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Consideraciones sobre el «Quijote»

Discurso escrito por encargo de la Real Academia Española para conmemorar el tercer centenario de la publicación de «El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha», leído por don Alejandro Pidal y Mon en la sesión celebrada el 8 de mayo de 1905, presidida por su majestad el rey



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Preámbulo

SEÑOR:

La Real Academia Española, deseosa de dar a su voz en la presente solemnidad todo el alcance y la significación que le consienten sus gloriosos y dilatados anales, encargó, por unánime acuerdo de todos sus miembros, al insigne literato, eminente crítico y laborioso académico, dechado de prosistas españoles, don Juan Valera y Alcalá Galiano, la expresión de los hondos y vivos sentimientos que palpitan en su corazón al celebrar, juntamente con todo lo que encierra de grande y noble la patria, el aniversario tres veces secular de la aparición del Quijote en el materno solar de las hidalgas letras castellanas.

Pocos, o casi ninguno en realidad, encerraba en su fecundo seno la Academia con más títulos y mayor significación literaria para exponer, en acto tan solemne, el amor que anega todo pecho español y el entusiasmo en que se desborda al solo nombre de aquel libro en que aparece como cifrado todo, el sublime contenido de la gloriosa civilización española, ostentado al aire libre y a la luz en la más amena, risueña y graciosa narración que ha alegrado jamás los oídos del linaje humano en las tristezas de su peregrinación sobre la Tierra y que más que en frágil y deleznable papel, parece que trazó en mármoles y en bronces imperecederos la esforzada diestra del soldado y del poeta español para que no cesase de sonar en los siglos la carcajada universal, tan espontánea como imperiosa, con que comenta la Humanidad la lectura de sus páginas inmortales.

Era, como es a todos notorio, don Juan Valera un espíritu libre y original, adiestrado en toda clásica disciplina, identificado con el genio literario español en sus formas más acendradas y castizas, abierto a todo viento de inspiración, tanto nacional como extranjera, y dotado de aquella difícil facilidad en la expresión serena y llana de las más trascendentales doctrinas, que se iluminaban, al pasar por los bien cortados puntos de su pluma, con la clara y apacible luz meridional, que limpia sin esfuerzo y como sin querer el ambiente de todo vago y malsano linaje de brumas y de nieblas, sin que falte por eso en la oportuna sazón, al lado de la luminosa transparencia castellana, el cambiante que esmalta y colorea con uno y otro matiz los vergeles pintorescos del Norte, ni el toque de vivísima lumbre con que dora y como que incendia el africano sol las feraces campiñas andaluzas.

Su saber y su erudición atesorados en su prodigiosa memoria; su vasta cultura universal acrecida en viajes y lecturas de toda; las literaturas humanas; su talento crítico, sagaz, profundo y observador; su carácter modesto, pero independiente, y un patriotismo tan ajeno a jactancias irreflexivas como a abdicaciones injustificadas, le hacían apto como quien más para trabajos como el presente, como lo pregona a gritos más que a voces con su reconocido valer el estudio con que enriqueció; los fastos de esta Academia en su celebrado discurso sobre el Quijote.

Hay sucesos, señor, misteriosamente casuales en la existencia, que impresionan vivamente la distraída atención, llamándola a meditaciones profundas. Valera, amantísimo de la Real Academia Española, acogió su ruego con humildad y con dolor. La humildad le llevó a obedecer ciegamente. El dolor acrisoló su obediencia, porque temía en su sincera modestia que los achaques y la edad no le permitieran alzarse a toda la altura de su empeño. Temor infundado, como veréis, porque el Homero de nuestra crítica, si no pudo abrir sus ojos corporales, cerrados ya para siempre al trabajo y la luz, abrió los ojos de su espíritu, y como fluyen aguas cristalinas de los ocultos veneros en las montañas, fluyeron de su alma y de su corazón torrentes de prosa abrillantada y castiza, arrastrando en su generoso raudal sartas de corales y perlas, que recogía con trabajo sobre el papel la diestra acelerada y tardía de su asombrado secretario.

El discurso estaba ya para terminar. Apenas faltaba nada para darle punto, cuando la muerte le puso el sello de la inmortalidad, ahogando en la propia garganta del cisne los últimos ecos de su canto, sin duda para que quedase sin concluir, como casi todo lo grande sobre la Tierra.

Si la voz de Valera vivo, en la presente ocasión, hubiera sido el himno triunfal del Quijote entonado por el único casi superviviente de aquella generación de literatos insignes que inmortalizaron los anales literarios del reinado de doña Isabel II, condensando la admiración tradicional de las edades pasadas al Don Quijote, la voz de Valera muerto es el testamento literario del representante por estudio y por tradición de la España antigua, y por origen, independencia y emancipación de la España moderna, que en los umbrales mismos de la eternidad, y reclinado ya sobre los bordes de su tumba, transmite a la España del futuro el secreto de la belleza literaria y artística, enseñándole el misterioso conjuro con que las Gracias de la antigüedad, evocadas por el genio del Renacimiento, descendieron risueñas sobre la Mancha, para vestir su escultórica desnudez con las armas tomadas de orín de los bisabuelos de Don Quijote, con el sayo y las alforjas de Sancho, con el dengue asturiano de Maritornes y hasta con la prosaica bacía del barbero, convertida, al prodigioso toque de su festivo, talismán, en el propio yelmo de Mambrino.

Escuchemos, pues, atentos y respetuosos, su voz, que resuena ya como bajada de lo alto, sobre lo que constituye hoy por hoy el más preciado blasón de nuestro abolengo literario, forjado por la diestra del héroe y del genio español a quien llamamos el Manco de Lepanto, por haber sacrificado una mano en los altares de la patria en la más alta ocasión que vieron y que verán los siglos, y donde la otra se preservo incólume por un prodigio de la Providencia, sin duda para que nos señalase con ambas las dos sendas de la inmortalidad que conducen al templo de la gloria, donde tan alto dejó escrito con su propia sangre y su luz el inmarcesible nombre de España.




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Discurso del señor Valera

Esta Real Academia, en su junta ordinaria del día 12 de enero del presente año, acordó celebrar una sesión pública y solemne para conmemorar el tercer centenario de la publicación del Quijote, honrándome con el encargo de escribir el discurso que en alabanza del mencionado libro en dicha sesión debe leerse.

Lisonjeado yo con tal encargo, y lleno de gratitud por la confianza que en mí pusísteis entonces, no quise ni supe excusarme de cumplirlo, aunque reconozco harto bien cuán difícil es salir airoso del empeño y cuán débiles son mis fuerzas, abatidas y menguadas por la vejez, para dar cima a tanta empresa con algo que satisfaga vuestra aspiración y que no sea indigno del alto asunto de que ha de tratarse.

Declaro, sin afectada modestia, que dudo mucho de mi aptitud, y creo que la de cualquier otro, si sólo se atendiese al saber y al entendimiento, valdría mucho más que la mía. En lo único que no cedo a nadie, y yo mismo me pongo atrevidamente entre los primeros, es en el entusiasmo que la obra de Miguel de Cervantes me inspira y en mi arraigado convencimiento de la importancia y valer de dicha obra, por la que merece con justicia su autor el general aplauso de los entendidos y el título indiscutible y persistente de Príncipe de los Ingenios españoles.

No he de tratar aquí de probar la validez de este título. Quien lo otorga no es el engreimiento patriótico, ni es el amor propio nacional, ni la moda, ni el pasajero favor del público en un momento dado. El Quijote, desde el día en que se publicó, obtuvo la aprobación y el aplauso de las gentes, deleitó y encantó a sus lectores, y no sólo agradó en España y en la hermosa lengua en que fue escrito, sino también en las demás naciones y en las diversas lenguas en que fue traducido. Lejos de decaer su buena fama; lejos de marchitarse con el andar del tiempo el laurel que mereció su autor, bien puede asegurarse que reverdece más cada día y se muestra más frondoso, florido y lozano, dilatándose por dondequiera.

No es sólo en España donde coronamos a Cervantes. No somos nosotros solos, sino también las personas ilustradas de los demás pueblos, los que le colocaron al nivel de los más grandes poetas que ha habido en el mundo, entendido el vocablo poeta en su sentido más amplio. En Italia le colocan al nivel de Dante, al nivel de Shakespeare en Inglaterra y al nivel de Goethe en Alemania.

Nosotros, aunque se nos tilde de sobrada soberbia, cuando no por el talento reflexivo, nos aventuramos a colocarle más alto por su inspiración espontánea e ingenua. Tal es el concepto, espontáneo e ingenuo también, que del Quijote y de su autor formamos en el día sus compatriotas. Clara manifestación de este concepto es la fiesta unánime y el jubiloso triunfo con que recordamos la aparición de la inmortal novela.

Ni por un instante, a pesar de mi frialdad crítica y de mi propensión al escepticismo, he vacilado yo en tener por fundada la razón suficiente del homenaje, por grande que sea, que a Miguel de Cervantes tributamos hoy. No lo creo nacido de arrogante jactancia nacional, sino de convencimiento claro y seguro. Esto no se opone, con todo, no a que nos empeñemos en probar lo que creemos por fe invencible y sin necesidad de prueba, sino a que investiguemos, hasta donde podamos penetrar razonando, el fundamento de nuestra admiración incontrastable y preconcebida. ¿Por qué un libro de mero pasatiempo, una sátira literaria, una parodia, una obra de burlas, ha de descollar sobre toda la labor intelectual, así de la nación española como de otras inteligentes y cultas naciones europeas, no en época determinada, sino durante siglos?

Como quiera que se explique, y sean mayores o menores el influjo y la importancia de la cultura de España, sobre todo desde fines del siglo XV hasta fines del siglo XVII, es lo cierto que a fines del siglo XVII decayó esta cultura, así como también la fuerza expansiva, el poder político y el vigor imperioso del pueblo que la había difundido por el mundo. Tal vez el odio a nuestro predominio pasado y la vanidad de otros pueblos que en el predominio nos sucedían, concurrieron entonces a desconocer nuestro merecimiento, a rebajar nuestra gloria, a menoscabar y hasta negar las facultades civilizadoras de nuestra raza. Se calificó nuestro pensamiento de estéril, de inútil o nocivo al progreso, de estorbo de la Humanidad en su marcha ascendente hacia más luminosas regiones de libertad y de ventura; y, singularmente en ciencias y en letras, se nos motejó de extraviados y de faltos de crítica, de orden y de buen gusto. Llegó a sostenerse que sólo habíamos tenido un libro bueno: el que se burlaba de los demás. Este libro fue el Quijote. Tan abrumados llegaron a estar los españoles bajo el peso de tanto vituperio, que no pocos aceptaron con humildad y casi sin protesta, y tomaron por justa la cruel declaración de nuestra inferioridad mental, contra la cual sólo prevalecía el Quijote, y esto porque venía a ratificar y a corroborar la sentencia.

Pero ¿por qué se salva el Quijote del general hundimiento? Creerlo merecido y renegar de nuestra casta no son cualidades positivas que basten a salvar un libro del acerbo desprecio que sobre los demás se fulmina.

A fin de justificar la benévola excepción hecha por los extranjeros del Quijote, y por nosotros aceptada, surgieron críticos y comentadores que se desvelaron para hacer ver que la verbosidad, la carencia de medida y de juicio y la infracción de todas las reglas no se advertían en el Quijote, cuyo autor, en dicho libro al menos, seguía las reglas y las observaba escrupulosamente, después de haberlas estudiado con muy laudable aplicación, como las estudió, por ejemplo, Homero, el cual, según sostiene Hermosilla, asistió a la cátedra de Retórica y Poética de un colegio o Universidad que en su tiempo había en Esmirna, cátedra que el mismo Homero hubo de ocupar más tarde.

El análisis crítico del Quijote, hecho por los preceptistas neoclásicos del siglo XVIII, no dio, con todo, el más brillante resultado; no logró justificar, por la estricta observancia de las reglas de Aristóteles, Horacio, Vida y Boileau, que la obra de Miguel de Cervantes era digna del más alto lugar entre las creaciones del ingenio humano. Aquellas mismas reglas que habían de servir y que sirvieron para tasar el mérito del Quijote y para medir sus grados de excelencia, sólo podían aplicarse por analogía, imaginando que el Quijote era una epopeya o algo a la epopeya muy parecido, y no otro diverso género de composición para el cual dichas reglas no habían sido dictadas.

Por otra parte, ni los autores de las ya mencionadas artes poéticas, ni sus más severos comentadores e intérpretes, pusieron nunca el valer extraordinario y positivo de una fábula o narración poética en su conformidad completa con la Gramática, con la Retórica y con todas las artes de la palabra escrita o hablada. Tal conformidad podrá valer, y vale sin duda, para calificar un libro de muy correcto, culto y elegante, para que se le considere limpio de faltas y para que su autor sea estimado como raro modelo de maestría; pero desde esta calificación, aunque en extremo honrosa, hasta la de que hoy abusamos con frecuencia, prodigándola y llamando genio a quien entendemos o imaginamos que la merece, hay una enorme distancia que nadie atraviesa con seguridad y sin extravío, aunque se sepa de memoria a Hugo Blair y Batteux, y aunque estudie después y vaya armado de todas las estéticas que recientemente se han escrito.

Calcular la elevación de un poeta por su mayor o menor sujeción a los preceptos, declararle por ello vencedor y concederle el triunfo, es como si de los tres príncipes hermanos en cierto cuento oriental se hubiese concedido el premio y la mano del corazón de la bella infanta al que disparó y envió sus flechas más lejos. No la hubiera obtenido el que más la merecía. Las flechas de dos de ellos pudieron hallarse en el punto donde llegaron a caer pero no se halló la del que tuvo más brío para disparar la suya, porque fue más allá de toda previsión razonable. Movida por atractivo más poderoso que el de la infanta, mostró y abrió al príncipe el camino de los mágicos jardines y del reluciente palacio donde el hada Parabanú, o sea la emperatriz de los genios, la verdadera y más sublime musa, enamorada de él, le estaba aguardando.

Algo hay, sin duda, en el arte que va más allá, mucho más allá de las reglas, en lo cual reside y se funda el encanto misterioso que presta superior valer a la obra del artista o del poeta.

¿Cómo acertaré yo a discurrir sobre este encanto misterioso y a demostrar, apoyándola con razones, mi firme creencia de que en el Quijote reside?

En mi sentir, es indisputable, no ya que hubiese un determinado personaje que se llamase Homero, ni que fuese muy versado en literatura, hábil expositor y catedrático y fiel observador de sus leyes, como Hermosilla supone, sino que la Ilíada, o dígase el principal poema que a Homero se atribuye, está por cima de toda comparación. Aparece, al despuntar la cultura europea, como fecunda y clara luz de su aurora. Sean los que sean los diversos elementos que venidos de Fenicia, de Frigia, de Egipto, del centro de Asia y hasta del remoto Oriente, concurren a formar esta cultura, todos ellos se fundieron en uno, y adquirieron al fundirse carácter original y propio, manifestándose en el rico y hermoso idioma de un pueblo predestinado y conteniendo en germen toda la fuerza creadora y predominante que hizo primero a Grecia, a Italia y a España luego, y a otras naciones europeas más tarde, maestras soberanas y civilizadoras del mundo. Por intuición semidivina y no por raciocinio y dialéctica, como si fuese inspirado por un numen y no premeditado, hubo de formarse el armonioso conjunto de tradiciones extrañas e indígenas, de leyendas, símbolos y creencias de diversas tribus, de sentencias de antiquísimos sabios y de conceptos imaginarios de la oculta naturaleza de las cosas, visto todo al través de un velo mágico, que, sin descubrir el íntimo ser, enriquecía lo aparente de seductora belleza. Más adivinada que estudiada y pensada, más impersonal que personal, como si fuese la creación de todo un pueblo y no de un solo hombre, surgió así la verdadera epopeya primitiva, conteniendo en germen las leyes y las artes, y hasta los principios religiosos y morales que habían de ir desenvolviéndose y fructificando en el alma de las futuras generaciones.

Por esto hallo incomparable la Ilíada. Es la epopeya más completa de Europa. A toda epopeya ulterior falta algo. Lo épico popular difuso no desaparece, sin duda; pero la ciencia, la reflexión, las nociones adquiridas por especulación o por experiencia, vienen a adelantarse al vaticinio, a la virtud adivinatoria que presta a la primitiva epopeya la trascendencia de un libro sagrado, donde lo que toda una casta de hombres piensa, siente, ve o sueña de un modo confuso, adquiere luminosa forma por virtud de palabras que dicta la deidad a una predilecta criatura humana.

Las epopeyas modernas son más artificiosas que inspiradas. La reflexión y la crítica no van en pos del numen inspirador, sino que lo preceden y lo guían. El vaticinio, el espíritu profético, cede el primer lugar a la previsión razonada. El poder sobrehumano que interviene en la acción épica y la virtud reveladora del poeta que la canta no nacen en el alma del poeta mismo ni en la de su pueblo, para difundirse y adoctrinar luego a muchos otros pueblos y castas, sino que nacen, en gran parte, de ciencia y de experiencia adquiridas y de extrañas revelaciones.

Lo épico persiste porque no hay facultad humana que desaparezca ni que mengüe porque otras crezcan y se magnifiquen; pero lo que se sabe o lo que se cree viene a limitarse por la contradicción y la duda, pierde no poco de la firmeza y autoridad que antes tenía, vacila y no se impone.

No es ya un dios, sino mera alegoría, bajo la cual se oculta la razón o el natural discurso, la que dicta los oráculos, pronostica los arcanos destinos y se atreve a enseñar los caminos de la vida.

Sólo un poema, aunque artificioso también, y más debido a un singular poeta que al alma colectiva de un pueblo, ha aparecido, a mi ver, en el seno de una civilización muy adelantada, que contenía en sí algo de la universalidad y de la enseñanza trascendente de la primitiva epopeya, lo cual, contando con el valer extraordinario del hombre que compuso el poema, se debe a un cúmulo de circunstancias dichosas, que difícilmente pueden aparecer y coincidir de nuevo. Para que apareciese y cantase Virgilio, fue menester que hubiese una gran ciudad que extendiese su dominio sobre muchas y diversas naciones y por mucha parte del mundo conocido entonces; que enseñase a hablar y que hablase una lengua majestuosa, elegante y rica; que imaginase haber creado un Imperio sin fin. Imperio que iba a dar la paz al mundo, y que se presintiese que iba a aparecer un Redentor y Salvador, llegada ya o próxima a llegar la plenitud de los tiempos, y cumpliéndose así profecías y pronósticos de antiguos videntes y sabios.

La decadencia de Roma; la caída en Occidente de su gran Imperio; la invasión de los pueblos del Norte, en la barbarie aún casi todos ellos; la corrupción del latín, dando origen a nuevos idiomas, rudos e informes al principio, y la aparición de distintas y aun opuestas nacionalidades, tal vez convenían para el ulterior progreso del linaje humano; pero por lo pronto hicieron retroceder la cultura, y si trajeron y acumularon nuevos elementos que habían de valer en lo futuro para sublimarla, los trajeron y acumularon en gran confusión y desorden. Cuanto podía poner orden y verter luz en aquel caos oscuro, más bien que concebido en él, procedía de la pasada civilización, más eclipsada y aletargada que muerta. Lo más sano de la antigua filosofía, considerado acaso como preparación evangélica, el Cristianismo, que, prescindiendo de su valer y de su fundamento sobrehumanos, era importado y no nacido entre los modernos pueblos de Europa, y la afirmación y el sistemático concierto de los dogmas religiosos y morales, dilucidados y discutidos, por los padres de la Iglesia y promulgados en los concilios, todo precedía, todo era exterior y anterior a la nueva Era; todo era ciencia ya adquirida que trocaba la facultad creadora en reminiscencia, y los nuevos conceptos en comentarios o explicaciones de los antiguos, y que propendía, no a la aparición original y sin antecedentes de una civilización más alta, sino al renacimiento de la civilización antigua, aunque depurada, amplia y completa.

No sé hasta qué punto pueda calificarse de epopeya el admirable libro de Dante Alighieri; pero no nace en él un saber nuevo, sino renace el saber antiguo, se extiende y se divulga merced a un idioma vernáculo ya formado, y propende y logra en parte hacerse popular saliendo del santuario y de las escuelas. Virgilio sirve a Dante de guía, y le preceden e iluminan su espíritu, no sólo las Sagradas Escrituras, sino Platón, Aristóteles y muchos otros sabios, griegos, judíos, muslimes y cristianos, hasta Averroes, que hizo el Gran comento, y Tomás de Aquino, que compuso la Summa.

El más frecuente y general asunto de la narración heroica durante la Edad Media siguen siendo las guerras, conquistas y hazañas de griegos y romanos, aunque sin duda en combinación con el vehemente anhelo, sentido por nuevas razas y sociedades de hombres, de renovar glorias y grandezas pasadas, prestando a los héroes que les dieron cima carácter y condiciones que los desfiguraban y los hacían muy otros de los que en su tiempo y sazón habían sido. La guerra de Troya y los altos hechos de Alejandro de Macedonia constituyeron un ciclo épico. El poderío romano fue fundamento de otro ciclo, prolongado y ampliado hasta Carlomagno, sucesor y heredero de los antiguos césares del Imperio de Roma.

Las ideas, tradiciones, fábulas, doctrinas religiosas y principios políticos y morales que los pueblos del Norte trajeron consigo al invadir y desbaratar el Imperio de Roma, formando estados y naciones nuevas, carecieron de la briosa y suficiente originalidad para eclipsar la luz de la antigua poesía o para transfigurarla al combinarse con ella, creando algo que la igualase, cuando no la superase. Bien pudo lo sobrenatural cristiano convertir en alegorías, en sombras vanas y sin consistencia, el Olimpo, el Parnaso, el Citerón y todos sus dioses, musas, ninfas y demás deidades inspiradoras; pero nada o poco importó para esto el Walhalla.

Cuanto trajeron más tarde los mahometanos conquistadores o los europeos importaron de Asia en Europa, después del gran movimiento de las Cruzadas, nada logró fundirse con el persistente recuerdo de lo clásico y con el más elevado sentir y pensar cristiano y católico para crear en los siglos medios una poesía, universal y trascendente como la antigua, que mirase a lo por venir, que tuviese finalidad y que abriese claros y dilatados horizontes en el camino del linaje humano. La ciencia, y no la poesía, fue la iniciadora en la Edad Media. Durante siglos, el latín, muerto para el vulgo, y aunque viciado, persistente entre los eruditos y doctores, fue el medio más poderoso del progreso.

Acaso el elemento poético más original que hubo en Europa durante la Edad Media, con carácter general y no nacional o regional sólo, se debe a una raza creyente y noble, aunque vencida y oprimida. Libres por algún tiempo los antiguos britanos e independientes del poder de Roma, hubieron de tener religión, cultura, leyes y príncipes propios. Una gentil y delicada flor de poesía hubo de nacer y ser cultivada entre ellos. Tribus germánicas, y principalmente los anglosajones, acabaron con la independencia de aquellos isleños celtas y los sometieron a su dominio o los movieron a refugiarse en la Armórica, a la que dieron su nombre, llamándola Bretaña. La antigua poesía céltica, purificada en el infortunio por ideas y sentimientos cristianos, se conservó, y sin duda se transfiguró ocultamente, tal vez hasta el instante en que, conquistando los normandos a Inglaterra, resurgió triunfante al considerarse vengada de los antiguos conquistadores. Los druidas y los bardos volvieron entonces de la misteriosa Avalón convertidos en príncipes y reyes católicos, en andantes y enamorados caballeros y en muy discretas y hermosas damas y soberanas señoras, con brillante séquito de hadas y de encantadores activos y fecundos en estupendas maravillas, aunque sin muy razonable objeto y sin propósito claro.

El ciclo de la Tabla Redonda se extendió pronto por Europa toda, compitió con las historias y fábulas griegas, latinas y orientales, y vino a ser como la persistente tela donde los trouvères del norte de Francia, los refinados trovadores de Provenza y los inspirados Minnesinger de Alemania, con Wolfram de Eschenbach al frente de ellos, bordaron vagas, y primorosas leyendas, fundaron reinos que no están en el mapa y crearon palacios encantados e intrincadas selvas por donde atrevidos paladines iban en demanda del Santo Grial, o a dar cima a fantásticas empresas y enmarañadas aventuras.

Por cierto que al asegurar Montesquieu, si él fue quien lo aseguró, que el Quijote es libro español que se burla de los demás libros españoles, mostró no estar muy enterado de todo lo dicho. Cuanto hay de sobrenatural y sofístico, de soñado y nebuloso, en nuestros libros de caballerías tiene origen extranjero; por moda fue importado en España, aunque recamado y adornado luego por la vigorosa imaginación y fácil estilo de nuestros escritores, entre quienes descuella, fuese quien fuese, el autor del Amadís, «libro único en su arte y el mejor de todos los que en este género se han compuesto», como el mismo Miguel de Cervantes preconiza.

No condenó Cervantes los buenos libros de caballerías. No sólo ensalza el Amadís, sino más ensalza aún, si cabe, a Tirante el Blanco y a Palmerín de Inglaterra. Lo que Cervantes condena, lo que es blanco de burlas, es la exageración, el amaneramiento, las extravagancias viciosas; casi siempre lo exótico y nunca lo castizo.

Más dignos de elogio que de censura son en verdad el refinado sentir caballeresco, la admiración y devoción respetuosa, y la púdica, continente y platónica ternura con que paladines y trovadores sirven o se supone que sirven a sus damas. Dante y Petrarca hicieron brotar de este sentir un limpio y abundante venero de pura poesía. Bien merece cualquiera de ellos que le celebremos llamándole:


   El que al Amor desnudo en Grecia y Roma,
de un velo candidísimo adornado,
volvió al regazo de la Urania Venus.



Pero este mismo sentir se exageró y vició y acabó por amanerarse. Tal vez no fue candidísimo velo, sino pesada y tupida vestidura la que se puso al Amor contrahecho, para encubrir sus fealdades con postizos y falsos adornos. Tal vez el menosprecio y poca estimación que a la generalidad de las mujeres se les concedía se quiso compensar con la adoración sacrílega y mentirosa de alguna singular princesa, de alguna alta y soberana señora.

Corrompido el casto amor cristiano, vino a convertirse con frecuencia en bastardo culto de hiperdulía, el cual, merced a su vehemencia y a sus ímpetus, solía romper todo freno de moralidad y de leyes. Con razón declara, pues, el satírico maldiciente, hablando de las damas así adoradas y servidas, que no gustaba de ellas y que las que él quería que hubiese o imaginaba que en lo antiguo hubo en su patria eran


   todas matronas y ninguna dama;
que este nombre de halago cortesano
no admitió lo severo de su fama.



Y aunque el alambicado amor de los trovadores y de los caballeros a sus damas no traspasase los límites de lo lícito ni tomase trágicas proporciones, siempre solía ser propenso y harto ocasionado a degenerar en cómico y risible. Así lo comprendió Cervantes, y por eso imaginó y creó a Dulcinea.

Habían sobrevenido en el mundo extraordinarios cambios y novedades inauditas, por donde el humano linaje se abrió nuevos caminos y tomó nueva dirección en su marcha. La invención de la pólvora y la de la Imprenta, el más claro conocimiento de la antigüedad clásica, importado en el occidente de Europa por los sabios griegos fugitivos de Bizancio, y, sobre todo, el descubrimiento de la total grandeza y redondez de la Tierra, de inmensos continentes e islas y de dilatadísimos mares, hizo imaginar a muchos que iba a terminar la edad de la fe y que la edad de la razón empezaba.

Por extraña contradicción del pensamiento humano, cuando en la realidad de los hechos y de las cosas se revelaba un fondo poético más alto y más amplio que todo lo previsto y soñado antes ese mismo pensamiento humano, deslumbrado, absorto, ciego por el mismo resplandor de cuanto acaba de descubrir y aún no acertaba a comprender, se rebeló contra la poesía, se empeñó en ser demasiado razonable y se aficionó a la prosa más de lo justo. Apenas vio el haz de lo descubierto y no penetró en las profundidades misteriosas que bajo el haz de lo descubierto se ocultaba. El universo, que en nuestra vanidad presuntuosa juzgábamos ya conocido por experiencia, nos pareció más pequeño y menos hermoso que el que imaginábamos o soñábamos antes en nuestra infantil ignorancia. Las hadas, los encantadores las ninfas y los genios, todo, por tiránico decreto de la ciencia, fue expulsado del mundo real. La epopeya, la poesía narrativa como arte, llegó al mismo tiempo a su mayor perfección en la forma merced a la superior cultura y elegancia que los nuevos idiomas habían alcanzado. De aquí el primoroso florecimiento de la poesía artificial narrativa y la decadencia o más bien la casi imposibilidad de la verdadera epopeya espontánea sentida y creída, hasta en sus recursos y poderes sobrenaturales.

En Italia se trocó en juguete ameno y gracioso toda la romancería, con Angélica, Orlando y Medoro, con el Glorioso Imperante y sus valientes paladines. Todo ello fue menos serio que de chanzas o de burlas; todo para pasatiempo y no para más altos fines. Los entes sobrehumanos de las antiguas mitologías tuvieron que desvanecerse como ensueños o como criaturas sin sustancia, y sólo persistieron como figuras retóricas, abstracciones, alegoría y símbolos, sin vida. Así, La reina de las hadas, de Spencer, con todos los seres amigos y enemigos que la circundan, no vienen a ser a pesar del ingenio poderoso del poeta, sino disfrazadas personificaciones del catolicismo y del protestantismo y de otras ideas, opiniones y conceptos políticos o religiosos. Se derrocharon el saber, el ingenio, el atildamiento y la habilidad primorosa, pudo no pudo aparecer ni apareció la epopeya.

Sólo consiguió suplantarla la historia descarnada y seca, sin milagro de veras creído, sino de algo que naturalmente sucede y que tal vez gustaría o interesaría más contado en prosa que con el trabajoso artificio de la octavas reales. Y sin embargo, apenas se concebía entonces nada mejor en lo épico. Bien lo confirma Cervantes cuando, en el donoso escrutinio de la librería, hace decir al cura que La Araucana, de Ercilla y la Austríada, de Juan Rufo, «son los mejores libros que en verso heroico, que en lengua castellana están escritos, y que pueden competir con los más famosos de Italia».

Lo único que por entonces, a pesar de no pocas deficiencias, se aproxima a la epopeya verdaderamente inspirada fue Os Lusiadas, de Luis de Camoens. Este gran poeta presintió y adivinó todo el valer, toda la maravillosa trascendencia de las hazañas que portugueses y castellanos habían realizado para magnificar y completar en nuestra mente el concepto de la creación o de las incomprensibles obras divinas, en todas las cuales está Dios sosteniéndolas con su poder y llenándolas de su gloria.

Fuerza es confesar, no obstante, que, deslumbrado nuestro espíritu por la magnitud de la realidad descubierta, no acertó por lo pronto a penetrar en el centro de ella y a descubrir allí la nueva poesía. Más bien por virtud del prurito razonador propendió el alma humana a desnudar la naturaleza de sobrenaturales prodigios y a no ver en el mundo sino aquello que se nos aparece por observación y experiencia de los sentidos. Esto mismo lo vimos mal. Apenas tuvimos vagar para hacernos cargo de todo. Por la India pasamos con los ojos cerrados, sin llegar a comprender hasta mucho más tarde su antiquísima civilización, su filosofía y sus ideas religiosas. Al tomar posesión del gran continente americano, formamos, sin duda, inventario científico de cuanto en él había de su flora y de su fauna, de las razas humanas que lo poblaban y hasta de los idiomas que hablaban estas razas, trabajo todo de los españoles, trabajo utilísimo para la ciencia pero sin la visión sintética, sin aquella más elevada y completa concepción que había de ser o podía ser núcleo y fecunda semilla de una poesía nueva.

Lo descubierto o averiguado, daba bastante motivo para que las antiguas expediciones civilizadoras y triunfantes de Osiris y de Baco, de Salomón y de Hirán, y las conquistas de Alejandro y de Trajano, se tuviesen en poco, y para que el poeta pudiese decir, sin pecar de arrogante y presuntuoso:


    Cesse tudo o que a musa antiga canta.
Que outro valor mais alto se alevanta.



Pero si hubo bastante motivo y razón para imponer silencio a la antigua musa, faltaron vigor y aliento fatídico para que la musa nueva llegase a cantar con la requerida y condigna resonancia. El prematuro racionalismo tuvo la culpa. Cuanto se decía o escribía, mejor que en verso estaba en prosa. La prosa más sencilla, la más de buena fe, la que se limitaba a contar lo materialmente visto y no lo espiritualmente soñado, resultaba más poética que el verso.

La misma Reforma contribuyó, poco más tarde, a desnudar cuanto existe de sobrenaturales encantos, a crear en su idea un dios solitario y adusto, escondido en las remotísimas profundidades del cielo, casi sin ángeles, casi sin santos y casi sin la brillante corte celestial de cándidas vírgenes y de bellas pecadoras arrepentidas.

La manía de lo experimental, el recto juicio, el método baconiano, el no apreciar sino lo bien observado por los sentidos, hubieron de prevalecer así, procurando destruir la poesía como ficción dañosa o ridícula, a no considerarla como primorosa tarea de mero pasatiempo que divertía o interesaba, pero que no enseñaba. Lo sustancial, lo didáctico, lo concionante, se puso en prosa. Los libros científicos del Rey Sabio valen mil veces más que todos sus versos. López de Ayala es ya un grave historiador y sabio político y no un descarnado cronista o un juglar cantor de gestas. Y la narración fingida en prosa, la novela y el cuento cuyo contenido es una lección moral, política o religiosa, prevalece y se sobrepone a casi todas las coplas y discreteos sutiles de los cancioneros.

Desde épocas muy antiguas, desde antes que se formase y pudiese el habla castellana, el ingenio español dio brillantes muestras de su rara aptitud para la narración prosaica. No hubo género de novela o de cuento que entre nosotros no se cultivase y no diese sazonados frutos. Tofail y Lulio encerraron sus filosofías en novelas. Dechado perfecto del apólogo ejemplar nos dio el infante don Juan Manuel. Restaurados recuerdos de la soñada edad de oro y de antiquísima poesía que ya pasó, en combinación con sutilezas petrarquistas y platónicas, inspiraron sus novelas pastoriles a Bernardín Ribeiro, a Jorge de Montemayor y a Gil Polo. La novela histórica, presentida y en cierto modo realizada con candidez graciosa, nace con Ginés Pérez de Hita y con Antonio de Villegas. Y la realidad vulgar de la vida humana, las costumbres, pasiones y sentimientos de la plebe, sin pesimismo tétrico, con más alegría y con menos coturno que ahora, dan ser a la novela picaresca, en la que se ensaya y sobresale el mismo Cervantes, apercibiéndose y adiestrándose para escribir el Quijote.

Lo ideal y lo real a la vez, lo novelesco y lo dramático juntos, lo más trágico y lo más cómico, maravillosamente fundido en diálogos llenos de verdad y hermosura, producen, por último, La Celestina, libro singular, germen rico del teatro y de la fingida narración en prosa de las edades venideras.

Tales eran, en mi sentir, las corrientes del pensamiento cuando Miguel de Cervantes vino al mundo y dio razón de quién era, así en sus hechos como en sus dichos.

Miguel de Cervantes fue un gran poeta, sin duda. Y no menos que en prosa hubiera sido gran poeta en verso, si las circunstancias no le hubieran sido contrarias. Reflexivamente cedía al espíritu razonador de su época; negaba lo milagroso, poniéndolo en parodia; pero lo amaba con entusiasmo, al par que lo negaba y lo parodiaba. Su chistoso y benigno humor pone de manifiesto a cada paso esta inclinación suya, en ninguna parte con mayor claridad y gracia que cuando Don Quijote, en vez de persuadir a Sancho de que era sueño o embuste el retozo que tuvo en el cielo con las Siete Cabrillas, se allana a creerlo todo, con tal que Sancho crea cuanto él acertó a ver en la cueva de Montesinos. Y si hasta para lo absurdo, con tal que fuese divertido o poéticamente hermoso, Cervantes propendía a la credulidad y repugnaba el escepticismo, ¿cómo ha podido suponer nadie que Cervantes dudó nunca de la grandeza de su patria, que censuró las doctrinas y principios que informaban la civilización y el gran ser de España en su tiempo, y que lo escarneció todo, empeñándose en reformarlo, o más bien en trastornarlo, como el más audaz progresista, librepensador y revolucionario de nuestros días?

Aunque en algo harto menos esencial, arrastrado por la nueva corriente del pensamiento, Cervantes aparezca a veces como burlándose, o como censurando instituciones, doctrinas, hechos y cosas que en lo más hondo del alma todos en su tiempo respetaban, yo tengo por cierto que la censura o la burla de Cervantes no iba ni podía ir sino contra la malicia, contra la flaqueza o contra la viciosa condición de los hombres, que torcían la rectitud o maleaban y viciaban la dignidad y la conveniencia del las instituciones, base y sostén entonces del orden establecido. Para suponer, además, no pocas de esas censuras o burlas apenas hay otro fundamento que el capricho de quien las supone. Muy lejos estaba de la intención de Cervantes el ofender a los monjes benitos, haciendo que Don Quijote les diga: «Ya os conozco, fementida canalla»; y más lejos aún el burlarse de ciertas ceremonias inquisitoriales en las exequias y resurrección de Altisidora. Si alguna vez Cervantes nos presenta desmandada y pecaminosa a la gente de Iglesia, lo es para injuriarla, sino porque la coloca bajo el predicamento de los demás seres humanos, y la sujeta también a sus miserias y debilidades. Así, pongamos por caso los individuos todos de aquella congregación en la que pudo elegir cierta discreta señora sapientísimos teólogos y predicadores elocuentes, si bien prefirió a un lego sano y robusto.

Al que busca en el Quijote una doctrina esotérica de reformador revolucionario, una solapada sátira social y política, algo que propende a socavar las bases de la sociedad en que vivía, a fin de fundar ciudad y modo de ser nuevos, abominando y maldiciendo lo existente, le comparo yo al rey de Moab cuando encantusó al profeta y le envió a que maldijese a Israel desde la cumbre de la montaña; pero el profeta vio al pueblo David acampado en la llanura, y el espíritu del Altísimo se echó sobre él y llenó su alma, y, en vez de maldecir, entonó un cántico de alabanzas y colmó a Israel de proféticas bendiciones.

Imposible parece que la obcecación de algunos comentadores haya llegado hasta el extremo de convertir en desaforado progresista a un español tan de su época como Cervantes, tan a prueba de desdenes, tan resignado con su pobreza, tan conforme con su condición menesterosa y humilde, tan confiado en la grandeza de su patria, tan entusiasta de sus pasadas glorias y tan seguro de sus altos y futuros destinos.

Todavía me parece más desatinado quien califica a Cervantes, no ya sólo como contrario de su patria, sino como contrario también y despiadado burlador de creencias llenas de benéfica poesía, calificándolas antes de ilusorias en nombre de una realidad malsana.

Cervantes en mi sentir, en todo cuanto escribió, y más que nada en el Quijote, tuvo tal fe en el ser inmortal y en la omnipresencia de la poesía, que para buscarla y hallarla no acudió a la metafísica, no se elevó, traspasando el tiempo y el espacio, a regiones ultramundanas y etéreas, sino que casi se encerró en los no muy amenos ni pintorescos campos de la Mancha, y encantándolos con su ingenio y tocando en ellos como con una vara de virtudes hizo brotar del estéril suelo manantiales poéticos más abundantes y salubres que los de Hipocrene y Castalia.

Cuando lo mejor del mundo era nuestro; cuando, unido Portugal a España, nuestro imperio se dilataba por el remoto Oriente y nuestro pabellón ondeaba sobre ciudades y fortalezas de la China y de la India; cuando nuestros soldados y nuestros misioneros llevaban la religión, el habla y la cultura de España por mares nunca antes navegados, y así entre naciones y tribus selváticas como por Italia y por Flandes y por otras regiones no menos cultas y adelantadas de Europa; cuando atajábamos el arranque invasor del turco y empujábamos hacia el Norte la herejía luterana, no marchitos aún los laureles de San Quintín y Lepanto, y más engreídos por la gloria que recelosos de vencimiento y de caída, es gran disparate imaginar que se propusiese Cervantes en el Quijote reírse de su nación y de los sentimientos y doctrinas que la habían subido a tanta altura, y que se propusiese reformarlo y cambiarlo todo. Su benignidad, su indulgencia, el cariño con que mira todo lo español, haciendo simpáticos hasta a los mismos galeotes, prueban lo muy lejos que estaba Cervantes de tratar mal a nuestros reyes, príncipes y gobernantes, contra los cuales no podían impulsarle ni remota envidia ni emulación inverosímil desde la insignificante posición en que, resignado y conforme, él se veía. Y no digamos que esta resignación y esta conformidad hicieron abyectos a los españoles de entonces, incapaces para el adelanto y para las mejoras e indignos del Imperio. No digamos, como dice Quintana, cediendo a flamantes preocupaciones y haciéndose eco de forasteras y liberalescas calumnias, que el despotismo fanático puso en el español corazón de esclavo, degradándole y despojandole así del imperio del mundo. En ningún personaje del Quijote, representación fiel de los hombres y de la vida de España en aquella edad, se advierte el menor rastro, el más leve signo de sumisión servil, de vileza o de mansedumbre extremada. Nótanse, por el contrario, a par de la subordinación y el respeto a la autoridad fundada por Dios y por el ministerio del pueblo, a quien Dios inspira, el amor de la igualdad, el más soberbio espíritu democrático y la independencia más briosa, la cual raya a menudo en menosprecio, cuando no de la autoridad misma, de sus inferiores agentes o ministros. Don Quijote llama a los cuadrilleros «ladrones en cuadrilla», y no sólo desafía y provoca a la Santa Hermandad, sino a Cástor y Pólux, a los Macabeos y a todos los hermanos y hermandades que ha habido en el mundo. Sus fueros son sus bríos; sus pragmáticas, su voluntad. Y no es sólo el caballero andante quien, por serlo, se considera campando por sus respetos, horro de toda servidumbre y sin miedo ni sujeción a nadie, sino que también la gente menuda y plebeya tiene los mismos humos y gasta los mismos arrestos y bizarrías. Juan Palomeque, el Zurdo, desdeña con mucho reposo los ofrecimientos que le hace Don Quijote de vengar sus agravios: «Yo no tengo necesidad -le dice- de que vuestra merced me vengue ningún agravio, porque yo sé tomar la venganza que me parece.» Y los pelaires de Segovia y la demás gente maleante y juguetona que mantearon a Sancho tienen también tan en poco como Juan Palomeque el poder vengador de Don Quijote. No consintieron que se atrancase la puerta de la venta para repararse contra él, ni lo hubieran consentido aunque, en vez de Don Quijote, hubieran venido a castigarlos todos los héroes de la Tabla Redonda y el propio rey Arturo.

¿Qué corazón de esclavo hay en el valiente, generoso y terrible Roque Guinart, o en la gallarda, celosa y vehemente Claudia Jerónima, enamorada matadora de Vicente Torrellas? Si pecan por algo los personajes del Quijote, no es por lo sumisos, sino por lo desaforados. Y esto no se opone ciertamente a la cortesía, a la bondad y a la cultura. ¿Con qué franca y cordialísima hospitalidad no reciben, agasajan y regalan al caballero andante y a su leal escudero, ya los duques en su castillo, ya Camacho el rico, ya Basilio y Quiteria, ya don Diego de Miranda, ya don Antonio Moreno, ya las zagalas y los pastores cortesanos de la fingida Arcadia, y ya los mismos rústicos cabreros, que hospedan en su choza al amo y al criado, que comparten con ellos su cena frugal y que oyen respetuosos y embelesados el hermoso discurso que Don Quijote pronuncia, inspirado por el puño de bellotas que tiene en la mano, y que retrae vivamente a su imaginación la soñada edad de oro, la cual, en aquel momento, más nos parece realizada que soñada?

Ni rustiqueza, ni grosería, ni amilanamiento, se advierten en las personas y en la sociedad que en el Quijote se describen, sino el gran ser y la energía de una nación que vive aún en el mayor auge de su poder y más confiada, en su duración que recelosa en su decadencia.

No es abatida resignación, sino conformidad alegre, activa y sana la que Cervantes se complace en describirnos. Llega a la aldea el pintor de mala mano; el Ayuntamiento le encarga pintar las armas, y él no acierta a pintar tanta baratija; pero en vez de desesperarse, se conforma con su mala ventura, toma el azadón y se va al campo a cavar como un gentilhombre. Por la libertad debemos exponernos a los mayores peligros y aventurar la vida; pero si la libertad no se logra, no debemos caer en inactiva postración y en melancolía inútil, sino sacar ventaja hasta del cautiverio y de la mala suerte. No se desespera Ginés de Pasamonte porque le lleven a gurapas, sino que se consuela, al ir a ellas, con el alegre propósito y con la risueña esperanza de que allí ha de tener vagar para seguir escribiendo la historia de su vida, que ha de superar en amenidad y en enseñanza a la del Lazarillo de Tormes o a la más divertida de todas las novelas picarescas.

El sufrimiento es una virtud cuando no nace de menosprecio de la ley moral o de la poca cuenta que de la honra se tiene; y de este sufrimiento sin mácula estaban mejor dotados los españoles de entonces que los de ahora. La gracia, el chiste, la risa benévola que no lastima ni hunde a quien la provoca, era y es remedio y panacea de los pesares. Risa tal apenas se da hoy; Cervantes la tenía como precioso don del Cielo. Hoy la seriedad nos abruma. Se diría que hemos nacido para llorar y no para reír. Un poeta contemporáneo asegura que nos ponemos feos riendo, y llorando estamos muy guapos:


   El rostro que nos dio Naturaleza,
nuestro destino avisa:
en la aflicción, vestido de nobleza,
y disforme en la risa.



Yo, no obstante, me atrevo a entenderlo al revés de como lo entiende este poeta. Nada más propio que la risa del noble ser racional y humano. Los animales se afligen y se lamentan, pero nunca ríen. La risa sin hiel es celeste propiedad de los dioses, y en la Tierra, privilegio exclusivo de los hombres sanos y fuertes. Seguro indicio de salud y de fortaleza es reír con suavidad y dulzura. Éste es el mayor y más misterioso encanto del libro del Quijote. No se concibe tal risa sin la debida conformidad con Dios y sin reconocer y declarar que cuantas cosas Dios creó son buenas, como el mismo Dios dijo al crearlas. A nada conduce el ser quejumbroso y maldiciente. No por el ansia furiosa de trastornar y destruir, sino conservando y mejorando, con lentitud y perseverancia, es como el progreso se consigue. Empecatada filosofía de la Historia es, a mi ver, la que supone que la Humanidad no adelanta sin aborrecer lo presente y sin procurar derribarlo con violentos trastornos, luchas y ruinas. Tan absurdo me parece considerar que fuera indispensable requisito, para que fuese España la primera nación del mundo, el expulsar, expilar y quemar a unos cuantos millares de judíos y herejes, como el entender que convenía pasar por el trance de la Reforma, con su recrudescencia del fanatismo, con sus guerras civiles e internacionales, con sus matanzas y suplicios para alcanzar al cabo la libertad de conciencia, o como el imaginar que el más próspero estado y la mayor cultura de la Europa de nuestros días, aun suponiendo que no es problemático todo ello, se deben a la sangrienta Revolución francesa y al más sangriento fruto que dio de sí: al déspota que, sin más alto propósito que su ambición y su capricho, llenó durante años a Europa de estragos y muerte para dejarlo todo, al fin, como antes estaba.

Como quiera que sea, aunque siendo verídica tal filosofía de la Historia, aun siendo fatal o providencialmente ineludible que haya violentas revoluciones para que adelante la Humanidad, yo no noto el menor indicio de que Cervantes las prepare o las anuncie, ni puedo tampoco fundar en tan imaginaria preparación la más pequeña parte de la gloria de nuestro admirable novelista. Lejos de castigar él con suaves burlas y benigna risa nada de cuanto en España se veneraba, sólo castigó, venciendo el afecto que le movía a amarlo, lo ya condenado y castigado por nuestras leyes y por nuestros más castizos ortodoxos, teólogos y moralistas: por Luis Vives, Benito Arias Montano, Melchor Cano, Alejo de Venegas y fray Luis de Granada.

No todo cuanto Cervantes vio y experimentó durante su agitada y trabajosa vida podía causarle contento ni inspirarle alabanzas; pero su invencible alegría se sobrepuso a todo. En nada vio lo feo, sino lo moral y noblemente hermoso. No ya Lucinda, Dorotea, la inocente y amorosa doña Clara y Ana Félix, la morisca, sino hasta la Tolosa, la Molinera y la desdichada Maritornes tienen algo que, como criaturas de Dios, las dignifica y hermosea, vedando el desprecio y moviendo a compasión respetuosa el sello divino del Hacedor en el alma humana indeleblemente estampado. La fuerza mágica del estilo de Cervantes, más que en acumular tesoros poéticos, se muestra en el hacer surgir la poesía de la misma realidad desnuda y pobre. El amor con que Cervantes pinta y representa esta realidad la ilustra con vivos y gratos resplandores.

Cuando Cervantes dice: «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme...», entienden no pocos comentadores que Cervantes tenía muy desagradables recuerdos de dicho lugar y que deseaba tomar venganza de los malos tratos que en él le dieron; pero los comentadores se quiebran de puro sutiles, o bien la venganza de Cervantes fue generosa y en extremo dulce. Alonso Quijano, el Bueno, salvo su graciosa locura, es un dechado de perfección moral, de talento y de recto juicio, de urbanidad y cortesía. Maese Nicolás, el Barbero, es persona de buenas prendas y apacible trato. El señor Cura no puede ser mejor de lo que es, ni el Bachiller Sansón Carrasco puede ser más regocijado, más ameno y más dispuesto a suaves burlas, sin perjuicio ni mortificación de nadie. La vida del lugar es tan grata, que, en vez de desear nadie olvidarse hasta de su nombre, siente el prurito de ir a pasar en él una temporada, entreteniéndose en sabrosas pláticas y en saludables paseos con los personajes ya nombrados, o yendo al arroyo, donde, nueva Nausicaa, lavaba la ropa Sanchica cuando acertó a llegar el paje con la carta de la Duquesa, el vestido verde de cazador y la bonita sarta de perlas.

Todavía hay otro comentario o interpretación insufrible y arbitraria a todas luces, interpretación ofensiva y calumniosa para Sancho Panza, sin el más leve y razonable fundamento. ¿Cómo suponer que Sancho bueno, Sancho discreto, Sancho gracioso, Sancho que sigue a su amo, no por las esperanzas de la ínsula, sino porque le ama y le respeta, aun cuando duda de su cabal juicio, y porque sólo la pala y el azadón pueden apartarle de él; cómo suponer que Sancho, que monta intrépidamente en Clavileño y transpone el remotísimo reino de Candaya para rapar las barbas de la Trifaldi y de sus compañeras, es un egoísta, codicioso, glotón e interesado? Su inocente malicia, sus gracias y donaires, que le ganan el favor, el cariño y la confianza de la Duquesa; su rectitud y tino en el gobernar, mientras le duró el gobierno de la Barataria; el desprendimiento, digno de Job, con que dejó de ser gobernador y volvió a ser escudero, todo muestra que el alma de Sancho, tal como Cervantes la ha creado, no es triste y fiel trasunto de la mezquina realidad donde Cervantes arroja y deposita desdeñosamente las impurezas todas. No es Sancho personificación de la realidad grosera, vulgar y egoísta que se contrapone a lo ideal, a lo sublime, hasta rayar en locura, que llena el alma de don Quijote, haciéndola merecedora de respeto y de admiración aun en medio de sus mayores extravíos. Sancho, en suma, no es contraposición, sino complemento de Don Quijote. Sancho es el rústico ideal español de aquella época, como Alonso Quijano, el Bueno, es el modelo ideal del hidalgo español de la época misma, sobre todo no bien recobra su cabal juicio, poco antes de su tranquila y cristiana muerte. Alonso Quijano no la teme ni la desea, porque ama la vida, porque el ansia de goces y de venturas, superiores acaso a nuestra condición y a nuestros merecimientos, no le acibara o emponzoña lo presente con el anhelo atormentador de un porvenir soñado. Ni a la prolongación de los tiempos, durante la vida terrestre del linaje humano, ni fuera de esta vida, a más altas y ultramundanas esferas, acude Cervantes para consuelo de nuestras cultas, para compensación de nuestros infortunios y para justificación de la Providencia divina. Y no porque Cervantes carezca de esperanza, sino porque su felicidad no la exige, sino porque dice, como el poeta místico:


Aunque no hubiera cielo, yo te amara.



Para saciar su sed de bienaventuranza no es menester una eternidad; un leve momento le basta, si humildemente se conforma con la voluntad de Dios, a quien ama, y adora. La paz de la conciencia, la dulce satisfacción del deber cumplido, valen y duran tanto para un corazón humano como la más perdurable gloria. No necesita acudir Dios a sobrenaturales recursos para la paga de nuestras buenas acciones. Hermosamente lo expresa Don Quijote al terminar los preceptos y reglas que da a Sancho para adorno y salud de su alma: «Si estos preceptos y estas reglas sigues, Sancho, serán luengos tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible, casarás tus hijos como quisieres, títulos tendrán ellos y tus nietos, vivirás en paz y beneplácito de las gentes, y en los últimos pasos de la vida, te alcanzará el de la muerte en vejez suave y madura y cerrarán tus ojos las tiernas y delicadas manos de tus terceros netezuelos.»

¿Qué rastro, qué indicio de amargura, qué queja ni qué odio, ni contra el orden social, ni contra la gente contemporánea suya, ni menos aún contra el mismo Dios, puede atribuirse a quien viejo, en humilde posición, enfermo y pobre y poco atendido y considerado, tan dulces y amorosas palabras escribe? Por eso le hemos comparado al profeta que fue a maldecir a Israel desde la cumbre de la montaña y cayó sobre él el espíritu del Altísimo y llenó su alma, y el profeta rompió en un cántico de alabanzas y colmó a Israel de bendiciones.

Tal vez contra su reflexivo propósito infundió el amor en el alma sana y fuerte de Cervantes esta inspiración tan opuesta al tétrico pesimismo, al furor antisocial o blasfemo que nos contrista y nos atormenta en el día de hoy.

Como quiera que ello sea, yo busco y no hallo la sátira amarga que en el Quijote se esconde. No veo el triste reconocimiento de los males, y menos aún el violento remedio que se les debe aplicar. La manía de convertir el arte liberal en arte servil y útil, de cifrar la mayor excelencia y perfección del arte en algo que está fuera del arte mismo, sometiéndolo profanamente a tan extraño propósito, es, a mi ver, la causa de tan infundadas interpretaciones. ¿Qué más puede pedirse a una obra artística, para reconocerla perfecta y merecedora de alabanzas inmortales, que la abundancia de gracia con que nos regocija el alma, y la elevación y nobleza del sentido moral con que la purifica, la mejora y la ilustra?

Es, por otra parte, contradictorio suponer, para que el arte no sea inútil, que toda su utilidad se cifra y resume en una doctrina oculta, cuyo significado no se aclara hasta mucho después de haber pasado la ocasión oportuna de aclararlo. La declaración tardía del misterio anagógico del Quijote convertiría libro tan ameno en una broma pesada y cruel que acabaría por hacernos a su autor aborrecible.

Supongamos que Cervantes notó y deploró muchos males que había en su época, los censuró con tanta acritud como disimulo y se propuso ponerles eficaz remedio, cifrando la receta para su curación en el más enmarañado logogrifo. Como nadie entendió bien el logogrifo, nadie tampoco pudo valerse de la virtud terapéutica que en logogrifo se escondía, ni curar por medio de ella, ni reformar ni mejorar a los hombres.






 
 
FIN DE LOS «DISCURSOS ACADÉMICOS»
 
 


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