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El lector atento

Ricardo Gullón





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¿Existe, de verdad, el «lector atento», a menudo conjurado e invocado por los escritores? Sí, existe. Dícese que Alain, escuchando la lectura de un poema de Valéry, notó la falta de una estrofa extraviada en la copia, y, más aún, supo adivinar el sentido de los versos que echaba de menos. Supone esto, además de agudeza y sensibilidad poco frecuentes, una rara identificación entre autor y lector, que responde a la inserción de ambos en una corriente de cultura, dentro de la cual idénticos estímulos y parejas sensaciones obtienen respuestas semejantes. En la poesía francesa clásica -y en esa línea deberá situarse a Valéry-, el hecho es menos extraordinario de lo que parecería si ocurriera en el ámbito de genios menos reglados.

Recientemente, Albert Béguin reveló un hecho del todo sorprendente: el descubrimiento, entre los papeles de Georges Bernanos, de medio capítulo inédito de la novela Monsieur Ouine. Ni lectores ni críticos (es decir, lectores profesionales) habían observado la falta de las páginas ahora publicadas, dando así testimonio de ligereza o de poca perspicacia. Releyendo, ya sobre aviso, el final de la novela, al que corresponde el trozo recuperado, es notoria la brusquedad con que se inicia la escena que pudiéramos llamar decisiva, brusquedad provocada por la pérdida de las quince hojas en que se exponían los preliminares de ella. Es extraño que nadie se atreviese a denunciar el bache, pues apenas puede concebirse que, entre tantos avisados escoliadores, ninguno lo advirtiera.

Según Béguin, la primera edición de Monsieur Ouine (Río de Janeiro, 1943) se realizó siguiendo la copia, imperfecta, llevada al Brasil por Bernanos, de la que se traspapelaron las cuartillas ahora recuperadas. En la casa Plon existía copia completa, remitida con anterioridad por el autor; pero, cuando en 1946 se preparó la edición de París, los editores se atuvieron al texto impreso en Brasil, sin preocuparse de cotejarlo con el depositado en sus oficinas, que, ése sí, contenía la versión correcta. La enfermedad o el cansancio hicieron que Bernanos aceptase el hecho consumado y no intentara reemplazar páginas que supuso perdidas.

En España ocurrió algo semejante con una leyenda de Bécquer. La diligencia de Dionisio Gamallo Fierros descubrió, en 1948, el texto de El caudillo de las manos rojas, publicado en el diario madrileño La Crónica (1858), y, gracias a su descubrimiento, pudo notarse que todas las ediciones posteriores de esta leyenda (es decir, todas las ediciones en volumen), omitían la transcripción de una octava parte de ella. Centenares, probablemente miles, de lectores habían leído la prosa becqueriana sin reparar en el gran vacío. ¿No habría entre todos ellos, como entre los de Bernanos, ni uno solo perteneciente a esa especie ideal de «lector atento» que cada artista sueña para sus obras.





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