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ArribaAbajoCapítulo V

Aquella misma noche, en los salones de la condesa Pampa había gran reunión y brillaban a porfía las mujeres y las flores; mas no se sentía, como otras veces, esa ruidosa sinfonía de risas alegres y de voces frescas y armoniosas que, semejantes al rumor de un torrente, iban a unirse a los acordes de la música. Sólo el ris ras de los abanicos que las damas agitaban en sus pequeñas manos con la gracia española, unida a la de la más desdeñosa y sutil coquetería, corría en todos los tonos, de diván en diván y de grupo en grupo como diciendo: Hoy toda la gloria es nuestra.

En una palabra, reinaba allí cierta atmósfera misteriosa que lo llenaba todo, prestando doble encanto a cuadro tan escogido; y en vez de amoríos y sutilezas de salón se cuchicheaba con aire grave de cierto asunto extraño y nuevo en la corte.

Pero ¡qué elegancia al mismo tiempo!... ¡Qué tocados a la imperial, a la griega, a la japonesa, a la Pompadour!... -que sepamos, no había ninguno a la española-. ¡Qué elegancia aristocrática siempre embellecida por cierto airecillo a la extranjera, y qué rigurosa etiqueta!... Habíase llegado al bello ideal del lujo en sus aspiraciones más grandiosas y podía decirse que ya no era posible ir más allá, ni en el fondo ni en la forma. Sobre todo, la condesa Pampa, al arrastrar sobre la alfombra la larga cola de su vestido de raso blanco salpicado de estrellas de oro, parecía -entre las que como mariposas giraban en torno de ella- una reina de Oriente en medio de un séquito de princesas... ¡Y qué princesas... Dios mío!

Allí estaba la hermosa, la rica, la sin par y caprichosa Casimira adorada de todos, aunque para ninguno compasiva, que era altiva y tiránica como toda soberana belleza; allí la biznieta de un emperador y de origen ruso, Inocencia, la sin rival, cuyos ojos negros habían vencido con una sola mirada a más de un enérgico y fuerte corazón; allí la duquesa de Río Ancho, mujer que se llevaba la palma en el arte de zurcir con maña inimitable un jirón amoroso, y también la marquesita de Mara-Mari, criatura la más pálida y lánguida que encontrarse pudiera en este bajo suelo, se paseaba lentamente cogida al brazo de Marcelina la blonda, formando ambas un contraste encantador; pues mientras la primera murmuraba con desmayado esfuerzo palabras misteriosas, eco imperfecto de sus sentimientos sublimes, la segunda, viva como el pensamiento y despreocupada como todo el que pisa suelo extranjero (era criolla), no hacía más que hablar en voz muy alta de su adorada América cual pudiera hablar del mismo cielo con sus potestades, ángeles, arcángeles y serafines -que eran ellas, las criollas-, y de las poetisas cubanas, en cuyo número tenía el alto honor de contarse. Dote que le había sido transmitido por sus ascendientes desde la quinta generación, por ser ésta allí costumbre muy añeja y usada con tan suma facilidad que, de serlo tanto, parece ya cosa de poco valer.

Y había otras y otras mil... pero no enumeraremos más por no ser prolijos en donde no importa, que con lo dicho basta para dejar adivinar que podía decirse de aquel baile: Non plus ultra. Faltaba, no obstante, una dama; la gran señora de Vinca Rúa no se encontraba allí, luciendo, como de costumbre, su arrogante cuerpo graciosamente vestido de sedas y pedrerías, y todas preguntaban qué sería de ella, aun cuando entre tanto y tanto esplendor se la olvidó bien pronto.

Condes, marqueses, duques, generales y generalas, banqueros y banqueras, diplomáticos cuyas diversas tintas pudieran formar el más sorprendente arco-iris, y hasta literatos ilustres se paseaban democráticamente confundidos por salones y jardines con el aire grave del que espera ver resuelta la solución de algún difícil problema.

A pesar de esto, transcurría la primera hora sin que el menor acontecimiento viniese a turbar la misteriosa actitud de tan digna concurrencia y la orquesta, que nada entendía quizá de lo que pasaba más allá de los atriles, rompió a tocar con la acostumbrada armonía.

Mas algo había allí de oscuro e incomprensible, algo esperaba y temía aquella sociedad elegante y respetable cuando en vez de la grata confusión que sigue siempre a los primeros acentos de un vals, sólo la vacilación y el desaliento, incompatibles con tan alegres fiestas, cundió por toda la multitud.

Mientras la música proseguía tocando rápida y animada y un dilatado espacio convidaba a lanzarse alegremente en el loco torbellino, mirábanse los unos a los otros como en una escena de teatro, paseaban en silencio, formaban círculos y ninguno se atrevía a ser el primero en gustar del placer grato a los amantes de Terpsícore, como si fuese entonces una maldita tentación. ¡Oh, nunca una sociedad tan escogida pudo pasar por más extraña y dolorosa prueba!

¡Qué momentos... qué dudas... qué mudas interrogaciones! ¿Qué significaban aquella reserva y aquel esforzado encogimiento? ¿Convertíase el baile en una grave ceremonia de corte y tantas cintas y gasa transparentes no habían de agitarse al aire con gracia y brillar aquella noche como otras muchas? ¡Ay... quizás no!, pues mientras todas las armonías que incitan al baile, inquietas y desatadas, revoloteaban como invisibles espíritus en torno de cada corazón palpitante, otro espíritu más poderoso que ellas parecía atar al suelo todos aquellos pies pequeños y nerviosos, en los cuales una sangre joven y ardorosa bullía como los metales en el seno de un volcán.

Cuando calló la música todos respiraron libremente como si sintiesen el corazón desahogado de algún peso atormentador. ¡Ninguno había bailado! Y aún empezó a murmurarse en voz alta que era el baile una distracción harto impropia de personas cultas. Si se trataba del vals, era preciso confesar su inmoralidad; si de la polka, ¡qué ridículos saltos!; si de los lanceros o el grave rigodón, ¿podía existir nada tan necio como aquellas ceremoniosas cortesías y aquel ir y venir cual si fuese cosa importante? Y por último, la danza americana con sus languideces y medio desmayados compases, con sus soñolientos paseos y dormidas vueltas por el amor suele a veces despertar... y con aquel monótono movimiento que tan bien imita el eterno mecerse de todos los seres del nuevo mundo, de suyo se dejaba conocer que era un mal injerto introducido fraudulentamente en Europa, y que debía relegarse otra vez a los bosques en donde había nacido.

En vano, pues, la orquesta prosiguió más tarde haciendo oír encantadores acentos, a cuyo llamamiento se mostraban sordos e inmóviles aún los más apasionados. Pero una inquietud creciente, un indefinible malestar fue poco a poco invadiendo los ánimos. Fatigados de esperar algo que no llegaba, cada uno decía en voz baja:

-No viene; acaso se halle a estas horas en París o en Viena, pues aseguran que cuando quiere camina con la velocidad del vapor.

-No hay que creer tales patrañas, respondían otros. Lo que hay de cierto es que pone en práctica la antigua máxima de los sacerdotes paganos y de reyes de todos los tiempos: se deja ver poco y en momentos dados.

Pero es el caso que las horas empezaban a caminar pesadamente. Los elegantes a la inglesa no sabían cómo colocar las largas y enjutas piernas, las damas casi bostezaban de tedio tras del abanico y cada vez que la música rompía a tocar de nuevo tornábanse pálidas las unas, rojas las otras, mientras bajo las vaporosas faldas se percibían breves y furtivos compases, repitiéndose en torno con creciente impaciencia, «¡No viene!, ¡qué fantástico!...».

Por fin... allá por la media noche, esa hora fatal para toda clase de tentaciones, cuando el sueño no nos oprime y sujeta con su dulce peso, aconteció que, en uno de esos momentos en que la música produce en la mente exaltada el efecto de un vértigo irresistible, un pie atrevido osó resbalar sobre la alfombra y tras de aquel pie corrieron todos como picados por la maligna tarántula, de cuyo veneno no necesitan ciertamente los hombres para agitarse locamente hasta morir.

La animación, que antes faltaba, cundió entonces por toda la multitud con la rapidez del relámpago: ya ninguno cuchicheó con reserva como no fuese de amores, ni dijo que era el baile una distracción harto impropia de personas cultas. Todo al contrario: los saltitos y vueltas tentadoras que como otras muchas cosas de la vida ponen en peligro inminente la gravedad de los mortales volvieron loca cada cabeza, y fue de ver cómo aquellas gentes honorabilísimas, a pesar de lo bien nacidas que eran, hubieron de rendir culto esta vez más a la debilidad humana.

La respetable concurrencia bailaba en masa con entusiasmo, con fe, y condes, duques y marqueses, generales y banqueros, hacían su pirueta en compañía de sus charreteras y brillantes cruces como la larga cola del vestido de la condesa Pampa hacía también su gracioso caracoleo a cada ir y venir del elegante cuerpo de la dama.

Con la animación y el baile, el calor tomó bien pronto un incremento tropical; podía decirse que reinaba el sirocco y en vano se bajaba a los jardines en busca de la brisa, que el sol del día había convertido en aliento abrasador. El aspecto de cada semblante tornóse desagradable y sofocado; por cada calva y venerable frente, en donde graves cuidados había impreso su sello, el sudor dejaba surcos que apenas enjugados con la blanca batista volvían a aparecer importunos, y general había que desde el fondo de su corazón acariciaba amorosamente el recuerdo de los campamentos, en donde el más noble y cauto puede sin cumplimiento ni rebozo desabrochar su casaca. Las mismas damas se asemejaban a rosas próximas a marchitarse, apareciendo mucho menos frescas y hermosas que antes de empezar a bailar... Y sin embargo, todos eran felices y se hallaban olvidados de las miserias humanas: ¡oh! ¡Terpsícore!... ¡Terpsícore!... Eres más embriagadora que el vino.

¡Tara! ¡Ta-ta! ¡Tara-ta-ta! Niña cubana... ¡Tara-ta-ta!, por ti me muero... etcétera...

No era esto precisamente, pero, poco más, poco menos, esto era lo que querían decir algunas de las hermosas danzas americanas que aquella noche se tocaron con un son tan dulce y arrullador que pudiera uno creerse transportado a alguno de esos vírgenes bosques o extensas pampas en donde canta el tan ponderado colibrí que porque es solo a hacer trinos y gorjeos se lleva toda la fama.

¡Tara-ta-ta! ¡Tara-ta-ta!, una negrita y un negro... etcétera.

-¡Ah, mi Cuba!... -exclamaba al oír tan dulces sones Marcelina la criolla, elevando al cielo sus ojos azules-... ¡Si usted viera nuestros bailes, general!... ¡Qué danzas, Dios mío!... Aquello no es bailar, es un dulcísimo ensueño, una especie de suave remanso parecido al del mar cuando está en calma; puede decirse que quien baila es el espíritu y no el cuerpo, que apenas hace más que dejarse arrastrar por quien la lleva.

-Bendita esa tierra que da criaturas tan bellas como la que en este instante se apoya en mi brazo con una languidez mil veces seductora. ¡Qué danzas serán esas bailadas por mujeres cuyo talle ligero se asemeje al que ahora estrecho en el hueco de mi mano...!: pero ¿acaso no es usted, Marcelina, la más bella personificación de lo que quiero conocer?

-¡Ah, nunca! ¡Que por más que lo desee no me es dado imprimir a esta danza el carácter nacional de mi hermosa Cuba! Aquello es otra cosa... Pero, general, usted se fatiga y no es extraño, porque esto no es danza, es una galop infernal capaz de dejar sin aliento el pecho más robusto. ¡Si tal aconteciera en mi país!...

-No hay que hablar de ello -repuso el general con brusca franqueza-. Con aquel calor se hubiera uno muerto como San Lorenzo.

-Si no hay allí calor...

-¿Cómo?

-Digo que, aunque le haya, vienen las lluvias y refrescan, viene la brisa del mar y templa la atmósfera. Y no como aquí... que a decir verdad todo se vuelve polvo y cielo gris...

-No obstante, el firmamento suele brillar en Madrid bastante puro... y los airecillos que bajan del Guadarrama se dejan sentir a veces harto vivamente...

-Es verdad, siempre contrastes. Pero el cielo americano... ¡Oh, qué cielo!...

-¡Fuego! -exclamó el general interrumpiéndola.

-¿Qué es eso? -repuso asustada la criolla-. Y como viese que el general se sostenía por algunos momentos en un solo pie, como ave dormida, añadió:

-¿Un pisotón? ¡Qué horror!... pues no es éste ciertamente el baile de la Camelia pero en todas partes hay pies torpes.

-No; no ha sido nada -repuso el general cojeando un poquillo-, el pisotón de una dama es siempre grato.

-¿Está usted seguro de que fue de una dama?

-Si no lo estuviese me haría la ilusión para mitigar el dolor de que la misma Marcelina...

-Gracias, general... pero no quiero cargar con culpas que no he cometido.

-Sería por demás injusto -dijo la condesa Pampa acercándose con aire risueño, medio burlón-. Yo he sido la agresora, y de ello me pesa.

-Con tales armas, señora -repuso con la mayor galantería el lastimado-, quisiera ser herido toda mi vida.

-Dios me perdone y me libre de hollar otra vez una de las glorias de España.

-¡Qué hollar, condesa! Si esos pies son más ligeros que el céfiro y la brisa... pasan y no se sienten...

-¡Adulador!... -repuso la condesa con la mayor coquetería, y añadió en voz baja casi al oído del que la acompañaba-: Ya lo ve usted, poeta, hasta los generales roban a los literatos sus bellas frases. Las musas se ausentan... dejan la tierra...

-Y bien -dijo el poeta lanzando un hondo suspiro-, mientras queden mujeres como usted, condesa, no me faltará inspiración.

-¿De qué género?

-¡Señora!... juro que si yo fuese Petrarca o Dante...

-¡No, por Dios!... Nada de romanticismos ni de clasicismo tampoco, ni de... en fin, no sé yo misma lo que deseo, pero ninguno de esos estilos llenaría mi espíritu. Estamos cansados de esos versos eternamente los mismos, y que se parecen los unos a los otros como una gota de agua a otra gota... pues... ¿y las novelas? ¡Qué monotonía y qué tedio!... No se comprende cómo hombres que no hayan perdido la cabeza pueden dedicarse a hacer tales cosas... Crea usted, Ambrosio, que no hay qué leer y apenas sabe una en qué entretenerse mientras la peina su doncella.

-¿Será posible, condesa? Tal vez ocupado ese pensamiento en divagaciones extrañas, no puede detenerse a juzgar las bellezas del libro abierto en la cansada mano.

-Extraño que un hombre de algún talento se exprese de tal modo en una cuestión en que todos vamos conformes... ¿Por qué no hablar con franqueza? No hay nada bueno, absolutamente nada...

-Esta mujer me insulta... ¿habráse visto descaro igual? ¡Algún talento!...

-Usted no ignora, Ambrosio, que falta el buen gusto y la novedad en los libros que hoy se escriben sin excepción alguna, y no soy la única que lo dice pues todos están cansados de esa literatura que han dado en llamar moderna y excelente, y que quizá lo hubiera sido si a fuerza de tomarla por suya inexpertas medianías no llegaran a convertirla en fastidiosa y ramplona...

-¿Si esto irá conmigo? Al menos no se digna hacer siquiera una justa excepción y lo advierte.

-Es preciso discurrir algo nuevo que llene y satisfaga: de lo contrario, Ambrosio, la literatura va a naufragar... pero mi primo se acerca: usted me dispensará... tengo que comunicarle una buena nueva...

-¿Acaso la de que ese ingrato pensamiento se ha acordado de él?

-¿Qué día no me acuerdo de mis amigos?

-Quizá todos aquellos en que usted no los ve... al menos de los amigos como Ambrosio...

-Jamás hubiera yo hecho tan injusta excepción... mas helo aquí... Carlos... tengo que hablarte...

-Adiós, pues, condesa, y no me olvide usted.

Y añadió el poeta tan pronto como aquélla se hubo alejado:

-Llévete el diablo, quisquillosa y coqueta mujer. ¿Qué entiendes tú de versos ni de prosa? ¿Qué otra cosa sabes más que darte aire con el abanico y fastidiarte de tus amantes? Apuesto a que la muy soberbia no ha echado una sola ojeada sobre mi libro...

Y el poeta fue a reunirse presuroso con las más afiladas lenguas que por allí se hallaban, renegando para siempre del elevado estilo de la oda y decidido ya por los acerados epigramas...

Allá, en uno de los salones de descanso, el primo le decía en tanto a la condesa:

-¿Qué buen ángel ha hecho que te acercaras a hablarme, Laura, tú que apenas te dignas de cuando en cuando dirigirme de lejos una mirada?

-No empieces regañando... Algunas veces siente el corazón la imperiosa necesidad de restituirse a las personas que más estima...

-Engañosa y falsa...

-Silencio, que aún no he concluido... y, por otra parte, empezaba a cansarme la conversación de ese poeta.

-He ahí la clave. Lo había adivinado al mirarte; pues sé leer mejor que ninguno en ese hermoso rostro tus ingratitudes y caprichos, y esto es lo que más me atormenta. Si me fuese posible correr un velo entre tus veleidades y mi vista de lince, sería mucho más dichoso porque al menos viviría engañado.

-Deseo fácil de cumplir... cubre tus ojos con una venda y yo te guiaré...

-No me insultes, Laura, ni hagas así escarnio de un pobre corazón que siempre ha sido tuyo. ¿Crees que esa especie de crímenes no encuentran su castigo?

-Simplecillo... Si éstos fueran crímenes, cuánto hubiera tenido Dios que ensanchar el infierno...

-Me horroriza oírte hablar así.

-¿Por qué? Te aseguro que estoy perfectamente tranquila y que descanso sin remordimientos como los justos. ¿Qué hubiera sido si no de una pobre mujer que se limitase a girar desde que nace hasta que muere en el círculo estrecho que los hombres le prescribís...? Formalidad, primo mío, sé juicioso y acostúmbrate a hablar de otro modo con una hija de Eva que ve más lejos que las otras y que sabe hasta dónde puede llegar.

-¡Perteneces a la compañía de las independientes! Lo veo bien claro. A ese género aborrecible que los hombres detestan, que anatematizan los buenos y que demuestra mejor que ninguno el cáncer que devora la moderna sociedad... ¡Dios mío!... ¡Laura! No debiera volver a hablarte jamás aun cuando tal resolución me costara la vida. Mas soy casi tu hermano, y por otra parte me has atraído hacia ti como la serpiente al pájaro, me has destrozado el alma y esto me da derecho a ser tu sombra, tu eterno remordimiento...

-¡Cuánta locura y cuánto desvariar!... Duéleme el ver cómo los hombres perdéis siempre con las mujeres el mejor tiempo en lo que no os conviene.

-¿Aún más cinismo? ¡Blasfema! Y sin embargo, eres aquella a quien no puedo olvidar, a quien amaré siempre...

-¡Cuánto me alegro! Pero ámame sin lloriqueos y sin quejas, ámame alegremente como conviene a tu porte y a tus años; que un amante celoso y descontentadizo aburre al alma más apasionada.

-Es verdad... así le acontece a los corazones que como el tuyo han exprimido ya toda su savia juvenil, no quedando en ellos más que vanos deseos. Deja que me retire... La ira y el dolor me oprimen y siento impulsos de ahogarte entre mis brazos, aquí, a la faz del mundo...

-¡Qué civilizado salvaje!... Huye, pues, dulce amor mío y no pares hasta la Tebaida, que con la penitencia se apagan las pasiones violentas y se dominan los malos instintos. Me sentaré al lado de Casimira puesto que ella y yo nos entendemos mejor.

Se dirigió entonces hacia el salón principal y su amiga al verla acercarse le dijo:

-¿Qué es esto, condesa? Tus adoradores ¿quieren sitiarte como a inexpugnable castillo?

-Sin duda; pero los detesto cordialmente y juro que no me rendiré.

-Valiente amazona... si hubiera muchas que te igualaran, más fecundo sería entonces nuestro reino.

-Pero, ¡ay!, ¡qué miserables somos, Casimira!... ¡Tener que soportar esos amantes que nos llaman cien veces ingratas con fieros o lacrimosos ojos, y que recomiendan la modestia de las mojigatas y lo que ellos llaman decoro y moralidad, ni más ni menos que un cura de aldea! Ya no se puede vivir alegremente ni en España, ni en Francia, ni en Inglaterra: la misma Italia ha perdido su tan renombrada originalidad en materia de amores y una imaginación ambiciosa y sedienta de algo nuevo apenas encuentra a dónde volver los ojos.

-Algo hay de cierto en eso... pero una imaginación activa se agita, se revuelve, y concluye al cabo por hallar un recurso.

-¿Cuál?... Todos están gastados, así para ellos como para nosotras. De ahí el fastidio... ¿Sabes lo que se me ha ocurrido alguna vez?... Que en Rusia encontraría lo que busco.

-¿Pues cómo?

-Aquellos hombres me agradan: primero, por las pieles en que se envuelven; segundo, porque son todavía más raros y extravagantes que los ingleses, y tercero, porque tengo entendido que es más abrasador el fuego que arde bajo la nieve que el que brilla y chisporrotea a la luz del sol. ¡Lérmontov me ha encantado!

-Bravas razones.

-¿Qué?... ¿no crees que unos amores en el Cáucaso serían magníficos?

-¡Bah! Allí como aquí, condesa, tan vulgares serán aquellos feroces y caprichosos hijos de las montañas como estos españoles cuyo instinto, como el de las mariposas, los lleva indiferentemente a donde quiera que ven nuevas flores. ¿No has podido soñar algo mejor?

-¿En dónde?

-Cosas extrañas... muy extrañas, existen que hubieran podido trastornar la más fuerte cabeza...

-No comprendo de qué quieres hablar... -murmuró la condesa Pampa, inmutándose levemente mientras fingía mirar con atención profunda el eje de su abanico de marfil-. Después, con una volubilidad sospechosa para los perspicaces ojos de su amiga, prosiguió:

-Hablando con la franqueza que mutuamente nos debemos, tú sabes muy bien que para nosotras, que somos ricas y bellas, no es victoria la de una conquista. ¿Y cómo ha de serlo si ellos son los que triunfan y nosotras las que nos rendimos? La sociedad que los hombres han hecho a su gusto hasta nos prohíbe pensar... -y la condesa añadió en voz muy baja-: de modo, Casimira, que en vano nos llamamos las independientes.

-¿Quizá no te creas tan libre y poderosa como ellos?

-¡Qué sé yo! Sólo sé decir que el mundo envejece rápidamente y que todo me parece usado y de mal gusto.

Y la condesa empezó a agitar el abanico con un desdén imponente, mientras Casimira, mirándola a hurtadillas, decía para sí:

-Te veo y te comprendo... Caminamos a un mismo paso y por un mismo sendero; falta ahora saber quién llegará la primera.

La música rompió a tocar en el mismo instante y multitud de caballeros se acercaron enseguida a invitar a ambas damas.

Tocóle en suerte a la condesa un larguísimo inglés, embajador y duque, y que no por ser a un mismo tiempo dos cosas tan excelentes se las componía mejor para bailar aquellas habaneras que hacían suspirar a la criolla Marcelina por su país adorado. El gran lord al dar cada dormida vuelta dijérase que bailaba después de haber cenado, lo cual era muy posible en verdad, o que tomando por lo serio aquello de Niña morena, por ti me muero, etcétera, aun cuando la condesa no era ya precisamente una niña, como era morena, iba a caerse redondo a sus pies.

Respecto a la hermosa Casimira, llevaba a su lado nada menos que a la misma España, o lo que es igual, a un ministro que por entonces tenía esta bella patria en un puño; aunque es seguro, si hemos de juzgar por su apostura de enamorado y galán que el ministro olvidaba aquella noche la patria por la hermosa y cruel Casimira, que a haberlo querido se hubiera hecho entonces absoluta poseedora de nuestras carísimas libertades. Mas no era mujer política, y la noble Iberia no corrió esta vez el peligro más leve. Ocupada la altiva y bella en dar bien los compases y en reírse para sí de su adorador, que era casi tan torpe para bailar como el gran lord inglés, sólo se distraía de esto murmurando casi al oído del enamorado ministro.

-¡Qué mala figura hace este diplomático en el baile! Si fuera él con sus botas azules... ¡ay!, pero no ha venido... ¡pedante!




ArribaAbajoCapítulo VI

Varios críticos, de esos cuyos juicios se imponen por sí mismos a los ilustrados lectores, y algunos literatos de indisputable fecundidad, formaban en tanto círculo aparte en uno de los jardines más espléndidamente iluminados; pues, mal que les pese a las musas, son casi siempre sus elegidos fatalmente inclinados más bien que a la sencillez de los campos a las pompas mundanas, al lujo regio de los salones y a cuanto la perfecta sabiduría condena por boda de Pitágoras como muelle y enervador.

Arrellenados esta noche en ligeros asientos rodeados de flores y aspirando los mil perfumes que las plantas despedían de sus senos y las damas de sus vestidos, hablaban de las cosas y de las personas con ese alto desdén, con esa roedora mordacidad tan semejante a la boca de los rumiantes en despuntarlo todo.

-He aquí la condesa de Río Ancho -decían-. Se asemeja a una rosa nacida en otoño, o a una belleza antigua resucitada entre las ruinas de un gótico castillo. A ella es a quien dedica sus versos el desdichado coplero Luis.

-¡Coplero! Eso es rebajar demasiado a un poeta.

-Él no es poeta aunque se lo llamen las gentes, y la condesa que lo sabe lee sus versos riéndose en compañía de su amante napolitano, el hombre más necio de toda Italia.

-Posee, no obstante, una habilidad que ha traído de su patria. Toca Il violino con una sedosidad desesperadora para el marido de su Francesca, que al oír resbalar el arco sobre las cuerdas se cura del mal de nervios.

-Silencio... Ved a Carlos que se aproxima sombrío y meditabundo... Se desespera de no poder convertir a Laura en mujer honrada, mientras ella, que se halla en un acceso de hastío como los que le acometen cada otoño, está pensando en ir a pescar un amante a la Hungría o la Silesia...

-¿Para qué?

-Para saber cuán dulce es un coloquio de amor entre la nieve o cómo suena en húngaro la palabra ¡te amo!

-¡Loca de atar! Es una segunda Ana Bolena.

-Haz justicia asimismo a las que se le parecen. ¿Te olvidas de la del Puerto, de la de Camba, de la de Carcasol? Ahí está también la gran Casimira, esclava de su veleidoso corazón. Se vanagloria, aunque discretamente por otra parte porque tiene talento, de despreciar todo lo que las mujeres vulgares temen, y dice que le sobra valor para asemejarse y ponerse a nivel de los hombres. Mas a fe que se engaña al creerse la única valiente... Las amazonas de amor van estando de sobra en nuestro siglo.

-Rectifico.

-¿Y la de Vinca Rúa? He ahí otra notabilidad sorprendente... A pesar de sus cuarenta cumplidos gasta en un collar o en una diadema veinte mil duros, es capaz de vestirse de diosa o de gitana por poner la primera una moda, y tratándose de regalar a un amante no temería, después de haber recibido la bendición del papa, en arruinar la silla apostólica. Mas, hela aquí que llega al fin..., miradla, ¡qué maravilla! Ha venido la última para sorprendernos con su fausto, y en verdad lo consigue, ¡qué brillo!, ¡qué diamantes! Si la plantasen ahora en Sierra Morena... Señora, el lujo está desatado; cada mujer es en nuestros días una reina, empezando por las costureras.

-Volvemos a los tiempos de Roma.

-Ya desandaremos otra vez el camino. El mundo se asemeja a las mareas, va y viene.

-¡Dios santo!... Qué cara de soledad tiene esta marquesita de Mara-Mari. ¿Reza mucho?

-Mañana y tarde, para que Dios le depare cada semana por lo menos un noble joven que se mate por su hermosura.

-¡Tigre hircana! No seré yo.

-Y harás muy bien, pues la orgullosa no hubiera llorado su trágico fin. Menos desdeñosa es Marcelina, la criolla, a la cual se la tiene contenta con decirle que América es el paraíso, que Europa es una merienda de negros, y España semejante a un insecto inmundo de esos que las boas se devoran a cientos.

-¡Válgate Dios con la criolla!... Pero, Señor... ¿en dónde está la razón humana?

-Yo creo que cada hombre cogió como pudo su pedacito y que hizo de él lo que le pareció más conveniente. Así se ven algunos que han colocado su porción en los pies, imaginando que de este modo no habrían de dar nunca un tropezón, aun cuando, en cambio, anduviesen con la cabeza hueca concluyendo por rompérsela contra una esquina.

-El pensamiento no me parece ni ingenioso ni elegante, pero sí verdadero. Mas observo que estás hoy filósofo.

-Porque me aburro.

-Fruta del tiempo.

-Fruta de todos tiempos. Mirad... mirad qué blancos hombros los de esa mujer. ¡Malditas apariencias!, ¡que no fuera verdad tanta belleza!... pero todo es arroz. ¿Sabéis que he llegado a adquirir un triste convencimiento?

-¿Que es mejor el oficio de marqués que el de literato? -preguntó Pelasgo acercándose.

-Que las mujeres no son, ni con mucho, tan hermosas como nosotros las soñamos. Quitad de su tocador las pomadas, los afeites, los perfumes, desnudadlas de ese pomposo atavío de flores y sedas y contempladlas después.

-Después... después mucho más hermosas todavía. El ropaje me ha parecido siempre detestable. Prefiero el arte griego.

-Es que tú debieras haber nacido en tiempo de Nerón, allá... cuando se hacían sacrificios en Pafos... pero la fortuna te ha sido adversa, y hete aquí con frac y largos pantalones contemplando en vez de jóvenes desnudas consagradas a la impúdica Venus a nuestras mujeres españolas metidas en jaulas de acero y en corsés a la perezosa.

-Atiende, no obstante -añadió Pelasgo-, que no lo he perdido todo y que a ser Fidias, o cualquier otro escultor de aquellos tiempos, no me hubieran faltado en este baile preciosos modelos. Esa joven que acogida al brazo de aquel novel diplomático acaba de pararse al pie de la fuente es uno de ellos. No hay duda que oculta bajo la larga cola del vestido lo que una aldeana de mi país enseña sin rebozo al pasar un arroyo o subir un picacho; pero en cambio, nos muestra atrevidamente el seno hasta más de la mitad... dijérase que está a solas en su gabinete. Lleva los brazos completamente desnudos y una trasparente y bienhechora gasa permite que la mirada contemple sin estorbo, hasta tocar la aprisionada cintura, las formas clásicas de su preciosa espalda. ¿No puedo consolarme con esto de los tiempos del César?

-Hablas como sientes; es decir, de una manera indecorosa y que pudiera decirse prohibida.

-¡Me calumnias!... En tal caso, que prohíban los escotes y las danzas que pues yo no hago más que hablar libremente de lo que aún más libremente veo... Ahí las tienes... a cientos pasan ante nosotros, dándonos, como quien dice, en rostro con sus perfecciones... ¿No vienen hoy casi todas cual si quisiesen servir de modelo para alguna de las tres gracias? ¿Mas cómo suceder de otro modo, si el baile es de toda etiqueta, y si mientras se envían misiones a los salvajes para predicarles la moral cristiana y el santo pudor de las vírgenes, tan grato al cielo, la etiqueta en Europa es vestirse medio en cueros?

Reía el crítico Pelasgo al decir esto, con todo su corazón, porque su mayor placer era la burla, aun cuando no soportaba que se burlasen de él. Pero el poeta Ambrosio, que sin ser mejor que su amigo era capaz de convertirse en santo, por llevarle la contraria, repuso:

-Decir crítico es decir lengua de serpiente. Mas el que quiere echarle en cara a la sociedad sus vicios debe empezar antes por corregirse a sí propio. Declamar contra el escándalo y ser escandaloso son dos cosas que se contradicen.

-Como Pelasgo y tú -añadió otro.

-En efecto -repuso el primero-. Cuando yo digo A, él dice Z, lo cual significa sin duda que soy la primera letra del alfabeto, y Ambrosio la última. Mas ¡aaaa, qué sueño me domina!... diríase que no he dormido en un mes.

-Parece que las horas caminan con pies de plomo -añadió otro, haciendo eco como es costumbre al bostezo de su vecino-. Y sin embargo... cómo se divierten los dichosos... ¡quién fuera uno de ellos!

-En vano lo deseas, y yo contigo -repuso un tercero bostezando también-. Las mujeres chillan como cotorras, la música resuena como un trueno, el calor hace que la ropa se plegue a nuestro cuerpo como la túnica cuando salimos del baño... y ahora pregunto... ¿A qué se viene a estos sitios si no es a fastidiarse?

-No venir -dijo Pelasgo.

-¡No venir! ¿Qué hacer entonces de este pobre cuerpo que en ninguna parte se encuentra bien?

-Enviarlo al océano a saber noticias del cable submarino o a investigar, tierra adentro, de qué son esas botas azules.

-Silencio, señores... Ésa es cuestión difícil... ¿No saben ustedes que ese duende de duque no quiere que se murmure de él? A pesar de que se le ha esperado toda la noche con una ansiedad que rayaba en agonía, ninguno se ha atrevido a pronunciar su nombre en voz alta.

-Y, por cierto, que acaba de dar a esta sociedad el mayor chasco del siglo. ¡Cómo habrá de reírse con su risa a lo Mefistófeles cuando sepa la ridícula farsa que acaba de hacer representar en vano a tanta noble eminencia! Trabajo costaba en las primeras horas de la noche contener la risa al notar el grave recogimiento y parsimonia de todos los circunstantes.

-¿No permanecías tú también tieso y empaquetado como un milord?

-Donde estuvieres haz como vieres. Sabia máxima es esta que nunca olvido; mas para mi interior murmuraba del lance como una mala lengua que siempre he sido. Ninguno, aunque le devorase la impaciencia, se atrevía a bailar, porque iba a venir el gran duque que detesta el baile y se burla satánicamente -según dicen Las Tinieblas- de los que, dando saltos al compás de la música, dejan sueltos al aire con harto poco decoro los faldones del frac -son sus propias palabras- mientras las damas, semejantes a rosas en medio de un remolino, se desgreñan, languidecen y marcan cual si se hallasen en alta mar.

-Lenguaje es ese digno de quien lo usa.

-A Pelasgo no le complacen Las Tinieblas -dijo Ambrosio-, y esto es muy natural. ¿Quién es tu enemigo? El de tu oficio.

-¿Quién se cuida de cosas tan ruines?... -repuso el crítico con desdén-. Ni me incomodan ni temo a enemigos que hieren en la sombra. Ese periódico envidioso, mal intencionado y tan oscuro como su nombre... es...

-Es la caricatura de la prensa, y ni siquiera teme a los artículos de nuestro amigo que son los más temibles que en la corte se escriben; por el contrario, Las Tinieblas se muestran verdaderamente atormentadoras con Pelasgo y algunos otros discípulos o imitadores de Moratín. Es el látigo de los látigos que nada respeta, es el asesino de las formidables reputaciones, el mordedor de los que muerden, el infierno de la prensa, en fin, la venganza de la venganza, si así decirse puede...

-Vergonzoso es que un poeta o un escritor cualquiera se digne hacer la apología de ese cobarde monstruo que lanza sus saetas al abrigo del incógnito.

-¡Oh! lo mismo hacen casi siempre los imitadores de Moratín. Y por otra parte tú sabes muy bien, Pelasgo, y lo sabemos todos, que la firma de algunos escritores al pie de ciertos artículos no demuestra comúnmente valor, sino osadía.

-De cualquier modo, Las Tinieblas son entre los demás diarios de la corte semejantes a una mancha en un vestido de boda -concluyó Pelasgo con mal encubierta saña.

-«¡Pedante y follón!... tú y los diarios sí que sois una mancha y veneno...» -dijo riendo una voz que sin saberse el cómo, llegó hasta ellos.

-¿Quién ha hablado? -preguntó el crítico palideciendo y mirando en torno. Mas como no fuese posible distinguir bien cada objeto tras los espesos árboles, volvió a aquietarse al parecer, diciendo-: ¡Bah!, sin duda algún redactor de Las Tinieblas. Se le conoce en la manera con que se defiende.

-Ése es alguno que gasta de tu pimienta -añadió Ambrosio.

-A lo que advierto te vas convirtiendo en campeón de todo lo que no admite defensa.

-¡Qué quieres! Las Tinieblas me agradan, sobre todo porque tiende a derribar el vano orgullo de las medianías, la mentira gloria de algunos malos prosistas y la lastimosa popularidad que han llegado a adquirir esas novelas que, para explotar al pobre, se publican por entregas de a dos cuartos.

-En vano encareces, querido Ambrosio, la saludable crítica de tu protegido porque tantos chubascos se esparcen en los aires antes de llegar al suelo.

-¡Oh! No sólo llegan al suelo sino que caen como un diluvio sobre las víctimas.

-¡Imposible! Si así fuese ya no hubieran existido muchos de mis amigos, pues, si mal no recuerdo, no hace muchos días que el tal periódico, con el mal estilo y la mala intención que le es propia, arrojaba sus iras sobre la fecundidad pestilencial de ciertos poetas. ¿Acaso no lo sabes?

-La gloria del poeta está siempre más alta que todas las críticas, y ningún hijo de las musas publica nunca sus obras por entregas de a dos cuartos -repuso Ambrosio enojado.

-Y hacen muy bien -contestó Pelasgo-, porque ni de balde las quieren. Díganlo si no tus romances e interminables leyendas que en compañía de muchas otras duermen el sueño eterno en los detalles de las librerías.

-Señores -dijo uno levantándose-, entran ustedes en un terreno impropio de personas de honor. Cada cual vale lo que vale.

-Perdone usted, amigo -respondió Pelasgo sin poder contenerse-, el señor no vale nada.

-¡Agradezco tanto favor! -contestó Ambrosio con ironía e inclinándose profundamente-; más aún cuando ninguno de los dos pueda dar sentencia en esta causa, me atrevo a decir sin modestia que el señor Pelasgo vale muchísimo menos que yo...

-Reparen, señores -añadió otro-, reparen el lugar donde nos encontramos y que no somos niños. Se parecen ustedes en este instante a dos periódicos cuando en el ardor de la polémica se llaman esto y aquello y se dicen tú eres y yo soy...

Tenía ya Pelasgo la sangre subida a la cabeza y como tratándose de chistes no podía soportar otros que los suyos, exclamó con desentonado acento:

-Mal sientan las gracias al que no la tiene.

-Eso es precisamente lo que siempre te ha acontecido -respondió el otro dispuesto a entrar en contienda, y no sabemos lo que allí pasaría si la misma voz que había hablado antes no dijese de nuevo:

-«Tal para cual. Entre pedantes y malos escritores la diferencia es leve, pero en estas artes le corresponde a Pelasgo la supremacía».

-¿Quién es el cobarde que se esconde para decir tales palabras? -exclamó Pelasgo fuera de sí.

-«El que ha de ponerle el cascabel al gato» -añadió la voz dejando oír enseguida una carcajada cuyo eco fue a perderse en lo último de los jardines. Todos se pusieron entonces en pie, diciendo:

-Hay un duende que se ríe de Pelasgo y que, según parece, quiere burlarse también de nosotros. ¡Busquémosle, vive el cielo! Busquémosle y aplastémosle en el rostro el cascabel que quiere colgarnos al cuello.

En aquel instante resonó en los salones cierto sordo rumor que llamó la atención de todos y en especial de críticos y poetas. Grande era la confusión que allí reinaba; pero pudieron ver al fin al duque de la Gloria, que apareció en lo último de una galería, magnífico y sorprendente como la visión de un hermoso sueño.

Burlón el rostro y blanco como un pedazo de mármol, la mirada penetrante como una saeta, aunque atractiva y fascinadora al mismo tiempo, el negro cabello agrupado sobre la frente y de una manera extraña, la sonrisa irónica y fina, el aguilucho de fuertes garras y encorvado pico ostentándose misterioso y simbólico sobre su pecho, y rodeado por el brillantísimo y maravilloso resplandor de aquellas botas azules como el cielo, encanto de las mujeres, tormento de los zapateros y asombro de los sabios, jamás héroe alguno fantástico apareció más palpablemente sublime a los ojos de una sociedad civilizada.

Al verle, detuviéronse los literatos y los críticos sin poder dominar la sorpresa que de ellos se había apoderado, mientras se notaba asimismo en todos los semblantes la alegría, el asombro o la confusión de que cada uno se hallaba poseído.

No hubo quien no se avergonzase de que le hubiese sorprendido el duque entregado al placer de una danza americana, y los hombres de valimiento y de poder no sabían cómo volver a su proverbial gravedad, después de haber dejado harto indecorosamente sueltos al aire los faldones del frac.

Hubo un momento en el cual, corriendo todos hacia el tocador, reinaron el desorden y la confusión por donde quiera.

-¡No volveré a bailar en mi vida! -decía en alta voz y con despreciativo desdén más de una dama-. Yo haré de modo que nadie pueda comprometerme a semejante cosa, como me ha sucedido esta noche. Y al tiempo que esto decía, veían con dolor que no acertaban a remediar en su tocador y en su belleza los descalabros ocasionados por el traqueteo y fatiga de la danza. Los unos aparecieron de repente meditabundos, los otros graves y serios, los demás desdeñosos o en extremo corteses, pero ninguno como realmente era. La farsa no podía ir más allá...

Contemplaba el duque este cuadro desde la puerta del salón principal, semejante al orador que espera a que cese el último rumor de los aplausos para empezar a hablar de nuevo. Por último, haciendo un afectuoso y protector saludo y extendiendo su diestra hacia la multitud, exclamó:

-¡Paz, señores!

Al oír aquel acento, armonioso y dominador como el de las tempestades, se esparció en torno un silencio profundo y, suspendido el aliento, aguardaron todos a oír de nuevo aquella voz, que imaginaban, sin duda, había de conmover los mármoles.

Pero el duque guardó silencio, y con aquel aire de arrogancia sin par, con aquella majestad inimitable y poderosa y haciendo brillar de una manera que pudiera decirse mágica sus hermosas botas, atravesó lentamente el salón hasta acercarse a la condesa Pampa, que al verle llegar se tornó más blanca que la seda de su vestido.

Hallábase todavía cogida al brazo del gran lord inglés, quien, con el rostro sepultado entre dos enormes patillas rojas, lanzó sobre el duque de la Gloria una mirada de embajador británico. Mas cuidándose éste poco sin duda de la diplomacia de los hijos de Albión, contestó a aquella especie de mudo desafío hiriéndole en los ojos con el resplandor de sus botas, con lo cual hizo el lord guiños poco graciosos, mientras el duque le decía a la condesa:

-¡Señora! Esto se llama empeñarse en acortar la vida, esto es gastarse sin tregua como si el tiempo que malamente se pierde hubiese de volver a recobrarse...

-¿Cómo, señor duque?...

-El baile... condesa...

-¡Ah... el baile!...

-¡Oh, es detestable! La fatiga... la agitación... la velada... marchitan la vida como el hielo las flores. Me causan ustedes lástima... profunda lástima... Mas... mis ojos dudan de la realidad de lo que ven. ¿Cómo he merecido tanto favor? ¿Quizá ignoraban ellas que yo vendría? Soy al cabo un desconocido aquí...

-No entiendo -tartamudeó la condesa, que, aun cuando había perdido la comprometida costumbre de ruborizarse, sintió de pronto que la sangre ya desaparecía, ya se agolpaba a sus mejillas.

El duque dejó caer entonces una de sus más irónicas y penetrantes miradas sobre el rostro de la condesa, y añadió:

-Yo tampoco comprendo... lo cual es en verdad un conflicto, pero no importa... por fortuna he sido siempre discreto y apenas veo nunca aquello que no debo ver.

-Pero, señor duque...

-¡Nada! Es a mí, condesa, a quien toca excusarse... Acaso no he debido penetrar aquí desde el instante en que descubrí desde lejos misterios que el pudor oculta a los extraños... Esta reunión es en extremo escogida y aun íntima y familiar a lo que entiendo. He sido, pues, un profano y juro que procuraré resarcir mi falta.

Reinaba el más profundo silencio y todos estaban atentos a aquella escena que a nadie podía ocultarse, como tampoco el asombro y emoción crecientes de la condesa. El duque de la Gloria, sin añadir una palabra más y sin mirar a nadie hizo un profundo saludo a la dama y salió del salón.

Cuando el resplandor de sus botas azules dejó de deslumbrar a los circunstantes y se perdió por completo el sonoro ruido de sus pisadas, se miraron unos a otros llenos de asombro y un zumbido semejante al que formarían varios enjambres de abejas que cruzasen el aire se levantó en derredor.

Era así sordo, así confuso y como temeroso de ser oído... Sospechábase si el duque habría quedado oculto tras de las anchas cortinas o entre el follaje de los jardines.

La condesa Pampa, trémula y nerviosa, retiróse enseguida a su gabinete; las otras damas, circunspectas, pensativas y casi avergonzadas, empezaron a quejarse de la jaqueca, y muchos caballeros se atrevieron a sospechar, malhumorados, que el gran duque de la Gloria en compañía de las botas más insolentemente célebres había querido reírse de aquella sociedad tan respetable como escogida.

Hubo, no obstante, quien contradijese enérgicamente esta opinión asegurando que un hombre de tan elevado rango y de tan inmensa fortuna no podía burlarse de los que allí se encontraban sin burlarse de sí mismo.

-El duque de la Gloria -concluyeron diciendo- es un ser incomprensible, notabilísimo y casi diabólico, y el querer penetrar el móvil y el fondo de sus extrañas acciones es cosa tan imposible como el saber al presente si los habitantes de la luna gastan o no pantalones como nosotros y se matan legalmente en campaña con rifles o cañones de Armstrong.

Pasóse en estas murmuraciones cerca de una hora sin que se volviese a bailar ni se soñase en ello siquiera, y los salones empezaron a quedar desiertos a las tres de la mañana, la hora más animada en las reuniones nocturnas.

Pero, cosa extraña... al pie de la extensa galería por donde había desaparecido el duque los concurrentes volvieron a encontrarse reunidos.

Una bellísima estatua, que nadie había visto hasta entonces, se hallaba colocada a la entrada. Representaba el pudor que con el dedo índice colocado sobre los labios, una venda en los ojos y en una actitud sigilosa al par que lánguida y melancólica, daba la espalda a la puerta como si quisiese huir avergonzada de un sitio en donde no podía permanecer ni aun vendada.

-¡Magnífico pensamiento! -repetían todos-. ¡Obra maestra! He aquí una sorpresa en que no esperábamos. No hay otra como la condesa para estas cosas.

-No obstante -añadía alguno-. ¡Haber colocado aquí la estatua del pudor! ¿Para qué? ¿No fue acaso una chanza?

-Yes -exclamó el gran lord, que desde que la condesa Pampa le dejara no había vuelto a desplegar los labios.

-Sin duda que el caso es raro. ¿Y quién será el artista que ejecutó tal maravilla?

-¡¡¡Oh!!!... un inglis -volvió a decir con acento nasal y sonriendo el gran lord mientras se alejaba acompañado de sus enormes patillas.

Estas palabras despertaron nuevas sospechas en los que eran dados a pensar mal y cada uno se fue a su casa a dormir, si bien no todos durmieron. Cuéntase al menos de aquella noche y de algunas otras que vinieron después que a la incierta claridad de las lámparas de noche veían vagar las camareras ciertas sombras que se creyeran las de sus aristocráticas señoras presas acaso de un insomnio cruel.




ArribaAbajoCapítulo VII

-No se habla de otra cosa en los círculos aristocráticos y políticos, es la cuestión magna de la época, la que hoy hace el papel principal en la corte, ¡y a fe que el asunto lo merece! ¿No ha oído usted nada?

-Absolutamente nada -respondió el de la Albuérniga a su interlocutor, elegante joven que montaba un alto caballo inglés y caminaba despacio al lado de la carretela del caballero-. Salgo de mi casa en este instante -prosiguió-, después de un encierro de veinte días con el cual he querido curar cierta curiosa manía que atacó mi tranquilidad y mi sosiego de un modo harto inesperado por cierto.

-Y volverá a reproducirse, sin duda, con lo que usted va a oír.

-En ese caso quisiera mejor ser sordo, o que el señor conde dejase para otro día su relato. Prefiero mi sosiego a todo.

-No hay que asustarse: sólo se trata de un hombre alto y delgado como un mimbre, imperioso como un sultán, de modales distinguidos, que gasta el tren de un príncipe, que ha aparecido como un duende, pues tal parece por su aspecto sin par entre lo más escogido y selecto de nuestra sociedad y en cuyo porte, además de las particularidades que tanto le distinguen, se advierte un no sé qué nuevo y extraño que atrae la atención general.

-¿Y es eso lo que ha de avivar mi curiosidad?

-No he concluido. Semejantes cualidades no le impedirían a buen seguro pasar en nuestro mundo elegante como un brillante y rápido meteoro, a no ser por las raras prendas de que ya hice mención y que forman, digámoslo así, la extraña atmósfera que le rodea. Ese desconocido, cuyo vestir es la perfección del buen gusto, trae unas botas altas hasta la rodilla, de un corte inimitable y tan hermosas y extrañas que su azul y luminosa transparencia deslumbra al que las mira.

-Rara cosa en verdad -repuso el de la Albuérniga sonriendo levemente-; pero al fin y al cabo, ¡qué diantre!... negras o azules esas botas, ¿qué más da?

-¿Qué más da?... ¡Unas botas azules y como aquéllas!... Harto se deja conocer que usted no las ha visto, pues de otro modo no dijera tal.

-¡Pts! ¡Quizás! -volvió a decir el de la Albuérniga sonriendo como antes.

-Para que pueda usted formarse una idea de su belleza sin par y de su maravillosa perfección bastará decir que ayer se han reunido los zapateros más ilustres de la corte con el solo objeto de debatir las siguientes cuestiones. De qué material son las botas del señor duque de la Gloria. En qué corte del mundo han sido trabajadas. Cuál es su origen. Pueden o no pueden hacerse iguales en Europa. Todo esto se ha discutido inútilmente por espacio de tres largas horas que duró la sesión. El uno opinaba que el material tenía semejanza con el mármol, el otro añadía que, por su trasparencia, pudiera creerse cristal de roca y aun hubo quien se atrevió a decir como el cauchout se adaptaba a tantos usos... pero el imbécil no pudo acabar de pronunciar tal blasfemia, unánimemente reprobada desde el momento en que empezó a salir de sus labios. Todos convinieron en que aquellas botas luminosas eran un impenetrable misterio, la obra de un genio potente y desconocido, y se disolvió la asamblea en el mismo estado de ignorancia en que antes se encontraba. Resolvieron, no obstante, al separarse, hacer una exposición, rogando al ilustre y misterioso personaje en nombre de la humanidad se dignase revelar en dónde y de qué habían sido hechas aquellas botas maravillosas, asombro de los inteligentes, a cuyo favor le quedarían eternamente agradecidos todos los que tienen en algo las ciencias y el progreso.

-Bien, ¡muy bien! -exclamó el de la Albuérniga sin dejar de sonreír y frotándose las manos-; esas botas deben de ser en verdad un objeto curioso.

-¡Ya lo ve usted! Además de su rara belleza, alumbran por donde pasan con una luz semejante a la del cielo. Es un adelanto cuyas ventajas no se pueden calcular.

-En efecto... no hay duda ¿y es usted de los que firmaron?

-¡Oh! Poco a poco... pero no tome usted a broma, tan interesante cuestión. Por mi parte confieso, que por tener unas botas como aquéllas hubiera dado la mitad de mi patrimonio.

-¡Bravo!

-¡Es que son tan hermosas! No puede existir nada más elegante ni seductor... Y, sin embargo, no paran aquí las maravillas...

-¿Hay más todavía?

-El tal personaje trae por corbata... ¿quién lo imaginara?, nada menos que un aguilucho blanco como la misma nieve.

-¡Diablo!, conde, no me diga usted más. Ese hombre me huele a diablo impertinente.

-Yo le he visto a la distancia en que usted y yo nos encontramos, y es lo raro que el aguilucho en cuestión hace sobre el pecho de ese hombre singular el efecto más bello. Ninguna corbata del mundo puede tener la gracia de aquel animal de feroces garras cuya artística posición parece simbólica. ¡Oh, si yo poseyera una corbata semejante!

-Pues poséala usted.

-¿Quién pudiera?

-Pero, en resumen, ¿usted no sabe quién es ese hombre ni qué significa su extraño atavío?

-Tras de eso andamos todos, aunque en vano; pero yo juro seguirlo tan de cerca como me sea posible a fin de conseguirlo.

-Pues amigo, compre, si a tal se arroja, un microscopio o un anteojo de esos que alcanzan a ver las montañas de la luna, por que esa clase de seres se pierden de vista como los átomos o los buques que doblan la costa.

-Aprovecharé el consejo, mas no será malo que usted no lo olvide.

El joven saludó cortésmente y se alejó mientras el caballero murmuraba para sí.

-Tengo unas botas azules clavadas en el pensamiento y una águila blanca y una varita negra que me persiguen hasta en sueños. ¡Curiosidad maldita! Tentado estaría, si no temiese las incomodidades de un largo viaje, a marchar al centro del África para alejarme de ese personaje o demonio que ha deshecho mi tranquilidad y trastornado mi cabeza...

-¡Eh... venga usted! -le gritó en el mismo instante cierto hombre que pasaba por persona de altas cualidades parlamentarias-. Le veremos frente a frente y de cerca, pues aún no nos ha tocado tal suerte.

-¿A quién hemos de ver? -preguntó el caballero volviéndose con negligencia.

-A ese personaje notable, al duque de la Gloria, que calza las botas más bellas del mundo y que lleva puesta la corbata más singular.

-Gracias, mas juro que no torceré mi camino por ver unas botas y una corbata.

-¿De veras? -añadió otro, deteniendo su caballo al lado de la carretela del de la Albuérniga-. ¿De veras no quiere usted conocer a ese ilustre personaje que trae por bastón una varita negra cuajada de brillantes y con un cascabel que se dice mágico? Perderá usted mucho.

-Pues vaya usted a ganar lo que yo pierda -exclamó el caballero, verdaderamente contrariado.

Y mientras multitud de elegantes jóvenes galopaban presurosos hacia el camino por donde imaginaban que vendría el duque, el de la Albuérniga se apeó de su carruaje y entró en casa de unas antiguas conocidas suyas, modestas solteronas, que, como el caballero, amaban la soledad y vivían en reposo gozando de una existencia regalada, ajenas a todos los ruidos profanos, hablando mal del universo entero y chupando aromáticas pastillas al son de sabios refranes y máximas saludables.

-Aquí -dijo el de la Albuérniga al mismo tiempo que se hacía anunciar- no me hablarán de esas malditas botas ni de esa notabilidad endiablada que un mal espíritu ha arrojado sin duda en mi camino y que en vano... ¡en vano! pretendo arrojar del pensamiento.

Recibiéronle las dos hermanas con la amabilidad acostumbrada; pero no bien se había sentado cuando la más apacible de aquellas dos benditas cristianas, exclamó a quemarropa.

-Amigo mío; muchos nos alegramos de tan inesperada visita, porque nos hallábamos en este momento muy preocupadas. ¿No ha visto usted por ahí un caballero singular y elegante que trae unas hermosas botas azules que brillan como purísimo éter?

-¡Cómo!... -repuso bruscamente el de la Albuérniga, levantándose al punto de su asiento cual si le hubiesen pinchado-. ¡También ustedes le han visto!

-Sí, sí, le hemos visto... ¿pero no se dice de qué son aquellas botas? ¡Qué primorosas!... ¡Qué encanto! Por saberlo hubiera dado mi vajilla de oro o mi rosario de nácar.

-Pues sépalo usted, querida, sépalo pronto... Será curioso.

-Curiosísimo, como que todo el día nos estamos ocupando de ello. ¡Pero usted nos deja ya sin decirnos de qué son!

-Yo no sé nada y en este instante me he acordado de un asunto urgente.

-¡Bah! ¡Cómo si empezáramos a conocernos! Usted no tiene asuntos...

-Cierto; pero el que ahora me espera es completamente nuevo, y no puedo faltar. Ustedes me dispensarán...

-¡Mire usted en qué mala ocasión! Porque hubiéramos tenido especial complacencia en hablar con usted de personaje tan distinguido...

-Muchas gracias... pero avanza la hora y me es imposible detenerme.

-Bien... ¡Como ha de ser! Pero le hacemos a usted el encargo especial de que procure saber de qué son esas botas tan extrañas y quién es el caballero que las lleva porque a una de nuestras doncellas... que, ¡pásmese usted! también se vuelve loca por conocerle y pregunta a todo el mundo, le han dicho que dicen que es hijo del gran sol, emperador de la China..., pero eso es una locura... ¿no es verdad?

-De seguro, o quizá no lo sea... pero permítanme ustedes retirarme... -dijo el de la Albuérniga viéndose casi en la precisión de atropellar a las dos hermanas que a dúo repitieron:

-¡Por Dios!, no deje usted de venir a enterarnos de...

Pero el caballero estaba ya fuera y no oyó más. Subió al carruaje verdaderamente irritado y los caballos corrieron al galope hasta que se hallaron muy lejos de la población.

Empezaba a declinar el sol. Un viento suave que agitaba blandamente los árboles formando un susurro armonioso venía a refrescar la frente del caballero, medio sepultado en su carretela, y apenas por el largo paseo que atravesaban se veía alguna que otra mujer cuyo pobre traje le obligaba a buscar los lugares aislados para gozar de las delicias de tan hermosa tarde. El paso de los caballos fatigados por la larga carrera que acaban de dar se hizo tan lento y acompasado que se diría se hallaban en aquellos instantes poseídos de la filosófica gravedad de su dueño.

-Feliz el hombre -repetía en tanto el caballero saboreando la suavidad de la atmósfera y gozando plenamente del grato silencio que reinaba en los campos-, feliz mil veces el que huyendo de los vanos tumultos se busca a sí mismo y razona con su propia conciencia. Sólo así alcanzará la paz de las almas justas, sólo así ajeno a las inmoderadas ambiciones, a la acritud de los tumultuosos pensamientos cuya apariencia es de oro, y a la devoradora agitación de una curiosidad inútil, -sí, ¡bien inútil por cierto!-, podrá conseguir el más dulce de los reposos y largos días de puros y castos deleites...

Decía estas palabras el señor de la Albuérniga con voz cariñosa, lo mismo que si las murmurase al oído de una mujer tiernamente querida, mientras aspiraba con delicia las olorosas emanaciones que le traía el viento a grandes ráfagas. Si alguna vez volvía la cabeza para contemplar la vasta llanura sembrada de altos álamos que se extendía a su izquierda, parecía costarle tan fácil movimiento un esfuerzo supremo, semejante al niño que, suspendido del pecho de su madre, se resiste a agarrar con sus manecitas el juguete que con los ojos envidia. Pero el hermoso cuadro que presentaba la naturaleza le hizo al fin mudar la postura, a fin de poder contemplarla mejor mientras murmuraba con apasionado acento.

-El sol se esconde lentamente en el horizonte semejante a un mar de fuego que reflejase encendidos rayos, y yo lo contemplo solo, sin estorbo ni inquietud; nada impide que el aromoso ambiente de las praderas llegue a mí fresco, puro y regenerador, y mil veces más vivificante y deleitable que el beso de una mujer hermosa; nada impide que el olor de los jacintos me regale dulcemente y acaricie mi olfato sin que precise rogárselo. Él llega a mí en unión de la fresca brisa como si me esperase y me saluda y me acaricia como si fuese el suave espíritu de mi ángel guardián. ¡Permita el cielo que mi felicidad se prolongue en tan suave reposo tantos años como ha vivido el primer anacoreta y que el estrepitoso campanillero que vino a turbar de una manera horrible mi cara tranquilidad no vuelva a resonar en mi morada...! Profanación no vengada todavía, cuyo recuerdo me estremece y me inquieta a mi pesar. ¡Ah! Lejos, lejos de mí, la curiosidad maldita... que desde entonces agita mis días...

-Así sea -respondió una voz armoniosa mientras un cuerpo ligero saltaba al interior de la carretela y una viva claridad azulada hería de repente los ojos medio dormidos del caballero, y que los abrió entonces tamaños no pudiendo dudar ya que tenía delante de sí al duque de la Gloria. La sorpresa le impidió pronunciar la menor palabra, pero el duque no permaneció en cambio silencioso.

-Por mi fe -dijo- que no volveré a armar en mi vida el horrible estrépito de que usted conserva tan amarga memoria, mas, por ahora, no podré así renunciar a que usted me recuerde. Al fin y al cabo es indudable que soy un excelente amigo para usted, a quien he hecho el alto honor de distinguir y favorecer con mis importunidades. No, no es esto hacer alarde de mi singular mérito, porque siendo usted también otra singularidad notable, casi, casi, vamos de igual a igual.

El de la Albuérniga experimentó, como en otra ocasión no lejana, grandes impulsos de arrojar al duque al otro lado del camino; pero la delicadísima gracia y el arrogante porte que a la par de su osadía ostentaba este personaje incomprensible, lo simpático y distinguido de su marmórea fisonomía y aquel conjunto inexplicable de toda su persona, en la cual la insolencia se convertía en dominadora franqueza, lo inverosímil en realidad y lo ridículo en maravilloso, despertaban cada vez más en el alma apacible del caballero una curiosidad mortificadora y más poderosa que su enojo. En realidad hallábase ya el de la Albuérniga, si bien a su pesar, vivamente interesado en saber quién era aquel hombre a quien todos deseaban contemplar de cerca, que traía revuelta la corte y que, según sus propias palabras, le hacía la honra de distinguirle con sus importunidades... Por esto, aun cuando el rico sibarita prefiriese su sosiego a todo, contuvo los violentos impulsos que le agitaban, y repuso:

-Sepamos, señor duque, si es posible con más claridad que la primera vez que nos vimos, qué significa este nuevo asalto, pues si como me ha dicho ve tan lejos debiera comprender que el amigo que menos veces se me acerca es el que más me agrada.

-Eso se deja conocer al punto y sin parar mientes en ello pero como yo marcho siempre por un camino opuesto al de los demás creo firmemente que sólo por medio de un continuado trato y de una amistad tan íntima como difícil podré conseguir que la interesante cuanto perezosa memoria de usted me recuerde con emoción profunda; que usted se conmueva con mi presencia de una manera visible, y que -ni más ni menos que el resto de los humanos que alcanzan a verme- usted, filósofo eminente y respetable que de nada mundano se ocupa, llegue a ocuparse de mí con ardiente afán y loco entusiasmo, luchando día y noche con la idea de saber al fin quién es el duque de la Gloria, de qué son sus botas y su corbata, qué significa aquella varita negra con su impertinente cascabel, etc., a todo lo cual tendré yo la generosidad de contestar satisfactoriamente, después de que haya usted consagrado algunos días de su carísima y apacible existencia.

Aun cuando el de la Albuérniga se hallase ya algo dispuesto a soportar al duque, como las palabras de éste tenían la virtud de exaltarle, repuso próximo a perder por completo su habitual sangre fría:

-Juro que ni el duque de la Gloria, ni su corbata, ni sus botas, ni su vara negra, me importan cosa alguna.

-Juro que le importan a usted mucho, muchísimo. Usted confesará haberme confesado que era yo una singularidad sin ejemplo.

-¿Y a mí qué me interesa?

-Inmensamente, primero en su clase de filósofo y de sabio, y segundo...

-No quiero ser ni filósofo ni sabio a costa de tantas fatigas, y para acabar más pronto, vale más que ahora mismo...

-¿Representemos la farsa?

-Cabalmente.

-Eso no puede pasar entre nosotros, hasta que sepa usted quién soy. Me atengo a su propia palabra.

-Esa palabra se ha cumplido ya. Le conozco a usted demasiado.

-¿Quién soy pues?

-Sé que es usted un loco impertinente, y basta.

-Pues yo sé mucho más de usted caballero -repuso el duque de la Gloria con cierta helada indiferencia que ya otra vez había dejado suspenso al de la Albuérniga-. Yo sé que en un duelo entre ambos no he de ser el que sucumba.

-¡Qué inocencia, señor duque!... ¿Llegará a tanto el extravío de esa pobre cabeza que pretende tratarme como un niño a quien se quiere intimidar? ¡Vamos! Loco o cuerdo, como usted sea, la farsa va a representarse ahora mismo en ese bosque y sin testigos, porque ellos no harían más que aumentar lo ridículo de la escena.

-¿Y el sol, caballero? ¿Y esos álamos y esas hermosas flores? ¿Y esas deliciosas tardes de verano en que tan dulcemente se respira?... perder todo esto...

Pálido como la cera, el de la Albuérniga iba a arrojarse sobre el duque, mas recobrando de repente su sangre fría y mirando en torno la campiña dijo con un acento de convicción que revelaba claramente el verdadero fondo de sus sentimientos.

-Hermosa es la existencia y agradable cuando la dulce paz nos rodea, mas a pesar de esto, ¿qué hacer si un importuno turba nuestra dicha? Jugar la vida, puesto que al fin ha de venir la muerte, a quien no temo.

-¡Baladronada! -repuso con mucha naturalidad el duque mirando fijamente al caballero-. No, no es que yo quiera dudar de sus palabras, pero usted y yo sabemos muy bien que los hombres procuramos engañarnos a nosotros mismos. Hace un instante, el señor de la Albuérniga hacía votos por la eternidad de sus tan apacibles como castos placeres, se deleitaba con el aroma de las rosas y saboreaba con intensa delicia el calor que un rayo del sol en ocaso comunicaba a su tibia frente. El señor de la Albuérniga vuelve ahora la espalda con orgullo a la luz de la vida, lanza una indiferente mirada a los suaves placeres que amaba, y sólo porque el impertinente duque de la Gloria lo ha querido se decide a morir...

-O a matar.

-A morir, caballero, tan cierto como mañana ha de salir el sol.

El de la Albuérniga se arrojó entonces sobre el duque, quien, poniéndole una pistola al pecho, añadió, sin alterarse en lo más mínimo.

-Un momento más... Imaginémonos que el que muere soy yo; y una vez que se trata de vida o muerte, hablemos con la mano puesta sobre el corazón... Nadie nos oye... ¿Lo que ha mediado entre nosotros puede justificar un asesinato?

-No, ciertamente, pero justifica un buen par de mojicones, y tras de los mojicones viene el duelo, es decir, el asesinato. Busque usted un medio mejor de concluir el sainete.

-¿Usted cree que yo merezco ese par de mojicones por las que llama mis impertinencias?

-¡Que si lo creo!

-Pues hiera usted -repuso el duque, presentándole la mejilla.

El de la Albuérniga abrió desmesuradamente los ojos y se quedó mirándole lleno de asombro.

-Hiera usted, y no habrá asesinato -volvió a decir el duque-. No hago más que pagar una deuda que no quiere perdonárseme.

-Caballero, duque o diablo -exclamó el de la Albuérniga, pasando una mano por la frente-; si no fuera indigno de mí, por mi honor que te hiriera como lo pides.

-¡Hiera usted! -repitió el duque con aire provocador acercando su rostro al del caballero.

Una nube cubrió entonces los ojos del de la Albuérniga, y el color azul de las botas, aún más provocativas que su dueño, el corvo pico del aguilucho y el cascabel de la varita negra, armaron tal tempestad en sus bilis que, ciego y airado, levantó el brazo y... ¡zas!, su mano estalló fuertemente dos veces sobre el rostro del duque, que quedó aún más blanco de lo que era.

-Es lógico -dijo éste entonces sin alterarse, y guardando la pistola- allá lejos de Europa, y en donde las gentes se llaman salvajes, he aprendido a pagar así las ofensas cometidas con premeditación, y no puede negarse que es una costumbre moralizadora. Y ahora, señor mío, queda usted obligado a admitir mi amistad y a soportar mi presencia en el hermoso salón de su palacio, en donde estos bofetones me dan derecho a entrar como si fuese mío..., pero tranquilícese usted... en tanto no llegan aquellos días que usted debe consagrarme, respetaré sus horas de reposo y me verá pasar a su lado silencioso como una sombra, si bien usted soñará y oirá hablar día y noche del caballero de las botas azules.

Al acabar de decir esto, el duque salió de la carretela tan ligeramente como había entrado y desapareció por la arboleda de los jardines cuya espesura se aumentaba a la luz del crepúsculo, dejando al de la Albuérniga en un estado de estupor que nunca había conocido.




ArribaAbajoCapítulo VIII

En las novelas, las mujeres son siempre discretas y hermosas, hablan el lenguaje de las musas y escriben poco menos que Madame de Sévigné; pero si se desciende a la realidad de los hechos, esto no es siempre cierto y aun estamos tentados a decir que casi siempre es mentira.

Las mujeres hablan sencillamente el lenguaje de las mujeres, y apenas aciertan alguna vez a conversar, como dicen ciertos sabios, útil y razonablemente; mas a pesar de esto conservan incólume el indisputable mérito y el atractivo irresistible con que Dios bondadoso oculta sus imperfecciones y su debilidad más imperfecta todavía.

Feas o bonitas, las unas cargan sobre sus hombros la pesada cruz del matrimonio, viven las otras resignadas o alegres en el estado honesto propio de las almas recogidas y amantes del reposo; mas, si en verdad no son tan poéticas ni espirituales como se desearía, y su belleza física tiene por lo común defectos que pueden pasar por no vistos, si no son, en fin, tan perfectas ni escriben tan bien como las novelas cuentan no debe culpárselas a fe porque cumplan debidamente su misión haciendo hasta la muerte su papel de mujeres. Cosa es ésta digna de la mayor alabanza, cuando hay tantos hombres que ejecutan el suyo de la peor manera, dándose a divagaciones prohibidas a los entendimientos vulgares, puesto que nacieron para vivir modesta y honradamente, haciendo compás con el martillo o el azadón, al huso con que hila el blanco lino su buena esposa.

Por lo demás, cuando el amor, la vanidad o la pasión dicta una epístola a la mujer, allí va estampada la prueba más tristemente palpable de su común indiscreción. Ni el mismo talento la excluye muchas veces, en este punto, de rendir culto a su débil cuanto impresionable naturaleza, cuando latiéndole el corazón y con una nube de fuego en el pensamiento coge la pluma y escribe.

He aquí por qué ellos, al ver tal, exclaman en tono de protesta: «No la pluma en tu mano, mujer nacida para educar a mis hijos: la aguja y la rueca son tus armas».

Y tienen razón al hablar así. ¿Pero no han previsto que sus hijos tendrían dos madres? ¿Que la rueca caería en desuso y que la aguja quedaría relegada a las costureras? ¿En qué han de ocuparse entonces las mujeres?...

EPÍSTOLA I

Ojos negros, cabellos negros y rizados, color pálido, alta, delgada, vestido blanco y una flor azul en el pecho. Esta noche en el teatro Real, palco principal de la izquierda. -Se espera al señor duque para hacerle una advertencia particular que le interesa.

EPÍSTOLA II

En vano he esperado la otra noche que el señor duque se detuviese a mi lado algunos momentos más que los que ha tardado en saludarme de aquella manera que me dejó tan confusa... y como tengo grande interés en saber cómo las mujeres de la aristocracia rusa visten de mañana, espero de la amabilidad del señor duque que, para enterarme de ello, se digne esta noche pasar a mi palco en el teatro Real, a cuyo favor le quedará eternamente agradecida su admiradora.

LA CONDESA PAMPA

EPÍSTOLA III

Una hija de la virgen América y ausente de su patria adorada, suplica al duque de la Gloria, venga a decirle con sus propios labios cuánto son hermosos los bosques que la vieron nacer, cuánto es admirable entre todas su tierra natal. La recompensa de tal favor será un afecto entrañable y puro, un agradecimiento eterno, tal como puede sentirlo una descendiente del desgraciado e inmortal Moctezuma. Teatro Real, palco segundo de la derecha.

EPÍSTOLA IV

Caballero: no sé siquiera por dónde tengo de empezar para decirle lo que quiero decirle, pues es el caso que mi señor padre quiere casarme y yo no quiero, con Melchor, y como no le he visto a usted hace más de quince días y no he vuelto a verle hasta anteayer, que pasó usted de mucha prisa, escribo para decirle que, una vez que mi padre quiere casarme, me case con usted, que entonces no tendré inconveniente y quedaré muy contenta que si no estaré muy triste, que ya lo estoy. Venga usted, pues, a hablar conmigo, porque voy todas las tardes al cementerio y estoy mirando para él desde la verja, porque me gusta. Soy la sobrina de doña Dorotea, la que tiene colegio y que vive en la Corredera del perro, y también voy muchas veces por la tarde a la calle del Clavo a ver a mi padre, que está cerca de aquí. Muchas más cosas quisiera decirle a usted, pero no sé decirlas por escrito. Adiós, caballero, hasta que nos veamos.

MARIQUITA

Mientras el ayuda de cámara le peinaba, tenía el duque de la Gloria abiertos estos billetes delante de sí; mas no tardó en entrar un arrogante moro trayendo una caja de terciopelo que colocó sobre la mesa.

-Dios es grande -dijo, llevando la mano a la frente-, Dios es poderoso y justo y favorece a mi señor por medio de bellas criaturas con los más ricos presentes.

-Favorézcale por largos días, Zuma... -respondió el duque sonriendo con ironía mientras lanzaba una mirada burlona sobre la cajita y las cartas.

El moro se puso a avivar el fuego medio apagado de los pebeteros que ardían en la estancia, haciendo resonar después las cuerdas de un bandolín con que acompañaba una extraña y melancólica tonada de las que cantan en medio de la noche los hijos del desierto.

Seguían en tanto el ayuda de cámara peinando al duque, ya de ésta, ya de la otra manera, ya hacia arriba, ya hacia abajo, ya dividiendo en partes iguales su un tanto indómita cabellera, ya agrupando sobre un lado la mayor porción, hasta que cansado el caballero dijo como si despertarse de un sueño:

-¿Te duermes? Péiname a la victoria y aprisa.

Ejecutada esta orden con la brusca rapidez con que había sido dada, la cabeza del duque quedó bien pronto convertida en una pirámide de rizos elevados de tal modo sobre la frente que en vez de cabellera bien pudiera llamarse aquel agrupamiento de ondeadas y recias crenchas selva virgen o enmarañado laberinto de aliagas visto en una noche oscura.

-¿Te parece que estoy bien? -le preguntó a su hábil peluquero irguiéndose lleno de majestad.

-¡Oh!, si el señor más ilustre de la tierra me permitiera decirle hasta qué extremo...

-Di cuanto quieras... lo mando.

-Pues bien, ya que el señor me lo ordena me atrevo a asegurarle que su cabeza parece una viva proclama revolucionaria.

-¡Tú serás algo! -exclamó el duque con aplomo-... Tú llegarás, si es que lo intentas, a alcanzar el gran brevete del siglo.

El ayuda de cámara, que había nacido en el particular instinto de adivinar más de lo que se le quería decir, hizo una reverente cortesía y se retiró llevando en los labios una complaciente sonrisa.

-Ahora Zuma -dijo el duque volviéndose con aire confidencial hacia el moro-, deja en reposo tu bandolín y dame cuenta de lo que has visto.

Obediente el moro, apagó al punto con la mano las últimas vibraciones del sonoro instrumento y colocándose en una actitud humilde exclamó con la más ardiente expresión:

-Todas mujeres hermosas, señor, todas bellas como la espuma que salta de la onda cristalina cuando la luna se refleja en el mar, todas frescas y llenas de aroma y juventud, como la rosa entreabierta que en una alborada de mayo recibe el primer beso del sol, cubierta por el rocío, que es el velo con que oculta su rubor. La de la negra y ondeada cabellera, que viste de armiños y se adorna con flores azules... ¡oh, mi dueño!, cándida y virginal, como el manantial de una fuente que brota entre azucenas, la más humilde mirada parece herirla como un dardo envenenado; aseméjase a las hijas del aire, que tiemblan cuando las alumbra un rayo del sol, o a un vaporoso espíritu de las nieblas que el menor soplo disipa. Cuando me divisó entre la muchedumbre, como si adivinase que vos me mandabais contemplarlas, o cual si de la atmósfera que os rodea llevase en mí el perfume, la vi estremecerse como una gota de agua cuando cae y mirarme cerrando casi al mismo tiempo los ojos como si me dijese ¡bien venido! Pasé y miréla también y comprendióme sin duda pues alargando la mano dejó caer el pequeño abanico que en ella llevaba y que es este que os presento.

Zuma sacó entonces de debajo de su caftán el abanico más primoroso que imaginarse pueda y lo entregó al duque, que, abriéndolo, vio estampado en él la figura de una mujer en actitud de consultar su horóscopo.

-El horóscopo de las criaturas, hermosa dama -exclamó el duque con su habitual sonrisa-, se lee en el reverso de lo que se desea. Historia universal.

Y colocando el abanico sobre una mesa añadió:

-¿Y qué más has visto?

-¡Oh!, la condesa... es una hija del cielo, bajada a la tierra e iluminada por el esplendor del mediodía, es un serafín con alas de mariposa y ambarado cutis, un copo de nieve, a quien el sol ha prestado sus doradas tintas y la aurora el esmalte diáfano de las esferas... pero tiene el mirar de fuego, que un lánguido y rasgado párpado basta a mitigar apenas...

-Gusto poco de serafines terrestres, Zuma.

-La que se hace llamar Casimira, ¡ella sobre todas, dueño mío! No es más magnífica la reina de las flores, cuando con las aterciopeladas hojas, cubiertas de estambres de oro, se levanta altiva entre cándidas azucenas y desmayados lirios. Verla es amarla, poseerla debe ser una felicidad tan rara como la que Mahoma promete a sus elegidos en la eterna vida... debe ser...

-Pasa... pasa...

-Dura es la transición, señor; lo es tanto como salir de un tibio baño de perfumes para entrar en una piscina.

-No importa... eso me agrada.

-Tres cardos de esos que el viento de la costa seca con su soplo airado y azota con la arena de la playa, me han hablado también de mi dueño con una curiosidad tan viva y tan ardiente afán que me hacían temblar y recordar las hadas negras que vagan por las llanuras desiertas de mi patria para chupar la vigorosa sangre de las jóvenes que encuentran en su camino.

-Bienhechores cardos... -exclamó el duque, con beatitud-. ¡Hábleme de ellos!...

-Fastidioso e insulso tengo que ser en semejante relato, amo mío. ¡Si mi dueño las viera!... Semejábase la una, por la hinchazón de las carnes, al higo que, no maduro todavía, parece hidrópico y próximo a reventar de ahíto; era la otra como una de esas manzanas de invierno, cuya piel, de un color rojo oscuro, se arruga cuando ya no está en sazón; y la más joven, ¡pluguiera a Dios no lo fuera!, tal como un caracol alarga los cuernecillos, parecía alargar, entre dos párpados infartados, dos pupilas azules que al mirarme se revolvían como inquietos bichillos.

-¿Y qué te han dicho?

-Querían saber de dónde viniera el señor duque, cuál era su patria, su familia, su edad, su nombre de pila, de qué eran sus botas y su corbata y sobre todo deseaban oír de los propios labios del señor duque las maravillosas historias de sus viajes.

-Poca cosa... ¡inocentes criaturas!

-Lechuzas, más bien, y perdóneme mi dueño si en honor de la verdad me atrevo a corregirle: lechuzas y mochuelos son, de esos que no saben más que agacharse en su nido y chupar noche y día, ya que no aceite, pastillas tan empalagosas como ellas.

-Cada cual se ocupa en lo que puede y no porque chupen pastillas las estimaré menos.

-Que Alá os dé felices aspiraciones... pero, el higo-hidrópico, me decía suspirando: «¡Ay!, el caballero de las botas azules es una verdadera maravilla entre los hombres... Si usted nos dijese, señor moro, cómo nos compondríamos para verle de cerca, la recompensa sería igual a tamaño servicio. Señor, moro, proseguía la manzana de invierno, pestañeando aprisa, como si el sol la hiriese de medio a medio en las pupilas, ¡oh!, qué extraño debe ser mirado de cerca el caballero de las botas azules... ¿Duerme como los demás hombres? ¿Come? ¿Reza?». Y como por fortuna no me daban tiempo a contestar yo fingía oírlas con atención profunda, mientras añadía a su vez la de los ojillos de caracol:

-¿Gusta el señor duque de mantequillas tiernas y de pastelillos rellenos?... No es que yo lo diga... pero soy hábil en todo esto y, si el caballero de las botas azules lo tuviese a bien, sabría probarle que hay en España cocineras dignas de llamar la atención de un tan grande señor.

Al oír tal, el higo hinchado se levantó de su asiento con indignación, exclamando:

-Eso quiere decir, Mariana, que, ya que no de hecho, has pecado de pensamiento, deseando abandonarnos, ¡a unas amas que le dieron pan desde niña!, para ponerse al servicio del señor duque... ¡escandalosa idea! ¿Y qué iba a hacer... explique si puede... qué iba usted a hacer en casa de un hombre solo?

-Solo no, -repuso la doncella algo turbada- tiene en su compañía tres servidores.

-Todos varones, todos, y ninguna mujer... ¿Sabe usted lo que es eso?

Indignada a su vez la doncella, a quien una fealdad, guardadora invencible de su pudor, había hecho sin duda realmente casta, repuso:

-Señora, Dios sabe que, a entrar en casa del señor duque, no permanecería allí más tiempo que el que necesitara para averiguar de qué son aquellas botas, que, a decir verdad, me tienen revuelto el entendimiento.

-Disculpable es semejante curiosidad -añadió la manzana de invierno-, pero no justifica un paso tan atrevido como el que usted quería dar. Además, no es dado a una mujer de la clase de usted, Mariana, ocuparse de un personaje que vive tan alto y el cual tendrá de sobra, si lo desea, quien le haga mantequillas tiernas y pastelillos rellenos. Vaya, pues, a arreglar por allá dentro mientras hablamos con el señor moro y no vuelva a meterse en donde no la llaman.

Quedaron entonces solas conmigo las dos hermanas, y reiterándose sus buenos deseos y prometiéronse con largueza ricas dádivas, pidiéndome que guardase sobre aquella entrevista un secreto profundo, cual ellas lo guardarían, y que mientras no indagaban por otra parte viniese alguna vez a refrescar su espíritu con alguna esperanza halagüeña. Lo cual les prometí de muy buena voluntad así como el que haría cuanto en mí estuviese porque el caballero de las botas azules les dejase oír de cerca su voz armoniosa.

-Contento estoy de ti, Zuma.

-Hónrame mi dueño mucho más de lo que merece mi humildad. Al salir de allí la reina de las flores me esperaba en el fondo de un jardín, sentada a la sombra de los naranjos, y me entregó esa caja diciendo: «Moro, yo soy la más fiel amiga de tu señor». Y no he corrido, amo mío, sino volado para traeros tan rico presente.

-Bien: oye ahora atentamente mis órdenes. Madrid se asemeja a una olla que hierve desde que tiene la dicha de tenerme en su seno; pero es preciso que se desborde para que yo esté contento.

-Sea como lo deseáis, mas ya poco resta. Después del baile, no había entre las gentes de sangre azul una cabeza tranquila, y respecto a la clase media se agita en su estrechez semejante a un hormiguero. Las más acomodadas sueñan y discurren cómo han de hacer vestidos de princesas, y las más pobres deliran con la seda y los encajes mientras sus padres se afanan por otro lado en reunir a toda costa tesoros que han de gastar en una noche con tal de que puedan brillar en ella a los ojos de mi señor.

-Yo soy la causa... -repuso el duque sonriendo-; su vanidad, el objeto... Mas ¿qué me importa? Que me conozcan, que sientan la fuerza de mi poder, y basta con esto. Atiende ahora a mis instrucciones. Es preciso ante todo que te pongas enseguida la cara rusa, y que vuelvas a recorrer las principales librerías comprando en ellas cuantos ejemplares encuentres de las obras en esta lista anotadas.

-Señor... ¿y en dónde podré conducir tantas?

-Irás y volverás con el gran carro de la cochera mayor, y las hacinarás con las otras en los sótanos contiguos al palacio de la Albuérniga... y a propósito de él... ¿Sigues importunándole?

-Día y noche... él piensa que sueña, y es mi voz la que le habla de mi dueño... el pobre señor lucha en vano por alejar de sí las importunas visiones que hago danzar en torno de él. ¡Infeliz!

-Todo remedio es modesto... Ahora bien. Tan pronto como le hayas enseñado a los libreros la cara rusa, y expurgado la mayor parte de sus depósitos de libros, te pones la cara de lord inglés y, en el coche de las yeguas bayas, visitas las sastrerías y zapaterías de gran tono ofreciendo sesenta mil libras bajo las garantías que pidan al que haga una corbata y unas botas como las del duque de la Gloria. Después de esto, terminarás la obra colgando en el frac la gran cruz de la legión de honor y poniéndote la cara francesa. Con ella debes presentarte ante esos editores mal intencionados y usureros que tratan al escritor como un mendigo. Tu aire, al hablarles, debe ser altanero y misterioso mientras les dejas entrever multitud de billetes de banco y buenas monedas de oro español. «Un premio de cincuenta mil francos al que consiga hacerse editor del libro de los libros y decirme antes de su publicación lo que ese libro contiene». Esto les dirás, exigiéndoles la mayor reserva sobre el asunto y despidiéndote de ellos sin saludarles apenas. Ahora retírate y aguarda en la antesala.

Tan pronto se alejó el moro, púsose el duque a escribir aprisa el siguiente billete:

Amable condesa, ni me es posible asistir esta noche al teatro, aunque lo siento, ni menos decir cómo visten de mañana las mujeres de la aristocracia rusa, porque siempre las he visto por la tarde. Tengo en cambio la fortuna de poseer una magnífica colección de flores tropicales cuya maravillosa virtud consiste en tornar azules las pupilas negras, y las negras, azules. La mayor parte de estas flores son venenosas, raras y hermosísimas, pero como perderían su belleza y su talismán al salir de mi invernadero, advierto a usted, señora, que éste estará siempre abierto para una dama de tan extraños y delicados gustos como mi admiradora la condesa Pampa.

EL DUQUE DE LA GLORIA

Cerrado este billete, el duque abrió la caja de terciopelo que el moro le había traído, dentro de la cual había un retrato y una carta perfumada que decía así:

En verdad no sé cómo calificar el comportamiento del señor duque, que así quiere domeñar una voluntad que de suyo se le ha rendido. ¿Sin duda es un tirano que se digna regir a los suyos con mano de hierro? De cualquier modo yo seré siempre su más fiel amiga, seré su sierva, su esclava, seré, si él lo desea, que a tanto debe llegar un afecto sincero, como la hoja que, entregada en alas de los vientos, les dice: ¡llevadme a donde queráis! Mi retrato, helo ahí; si no es del agrado del señor duque, lloraré toda mi vida, porque el cielo no me hizo más a su antojo... Pero el caballero de las botas azules, ¿será tan malo de contentar?

Era verdaderamente hermoso aquel retrato, una hija del oriente respirando aromas y perfumes, Casimira, en fin... la incomparable Casimira. ¡El duque que conocía demasiado aquel rostro que en otro tiempo había adorado en vano!...

Contemplándolo con su habitual sonrisa, exclamó entonces:

-Historia de José... ven a mi pensamiento y sé para mis deseos lo que son los diques para las hirvientes olas del mar que quiere lanzarse impetuoso sobre la prosaica Holanda... y tú, Musa o demonio, no te burles de mi flaqueza ni me abandones cuando la serpiente tentadora atraída por mis botas azules se me acerca presentándome la dorada manzana... para hacerme perder mi paraíso... El ratón roedor, ¡oh Musa!, que se ostenta en tu mano como un trofeo, inquieta en buen hora el corazón y el pensamiento de mis prosélitos, mas deje libre mi cabeza, cuando más necesito del valor que me has dado... ¡Oh!, una marquesita de Mara-Mari, que es fuente virgen según Zuma, una criolla agradecida y poetisa a la vez, una condesa Pampa, racimo de oro en la bacanal del mundo..., una Mariquita en fin, ¡qué mariquita!, ¡oh Dios!, y sobre todo, ¡tú!, Casimira, añadió lanzando sobre el retrato una mirada profunda... Tú... hermosura provocativa, cabeza de sirena... Magdalena sin lágrimas ni arrepentimiento... tú, a quien he amado tanto y cuyas caricias abrasan el corazón... ¡José... José... arrójame tu capa desde el cielo!...

Al hablar así, dijérase que a través de la marmórea palidez que cubría siempre el semblante del Duque se dejaba percibir otro rostro ardoroso lleno de pasión y de vida; dijérase que el hombre extraordinario, la notabilidad por excelencia, el caballero de las botas azules, en fin, sostenía un combate sangriento con el más terrestre, enamorado y vulgar hijo de Eva.

Después de algunos momentos de vacilación, volvió a coger la pluma, y escribió:

Señora y esclava mía, mi moro Zuma me ha entregado una cajita cuyo contenido he visto; y ya que usted lo desea, mañana, una hora después de haber salido el sol, nos veremos.

EL DUQUE DE LA GLORIA

Llamó después a Zuma, y le dijo:

-Ve esta noche al palco de la marquesita de Mara-Mari, y dile con reserva que no voy al teatro, pero que mi palacio es una especie de sagrado recinto en donde la recibiré con la respetuosa deferencia que se merece.

-¿Sabe ella en dónde habita mi dueño?

-Dile tú que serás su guía si lo desea. Saluda después en mi nombre y en el tuyo a la condesa Pampa entregándole esta carta, y haz llegar a manos de Casimira, la reina de las flores, este billete que, con tu habilidad artística, colocarás en medio de un ramo de jazmines...

-Obedeceré ciegamente...

-Aún más... ¿Entregas cada día, a la hora de comer, como te tengo mandado, un número de Las Tinieblas al crítico Pelasgo y sus amigos?

-Sin faltar nunca, mi dueño.

-Muy bien, tráeme ahora la capa y el ungüento de mármol, y retírate.




ArribaAbajoCapítulo IX

Después del último encuentro del duque con el señor de la Albuérniga, huyó éste de la corte, refugiándose en una soberbia quinta que poseía, dos leguas más allá de las encinas del Pardo.

Muy pocos conocían aquel bello retiro, situado en lo profundo de un escondido valle y del cual el caballero no había hablado jamás a sus amigos. No... no iría allí ninguno a dispertarle en la siesta, cosa que, como en mejores tiempos ya no creía imposible permaneciendo en Madrid.

Era preciso descender la elevada montaña para distinguir, semejante a un leve punto blanco, la linda casita misteriosamente cobijada bajo un impenetrable laberinto de follaje.

Sola, en medio de tan florido desierto, más bien que habitación humana creyérasela vellón prendido en las enmarañadas ramas o copo de nieve, olvidado por el sol entre la sombra de las hojas.

-En vano serán ahora tus asechanzas, ¡oh duque! -exclamó el de la Albuérniga al instalarse en ella-, y añadió con tono imperioso dirigiéndose a sus imponderables servidores:

-Cerrad las puertas con llaves y cerrojos, y si alguno llamase a ellas no se la abráis aun cuando lo pida por todos los santos del cielo.

Satisfecho y seguro con esto, durmióse enseguida seis largas horas, si bien soñando con que el maldito duque le perseguía con el resplandor de las botas azules y el retintín del cascabel. En cambio fue inmensa su alegría cuando vio al despertar que aquello era sueño y que se hallaba absolutamente solo.

Tomó enseguida un refresco, vistió la bata, calóse hasta las cejas el gorro piramidal y, contento de sí mismo, se encaminó por uno de los más bellos bosquecillos que adornaban el prado.

Eran las seis de la tarde y el sol brillaba con esa luz suave y sonrosada que presta tan bellas tintas al paisaje. Todo era ya misterio bajo las espesas ramas de las encinas, pero los arroyuelos que atravesaban por entre la hierba parecían sonreír alegremente con las hermosas franjas de oro que inundaban de resplandor el horizonte. Los pájaros, recogidos bajo las hojas, gorjeaban de esa manera confusa y dulce con que cada ave llama a su compañera para que la noche no las sorprenda separadas, y la naturaleza exhalaba el aroma fresco y embalsamado con el cual se diría pretende aún embriagar al sol para que no se retire tan presto.

En poco estuvo que las indefinibles armonías de la tarde no conmoviesen al de la Albuérniga más de lo que convenía a su filosófica circunspección, y por eso exclamó en voz alta a fin de alejar de sí tan peligrosas emociones:

-¡Esto... esto es lo que pierde y encanta a tantas imaginaciones ardorosas!... El pájaro que vuela, o la pintada mariposa... la fuente que murmura oculta entre los brezos... La nube que pasa y se deshace en medio del espacio... ¡Nimiedades tan vanas, tan fugitivas, son las que dan pábulo a la llama que consume y devora tantas inquietas existencias... ¡pobres poetas! Vuestra gloria y vuestra felicidad se asemeja a la espuma que brilla y se forma sobre la corriente a fuerza de combatir; pero que, al fin, no viene a ser más que espuma... Por dicha, he preferido siempre a tan locos delirios de fría razón que aconseja el bien y enseña la verdad, y la madura sensatez que precave los escollos. ¡Qué amor... ni qué ilusiones de oro! ¿No vale más aceptar con juicioso comedimiento lo que complace el ánimo sin exaltarlo, y cuanto es en fin tan bello como útil? Heme por esto robusto y joven a los treinta y seis años, cuando las cabezas apasionadas vacilan ya envejecidas o decrépitas. Mas... ¿por qué los pájaros no cesan de cantar? Creería que sus vagos gorjeos resuenan demasiado dulcemente en medio de esta soledad penetrando hasta mi corazón... ¡Ya se ve!... Este demonio de duque me ha puesto fuera de mí con sus extravagancias y sus botas...

Después de algunos momentos de reflexión el caballero prosiguió diciendo:

-No, aquélla no debe ser obra de los hombres... allí existe algo desconocido para la inteligencia humana... ¡Qué bello fulgor! ¡Qué diáfana y sutil trasparencia... qué luz deslumbradora!... ¿Y que yo no pueda saber! Mas... ¿a qué recordarlas? ¿Habrán de cumplirse las profecías de aquel demonio?... En él pienso de día y sueño de noche... ¡dejarse abofetear!... Vamos... esto no es natural ni puede olvidarse nunca. Todavía le estoy viendo, tan pálido como lo estaba antes y después de que mi mano se posase dos veces en su rostro... ¿Qué humana criatura no se estremece al recibir tal ultraje? Impenetrable misterio... ¡No vuelva su nombre a resonar en mi oído... que mis ojos no le vean más!... ¡Aquí permaneceré oculto, hasta que ese ser incomprensible abandone el suelo español, o hasta que haya desaparecido de la tierra!... ¡Oh, soledad... soledad bienhechora... guárdame de mi enemigo y de cuantos le buscan y le admiran, insensatos!

No bien había hablado así cuando oyó decir a su espalda:

-¡Gracias a Dios! Buenas tardes, amigo: ahora sí que he dado en el flanco.

El caballero, trémulo de asombro, vio entonces que un joven muy conocido suyo descendía difícilmente por el muro pero sin vacilar en su empeño. ¡Ay!, ¡ya no se trataba del insolente duque, sino de una persona bien nacida que le sorprendía amigablemente a una hora propia para gozar de la frescura del campo! Comprendió que no podía demostrar su enojo como quisiera y se contentó por lo mismo con desahogar su cólera gritándole al recién venido que ya estaba cerca del suelo:

-¡Eh! ¿Está usted loco? ¿Por qué exponerse así? Va a romperse los huesos, lo cual merecería por semejante temeridad. ¿No hay puertas por ventura?

-Sin duda han criado hollín los cerrojos -respondió el joven riendo-; pues por más que he llamado, nadie ha querido abrir.

-¡Ah!... es que aquí se apagan los sonidos como en lo profundo de una cueva.

-Lo sospeché, y por eso me decidí a escalar el muro.

-Usted comprenderá, sin embargo, que esto es demasiado...

-¿Atrevimiento? -le interrumpió el joven-. Lo sé, y por ello le pido a usted mil perdones.

-No lo digo por mí -repuso el de la Albuérniga con forzada cortesía-, sino por la exposición y por...

-¡Porque no es justo que se penetre de este modo en cercado ajeno!... ¿no es verdad? -volvió a interrumpirle el joven saltando a su lado, y añadió enseguida-: Usted sabe que he respetado siempre la voluntad o el capricho de mis amigos; pero una cuestión de honor me ha obligado ahora a dar este paso. ¡Ah!, esta vez hubiera sido imposible retirarme sin que hubiésemos hablado.

-¿De qué se trata entonces? -repuso el caballero, con muestras de querer acabar pronto la conversación.

-He emprendido una difícil aventura, hice una apuesta que perderé sin su ayuda de usted.

-Sin mi ayuda... ¡una apuesta!... pero mi amigo ¿olvida usted que soy un hombre completamente extraño a lo que no me atañe? Ignoro qué apuesta es ésa, mas puedo asegurarle desde ahora que mi intervención en ella será completamente inútil.

-Nada de eso. Sólo usted puede ser mi luz y mi guía.

-Le digo a usted que no. A ninguno se oculta mi método de vida; no existo sino incidentalmente en el mundo de los demás. ¿Qué puedo hacer, pues, en favor de nadie?... En fin, yo lo siento por usted, que se ha tomado la inútil molestia de venir desde Madrid hasta este yermo en donde me escondo cuando a mi entender sobro en la corte o sobra ella para mí.

-¡Oh!, mi molestia es lo de menos, y respecto a este yermo, confieso que de muy buena gana me haría en él anacoreta. Posee usted aquí una hermosísima quinta.

-¡Hermosa!... Así lo finge ahora ese rayo de sol que la ilumina, mas tan pronto llega la noche todo es aquí desolación. Los altos matorrales extienden en torno su sombra como fantasmas. ¡Oh!, sobre todo la noche... es insoportable en estos sitios.

El joven, que conocía demasiado al rico-filósofo-sibarita, fingió no entender lo que éste había querido decirle con aquellas palabras y repuso sencillamente:

-La noche todo lo enluta... eso sucede en los lugares más bellos.

-Aquí peor que en ninguno -recalcó todavía el de la Albuérniga-, pero lo que más me sorprende -añadió-, es que haya usted acertado con esta especie de abismo tan escondido de los hombres. ¡Bien dicen que no hay nada oculto bajo del cielo!

-¿Ignora usted que desde cierta tarde le han seguido y le siguen vigilantes espías?

-¡A quién!

-A usted.

-¿A mí? Usted prevarica. ¡A mí!

-¿Qué extraño es? Todos saben que el duque de la Gloria ha visitado particularmente al caballero de la Albuérniga y que pasearon juntos no hace mucho hablando con grande intimidad y franqueza.

-¡Hola!, ¡hola!... -exclamó el caballero cruzando los brazos sobre el pecho, después de haber rascado una ceja, como acostumbraba en los momentos difíciles.

-Y bien, como ese señor duque que trae revuelta la corte con sus misterios, no ha hecho a ningún otro tan singular distinción, ya que acercarse a él no es posible, se le busca a usted como al cabo del ovillo.

-¡Del ovillo!... Ya... ya... ¡fuego le abrase!

-¿Le quiere usted mal acaso?

-¡Caa! ¡Permita Dios que se le lleve un remolino, y que no vuelva a aparecer jamás!

-¡Cáspita! ¿De veras? ¿Tan malo es?

-No sé si es bueno o malo ni tampoco quiero saberlo.

-¡Que no lo sabe! ¡Amigo!, un poco de franqueza sobre el particular. Éste es el favor que vengo a pedir a usted. Mi honor se halla comprometido. Hice la apuesta de que sabría el primero quién viene a ser ese duque de la Gloria.

-Pues sépalo, por mi parte no puedo decirle absolutamente nada. Vea usted cómo ha perdido el viaje; se volverá usted a Madrid como ha venido.

-Permítame usted dudarlo...

-Dude usted cuanto quiera, mas yo no sé otra cosa sino que no quiero volver a oír hablar de ese demonio, y que, por conseguirlo, seré capaz de dar una vuelta alrededor del mundo.

-Ahora sí que pienso que ese hombre es realmente el diablo... Lo que usted acaba de decirme me asombra...

-Más me asombra a mí lo que me está pasando. ¡Ira de Dios! ¡Ser perseguido hasta aquí por causa suya! ¿Por qué no me habré decidido a matarle!

-¡Diablo! Eso es más serio todavía... ¿a matarle?

-¿Cómo deshacerse de otro modo de un insolente duende?

-¡Oh!, si es duende no puede morir.

-Lo veríamos. Los duendes modernos deben haber aprendido a morir como los hombres.

-Pero ¿qué le ha hecho a usted, el hombre más pacífico de la tierra, para despertar en su alma tan mal deseo?

-¡Qué me ha hecho!... ¡Usted me lo pregunta todavía! -repuso el caballero, con irónica y amarga sonrisa...-. Ha turbado mi reposo, ¡mi carísimo reposo!, me hace vivir en continua agitación... es causa de que se me persiga hasta este yermo... ¡Iras del cielo! ¡A mí que amo tanto el sosiego y la tranquilidad!...

-Grandes faltas son ésas -repuso el joven sonriendo-, mas no me parecen dignas, sin embargo, de ser castigadas con la muerte.

-He ahí el enredo de la madeja... la cadena que me ata, hela ahí... Si así no fuera, ¿existiría ya el duque? -exclamó indignado el caballero.

-No obstante, ni aún matándole, conseguiría usted ahora vivir tranquilo.

-¿Por qué no? Usted se chancea.

-Le pedirían a usted el muerto, y...

-Y yo se lo entregaría con la mejor voluntad.

-Es que las gentes más curiosas exigirían además que usted las explicase mímicamente cómo un ser tan extraño había torcido el gesto al despedirse de la vida.

-Déjeme usted en paz; yo sé cómo se contesta a los importunos.

-Comprendo, amigo mío... quizá por eso me da usted tan ambiguas respuestas respecto al duque.

-No ciertamente; pero deseando no hablar ya de este asunto, concluiré diciéndole a usted lo siguiente; es verdad que el duque me acompañó una tarde en el coche y que me visitó también... ¡ojalá que así no fuera!, pero a pesar de esto, sólo puedo decir de él que es tan insolente como burlón e incomprensible, y que toda persona que tenga en algo su juicio y su reposo debe alejarse de semejante criatura como de la boca de un abismo..., ¿qué digo?, mucho peor... Entre otras mil raras cualidades que posee, resalta la muy especial de exaltar la bilis, sacarle a uno de quicio, y trastornar la más clara y serena razón. Esto puede usted decir a los que me crean enterado de mayores misterios, añadiendo que me tendrá por enemigo el que vuelva a mentar en mi presencia el nombre del duque de la Gloria.

Mientras hablaba de este modo el de la Albuérniga, había ido conduciendo al joven hasta el pie de la casa, en donde lo más cortésmente que pudo le invitó a que subiese a descansar.

Pero ¿no sabía ya su huésped lo terribles que eran las noches en aquella soledad? ¿Cómo detenerse más? Díjole, pues, que precisaba volver a Madrid enseguida: el de la Albuérniga quedó al punto convencido y acompañándole diligente hasta la puerta descorrió con sus propias y sibaríticas manos los gruesos cerrojos para que se marchara. ¡Ay, nunca hubiera hecho tal!

Tras de aquella puerta que se abría inhospitalaria para desechar a un huésped, vio el de la Albuérniga aparecer más de diez cabezas humanas que se inclinaron respetuosamente ante él.

Los zapateros más afamados de la corte esperaban hacía una hora que una mano benéfica les diese libre entrada en aquella mansión.

Inmóvil y asombrado se quedó al pronto el caballero, pero despidiendo enseguida al joven dijo a los que aguardaban:

-Ustedes vienen engañados... aquí no vive nadie.

Y cerraba la puerta. Mas uno de ellos se adelantó entonces con respetuosa terquedad y repuso:

-Dígnese V. E. oírnos algunos momentos... Nosotros somos los maestros zapateros encargados de presentar al duque de la Gloria la exposición que...

-¿Qué tengo yo que ver con ese personaje? -les interrumpió el de la Albuérniga fuera de sí.

-Señor, nos han dicho que estaba aquí...

-¿Aquí? ¡Iras del cielo! ¿Aquí? ¿Cómo en tal caso podría estarlo yo?

-¿V. E. querrá entonces darnos noticias de su paradero?, según nos aseguraron... sólo V. E. sabe...

-Se me calumnia infamemente. ¡Qué yo sé de él! Sabrá el diablo... pregunten ustedes en otra parte: ¡Iras del cielo!

Y cerró violentamente la puerta. Mas no bien se había sentado lleno de fatiga y de cólera, sobre un banco de césped, cuando sintió que dos manos se posaban sobre su espalda mientras le decía una voz cascada:

-¿Conque así se miente? Pero no a las amigas, ¿no es verdad?

El caballero vio entonces delante de sí a las viejas solteronas que la otra tarde le habían encargado con desesperada insistencia supiese de qué eran hechas las maravillosas botas azules del duque...

-¡También ustedes! -murmuró entonces con voz casi ininteligible... mientras las miraba azorado.

-Sí... también nosotras -respondieron ellas, sentándose tan cerca de él que con las enormes narices casi le tropezaban en los cabellos...-. ¡Picarillo! Usted ya lo sabía todo y se lo callaba... pero henos aquí, como caídas del cielo. ¿A que no esperaba usted esta sorpresa?

-¡Oh, si la esperaba! -repuso el caballero sordamente.

-Y bien; con las buenas amigas como nosotras no se gastan cumplidos... En este mismo sitio lo vamos a saber todo, ¿eh?, y prontito porque nos volveremos hoy a Madrid. ¡Estamos tan fatigadas!... como que hace doce años lo menos que no hemos cometido un exceso como éste... ¡Andar en dos horas un camino tan largo! Creíamos que el carruaje se hacía pedazos... pero en fin... aquí estamos ya dispuestas a confesarle a usted... Todito, todito, nos lo va usted a decir, cómo y para qué y de qué manera... sin olvidar el menor detalle... en las ocasiones se conocen los amigos... ¡Vaya!, no reflexione usted... empecemos. ¿Quién es... ese duque de la Gloria? Ese personaje tan íntimo amigo...

Diole al de la Albuérniga en aquel instante tan fuerte tos que las viejas sintieron alterados sus nervios y creyendo que el caballero se moría empezaron a gritar pidiendo auxilio. Acudieron entonces los criados, y el infortunado caballero pudo decirles medio entre dientes que le desnudasen inmediatamente y le llevasen a la cama.

-¡Aquí no... desnúdenle ustedes arriba! -murmuraron llenas de susto, mientras volvían la espalda al enfermo y corrían hacia la puerta, gritando sin volver atrás la cabeza:

-¡Que se alivie!... ¡que se alivie!... Aquí nos tendrá otra vez cuando esté bueno.

Y llenas de cansancio y tan ignorantes sobre lo que querían saber como antes lo estaban, tomaron de nuevo el camino de la corte.

En cambio el de la Albuérniga casi quedó completamente aliviado con su ausencia, y al otro día antes de romper la aurora ya se hallaba camino de Barcelona: pero no iremos a seguirlo en su viaje. Según parece de Barcelona pasó a Valencia, y de Valencia a Granada, y de Granada a Sevilla, y de Sevilla a Extremadura, y de Extremadura a Santander, y de Santander a León, y de León a Galicia, etc. Le dejaremos pues, hasta que quiera la fortuna que le encontremos de nuevo.




ArribaAbajoCapítulo X

Más triste que la noche estaba la pobre Mariquita esperando la contestación a la carta que había escrito al duque, y más gruñona doña Dorotea que perro viejo en noche de invierno. Dos días habían pasado desde el desgraciado acontecimiento del gato; pero a pesar de esto no cesaba la vieja de reñir porque Mariquita, después de haber tardado dos largas horas en ir tras del minino ladrón, no había podido al fin quitarle la salchicha.

-Nunca, nunca lo podré olvidar -decía la vieja-, nunca podré perdonarte que se la hayas dejado engullir todita.

-Pero, señora -respondió Mariquita con los ojos bajos y con las mejillas encendidas-. ¿Cómo había de cogerla si él mismo se huyó con ella al tejado?

-¡Dale, dale!... ¿en qué te entretuviste entonces dos horas largas? ¿Vamos a ver?

-En esperar a que bajara.

-En esperar a que se la comiera, di mejor, tontona, más tonta que Bertoldino, mientras el pobre Melchorcillo se moría aquí de impaciencia al ver que su novia no volvía. Y sabe Dios lo que hubiera dicho para su interior, si tan bonazo no hubiera nacido, al saber que su futura mujercilla, a quien cree hacendosa como una hormiga, no tenía siquiera maña para quitarle al gato lo que se llevó entre los dientes.

-De lo que él dijera poco me cuido yo.

-¿Cómo? ¿Descuidada y respondona a un tiempo? ¡Y qué descoco... y qué aquél!... Virgen María... ¿Es ésta la sobrina que he tenido siempre a la sombra de mi brazo? ¿Si se habrá vuelto loca esta chica?

-Mire usted, tía; cada vez que le veo pienso que sí...

-Pero ¿a quién?

-A Melchor.

-¡Vamos! De oírla parece que todo el histérico se me revuelve y se me quiere salir a borbotones por la boca... ¿Conque todavía estamos con ésas cuando vais a hacer bodas?...

-Hágalas él con quien quiera, tía, que yo buscaré quien me ha menester.

-¡Ay! ¿Qué es lo que acabo de oír por estos oídos siempre respetados y honestos? ¡Que buscará quien le ha menester! ¡Ay, ay!... ¡que perdidica la tengo, como perla caída en el mar!... Y yo que le decía la otra tarde a Melchor: «Más se me parece que si la hubiera parido». ¿Qué murmurará ahora el mozo y las gentes?... Si a quien la enseñó imita, mala maestra, peor discípula. Jesús, María... ¡Cómo me va a envejecer este disgusto!... A casa de mi hermano voy a contarlo lo que sucede para que busque un remedio a tamaños males. Y tú, descastada y más ingrata que Judas -añadió con mayor enojo-, cuida en tanto de que el gato no se lleve otra vez la salchicha; pues ya que quitársela de los dientes no sabes, tampoco se la dejes robar.

Dicho esto, salió la vieja encaminándose derechita a la calle del Clavo en donde vivía su hermano mientras la pobre Mariquita, inclinando la cabeza sobre las rodillas, se puso a sollozar como una Magdalena.

¡Oh!, ¡y no era aquel llanto de esos que se enjugan cual lluvia de verano! Subyugada la desdichada niña por la tiránica ignorancia de doña Dorotea y herida en medio del corazón por el fantasma azul cuya imagen no podía apartar del pensamiento, sola, en fin, con su pasión y su pena, se sentía morir como planta sin sol o como insecto que sin fuerzas para romper el débil capullo se ahoga antes de haber hecho brillar a la luz sus alas de colores.

¿Qué es lo que veía Mariquita al extender la mirada en torno suyo? Una calle sombría, una tía gruñona e inflexible y un novio cuyo solo recuerdo la hacía estremecer de angustia.

Si hay algo horrible y detestable para una niña que empieza a amar, es el marido que la previsión paternal ha sabido desentrañar de alguna mina oculta. Padres e hijos tienen comúnmente sobre este punto gustos diametralmente opuestos, y mientras los primeros atienden a lo que ordena una razonada conveniencia, se encuentran los otros subyugados por la voz del corazón, única fuerza que les domina en la edad del amor, la más bella de la vida.

Mas ni aun en esa edad rodeada de cuanto hermoso encierra la existencia, ni aun en esa edad en que el fantasma de la muerte sólo se distingue como una sombra vana y en la que el ceñudo rostro del desencanto asoma apenas el contorno de su desgreñada melena al través de las primeras ilusiones, dejamos de sufrir honda y profundamente... ¡Ay!, también entonces la dicha se escurre de entre nuestras manos aprisa y sin sentirla, tal como se escurren las aguas de un río bajo la helada superficie que el sol abrillanta con sus rayos...

Mariquita permaneció llorando largo tiempo hasta que cansada de gemir dobló la labor y se encaminó hacia el cementerio. ¿No era allí en donde esperaba volver a encontrar su adorada visión?

-Si mi tía y mi padre vienen y no me encuentran -dijo-, me reñirán... me reñirán mucho, pero ya no me importa.

Era la primera vez que no le importaba a Mariquita que su tía y su padre la riñesen, lo cual da la medida de su dolor.

Con los ojos enrojecidos y pálida como la misma muerte llegó al cementerio; mas como era una linda muchacha, todavía parecía hermosa con su bata de percal graciosamente ceñida a la cintura, el pañuelito de seda descuidadamente caído sobre la espalda y las manos cruzadas sobre la cabeza. Al contemplarla inmóvil al pie de una sepultura que el enterrador abría pausadamente, creyérasela virgen acabada de levantarse de entre el polvo de los sudarios y que conservaba todavía en su frente el sello de divinos y melancólicos recuerdos.

Conocíala el sepulturero de verla siempre en torno de las tumbas y al notar aquella tarde el abandono de su actitud y la palidez de su semblante, le dijo:

-¿Qué se te ha perdido entre los muertos, niña, que siempre andas registrando por aquí? ¿Quieres acaso venir a morar con ellos? Lo imagino, pues tienes hoy una cara de arrepentida que a las claras está pidiendo sepultura.

Mariquita no se inmutó siquiera al oír tan brutales palabras, sino que con un acento de ansiedad y de tristeza inexplicables preguntó:

-Señor Blas, ¿nunca le han hablado a usted los muertos?

-¿Qué dices, chica? ¡Ellos hablar! ¿Si pensarás que son amigos de conversación? Pregúntales cómo les va y si te responden que me entierren como les entierro a ellos.

Rióse el sepulturero de su grosera chanza, pero como su risa fue a resonar de una manera lúgubre en los nichos vacíos Mariquita se alejó de él adelantando un paso hacia la abierta sepultura.

-¡Eh! -añadió el enterrador...-. ¿Te ha dado el pasmo? Si así prosigues acercándote caerás en el hoyo... apártate...

Pero Mariquita tampoco hizo el menor caso de esta advertencia. Se hallaba completamente absorbida en la contemplación de aquel agujero estrecho y cuadrilongo que el azadón impulsado por el fuerte brazo que le movía ahondaba cada vez más.

Bien pronto el hombre de las tumbas, después de haber escogido los huesos por allí esparcidos y de amontonarlos sobre una especie de carreta, se alejó por algún tiempo dejando sola a la contristada niña.

Fue de ver entonces cómo esta criatura, presa de un melancólico frenesí, saltó con extraña alegría en el fondo de la sepultura y se tendió allí cuan larga era.

-¡Parece hecha para mí!... -murmuró después, y cerrando enseguida los ojos y cruzando las manos sobre el pecho añadió-: ¡Oh, qué bien me encuentro de este modo! Si pudiera ahora dormir, y el señor Blas, creyéndome muerta, me cubriese con la húmeda tierra, ya no volvería a oír los gruñidos de mi tía ni a ver la triste figura de Melchor. El ángel de mi guarda llevaría mi alma al cielo, mi cuerpo quedaría descansando en esta cama tan blanda y tan fresca, en esta cama que el sol visitaría cada día, y la pena que siento no me lastimaría más el corazón.

Ni un instante el recuerdo del azulado fantasma vino a mezclarse a las lúgubres cuanto locas ilusiones de la triste niña. Dijérase que el ángel que había invocado para que llevase su alma al trono de Dios apartaba de su pensamiento, en aquellos momentos que esperaba la muerte, la imagen profunda del que despertara el primer sentimiento de amor terrenal en su inocente pecho.

De repente creyó oír que la hierba se agitaba en torno suyo... ¿era el viento de la tarde?, ¿era el vuelo de un pájaro?... no... eran pasos que se acercaban... Mariquita se incorporó llena de sobresalto pero en el mismo instante volvió a caer lanzando un grito... Un rostro blanco como un pedazo de mármol acababa de inclinarse sobre la sepultura...

-Niña... ¿qué haces ahí? -le preguntó enseguida una voz armoniosa-. ¿Has resucitado?, ¿por qué tiemblas?, ¿qué tienes?

-Vergüenza... mucha vergüenza... -replicó Mariquita con el rostro oculto bajo una punta del delantal.

-¡Vergüenza! -replicó la voz...-, ¿la vergüenza te obligó a ocultarte ahí?

-No, señor, porque no la he sentido hasta este mismo instante... lo que me obligó a meterme aquí fue el deseo de morir para no ver más a Melchor.

-Melchor.. ¡sospechoso nombre!... ¿y qué te ha hecho ese Melchor para que abrigues en tu corazón tan criminal deseo?

-Se quiere casar conmigo como ya se lo he escrito a usted en mi carta.

-¡Mariquita! ¡Eres tú Mariquita!... -exclamó lleno de sorpresa el duque de la Gloria, pues no era otro el que hablaba, y, alargando sus brazos hacia la niña, añadió con cierta expresión de lástima-: Ven; sal de ese horrible agujero... y hablemos, ya que me has conocido.

En efecto, sólo la perspicacia, o más bien dicho, el instinto de un alma por primera vez enamorada, pudo hacer que Mariquita reconociese al fantasma de sus sueños.

Envuelto el duque en una larga capa negra y sin llevar aquellas botas que le hacían aparecer tan maravilloso y fantástico, apenas podía adivinarse en él al duende extraordinario sino por la blancura del rostro, la elegancia del porte y la mirada penetrante y burlona de aquellos negros ojos que chispeaban, bajo el ala caída de un sombrero de castor.

No sin esfuerzo consintió Mariquita en salir de la sepultura ayudada por el que amaba; mas tan pronto se vio fuera de ella, se alejó del duque ligera como una corza, cubierto el semblante por el más vivo rubor que haya teñido jamás las mejillas de una niña.

-¡Muchacha singular!... -exclamó aquél mientras la contemplaba en su carrera-. ¿Por qué huyes? Mas... ella se detendrá al fin para hablarme.

Engañosa creencia... Toda la experiencia de los hombres no basta muchas veces para adivinar siquiera los secretos de un corazón inocente.

No huía Mariquita por coquetería ni por un vano capricho, sino que, sintiéndose de repente avergonzada por haberle escrito al duque, quería ocultarse de él como si pretendiese así mitigar el mal que ya no podía deshacer.

La loca fortuna había dispuesto, no obstante, que Mariquita se viese aquella tarde colocada entre dos abismos... Mientras se alejaba del duque, Melchor, que iba a visitarla con el pantalón color canela y el chaleco verde, le salió al encuentro en medio de la calle.

La niña quedó por un instante inmóvil... pero no vaciló largo tiempo, cual si el duque tuviese el poder de conjurar la melancólica visión que acababa de interponerse en su camino, corrió de nuevo hacia él, diciéndole en un acento que revelaba el estado de su corazón:

-¡Es él, señor! ¡Es él! ¡Véale usted qué flaco y qué feo es! Caballero, ¡por el amor de Dios! ¡Si usted no quiere ser mi marido, dígame a quién he de pedir permiso para que me entierren viva!

Esta salida, y la triste figura de Melchorcillo que les contemplaba desde lejos con la incertidumbre y el asombro pintados en el semblante, le hubieran hecho soltar al duque la más sonora carcajada de su vida, si la actitud de Mariquita no revelase al mismo tiempo una profunda desesperación.

-Atiende, niña -le dijo entonces despacio y cariñosamente-, no te aflijas de ese modo. Si así sigues, no habrán de enterrarte viva, sino muerta... sufre y calla por ahora, disimula tu dolor, que pronto he de decirte cosas que aliviarán tu pena.

-Pues dígamelas usted ya. ¿Sé yo acaso disimular? ¿Quién me ha enseñado a eso? -respondió la muchacha con impaciencia y enojo.

-Las mujeres sabéis esas cosas sin aprenderlas -repuso el duque sonriendo maliciosamente.

-Eso sucederá en Madrid -contestó Mariquita con la mayor sencillez y desenfado-; pero en mi calle la que no viene al colegio de mi tía, gracias si sabe rezar.

-Pues bien -añadió el duque sin poder renunciar por completo a usar con tan simplota niña su tono irónico y burlón-. Sea como quiera, ¿por qué tratas tan ásperamente a ese pobre mozo? Sin duda parece ser muy sensible a los rigores del frío; pero, al mismo tiempo, debe de hallarse muy enamorado de ti.

La mirada que Mariquita dejó caer sobre el duque al oír estas palabras fue tan fiera y encerraba tan dolorosa reconvención, que aquél no pudo menos de cogerle cariñosamente la mano y decirle con cierta emoción:

-Perdóname... eres como una sensitiva... pero, en verdad, no es bueno que una mujer sea ingrata. ¿Qué dirías de mí, si amándome tú como te ama Melchor, te tratara como le tratas?

-¿Podría eso suceder? No... no quiero saberlo... -exclamó Mariquita con horror, y se alejó otra vez del duque yendo a ocultarse en su casa.

Pero doña Dorotea y su padre que acababan de aparecer en lo alto de la calle habían llegado a tiempo para ver que un caballero envuelto en una capa negra había estrechado entre las suyas la mano de Mariquita, mientras Melchor, sin atreverse a ir ni hacia adelante ni hacia atrás, permanecía fijo en medio de la calle, contemplando aquella escena que alumbrada por el crepúsculo debía parecerle iluminada por el infierno.

En cambio, doña Dorotea, que había adivinado a la primera mirada lo que significaba semejante cuadro, no pudo menos que exclamar llena de consternación mientras ocultaba el rostro entre las manos.

-¡Ay!... Pedro de mi alma, que hemos llegado tarde... ya buscó... ya buscó... lo que le ha menester.

Apoyóse entonces en el brazo de su atribulado hermano, y le impidió así correr tras del seductor caballero de la capa negra, quien, por no comprometer más a la pobre Mariquita, se deslizó rápidamente por una cercana travesía.