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El ajedrez del diablo

Comedia en un acto y en prosa

Joaquín Calvo-Sotelo



PERSONAJES
 

 
LEOPOLDINA.   (Treinta y cinco años)
BRAULIA.   (Veinticinco)
ROSA.   (Veinte)
DON AUGUSTO.   (Cincuenta y cinco)
BENJAMÍN.   (Veinticinco)
DON MAURICIO.   (Sesenta y ocho)
GÓMEZ.   (Cincuenta)
 

La escena transcurre en la planta baja de una villa veraniega situada en un pueblo del Norte no muy determinado. En el lienzo del fondo se abre una escalera que conduce a las habitaciones de la planta superior. Próxima a su arranque hay una puerta batiente, frente al público, que conduce a la cocina y a las dependencias del servicio. Entre ambas, una pequeña ventana. En el lienzo de la derecha -se entiende siempre la del espectador, y no la del actor- se abre la puerta de la calle.

   

El mobiliario es muy escueto: una mesa camilla, en el centro, con dos sillas, una lámpara de pie, un viejo arcón de madera, bajo la ventana, es casi todo lo que precisa la acción. Ello no es óbice para que estos sumarios elementos se completen con cuantos se considere oportuno para dar a la escena cierta gracia y cierto carácter.

   

Al comenzar la acción, es de día. Son las cinco de la tarde de un caluroso día de verano. DON AUGUSTO CADAVAL -sandalias, pantalón de franela, chaqueta deportiva, lentes y cachimba- estudia en el ajedrez que hay sobre la mesa camilla unas jugadas difíciles. BENJAMÍN, su sobrino, vestido también con arreglo al patrón clásico de los veraneantes del Norte, lee un libro. Mientras se levanta el telón, suena el timbre de la puerta.

 



AUGUSTO.-  ¿Qué es de Braulia?

BENJAMÍN.-  No sé, tío.

AUGUSTO.-  Pues anda, abre tú.

BENJAMÍN.-  Ya voy, tío.

 

(Abre, en efecto, y recoge unos periódicos y unas cartas que alguien le entrega.)

 

AUGUSTO.-  ¿Qué hay?

BENJAMÍN.-  El «ABC» y unas cartas.

AUGUSTO.-  A ver...

 

(ROSA es la novia de BENJAMÍN, y asoma por la ventana del foro. Trae una rama en la mano y con ella golpea el cristal de la ventana. En seguida, se encoge para no ser vista. DON AUGUSTO ha roto la faja del «ABC», y lo lee tranquilamente. Su rostro queda oculto por sus páginas a los espectadores. Nadie repara en el juego de ROSA, hasta que ésta lo repite dos veces. Entonces DON AUGUSTO interrumpe su lectura.)

 

AUGUSTO.-  ¿Quién está llamando en la ventana?

BENJAMÍN.-  No sé...  (Se aproxima a la ventana y mira a derecha e izquierda.)  No hay nadie.

AUGUSTO.-  Pues alguien llamaba, desde luego.

BENJAMÍN.-  No sé...  (Transición.)  ¿Hay alguna noticia interesante?

AUGUSTO.-  Sí, el Gobierno de hoy es el mismo de ayer. Curioso, ¿no?, ¿qué habrá pasado?

 

(ROSA insiste en sus llamadas. Las acusan simultáneamente tío y sobrino. AUGUSTO deja el periódico, con un punto de cólera. BENJAMÍN, sin esperar nuevas órdenes, acude otra vez a la altura de la ventana. ROSA se agazapa de nuevo.)

 

¿Has oído?

BENJAMÍN.-  Sí, sí.  (Hace ademán de abrir la ventana.) 

AUGUSTO.-  No, no. ¡No abras! Que se llena esto de moscas en seguida.

BENJAMÍN.-   (Perplejo.)  Pues...  (Hasta que de pronto, ROSA se deja ver.)  ¡Si es Rosa!...  (Aclara a su tío.) 

AUGUSTO.-  Vaya, hombre, idilio tenemos...

 

(ROSA, le invita con el ademán a que abra la ventana.)

 

BENJAMÍN.-   ¿Qué dices?  (ROSA repite el gesto. Ahora BENJAMÍN la comprende.)  No puedo.  (ROSA, a su vez, tampoco entiende muy bien a BENJAMÍN.)  ¡Que no puedo!  (ROSA le pregunta con el gesto el porqué.)  Porque se llena esto de moscas.  (ROSA no entiende.)  ¡Que se llena esto...! ¡¡Moscas, moscas!!  (ROSA sigue sin entender.)  ¡Moscas, moscas!  (Transición.)  ¡Qué niña! ¡Es tonta de caerse...!

AUGUSTO.-  Muchacho, se trata de tu novia.

BENJAMÍN.-   (Como un energúmeno.) ¡¡¡Moscas!!!

 

(AUGUSTO ha vuelto al ajedrez, debajo de cuyo tablero guardó el «ABC».)

 

AUGUSTO.-  ¿Y por qué no sales y hablas con Rosa lo que tengas que hablar?

BENJAMÍN.-   (A ROSA.)  ¡Aguarda!

 

(Y abre la puerta y sale a la calle. En ese momento LEOPOLDINA desciende la escalera. LEOPOLDINA lleva pantalones y una blusa blanca. Es una mujer desenvuelta e incitante. Se ve que ha tomado el sol en la playa.)

 

LEOPOLDINA.-   ¿Volvió Braulia, vidita?

AUGUSTO.-  No me llames vidita delante de gente.

LEOPOLDINA.-   ¿Y dónde hay gente, mi cielo?

AUGUSTO.-  Ahí, en la puerta, están Benjamín y Rosa.

LEOPOLDINA.-   Ah, ¡qué graciosilla es Rosa!, ¿verdad?

AUGUSTO.-  A Benjamín, al menos, así se lo parece.

LEOPOLDINA.-   (Se asoma por la puerta, a medio abrir.)  ¿Qué hay, Rosa?

ROSA.-  Buenos días.

LEOPOLDINA.-  ¿Qué hacéis ahí con tanto calor? Pasad, que voy a datos una cañita de manzanilla muy fresca.

ROSA.-  Oh, no, Leopoldina.

LEOPOLDINA.-  Anda, anda....

 

(ROSA es muy mona, pero cursilita de maneras y de indumentaria. Penetran los dos en la casa. Cuando BENJAMÍN va a cerrar la puerta tras sí, llega BRAULIA. Entonces, él entra sin cerrar la puerta. BRAULIA es una chica de servir. Viste un trajecito blanco que le hace especialmente seductora. Trae en la mano muchos paquetes, tantos, que le cuesta trabajo cerrar la puerta.)

 

ROSA.-  Qué simpática es Leopoldina, ¿verdad, Benjamín?

BENJAMÍN.-  Sí, en visita todos somos encantadores...

ROSA.-    (Inflamada de admiración por LEOPOLDINA.) ¡Oh, es guapísima tu tita...!

BENJAMÍN.-   (Entre dientes.)  A cualquier cosa le llaman tita...

ROSA.-  ¿Qué quieres decir?

BENJAMÍN.-  Nada, nada...

 

(LEOPOLDINA, que se había alejado de la puerta, mientras ROSA y BENJAMÍN dialogaban, se acerca de nuevo a ellos.)

 

LEOPOLDINA.-   Ah, mira, Braulia. A punto viene... Sírvanos un poco de manzanilla, Braulia.

BRAULIA.-  En seguida, señorita. Pero déjeme que ponga todos los paquetes dentro.

 

(Hace mutis por la puertecita del foro derecha, de donde saldrá, cuando el diálogo lo marque, con una botella de manzanilla y unas cañas.)

 

LEOPOLDINA.-   ¡Estás preciosa, Rosita! Y qué bonito bolsillo...

 

(ROSA lleva un bolsillo que disuena espantosamente con su toilette.)

 

ROSA.-   ¿De verdad cree que le va bien al traje?

LEOPOLDINA.-   (Sin que se le trasluzca la menor ironía.)  Como anillo al dedo, Rosita... ¡Ah! La manzanilla...

 

(BRAULIA descorcha la botella y sirve manzanilla a diestro y siniestro. En el ínterin suena el timbre. BRAULIA abre la puerta. Entra DON MAURICIO. Es un hombre de pueblo. Viste ruralmente.)

 

BRAULIA.-  Buenos días.

MAURICIO.-   ¿Entro en mal momento, don Augusto?

AUGUSTO.-   Al contrario, es usted la oportunidad misma. Tómese una caña con nosotros.

BRAULIA.-   (Al tiempo que le sirve.)  Es pura nieve.

LEOPOLDINA.-  ¿Y usted, cómo lo sabe?

BRAULIA.-  Lo digo por lo fría que viene la botella.  (BRAULIA sirve la manzanilla.)  

MAURICIO.-  No debía probar ni una gota.

AUGUSTO.-  ¿Y eso por qué?

MAURICIO.-  Porque está uno ya muy cuarteado.

AUGUSTO.-  Bueno, bueno...

MAURICIO.-   Ustedes van ahora por lo mejor de la vida, pero uno...

AUGUSTO.-  Tiene usted salud para enterrar hasta a Rosita. Usted nos llorará a todos... si nos llora.

MAURICIO.-  Siempre tan bromista...

LEOPOLDINA.-   (En son de brindis.)  A la salud de don Mauricio y... por la felicidad de los novios.

 

(Hace un guiño malicioso a ROSA y a BENJAMÍN. Todos apuran sus cañas.)

 

AUGUSTO.-  Braulia: en mi mesita de noche hay un sobre azul. Tráigamelo, haga el favor.

BRAULIA.-  En seguida, señorito.  

(Mutis escaleras arriba.)

 

ROSA.-   (A BENJAMÍN.)  Yo me marcho, Benjamín... He de ir a encargar una misa en la capilla, pero vuelvo en seguida, ¿quieres?

BENJAMÍN.-  Bueno.

LEOPOLDINA.-  ¿Qué oigo? ¿Te marchas, salada?  (La besa, muy cariñosa, en ambas mejillas.)  Ya sabes dónde nos tienes y que te queremos mucho, mucho...

ROSA.-  Leopoldina, yo a ustedes también. Adiós, don Augusto.

AUGUSTO.-  Adiós, muchacha.

 

(BRAULIA baja de la planta alta con un sobre en la mano.)

 

BRAULIA.-   (A DON AUGUSTO.)  ¿Es éste el sobre?,

AUGUSTO.-   Sí.  (Le entrega el sobre a MAURICIO.)  La renta de la casa, señor administrador. Y dígale al dueño que me parece un disparate de cara.

MAURICIO.-   Vamos, don Augusto, no se queje...

AUGUSTO.-  Bueno, bueno...

MAURICIO.-   (A ROSA.)  Si su novio no se pone celoso, saldré con usted.

BENJAMÍN.-  Espero que se porten correctamente.

MAURICIO.-  Adiós, señores.

LEOPOLDINA.-  Adiós, don Mauricio. No se olvide.  (Mutis de ROSA, BENJAMÍN y MAURICIO.)  Este don Mauricio es el pelmazo número uno. Siempre con sus cosas... «Ustedes, que están en lo mejor de la vida»... «Yo, en cambio...» ¡Jesús, qué cargante!

 

(DON AUGUSTO lee una carta, mientras habla LEOPOLDINA y BRAULIA recoge las cañas y la botella y parece dispuesta a retirarse.)

 

AUGUSTO.-  ¡Maldición!

 

(BRAULIA retrocede y se le acerca, sinceramente alarmada.)

 

BRAULIA.-  ¿Le sucede algo al señor? ...

AUGUSTO.-  ¡Otro anónimo!

BRAULIA.-  ¿Cómo?

LEOPOLDINA.-  Braulia: retírese, haga, el favor. Esto no le interesa a usted. Braulia.  (En la puerta del foro.)  Me retiraré, pero interesarme, ¡vaya si me interesa!

LEOPOLDINA.-  ¿Qué pasa, Augusto?

AUGUSTO.-  Lo dicho; acabo de recibir otro anónimo.

LEOPOLDINA.-  ¿Contra mí, como el de la semana pasada?

AUGUSTO.-    (Mientras lee.)  Hasta ahora, no.

LEOPOLDINA.-  Pues ¿contra quién?

AUGUSTO.-  Contra Benjamín.

LEOPOLDINA.-  ¿Qué dice?

AUGUSTO.-  «Vigile a su sobrino Benjamín. No tiene otra profesión que la de aparentar quererle, pero le importa usted un bledo. Sólo se preocupa de sí mismo y de su novia Rosa. Cuidado con él, que "flinge" mucho».  (Pensativo.)  «Que flinge mucho...»

LEOPOLDINA.-  ¡Vamos...!

AUGUSTO.-  «...que finge, que finge...»

LEOPOLDINA.-  ¿Qué te sucede?

AUGUSTO.-  ¡Ay!, ¡ay!, que sé quién ha escrito esta carta...

LEOPOLDINA.-  ¿Cómo dices...?

AUGUSTO.-   Que sí, que sí, que sí...

LEOPOLDINA.-  ¿Y quién ha sido?

AUGUSTO.-  Que has sido tú, que has sido tú...

LEOPOLDINA.-  ¡Augusto, mi cielo! Yo no puedo soportar esa acusación tan injusta. ¿En qué te fundas para ofenderme?

AUGUSTO.-   (Sibilinamente.)   «Que flinge mucho...» ¿Quién dice flinge, Leopoldina?

LEOPOLDINA.-  Pues... todo el mundo, cuando habla de flingimientos...

AUGUSTO.-  No se dice «flingimientos», Leopoldina. Se dice fingimientos. Y no se dice que «flinge», se dice que «finge».

LEOPOLDINA.-   ¿Y qué más da?

AUGUSTO.-  Tú sí, tú crees que da lo mismo, por eso cuando entraste en mis oficinas pusiste esa ele en donde no hacía falta, y yo te llamé a mi despacho para informarte de que tú y la ele sobrabais en mi casa. Pero resulta que me he quedado con las dos. ¡La ele delatora, hijita mía! Gracias a ella, la carta, aunque anónima, es lo mismo que si viniera firmada.  (Con una creciente cólera.)  ¿Y qué significa esto?  (BENJAMÍN regresa ahora de acompañar a su novia y se introduce en la casa después de cerrar la puerta, que había dejado abierta.)  Que seguramente el anónimo de la semana pasada, en el que se me decía que tú tenías un pasado muy turbio, era obra tuya, Benjamín sinvergüenza, y que os estáis dedicando a desacreditaros mutuamente para que el que venga expulse al otro de mi lado.

BENJAMÍN.-  ¿Qué es lo que pasa?

AUGUSTO.-  Lee, sobrino, lee... "que flinge" mucho y el día menos pensado le desjarretará un tiro por la espalda y se quedará tan campante...» Eso dicen de ti... Y ahora me doy cuenta de que tú fuiste el que la semana pasada, en otro anónimo vergonzoso, pusiste a Leopoldina, que te consta que es un ángel de chupa de dómine.  (BENJAMÍN baja la cabeza.)  ¿Vais a estar siempre como el perro y el gato? ¿Cuál es tu ideal, Benjamín? ¿El que yo coloque a Leopoldina de patitas en la calle? Pues no lo conseguirás, porque Leopoldina me quiere y yo a ella...

LEOPOLDINA.-  No te excites, mi vida.

AUGUSTO.-   Y tienes que hacerte a la idea de que la debes respeto y te ordeno que a partir de hoy la llames tía Leopoldina.

BENJAMÍN.-  ¡Eso no, tío! ¡Leopoldina no es mi tía!

AUGUSTO.-  Lo es porque lo mando yo. Y a ti te digo, Leopoldina, que no estoy dispuesto a consentirse ni cartas injuriosas ni palabritas irónicas, ¿entendido?

LEOPOLDINA.-   Es él quien ha empezado.

AUGUSTO.-   ¡Es él quien ha empezado...! Parecéis niños chicos acusándoos. ¡Benjamín!

BENJAMÍN.-  Dígame.

AUGUSTO.-  Da un beso en la frente a tu tía Leopoldina.

BENJAMÍN.-  ¡¡Tío!!

AUGUSTO.-  ¡¡Sin rechistar!!

LEOPOLDINA.-  Déjale, no le fuerces, Augusto. ¿Para qué violentarle?

AUGUSTO.-  ¡¡A callarse!!

LEOPOLDINA.-  Tú mandas...

 

(Se cruza de brazos, desdeñosamente; mira hacia el techo, y se dispone a recibir, sin el menor propósito de enmienda el anunciado beso de paz. BENJAMÍN se acerca a ella malhumorado, y con una frialdad y un aire formulario ofensivo la besa en la frente.)

 

AUGUSTO.-  Si un día falto, vosotros dos sois los únicos seres que habrán de llorarme en este mundo. Nada de querellas entre vosotros. Está bien, hijo. Gracias por el placer que me has causado.

BENJAMÍN.-  Por nadie más del mundo lo hubiera hecho.

 

(Abre la puerta de la calle, la cierra con violencia y se va.)

 

LEOPOLDINA.-  ¡Ay, Dios, qué bueno eres, santo mío....!

 

(Le coge la barbilla a DON AUGUSTO y le palmotea en el carrillo.)

 

AUGUSTO.-   Calla, calla... Benjamín es un chico excelente.

LEOPOLDINA.-  Sí, sí, métele un dedo en la boca, ya verás si muerde.  (Se acerca y le rodea con los brazos el cuello.)  En fin, voy arriba a hacer un poco de reposo, ¿te parece?

AUGUSTO.-  Como te apetezca. Yo me quedo aquí, con mi ajedrez...

LEOPOLDINA.-  Hasta luego, cielo. ¿Me perdonas?

AUGUSTO.-   (Mientras rompe, la carta.)  Sí, criatura, sí...  (En este momento, por la ventana asoma DON FRANCISCO GÓMEZ, que unos segundos y en silencio, contempla a AUGUSTO, que mueve las figuras de su tablero. DON FRANCISCO GÓMEZ se frota las manos -con fruición, por cierto-, muy satisfecho, y llama al timbre. Nadie le responde. Entonces, tras una pausa prudencial, llama otra vez.)  ¡Braulia!

BRAULIA.-    (Desde dentro.)  Señorito.

AUGUSTO.-  ¡Braulia!

 

(El timbre suena de nuevo.)

 

BRAULIA.-   (Aparece en la puerta del foro.)  ¿Qué desea?

AUGUSTO.-  ¿Qué he de desear, Braulia? El timbre...

BRAULIA.-  ¿Qué timbre?

AUGUSTO.-  Pues ¿cuál ha de ser?  (Cuarta llamada.) El de la puerta.

BRAULIA.-  Si no suena.

AUGUSTO.-  ¿Que no suena?, ¿dónde tienes el oído?

 

(BRAULIA se acerca a la puerta y mira por la rejilla.)

 

BRAULIA.-  Claro, señorito, como que no hay nadie...

 

(Y se marcha camino de su feudo. Cerca ya del foro, el timbre se oye otra vez, ahora con insistencia.)

 

AUGUSTO.-  ¡Braulia!  (BRAULIA se detiene, un poco asustada, en el umbral.)  ¿Tampoco has oído el timbre ahora?

 

(BRAULIA, un poco alarmada, se restriega las orejas.)

 

BRAULIA.-  ¡Ay, Virgen! Pues, no...

AUGUSTO.-  Seré yo el que deba abrir, entonces...  (Se levanta, con positivo mal humor, de su asiento y va hacia la puerta.)  Usted perdone, señor, que hayamos tardado tanto en abrirle. Es que estás chicas no hacen más que pensar en las musarañas...  (BRAULIA pone un gesto de asombro al escuchar a AUGUSTO y se va por el foro, sin saber a qué atenerse.)  Pase usted. ¿Por quién pregunta?

GÓMEZ.-  ¿Don Augusto Cadaval?

AUGUSTO.-  Soy yo. ¿A quién tengo el gusto de hablar?

GÓMEZ.-.  Me llamo Francisco Gómez.

AUGUSTO.-  Encantado en saludarle.

GÓMEZ.-  Y desearía conversar con usted unos minutos.

AUGUSTO.-  Con mucho gusto. Tome asiento.  (Le ofrece una silla, contigua a la suya, en la mesa camilla. Puede vérsele entonces. Viste con pulcritud un traje oscuro. Sigue con los guantes puestos.)  ¿Vive usted aquí?

GÓMEZ.-  No precisamente... Yo me muevo bastante. Ando siempre de un lado para otro, y, la verdad sea dicha, no paro nunca en ninguno.

AUGUSTO.-  Ah, es un placer viajar y ver países diferentes. Aunque no me explico por qué ponen tantas dificultades para hacerlo. Los pasaportes, los visados, las divisas... En fin, fruta del tiempo...

GÓMEZ.-  Así es, sí, señor; así es...

AUGUSTO.-  Ya vendrán tiempos mejores.

GÓMEZ.-  Esperémoslo.  (Transición.)  Pues verá usted. El motivo de mi visita es un poco banal.  (BRAULIA sale por el foro, y a la vez que mira, un poco recelosa, a DON AUGUSTO, se dirige a la puerta de la calle.)  Ahora que tengo la certeza de que sabrá excusar mi atrevimiento.

AUGUSTO.-   Cuénteme, cuénteme...

 

(En ese segundo preciso, BRAULIA se disponía a abrir la puerta.)

 

BRAULIA.-   ¿Me decía algo el señor...?

AUGUSTO.-  Nada, ¿qué iba a decirle?

BRAULIA.-   Dispénseme. Me pareció que...

 

(BRAULIA hace medio mutis y se pone a probar el timbre, para ver si suena. El timbre, naturalmente, funciona a la perfección.)

 

GÓMEZ.-  Señor Cadaval: tengo entendido que juega usted de maravilla al ajedrez.

AUGUSTO.-  Hombre, de maravilla...

GÓMEZ.-  Debo confesarle que a mi me apasiona. Lo juego y lo estudio siempre, y soy feliz en los ratos que le dedico. Yo supongo que usted conoce la apertura Ruy-López. Y la salida gambito de rey, salida curiosa que...

BRAULIA.-  Pues el timbre me doy cuenta de que suena estupendamente y que se oye muy bien, señorito.

AUGUSTO.-  Braulia: es de mala educación interrumpir cuando alguien está hablando.

BRAULIA.    (Con estupor.) ¿Y quién está hablando, señorito?

 

(GÓMEZ, con la cabeza comprensivamente ladeada, se sonríe.)

 

AUGUSTO.-  ¿Cómo que quién, esta hablando?

BRAULIA.-  Sí...

AUGUSTO.-  Está hablando el señor...  (Señala a GÓMEZ con la mirada.)  

BRAULIA.-   (Un poco asustada.)  ¿Qué señor?

AUGUSTO.-   (A GÓMEZ.)  Perdón.  (Se levanta, coge a BRAULIA del brazo y la pone en la puerta del foro.)  Ande, Braulia, váyase a sus ocupaciones, que hoy no está usted en sus cabales.  (BRAULIA, estupefacta, hace mutis por el foro. DON AUGUSTO vuelve a la mesa-camilla.)  Le presento mis excusas, señor Gómez, Esta chica, a veces, tiene la cabeza a pájaros.

GÓMEZ.-   No se preocupe, señor Cadaval.

AUGUSTO.-   (Cortesano.)  Me estaba usted hablando del gambito de rey, que, por cierto, el llorado Capablanca...

GÓMEZ.-  Oh, no, de nada en concreto. Le estaba hablando del ajedrez en términos generales.

AUGUSTO.-   Ya...

GÓMEZ.-  Y me había permitido el venir a visitarle a usted por si me concedía el honor de jugar algunas partidas conmigo.

AUGUSTO.-  Pues ya lo creo. Me encantará que midamos nuestras fuerzas.

GÓMEZ.-  He de salir muy malparado, tengo la seguridad.

AUGUSTO.-   No me importará nada darle algunas ventajas.

GÓMEZ.-  Reconocidísimo, señor Cadaval. A ser sincero, yo sólo desearía una pequeñez: que me autorizara a jugar con guantes.  (LEOPOLDINA desciende las escaleras en este momento. Viste un descotadísimo camisón y se dirige a la mesa camilla, en donde busca algo que no encuentra. AUGUSTO no advierte su presencia hasta que está junto a los dos.)  

AUGUSTO.-  ¿Con guantes?  (Transición.)  ¡Leopoldina! ¿Cómo bajas así?

LEOPOLDINA.-  Ay, hijo, es que estoy haciendo reposo.

AUGUSTO.-  Eso no tiene nada que ver para que te eches una bata encima del camisón.

LEOPOLDINA.-  Bueno, Augustito, bueno...  (GÓMEZ reincide en la misma postura inocente que adoptó cuando llegó BRAULIA.)  Qué etiquetero te has vuelto.  (Transición.)  ¿Sabes dónde está el «ABC» de hoy?

 

(Lo busca casi echándose encima de GÓMEZ, que ni pestañea.)

 

AUGUSTO.-  ¡¡Leopoldina!!

LEOPOLDINA.-  ¡Caramba!, ¿qué tripa se te ha roto?

AUGUSTO.-  Arréglate como es debido y baja para que te presente al señor Gómez.

 

(LEOPOLDINA sigue buscando infructuosamente la pista del «ABC».)

 

LEOPOLDINA.-  ¿A qué señor Gómez?

AUGUSTO.-  A don Francisco Gómez.

 

(LEOPOLDINA inspecciona ahora el sofá de la caja de la escalera.)

 

LEOPOLDINA.-  ¿Y qué se me ha perdido a mí con el señor GÓMEZ?

AUGUSTO.-   El señor Gómez es este señor, y merece que le tratemos con más cortesía.

 

(LEOPOLDINA se había agachado para buscar el periódico debajo del sofá. Ahora se vuelve hacia AUGUSTO de rodillas.)

 

LEOPOLDINA.-  ¿Qué señor...?

AUGUSTO.-  Este...  (Como si presentara.)  Don Francisco Gómez... Mi mujer, Leopoldina...

 

(LEOPOLDINA se pone de pie y va hacia él un sí es no es agresiva.)

 

LEOPOLDINA.-  Oye, Augustito, ¿vas a tomarme el pelo, o es que te has bebido entera la botella de manzanilla...?

AUGUSTO.-   (A GÓMEZ, que sigue sentado.)  Y usted podía ponerse de pie, señor mío. Sería lo correcto. Que le estoy presentando a mi esposa.

 

(GÓMEZ, con una sonrisa un poco zumbona, se pone de pie lentamente, siempre en la vecindad de la mesa camilla.)

 

LEOPOLDINA.-  Huy, huy, huy... Te has vuelto loco, mi amor... Hablando solo...  (Se acerca a la puerta del foro.)  ¡Braulia!

BRAULIA.-    (Con un poco de nerviosidad.)  Señorita....

LEOPOLDINA.-  Hazme el favor de buscar el. «ABC» y súbemelo.

 

(Hace mutis, mirando un poco achulapada y provocativamente a AUGUSTO. Entonces se sucede un largo silencio. AUGUSTO y GÓMEZ se hallan de pie, un poco distantes el uno del otro. GÓMEZ tiene las manos en las sisas del chaleco y las piernas entreabiertas en compás. Sonríe, con su eterna sonrisa enigmática. BRAULIA, con la conciencia de que hay algo extraño en la atmósfera, se pone a buscar el «ABC» por la estancia. Abre el arcón, lo cierra. Va al sofá, lo separa del tabique, todo ello sin quitarle ojo a DON AUGUSTO. En uno de sus viajes por cierto, ras con ras de GÓMEZ.)

 

AUGUSTO.-   (Sin demasiada firmeza.)  No molestes al señor...  (BRAULIA piensa, un segundo, en replicarle, pero renuncia a hacerlo. Ahora se dirige a la mesa camilla y, para mejor ver si está allí, se arrodilla y pasa entre las piernas de GÓMEZ, que no se inmuta.)  ¡¡Braulia!!

 

(BRAULIA es sorprendida en ese crítico tramo de su pesquisición y levanta la cabeza con los ojos muy abiertos y muy inocentes puestos en DON AUGUSTO.)

 

BRAULIA.-   ¿Que le sucede al señorito?

AUGUSTO.-  ¿Crees que ésa es una posición decorosa?

BRAULIA.-    (A dos pasos de las lágrimas.)  Estoy buscando el «ABC», Don Augusto.

 

(AUGUSTO siente un primer escalofrío. Tal es que ni se atreve a replicarla. De improviso intuye que la clave de todo reside, no en LEOPOLDINA ni en BRAULIA, sino en GÓMEZ, y le mira casi retadoramente. BRAULIA bucea debajo de la mesa camilla. Al salir de ella se dispone a deshacer su trayecto anterior bajo el mismo puente de ida. AUGUSTO, como un energúmeno, se lo impide. )

 

AUGUSTO.-  ¡¡Basta!! ¡¡Póngase dé pie!!...  (BRAULIA le obedece, ya temblorosa.)  ¡¡A la cocina!! Y no se mueva de allí hasta que yo la llame.  (La expulsa casi por el foro y cierra la puerta con el pasador cuando ha hecho mutis... Sube por la escalera a toda velocidad y baja guardándose otra llave en el bolsillo. Se dirige a la puerta de la calle y la cierra también con el cerrojo. GÓMEZ se ha sentado, sin perder su comprensiva sonrisa, en su asiento de antes. Cuando ha concluido de tomar todas estas precauciones vertiginosamente, se dirige a GÓMEZ, y, pálido, le coge de las solapas, con violencia, y le espeta esta pregunta.)  ¿Se puede saber qué clase de ajedrecista es usted?

GÓMEZ.-    (Correctísimo.)  Oh, señor Cadaval...

AUGUSTO.-   ¡Nada de señor Cadaval ni de historias! ¿Qué Gómez es usted? ¿O ese nombre es falso?, ¿qué es usted? ¿Un mago? ¿Un fakir? ¿Es usted el demonio?

GÓMEZ.-  Eso último, señor.

AUGUSTO.-  ¿Cómo?

GÓMEZ.-  Soy el Demonio provincial.  (AUGUSTO cae aniquilado en la silla de la izquierda.)  Vamos, vamos, serénese, señor Cadaval...

AUGUSTO.-  Sí, sí...

GÓMEZ.-  Voy a abrir la ventana para que entre un poco de aire. Se ha puesto usted como la cera...

 

(Se dirige a la ventana del foro. AUGUSTO se aprovecha de que le da la espalda y le hace, la cruz con los dedos.)

 

AUGUSTO.-   Sí, sí...

GÓMEZ.-    (Patriarcalmente, sin volver la cara.)  No, don Augusto, no. No cometa usted incorrecciones conmigo, que yo no vengo con mala intención.

AUGUSTO.-  Si yo...

GÓMEZ.-  Ande, ande, separe esos deditos y no sea chiquillo...  (Abre la ventana. Para mirar a AUGUSTO, espera a que éste haya separado sus dedos. Entonces se dirige a él con un elegante desenfado.)  Del río viene una brisecita muy agradable que le conviene respirar. Vamos, cálmese, señor Cadaval, cálmese. Yo comprendo que doy un susto al más pintado, pero le aseguro que no tiene por qué sentir miedo.

AUGUSTO.  ¿Y es usted... realmente...?

GÓMEZ.-   Sí, claro, ya le dije: el Demonio provincial. Tenemos la cosa dividida en demarcaciones. Yo trabajo esta zona, hasta Galicia y Asturias. Vamos, Castilla Centro, fundamentalmente.

 

(AUGUSTO le señala, en su propio rostro, la ausencia de perilla, de las cejas circunflejas.)

 

AUGUSTO.-   ¿Pero... y cómo no lleva..., eh?

GÓMEZ.-  Porque ése es el uniforme de ceremonia. ¡Qué chiquillada! Siempre la misma objeción. No va a andar uno a toda hora con su perilla, sus cejas y su rabito. Eso, sólo los días de gala. El uniforme corriente es éste.

 

(Se desabotona un poco el guante izquierdo. DON AUGUSTO da un salto, alarmado, y se parapeta en la silla.)

 

AUGUSTO.-    (Entre dientes.)  ¡La garra!

GÓMEZ.-  No se alarme, hombre. Dicho sea de paso, supuse que estaba solo. Vi salir a su sobrino y a su novia...Yo no sabía que era casado.

AUGUSTO.-  Si no lo soy...

GÓMEZ.-  ¡Ah!, entonces, ¿esa señora...? Oh, le ruego que me disculpe...

AUGUSTO.-   (Próximo a la confidencia, con el deseo de agradarle.)  No es mi mujer... ¿entiende usted?

GÓMEZ.-  Ya, ya... ¡Qué picaroncito, Don Augusto...! ¿Y por qué no se casa? ¡Hace tan feo una situación así...!

AUGUSTO.-   (Un poco desconcertado.)  Psas... ¡qué quiere usted...!

GÓMEZ.-  Piénselo, piénselo...

AUGUSTO.-   (Tímido.)  ¿Pero es para decirme que legalice mi situación para lo que ha venido?

GÓMEZ.-  Oh, no..., ciertamente que no.

AUGUSTO.-  Porque... yo no lo he llamado...

GÓMEZ.-  Señor Cadaval, sea delicado conmigo y no haga que me sienta incómodo...

AUGUSTO.-  No, no, si yo...

GÓMEZ.-  De sobra sé que usted no me ha llamado. ¿Y quién me llama desde hace tres siglos? Nadie. ¡Ay, aquella Edad Media en la que uno no daba abasto...! Mañana, tarde y noche había que andar de un lado para otro. Era una delicia. Cualquier niñita de dieciséis años sabía ya sus conjuros, sus sortilegios, sus números de cábala. Había profesionales de ese arte... Brujas, hechiceras, magos... ¡O témpora, o mores...!

AUGUSTO.-   ¿Y a qué atribuye ese cambio?

GÓMEZ.-  Mire, don Augusto, a que la gente no vive más que para el cine.

AUGUSTO.-  ¿Cree usted?

GÓMEZ.-  Y no le queda tiempo de pensar en otra cosa. Por lo que a mí se refiere  (Saca una agenda de notas.)  , el último servicio que hice fue en 1887, el 12 de marzo. Me llamaron a base de azufre, hígados de pato y sangre de ternera lechal, que es una fórmula  (Ponderativo.)  a la que no me puedo negar. Desde entonces, hasta hoy...

AUGUSTO.-  Si me permitiera, yo le daría una explicación de la crisis porque está pasando.

GÓMEZ.-  Hable con toda confianza.

AUGUSTO.-   Sus tarifas.

GÓMEZ.-  No diga, Don Augusto.

AUGUSTO.-  Sí, sí. Por cualquier servicio, ¡paf!, el alma.

GÓMEZ.-   No es verdad, Don Augusto.

AUGUSTO.-  Sí, hombre, sí, que me consta. Yo he leído bastante, y no se lo digo a humo de pajas. Si hubieran tenido más consideración, si hubieran hecho tarifas especiales, descuentos para familias, ¡quién sabe! Otro gallo les cantara... La gente se habría animado a pedirles algunas cositas: un poquito más de juventud, el amor de la reina, el cólico del rival... Pequeñeces, en suma. Pero ustedes andaban desatados: «¿Cuánto vale eso?» «¡El alma!» No, hombre, no... Tenía que venir lo que ha venido. Que ahora no los llama nadie.  (Transición.)  Sin embargo, yo les he visto últimamente en muchas comedias.

GÓMEZ.-  ¡Uf! He salido en muchísimas... Ya he perdido la cuenta. Pero ¿qué quiere usted? Eso no me divierte nada.

AUGUSTO.-  ¿A usted qué es lo que le gusta?

GÓMEZ.-  Mire, señor Cadaval. Sólo una cosa: el ajedrez. Oí hablar de sus triunfos, y como yo me perezco por ese juego, me decidí a visitarle.

AUGUSTO.-  Pero hombre...

GÓMEZ.-  Ande, don Augusto, sea complaciente y echemos una partidita...

AUGUSTO.-  Con guantes, claro, ya me dijo...

GÓMEZ.-  A mí me daría lo mismo sin ellos, pero es por el buen efecto, nada más...

AUGUSTO.-  Comprendo, comprendo... Escuche: y si yo juego esa partidita, ¿usted qué me da a cambio?

GÓMEZ.-  Pida usted, y veremos...

AUGUSTO.-  ¿Puedo pedir lo que me parezca?

GÓMEZ.-  Hombre... No se olvide que un Demonio provincial no tiene atribuciones excesivas. Por ejemplo... ya ha visto usted lo que ha pasado antes con Braulia, la chica, y con su señora.

AUGUSTO.-   Sí, que no le veían a usted.

GÓMEZ.-   Es porque los Demonios provinciales no estamos autorizados a presentarnos a más de una persona a la vez, ¿me entiende? Así, claro, nos movemos dentro de estrechos límites. Por ejemplo, podemos conceder dinero del país, pero divisas no... Esas sólo el Gran Diablo... Y el Instituto de Moneda. Prórrogas de vida, tan sólo por un máximo de tres años y un día, en virtud de la Ordenanza de 9 de abril de 1802.

AUGUSTO.-  Ya, ya...

LEOPOLDINA.-   (Desde dentro.)   Augustito, mi amor, ¿estás ahí?

AUGUSTO.-   Un momento.  (Va al arranque de la escalera.)  ¿Qué quieres, Leopoldina?

LEOPOLDINA.-  Dentro de un rato bajaré...

AUGUSTO.-   ¡No tengas prisa!  (Se queda pensativo.)  Conque... ni divisas... ni prórrogas de vida... Vaya, vaya...  (Sibilino.)  ¿Y si le pidiera justamente lo contrario?

GÓMEZ.-  Lo contrario ¿de qué?

AUGUSTO.-   ¿...de una prórroga de vida?

GÓMEZ.-  ¿Cómo? ¿Morirse? ¿Tan mal le va?

AUGUSTO.-  No morirme definitivamente, entiéndame, sino sólo un ratito, una media horita... ¿eh?

GÓMEZ.-   ¿Y después?

AUGUSTO.-  Nada. Otra vez a las andadas. A continuar viviendo tan campante.

GÓMEZ.-  ¿Y con qué objeto?

AUGUSTO.-   Es que tengo una curiosidad enorme, casi una obsesión de saber... si voy a ser llorado en esta casa cuando cierre los ojos. ¿Qué quiere usted...? Me gustaría ser llorado.

GÓMEZ.-  No, no, si comprendo...

AUGUSTO.-  Y dígame, ¿puede usted? ¿Eh?

GÓMEZ.-  Hombre, debería consultar -no olvide que soy un pobre Demonio de provincias-, porque esta petición de usted no tiene precedentes.... pero me ha caído usted simpático.

AUGUSTO.-  ¿Entonces?

GÓMEZ.-  Bien. De acuerdo. ¿Cuándo ha de ser eso?

AUGUSTO.-   Ahora mismo.

GÓMEZ.-  Una cosa repentina, ¿no?

AUGUSTO.-  Y desde luego, sin sufrimientos.

GÓMEZ.-   Cuente conmigo.

AUGUSTO.-  Y como es natural, sin que yo pierda un solo detalle.

GÓMEZ.-   Hombre, ça va sans dire.  (Pronúnciese «Sa vá san dïr») 

AUGUSTO.-  ¿Cómo?

GÓMEZ.-  Que naturalmente, amigo.

AUGUSTO.-  Media horita como máximo. ¡Ah! Y nada de bromas a la vuelta.

GÓMEZ.-  Si rabio ya de ganas de jugar la partidita, ¿cómo se imagina que...?

AUGUSTO.-  Claro, así pienso.  (Transición. Decidido.)  Pues hale, manos a la obra.

GÓMEZ.-  Perfectamente. ¿Dónde le apetece?

AUGUSTO.-  Aquí, donde estoy. ¿Para qué cambiar?

GÓMEZ.-  A ver, póngase como pensando una jugada difícil.

AUGUSTO.-   Aguarde.

 

(Sube rapidísimo la escalera y baja después de simular que ha abierto la puerta. Descorre el pasador de la del foro y abre la de la calle.)

 

GÓMEZ.-   (Amable.)  Un mate en tres golpes, por ejemplo...  (AUGUSTO se acoda en la mesa camilla y finge abstraerse.) 

AUGUSTO.-  Eso es: la jugada que Arturito Pomar....

GÓMEZ.-    (Con la técnica de un fotógrafo.) A ver..., la cabecita, normal... Los brazos cruzados... El mechoncito de pelo, un poco caído... Mire, mire..., Pío, pío, pío... ¡El pajarito! Perfecto.

AUGUSTO.-   (Se levanta.)  Escuche, don Francisco, y yo, ¿desde dónde voy a verlo todo?

GÓMEZ.-  Desde donde quiera.

AUGUSTO.-  Entonces, cuando pase, usted me avisa y...

GÓMEZ.-  ¿Cómo cuando pase? Si ya pasó.

AUGUSTO.-  ¡¡Demonio!!

GÓMEZ.-  Para servirle...

AUGUSTO.-  ¿Que ya pasó?

GÓMEZ.-  Hace justamente seis segundos, señor Cadaval.

AUGUSTO.-  ¿Tan fácil es... morir...?

GÓMEZ.-   No olvide usted que hasta los más tontos lo hacen una vez.  (AUGUSTO da un grito al tiempo que señala la mesa camilla.)  

AUGUSTO.-  Ajjj... Ese soy yo.

GÓMEZ.-  El mismo, señor.

AUGUSTO.-  Tate, tate...

GÓMEZ.-   (Gentilísimo.)  ¿Desde dónde le apetece a usted que presenciemos el espectáculo? (Como el duque de Mantua, en actitud de enseñar su palacio.)  ¿Desde el arranque de la escalera, desde el sofá... Desde el arcón...?

AUGUSTO.-  Personalmente, me inclino por este último. La perspectiva es mejor.

GÓMEZ.-  Muy bien.

AUGUSTO.-  Usted primero.

GÓMEZ.-  No faltaba más.

AUGUSTO.-  A sus órdenes.

 

(Se sientan los dos, en cuclillas, sobre el arcón. El jarrón queda en medio.)

 

AUGUSTO.-   (Con la mirada en la mesa camilla.)  Don Francisco, me encuentro viejo.

GÓMEZ.-   Bah, no diga eso... Está en lo mejor de su vida...

AUGUSTO.-  ¿Usted cree?

GÓMEZ.-   Claro que sí, Don Augusto. Bueno, y ahora, ¿qué vamos a hacer?

AUGUSTO.-  Esperar a que bajen y se den cuenta... y todo eso... Gómez. Hombre, mientras vienen, explíqueme en un momento... Si le aceptan el gambito de rey, ¿cómo resuelve la cosa?

AUGUSTO.-   Es muy sencillo. Caballo tres alfil, peón cuatro dama, alfil cuatro alfil; y después el enroque.

GÓMEZ.-   Claro, claro...

AUGUSTO.-  Óigame  (Siempre referido a la mesa camilla.) ¿no cogeré frío? Que he dejado la puerta abierta y... si tardan en venir... ¿Por qué no cierra usted sino le es molesto?

GÓMEZ.-  Claro que sí. ¿Se quedará así tranquilo?

AUGUSTO.-  Sí, sí...  (Se sonríe como si se supiera mimado.)  

GÓMEZ.-   (Va a complacer a CADAVAL, pero éste le interrumpe.)  ¡Cuidado! Alguien viene...

 

(BRAULIA, en efecto, aparece por la puerta del foro. Lleva un cubo de basuras con el que se dispone a salir para arrojarlas fuera. Cercana a la puerta de la calle, se detiene.)

 

BRAULIA.-  Cuidado, señorito, que entra un poco de fresquito y hoy le he oído toser...

AUGUSTO.-    (A GÓMEZ.)  ¡Hombre! Simpática, ¿eh?

GÓMEZ.-  Ya lo creo, es un detalle.

AUGUSTO.-   ¡Buena chica! Huérfana de un catedrático, que tuvo que ponerse a servir, la pobre.

GÓMEZ.-  ¡Qué tragedias tiene la vida...!

BRAULIA.-  Se atrancó la otra puerta y voy a tirar esto al río, señorito. No cierro, porque tardo sólo un minuto.

 

(Se detiene en el umbral de la puerta de la calle y mira a su amo un segundo. Entonces le sonríe con verdadero arrobo.)

 

AUGUSTO.-    (Como si se atusara el bigote, un tanto presumido.)  ¡Caray...!

 

(LEOPOLDINA baja por la escalera. Ha vuelto a ponerse el traje del comienzo del acto. Va en derechura de la puerta del foro.)

 

LEOPOLDINA.-   (De pasada.)  ¿Qué tal, hombre?  (Mirando a la mesa camilla y justamente a la altura donde se encuentran GÓMEZ, y AUGUSTO.)  ¿Se te pasó ya la borrachera?

 

(Hace mutis por la puerta del foro.)

 

AUGUSTO.-   (A GÓMEZ.)  Hay que disculparla. Me creía borracho... Como no le veía...

GÓMEZ.-  Claro, claro...

 

(LEOPOLDINA sale de nuevo por la puerta del foro.)

 

LEOPOLDINA.-  Esta Braulia ha vuelto a marcharse. No para en casa un momento.  (Al tiempo de subir por la escalera.)  Dichoso ajedrez...  (Y hace mutis.) 

BRAULIA.-    (Regresa por la puerta de la calle.)  Listo.

AUGUSTO.-  La chica es la que se va a dar cuenta.

GÓMEZ.-  Es probable.

BRAULIA.-  Le encargué para esta noche unos lenguados fresquísimos.

AUGUSTO.-    (A GÓMEZ.) Resucíteme, por lo que más quiera, que me chiflan.

GÓMEZ.-  No se preocupe, hombre, que los tomará.

BRAULIA.-  Se los voy a poner con mantequilla...

 

(Un poco extrañada de la inmovilidad de DON AUGUSTO, se queda contemplándole.)

 

AUGUSTO.-  Fíjese, fíjese cómo me mira...

 

(BRAULIA, con notoria inquietud, espacia mucho las palabras.)

 

BRAULIA.-  ¿O... los prefiere... fritos...?  (Se le acerca.)  ¡Pobre! Se durmió... Voy a echarle algo...

GÓMEZ.-  Qué buen servicio tiene usted, Don Augusto.

AUGUSTO.-  Sí, sí... No me puedo quejar.

 

(Pero BRAULIA no quedó tranquila. Ahora se acerca de nuevo a DON AUGUSTO.)

 

BRAULIA.-   (Al principio, en voz muy baja.)  Señorito, señorito... ¡Don Augusto!  (Se oye el golpe de un cuerpo que rueda por tierra.)  ¡¡Se ha caído!!

AUGUSTO.-  Oiga usted, no me habré roto nada, ¿verdad?

BRAULIA.-    (Arrodillada en el suelo.)  ¡Don Augusto, Don Augusto...! ¡Ayyy! ¡Ayyy!  (Enloquecida, abre la puerta de la calle. Va a la escalera. Y a la ventana. No sabe lo que hace. Grita siempre.)  ¡Ayyy!... ¡Socorro!... ¡¡Señorita!! ¡¡Señorita!!

AUGUSTO.-   ¡Caramba! Esta me llora seguro.  (Conmovido.)  ¡Pobre! ¡Qué rato la estoy dando...!

LEOPOLDINA.-    (Desciende la escalera.) ¿Qué pasa?

BRAULIA.-    (Señalando a la mesa camilla.)  Don Augusto, señorita... ¡Muerto...!

AUGUSTO.-  Pues va usted a ver Leopoldina ahora.

LEOPOLDINA.-     (Con excesivo dominio de sus nervios.)  ¿Qué dice usted?

BRAULIA.-  ¡Miré, mire...!

 

(LEOPOLDINA acude precipitadamente a la mesa camilla.)

 

LEOPOLDINA.-   (Con zozobra, exenta de todo dramatismo.)  Augusto, Augusto. ¿Qué te sucede? Recóbrate, hombre...  (A BRAULIA, que la escucha con los ojos desorbitados.)  Traiga agua fresca.

BRAULIA.-  Sí...

 

(Sale como un rayo por la puerta del foro y regresa casi en el mismo momento con una jarra de agua. LEOPOLDINA le asperja con los dedos en el rostro. BRAULIA, menos pausada, se la vacía.)

 

AUGUSTO.-  Tendré que mudarme.

BRAULIA.-    (Por la ventana del foro.)  ¡Socorro!

LEOPOLDINA.-  No dé esos gritos, Braulia.

AUGUSTO.-    (Exculpatorio.)  Pues si no grita en un caso de éstos, ¿cuándo va a gritar...?

 

(BENJAMÍN aparece por la izquierda.)

 

BENJAMÍN.-  ¿Qué sucede?

BRAULIA.-  ¡El señor ha muerto...!

BENJAMÍN.-  ¿Cómo?

AUGUSTO.-   (A GÓMEZ.)  Afectadillo, ¿no? Imagínese que lo recogí cuando tenía doce años y que no se ha separado de mí ni un solo día desde entonces...

BENJAMÍN.-   (A LEOPOLDINA.)  ¡Ayúdame! Vamos a ponerle en el sofá.

 

(Remedan su conducción, desde la mesa camilla al sofá.)

 

MAURICIO.-    (Por la derecha.) ¿Qué le pasa a don Augusto?

BRAULIA.-  ¡Que se ha muerto!  (Con enorme violencia.)  ¡Usted quejándose siempre de que está en la agonía, pero los que se mueren son los demás! ¡Si siempre que le oigo decir esas bobadas toco madera!

GÓMEZ.-   (Confidencial.)  Es una tontería, no sirve de nada.

BRAULIA.-   No se quede ahí como un pasmaron. Vaya a telefonear al médico.

MAURICIO.-   Sí, sí... ¡Pobre don Augusto!

 

(Mutis presuroso por la derecha.)

 

BRAULIA.-   ¿Qué hay señorito?

BENJAMÍN.-   Todo es inútil, Braulia. Está muerto.

BRAULIA.-  ¡Pobre señorito!

 

(Estalla en sollozos, desolada. Se apoya contra la jamba de la puerta del foro y llora hecha una Magdalena.)

 

AUGUSTO.-  ¿Ha visto la chiquilla? ¡Qué entrañable...!

 

(Se dispone a abandonar el arcón y a ir a consolarla.)

 

GÓMEZ.-    (Le detiene.)  Psss... Atención a Leopoldina.

LEOPOLDINA.-   (A BENJAMÍN.)  ¿Qué vamos a hacer, mi vida?

BENJAMÍN.-  Pues, no sé... La cosa ha venido así, tan de sopetón...

LEOPOLDINA.-  Ya te decía yo que no me gustaba nada estos últimos meses. Hoy estuvo delirando. Quería presentarme a un tal Gómez.

BENJAMÍN.-  De todas maneras, era un hombre joven aún.

LEOPOLDINA.-  Pero muy gastado.

BENJAMÍN.   (La mira con frialdad.)  Tú sabes de eso más que nadie.  (ROSA llega por la derecha.) 

ROSA.-  ¿Es verdad lo de don Augusto?

LEOPOLDINA.-    (Con rencor.) ¡Tu novia! Me va a oír. Niña bitonga, como te vuelva a ver a menos de diez leguas de Benjamín, te tiro al río, ¿comprendes?

ROSA.-  Pero, Leopoldina...

LEOPOLDINA.-  Ni Leopoldina ni demonios coronados...  (GÓMEZ abre los brazos en un ademán de sometimiento a la fatalidad.)  A largarse con viento fresco.

ROSA.-   ¿Tú oyes esto, Benjamín?

BENJAMÍN.-    (Con expresivo chasquido de dedos.)  Hale, hale, Rosita...

LEOPOLDINA.-  ¡Y el bolsillo de hoy era una facha...!

 

(ROSA se echa a llorar e inicia el mutis por la derecha. DON MAURICIO en el umbral de la puerta.)

 

MAURICIO.-  No llores, Rosita, todos le queríamos mucho.  (A LEOPOLDINA, que ni contesta.)  El teléfono está estropeado. Bajo al pueblo en el carro...

 

(Y hace mutis, rápido.)

 

BENJAMÍN.-  Hemos sido implacables con la pobre Rosita.

LEOPOLDINA.-  Llevaba mucho tiempo quemándome la sangre...

BENJAMÍN.-    (La pellizca el carrillo.) Siempre tan celosota, tigresa...

LEOPOLDINA.-  ¡Mal te saben mis celos, Benja...!

BENJAMÍN.-  ¡Ay, Poldi, Poldi...!

 

(BRAULIA ha cesado en sus sollozos. Ahora se vuelve hacia LEOPOLDINA y BENJAMÍN.)

 

BRAULIA.-  Son ustedes un par de sucios.

 

(BENJAMÍN y LEOPOLDINA la encaran sorprendidos de su presencia, a la que eran ajenos. Están, sin embargo, cogidos del brazo y la actitud de BRAULIA no les empuja a separarse.)

 

LEOPOLDINA.-  ¿Qué le sucede?

AUGUSTO.-  Gómez, doy por pasada la media hora. Vuélvame a la vida.

GÓMEZ.-  Aguarde, hombre, aguarde un momento, déjeme ver esta escena.

BRAULIA.-  Si ya me temía yo algo de esto... Si, les había sorprendido miraditas más de una vez.... Y palabritas en voz baja... ¡Qué par de canallas! Engañando al señor, que era bueno como el pan y mandándole cartitas para despistarle, en lugar de besar por donde él pisaba. ¡Sucios!, ¡más que sucios!  (Se quita el delantal con una dignidad inmensa.)  Estaré en esta casa hasta que le den tierra, y después me marcharé, escupiéndoles...

 

(AUGUSTO salta irreprimiblemente del arcón, se acerca a BENJAMÍN y le da una patada con todas sus fuerzas que BENJAMÍN no acusa ni por asomo. En vista de su impasibilidad, le larga otra. Y otra más.)

 

GÓMEZ.-  Venga acá, hombre. Si ni lo nota...

BENJAMÍN.-  Qué heroica le ha dado. Braulia...

BRAULIA.-  Yo tengo mi vergüenza, no como ustedes, que ni la han conocido en su vida.

LEOPOLDINA.-  Retírese, si no quiere que le tire algo.

 

(AUGUSTO va a BRAULIA y la abraza apasionadamente.)

 

AUGUSTO.-  ¡Estupendo!

BRAULIA.-  En eso de tirarme algo, ya mirará bien lo que hace, porque le advierto a usted que no soy manca.

BENJAMÍN.-   (Seco.)  Bueno, cállese, ¿le parece? Y ayúdenos.

 

(Se dirige al sofá.)

 

BRAULIA.-  Lo haré por respeto al señor, pero ustedes me dan asco.  (LEOPOLDINA en actitud de agredirla.)  

BENJAMÍN.-   (La refrena.)  Cálmate.

 

(Entre los tres simulan coger a DON AUGUSTO y llevárselo escaleras arriba. Cuando están a la mitad del camino se oye el ruido de un objeto metálico que se cae al suelo. BENJAMÍN mira hacia él.)

 

AUGUSTO.-   (A GÓMEZ.)  Me han fastidiado el reloj.

GÓMEZ.-  Creo que no. Sólo el cristal, si acaso.

 

(La fúnebre y fantasmal comitiva desaparece escaleras arriba.)

 

AUGUSTO.-  Bueno, ¿qué hacemos?

GÓMEZ.-  Yo siento haber sido causante involuntario de... su disgusto.

AUGUSTO.-  No, hombre, no se preocupe. Preferible es que me haya enterado de todo que no seguir ignorante.  (BENJAMÍN baja de dos en dos las escaleras.)  Mire, mire, póngale la zancadilla a ese cerdo.

GÓMEZ.-  No, hombre, no sea malo. Déjele...

 

(BENJAMÍN se tira al reloj, lo examina con delectación, lo limpia y se lo guarda en el bolsillo; se le ve que cumple, al hacerlo, un viejo anhelo.)

 

AUGUSTO.-   (Se le acerca.)   Si quieres saber la hora que es, vete buscando otro reloj, sinvergüenza.

BENJAMÍN.-  ¡Leopoldina!

 

(Se sienta en la mesa camilla.)

 

LEOPOLDINA.-   (Desciende por la escalera.)  Sí...

AUGUSTO.-  Bien, ¿subimos para arreglar las cosas...?

GÓMEZ.-  ¿Quiere usted... despertar... a la vida?

AUGUSTO.-  ¿No es lo convenido?

GÓMEZ.-   (Correctísimo.)   Por mi parte, sí.

AUGUSTO.-  Apenas haya resuelto algunos pequeños detalles, jugaremos.

GÓMEZ.-  Magnífico.

AUGUSTO  Óigame...  (Ya iniciada la ascensión por la escalera.)  Desearía evitarle un susto a Braulia.

GÓMEZ  Su alegría se lo aminorará.

AUGUSTO.-   De todas formas, la impresión va a ser tan grande...

GÓMEZ.-  No se preocupe. Yo se lo garanto.

AUGUSTO.-  Garantizo, amigo, garantizó.

GÓMEZ.-   Excúseme. Serví una temporada en Mar del Plata.

 

(Hacen los dos mutis escaleras arriba.)

 

LEOPOLDINA.-  Le otorgó testamento en marzo a favor de los dos en la Notaría de Pallarés.

BENJAMÍN.-   Yo voy a telefonear desde el pueblo para darle la noticia y no perder tiempo.

 

(LEOPOLDINA se ha sentado de espaldas a la escalera. Se oye un grito de BRAULIA.)

 

LEOPOLDINA.-  Esa mujer está como loca. Yo creo que se había enamorado de él. ¿Te fijaste como se puso?

BENJAMÍN.-  Déjala. No le hagas caso.

LEOPOLDINA.-  Benjamín.  (Le coge la mano.)  Quisiera que nos fuéramos de aquí lo antes posible. Me gustaría pasar unas semanas en Biarritz.

BENJAMÍN.-  Es una idea magnífica.

 

(DON AUGUSTO aparece -segunda época- en lo alto de la escalera. BENJAMÍN lo ve, y en el estado presumible se pone de pie.)

 

LEOPOLDINA.-   (Ajena a todo.)  De Biarritz, a París. De París, a la Costa Azul. ¡Figúrate qué otoño...!  (Asustada.)  ¿Qué te pasa?  (Vuelve la cabeza y ve a DON AUGUSTO que baja las escaleras parsimoniosamente. Se ha cambiado de americana. Tras él triunfadora, llega BRAULIA. Y a continuación, DON FRANCISCO GÓMEZ.)  ¡¡Ayyy...!!

 

(Es un grito aterrador.)

 

BENJAMÍN.-  ¡¡Tío!!

AUGUSTO.-    (Muy sereno. Va hacia BENJAMÍN.)  El reloj, ¿me haces el favor...?  (BENJAMÍN, tembloroso, se lo entrega.)  Muy bien, muy bien... Las doce menos diez. Si a las doce menos nueve  (Habla mordiendo las palabras.)  no están ustedes a quinientos metros de esta casa, dense por muertos, pero de verdad.  (Hay un cruce de miradas instantáneo entre LEOPOLDINA y BENJAMÍN. Como un trueno.)  ¡Vamos...! (Les abre la puerta, imperativamente. BENJAMÍN y LEOPOLDINA, tras un segundo de angustioso asombro, salen, sin palabras, por la derecha. A pleno pulmón.)  ¡Felicidades, Benja y Poldi!  (Se vuelve ahora hacia BRAULIA y GÓMEZ y se ríe a grandes carcajadas, que ambos corean, divertidísimos. Cuando ya la fatiga de reír le puede, se aproxima a BRAULIA.)  Braulia... Mientras estaba... dormido... escuché cosas que me hicieron mucho bien...

BRAULIA.-  ¿A qué se refiere usted, señorito...?

AUGUSTO.-  Ya se lo iré contando... Por de pronto..., voy a jugar...; bueno, mejor, voy a estudiar unos pequeños problemas de ajedrez que..., lo que son las manías, me asaltaron, en esta última media hora...

 

(GÓMEZ, al oírle, se frota las manos muy contento y se sienta en la silla opuesta a la de DON AUGUSTO.)

 

GÓMEZ.-  ¡Al fin...!

AUGUSTO.-   (Mientras ordena las figuras en el tablero de ajedrez.)  Es menester morirse..., provisionalmente, para poder distinguir el oro puro del mal dorado... ¿Usted sabe, Braulia, que su corazón es de oro puro...?

BRAULIA.-  ¡Qué cosas dice el señorito...!

AUGUSTO.-  No me llame señorito.

BRAULIA.-  Si es que es verdad, Don Augusto.

AUGUSTO.-  Ni don Augusto, tampoco.

BRAULIA.-  ¿Cómo le voy a llamar?

AUGUSTO.-  ¡Ay, Braulia, Braulia...! Ya le diré yo cómo me gustaría ser llamado... Es usted tan buena...

BRAULIA.-  No, nada de eso. Lo que me pasa es que no sé fingir.

AUGUSTO.-   ¿Cómo dice...?

BRAULIA.-   Eso..., que no sé... fingir...

AUGUSTO.-   Fingir..., fingir... ¿Y cómo escribiría usted esta palabra?

BRAULIA.-  ¡Huy! Pues bien fácil...

 

(GÓMEZ asiste a esta conversación en silencio, deseoso de comenzar la partida, pero complacido de cuanto escucha.)

 

AUGUSTO.-   Veamos... Primero...

BRAULIA.-   Una f.

AUGUSTO.-  Bien, ¿después?

BRAULIA.-  Una i.

AUGUSTO.-  Ajajá.

BRAULIA.-  Después, una n, y una g...

AUGUSTO.-  Claro, claro... ¡Sin ele!

BRAULIA.-  ¡Hombre, claro! Fingir... no flingir..

 

(GÓMEZ le hace señas a AUGUSTO de que comience la partida, y DON AUGUSTO mueve una pieza mientras el telón cae lentamente.)

 

AUGUSTO.-   ¡Ay, Braulia, Braulia adorable...! ¡Si supiera lo que conviene quitar una ele mal puesta...!



 
 
TELÓN
 
 


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