Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoCapítulo XI

Lentamente y como pensativo iba subiendo el duque las espaciosas escaleras del palacio más hermoso, si se exceptúa el de la Albuérniga, con su salón monstruo y su jardín tapizado de menuda yerba.

Mármoles, oro y terciopelo se encontraba allí por todas partes. Mas... ¿qué venía a ser para el duque aquel misterioso esplendor que rodeaba la habitación de una mujer?

En vano es cubrir un cadáver con flores, en vano esparcir esencias en donde la podredumbre ha extendido su corrompido aliento... en vano también levantar templos a la mentira y circundar de bosquecillos sagrados los lugares en donde se rinde culto al oprobio; una soberana hermosura, una criatura peligrosa en sus hechizos como la voz de la sirena reinaba en aquella mansión con todo el poder de la belleza, del talento y de la fortuna... Mas el duque, que llevaba escondidas en el corazón cenizas no apagadas de un amor que había ardido lenta y profundamente a la envenenada sombra de los celos y de los desdenes, quería acercarse a ella insensible y frío como una roca, sin piedad, como la misma venganza... Esto le costaba, no obstante, un supremo esfuerzo... que no en vano se atreve un hombre a demostrar al mundo que puede llegar a donde ninguno ha llegado.

La humana naturaleza, siquiera se encuentre fortalecida por la gracia divina, se resiente siempre de su inmensa flaqueza.

A la luz de los primeros rayos del sol que penetraban alegremente por los anchos cristales de una galería, las botas del duque despedían un fulgor que turbaba la mirada y el pensamiento... quizá nunca habían aparecido más hermosas.

Un criado que le aguardaba se apresuró a anunciarle y el duque se halló bien pronto en el perfumado gabinete de una mujer vestida a la antigua romana.

Larga y plegada túnica, pies desnudos, brazaletes en piernas y brazos, seno medio velado y una corona de mirto entrelazada sobre la blanca frente con largas trenzas de cabellos brillantes y de un hermoso color castaño, tal era su atavío. Alta y un tanto varonil, se adelantó con majestuoso paso a recibir al duque, diciendo:

-Hace tres días que espero sin desconfiar de mi buena estrella.

-La fe y la esperanza son dos hermosas virtudes, Casimira -respondió el duque inclinándose.

-¿El señor duque sabe mi nombre? En su boca suena más armonioso que en otra alguna...

-Es posible... -añadió el duque fríamente.

-Pero ante todo -prosiguió Casimira sonriendo-, quisiera saber si el señor duque ha visto alguna vez una mujer parecida al retrato que hice llegar a sus manos y si ha encontrado en esa mujer una esclava digna de él.

El duque miró a la dama de alto abajo y, con la graciosa amabilidad del que dice una galantería, repuso:

-No son así ciertamente las esclavas que yo prefiero.

-¡Cómo!... ¿No es artista el caballero de las botas azules? -replicó ella queriendo ocultar en vano cuánto acababa de contrariarla tan brusca franqueza.

-Según -dijo el duque en el mismo tono risueño y galante...-, algunas veces el arte es mi encanto, otras tengo en más la sencillez de la naturaleza y aquélla en que el ingenio no ha tomado la menor parte. Pero cuando se trata de una sierva... de una esclava... ¡oh!, entonces mi severidad no tiene límites, me vuelvo analítico, meticuloso, y mi gusto es tan variado como difícil de comprender.

Mirábale la hermosa Casimira con mal reprimido enojo y apenas, con la turbación que sentía, pudo murmurar estas palabras:

-Es demasiada arrogancia... al fin una esclava que nada exige...

-Peor que peor -añadió el duque con alguna dureza-; cuando yo hago proposiciones y quiero captarme la voluntad de un amigo, puedo admitir sin réplica toda clase de condiciones y pasar inadvertida una grave falta o un leve defecto; mas cuando soy buscado, reflexiono... vacilo, y... lo he dicho ya, exijo mucho.

Al oír estas palabras que el duque había dicho con suma naturalidad, la dama se puso primero roja como las cuentas de uno de sus collares, después pálida como la flor de cera y, por último lívida... la indignación y el asombro la embargaban a un tiempo sin dejarle responder a tan extrañas palabras.

El duque la miró entonces fijamente, se levantó, cogió el sombrero y, haciendo una cortés inclinación ante ella, le dijo con el aire severo de un padre que se permite corregir a su primogénito:

-Nada tengo que hacer aquí, señora, pues la que se dice mi sierva y mi esclava no conoce todavía la sumisión y la humildad que yo deseo.

Y se adelantó hacia la puerta sin añadir más, pero cuando iba a salir sintió que una mano ligera le detenía.

-No quiero que el que yo ambicionaba tener por mi mejor amigo se aleje sin haberme conocido. Mi orgullo lo exige así.

Dijo Casimira estas palabras con semblante altivo, pero ya sereno, y el duque se volvió para oírla.

-Habíale ofrecido mi estimación al caballero de las botas azules -prosiguió ella-, y sépalo el señor duque que, tal oferta es mayor y va infinitamente más lejos de lo que pudiera alcanzar un espíritu ambicioso; por esto me sorprendió al pronto su réplica, pues un alma noble no espera jamás de otra alma, que cree noble también, ser tratada con una indiferencia desdeñosa..., pero si me sorprendo, señor duque, no me abato..., soy una mujer de espíritu fuerte que sabe hacer frente a las tormentas.

-De espíritu fuerte... -repitió el duque con delicada ironía...- apuntaré esta idea en mi libro de memorias. Tengo inmensos deseos de probar hasta dónde llega la fuerza de espíritu de una mujer como Casimira, pues temo que o ella o yo equivocamos el sentido de estas palabras.

-Por mi parte -replicó la dama con firmeza-, no creo equivocarme, que harto convencida estoy de lo que digo. Lo repito; soy una mujer de espíritu fuerte a quien ciertas preocupaciones del mundo no importan y que se adapta buenamente a todo. Sería capaz de ocupar un trono con la majestad de una reina y de descender sin esfuerzo hasta la esclavitud que yo quisiera imponerme.

-Gran riqueza de recursos por cierto... ¿y ninguno de esos cambios será violento a la bella Casimira?

-Ninguno... únicamente... ¡eso sí!, soy un tanto víctima de mis caprichos...

-¡Qué lástima!...

-Esto no lo hubiera otra confesado...

-Quizá no... pero no necesito de esa confesión para creer que Casimira, que tan fuerte se imagina, es débil, como una niña mimada y voluntariosa que toma la terquedad por valor y la tenacidad de un capricho por fuerza de espíritu.

-¡El señor duque me juzga así!... ¡Ceguedad sin igual!

-Lo veremos; pero ya que la que se ha dicho mi esclava tuvo la amabilidad de detenerme, sentémonos y hablemos ahora con calma. Veo que empezamos a reñir y la cuestión promete ser complicada y difícil.

-Sentémonos, amo mío, tiránico dueño, ¡mas no para reñir! Una amistad que empieza tan encontrada es fácil que concluya en opuestas regiones.

Daba aquel gabinete a un pequeño jardín, sembrado de naranjos y delicadas flores, y entre ellas fueron a sentarse Casimira y el duque mientras una camarera cogía lilas y pensamientos, que colocaba cuidadosamente en el regazo de su señora, la cual, como tenía de costumbre, iba formando graciosos ramilletes.

Una hermosa fuente murmuraba entre el musgo, el sol de la mañana, alegre como la juventud, venía a reflejar sus rayos sobre las aguas que jugaban con ellos formando mil visos de colores, y la brisa, el rocío, el grato silencio y el cielo, mudo testigo de lo que pasa en la tierra, todo convidaba en torno a hablar de cosas íntimas y secretas.

-He aquí una flor hermosa como mis esperanzas -le dijo Casimira al duque presentándole una rosa entreabierta-. ¿Podré depositarla en manos del señor duque para que la cuide como lo merece tan cándida belleza y la haga revivir cada día como el cariño de un padre?

-¡Oh, señora! -repuso aquél acercando la rosa a los labios para aspirar su aroma-; todo el poder de los hombres no sería capaz de impedir que esta flor se marchite.

Y mudando de tono añadió con una familiaridad desconocida en él:

-Ahora, Casimira, seamos personas formales, abandonemos las palabras inútiles y, al revés de lo que hacen las gentes que se dicen castas y modestas, sin que dejemos de serlo discutamos sobre lo que es casi siempre indiscutible entre dos corazones simpáticos.

-¿No fuera mejor obrar en esto como la experiencia ordena? Seguir un camino opuesto al de los demás es siempre peligroso y pudiera acontecer...

-No lo dudo... pudieran acontecer muchas cosas... mas... yo amo los escollos, y, lo que es aún peor, voy a su encuentro...

-¿Un temerario? Qué porvenir de luchas se me prepara -exclamó ella riendo.

-He aquí un medio de probarme que Casimira tiene fuerza de espíritu. Si lo desea, puede no obstante retroceder todavía.

-Discutamos, discutamos pues.

-Discutamos... ¿Usted ama?

Suspensa quedó Casimira al oír estas palabras, mas no tardó en decirle a su vez al duque.

-¿Y usted ama?

-Las esclavas no preguntan.

-¡Oh!, eso es demasiado... ¿El caballero de las botas azules será realmente un tirano?

Por única respuesta el duque sacó de una cartera el billete que ella le había escrito y, después de haber leído en voz alta, añadió fijando en Casimira una mirada extraña que la llenó de turbación:

-¿Rectificamos? De una vez para siempre...

-Indigno fuera que desmintiese mi labio lo que mi mano ha escrito.

-Pues bien -repuso el duque sin apartar de ella los ojos-: desde hoy, Casimira es mi esclava, y porque yo lo deseo hará mi voluntad y me obedecerá ciegamente como hoja que desprendida del árbol va a donde la llevan los vientos.

Mientras el duque decía estas palabras tenía su mirada una expresión amargamente irónica que una galante sonrisa podía apenas dulcificar. Casimira, la mujer valerosa, no pudo menos de pasar una mano por la frente y cerrar los ojos para preguntarse qué clase de abismo se estaba abriendo a sus pies. Para ella, rica, hermosa y despreocupada, ¿podía existir alguno en el terreno en que se había colocado?, ¿no eran éstos patrimonio exclusivo de las mujeres pobres, débiles y susceptibles de vanas aprensiones?

Y, sin embargo, un vago temor acababa de despertarse en su corazón, pero ya no había remedio. Además de que deseaba con mayor ardor conocer a fondo la misteriosa existencia del duque de la Gloria, una mujer que se había dicho de espíritu fuerte no podía retroceder en el escabroso y difícil camino que había emprendido. Era preciso que pusiese a prueba el valor de que sabía hacer alarde.

«En el terreno de la amistad -pensó locamente-, puedo ir tan lejos como imposible me fuera dar un solo paso en una cuestión de amor. Pues bien, le probaré a este duende desdeñoso que soy capaz de ponerme a su nivel en lo absurdo, en lo calificable..., quiero hacerme así dueña de sus secretos... ¡adelante pues!». Y tomando su partido dijo:

-Muy bien, señor mío; todas las exigencias humanas llegan a un punto del cual no se puede pasar; allí me detendré y allí tendrá que detenerse mi dueño.

-Estamos conformes, y así volveremos a la empezada conversación. ¿Usted ama?

-¡Sí!... -repuso Casimira con esfuerzo-; pero ¿a que viene esa pregunta? -añadió con mal encubierta altivez-. Yo quiero ser para el señor duque inviolable como una sacerdotisa del sol, franca como no lo ha sido otra alguna, amiga verdadera y esclava humilde y fiel entre todas las esclavas, quiero, en fin, que el señor duque halle en mí cualidades que las mujeres no suelen poseer..., para esto he humillado voluntariamente a sus pies mi orgullo dejándole conocer a mi dueño todo el arrojo de mis pensamientos, todo el valor de mi espíritu y la flexibilidad de mi carácter, que en sus manos será como la blanda cera en las del inspirado artista.

-Indudablemente soy un artífice sin rival en esa clase de obras... mas ¿con qué objeto me regala usted con tantos favores?

-Pienso que lo he indicado ya... con el de captarme el amistoso afecto de ser más extraordinario y misterioso que he conocido, con el de ser mirada por él como superior a las demás mujeres y digna de que se muestre conmigo menos incomprensible que con los demás.

-¡Ah!

-Para eso he osado penetrar en la densa atmósfera que rodea por todas partes al caballero de las botas azules; mas, al hacerlo así, fácilmente se comprende que me he cubierto antes con la coraza de las amazonas y que he dejado a la puerta al amor con sus caprichosas veleidades y graciosas tonterías que ejercen sobre la cabeza el efecto del vino.

-¡Cuántas palabras inútiles! Se ha mostrado usted ahora elocuente, pero bien en vano. ¿No comprende la reina de las flores que soy adusto y severo como el mismo Catón? ¡Se diría que mi hermosa esclava teme a cada instante, pese a su valentía, verse cogida en algún lazo traidor! ¡Locura! Gusto, sí, algunas veces, de saltar de rama en rama como los pajarillos, y por eso, ora discuto sobre cosas graves, ora sobre amorosas cuestiones, de las cuales suelo volver sin transición alguna a las ciencias o la filosofía. Señora, pienso que no debe aconsejarle a usted el valor de que está llena; prosigamos, pues, nuestra truncada conversación. ¿Ha leído usted por casualidad ciertos cuentos de los tiempos medios en los cuales brilla una poesía algo salvaje, sin duda, pero hermosa?

-No.

-Me alegro y lo siento a la par... Allí hubiera visto cómo obedecen las esclavas, pero sobre todo las esclavas de amor... Algunas veces, el noble caballero, montado en soberbio corcel, deja que su amada le siga a pie y jadeante. Desgarrados los pies de la pobre niña, tiñen de roja sangre las piedras del camino y las blancas margaritas nacidas al pie de los pantanos se coloran tristemente cuando su planta fatigada las huella. Sus sienes laten con fuerza, le parece que va a faltarle con su apoyo la tierra, que en torno de ella gira y se desvanece confundiéndose con el cielo, y apenas le quedan fuerzas para respirar el aire suficiente que le hace conservar un resto de vida. Mas él le dice: «¡Sígueme!», y ella, amenazando a la muerte, todavía corre y corre tras él, hasta que llegan al castillo y casi moribunda da a luz, en el pesebre en donde descansan los caballos, un hijo del noble castellano. Sólo entonces él consiente en hacerla su esposa y manda a tres nobles damas que laven con esencias los ensangrentados pies de la madre de su primogénito.

-Bárbara, horrorosa historia es por cierto -repuso Casimira con disgusto-. Qué amante salvaje, qué hurón debía ser el tal caballero.

-¡Oh!, como él hay muchos que sólo pueden vivir en medio de esas escenas conmovedoras, pues no todos hemos nacido con pacíficas y suaves inclinaciones. Hasta tal punto llegan, Casimira, las exigencias humanas y aun van algunas veces más allá.

-Pero bien, señor duque, ¿qué tenemos que ver con todo esto? Dos amigos como espero que lo seamos ambos no necesitan de tan terribles pruebas para creer en su mutua estimación.

-¡Qué, señora!... La amistad es un sentimiento más grave que el amor y más comprometido si se trata de un ser como yo y de una mujer como Casimira.

El semblante del duque parecía de frío mármol al decir estas palabras, y Casimira, que lo contemplaba con miedo casi, dijo después de algunos momentos de silencio:

-Voy a ser franca, amo mío; como he dicho ya, soy una mujer valerosa y lo probaré muy pronto; mas no negaré que las palabras del que se ha hecho mi señor me producen una especie de triste confusión y de graves recelos. Dijérase que se ha propuesto intimidarme, subyugarme como el halcón a la paloma y hacerme entrever, en medio de mi risueña vida un mundo de tinieblas.

-Y si eso fuese cierto, ¿qué haría la mujer de espíritu fuerte?

-¿Qué haría?... jamás pude pensar que llegase un hombre a ponerme en semejante tortura, ¿qué haría?..., pues bien, señor duque seguiría adelante... siempre adelante.

-No soy el solo temerario.

-Pero, señor duque, ¿tras de esas botas que admiro se ocultará por ventura una pata de cabra, o tras de esa corbata simbólica y llena de misterio la escamosa garganta del diablo?

-¡Quién sabe, esclava mía! ¡Tiene ese caballero chanzas tan singulares! ¡Usa de tan extraños recursos para engañar a las almas cándidas!

-Mi alma no es cándida.

-En ese caso, podría hacer que se volviesen contra ellas las espinas de su propia malicia o que se consumiese en la llama de sus deseos.

-¡Bah! Para eso no necesito del diablo, que de suyo se quema quien al fuego se atreve. Pero veamos, señor duque: me hallo muy impaciente y quisiera que conviniésemos en algo. ¿Me será permitido hacer una proposición? Lo pido con la mayor humildad.

-¡Proposiciones!... muy lejos vamos en breve espacio; mas vale tanto mi esclava que consiento.

-Bien, yo prometo probarle a mi incrédulo dueño toda la fortaleza de mi espíritu, todo el valor y la abnegación de que es capaz una mujer como Casimira, obedeciéndole en el terreno de la amistad con la sumisión que enseñan esas bárbaras leyendas.

-Señora... señora... prometer es más fácil que cumplir.

-No importa, lucharemos en ese terreno a ver quién vence a quién... mas si salgo victoriosa -ya he dicho que no pretendo ser la amante ni la esposa del señor duque- lo que sí pretendo es que en tal caso me haga su confidenta, la depositaria de sus secretos... que me mire, en fin, como su amiga predilecta, como la única digna de ser llamada fuerte y fiel guardadora de los misterios que nadie sino yo entienda. Sí, señor duque, quiero saber su historia, quiero saber qué significan esa corbata y esas botas... y en qué seno de mujer ha sido engendrado un ser a un tiempo tan amable, tan burlón y tan frío.

-¡Y no es poco a fe! Mas... ¿quién me asegura de la discreción de usted, señora?

-Mi amor propio.

-Vulnerable es por cierto, y, bien meditado -añadió con cierta sonrisa impertinente-, reparo que mi atavío preocupa demasiado esa imaginación. ¿Qué tienen que ver mis botas y mi corbata con nuestra amistad, señora?

-Verdad es -dijo la dama, conociendo justo el reproche, y añadió con bastante torpeza:

-Esto consiste, amo mío, en que desconfiando ya de llegar a adquirir esa amistad sin precio, ya que he ido tan lejos, no quisiera perderlo todo. El señor duque extraña además que quiera saber cuanto a él toca, ¿por qué?; esto mismo prueba el inmenso interés que me inspira.

El duque se rió mucho al oír estas palabras sin ocultar que le parecían ridículas en boca de una persona de tanto ingenio como Casimira.

-No, caballero, no es ésta ridícula ficción -añadió ella con resentimiento-; usted mismo no podrá comprender acaso el doble interés que me inspira con sus misterios. Esas botas excitan en alto grado mi curiosidad. ¿Cómo no? ¿Qué ánimo no se sorprende al contemplarlas? Pero la singular persona que las lleva, me tiene más inquieta todavía. Algunas veces... lo diré: se me figura reconocer ese semblante que una leve máscara parece desfigurar a mis ojos, otras el eco de esa voz penetra en mi corazón semejante a una lejana reminiscencia. ¿Será esto ilusión? Casi lo he creído al ver que el duque pasaba al lado de la rica, de la hermosa, de la envidiada Casimira como si no la viese, ¡sin mirarla siquiera!... No por esto se apartó de mi pensamiento la idea de hablarle un día con una franqueza que le sorprendiera, y por medio de la cual, si en otro tiempo nos hubiésemos visto, pudiese reconocerme al punto. Le enviaré además mi retrato, dije, y sabré por Zuma si al contemplarlo se ha conmovido. Mas el resultado no ha sido en verdad satisfactorio para mi orgullo. Mi dueño prosigue siendo un misterio, así para mí como para los demás. He ahí por qué no quisiera perderlo todo.

-Es justo; pero usted dijo que amaba; ¿a quién, esclava mía?

-Eso es llegar al colmo de la tiranía: ¡exigir confidencias sin haber hecho ninguna! Ya veo que he dado mi libertad a un tirano como el de las bárbaras leyendas.

-¿Qué importa? ¿A quién, Casimira, a quién ama usted? -repitió el duque con la misma impasibilidad.

Por el semblante de la dama pasó entonces como un relámpago de impaciente ira y respondió con firmeza:

-Me amo a mí misma.

-¡Cosa extraña! Y yo a Casimira -añadió el duque, deshojando de un golpe la rosa que ella le había dado.

Casimira palideció al ver esta acción que el duque ejecutara con una indiferencia desesperadora para ella; mas, recogiendo enseguida las hojas de rosa por él esparcidas, las guardó cuidadosamente, mientras decía con ironía:

-Y yo, señor duque, aun cuando no puedo corresponder a un sentimiento que no me hubiera atrevido a sospechar siquiera en tan adusto Catón, sé agradecer ese amor que no merezco.

-¡Cómo, señora! ¿Y no se indigna usted? ¿Hace tal cosa quien como Casimira se ama a sí misma? ¡Oh!, si para probarme su discreción contaba usted con su amor propio, helo ya comprometido y tornándose en humo.

-¡Cuán rígido y cuán amargamente irónico es usted caballero! -exclamó Casimira sin ocultar que se hallaba casi rendida por la lucha-. ¿Quiere usted olvidarse de que una esclava a la cual se le pide ante todo respeto y sumisión, debe recibir sonriendo los desprecios de su dueño?

-Esa esclava, antes que a sí misma, debe de amar al que se hace sentir por ella de rodillas.

-Pero, ¿qué es esto? Hemos dicho que no se trataba de amor entre nosotros.

-Pero señora... ¿la amistad no es amor? ¿El corazón no abriga a la vez cien amores distintos? ¿Quizá esa profunda simpatía, es adhesión que hace morir a un amigo por otro amigo, no puede llamarse amor? Por lo demás, esté usted segura de que su corazón de amazona me amedrenta, de que no estoy enamorado de mi esclava, ¡oh, no!, ni quiero que ella se atreva a enamorarse de su dueño. ¿Para qué, si esto sería contrario al buen orden y yo soy además tan adusto y tan invulnerable para el amor como la coraza de las amazonas? Mas las esclavas, para obedecer ciegamente, para no quejarse de la planta que las pise, para sufrir la tiranía y los caprichos de su señor, necesitan amarle con la firmeza del valor y de una amistad a toda prueba.

-¿Es ése el punto de partida?

-¿Cómo dudarlo? Usted ha hablado además de hacer sacrificios... ¿cuáles? He aquí el primero que yo podría exigir. ¿Qué esclavo no viste la librea de su dueño? Ésta es una cosa esencial... Pues bien, la que así ataviada se atreva a acercárseme en medio de un banquete será la depositaria de mis secretos, sabrá quién soy y el misterio que encierran mis corbatas y estas maravillosas botas azules.

-¡Pero eso es espantoso!

-Mujer de espíritu fuerte, la valerosa... la despreocupada... ¡Adiós, pues!

-Señor duque, usted es un demonio.

-¡Adiós! -repitió él con voz suave y amorosa.

Besóle entonces una mano que ella le abandonó sin esfuerzo y se alejó lentamente.

-¡Nos separamos así! -murmuró todavía Casimira con voz ahogada.

Pero el duque ni siquiera volvió la cabeza. Sabía, sin verlo, que el rostro de Casimira se hallaba bañado en lágrimas.

En efecto, aquella mujer cuyo talento era tan grande como su despreocupación, aquella mujer, reina siempre y tirana, aquella mujer que había envenenado para siempre el corazón de un hombre, acababa de pagar en un momento las culpas de toda su vida.

Todo su ingenio y su hermosura no habían podido conmover, ni aun levemente, el carácter de hierro del duque.

El singular caballero no había salido, sin embargo, incólume de aquel combate. ¿Qué penetrante mirada puede distinguir algunas veces la llama abrasadora que dentro del pecho está consumiendo el corazón, mientras la sangre parece congelada en las venas? Por eso todo se vuelve ilusiones y vanas conjeturas en este mundo.

Tú oyes, amigo mío, los secretos que mi labio te confía pero ¿sabes acaso lo que queda todavía en el fondo de mi pensamiento? ¡Y bien! Yo no sé tampoco lo que en el tuyo escondes. ¡Así rueda la vida!

El duque de la Gloria sufría al alejarse de la dama. El peso de antiguos recuerdos, recuerdos de esos que, como dice Chateaubriand, quedan como una eterna ponzoña reposando en el fondo del corazón le agobiaban el alma, y al reírse de aquella mujer se reía también de sí mismo. ¡Oh!, en su frío dolor hasta maldijo de la inspiración de su musa.

Mas ésta le llamó cobarde, le amenazó con abandonarle a su destino y el duque volviendo en sí se preparó para nuevos combates.

¿Podía al fin vivir sin luchar?




ArribaAbajoCapítulo XII

Hallábase la gran señora de Vinca-Rúa casi disgustada de la vida desde que había asistido al baile dado en casa de la condesa Pampa.

¡El duque de la Gloria había pasado a su lado sin reparar en ella!... ¡desgracia sin igual!... ¿Cómo apartar de la mente idea tan infausta? Día y noche torturaba su pensamiento para buscar un medio de llamar sobre sí la atención del duque, sin que ninguno le pareciese bastante oportuno y de buen gusto. Por eso no tenía límites su mal humor y su displicencia... no quería recibir a nadie y apenas llamaba a su doncella para que la peinase más de dos veces cada día.

Con el alma sombríamente triste estábase una tarde reclinada sobre el sofá pensando en su desgracia y en las rarezas de Adriana de Cardoville que había sabido hacerse amar de Jdalma, cuando vio entrar precipitadamente a su doncella quien, inmutada y pálida, le dijo:

-Señora... señora... a poco me desmayo... ¡Él está ahí! Le he visto...

-¡A quién! Muchacha, ¿te has vuelto loca?, atreverse a entrar así...

-Perdóneme usted, señora... pero acaba de apearse a la puerta... ¡oh, qué maravilla!

-¿Qué quieres decir? Habla pronto... ¿a quién has visto?

-Al caballero de las botas azules...

-¡Será verdad!... ¡Dios mío!... Él aquí...

La señora de Vinca-Rúa, la reina de la moda, se puso entonces en pie rápidamente y, cogiendo llena de confusión una mano de su doncella, prosiguió diciendo con voz conmovida:

-Rosa mía... ¿Estás cierta de lo que dices? Ese personaje, admiración y asombro de la corte y que apenas se digna mirar a nadie, ¿se ha apeado a nuestras puertas?

-Yo le he visto, señora... pero el ayuda de cámara se acerca... es que viene a anunciarle... Estoy temblando.

En efecto, un criado se presentó diciendo que el gran duque de la Gloria quería ver a la señora en aquel mismo instante.

-¡Conque Rosa no se ha engañado!... -murmuró la de Vinca-Rúa como si no pudiese creer todavía en tanta felicidad-. Que espere en el salón de las flores -le dijo al criado, y en medio del más completo trastorno, añadió, tan pronto como quedaron solas-: Esto parece una ilusión..., un sueño..., pero, ¡qué fatalidad! en qué momentos me sorprende... tan desaliñada, tan ojerosa...

-Nada de eso, señora... está usted perfectamente.

-¡Qué he de estar!... Sin rizos, sin bandós, con un miserable vestido de glasé liso... ¿por qué no se me habrá ocurrido poner el verde a listas blancas o cualquier otro? ¡Vaya..., es para desesperarse!

-Pues yo..., ¿qué voy a parecer con esta bata tan llena de manchas y tan sucia? -añadió la doncella.

-¿Qué importas tú?... ¡Habráse visto la insolente!...

-No lo digo por mí, señora, sino por honor de la casa.

-Es verdad, ¡como si mi casa fuese a perder ahora el honor porque mi doncella no tenga limpio el vestido!... Poco falta para que estas míseras criaturas se crean tanto como sus señoras...

-El señor duque tiene prisa -dijo el ayuda de cámara acercándose muy agitado.

-¡Oh!, no lo sabía... ¡qué desgraciada soy! Dile que voy ahora mismo. Pronto, Rosa, arréglame estos cabellos y deja de pensar neciamente en tu bata... pero, ¡qué aturdida estás!... ¡qué torpe!... ¿quieres colocarme ese rizo sobre las narices?

-Hacia el medio de la frente, como la señora lo manda otras veces.

-Suelta... suelta, me peinaré yo misma, pues lo echarás todo a perder... ¡qué tormento! ¡Llegar al extremo de arreglarme el cabello con mis propias manos como la más miserable de las mujeres!... ¡Y en qué trance!... Pronto, un vestido cualquiera, con tal que no se asemeje al que tengo puesto y que llevarás para ti a condición de que no he de volver a verlo jamás porque le tengo aversión.

El ayuda de cámara, más sofocado que nunca, se acercó de nuevo diciendo que el señor duque se impacientaba en extremo y que no podía aguardar un momento más.

-Deténle... deténle, que ahora salgo.

-Pero, señora, si no quiere... si...

-Te digo que le detengas, ¿no has oído?

El criado volvió a alejarse todo confuso mientras la de Vinca-Rúa iba y venía por la estancia con una impaciencia difícil de describir; pero sin olvidarse, a pesar de esto, del menor detalle de su elegante peinado.

-No hay una mujer más desgraciada que yo -proseguía diciendo con una irritabilidad creciente-; nada me sucede como lo deseo. Venga ese vestido... ¿qué me traes ahí? El color punzó, ¡qué estupidez! ¿No sabes que me torna morena y macilenta? Tampoco el color malva, ni el azul, porque son demasiado chillones. El blanco, el blanco con flores lila. Todo hay que decírselo a estas gentes. Cualquiera menos tú comprende que esta hermosa tela da al rostro cierto aire de frescura y de juventud. Bien; la gola... ahora el alfiler de perlas, los pendientes largos... la red, porque estos cabellos se me escapan por todos lados: ¡ya se ve!, he tenido la desgracia de peinarme con mis propias manos... Dios me lo tome en descuento de mis culpas. Pero, ahora recuerdo... quizá me siente mejor el prendido a la Benoiton: tráele...

-¿El prendido al botón ha dicho la señora? ¿Cuál es?

-¡Qué botón ni que torpeza! ¡Vaya!, también será preciso ir sin él. Como si el francés no fuese ya una lengua casi española y que entiende todo el mundo menos estas gentes, que sólo saben la suya... dejemos el prendido y vengan las ligas celestes.

-Pero si no se ven, señora, y...

-¿Qué importa? ¿Había de ir sin ellas? ¡Qué horror! Se me hubiera conocido en el semblante. Vamos, las ligas azules y los zapatos de moña blanca.

-El señor duque se aleja ya; no puedo detenerle -repitió por última vez el criado con dolorosa entonación.

-¡Dios mío, qué servidores tan estúpidos me ha deparado la fortuna!... pues corre a decirle que ya estoy en el salón; no hay remedio... Rosa, dame ese abanico y el pomito de esencias... ése no... el de jazmines.

-Señora, falta un zapato, lleva usted uno blanco y otro negro...

-No importa, voy.. ¿qué tengo de hacer? ¡Qué criados... santo Dios!... ¡qué criados me rodean!...

La señora de Vinca-Rúa se lanzó entonces apresuradamente hacia el salón en el mismo momento en que el duque de la Gloria, venciendo la política resistencia que le oponía el ayuda de cámara, iba a levantar uno de los grandes portiéres para alejarse. Pero al oír el ruido que formaba el largo vestido de la dama se volvió hacia ella diciendo con la irónica cuanto delicadísima galantería que le era propia y con la cual hacía soportar todas las impertinencias y todos los insultos que salían de sus labios.

-Al fin, señora...

Al oír la de Vinca-Rúa el eco de aquella voz que por segunda vez llegaba hasta ella, se conmovió visiblemente y apenas pudo exclamar llena de aturdimiento:

-No sé cómo expresar mi asombro y mi satisfacción, caballero, al verle a usted aquí, si bien ignoro todavía a qué debo tamaña fortuna.

-¿Me conocía usted, señora?

-La noche del baile... ¡oh!, ¿y quién no conoce a una persona tan distinguida y tan...? El que la ha visto una vez no puede olvidarla ya... por lo demás sé que muy pocos tienen la dicha que yo tengo ahora...

-Si a verme llama usted dicha, confieso, señora, que estuvo a punto de dejar de serlo...

-¿Por qué causa?

-No me agrada esperar, y cuando usted llegó iba a alejarme aburrido, muy aburrido de pasear solo por este vasto salón.

-¡Oh!... cuánto lo hubiera sentido -dijo la de Vinca-Rúa entre sorprendida y confusa- no me consolaría jamás si usted se hubiera alejado así... Crea usted que me devoraba la impaciencia, pero mis criados son los más torpes del mundo y yo no estaba vestida todavía...

-¿Todavía no?... A las tres... afortunadamente hace calor... si bien mucho más hace en el corazón del Asia y las gentes se visten allí desde que dejan la cama.

La señora de Vinca-Rúa apenas supo qué responder al pronto a tales palabras, que la hicieron ruborizarse; pero pasados los primeros momentos, repuso, casi tartamudeando:

-¿Quizá ignora el señor duque que hacemos aquí lo mismo que se hace en el corazón del Asia, es decir, que nos vestimos cuando nos levantamos del lecho?

El duque, eludiendo la pregunta y tomando un aire cada vez más atractivo y misterioso, repuso:

-Es decir que es usted perezosa... que acababa usted de levantarse cuando yo entré... ¡Usted, la reina de la moda... el modelo del buen tono!... ¡Qué lástima! Si las señoras se levantasen con la aurora y se acostasen con el sol, conservarían mucho más puras la frescura del rostro y la del corazón... pero está visto, Europa ha degenerado y se vuelve salvaje y ridícula por la perversión de las costumbres.

Sacó entonces su cartera del bolsillo y sin el menor reparo escribió en ella algunos apuntes, murmurando casi en voz alta mientras hacía resbalar el lápiz sobre la hoja: «Siempre el gato; dormir de día, cazar de noche, no comer lo que caza, sino lo que roba. ¡Ah, gato... gato!... ¡Cómo van a ponerte el cascabel!».

La de Vinca-Rúa al oír estas palabras no supo si enojarse juzgándolas una indigna burla o si reírse de ellas... pero el rostro del duque estaba tan grave y tan severamente hermoso que no era posible contemplarle sin enmudecer. Henos, pues, a la orgullosa señora en el lance más apurado de su vida y sin acertar a salir de él.

Comprendiendo no obstante que le era forzoso decir algo, pues el duque guardaba el más profundo silencio, repuso:

-A mi pesar caballero, acaban de sorprenderme esas palabras que no comprendo...

-Aluden, señora, a la mala costumbre de levantarse a las tres de la tarde las elegantes damas de estos países...

-Veo que no nos entendemos... yo no acababa de levantarme cuando usted llegó, únicamente no estaba en traje de recibir.

-¡Ah!... en traje de recibir... Usted me perdonará mi ignorancia; pero ¿tendría usted la amabilidad de decirme cómo es el traje de no recibir...?

-He aquí una pregunta que parece tan irónica como atrevida.

El duque se puso en pie al instante y dijo:

-No lo creo yo así... pero una vez que mi lenguaje le desagrada a usted, me retiro...

Estas palabras resonaron como amenaza en los oídos de la gran señora, que replicó vivamente.

-No es que me desagrade su lenguaje de usted, caballero, todo al contrario, le encuentro lleno de atractivo, mas no puedo negar que me pareció notar en él una así como osadía inexplicable que disuena en mis oídos mas lejos, sin embargo, de mi pensamiento el creer que hubiese usted abrigado la menor intención de ofenderme... no me tengo en tan poco, señor duque...

-Por mucho que usted pudiera valer, señora, jamás falta un atrevido que ose poner su mano en donde nadie la ha puesto. ¿Quién existe en este viejo mundo que no pueda ser herido y ultrajado por otro? Así, hace usted muy mal en creer que yo no podría ofenderla.

-Se acusa usted mismo, repuso la de Vinca-Rúa palideciendo.

-Esto no es acusarme, es decir únicamente que quizá no se haya usted engañado al juzgar sobrado atrevidas mis palabras. Es mi deber, pues, retirarme y no pasar adelante en mis investigaciones... Usted lo ha dicho antes, no nos entendemos.

-Y aun cuando no nos entendemos, ¿cumple usted caballero con alejarse así... sin haber dicho el motivo de su visita?

-Imposible me fuera, señora, explicarme sobre ese punto.

-¡Imposible!... no puedo creerlo... Cuando un ser tan interesante y misterioso se nos acerca por su voluntad para abandonarnos luego sin haberse dignado darse a conocer más que como un extraño, no sé qué viva emoción, qué profunda ansiedad se apodera del corazón y le desasosiega; por mi parte ya no podría quedar tranquila.

-Lo comprendo... pero nada de cuanto a mí atañe puede tener, por ahora al menos, una explicación satisfactoria. ¿Ve usted señora esta corbata y estas botas, admiración de las gentes? Pues ellas, así como mis investigaciones y mis visitas, son completamente hermanas, o lo que es lo mismo, incomprensibles.

-Eso raya en lo insoportable... es irritante... impolítico... ¡Haber venido y no decir a qué!...

-¿Le pesa a usted mi visita? Cosa singular; hace un instante se hallaba usted muy complacida de ella y conceptuaba una dicha el verme: ¡vanas futilidades! He venido... esto ya no tiene remedio; me alejo... Usted quedará así satisfecha.

-¿Cómo he de quedar satisfecha? Necesito una explicación, caballero; ¡oh!, eso sí... apenas hemos hablado algunos instantes.

-Se ha puesto usted tan grave a las primeras palabras, que me sería imposible esperar mejor resultado de las que se seguirían; por eso he renunciado a proseguir mis investigaciones... Usted no podría sostener una conversación en mi estilo.

-¡En su estilo! Lo procuraré al menos aun cuando sea tan difícil que hasta ahora no haya acertado a conseguirlo. Sé que existen extraños caracteres, en extremo francos, que hablan de las cosas no como comúnmente se habla sino como ellos las sienten y quizá el señor duque sea uno de ellos.

-Quizá sí... o quizá no...

-Y bien, ¿no podré al fin decidirme a tolerar en usted lo que a otro no podría perdonarle?

-Tampoco vamos conformes en esto. Yo no mendigo tolerancias, impongo siempre en el ánimo de los demás mis pensamientos: así, cuando hablo, no se me tolera, señora..., se me escucha.

-Veo que es usted tan severo como incomprensible, tan misterioso como difícil de contentar. Mas, ¡cosa extraña! Esto mismo aumenta en mí el deseo de alcanzar sus amistosas simpatías y de que no nos alejemos como enemigos. ¡Oh! un enemigo como el señor duque debe ser tan implacable como invencible. No extrañe usted, pues, el que le suplique me diga cómo dejaré de incurrir en su desagrado...

-Difícilmente se me contenta: Usted lo ha acertado; y es porque no voy nunca en pos de lo bello ni de lo que ambiciono.

-¡Qué monstruosidad!

-¿Por qué? Los que van en pos de esas cosas no obtienen comúnmente mejores resultados que yo. Lo que aman y desean se aleja de ellos mientras les sale al paso todo lo que detestan... por eso busco siempre lo contrario de lo que me complace... ¡Oh!, si así no lo hiciera, ¿sería digno de calzar estas botas?... Pero ya ve usted cómo no podemos entendernos, ¿a qué cansarnos más?

-Es decir que se empeña usted en alejarse sin haberse dignado decirme... ¡Señor duque! medítelo usted bien; ¡eso sería abusar! ¿Qué digo?, sería insultar, hollar mi dignidad jamás ofendida, sería... en fin... no sé lo que me digo. Señor duque, apelo al honor de usted, que él decida.

-Tanto rendimiento no puede menos que conmoverme, señora, y me excederá a mí mismo. Veamos, pues, probemos si es usted realmente capaz de soportar alguna de mis revelaciones. ¿Hila usted? ¿La tela trabajada por esas manos semeja la batista?

-¡¡¡Hilar!!! ¡Hilar yo!... ¡Una mujer de mi clase había de llenarse de aristas y oler a lino como las criadas de aldea! ¡Qué burlón es usted, Dios mío!

Y la señora de Vinca-Rúa se rió mucho, pero con una risa de aquellas que ocultan una profunda desconfianza. El duque la interrumpió al punto, añadiendo con la severa gravedad que a veces daba un carácter inmutable y sombríamente respetuoso a su pálido semblante.

-No es burla, señora. Mi bisabuela, que era condesa y mujer de talento, hilaba rodeada de sus sirvientas que hilaban también. Hilaban las reinas en otro tiempo en que no se había olvidado que dijo Dios al hombre: «Comerás el pan con el sudor de tu frente»; pero es cierto que tampoco se suda gran cosa hilando... ¡Adelante! ¿Hace usted calceta?

-¿También había de hacer calceta?

-Así va el mundo. Despilfarros domésticos, gastos superfluos, trabajar para derrochar, heredar para holgar... ¡Ah! ¡Pícaro gato! En fin, señora... preferirá usted coser, ¿no es verdad? Es una de las más bellas ocupaciones de la mujer. Cuando con la cabeza inclinada sobre la labor piensa en Dios o en sus hijos, mientras a cada ir y venir de la ligera mano hace estallar contra el dedal la fina aguja que brilla entre sus dedos, no hay corazón de hombre que al verla no se sienta conmovido.

-Las costureras parecen muy bien así, han nacido para eso -dijo la de Vinca-Rúa con cierta lastimosa benignidad.

-Y usted, ¿para qué ha nacido?

-¡Oh! Para vivir y morir sin duda.

-¡Ah! Lo mismo que las costureras.

-Pero no para coser. Cuando las mujeres de mi clase cogen alguna vez la costura, se pinchan los dedos de una manera horrible, señor duque.

-¡Pobrecitas! Entonces, ¿qué clase de ocupaciones llenan sus horas? ¿Cómo cumplen aquella sublime misión que todo ser que nace trae a la tierra?

-¿Necesito decirlo? ¡Válgame Dios! Una mujer de mi clase, ¿no tiene bastante con cumplir los deberes de sociedad y del gran mundo?

-¿Cuáles son esos deberes, señora?

-Señor duque... se diría que ha vivido usted en la India.

-¿Quién sabe? Acaso en el África o en la Siberia.

-Pues bien: el piano, el dibujo, las visitas, los paseos, los bailes, el teatro ¿nos dejan acaso un instante de reposo?

El duque volvió a sacar su cartera y se puso a escribir en ella, diciendo en voz alta: «Deberes que ocupan la existencia entera de las mujeres de la alta sociedad en la civilizada Europa: el piano, el dibujo, los paseos, las visitas, los bailes, el teatro». ¿Hay algo más, señora?

-También la equitación, las lenguas extranjeras.

-«La equitación, las lenguas extranjeras». ¿Y la nacional?

-¡Oh!... ésa se sabe sin aprenderla.

-Muy bien: el arreglo de la casa, el cuidado de la familia, todo eso se halla encomendado a otras manos, ¿no es así?

-Por supuesto. ¿Qué tiempo nos quedaría para eso, señor duque? Llega una del paseo, por ejemplo se tiende en la butaca llena de cansancio y cuando se encuentra mejor ya es hora de ir al teatro, y a vestirse otra vez. Viene una del teatro, y cuando quisiera descansar son las doce, la hora del baile y... a vestirse de nuevo; deja el baile, se acuesta, duerme casi nada, hasta las dos de la tarde, y cuando quisiera una estar un instante sola, hay que vestirse otra vez o para visitar o para recibir.

-¡Qué fatalidad, señora!

-¡Oh, es una eterna fatiga...! ¡Cuántas veces Dios mío, tengo ambicionado la tranquilidad de los campos..., la vida de la aldea!

-¿Tiene usted más que emprenderla?

-Ya lo he probado en más de una ocasión, pero, ¡ay!, me aburro enseguida, y tengo que volverme a la corte.

-¿Y sigue usted fastidiándose?

-¡Por supuesto!

-¡Desgracia sin igual! ¡He ahí el gato, siempre el gato!...

-El gato, ¿qué significan esas palabras extrañas?

-Hablo del gato, al que hay que ponerle el cascabel. Tantas criaturas devoradas por la miseria y el trabajo, tantas otras devoradas también por el fastidio y el ocio..., es una terrible calamidad y en vano se habla de adelantos, de progreso; las mujeres siguen atormentadas, las unas teniendo que hacerlo todo, que trabajar para sí y para los demás; las otras haciéndose vestir y desnudar la mitad del día, teniendo el deber de asistir al baile, a la visita, viéndose obligadas a aprender la equitación y las lenguas extranjeras... ¿Cómo no sufrir? ¿Cómo no cansarse y aburrirse de todo eso? El que ha de ponerle el cascabel al gato procurará buscar un remedio eficaz para tan grandes males; pero en tanto, señora, oiga usted mi opinión sobre el particular. Dicen que las mujeres no deben ser literatas ni politiconas, ni bachilleras y yo añado que lo que no deben es dejar de ser buenas mujeres. Ahora bien, ninguna que no sepa hacer más que andar en carretela, tumbarse en la butaca y decir que se fastidia, por más que sepa asimismo la equitación, las lenguas extranjeras y vestirse a la moda, nunca será para mí otra cosa que un ser inútil, una figura de cartón indigna de oír la más pequeña de mis revelaciones. Éstas sólo son dignas de ser confiadas a cierta mujer hacendosa como la hormiga, semejante a mi bisabuela, aquella que era condesa e hilaba en medio de sus doncellas. La ando buscando por todas partes... no sé si la encontraré...

Al acabar de decir esto con un acento que hizo asomar lágrimas de asombro y de despecho a los ojos de la de Vinca-Rúa, el duque de la Gloria se alejó a grandes pasos antes de que ella acertase a darse cuenta de si aquella escena, tan ridícula como extraña, había sido realidad o sueño atormentador que el recuerdo de las botas azules y de aquel duque misterioso había creado en su imaginación.




ArribaAbajoCapítulo XIII

En una casa de la calle de Atocha, cuarto principal de la izquierda, había dos días a la semana gran tertulia, de confianza los jueves y de etiqueta el domingo.

Asistían a ella, aparte de las siete señoritas de la casa, hijas de un médico afortunado, otras cinco, que habitaban el cuarto de la derecha, hermosas niñas hijas de un abogado más afortunado todavía; otras seis, hijas de un empleado en Hacienda, el cual, si seguía soplando el viento de la fortuna, pensaba ascender a director del ramo, y otras dos que porque su padre era familiar del conde de A*** y esperaba obtener muy pronto la efectividad de teniente coronel querían, así como las del empleado en Hacienda, contarse en el número de esa aristocracia que semejante a ciertas tisis pudiera llamarse incipiente. Solían concurrir también algunas vecinas de la misma categoría, y en aquel salón -pues aunque se decían salones, las demás habitaciones no eran sino antesalas- se reunían por lo general como unas veinte jóvenes, bonitas las unas, graciosas la mayor parte, y todas con aspiraciones a un buen partido. Respecto a ellos, eran, lo que se dice, jóvenes de grandes esperanzas y si las damas aspiraban a un brillante acomodo ¡no digo nada los galanes!

Es de advertir, no obstante, que por entonces ninguno había pensado todavía en el santo matrimonio, lo cual formaba un gran contraste con el afecto cariñoso que aun las más ligeras y coquetillas de aquellas niñas profesaban desde el fondo de su corazón a las dulces alegrías que proporciona un hermoso día de boda.

Y esto es bien natural por cierto. Los hombres se casan muchas veces, se casan con la toga, con la política, con las ciencias, con la cartera de ministro, mientras que las mujeres sólo se casan una vez en la vida. Si llegan a dos, ya sienta mal en los ojos que lloraron a un muerto el rayo de alegría que ha venido a iluminarlos en las primeras bodas. Es una repetición de ceremonias que se asemeja algo a un remordimiento, y parece que tras de las blancas cortinas que ocultan el lecho nupcial, debe hallarse escondida una sombra.

Mas volviendo a coger el hilo de nuestro relato, que al parecer se enreda y desenreda como suelta madeja, diremos que era la víspera de un domingo o lo que es lo mismo, un sábado por la tarde, y que las jóvenes que habían de asistir a la reunión de la casa de la calle de Atocha se hallaban muy afanadas arreglando sus trajes de baile y de paseo para el siguiente día.

Decíase que el duque de la Gloria había de atravesar a las siete el salón del Prado, y quizá dar por él más de una vuelta. ¿Cómo no llevar entonces las mejores galas?

Las del médico, las del abogado, las del empleado en Hacienda y las del teniente coronel se hallaban igualmente inquietas, todas iban y venían en medio de muselinas, tules y gasas esparcidas en el desorden propio de los cuartos de labor.

Una viva impaciencia las devoraba por ver concluidos sus vestidos y aunque algunas querían sostener sin menoscabo el estado de aristocracia incipiente en que creían hallarse pusiéronse a coser ellas mismas para terminar más pronto la tarea, cubierto el dedo índice de la mano izquierda con una calza de piel a fin de que la aguja con su acerada punta no dejase en el cutis la marca de sus picadas, porque... ¿qué mal efecto no hubieran hecho a los ojos de un joven bien nacido y de porvenir?

Por lo demás, como ninguna de estas familias podía sostener, pese a sus buenos deseos, gran número de servidores, hasta la cocinera tuvo que dejar más de una vez las cacerolas para venir a dar su puntada. Esto no suele acontecer en las casas verdaderamente aristocráticas, es verdad, ¿pero acaso tan pequeño inconveniente sería bastante para desalentar a nuestras heroínas?

Las del médico, que eran siete hermanas, tenían la casa revuelta de arriba abajo, no siendo posible dar un paso sin tropezar con algo que no debía pisarse. Estaban estas señoritas empeñadas en presentarse con los mejores trajes, en lucir algo que excediese en magnificencia a lo que llevasen las demás, y como sus padres, aun cuando consintieron en irse arruinando de día en día por cumplirles todos sus caprichos, no pudiesen satisfacer ahora sus deseos, buscó cada una el medio de poder arreglarse un poco sin tener que acudir a la bolsa paterna.

Tratábase de competir con las de Hacienda, en donde hay comúnmente tantos negocios, y con las del teniente coronel, de las cuales podía decirse que llevaban todo el caudal sobre sí, y era preciso sacrificarse para conseguirlo.

En efecto, la más vieja, para estrenar un collar que la había encantado, mandó vender ocultamente un juego de cama y dos camisas de fina tela que su padre le había regalado el día de su natalicio. Súpolo la segunda, y para no ser menos quiso estrenar también unos brazaletes y un lindo cinturón, para lo cual hizo vender asimismo un manguito de preciosas pieles y la crucecita de oro de su rosario. La tercera quitó los encajes a un vestido de su madre para adornar el suyo y no sabemos de qué medios se habría valido la cuarta para hacerse con una moña de rizos y un sencillo, pero elegante prendido. Sólo las tres menores, que ignoraban todavía semejantes artimañas, no tenían que estrenar otras cosas que las que sus padres les habían dado.

Aconteció, pues, que la más joven observó por la cerradura de la puerta cómo una de las otras se probaba, mirándose al espejo, el precioso cinturón, y llena de sorpresa, y con un sí es no es de envidia, exclamó con acento un tanto amenazador.

-¡Hola!, gatita, ¿quién te ha comprado eso?

-¿Quieres callarte, mocosuela? ¿Qué estás diciendo que no te he comprendido? -repuso la otra sin abrir la puerta y desnudándose aprisa.

-No te la quites, que ya le he visto.

-¿El qué?

-El cinturón.

-Y bien -dijo la delincuente presentándose al fin-, me lo ha arreglado mi amiga Concha, que me estima más que a sí misma.

-¿Quién...? ¿Ella? Para sí lo hubiera querido. No, no me engañas... yo adivino no sé qué cosas, y ya no es ésta la primera vez; pero descuida, que voy a contárselo a Lola y a Juliana y después a mamá.

-No hagas tal, chismosilla, y te regalo mi alfiler de plata que tanto te gusta.

-Pero ¿quién me da en cambio un cinturón como ése?

-Para el jueves próximo te permitiré ponerlo.

-¿Y a mí?

-¿Ya está ahí la otra? ¡Picarona! ¿Por qué tienes la costumbre de andar con el oído atento a todo cuanto se habla?

-¿Y por qué tienes tú cosas que yo no tengo?

-¡Anda! He de pedirle a Dios que te deje sorda.

-Y yo he de pedirle que te deje ciega.

-Silencio, gruñona, que van a enterarse por allá adentro.

-Eso es lo que yo quiero.

En efecto, con estas voces acudieron las otras y armóse una baraúnda como de siete hermanas; mas, las pecadoras, a fin de que no se enterasen sus padres de lo que pasaba, halagaron con promesas a sus hermanas menores para que guardasen el secreto, al menos hasta que se hubiese pasado la noche del domingo porque después, si no bastasen las disculpas, ya de suyo tenía que estallar la tempestad.

Las del abogado hallábanse también plegando los bullones de sus vestidos con parsimonia tan delicada como si se tratase de una obra de arte. No podía ir esta tabla más ancha que aquélla, ni este lazo discrepar una línea del que le seguía, y, de haberles sido posible, hubieran medido con un compás las distancias.

Nada estaba a su gusto. La falda o era demasiado corta o demasiado larga, la cola no imitaba como debía un abanico abierto, el cuerpo hacía arrugas, y se lo probaban cien veces diciendo siempre:

-No puede ser, no puede pasar así. En el vestir se conocen las verdaderas señoras. Descosa usted otra vez.

Y mientras perdían el tiempo de este modo, su madre, mujer activa y trabajadora a pesar de sus aspiraciones, calados los anteojos, y con delantal blanco, estaba bate que bate, haciendo cold cream.

-¿Estará ya bastante, hijas? -les preguntaba a cada momento.

-Más batido, mamá, mucho más.

-Es que se cansa el brazo, queridas.

-Pero mamá, ya lo ves... ¡es preciso!

Y la madre volvía a su trabajo. Otras veces dejaba el cold cream para ir a cernir harina de arroz, después dejaba el arroz para ir a revolver el almidón cocido, y de este modo andaba la buena señora como la rueda de un molino; pero andaba contenta, pues en un exceso de amor maternal quería hacerlo todo, por que sus hijas no se estropeasen las manos, consintiéndolo las niñas como si fuese de justicia.

Por lo que toca a las del empleado en Hacienda, la escena variaba un poco aunque el tema era el mismo.

La madre y las hijas eran todas unas, en el vestir, en el discurrir y en el hablar. Reunidas en un elegante gabinete, conspiraban a la sazón, la una contra el que era apoyo de su debilidad y las otras contra el autor de sus días.

-Sería vergonzoso el que nos presentáramos con sombreros sin águila -decían las niñas-. ¿Qué diría el duque de la Gloria que irá mañana al Prado al vernos así? Que pertenecíamos a la última clase de la sociedad, que éramos hijas de un cualquiera.

-Cierto que lo diría; pero no temáis. Aun cuando hubiera de reñir para siempre con vuestro padre, llevaréis mañana al Prado sombrero con águila y por la noche adornos de encaje en los vestidos.

-¡Ay! Pero papá es incorregible y no quiere nunca comprender que para que se fije en una un joven de porvenir se necesita no tener que avergonzarse de pasar al lado de las condesas... que es preciso vestir como ellas para que no nos desdeñen.

-¡Desdeñaros...! ¡Ah, eso no lo soportaré jamás! Aguardad, voy a hablar con vuestro padre y todo se arreglará.

Las hijas suspiraron dolorosamente como si dudasen del buen éxito de la empresa, y pusieron oído atento a lo que hablaban los esposos en la habitación contigua.

-Aguarda siquiera a que me nombren director del ramo -decía él.

-¿Pero no reflexionas que el duque de la Gloria irá mañana al Prado?

-Y qué tiene que ver ese ente ilustrísimo y singular con nuestras hijas? ¿Entre la muchedumbre que habrá en el salón las distinguirá siquiera? ¡Qué tontas sois las madres!

El padre se reía al decir esto mientras ella exclamaba llena de rabia:

-Jamás te nombrarán director, ¡no!, ¡eres demasiado estúpido!

El marido se rió más todavía diciendo:

-Peor para ti en ese caso, querida.

-Sí; ya lo sé: ¡qué horror...! ¿En dónde tenía yo la cabeza cuando me casé contigo?

-Sobre ese blanco y redondo cuello, Andrea mía, en el mismo sitio en donde la tienes ahora. ¡Ay, ojalá no fuera así!

-No aumentes mi desesperación con tus chanzas, porque ya me siento mala. ¡Esto asesina!

-Pero mujer, no me vengas atormentando en vano. Te he dicho que para lo que deseas no nos llegaría el sueldo de un mes.

-Te quedan aún los negocios.

-¡Qué negocios! Mi casa es un abismo en el cual se hubiera consumido todo el producto de los negocios de España, que es cuanto hay que decir.

-Siempre echándole a uno en cara la miseria que gasta... ¡qué desgraciada soy!, pero no retrocedo. Es preciso, absolutamente preciso, que mis hijas vistan mucho mejor que las del médico y que no desmerezcan en nada a las del coronel. Es preciso que lleven mañana al Prado sombreros con águila y vestidos que correspondan a nuestra categoría.

-Si no tengo más que cien duros para pasar el mes, ¿quieres emplearlos en encajes?

-Vaya; está visto que serás siempre el mismo. Un hombre a quien poco le falta para que cuente los maravedís que ha de gastar al día como los contaba el tacaño de Alforjón. ¡No sé cómo no te avergüenzas al leer las descripciones de los bailes de la condesa Pampa! Tus hijas parecerían fregonas al lado de aquellas orgullosas mujeres.

-Ya lo creo, ¡como que mis hijas no son condesas...!

-¿Valen menos por eso? ¿Si querrás decirlo también? Pues sabe que, aun cuando me arruine, he de probarle a esas señoras que valgo tanto como ellas.

-No lo conseguirás. Te mirarán siempre mucho peor de lo que tú miras a las hijas de los médicos y los abogadillos, como sueles llamarlas.

-¿Qué es lo que vociferas? ¡Jesús, qué hombre! Déjame... déjame por piedad, no parece sino que te complaces en atormentarme.

Y la mamá se puso a llorar mientras su esposo se dispuso a dejarla sola; y entonces en el colmo de la desesperación la buena señora volvió a gritar:

-¿Conque es decir que no se comprará eso?

-Ya lo ves, añadió el marido con calma; ¡no puede ser!

Salió entonces de la sala, y su esposa se arañó la cabeza para desahogar el dolor que sentía. Mas reponiéndose pronto, sacó una llave del bolsillo y abriendo una cómoda desenterró del fondo de una cajita un antiguo, pero magnífico aderezo, recuerdo de su difunta madre, y lo llevó ligera al Monte de Piedad.

Sus hijas adornaban dos horas después los vestidos de baile con los deseados encajes y se probaban los sombreros con águila, hallándose con ellos muy hermosas.

¡A costa de vergüenzas y sacrificios tales va soportando la clase media el aparente fausto que la desdora y la pone en su último trance!...

Las dos hijas del coronel, infatuadas con la amistad que sostenía su padre con el conde de A*** y creyendo pisar ya regios salones, apenas se dignaban cuidarse demasiado de los trajes con que debían asistir a la tertulia del médico. De día y de noche soñaban con títulos y honores y repetían sin cesar que pertenecían a la clase de la sociedad más noble entre todas, la de las armas. ¿Qué no eran hoy los militares? ¿Qué no lo fueron en los antiguos tiempos? ¿Podía ninguno decirles yo soy más?

-Mamá -murmuraban aquella tarde-, ¿cuándo piensa papá presentarnos en casa del conde? Si supieras qué aburridas estamos de la empalagosa sociedad de las de Hacienda, que creen, ¡infelices!, valerlo todo cuando se hallan a merced de los gobiernos que pueden darles o quitarles los medios de vivir... Además, ¿no es ya vergonzoso que estemos reducidas a frecuentar la sociedad de un médico y de un abogadillo?

-Lo comprendo, hijas mías, pero no se puede romper de pronto con antiguas relaciones: al fin, en su casa pasábamos alegremente las noches cuando vuestro padre era teniente y no recibía yo más que sonrojos de las capitanas y comandantas. Poquito a poco las iremos dejando cuando vuestro padre sea teniente coronel efectivo.

-¿Qué falta ya para eso?

-Que lo sea.

-¡Válgate Dios...! Pero, mamá, es un tormento sufrir a esas médicas que tienen la medicina por la más honorífica y útil de las ciencias mientras se atreven a decir insolentemente, porque se lo han oído a cierto abuelo suyo, que el arte de matar, así llaman a la carrera del ejército, debiera ser tenida por la más ínfima de todas.

-¡Necias que son! La ignorancia... ¡ya se ve!

-Pues las del abogado tampoco cesan de encarecer, cual si quisiesen contradecirnos con ello, que no existe nada igual a la carrera de jurisprudencia. ¿Qué fuera del mundo, dice la madre con aplomo, si no hubiera quien hiciese justicia a los hombres? Se despedazarían unos a otros como las fieras. Pero les respondo, confundiéndolas, que si no hubiese ejército casi no podría haber mundo; porque, ¿quién había de defender los territorios y las haciendas y las naciones?

-Muy bien dicho, hija mía, perfectamente dicho, Dios te conserve la inteligencia que te ha dado. Y tú, Margarita, debías aprender de tu hermana a salir en defensa de los militares.

-¿Para qué, mamá, una vez que tienen ellos espadas...? Pero ¡cuánto deseo que llegue el día de mañana! Será una delicia recorrer el Prado, casi todas vestidas de azul... ¡qué bello efecto! La modista ha dicho que las damas de palacio y toda la aristocracia vestirá mañana de ese color y llevará sombreros con águila. Es una especie de obsequio indirecto que el pueblo de Madrid quiere rendir a ese personaje a quien tanto admira. Muchos elegantes calzarán también altas botas de color azul, aun cuando ningunas podrán imitar la sin igual belleza de las del duque.

Sintióse en aquel momento ruido de pasos por la escalera, y exclamó una de ellas:

-Es papá... le conozco en la manera de pisar, alguna noticia nos trae.

-¿Le habrán dado ya la efectividad? -repuso la madre levantándose para salirle al encuentro con sus hijas.

Y en efecto era el teniente coronel, que entró agitado diciendo:

-Venid... venid, si queréis verle, dicen que acaba de entrar en el Retiro... un coche nos espera.

Mas cuando llegaron al Retiro, que se hallaba lleno de gente, de sol y de pajarillos que cantaban deliciosamente entre los árboles, ya no estaba el duque.




ArribaAbajoCapítulo XIV

-Tres bellas hurís esperan a mi dueño -dijo Zuma al duque cuando le vio llegar.

-¡Tres! ¡Oh, mudanza!... ¿esperan juntas?

-No estamos en Oriente, amo mío; cada una en su aposento.

-Digno eres de servirme. ¿Sabes quién son?

-Una es la juguetona criolla, tan enamorada de su ardiente país como del más magnífico de los hombres.

-No soportaré siquiera por rival el amor de la patria. ¿La otra?

-Es aquella que ama hasta el aroma que llevo de vos en mis vestidos: la que tiembla cuando alguna mirada se posa en ella como tiembla una yerbecilla cuando las aguas quieren arrebatarla al pasar, la del abanico, en fin...

-¡Ah, la marquesita de Mara-Mari! Vendrá a decirme que me vigilan nocturnos espías, o a saber su horóscopo. ¡La lánguida niña es tan dada a la magia cuando se trata de su sensible corazón!... Y ¿quién más?

-Aquélla de los treinta años cuya regia belleza es comparable al sol de mediodía.

-En efecto, la condesa Pampa no tiene rival en el brillo deslumbrador de su radiante majestad. Pero ¡ay!, existen corazones más duros que el pedernal. Condúcela al invernadero y dila que he llegado.

-¿Y a las otras?

-Que llegaré muy pronto.

-¿Haré vibrar cerca de su oído las cuerdas de mi bandolín para entretener su inquietud?

-¡No en vano has nacido en Oriente! Mas, sea: cántales aquella canción que dice:


Como la flor del mirto es la inocencia;
el soplo más ligero se la lleva.

y la otra que concluye:


Sobre la ardiente arena del desierto,
me sigues paso a paso,
cual sediento camello,
de misteriosa fuente sigue el rastro.
¿Quieres beber la hiel de mis desdenes,
mujer a quien no amo?
Dime, ¿por qué me buscas,
si nunca te he buscado?

-Amo y señor, -repuso el moro inclinándose profundamente,- mi voz temblará al entonar esa canción que el más cruel de los hombres dijo a una desgraciada cuanto hermosa mujer. ¡Es tan compasivo mi corazón!...

-Pero la compasión no niega la verdad ni excluye el buen consejo.

-¡Obedezco!

Zuma condujo a la condesa Pampa al invernadero en donde flores desconocidas y hermosas ostentaban vivos colores y exhalaban acres y penetrantes aromas capaces de producir el vértigo. La alta y bella figura del moro armonizaba perfectamente con aquellas plantas gigantescas y quizá hubo de notarlo al punto la condesa con rápida e inteligente mirada.

Parecía, no obstante, exclusivamente ocupada en contemplar las flores, algunas de las cuales iba cortando Zuma y haciendo con ellas un artificioso ramo, que le presentó después doblando en tierra una rodilla y colocando una mano sobre el corazón.

No sabemos si por la mente inquieta de la condesa pasaría entonces rápidamente y semejante a un sueño la novelesca historia de alguna noble cristiana y un aguerrido musulmán; pero es lo cierto que fijaba sus ojos con curiosidad e interés sobre el semblante del moro, semblante traidoramente bello a la manera que el de Don Juan de Byron.

-En nombre del más admirable señor de la tierra -le dijo él con aquella ampulosa y pródiga magnificencia de lenguaje que le era propia-, y, si me es permitido, en nombre también del último de los esclavos -añadió-, me atrevo a ofreceros este ramo que en el lenguaje de las flores quiere decir Sultana del paraíso.

-No puede dejar de aceptarse tan delicado presente, mas... dime, moro, ¿los esclavos en tu patria son todos tan galantes como tú?

-Todos, tratándose de una reina tan hermosa como vos.

-¡Y se atreven a llamaros salvajes! Pero, dime, ¿dejarías el servicio del duque por el mío?

-Preguntadle a una madre si consentiría en abandonar a un hijo para seguir a otro.

-Moro, o eres artificioso en demasía o amas mucho a tu dueño.

-Le amo como a serme permitido os hubiera amado a vos.

-¡Oh!... ¡basta!... y él, ¿a quién ama?

-¡Él, señora! Su corazón y su pensamiento son una inmensidad en donde la más penetrante mirada no encuentra límites. ¿Quién sabe lo que hay allí? Pero va a llegar, señora... ¡adiós!

Alejóse entonces Zuma no sin haber acercado antes sus dedos al borde del vestido de la condesa y besádolo con apasionada vehemencia, y la condesa se quedó sola un momento pensando en las veleidades de su corazón, en el moro y en el señor más magnífico de la tierra. ¡Desgraciados aquellos que todo lo ambicionan y nada les basta!

Sintiéronse a poco unos pasos sonoros, percibióse un perfume aún más punzante que el que exhalaban las flores y una viva claridad azul anunció que se acercaba el duende que traía revuelta la corte y sus alrededores, sin excluir la Corredera del perro.

La condesa se estremeció toda y mudó de color, no olvidándose, sin embargo, de arreglar con gracia los pliegues del vestido. El duque, que la sorprendió en esta ocupación, le dijo saludándola:

-Lástima es, condesa, que no sea costumbre colocar espejos en los invernaderos, pero yo aseguro que usted debe parecer hermosa porque Zuma lo ha dicho, y entiende de esas cosas.

-¡Ah! -exclamó la condesa algo confusa-. ¿Zuma ve por el señor duque?

-¡Pts! Algunas veces, sobre todo si Zuma fue visto.

-¡Oh!... no en vano se murmura que esas botas azules son un abismo, así como vuestro corazón -replicó la dama, más confusa todavía y evitando las miradas del duque.

-Y el de usted, señora, ¿no será acaso otro abismo?

-Mi corazón es un corazón sensible, impresionable, quizá demasiado inquieto y nada más.

-¿Nada más? Pues hay bastante con eso para formar tres abismos por lo menos, condesa; uno, de sensibilidad, y he ahí acaso el más peligroso para una mujer; otro de impresiones, quizás más peligroso todavía, y otro, de eternas inquietudes. ¡Señora... quién pudiera medir el fondo de esos tres abismos!

-Nunca lo he pretendido, pero a buen seguro que será lo que suele decirse una pequeñez.

-¿Por qué, entonces, esas ambiciones y deseos que no encuentran término?

-¿Qué sabe el señor duque de mis ambiciones? ¿Por ventura es un mago?

-¿No lo parezco al menos?

-Tanto, que necesita una hacer un esfuerzo para alejar de sí tan loca creencia. Mas ello no es fácil cosa y heme aquí por lo mismo sumida en una duda de la cual sólo usted puede sacarme.

-Pero no lo haré, señora.

-¿Es posible?

-Dicen que es insoportable la duda; pero hay ocasiones en que la certidumbre es más insoportable todavía... ¡infinitamente más! ¿Por qué nos empeñamos siempre en descorrer el velo que oculta algo a nuestros ojos? ¿Sabemos acaso si ese algo es la muerte?

-Que lo sea; ¿no hemos de conocerla al fin? Señor duque, a lo que entiendo pensamos en esto de un modo distinto. Yo sólo encuentro hermoso y sólo amo al rayo de sol que aparece a mis ojos después que se ha ocultado tras de la espesa nube. Sólo me encanta lo desconocido, lo vago, lo imposible... Las más preciadas perlas perderían completamente su valor si pudiesen cogerse entre las arenas como las margaritas.

-¡Funesta pasión, señora! ¡Amar lo que no está a nuestro alcance! Buscar lo desconocido y sólo encontrar hermoso lo imposible, equivale a amar la desgracia, a buscar una sombra y a adorar la nada. Condesa, si es tiempo aún, retroceda usted en tan traidora senda, pues a cada paso que el hombre adelanta por ella se aleja de la razón, de la verdad y del bien.

-¿Qué estoy oyendo? ¿También los magos se han vuelto misioneros? Pero es en vano; yo no habré de curarme de mi pasión por lo desconocido aun cuando el mismo señor duque, a quien tan particularmente estimo, la condene y la llame funesta.

-Quizá lo sea para usted, condesa.

-Terrible augurio...

-No hay que inquietarse... Me agrada a veces darme aires de profeta; pero es seguro que no se cumplirán mis profecías como no esté decretado que hayan de cumplirse.

-Lo supongo, pues no he nacido aprensiva, y, después de todo, séame o no funesta esa pasión que es mi encanto, ¡nada importa! Apenas recuerdo haberme sentido nunca realmente desgraciada y no me pesaría de llegar a serlo una vez siquiera en la vida. ¿No es al fin ridículo no saber una lo que tantos millones de mujeres saben?

-Esas palabras me recuerdan involuntariamente los bárbaros extravíos de los emperadores romanos.

-Sepamos por qué.

-Pienso que en esa naturaleza caprichosa, robusta y mimada por la fortuna, deben existir principios semejantes a los que contenía la extraña levadura con que aquellos fueron formados.

-Gracias, duque. Desde ahora ya no tengo derecho para decir que es usted hipócrita ni galante, y le bendigo por ello con todo mi corazón.

-Amable condesa... ¡Imposible me hubiera sido hablarle a usted en el mismo lenguaje que a las demás! Por ventura ¿no ama usted lo vago y lo desconocido?

-Mi presencia en este sitio lo confirma... Sólo semejante pasión pudo conducirme aquí para contemplar esas magníficas flores nacidas en otros climas y cuyo aroma, a decir verdad, empieza a marearme...

-¿Desearía usted respirar por algunos momentos un aire más puro?

-Lo necesito, que es más. Esos perfumes son demasiado fuertes para una hija de Europa.

-Renuncie usted entonces a que esas pupilas negras se vuelvan azules.

-Renuncio de buen grado. Hasta el presente no me ha ido mal con el oscuro brillo de mis ojos y si en lo futuro siguen siendo negros no lloraré por ello.

-En hora buena, condesa, pues de cualquier manera siempre parecerán hermosos. Dirijámonos entonces hacia el estanque y bajo aquel toldo de hojas gozaremos de una temperatura tan dulce como la que reinaba eternamente en la isla de Calipso. He aquí la gruta...

-Una gruta parece en verdad esa bóveda sombría formada por las espesas ramas. ¡Lugar hermoso es éste para oír historias maravillosas como las que debe saber el señor duque!

-¡Una sola he aprendido, y es la mía!

-Precisamente la que yo escucharía con mayor placer...

-La que no he contado todavía a persona humana.

-Por lo cual sería más interesante para mí. ¡Oh señor duque!... si usted quisiese hacer hoy la felicidad de una mujer que sobre todas las cosas de la vida desearía ver descorrerse ante ella el velo que oculta ciertos misterios, me contaría usted algún episodio de esa historia no revelada a ninguno.

-¡Qué pide usted, señora!... Mis palabras resonarían dolorosamente en esos oídos sólo acostumbrados a las confidencias del amor.

-¿Tan terribles serían?... No importa. Las confidencias amorosas han llegado a cansarme con su monótona dulzura y ya he dicho que no me pesaría de conocer el dolor.

-Hablar de la hiel no es gustarla.

-Abandone usted las excusas, señor duque. Usted ha podido comprender ya hasta qué punto me encanta lo extraño, lo desconocido y lo absurdo si posible fuera, pues bien..., esa sonrisa que vaga de continuo en los labios del duque de la Gloria, ese no sé qué que le rodea me prometen sin duda revelaciones tan ignoradas como los mundos en donde ya ha penetrado su mirada de águila. Por favor, no se burle usted de mi ansiedad, ¿no es esto natural en una mujer como yo al ver tan cerca, sin poder comprenderlo, un misterio, velado entre nubes deslumbradoras como el sol?

-Pero, señora, aquí para entre nosotros, ¿con qué derecho iría usted a penetrar los recónditos misterios que sólo el cielo y yo sabemos y a hacerse dueña de secretos para siempre sepultados bajo la nieve que cubre las estepas de la Siberia, y allá..., en el Cáucaso..., entre aquellas montañas y aquellos abismos tan salvajes como mi corazón?

Al oír estas palabras la condesa se inmutó visiblemente murmurando con trémula voz:

-¡Ay! No me ha engañado el corazón.

-¿Se siente mal? -le preguntó el duque.

-Es preciso que yo sepa eso de las estepas... eso del Cáucaso... ¡Oh! ¡El Cáucaso!... -repuso la condesa, aún más conmovida.

-¿Sin duda ha visitado usted también aquella región casi glacial en donde hasta el alma parece resentirse de la influencia del clima?

-Quisiera que hubiese así sucedido.

-¿Para qué? Hace ya tiempo que desapareció de allí el ave errante que cantaba armoniosamente canciones que ella sólo entendía. Yo la he visto en otros días bajar por las cumbres más altas saludando a las nubes impelidas por el austro y sonriendo hacia el abismo que parecía atraerla con su profundidad tenebrosa. Mas vino después una tempestad, y, arrebatándola en sus alas, aseguran que la condujo a la muerte. En realidad ella la buscaba a cada paso y ese a quien llaman ángel sombrío debía acudir a su voz.

Hablando de este modo, el acento del duque era tan amargo y melancólico, tan sonoro y profundo que se dijera arrancaba su armonía del fondo de un sepulcro.

-¡Oh Dios! ¿Es un fantasma o un ser real? ¿Es él o su sombra? -exclamó la condesa mirándole con interés y con espanto.

Por única respuesta, el gran duque se sonrió de la manera que se sonreía Petchorin, el héroe de cierta novela rusa, y casi fuera de sí la condesa se acercó más a él diciéndole:

-Señor duque... yo sé quién es usted... ¡ay!, conozco demasiado ese espíritu escéptico, ese carácter sensible y áspero a la vez, ese pobre corazón nacido como el mío, ambicioso y descontentadizo. ¡Lo he estudiado largos días cuando no hallaba nada a mi alrededor que me curase del hastío!

-Todo eso me sorprende. ¡Conocerme usted tanto, condesa!... ¡haber estudiado mi corazón por espacio de largos días!... En verdad, no comprendo cómo ni cuándo han podido suceder tantas cosas.

-¡Oh!, señor duque, el genio semejante al sol extiende sus resplandores por el universo. Aquella dolorosa amargura vestida en un raudal de poesía respondía a las quejas de mi corazón como un eco lejano y escuchándole me quedaba dormida, después de evocar una imagen que venía a aparecérseme en sueños, confusa y vaga al principio, conocida y distinta después.

-Pero, señora...

-Fue entonces cuando el caballero de las botas azules apareció en la corte... y al verle le reconocí.

-¡Cosa extraña! ¿Será usted sonámbula, condesa?

-Acaso... pero es lo cierto, señor duque, que yo había visto a aquel hombre, por eso aguardé temblando que se acercase a hablarme; mas desde que oí su voz temblé más todavía... ¡Ay, casi no dudaba ya! La estatua colocada a la entrada de la galería me hizo comprender después que aquel poeta adorado podía tener tanto de Dios como de demonio. Desde entonces emprendí una lucha a muerte con mi pensamiento. ¿Era él o no era él? Al resplandor de esas botas, señor duque, yo veía ese rostro, y lo veo todavía pálido y frío, irónico y delicadamente burlón, como he visto el suyo...

-¿El rostro de quién, condesa? ¿Puede existir algún hombre que se me parezca con tal que no lo haya devuelto el sepulcro?

Volvió a sonreír el duque como sonreía Petchorin y la emoción de la condesa no tuvo entonces límites. Creyendo reconocer en el duque el fantasma de sus locos delirios, cruzó las manos en actitud suplicante, diciendo:

-Señor duque, sufro horriblemente: usted y él son uno mismo, ¿no es verdad? Por salir de tan penosa duda estoy pronta a sacrificar la duda y el porvenir...

-No dispondré de esa vida ni de ese porvenir, señora; ¿sé por ventura quién es el fantasma de quien usted habla?

-¡Usted lo sabe!... Allá en la Rusia ha nacido un poeta cuyos cantos estaban en armonía con su semblante y con su corazón, podía compararse al ruiseñor que busca la noche para dejar oír sus gorjeos, y que sólo en las tinieblas sabe entonar el himno de sus amores. Él era sombra y luz, y al decir ¡no creo!, ¡no amo!, decía a la vez ¡amo y creo!, ¡quiero creer y amar...!

-¡Ah!, basta, señora, la interrumpió el duque sin dejar de sonreír, adivino... usted delira como una pobre enferma, y si quisiese la loca fortuna que fuese yo la sombra de Lérmontov...

La condesa lanzó un grito ahogado al oír este nombre, y el duque prosiguió:

-Si quisiese la loca fortuna que yo fuese la sombra de Lérmontov, le aconsejaría a usted, condesa, que antes de hablar con el mal espíritu de un hombre escéptico y muerto en desafío, se pusiese usted a bien con Dios.

-Lérmontov no ha muerto, señor duque...

-¿Quién lo ha dicho?

-No ha muerto... Usted lo sabe... ¡No me haga usted padecer más!

-Lérmontov nació el año 11.

-¡Pero vive todavía! En fin, señor duque, acabemos. Necesito saber con certeza quién es usted, o seré yo quien realmente muera.

-¿Y si después de saberlo muere usted también?

-Que muera; ¿acaso he nacido eterna?

-¡Oh!, delirios humanos... pues bien, condesa, lo sabrá usted todo, pero con una condición.

-¿Cuál?

-Es muy extraña...

-Sea cual sea, la acepto.

-Será preciso que usted se humille ante mí para besar mis botas antes de haberme oído.

-¡Oh!, ahora mismo...

-Ahora no puede ser: Zuma le dirá a usted cuándo.

-Pero que sea pronto porque voy a sufrir demasiado... ya estoy sufriendo.

-Mejor, condesa.

-¡Mejor!

-Tanto mejor. ¿No deseaba usted conocer el dolor y el sufrimiento?

-¿Quiere usted asustarme, señor duque?

-¡Qué asustar! Valor, señora, no en vano vamos buscando lo desconocido. La espera a usted una sorpresa. ¡Oh, qué sorpresa! Hasta entonces, adiós.

Cuando la condesa llegó a su casa tuvo intenciones de volver otra vez al lado del duque y no apartarse de él hasta saber la verdad.

Zuma, que la fuera acompañando, le había dicho cosas tan terribles y extrañas... Mas cuando una imaginación como la de la condesa va en busca de lo desconocido, no para hasta el infierno.




ArribaAbajoCapítulo XV

La marquesita de Mara-Mari había llorado de impaciencia y de ira al ver la tardanza del duque.

Ella, cuidada como una delicada flor, ella, adorada por los galanes más imberbes quizá pero también los más elegantes de la corte, ella, en fin, la heredera de la nobilísima casa de Mara-Mari y a quien todos servían casi de rodillas, ¡tener que esperar tanto tiempo a un hombre!

El caso era poco menos que increíble.

¡Haberse dignado ir hasta la casa del duque, saber éste que ella le aguardaba y no apresurarse a venir! ¡Infeliz!, ¡mil veces infeliz caballero, si llegaba a amarla!

Cansada la linda marquesa de pasear por la estancia y de morder las sonrosadas uñas, se había reclinado sobre un diván medio ahogada por la cólera, cuando sintió que una puerta se abría suavemente. ¡Al fin se ha acordado de que me encuentro aquí!, pensó la joven suspirando sordamente, mientras su rostro, momentos antes sombrío, tomaba de pronto aquel lánguido aspecto que le era peculiar, aquella espiritual melancolía que la hacía asemejarse a esos ángeles a quienes pintan derramando flores sobre la tumba de un niño.

La hermosa no se dignó siquiera mirar al duque, esperando con aire un tanto altivo a oír sus excusas; mas su admiración no tuvo límites al ver que el delincuente arrastraba un sillón y se sentaba familiarmente a su lado diciéndola:

-Bella marquesa, qué extrañas cosas voy a contarle a usted. Por mi nombre, he visto lo que no pensaba ver.

-Muy extrañas serán, ciertamente, cuando tanto tiempo han entretenido al señor duque, repuso la joven dando a sus palabras un marcado acento de frío desdén.

-Como que la estuve a usted contemplando, amiga mía, mientras usted se creía lejos de toda mirada.

-¡Cómo! -exclamó la joven con temblorosa voz-. ¡Caballero! ¿Se me ha espiado?

-Contemplado he dicho, señorita.

-Es lo mismo, señor duque; eso es indigno...

-¿Por qué, marquesa? ¿Quién no se goza en contemplar belleza?

-Porque yo estaba sola... y...

-¿Y qué? «Cuando estés solo, haz lo mismo que harías si no lo estuvieras...». Por mi parte tengo siempre presente esta máxima y pienso que una dama nunca la olvida. Además, no era ésta una habitación reservada en donde mis ojos pudiesen sorprender traidoramente secretos de mujer: en fin, marquesa, ¿por qué fijarse en tales nimiedades? Sabido es que impertinentes miradas vienen de cuando en cuando a perturbar nuestro sosiego y que todo en la vida es lodo y miseria, todo farsa y mentira. ¿Qué hacer, sin embargo, si esto al fin no tiene remedio? Resignarnos con nuestras propias flaquezas y no enojarse a cada instante una vez que todo es en vano.

-¿A qué viene eso, señor duque?

-No nos apresuremos, bella marquesa; rodando, rodando, llegaremos al fin. ¡Qué mundo este, amiga mía! No hace mucho que yo me hallaba contemplando en dulce éxtasis la más pálida y bella de las criaturas, la que como una flor de débil tallo se creería que va a romperse al menor soplo, la que parece, en fin, cándida como las azucenas cuando de repente la he visto convertida en una mujer de pasiones violentas, altiva, llena de sí misma, implacable, colérica y vengativa como el mismo rencor. Lleno de sorpresa, consulté entonces al horóscopo para que me revelase los secretos que encerraba la existencia de aquella mujer... y el antro de su corazón apareció a mis ojos semejante a un abismo...

-¡Señor duque! -exclamó la marquesa inmutada-, yo no he venido aquí para oír historias de magia, sino para hacer una revelación salvadora.

-Gracias, marquesa, sé lo que usted tiene que decirme porque nada pasa en la corte que se oculte a mis ojos. Lo que de mí se piensa y se murmura; las asechanzas de que soy objeto; las inquietudes que despierto en cada corazón, todo lo veo claro y distintamente. ¿Para qué, pues, hablar de eso? Al fin proseguiré tranquilo mi camino, y sin pedir permiso a ninguno haré que mis botas sean el tormento y la dicha de los curiosos que van en pos de una luz que les ha de dejar entre tinieblas. Dejémonos, pues, de tales cosas, y ocupémonos únicamente de lo que ha dicho el horóscopo.

-¿Qué me importan a mí las revelaciones del horóscopo, caballero?

-¿Qué imaginación juvenil no se encanta con ellas? La marquesita de Mara-Mari ha pretendido más de una vez leer su destino en el fulgor de las estrellas, y en verdad que esas hermosas hijas de la noche se le han mostrado siempre propicias. ¿No es verdad?

-¿Para qué interrogarme? ¿No lo sabe usted todo?

-¡Todo!

-¡Hombre afortunado! En ese caso, señor duque, nada tengo que hacer aquí. Mi sacrificio ha sido inútil, y sólo siento haber importunado con mi presencia a un ser tan sublime que para nada necesita de sus semejantes. ¿Será que un nuevo Dios ha aparecido en el universo?

La marquesa había pronunciado estas palabras con sonrisa irónica y nerviosa mientras se disponía a alejarse; pero el duque, con una naturalidad llena de gracia, le dijo:

-¡Oh, el orgullo de la raza! Pero crea usted, marquesa, que todo ese aire de altivez y todo ese enojo son un recurso inútil para mí. Desde que he prescindido de mi propia vanidad, desde que he abandonado mi amor propio entre el lodazal de antiguos recuerdos, las demás vanidades y orgullos de la tierra no han conseguido más que hacerme reír con su hinchada figura. En fin, marquesa, esa actitud altiva y un tanto cómica no es bastante para ocultar a mis ojos lo que pasa en ese corazón.

-¡Vamos!, el señor duque pretende sin duda que yo le rinda culto como a una divinidad suprema, que me prosterne a sus pies adorando su inmensa sabiduría, que le pida la revelación de mis propios secretos. ¡Qué insensatez, caballero! No, señor duque, ¿qué me importan esa sabiduría y esos misterios?

-¡Calma, por Dios, marquesa! Veo que se impacienta y se irrita usted porque no quiero rendirme ante tanta arrogancia y tanta belleza. Mas ¿puedo hacerlo acaso cuando el horóscopo me ha revelado que aquella mujer a quien he visto convertirse de azucena en serpiente no conoce el amor, y que ese dios muchas veces cruel, siempre implacable, que todo lo sacrifica a sí mismo, el dios de los ricos, el capricho, ha tomado asiento en su corazón?

Muda quedó la marquesa al oír estas palabras, y semejante en su actitud a la leona que vacila en arrojarse sobre un poderoso enemigo; mas él prosiguió sin detenerse:

-Usted me asombra... ¡Oh, pues el horóscopo me ha revelado cosas más terribles todavía! Esa mujer, vana como la misma vanidad, no se contenta con ser adorada por los jóvenes más ricos y elegantes de la corte, sino que con sonrisas de diosa despierta en el corazón de sus servidores pasiones envenenadas que renovándose cada día no pueden verse jamás satisfechas. No hace tres meses que un desgraciado joven, de esos a quienes una suerte adversa arroja como un despojo en medio del camino para servir humildemente a los que acaso sirvieron como villanos a sus nobles antepasados, después que una pasión maldita se cebó en su pecho fue a expirar tísico a su país bendiciendo la mano traidora que le arrancaba la vida. Pues bien, ella se sonreía en tanto dulcemente al saber que aquella infeliz víctima moría pronunciando un nombre.

La marquesa con las manos crispadas adelantó un paso hacia el duque murmurando con lengua balbuciente:

-¡No tengo fuerzas!... pero la venganza será tan grande como el ultraje.

-¿Qué ultraje, amiga mía? -repuso el duque con candidez-. ¿Ha osado nadie negar que la marquesita de Mara-Mari es bella como la misma aurora? Pero que esa mujer cuyos secretos me ha revelado el horóscopo es asimismo pérfida y vana, que se goza en el tormento de los que la adoran y que hubiera hecho resucitar el culto de los ídolos para ser la diosa del mundo, que hubiera, en fin, recibido propicia sangrientos holocaustos, todo esto también es verdad, marquesa.

-Y si lo es, ¿qué tiene que ver con ello el señor duque? -prorrumpió al fin la de Mara-Mari semejante a una furia-. ¿Con qué derecho se atreve a insultarme... ¡a mí!, que soy servida de rodillas, que desciendo de regia estirpe, que...

-Que me he dignado ir sola a visitar al duque de la Gloria -le interrumpió éste riendo.

-Y me lo echa en cara: ¡qué horror!...

-¿Por qué no, señorita? -continuó el duque implacable-, ¿por qué no, si esto no deben hacerlo las mujeres que descienden de regia estirpe?

-¡Ah, me muero!... -gritó entonces la joven marquesa cayendo sin sentido.

El duque le roció el rostro con agua, y salió de la estancia diciendo: ¿Por qué, musa, me obligas a ser tan cruel? ¿Tiene ella acaso toda la culpa?, ¿no le han enseñado desde niña el exclusivo aprecio y la estimación de sí misma y el más altivo desdén hacia los demás? Sin embargo... ella ha pecado; ella ha hecho morir de amor a aquel infeliz joven, y yo no la he matado todavía... Duro ha sido el castigo, pero más dura ha sido la falta.

¡Musa mía, adelante!




ArribaAbajoCapítulo XVI

¡Qué aspecto nuevo y deslumbrador presentaba el Prado el domingo por la tarde, qué mágica y extraña perspectiva!

El cielo estaba completamente azul; ráfagas de un viento suave oreaban de cuando en cuando graciosamente hojas, velos y cintas, y flotantes y leves faldas ondulaban por donde quiera en grata confusión: no de otra manera el mar cuando al caer de la tarde se agita suavemente acariciado por las brisas.

Desde que la raza de Caín se extendió por la tierra, nunca como aquel día habían rendido los hombres tan ciego culto a la moda, ¡loca deidad que se hará adorar por ellos hasta la consumación de los siglos! El mismo Hoffmann, al contemplarlos con aquel atavío, superior sin duda al de las muñecas pintarrajeadas y al del caballero que andaba con pantuflos sobre la nieve, hubiera comprendido que los caprichos de los hombres exceden muchas veces en su realidad a cuanto la más ardorosa y creadora imaginación haya podido soñar de extravagante y de fantástico.

Si habéis seguido alguna vez con la mirada esas ligeras nubes que, voltejeando en el espacio, ya son castillos, ya piñas de oro, ya extraños monstruos que hacen pensar en remotas edades o en mundos ignorados, podréis formaros una pequeña idea de lo que parecían aquella tarde las mujeres. ¡Ay!, ¿por qué permite el cielo que esas criaturas tan hermosas nazcan algunas veces feas y que la moda venga a desfigurar sus naturales encantos con novedades traidoras a toda belleza?

Vedlas luciendo el alto y revuelto peinado llamando montaña alpina, sobre el cual un disecado aguilucho tiende las nevadas alas y posa el encorvado pico cual si fuese a dormirse embriagado por el aroma que exhala su nuevo nido.

El talle de cada mujer luce estrechamente ceñido bajo las celestes ravi-moras, chaquetillas cuyo nombre está en perfecta armonía con su corte extraño: multitud de cascabeles sirven de adorno al vestido formando caprichosos dibujos, y los pabellones de la trasparente falda, entre cuyos pliegues parecen juguetear los amores van recogidos con grandes botas azules que sustituyen a los broches de oro, a los elegantes camafeos y a los medallones de pasamanería.

Pero, ¿qué diremos de ese otro sexo, no vano, no ligero, no inconsecuente y frívolo como la mujer, sino fuerte, grave y majestuoso como la misma nobleza?

¡Ay! Ellos como ellas, pobres hijos del pecado, ¿de qué se envanecen? Al menos por esta vez no pudieron echarles en cara -a las que, pese a sus defectos, son el encanto de la tierra- sus fútiles y vanas inclinaciones.

En donde desde antiquísimos tiempos han ocupado los botones su puesto dignamente, llevaban entonces cascabeles; en vez de corbata lucían aves disecadas cuyo corvo pico parecía protestar contra tan ridículos antojos y la holgada campana de una hermosa bata azul -mas no trasparente y luminosa como las del duque- se levantaba hasta sus rodillas sobre el ajustado pantalón insultando al verano.

El cuadro era en verdad sorprendente. ¡Qué bella uniformidad en el conjunto, qué armonía en los detalles, qué novedad en la forma! Suspensa se hallaba aquella multitud en la contemplación de sí misma; todo era animación, todo alegría, y muchos de los que pasan su existencia ocupados en vestirse con arreglo al último figurín no cesaban de repetir que los cascabeles eran el adorno más bello de todos los adornos y que los aguiluchos disecados hacían mucho mejor efecto sobre las cabezas de las damas y sobre los diminutos sombreros-duque que las aves del paraíso y los hocicos de conejo.

-¡Gracias al cielo! -exclamaban algunos con ferviente entusiasmo-; ¡ésta es la primera vez al cabo de largos años que España no ha tenido que mendigar una moda al infierno de París!

Sólo faltaba para que el cuadro fuese verdaderamente magnífico que el que lo había inspirado viniese a realizarlo con su presencia; ¡era ya tan tarde!

Mas, ¿qué carruaje es aquel que se acerca?

Todos se conmueven: sin duda es él que llega al fin, ¡ya era tiempo, en verdad! ¡Oh!, cómo va a sorprenderse al contemplar... Pero, ¡Dios santo!, la portezuela se abre y en vez del magnífico duque aparece una mujer.

Un pobre vestido de lana oscura se ciñe a su cuerpo como una túnica y un sencillo velo le cubre la cabeza. Creyéranla alguna viuda indigente que viene a implorar la caridad pública si no se viese brillar en sus cabellos una herradura de oro cuyos brillantes valen una fortuna. La sorpresa de cuantos la contemplaban no pudo ir más allá cuando reconocieron en aquella mujer a la gran señora de Vinca-Rúa.

Seguida de sus lacayos, atravesó el Prado con aire modesto, casi humilde, y después de haber dado una vuelta por el salón volvió a entrar en el coche, no sin haber dirigido antes una mirada de descontento en torno suyo. ¡Es que sus ojos no habían distinguido al gran duque! ¡Tampoco esta vez pudo conseguir lo que tan ardientemente deseaba!

En tanto, todos leían con asombro un impreso que otro de sus lacayos acababa de repartir entre lo más escogido de la nobleza y en el cual se leía:

La señora de Vinca-Rúa suplica a sus conocidos y amigos se dignen asistir a la reunión que dará desde mañana en su casa bajo el título de Tertulia económica del trabajo. Demanda este favor en nombre de las buenas costumbres, casi olvidadas, a fin de dar buen ejemplo a las clases pobres y hacer que la verdadera nobleza vuelva a marchar por el virtuoso sendero que le han señalado sus ilustres antepasados.

La sorpresa que su lectura produjo en tanto fashionable poseído de la elegancia y novedad de su traje, no puede describirse.

Hubo risas, tumulto, olvidóse por un instante al duque de la Gloria, y el mayor desorden se extendió por el salón. Los aguiluchos, los cascabeles y las trasparentes faldas con sus botas azules iban y venían en todas direcciones formando un laberinto extraño y una confusión admirables. ¡Oh, año 3000! Tú no sabrás nunca las maravillas que cierto duque ha hecho en cierta corte, a la cual, sin embargo, te atreverás a llamar bárbara. ¡Osado charlatán!

Cerró por fin la noche, y como el esperado no apareciese, aquello que ya podía decirse mar turbulenta se deshizo y tornó cada aguilucho, no a las altas regiones a donde eleva el gigantesco vuelo, sino a la elegante sombrerera que se le tenía destinada.

Las hijas del médico, las del abogado, las del empleado en Hacienda y las del teniente coronel, se retiraron también a sus casas, disgustadas de no haber sido envidiadas las unas de las otras y muy descontentas de no haber visto al duque.

Cuando se hallaron reunidas en la tertulia, no acertaron a hablar sino de los sucesos de aquella tarde memorable. Las del teniente coronel decían en voz baja, al oído de su madre, que si su padre las hubiese presentado ya, como debía, en casa del conde, se hallarían cansadas de ver al caballero de las botas azules, y no se quejaban menos las de Hacienda al verse precisadas a frecuentar una sociedad a donde no iban los duques.

-¡Qué hay que hacerle, hijas mías! -respondía la madre, mordiendo desesperadamente los labios-. Vuestro padre me dejará morir antes de hacer que le nombren director. El desgraciado apenas acierta a manejar algunos negocios de escribientillo mientras nos lleva atadas al carro de su infortunio. Hijas mías, libraos de enlazar vuestra suerte a la de ninguno que no se halle ya en sus plenos derechos de hombre de buena sociedad.

-Explíquese usted más claramente, mamá.

-Yo me entiendo, hijas. ¿Podemos llevar nunca, si no es por mis sacrificios, adornados los vestidos con encajes o salpicados de grosellas, de uvas, o de gusanillos de luz? ¿Puede vuestro padre arrastrar siquiera un miserable coche? Pues bien, a esta clase de hombres debiera la sociedad condenarlos al celibato.

Con éstas y otras conversaciones sostenidas a media voz hallábase el salón casi en silencio cuando en la cercana antesala se oyeron resonar pasos acompasados y sonoros. Dijérase que unos tacones de vibrante metal herían el suelo con sigilosa precaución.

Todas las miradas se volvieron hacia la puerta. Un secreto presentimiento hacía latir aprisa cada corazón. Aquellas pisadas tenían tan extraño sonido...

-¡Tris!... ¡tris!... ¡tris!...

-¿Quién podrá ser? ¡Qué ruido singular! Veamos. ¡Ah, sorpresa inesperada! ¡Es él!

¡El duque de la Gloria acababa de presentarse en la puerta!

La alegría mata como el dolor; así poco faltó para que damas y caballeros se desmayasen con tan inesperada novedad. Sólo se veían allí rostros pálidos y llenos de emoción.

La señora de la casa en vano quiso pronunciar en los primeros momentos algunas palabras para recibir a la enormidad que acababa de presentarse ante sus atónitas miradas.

-¡Sin duda me he engañado! -dijo el duque pausadamente y sin pasar de la puerta.

La señora de la casa hizo entonces un supremo esfuerzo para salir de su estupor y adelantándose hacia el duque con vacilantes pasos dijo, acompañando sus palabras con la más fina, risueña y atenta de las sonrisas:

-Es aquí, caballero... aquí mismo... Sírvase pasar adelante el señor duque... sentimos una profunda satisfacción al verle...

-Gracias, señora -repuso aquél-, mas me he engañado, estoy seguro de ello.

-¿Buscará el señor duque a los del cuarto de la derecha? -preguntó la mamá de las del abogado levantándose.

-Sin duda pregunta por papá -añadió en voz bastante alta la del teniente coronel.

-¡Qué petulante y qué necias! -dijo a su vez la de Hacienda torciendo el gesto-; había el duque de ocuparse de ellas. A no ser que tenga algún asunto en Hacienda... y que...

El caballero de las botas azules repuso entonces:

-Venía buscando una reunión de familias modestas y de mediana fortuna, mas, a lo que entiendo, me hallo entre personas de la más alta sociedad.

-¡Oh caballero! -exclamó la señora de la casa sin poder ocultar su satisfacción-, es usted muy amable al calificarnos de ese modo y sólo siento que mi esposo, médico muy conocido, no se halle aquí en este momento para...

-¡Médico! -repuso el duque con admiración.

-El inventor de las píldoras cartelarias a las cuales ninguna enfermedad se resiste... Yo le daré al señor duque una cajita para que juzgue de su eficacia.

-Agradezco la atención, señora, pero precisamente yo suelo también administrar en píldoras varios medicamentos muy saludables.

-¡También el señor duque! Las píldoras que ha inventado mi esposo están premiadas.

-Las mías no, señora; mas, a pesar de eso, mis enfermos toman cuantas les receto.

-¡Oh!, se hallarán convencidos del talento y penetración de su médico.

-Quizá...

-¡Qué mujer más impertinente! -murmuraban las otras-. Sólo sabe hablar de su marido y de sus píldoras: esto hace daño...

-Señora -siguió diciendo el duque-, pienso que usted se digna chancearse conmigo, lo cual me lisonjea, mas, como me urge el asunto que aquí me ha traído, preciso retirarme para buscar en otra parte lo que en esta distinguida reunión no podría encontrar.

-Hable usted, caballero, hable usted... ¿quién sabe si hallará aquí lo que desea? Está usted en su propia casa y nos conceptuaríamos muy honrados en servirle...

-Imposible, señora, voy en busca de modestas jóvenes que necesiten ganar con el trabajo de sus manos algunos miles de pesos para ayuda de la dote.

-¡Miles de pesos! -murmuró la señora de la casa con interés-. ¿Qué trabajos, pues, serán ésos? ¿Pueden saberse?

-¿Para qué, señora? Las condesas no necesitan de esas cosas... ni tampoco las ricas y así...

-Es que nosotras no somos condesas, ni podemos llamarnos ricas.

-¡Mire usted qué salida! -replicó en voz baja la de Hacienda.

-¡Vaya!, no puedo comprender por qué se empeña, señora, en querer aparecer a mis ojos una cosa que no es.

-Pero, señor duque, ¿por qué se ha imaginado usted que se le engaña? ¿Podríamos permitirnos semejante libertad?

-Pues bien, ya que usted se empeña, hablaré, si bien convencido de que será en vano. ¿Querrían estas señoritas calcetar doscientos gorros de dormir, hechos con merino y listas de seda a seis duros el par?

-¡Jesús... qué horror!... ¡Nosotras calcetar gorros! ¡Trabajar por dinero como si fuésemos miserables obreras!

Estas palabras, acompañadas de desdeñosas sonrisas, resonaron de repente en los cuatro ángulos del pequeño salón; todos se habían escandalizado de la proposición del duque, que repuso enseguida:

-He aquí como tengo razón. Yo venía buscando algunas modestas jóvenes de la clase media, de esas que sin dejar de ser señoritas saben pensar en el porvenir, no desdeñándose de aumentar con el trabajo de sus manos su pequeña dote: mas desde que he entrado en este sitio comprendí que me hallaba entre personas de la más elevada esfera, a las cuales mi proposición hubiera parecido una afrenta, como acaba de suceder.

-No porque no seamos condesas nos ofendemos, caballero -dijo la señora de la casa con cierta altivez-. No necesitamos trabajar para comer: Ya le he dicho al señor duque que soy la esposa del señor Cartelí, médico muy conocido en la corte...

-¿Por qué, entonces, ese enojo, señora? -le replicó el duque, mientras todos le miraban con cierto aire de asombro y de indignación-. Si su esposo de usted fuese un médico, como se me quiere hacer creer... ¿acaso el médico no trabaja para ganarse la vida? ¿No trabaja el abogado, el empleado?... Pero concluyamos, señora condesa -añadió el duque con cierto aire confidencial-, si un médico, un abogado o un empleado cualquiera desplegase en su casa tan fastuoso boato, podría decirse de él que hacía pagar demasiado caro a la Hacienda, a sus clientes o a los enfermos lo que los unos llaman ¡mi trabajo!, y lo que los otros dicen ridícula y pomposamente ¡mi ciencia!, palabras con las cuales, mientras se toleren los abusos, seguirán saqueando y vaciando la bolsa ajena muchos hombres que se dicen honrados.

-¡Caballero! ¡Esas palabras! -exclamó alguno entre dientes-; ¡qué insulto!, esto es insoportable...

-¡Jesús!..., yo me ahogo de indignación -exclamaron muchas mamás.

-¡Sin duda está loco! -murmuraba temblando algún fashionable al oído de las irritadas señoras... El duque añadió entonces con el aire más natural:

-¿Pertenecerán ustedes realmente a la clase media? Pues en ese caso, señoras, ¿por qué no querer calcetar gorros de dormir cuyo par da de ganancia seis duros? ¿No trabajan sus papás? Pues trabajen ustedes también, señoritas, y déjense de esas apariencias de riqueza que ocultan una miseria vergonzosa y un orgullo tan ridículo como inútil.

-Salga usted inmediatamente de aquí, caballero; salga usted -prorrumpió la señora de la casa.

-¡Oh! Con mucho placer... jamás me han gustado los oropeles... ¡Que no estuviese aquí mi amigo el misionero!

Y el duque se alejó riéndose de tal modo que muchas de las señoras rompieron a llorar de cólera, mientras decían los caballeros con un furor que ocultaba su miedo y su despecho:

-¡Insolente! ¡Conspirador!... ¡Pero a pesar de sus botas azules le buscaremos y le desafiaremos!...




ArribaAbajoCapítulo XVII

-Vamos, Perico, vamos a casa de Ricardito Majón para que nos dé un consejo y nos guíe que, como aún me decía la tarde anterior a la de nuestra desgracia con aquel pico de oro que Dios le ha dado, pues nunca le he oído pronunciar, como a otros muchos, Madrí, salú, ciudá, sino ciudad, salud, Madrid, y a este tenor cortadita y arreglada cada palabra como lo ordenan la gramática y el diccionario, de todo entiende hoy día un maestro de escuela, porque han llegado a ser los civilizadores del mundo.

-Calla, Dorotea, no me digas tal cosa que yo con mi corto entender pienso al revés, que nunca servirán sino para lo que siempre han servido, y es para enseñar a los niños el a e i o u, y un poquito de otras cosas, que a tener yo tiempo también se las enseñara.

-No blasfemes, Perico, que siempre has sido más testarudo que una cabra, y atiende que deprimes mi digna profesión. Vamos, como te decía, a casa de Ricardito Majón y ríete del abogado que no sabe hacer más que cobrar consultas, y de los que, porque escriben en periódicos y componen libros y novelas impías, se creen sabios consumados cuando ignoran muchas veces lo que es sintaxis, prosodia y ortografía, aritmética, geografía y otras ciencias que los maestros de escuela saben manejar como si fuesen habas contadas.

-¡Grandes cosas me cuentas!... De sintaxis y prosodias está lleno el mundo desde que nació mi tatarabuelo, y también yo las manejara si hubiera querido, porque aprender, querida, también aprenden los loros si les enseñan. ¡Ay!, ¡si consistiese sólo en eso el busilis del talento! Pero el caso está en discurrir bien y con provecho.

-¡Como si no discurrieran ellos!... y mucho que discurren y de todo... Tengo leído cada décima y cada cuento en verso, no hablando de amoríos y otras cosas profanas, sino útiles y morales, que me parecía estar oyendo las santas letanías. El mismo Ricardito, sin ir más lejos, me leyó casualmente la otra tarde unos versos que hizo en honor de su director, los cuales, de bonitos que son, se me quedaron en la memoria algunos de ellos, y dicen así:


Son los maestros de escuela
orgullo de los humanos,
que a los hombres enseñamos,
aun antes que echen las muelas.
Educación, artes, ciencia,
todo a nosotros lo deben,
y con esto saber deben
que somos por excelencia.

Había muchos más que no me es posible recordar, pero todos eran a cuál más bonitos y bien cortados.

-¡Qué han de estar bien cortados y qué han de ser bonitos! Mejores los hace Perico el ciego, pues por lo menos tienen gracia... pero, sobre todo, mira qué me interesa a mí cuando tengo el corazón triste como la noche, que hagan o no hagan versos bonitos los maestros de escuela.

-¡Vaya! ¡Si siempre he dicho que con hombres sin instrucción no se puede hablar! Sea como quiera; si tú lo rehúsas, me iré sola a casa de Ricardito Majón a ver lo que me aconseja que hagamos con la muchacha y el caballero de la capa negra, que ya ha pasado día y medio después del lance, y no nos hemos movido todavía siendo de tanta necesidad. Bien que el asombro y la pena no nos lo han permitido, así como al pobre Melchor que no sé cómo se encontrará.

-No me hables de él, pues hasta vergüenza tengo de tropezarle. ¿Y la chica? ¿Qué hace esa descorazonada que en tales aprietos me pone, y a quien no quiero ver por temor de matarla? ¿Se ha vuelto más pálida de lo que estaba?

-¿Que si se ha vuelto más pálida? Yo tampoco puedo mirarla a la cara sin sentir mareo; pero una vez que descuidadamente se me volvieron hacia ella los ojos, me pareció más blanca que el lienzo que en la mano tenía, ni más ni menos que si ya se encontrase entre la cera.

-Dorotea... no me digas más, que se me vuela el sentido. Vamos, ya que te empeñas, a casa de Ricardito el salchichero, a ver si nos da remedio para salir de este trance y volverle la vida a esa mozuela; pues, por mala que se haya vuelto, no puede uno verla morir en la flor de sus años.

Ricardito Majón era todo un señorito desde los pies a la cabeza y ni pizca se le conocía que hubiese estado a punto de hacer embutidos como su padre. En casa vestía siempre de bata y gorro de terciopelo, enseñaba a los niños con tono doctoral y frases escogidas entre las más celebradas de los antiguos y modernos filósofos y estaba siempre dispuesto a sostener contra el mundo entero el digno pabellón de los maestros de primera enseñanza. Por medio de incontrastables razones sabía probar que ellos son los que están más al alcance de las ciencias, así como también que su misión es la más digna, la más alta, la más respetable del mundo. Ricardito Majón era, en fin, uno de esos maestros a la moderna, orgulloso de su título, y está dicho todo.

Hacía versos, entendía de leyes, discutía sobre política, moralizaba con el cura, era fuerte, sobre todo, en historia, y jamás, aun cuando se tratara del misterio de la Santísima Trinidad, dejaba de decir, arreglándose la corbata:

-Sé de todo un poquillo y me hallo bien enterado en esa cuestión.

Arrellanado en su sillón, como un banquero, oyó con aire grave y pensativo. cuanto le dijo doña Dorotea, a quien él tenía en grande estima por ser esta señora una admiradora de sus talentos.

-Amiga, mía -repuso con aire doctoral cuando aquélla hubo concluido-, el caso es grave y de seguro no hubiera acontecido lo que aconteció si usted me hubiese enviado la niña para que yo la instruyese convenientemente... No; no es que yo dude de que usted la educase como debía, que si directoras conozco dignas de serlo ocupa usted entre todas el lugar preferente; pero, doña Dorotea, como los maestros de primera enseñanza manejamos hoy día cierta clase de estudios ya morales, ya científicos que abarcan toda clase de conocimientos en la esfera social e intelectual, etcétera, y que usted no ha podido adquirir todavía, con ellos y con mi táctica habría conseguido sin el menor esfuerzo irle abriendo los ojos a Mariquita para...

-¡Ave María Purísima! ¿Qué está usted diciendo, Ricardito? Eso es precisamente lo que yo no quería y que desgraciadamente nos sucedió. Por cerrárselos bien cerrados, sí que diera yo las minas del Potosí que ahora poseyera.

-Y dígame usted, respetable amiga: una persona ciega, ¿puede saber adónde la llevan?

-¿Y para qué necesita saberlo una mujer que ha de tener un marido por guía?

-¡Bien, muy bien! Ya sé que es usted doctísima en tales cuestiones; pero, ¡ay!, si lo que usted acaba de decir sucediese siempre. En la escabrosa senda de la vida, dice no sé qué filósofo, hay más espinas que flores y casi nunca pasan las cosas como uno quisiera que pasasen. Esto lo acaba usted de palpar de una manera lamentable y por eso decía yo que si usted me hubiese mandado la niña para que con mis conocimientos y la táctica especial que me distingue, pudiese ir poco a poco abriéndole los ojos, era...

-Nada, nada de eso, que hubiese sido usted o el de la capa, era lo mismo.

-Pero, señora, entendámonos.

-No hay que entender, Ricardito, y no hablemos más de ello; porque me ofende y me hace daño; como que he nacido en los tiempos en que ningún hombre se atrevía a faltar a una mujer, ni ella se faltaba nunca a sí misma.

-Déjate de eso, Dorotea, y habla de lo que importa -le dijo su hermano muy harto ya de aquella conversación en la cual no había tomado parte.

-¡Hombre de Dios! ¿Ves que salgamos de ello? Es el caso, Ricardito, como ya al principio le he dicho a usted, que hay de por medio un caballerete rival de Melchor, y que la otra tarde, amén de estarse el muy tuno tan cerquita de ella que podía, como quien dice, ofenderla con el aliento, se atrevió a cogerla una mano delante del mismo a quien aquella mano estaba prometida. ¡No he creído presenciar en mi vida semejante escándalo! ¡Y dígame usted lo que hacemos ahora!

-Señora, señora, el caso es arduo, dificilísimo y, por desgracia, harto verosímil. Ya se ve, la pobre Mariquita andaba a oscuras, y no sé por qué usted no me la había de mandar para...

-Mire, Ricardito, que si vuelve a repetir la frase reñimos para siempre.

-Corriente, no la repetiré, pero ¿qué quiere usted entonces que yo la diga? Si el de la capa negra le cogió la mano y ella se la dejó coger... en fin... a Melchor se le habrá vuelto del día noche, y... casualmente le recitaré a usted unos versos que sobre un tema parecido acabo de hacer para un librito dedicado a la enseñanza de las niñas; dicen:


La mujer que a un amante taimado,
la blanca mano le deja coger,
¡desdichada!, pues sigue la senda
por donde otras muchas solieron perder.
Así, niña inocente,
muéstrate siempre dura
para aquél que tu mano
incautamente asegurar procura.

El hermano de doña Dorotea se levantó entonces sacudiendo la cabeza y dijo:

-Mire usted, Ricardito, lo mismo entiendo yo de versos que de sembrar estrellas, y lo único que deseo saber es cómo tengo que arreglarme para castigar al caballerote de la capa negra, contentar a Melchor y hacer que a la muchacha se le vuelva al rostro el color que lleva perdido.

-¡Bah! Todo es muy fácil -añadió Ricardito sin pararse en barras-: al de la capa, le busca usted bien buscado, aun cuando mala es de buscar una capa negra, y tan pronto lo encuentre, le da usted tal zurribanda que se le acuerde para mientras viva. A Melchor se le dice que aun cuando aquel caballero se atrevió a coger la mano de Mariquita, ni le quitó ni le puso por ello a la novia, tanto más cuanto que una mano que se estrecha en medio de la calle se suelta por temor a la luz del cielo sin el menor detrimento. Y Melchorcillo que no sea malo de contentar, que tampoco lo es la que consiente en ser su mujer. Respecto a la pobre Mariquita, ¡válgate Dios! Si usted, doña Dorotea, me la quisiese traer por aquí, veríamos de...

-Vamos, Ricardito, ya hemos hablado bastante. Muchas gracias por los consejos y hasta otro día en que le daremos cuenta de lo que ocurra.

-¿Lo has visto, Dorotea? ¿Tú lo has visto, mujer? -decía a la vieja su hermano al bajar la escalera-. Cosa que a mí me dé el cuerpo, por algo me la da. Mire usted cuánto tiempo perdido para salir con el hijo de la oveja.

-Mal contento; pues, ¿no ha dicho verdad en lo que te ha dicho?

-¡Lo que yo ya me sabía!

-¡Que si quieres! Hay que buscar al de la capa; esto es lo primero.

-Pero, santa o mujer, ¿sé yo de él por ventura? Búsqueme usted uno de capa negra en Madrid, como dice el refrán.

-Calla, que todavía no le hemos sonsacado nada a la muchacha y puede que nos dé alguna luz.

-¡No habíamos caído en ello cuando por ahí debiéramos empezar! Y no, señor, que en vez de esto ni una palabra le hemos dado ni pedido desde que aconteció el lance. Vamos, date prisa y pregúntale y sonsácale cariñosamente, que de una muchacha encaprichada más se quita por bien que por mal. ¿Quién sabe si es inocente?

-También se me ocurre a mí, que muy bien pudo no haber malicia por parte de ella en aquello de haberle cogido la mano el caballero, porque los hombres son tan insolentes y atrevidos en el día que cuando atravieso por la noche la calle siempre voy temiendo algún desmán.

-¡Ca, mujer! ¿Quién se hubiera atrevido a ti?... Pero, en fin, me quitas un peso del corazón, Dorotea, y quisiera pagarte con la sangre de mis venas el bien que acabas de hacerme prometiéndome alguna esperanza.

-No quiero más paga sino que tu hija siga pareciéndoseme como se me parecía.

Iban a separarse los dos hermanos cuando les salió al paso una de esas caritativas vecinas que ni siquiera faltan en la calle de la Corredera del perro.

-¡Buenas tardes! -les dijo-. ¿Cómo va ese valor?

-De todo hay, doña Mercedes -contestó el señor Perico con un suspiro que de suyo estaba diciendo calamidades.

-¡Válgate Dios! -añadió la vecina, con rostro compungido-. En este pícaro mundo para todos hay un poquito de cada cosa. Los hijos, sobre todo desde que son grandecitos, no hacen más que regalarle a uno pena sobre pena.

Callóse el señor Perico como si no hubiese entendido lo que se le había querido decir; pero doña Dorotea contestó al punto con melindre:

-No todos, doña Mercedes, porque yo a mis padres jamás les he dado ni un leve disgustillo.

-¡Tú! Como todos -añadió el señor Perico con sorna-, que yo bien recuerdo aún ciertas rabietas que por la manía de irte a pasear muchas tardes a la Virgen del Puerto le causabas a madre.

-Mire usted, señora, lo que este hombre viene a sacar ahora a colación; yo bien digo que con personas sin instrucción no se puede razonar. Claro está que me agradaba ir de paseo a la Virgen del Puerto por ver los hermosos árboles que por allí crecen y sombrean el campo.

-¿Sólo los árboles? ¡Bueno... bueno!... Y el novio, aquel mocetón de señorito que por allí te andaba rondando mientras comías los anisillos colorados de que eras tan amiga.

-¡Jesús, María! Lo que va a decir... ¡Mire usted qué ejemplo para Mariquita si nos estuviese oyendo desde la ventana!

-Es porque a mí no me gustan las personas que dicen que nunca han roto un plato. Todos hemos hecho las nuestras cuando mozos.

-Vaya... no hay que reñir, que eso no vale nada -dijo la vecina-; ya se sabe que no hay que ir contra las cosas de la juventud, pero lo peor de todo en tales asuntos son siempre las malas lenguas, que de uno hacen veinte, como sucedió ahora con la pobre Mariquita.

-Eso no valió la pena, eso no fue nada -repuso el señor Perico con enfado, pero la vecina prosiguió impasible.

-Ya se sabe que no... y que Mariquita es una inocentona, yo no lo dudo; pero vamos a un decir, que porque la vieron hablando a la anochecida con un caballero que le cogió la mano y no sé qué más... pues ya murmuran los mal intencionados que no la quiere Melchor y que Ricardito el maestro, que según daba a entender tenía también por ella su caprichillo, ha mudado de voluntades. Pero lo mejor es no hacer caso de habladurías y tan pronto le vengan a uno con esos cuentos, hacer oídos sordos y nada más.

-Sí; después que uno se haya tragado la píldora -repuso el señor Perico con sonrisita de ya te entiendo.

-¡Y qué se le ha de hacer! -repuso con mucha compasión doña Mercedes...-, qué se le ha de hacer más que digerirla como se pueda y tener paciencia..., porque señor Perico, este mundo es muy pícaro y por donde uno menos lo espera recibe un lanzazo. Conque hasta otro día y salud, y no apesadumbrarse demasiado, que para todo hay remedio en este valle de lágrimas menos para la muerte y la honra perdida.

-¡Pécora venenosa! -dijo el señor Perico cuando la vio marchar...-. ¡Así no la haya tampoco para ti! Ya lo ves, Dorotea, mira en qué lenguas anda mi pobre hija; pues aunque no fuera más que por esto, juro que la tengo de perdonar y llevármela a donde tales gentes no sepan de ella.

-Muy bien dicho -dijo una voz detrás de ellos, y cuando se volvieron para ver quién, como suele decirse, metía cucharada en su conversación, les pareció que el caballero de la capa negra doblaba la esquina con ligereza.

Doña Dorotea y su hermano no vacilaron en correr tras él, pero la calle estaba casi desierta y en vez del caballero de la capa negra sólo divisaron a un personaje singularísimo y que les llenó de asombro, pues calzaba unas botas azules como no habían visto otras jamás, cuyo brillo les trastornaba de tal modo que casi se olvidaron del rival de Melchor. Pero el caballero de las botas azules dobló la esquina y ellos prosiguieron entonces sus pesquisas por la calle vecina, preguntando a cada transeúnte si habían visto pasar por allí un caballero de capa negra.

-Búsquenle ustedes por Madrid -les respondía algún pilluelo, y otros les decían:

-Lo que sí hemos visto es uno que lleva unas botas lo más maravillosas que darse puede.

-¡Ah! Sí. ¿Quién es ése?

-Dicen que es un duende que ha aparecido en la corte y que viene a comerse a todas las viejas que traen todavía escofieta.

-¡Vaya el insolentón en hora mala! ¡Pícaros hombres los del día!

De este modo fueron perdiendo el tiempo el señor Perico y doña Dorotea, mientras Mariquita, escurriéndose a sus espaldas, se lanzaba ligera como un gamo en pos del caballero de la capa negra.

Así acontece siempre en el mundo; cuanto más se mira, menos se ve.