terrenal en el rosicler de la aurora.»

Aunque sólo fuera para no fatigaros con más prolijo razonamiento, las desecharía yo también. Ceso, pues, en mi propósito de ir en pos de Cánovas por el intrincado y confuso laberinto de los enigmas que pretende aclarar y de los problemas pavorosos por cuya resolución se afana con más talento que ventura.

En la acción, a no dudarlo, la hubiera tenido grandísima si sus altos propósitos hubieran estado al alcance del valor humano. Pero la condición de las naciones es hoy muy otra de como fue en las pasadas edades. Casi estéril sacrificio es hoy la heroicidad sin la riqueza que da la fuerza. Con un puñado de pobres aventureros no pueden hoy desbaratarse imperios y descubrirse y conquistarse mundos. Se requieren enormes riquezas, acorazados y torpederos, pólvora y dinamita, multitud de cañones, centenares de miles de soldados y tesoros sin cuento para mantener tanto bélico pertrecho y para adiestrar a los hombres en el arte y en el tino con que han de emplearse. Nunca mejor que ahora pudo decirse Si vis pacem para bellum. El poder político estriba en el industrialismo, en la buena administración de la Hacienda y en el ahorro. La carencia de tales virtudes nuestra escasa laboriosidad y nuestro despilfarro y desorden administrativo, nos tienen apocados y nos tienen además descontentos unos de otros, echándonos mutuamente la culpa de recientes malandanzas y desastres, tal vez sintiendo en el pecho veleidades suicidas de separarnos en vez de unirnos y formando entre los labios la sacrílega negación de la grandeza y virtud de nuestros antepasados.

Esta negación deletérea es ya el último grado de postración y amilanamiento. Ningún Mesías político puede suscitarse a sí, sino para ser en balde ofendido y crucificado. Las grandes acciones requieren la fe vivísima en quien ha de ejecutarlas y el apoyo y el concurso del pueblo en cuyo favor las ejecute. Por un cúmulo de circunstancias deplorables, esto faltó a Cánovas y faltó también a no pocos otros hombres que recientemente hemos tenido, y que en mi sentir no valen menos de los que figuran hoy y han figurado en el último pasado siglo en las naciones más prósperas y poderosas.

No lamentemos nuestra supuesta degeneración. La preponderancia de otros pueblos no es tan incontrastable como su engreimiento supone, ni debe de ser tan sin remedio nuestra caída como quizá imaginamos en nuestro desaliento. ¿Por qué perder toda esperanza de algo a modo de resurrección dichosa de que sobrevengan aún días felices el que hijos de España y sirviendo a España merezcan la admiración y el asombro de sus contemporáneos, como lo merecieron todos los españoles que celebró Maquiavelo en El príncipe, Castiglione en El Cortesano y Campanella en la Monarquía, que quiso hacer universal para que fuese nuestra?

Todavía, al presente, después de tanta desventura como ha venido a abrumarnos, no puede ser mayor ni más pomposo y elocuente el elogio que hace de nuestro pasado valer el insigne historiador y ensayista lord Macaulay:

«El predominio que España ejercía entonces en Europa era, en cierto modo, bien merecido. Habíalo alcanzado por su indiscutible superioridad en todas las artes políticas y guerreras. En el siglo XVI, así como Italia era sin duda alguna la tierra por excelencia de las bellas artes, y Alemania la de las atrevidas especulaciones teológicas, España era la tierra de los políticos y soldados. El carácter que Virgilio atribuye a sus compatriotas pudiera haber sido reclamado como suyo por los graves y altivos jefes que rodeaban el trono de Fernando el Católico y de sus inmediatos sucesores. El arte mayestático, el regere imperio populos, nunca fue mejor entendido por los romanos en los más gloriosos días de su república que por Gonzalo y Jiménez, Cortés y Alba. La pericia de los diplomáticos españoles era celebrada en toda Europa. Aún se recuerda en Inglaterra el nombre de Gondomar. La nación soberana no tenía rival en el arte de la guerra regular, ni en el de la irregular. Tanto la impetuosa Caballería de Francia como las apretadas falanges suizas eran deficientes en sus arrestos, puestas cara a cara con la Infantería española. Y en las guerras del Nuevo Mundo, donde era menester en el general algo distinto de la estrategia corriente y en el soldado algo distinto de la ordinaria disciplina, y donde a menudo se hacía preciso oponer algún nuevo expediente a las variadas tácticas de bárbaros enemigos, los aventureros españoles, surgidos del vulgo, mostraban una fertilidad de recursos y un talento para negociar y mandar, que apenas encuentran parangón en la Historia.

El castellano de aquellos tiempos era al italiano lo que el romano era al griego en los días de la grandeza de Roma. El conquistador tenía menos ingenuidad, menos gusto, menos delicadeza de percepción que el conquistado; pero tenía mucho más orgullo, firmeza y valor, más solemne apostura y más alto sentido de su honra. El pueblo dominado era más sutil en la especulación; el dominante, en la acción, más enérgico. Los vicios del primero eran los del abatido y vencido; del tirano, los del segundo. Puede añadirse que el español, como el romano, no desdeñaba el estudio de las artes y el idioma de aquellos a quienes oprimía.

En la literatura de España ocurrió revolución no desemejante a la que, según nos cuenta Horacio, tuvo lugar en la poesía latina: Capta ferum victorem cepit

No me parecía bien aceptar con el sabio lord la supremacía en atrevidas especulaciones teológicas que concede a Alemania sobre España de aquellos tiempos. No valen menos que los teólogos alemanes Melchor Cano, el eximio Suárez, ambos Luises y los maravillosos místicos, que sin extraviarse compiten, y si no vencen, igualan a Eckart y a Tauler, penetrando en los oscuros senos del alma para estudiarlos con analítica perspicacia, y arrebatados luego y guiados por la inteligencia y por el amor, buscar a Dios, tratar de conocerle y unirse a Él en aquel abismo.

Pondera luego lord Macaulay el influjo dichoso que ejercieron en nuestra rica y original literatura el estudio y la imitación de la de Italia; enumera y celebra, con brillantes frases a nuestros más valientes guerreros y políticos por lo bien que cultivaron las letras, sin descuidar las artes del Imperio y sin dejar el ejercicio de las armas; cita y ensalza a Boscán, a Garcilaso, a Hurtado de Mendoza, a Lope, a Cervantes y a otros, y añade por último:

«Es curioso considerar con qué temeroso respeto miraban a un español nuestros antepasados de aquella época. Era este español, en concepto de ellos, una especie de demonio, horriblemente malévolo, pero también en extremo sagaz y poderoso. «Son muy sabios y políticos -decía cierto honrado inglés en un memorial dirigido a la reina María-, y pueden, por medio de su saber, reformar y enfrenar su propia naturaleza, conformando su condición al modo de ser de aquellos hombres con quienes alternan alegre y amistosamente. Estas dañinas y engañosas maneras no las comprenderá hombre alguno en tanto que no caiga bajo la sujeción de ellos; pero cuando caiga, las comprenderá y sentirá del todo; cosa de la que ruego a Dios que preserve a Inglaterra, porque en disimulación hasta que alcanzan sus propósitos, y en opresión y tiranía cuando los han logrado, exceden a cuantas son las naciones de la Tierra.» Este es el lenguaje de que se hubiera valido Arminio para hablar de Roma o que pudiera usar un estadista de la India, en los tiempos actuales, al hablar de los ingleses. Es el lenguaje de un hombre ardiendo en odio, pero acobardado por aquellos a quienes odia y reconociendo con pesadumbre que le son superiores no sólo por el poder, sino también por la inteligencia».

Ahora bien: yo tengo por cierto que si las almas de los graves y altivos jefes que rodeaban el trono de Fernando el Católico y de sus inmediatos sucesores cuando, según la ficción poética de Virgilio, moraban en el Elíseo, aguardando su nueva encarnación y aparición sobre la Tierra, hubiesen encontrado las almas de otros jefes españoles de nuestros días, acaso en vez de desdeñarlas por inferiores las hubieran respetado por iguales, diciendo con amor a alguna de ellas:


... Si qua falta aspera rumpas
Tu Marcellus erit. Manibus date lilia plenis.



En mi sentir, no podemos quejarnos porque carezcamos de varones egregios capaces de restaurar a España en su antigua y perdida grandeza. Áspero e invencible tejido de circunstancias lo impide sólo. El más hábil y brioso, y el mejor intencionado de los gobernantes, poco o nada logra sin el auxilio, crédito y plena confianza de su pueblo, al que no sabrá ni podrá guiar si su pueblo mismo no expresa con firme y poco discrepante decisión adónde quiere ir y por dónde.

No hay mayor estorbo para elevarse que la extremada variedad de opiniones y la desconfianza en las propias fuerzas. Nadie consigue sino humillarse si él mismo, exagerando la modestia con abyecta humildad, se desestima; si se echa en el surco, como vulgarmente se dice; si desecha todo pensamiento propio y admira y copia, sin discernirlo bien, los pensamientos ajenos.

Pensemos, pues, y propongamos algo por nosotros mismos. No seamos federales por haber traducido a Proudhon, maravillándonos locamente de su raro talento de sofista. No seamos tradicionalistas o clericales a lo Donoso para copiar a Bonald y al conde José de Maistre, que nos embelesan. No seamos tampoco intolerantes librepensadores y furibundos anticlericales para ajustarnos a la ultima moda de París. Seamos algo por nosotros y tengamos en nosotros la fe y el mutuo aprecio de que procede la concordia. El regionalismo, y hasta los insanos deseos de separación, no proceden sólo de medieval atavismo, sino de presumir que en tal cual lugar o región de España nos hemos adelantado y puesto al nivel de los más nobles pueblos y razas, mientras que el resto de los desventurados españoles se hunde cada vez más o se queda a la zaga.

De estas epidémicas dolencias, de estos y de otros semejantes extravíos, es menester que nos curemos. Y no para aspirar de nuevo al predominio, sino para permanecer en el concierto de las naciones cultas y civilizadoras, y para que no nos expulsen, poniéndonos entre las naciones decaídas, por desestimar nuestro derecho y por declarar caducados o no valederos y falsos desde su origen los títulos en que se funda.

Jamás acertaré yo a describir, ni menos me atreveré a declarar, las causas principales de la decadencia de España. Indicaré sólo algo que apunta el ya citado Campanella en el mismo libro en que traza el plan que podía darnos, en su opinión, la hegemonía o el imperio del mundo, porque inventa tipografia et tormenta belica, rerum summa redit ad hispanos, homines sane impigros fortes et astutos.

Lo que más se oponía, según dicho escritor, al logro de tamaña empresa era nuestra escasa habilidad para producir riqueza, y nuestra falta de circunspección, parsimonia y tino en gastarla. Lo mejor, lo más próspero e industrioso del mundo, era nuestro cuando Campanella decía: Est admiratione dignum, quomodo consumatur tanta divitiarum vis sine ullo emolumento: cum videamus Regem fere perpetua inopia laborare, atque etiam ab aliis mutuo accipere.

Más inclinado yo a ser idólatra que iconoclasta, ensalzo a Cánovas y apruebo y aplaudo los lauros que se le otorgan y los monumentos y estatuas que se le erigen. Y esto, no ya sólo por hombre de acción, sino también por su talento de pensador y por su fácil, avasalladora y brillante palabra, condición esta última casi punto menos que indispensable en el régimen parlamentario.

No creo, con todo, que para gobernar sea indispensable también mucha teología, mucha metafísica o atesorar noticia completa de cuántas son las cosas divinas y humanas. Bastan el buen propósito y la firme voluntad de que se consiga, y nadie niega a Cánovas tales dotes. Las acendra, por último, y las magnífica, dando más valer a su nobilísima vida, el violento y prematuro fin que esta vida tuvo; el crimen que al quitársela pudo inducir a negar a los más optimistas que el progreso moral vaya por el mismo camino que el indudable progreso del bienestar y de la riqueza. No son menesterosos y desvalidos los que cometen tales crímenes, sino hombres extraviados por corto saber y doctrinas absurdas, por vanidad sin fundamento, ponzoñosa envidia y nefando prurito de mostrarse de pronto al mundo con sangriento resplandor y con infame nombradía.

De la lectura de los hermosos discursos de Cánovas y de las ideas que acuden a mi mente al meditar en ellos, mi criterio ordinario y precientífico se atreve a inferir varias reglas del arte de gobernar, entre las cuales quiero humildemente poner aquí las que siguen:

Procurar el restablecimiento de la subordinación y del respeto a la autoridad, hoy algo perdidos.

Cuidar fiel y hábilmente de la Hacienda pública y pagar las antiguas deudas, sin contraer otras nuevas.

Hacer el Gobierno cuanto esté a su alcance para no dejar el mando, o por temor del peligro, o por cansancio del trabajo. Un Gobierno efímero para poco o nada vale, por excelente que sea, y algo vale siempre, aunque sea mediano, con tal que dure.

No promover cuestiones que traigan la discordia en vez de la unión entre los ciudadanos.

Ser parco en reformas, sobre todo de las que llaman sociales.

Confiar en Dios, encomendándole la resolución de ciertos pavorosos problemas, a fin de no ser como el inexperto aprendiz y presumido mozo que rompe la máquina por el afán de arreglarla.

Legislar lo menos que se pueda.

No fabricar ni comerciar sino en lo que sea de la ineludible incumbencia del Estado, a fin de no competir con la iniciativa individual, arredrándola, incapacitándola y tal vez destruyéndola con las armas y medios que da el dinero de que por los tributos se la despoja.

Adquirir gran dosis de paciencia, serenidad y calma para esquivar o para disimular, hasta donde sea compatible con el decoro, desdenes y agravios, que no puede ni repeler ni castigar por ahora nuestra flaqueza.

Y, por último, esmerarse en conservar las más cordiales relaciones con los pueblos y gobiernos extranjeros, pero no contraer singulares alianzas. Nada debe aventurarse sin contar con suficientes medios y ocasión propicia. No deben seducirnos el desesperado arrojo del vencido Piamonte y su portentoso buen éxito en liga, primero, con Francia, y con Prusia más tarde. El genio de Cavour y su audaz y bien concertada diplomacia, de nada hubieran valido sin la vencedora corriente de opinión sostenida y agitada durante siglos por sacrificio y pertinaz denuedo de príncipes y caudillos ambiciosos y por larga serie de tribunos, estadistas, filósofos y poetas, amantes de su patria, Italia, y ansiosos de verla libre y una.

Según se ve, en nuestra situación actual, que, Dios mediante, es de esperar que mejore, ha de buscarse, a mi ver, la suspirada mejoría en el sosiego y en la paz, y no en cambios y revoluciones, ya sean desde arriba, ya sean desde abajo.

Sólo en un punto no me parecen las reformas inoportunas, sino útiles y deseables, con tal que se lleven a cabo suave y pausadamente, para no dar motivo ni a trastornos ni a quejas.

Yo soy tan individualista como el que más. Y durante mi larga vida he sido siempre, valiéndome de una expresión familiar y muy usada, más liberal que Riego; pero creo que una atribución de la que no puede desprenderse el Estado es la de ser docente. Para que el alma colectiva tenga pensamiento propio; para que la voluntad nacional no se marchite o desmaye por falta de norte que la guíe y de objeto que la traiga, es indispensable una educación oficial homogénea: que el Estado, y por su medio los que el Estado nombra y paga, no abusen de la confianza que el Estado pone en ellos, ni enseñen doctrinas contrarias a las que sin atreverse a negarlo profesa la mayoría de los ciudadanos, ni socaven las bases seculares en que el Estado se sostiene.

Harto comprendo yo la grave dificultad que esto ofrece, la antinomia de algunos de mis asertos. No basta, a fin de armonizarlos, la libertad omnímoda de enseñar cada uno, con tal que sea por su cuenta, la doctrina que estime verdadera y sana, sin más restricciones que las impuestas por la moral universal o por el fundado temor de inminente subversión del orden establecido. Todavía se puede objetar que no debe destruirse ni mermarse la libertad de la ciencia en los establecimientos de enseñanza que costea el Estado: que no hay ministro ni centro oficial con saber y competencia bastantes para decidir y decretar si se opone y concuerda lo que alguien enseña con las tradicionales, creencias de la mayoría y con los venerandos principios en que el Estado se funda. En nuestra época, por ejemplo, se valen no pocos de hipótesis plausibles que los inquisidores más rígidos hubieran aprobado, cuando no aplaudido en España. ¿Por qué el mismo Cánovas, por temor de incurrir en heterodoxia, no quiere desechar el concepto antropocéntrico de lo creado, y da por cierto que la innumerable multitud de astros que brillan en la amplitud del éter y toda la inmensidad del Universo tiene por principal fin y propósito de utilidad la contemplación y el recreo del hombre que habita en nuestro mezquino planeta? ¿Por qué negar que haya fuera de él, en otros mundos, seres corpóreos, racionales y libres?

Yo doy por cierto que el propio Felipe Il gustaba del sistema que Copérnico inventó y dedicó al Papa Paulo III. A los que condenan hipótesis o niegan verdades inventadas o descubiertas por facultad racional y meramente humana, apoyándose para la negación de otras mal entendidas verdades de orden religioso, bien se les puede aplicar lo que dijo el sabio Villalobos cuando había Inquisición en España: que son como los criminales que se acogen a sagrado y buscan asilo en la Iglesia para que sus delitos queden impunes. Hasta para los disparates y extravagancias había entonces indulgencia, aprobación y tal vez aplauso, mirándolos con independencia de la revelación y no queriendo reconocer en ellos intento ni poder para hacer vacilar o para destruir los dogmas que por revelación aceptamos.

Sin duda, no imaginó ningún ministro o familiar del Santo Oficio lo que imaginan algunos en nuestra edad: que habló Dios a Moisés en la cumbre fulgurante del Sinaí para enseñarle física, química y cosmogonía.

Tales son las dificultades gravísimas que la enseñanza oficial presenta, y que sólo con el recto juicio y con la prudencia más exquisita pueden salvar los que gobiernan.

Pero ya es tiempo de que yo ponga término a esta prolija disertación, receloso como estoy de fatigaros por demás al prestarle oído. Termino, pues, confiando en vuestra benevolencia y rogándoos que perdonéis los muchos errores en que sin duda he de haber incurrido. Acaso penséis, porque en horas no sé si de acerba y depresora melancolía o de saludable y austero desengaño lo pienso yo también, que al impugnar por pesimistas algunas sentencias de Cánovas yerro yo y él acierta. Acaso mi sobrado apego a las cosas terrenales me mueven a creerlas menos irremediablemente perversas. Acaso confío yo más de lo justo en el progreso indefinido y en los bienes que ha de traer por obra de la humana condición radicalmente viciada por el pecado. Y acaso mi espíritu, algo gentílico y más jovial que saturnino, se resista a aceptar que este mundo sea sólo y deba ser cárcel baja y oscura, valle de lágrimas y molestísimo lugar de tránsito, de expiación y de prueba.

Perdonadme, no obstante, como os lo he rogado, y justificad vuestro perdón por el convencimiento que habéis de tener de la buena intención que me inspira todo cuanto aquí he dicho.



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