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ArribaAbajoNubes de estío

Novela de D. J. M. de Pereda



- I -

En un momento despacho lo más difícil de decir de cuanto pienso acerca de este libro, que a estas horas ya ha hecho cometer varios pecados capitales por esos mundos a muy diversas clases de gentes, incluso el pecado de tontería que tengo por capitalísimo.

Nubes de estío sería la novela de menos mérito de cuantas escribió Pereda, si no anduviese en letras de molde El buey suelto. Mas con motivo de cualquiera de las dos, singularmente de Nubes de estío, se puede hablar de la garra del león, que en ambas asoma, y en la última muy a menudo, mientras que de otras novelas de otros autores discretos, leídos y muy al tanto de modas literarias, sólo cabe en justicia escribir elogios cargados   -82-   de distingos y reservas, que los enfrían y apelmazan; en los tales productos de la química literaria lo que se ve, y los amigos procuran tapar, es la patita del loro... o cotorra.

Los libros de Pereda siempre llevan a César... y llegan al puerto. Llega a costa de no pocas zozobras, este de que hoy hablo; y no son las zozobras lo peor, sino que si al principio va viento en popa, pronto navega, en medio de aguas muertas, con calma chicha que desespera, y así estamos hasta mucho más de la mitad de la travesía; hasta que llega el prócer, el duque del Cañaveral, y aquello se aviva; ráfagas de gracia, observación y fuerza, mueven suavemente el barco que llega felizmente a su destino, aunque a baja marea por culpa de poco oportunas bordadas al acabar el viaje.

No opino yo como una ilustre crítica que no haya bastante argumento para una novela en Nubes de estío, ni que sea baladí el asunto por lo que toca a la forma y por lo que importa al fondo; ni que sea de la forma el carácter del protagonista, que para mí es lo principal del fondo y materia muy propia, y no muy tratada, ni muy bien, entre nosotros.

Lo principal de la novela de Pereda es la vanidad de Brezales; y por lo que atañe al elemento épico y a la relación de este nuevo libro con los demás del autor, creo que hay no poco que notar,   -83-   y que algo añade, bien o mal, o medianamente, a la obra de Pereda, Nubes de estío.

Distingamos, pues, dos cuestiones: el valor del desempeño, el resultado, y el interés del propósito. Ataca la señora Pardo Bazán una y otra cosa; la primera, a mi juicio, con razón en gran parte, la segunda con reflexión insuficiente.

Lo que tiene de malo el libro último de Pereda no lo tiene porque vaya agotándose el manantial de la inspiración, ni porque falten nuevos aspectos al asunto que D. José más y mejor conoce y trata, o sea la vida natural, psicológica y social del país en que vive. Como se verá luego, en Nubes de estío hay algo nuevo todavía, primero por razón de la vida de provincia, en general; después por razón de la vida particular de un pueblo como Santander; y algo nuevo que es de mucho interés, de interés humano, hondo, capital. Además, desde el punto de vista, muy interesante también para la crítica sobre todo, de la historia artística de Pereda, Nubes de estío representa un momento más, otra impresión producida por el medio ambiente en el poeta.

De modo que si la novela hubiera salido bien, quiero decir, tan bien como salieron La Puchera, Sotileza, Pedro Sánchez, lo que es por importancia del asunto, por fuerza de intención no lo dejaba.

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El principal defecto del libro está en la composición, la cual suele ser muy descuidada en Pereda. Muchos de los errores técnicos que afean La Montálvez, consisten también en la desproporción de las partes y en el olvido de la simetría literaria que no deben tener menos en cuenta los realistas que los demás poetas.

¡Qué mucho que olviden los autores la importancia, para el efecto estético, de la composición, si la olvidan también los críticos!

Pero entiéndase aquí la composición no en el sentido parcial, especial, en que se entiende cuando se dice, v. gr., que el arte sajón o el arte germano olvidan este elemento de la poesía, y que el arte clásico y sus herederos directos los llamados pueblos latinos, lo respetan y cultivan con esmero. La composición en este sentido es una especie, que tiene sus ventajas, pero no hay que confundirla con la composición en su idea genérica, de la cual no prescinden las grandes obras del arte, sean de la raza que sean.

La verdadera ley simétrica, de simetría ideal, pero que transciende a la relación cuantitativa de la obra, es en la poesía la proporción justa del esfuerzo del ingenio entre lo principal y lo secundario, la intuición clara de los momentos capitales del asunto para darles todo el calor, energía y primor que piden. En las obras defectuosas por culpa   -85-   de la composición, en este sentido genérico, la inspiración anda por una parte y el valor arquitectónico del asunto por otra; no coinciden, y puede haber episodios excelentes, joyas sueltas, pero la luz no ha ido a resplandecer en lo culminante.

En Nubes de estío lo que menos gusta es aquel despilfarro de prosa correcta, discreta, castiza, sublime y noble, en capítulos que merecían pocas páginas, en incidentes de escaso interés. El vulgo expresará esto diciendo que hasta que llega el duque del Cañaveral la novela se le hace pesada. Este es el capital defecto, y no hay que andarse con metafísicas, y menos con malas intenciones.

La acción, la fábula, no es en sí tan insignificante como se ha dicho; reducida a límites naturales, correctos, tendría intensidad suficiente. Lo mismo puede decirse de los caracteres: son proyecciones exactas cuando aparecen; pero después, desviada la luz, se prolongan, y al perder la verdad del dibujo, se van también desvaneciendo, disolviéndose. No es tan cualquier cosa la Irene, como la llamaba Sánchez Vargas, y como parece desear llamarla doña Emilia Pardo, que tiene ostensible mala voluntad a nuestras señoritas provincianas, poco o nada expertas en el trivio y el cuadrivio. Irene tiene el mérito de ser muy natural, recomendación que no deben echar en saco roto los naturalistas; y sus relaciones con el novio   -86-   santanderino, sin que sean un arco de iglesia, son cosa delicada, finamente tratada, y tienen la difícil facilidad que engaña a tantos; la resistencia de Irene, respetuosa, está en su punto y bien señalada. Lo malo está... en que el dibujo llega a borrarse por las repeticiones, por la insistencia, y muy particularmente... por la retórica, que afea no pocos diálogos de este libro. Fuera de Brezales y su mujer, casi todos los personajes hablan tan bien como escribe Pereda, y esto es inverosímil y cansado. La discreción que Irene tiene en el alma no debía ella poder trasladarla tan fielmente a los labios hasta en la cosa de menos monta que dice; y menos debía poder expresarla en aquel lenguaje prosódico, sonoro, castizo, que siempre puede servir de modelo en unos trozos escogidos de buen castellano.

Los personajes de las novelas no deben estar diciendo cosas dignas de una antología; y esta es una regla que no depende de que el realismo esté en moda o no lo este; es regla invariable.

Esa manera de escribir, tan digna de elogio por muchos conceptos, carece de ciertas cualidades: de concisión, espontaneidad, viveza, etc., etc., que en el diálogo familiar, no sólo sientan bien, sino que casi siempre son indispensables.

Es un defecto general de nuestros mejores novelistas la prolijidad, ese defecto general de toda, o   -87-   de casi toda la novela europea contemporánea. El defecto que Taine halla en aquellas interminables narraciones rimadas de la Edad Media lo tiene también la novela del día; y si mucho consiste en el abuso de la descripción, mucho más consiste en el abuso del diálogo. Cuanto es más fiel la conversación seguida, más se acerca al drama, a la realidad también, es cierto; pero como la copia exacta de todo lo que se habla no puede ser artística, ni los diálogos simbólicos, de síntesis ingeniosa, son naturales, el mejor medio para conseguir en esta materia arte, fidelidad y concisión es imitar el diálogo verdadero, escribir el verosímil, pero en los momentos principales, dejando lo secundario, que no sea, por excepción, característico. La novela, que en otras cosas se ve aventajada por el teatro, en este punto esta en mejores condiciones; y sin embargo, lejos de aprovechar esta libertad de elección, es por aquí por donde más suele perder. Muchas veces es la pereza del autor (sobre todo en los que trabajan a destajo) cómplice de estos defectos.

Dice Balmes que los holgazanes que no pueden menos de estar ocupados, disimulan la holganza variando muy a menudo de trabajo; pues estos novelistas (no lo digo por Pereda, que no trabaja así) que escriben todos los días un poco, con gana o sin ella, engañan la pereza o la flojedad propia del   -88-   ingenio, haciendo adelantar las cuartillas, pero no la novela; y esto suelen conseguirlo engañándose a sí mismos con los diálogos que podían excusarse, pero cuya vulgaridad y escaso interés se disculpan a sus ojos con lo que tienen de reales y naturales.

Repito que Pereda no suele trabajar de esa manera; pero en Nubes de estío hay casi capítulos enteros que parecen hechos por coser y cantar.

Y todo esto es aguar el vino, para que después vengan los maliciosos diciendo que ha sido una lástima echar a perder un poco de vino por teñir un cántaro de agua.

Como sucede casi siempre en tales casos, cuando la inspiración vuelve, cuando el autor ve la acción y a los personajes a la luz de su real valor artístico, el diálogo también se concentra, se robustece en la concisión, y sin perder naturalidad por adquirir significado, representa bien su doble papel de elemento plástico y dialéctico.- Llega el duque del Cañaveral, que aunque habla todavía mejor que Sagasta, no habla siempre tan bien como escribe Pereda, y el diálogo mejora, toma sustancia, y ya no parece largo, aunque ocupe muchas páginas.

Es tanto más de notar el inconveniente a que venía refiriéndome, que de tal manera perjudica al efecto general del libro, cuanto que Pereda es en   -89-   otras ocasiones de los novelistas que mejor manejan el diálogo como instrumento para expresar el carácter, las costumbres, etc....

A la gente que él ha estudiado como nadie, a la de su tierra; la que ofrece rasgos diferentes según los pueblos, a esa la hace hablar Pereda con verdadero genio, y sin salir de la suficiente verosimilitud; mas tratándose de señoras y señores de los que tanto se parecen en todas partes, don José ya no es el maravilloso artista de los diálogos de marineros, aldeanos, tipos locales, etc., etc., e incurre en los vicios generales antes señalados y en los peculiares señala dos también. Y en Nubes de estío, por lo mismo que se desorienta a los pocos capítulos y tarda en volver a orientarse, por lo mismo el diálogo es también más débil, más flojo, más pesado, dígase claramente.

No está exenta la narración tampoco de repeticiones verdaderamente tales, de pesadez y rasgos insignificantes, inútiles; pero entiéndase, refiriéndonos a ciertos capítulos, no a los primeros ni a los últimos.

Concedido todo esto y aun algo más, que vendrá a otro propósito, ya no se me acusará de benevolencia y parcialidad si paso a indicar por qué, a mi juicio, ni la idea total de la fábula, ni los caracteres en sí, merecen las censuras ridículas que se les han dirigido, ni menos compasivo menosprecio,   -90-   ni son responsables de vicios que pertenecen a la composición del libro.

Tratándose de escritores que prometen, como otros, o de escritores que han cumplido mucho, como este, hay que mirarlo todo, y no cabe proceder como ha procedido doña Emilia Pardo Bazán en esta ocasión y otra reciente.

Se trata de examinar La Espuma, de Armando Palacio, y doña Emilia, que juzga casi detestable lo que llama la forma, de la forma habla exclusivamente; indica que si las hechuras son malas, el paño acaso valga bastante más...; pero no habla del paño. ¿Por qué? Pues el paño importa por lo menos tanto como las hechuras. Ahora, en Nubes de estío, le parece a «la Pardo que el paño es pésimo, una tela de cebolla (equivocándose a mi entender), y que las hechuras son buenas, como de Pereda...» y deja las hechuras a un lado y no habla más que del paño.

Hablemos nosotros de todo. Pero de lo que falta, en otro artículo, que sera el último.




- II -

Conozco a muchas personas inteligentes, la mayor parte dedicadas a las letras, que siempre encuentran motivo para moderar el entusiasmo y la admiración ante las bellezas producidas por habilidad   -91-   ajena, y que, en cambio se apasionan y hasta hacen elocuentes y sutiles al rebuscar los defectos del prójimo literario. No suelen tener los tales tan mala fama como el que esto escribe, v. gr., en punto a rigor de criterio y a falta de benevolencia; suelen ser más prudentes y procuran estar bien con todos,6 para ir labrando el pedestal en que esperan colocar su propia figura; y así, en letras de molde no acostumbran decir su mal querer, porque además desdeñan el humilde oficio de crítico de actualidades; pero en la sombra, en lo que ellos creen que puede llamarse el seno de la amistad, y es el seno de la envidia inconsciente, que es lo peor, ¡cómo se despachan a su gusto! ¡Qué placer de los dioses, para ellos, el de poder asegurar, sin engañarse ni engañarnos, que efectivamente les parece mala o mediana tal cosa que escribió Fulano! Estos señores tal vez son indulgentes con algunos extranjeros, porque, como están tan lejos, casi parecen mitos o personajes de la historia antigua. ¡Pero admirar, y decirlo a voces, a un escritor español contemporáneo!... ¡Y pensar que estos malos corazones son en otros respectos excelentes ciudadanos, hasta sentimentales y soñadores a   -92-   veces! Los hay que se creen entregados al nirvana desengañados de todo lo finito, preocupados exclusivamente con algo digno de su gran espíritu, con el to be or not to be, por ejemplo; hijos de la contemplación, más indios que occidentales... y en cuanto un amigo y colega publica un libro, ¡adiós mi dinero! ¡Adiós nirvana, adiós contemplación, adiós oriente! Nuestro envidioso sin saberlo, bebe los vientos por despellejar al compañero en petit comité, y muestra, en su afán de hacer polvo la fama del otro, el mismo interés y actividad que el Saccard de L'Argent, v. gr., en organizar la Banca Universal.

Estos escritores, que no son críticos porque se estiman en más que todo eso, pegan su parte de envidia desconocida a ciertos críticos de oficio, y esto es lo peor; y así se ve muchas veces que se juzgan las obras de los ingenios verdaderos, grandes, con un mezquino criterio de fiscal de la curia, que considera que su misión es a los delitos lo que el telescopio a las estrellas.

Se condena un libro de escritor excelente, porque en tal libro predomina lo que no merece aplauso; pues el libro ya es un criminal, y para que la pena no se escape por las mallas de las circunstancias atenuantes, el tinte de lo malo se extiende por lo bueno, y se habla de lodo en montón sin justicia, cometiendo una abstracción fetichista   -93-   y absurda, dando una solidaridad, que no existe, a lo bello y a lo feo, porque marchan unidos bajo un mismo nombre, el de la obra. En lo que se refiere a la composición (bien entendida y del todo penetrada su idea), unas partes pueden afear las otras, no cabe duda; se trata aquí de las relaciones de un organismo; pero en todos los demás elementos literarios que hay que considerar en un libro estético, y son muchos, para la verdadera crítica, lo bello es tan bello en tal obra, que en conjunto no es un dechado, como pudiera serlo en otra parte; y el olvidar esto, y tratar con desdén, y de prisa y corriendo la hermosura que se ve en tales ocasiones, es dar pruebas de ligereza, de falta de gusto, de juzgar por apariencias, cuando no demostrar mala fe insigne.

He dicho, viniendo a Nubes de estío, todo lo malo que veía en esta novela, tocante a su composición, que es, en efecto, desgraciada, y hace tediosa no pequeña porción del volumen, quita fuerza al final y engaña a los distraídos respecto del valor total del asunto. Ahora añadiré, antes de pasar a la defensa (pues así hay que tratar estas materias, por culpa de cierta clase de crítica), que también perjudica mucho al libro el prurito provinciano, que domina en muchos capítulos, y que tomado así, por donde quema, como cuadro vivo no es asunto artístico, como no lo eran ciertas singularidades   -94-   santanderinas del Buey suelto. No es que yo quite ni dé la razón a Pereda en sus famosas y simpáticas disputas y apreciaciones sobre el particular, ni siquiera que me meta ahora en esta cuestión en que veo a mi modo las cosas, inclinándome más a pensar que nadie trata con desdén grande ni chico en Madrid a los provincianos que valen de veras. No, yo no entro en estos dimes y diretes ahora; no por nada, sino porque se trata aquí de muy diferente propósito. Aunque tuviese razón Pereda, por completo, para quejarse de los madrileños, no dejaría de sobrar en toda su novela todo lo que él cree que hace al caso. ¿Que le estorban a él, o a Fabio López, los bañistas del Sardinero, y que prefiere, Fabio López, por supuesto, que le dejen en paz dedicarse a contemplar la hermosura de las buenas mozas del país? Podrá estar eso en su punto o no estar; pero yo no veo allí novela, sino preocupaciones nerviosas de las que pueden dar interés a una conversación, no a una obra artística.

Pocas veces incurre Pereda en el defecto, que es un gran peligro en el género que cultiva, de confundir la prosa de la vida ordinaria, particular, opaca, sin sentido estético posible, con los elementos útiles para el arte, parecidos, a los ojos inexpertos, a esa misma prosa, a esa misma vida ordinaria, sin trasparencia ni pulimento posibles.

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En las obras de doña Emilia Pardo Bazán, por ejemplo, muchas veces se nos da por arte lo que no lo es; su Marineda, sus salones, sus tipos, sus aventuras, con frecuencia son producto de los recuerdos acumulados y cosidos con recortes de seudo-realismo; recuerdos de una señora muy lista, muy instruida, muy llena de palabras, que ha visto muchos muebles en este mundo y tiene visitas de personas acomodadas. Descendiendo más, D. Luis Alfonso, un excelente caballero, un idealista, según él, que es el primer realista del mundo, sin saberlo, llamando aquí realismo a saber aprovechar las relaciones sociales para hacer novelas que parecen extractadas del Mayor y Diario de los comercios de artículos de París; D. Luis Alfonso, digo, también es novelista y ni una sola vez en su vida ha dejado de confundir el arte con la prosa completamente insustancial, para el lector, de su respetable vida de caballero particular, que suele diner en ville cada lunes y cada martes.

Pereda, es claro, casi nunca cae en el defecto, que es un espejismo, de que doña Emilia sale pocas veces, y de que Alfonso no sale, ni saldrá nunca; pero esta vez, sí; esta vez, como en El buey suelto, D. José ha dejado escribir a ratos al vecino del Muelle, al amigo de las cigarras de Santander, cigarras muy simpáticas, como las de todas partes (y que en cuanto cigarras consideración   -96-   especial merecen y la obtendrán más abajo); pero que en esta novela, como en otros asuntos diferentes, han causado algún perjuicio, sin quererlo, a su buen amigo. En efecto: además de perjudicar a la novela lo mucho que hablan ciertos personajes y la morosa delectación con que el autor se entretiene en relatar y repetir las menudencias que a ellos solos pueden importarles, causan grave daño al interés del conjunto los episodios relativos a varias de las cigarras y las lecciones suaves y amistosas que les da el autor, v. gr., la que administra a los Montecristos de Santander, que por lo visto son dignos de mejor género.

Muchas páginas hay en que la novela parece de esas de clave; pero de una clave que sólo pueden tener, y a ellos solos puede importar los de la tertulia de Fabio López.

En Nubes de estío hay dos luchas sociales: la de los naturales del pueblo que no quieren ruido ni bambollas con los forasteros, y la de las cigarras con las hormigas.

La primera es de un interés y hasta de una justicia muy discutibles; la segunda merece atención, y es un nuevo e interesantísimo aspecto en la obra de Pereda; todo un asunto de arte de observación que extraño no haber visto tomado en cuenta por la autora del Nuevo Teatro Crítico.

Sí: la lucha, más o menos ostensible de las cigarras   -97-   humanas con las hormigas... humanas también, aunque menos, en todas partes tiene explicación, y ofrece materia a propósito para el poeta y el novelista en una capital de provincia tal como la que pinta Pereda; es de mucho relieve, de hondo valor psicológico, y en España apenas ha sido tratada hasta ahora. En el mismo Pereda presenta indudable novedad esta relación de su estudio artístico de costumbres provincianas, y es lástima que el tiempo invertido en lo que ya he dicho que sobra, no se haya empleado en más detenido examen de estas batallas de las pocas cigarras, heroicas siempre, que suele haber en un pueblo como el que se describe, contra las muchas hormigas que constituyen la polis de Occidente desde tiempo inmemorial. La mejor disculpa, la mejor explicación de los grandes centros que7 acaban por una plétora de vida nerviosa y llegan a las fatales corrupciones de las Babilonias, de las Antioquías, de las Romas; la mejor justificación, pudiera decirse, de estas capitales (que en otros respectos asustan por la idea de lo que8 da de sí la humanidad acumulada y exaltada), está en la natural expansión de los espíritus cigarras que en los pueblos, en la polis inicial, mueren a bocados y a patadas de las laboriosas, pero inaguantables hormigas; las cuales, en el grano de trigo que llevan entre las patas, ven un microcosmos.

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Pereda consagra algunos apuntes en su Nubes de estío a esta especie de Batracomomaquia o Mosquea; según él la ve en su tierra, y por este lado sólo plácemes merece. ¡Cuántas novelas hay en ese asunto solo! Pudo haber sido, y acaso debió, el principal del libro.

Pero tampoco deja de ser importante la novela de la vanidad de Brezales; y, hechas las salvedades en que he insistido tal vez demasiado, yo no veo que Nubes de estío desmerezca de las demás obras de Pereda, ni aun de las famosas.

No es Brezales el mejor personaje de la novela, porque el mejor es el prócer; pero, con todo, vale mucho don Roque; es muy hombre, muy de carne y hueso, y es de esa raza de figuras que sólo pueden grabarnos en la fantasía los maestros. Don Roque vive en el medio ambiente que le es propio; se le ve respirar donde debe y como debe; su lenguaje, que no es una caricatura como pudieran creer los que no conocen a los Brezales del Norte de España; su lenguaje es un primor cómico y nos arranca esas carcajadas alegres, espontáneas, que sólo sabe provocar el gran arte, sano, inspirado, superior a todos los tiquismiquis convencionales del mundo. Casi todas las conversaciones de Brezales con su mujer (una mujer cuya naturalidad es otra obra de mano maestra), singularmente el diálogo que mantienen la noche crítica   -99-   en que doña Angustias arranca a su esposo la promesa de renunciar a su proyecto, son modelos del género, y merecen todo aquel incienso que la crítica unánime, imitando al público, tributaba en días de más buena fe al regocijo de las musas castellanas modernas, al castizo, soleado, fresco, robusto escritor montañés, que ahora parece que se quieren tragar entre doña Emilia Pardo y don Luis Alfonso9, porque no sabe, como ellos, a qué hora come el duque.

No tiene razón Pereda cuando se queja de la cantidad y calidad de la consideración y admiración que se le tributa en Madrid; yo puedo asegurarle que en Madrid, como en todas partes donde se entiende el español, se le pone a él generalmente en los cuernos de la luna, y que su nombre es de los cinco o seis que todos respetan y aclaman; pero si esto es verdad, también lo es que en los últimos años se le ha tratado con escasa justicia. La Montálvez, con todos sus defectos, vale más de lo que ha querido esa crítica trasnochada que viene a regatear méritos cuando el público ya no puede sentenciar con su impresión, de gran fuerza intuitiva, porque ya no recuerda el efecto general de la obra y menos las bellezas episódicas;   -100-   La Puchera tiene cuadros, escenas, personajes que son sencillamente de lo mejor de Pereda: es del género más suyo, en el que no tiene ni cabe que tenga rival fuera de España, en el que hasta hoy no lo tiene dentro; y, sin embargo, por La Puchera no ha recogido el autor todos los laureles que en derecho le correspondían; se ha hablado de ese libro muy poco, en comparación de su mérito.

¡Que censurable afán! Si una novela de autor insigne desagrada, ¡brotan críticos por enjambres!, ¡hasta descuelgan la péñola los retraídos! ¡Qué de alusiones, qué de consejos, qué de consuelos! Si el autor insigne produce un dechado, se calla; por tedio, por no repetir lo tantas veces dicho: «Es un portento, ya se sabe; pero hablemos de otra cosa, por ejemplo, de los que empiezan, de la gente nueva». ¡Y esto en un país donde al Sr. Valera una novela modelo no le da lo necesario para un vestido de baile de su mujer!...

Volvamos a Nubes de estío.

Nino Gutiérrez y toda su parentela están bien estudiados y correctamente dibujados; lo mismo se puede decir de los tres personajes importantes, especie de bajo-relieve cómico de mucho efecto y de fina observación. Entre los personajes episódicos indígenas los hay borrosos y los hay excelentes. Vargas me gusta más en sus rasgos generales que en sus proyectos; no me gustan uno a uno los   -101-   pollos que andan con Fabio López, aunque sí en su calidad de cigarras; me gustan como coro, y echo de menos por este lado la novela que se puede escribir.

Pero lo mejor de lo mejor, aunque no lo crean los que sólo ven lo bueno cuando además es mucho, es el serondo prócer, que llega tarde, sí, pero aún a tiempo para animar la escena y resucitar un interés que, valga la verdad, estaba a pique de que se le llevase la trampa. No sé si me dirá Luis Alfonso que trato a pocos grandes hombres de los nuestros para poder juzgar el de Pereda; pero suponiendo que el señor Alfonso me dice eso y que yo no le hago caso, afirmo que el duque, en cuanto habla y hace, demuestra la habilidad suma de su inventor, y sostengo que don José puede y debe cultivar la novela ultra santanderina. La gracia de las picardías atenuadas del prócer, del simpático pillastre en grande, me ha recordado la maestría con que Zola pinta a su ladrón, simpático también a ratos, a su Saccard de L'Argent. Tampoco sé cómo doña Emilia Pardo no se ha detenido a contemplar esta figura, la del duque, y a estudiarla y celebrarla como merece.

Y lo dejo; no porque se me hayan agotado los argumentos de la defensa, pues quedan en el tintero muchos, v. gr, el cuadro de la jira y «las chinches del señor duque», etc....

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En resumen: si Nubes de estío es en conjunto de las novelas menos felices en el desempeño, entre las muchas de Pereda, no por esto carece de excelencias, ni le falta argumento ni nada por el estilo. Lo que hay es que, como decía un crítico francés hace poco, los maestros no debían escribir más que sus obras mejores. ¡Lástima que no se pueda saber cuáles son ellas, hasta después de escritas todas!





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ArribaAbajoDos académicos

Sí: voy a decir algo de dos académicos morales y políticos. Uno es Azcárate, otro D. Francisco Silvela. No sé si el azar o la malicia artificiosa, me los ha juntado en un folleto, que acabo de recibir y leer, el cual contiene sendos discursos de estos ilustres personajes. Se trata de la recepción pública del eminente catedrático en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, y de las oraciones con que fue solemnizado el acto. Azcárate escogió por asunto de su disertación El concepto de la Sociología, y Silvela escribió sobre el tema una discreta y elegante paráfrasis, en que no faltan ascuas arrimadas a la sardina conservadora, pero con mano de gato pulido y gracioso.

El folleto resulta una medalla, por el mérito del relieve, y sobre todo porque Azcárate y Silvela son un anverso y un reverso. El contraste no existiría   -104-   si no hubiera relación, es decir, materia común en que representaran ambos los respectivos papeles. No cabe contraste entre Azcárate y Martínez Campos, v. gr., ni en rigor, entre Azcárate y Romero Robledo. Viven en mundos diferentes, proceden de medios que no tienen apenas analogías. Pero Silvela, como Azcárate, es un político de Universidad, es un hombre público que ha reflexionado acerca de la naturaleza del Estado..., sólo que no ha hecho caso de sus cavilaciones. Cuando hablan de política, de sociología, de arte social, de sentido jurídico, de técnica jurídica, Azcárate y Silvela se están refiriendo a lo mismo; cuando aluden a la política romana moderna, quiero decir, a la política inglesa, no hablan de oídas, y tomo arriba o abajo, Silvela se refiere a los mismos volúmenes que ha leído Azcárate. Tal vez Silvela, que ha vivido más, ha leído menos, pero ha leído bien. Cuando peca, no es de ignorante. Esta comunidad de medio, esta analogía de profesión y tendencias producen la posibilidad del contraste, que aparece en lo característico de uno y otro académico moral y político. Sí: los dos son morales, pues ambos se proponen de buena fe cumplir en este mundo con sus deberes para con Dios, para con sus semejantes y para consigo mismos; los dos son políticos, pues consagran principalmente su actividad a la vida política.- Pero   -105-   ¡por cuán distintos senderos han emprendido el viaje, y con qué diversas aptitudes! A Gumersindo Azcárate le llevó la ciencia política, a la política. Francisco Silvela se fue derecho a la política, y después se acordó de que él también tenía ciencia. Silvela comenzó pensando en sus deberes para consigo mismo, y se hizo ministro en un periquete; Azcárate, altruista desde las aulas (¡altruista!, palabra que repugna al Sr. Silvela que, en punto a palabras, prefiere la caridad), no sólo no ha sido ministro todavía, sino que por tal de procurar alianzas republicanas, hasta con el Sr. Pi y Margall, que insiste en que pactemos, es capaz de impedir que llegue en toda nuestra efímera vida la hora de que puedan ser ministros, no sólo él, si que tampoco (como diría Labra) el Sr. Labra.

El Sr. Azcárate es la ingenuidad andando. El Sr. Silvela es la cautela quieta. Azcárate es el hombre del libro que, por teoría, se quiere consagrar a la práctica, a vivir en el mundo.- Silvela es el hombre de mundo que, a fuer de práctico, se ha hecho teórico y lee libros. Azcárate, con motivo de Roberty, se dedica a observar hechos sociales en forma de picardías que le escandalizan; Silvela hace como que no ve las picardías electorales, y lee a Roberty a ratos perdidos, porque no diga Azcárate. Y cito a Roberty, porque al señor Silvela no se le cae de la pluma y lo repite como   -106-   si fuera ajo y se le hubiera indigestado por tragárselo de prisa.- Yo creo, interrumpiendo aquí la antítesis comenzada, que los discursos científicos de las personas maduras y acreditadas por su sabiduría deben parecerse lo menos posible a los catálogos bibliográficos de las casas editoriales. Una disertación académica debe dejarnos más sabor a reflexión honda, original, personal y sustanciosa que a reclamo de librería, siquiera sea científica.

Volviendo a mis comparaciones, diré que Azcárate es un orador en quien primero se ve el vir bonus que el retórico puro y correcto. Azcárate tiene así, como la elocuencia de las cosas. Más que un orador, es un testigo. Ha visto la verdad, y hasta en el gesto se le conoce que la ha visto. Silvela también es un testigo; pero de los que andan siempre alrededor del juzgado. Es un testigo adscrito a la curia. Parece ministro de Gracia y Justicia hasta cuando es ministro de Gobernación. En los discursos tersos y claros de Silvela hay a veces como alusiones misteriosas, pudorosas, a una especie de misticismo político que no tiene de meramente humano sino lo que tiene de inglés; misticismo lleno de nostalgias, de una política conservadora ideal que no es de este mundo; pero esto no quita que, llegado el caso, el Sr. Silvela destituya al alcalde de Oviedo, pongo por alcalde, fundándose en que en el Ayuntamiento de su mando   -107-   no se celebran juntas municipales, lo cual no es cierto, porque el que suscribe es concejal y jura que no ha dejado de celebrarse una sola junta. El Sr. Azcárate, que habla del arte social, no sería capaz de destituir a un alcalde por no celebrarse en su concejo juntas que sí se celebran tal; pero el Sr. Silvela sabe conciliar las exigencias del señor Pidal con la lectura de Roberty, que también D. Alejandro es capaz de leer, pinto el caso, como dice Pereda.

Por cierto que tanto al Sr. Azcárate como al Sr. Silvela se les ha pegado algo de un defecto muy común en los tratadistas franceses e italianos, italianos particularmente, de ciencias morales y políticas. No hay cosa que más se parezca a una disentería que el estilo de estos autores de filosofías sociológicas de la moderna Italia. Ya las ciencias sociales tienen, en mi humilde opinión, el inconveniente de no haber llegado todavía a la época del fruto, o sea de las nueces; y añadiéndose a esto el aguachirle de los señores sabios italianos, que escriben prosa sin saberlo, resulta un chorro continuo de palabras flojas, insípidas, inodoras y sin color, que hace a uno llegar a pensar, entre mareos, que la sociedad no existe más que en el Diccionario. El tema escogido por el Sr. Azcárate está muy expuesto a parecer cuestión de palabras si una imaginación fuerte y fecunda, y un estilo   -108-   pintoresco y vigoroso, no hacen ver a cada instante cómo estos asuntos de concepto están en las entrañas de la realidad más inmediata. Sólo el científico que además es artista sabe quitar a la disertación académica sus apariencias abstractas. En general, es muy difícil escribir bien; escribir bien acerca de lo que es y lo que no es una ciencia que se ha de llamar necesariamente sociología... es casi imposible.

Con todo, el discurso de Azcárate, si no ameno, es en general correcto, más que otros estudios suyos análogos. La contestación de Silvela, sin ser más plástica, ni más rica en colores, es caprichosa a veces en el lenguaje, hasta el punto de llegar a la incorrección y a la impropiedad.

El Sr. Silvela habla ya, en la primera página, de ruidos desentonados, y poco después del atisbo, palabra poco noble, y luego de escasas uniformidades de relación, de imperios y repúblicas humanas... de fenómenos inorgánicos (como si hubiera fenómenos orgánicos) de contrato voluntario (como si hubiera contratos involuntarios), de derecho contractual10.

He aquí un pasaje del discurso del Sr. Silvela que apenas se entiende: «No desconocemos por esto la importancia que la noción del contrato tiene   -109-   en la dirección real de las sociedades modernas, hasta el punto de invadir regiones del derecho civil, antes sagradas para ella». ¿Quién es ella? ¿La noción del contrato? ¿La dirección real? De ningún modo tiene esto sentido. Además, para hablar de regiones que están vedadas, no se dice que son sagradas; falta el escritor a la propiedad. Lo mismo sucede cuando llama efectismo a lo que es reunión de efectos. Tampoco hacía falta hablar de bases cardinales, porque o son bases o son quicios.

No tengo interés en continuar examinando incorrecciones de este género formal; pero de ellas está cuajado el discurso del ilustre prócer. Y aun peor que eso es la dificultad con que emplea el lenguaje científico, que se le rebela, y del cual intenta triunfar con giros inauditos, con oscuridades caprichosas, con retorsiones etimológicas intolerables. Parece a veces que el Sr. Silvela habla para personas indoctas que no han de comprender que debajo de sus arbitrarias vaguedades seudo-filosóficas, no hay pensamiento alguno directamente expresado por tales términos mal escogidos.

¿Qué quiere decir, por ejemplo, con sus «voliciones y actividades?». Pues qué, la volición ¿no es actividad también?

Sin duda por escribir de prisa, el Sr. Silvela nos habla de «la túnica corpórea de los propios sentidos». Mas, dejo esto.

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De mayor gravedad es que el académico tan enemigo de que la voluntad sea fundamento del derecho, admita que la volición puede crear derecho privado, pero jamás derecho público. Ni público ni privado, Sr. Silvela. Crearlo, jamás: determinarlo, darle forma, ser fuente positiva de actos jurídicos, eso sí; pero entonces lo mismo de los privados que de los públicos. Un contrato no crea derecho privado, pero da forma determinada al derecho, y puede dársela también en una relación de vida social. Roma se fundó por un pacto de este orden, y como ella muchos Estados. La distinción del Sr. Silvela supone una serie de lamentables confusiones.

Fundándose el sabio ministro en que, según opinan los más recientes tratadistas, la sociología está en mantillas (tal creo también), aprovecha la ocasión para recomendar a los reformistas que se estén quietos y renuncien a transformar cosa alguna, y no sin gracia alude a los revolucionarios e innovadores modernos a quienes la suavidad de las costumbres y la junta de clases pasivas consienten representar el papel de Prometeos, con el haber que por clasificación les corresponda. Esta alusión a los ex-ministros es mucho más ingeniosa que las referencias a Roberty y al prólogo de Posada Herrera al libro del Sr. Gallostra, «Lo contencioso-administrativo».

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De todas maneras, el discurso del ex-ministro de la Gobernación revela un hombre de talento, astuto, intencionado y que sigue en cierto modo el movimiento de las ciencias políticas con propio criterio y competencia indudable.

En cuanto al estudio del Sr. Azcárate, ¿hará falta decir que es concienzudo y magistral en el fondo?



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ArribaAbajoOtro académico


- I -

No me refiero al señor ministro de Ultramar, que acaba de entrar en la Academia de la Lengua, sino al Sr. Menéndez y Pelayo, que pocos días antes había entrado en la Academia de Ciencias Morales y Políticas.

Si todos los académicos fueran como Menéndez y Pelayo, poco se podría decir contra las academias oficiales, a no ser considerándolas como organismos universitarios envejecidos. En Menéndez y Pelayo se juntan las cualidades que suelen faltar por completo o estar de nones en sus colegas. El académico ordinario es el que ni merece serlo antes de entrar en la Corporación, ni después de entrar; el que no tiene títulos para tanto honor, ni, una vez conseguido el honor, trabaja para redimir   -114-   el pecado original. Tampoco suele faltar el académico laborioso, oscuramente útil, que entró sin méritos, y después, por su actividad, conquista la justicia del título; y, por último, abundan los académicos ilustres que no llevan a tales centros más que el brillo de su fama; estos son los que dan esplendor, pero no limpian. Menéndez y Pelayo es de los pocos que, siendo en letras y ciencias tan ilustres ya como cualquiera, limpian, fijan, y friegan y barren, y cumplen con todos los menesteres de la casa, como si dentro de ella tuvieran que conquistar un nombre insigne.

El autor de La ciencia española es a estas horas individuo de número de las tres Academias oficiales, de la Lengua, de la Historia y de Ciencias Morales y Políticas. En la primera entró en día que es ya célebre en la historia de nuestras letras; en la segunda le vimos penetrar mediante la lectura de aquel hermoso estudio del arte de la historia, que es una de las monografías más excelentes que salieron de pluma española en nuestro siglo; y ahora en el recinto en que acaba de resonar la voz varonil y elocuente del sabio y concienzudo Azcárate, Marcelino inaugura sus tareas con un capítulo admirable de la historia de la filosofía, particularmente tratando del escepticismo y de los antecedentes españoles de la escuela crítica de Kant.

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Muy mal intencionado tenía que ser el que pretendiera que viésemos en esta docilidad con que Menéndez y Pelayo se deja llevar a una y otra Academia, prurito de vanidad.- En España, por lo pronto, es difícil que a una persona de cierto mérito y de cierto talento le halaguen ya ninguna clase de honores, cargo oficial alguno, habiendo sido profanadas todas las magistraturas, todas las grandezas ostensibles y aparatosas por la ineptitud más franca, por la nulidad más absoluta.- El que dijera que a Menéndez y Pelayo le halagaba el ser una vez más académico, le ofendería; no por la suposición de que fuese vano, sino por no reconocerle la conciencia, que él debe de tener, de que con ser Menéndez y Pelayo es mucho más que con poseer cuanto honor las Academias le puedan dar.

En España hemos llegado a la anestesia en punto a vanidades cortesanas y otras por el estilo; cualquier hombre de algún mérito positivo, que ha conseguido, por sus fuerzas y sin aparato de cancillería ni cosa semejante, un puesto de honor en la opinión pública, está curado de la manía de los honores y oropeles políticos y otros de su especie. Tanto imbécil ha sido cuanto hay que ser, que ahora aquí las grandezas humanas sólo pueden desearse si llevan anexos buen sueldo y derechos pasivos.

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Si Menéndez y Pelayo hubiera podido temer que persona alguna de buen sentido pudiera ver un prurito vanidoso en sus títulos académicos, hubiera pasado sin ellos, como pasa sin el reclamo de la prensa diaria, como pasa sin un bienestar económico, a que tiene derecho por los trabajos ya cumplidos; como pasa sin la atención constante y reflexiva y bien educada de un pueblo inteligente, de una masa de lectores de cultivado espíritu, numerosa, entusiasta, laboriosa, que fecunde las enseñanzas de un sabio crítico.

Marcelino, por poco orgullo que tenga, mejor; C por muy modesto que sea, creerá que tiene derecho a pensar que nadie sospecha que puede ser en él motivo de vanidad ser compañero de... A, B, C (por ejemplo algebraico), en las tres Academias nombradas.

¿A qué fue a la Española Menéndez y Pelayo? A trabajar. ¿A qué a la Academia de la Historia? A trabajar. ¿A qué va ahora a la de Ciencias Morales y Políticas?... A ver si allí también se puede trabajar.

Cabe que se censure a un Emilio Zola, que después de conquistar la gloria a fuerza de ingenio, quiere conquistar una silla, o butaca, o lo que sea, de académico, a fuerza de visitas. ¿A qué va Zola a la Academia, si va? A vencer. No a trabajar; él trabaja en casa.

  -117-  

Pero Menéndez y Pelayo está en España, donde todavía hace falta el esfuerzo colectivo y con protección oficial para cierto género de propagandas intelectuales, de cultura general, y la eficacia de muchos esfuerzos de nuestro sabio sería mucho menor si él no pudiera emprender determinados trabajos desde las Academias.

Y basta de este asunto, que sólo he tomado para que no se extrañe que, creyendo yo tan poco apetecible el lauro académico y tan poco floreciente la vida de estas colectividades, no critique, sin embargo, al ilustre profesor de literatura al verle alternando nada menos que con los señores morales y políticos.




- II -

No era de esperar que Menéndez y Pelayo escogiese para tema de su discurso de recepción uno de esos problemas sociales que nuestros hombres prácticos resuelven con mares de tinta y de frases hechas. Tomar la sociedad en peso, decidir con un poco de álgebra de derecho político, más o menos inglés o norteamericano, de la suerte de la complicadísima raza humana, se queda para esos buenos señores que se creen muy positivos y serios, cuando lo que les pasa es que no tienen, no ya reflexión suficiente, ni siquiera bastante imaginación   -118-   para representarse viva, moviéndose, rebelándose, esa realidad, que con llamarla orgánica, por ejemplo, ya querrían tener metida entre ceja y ceja.

Menéndez y Pelayo, como todos los artistas sabios y todos los sabios artistas, se limita a tratar puntos ideales a fuerza de juzgar formidables e importantes los prácticos. La imaginación grande, que sabe representar la naturaleza viva, viva efectivamente, se abstiene de intervenir, mediante teorías, mediante clasificaciones y encasillados, en el drama misterioso del mundo apasionado. La ciencia social existe como desideratum, como existe la ciencia de todo lo que tiene un objeto; pero cabe decir, sin ofender a nadie, que las ciencias políticas (en cuanto ciencia, no en cuanto resultados parciales de observación y especulación, como v. gr., los de Aristóteles) no han hecho hasta ahora más, en rigor, que prepararle a la futura ciencia posible el papel pautado en que ha de escribir sus lecciones. Y aún queda el riesgo de que esa pauta no le sirva.

No es ocasión de insistir en esta materia; pero osaré suponer que acaso, con ironía o sin ella, implícitamente se está refiriendo a algo por el estilo Menéndez y Pelayo cuando escribe en la primera y segunda página de su discurso: «Si algo tengo de filósofo, será en el sentido etimológico de la   -119-   palabra, esto es, como amante, harto platónico y desdeñado, de las ciencias especulativas. En cuanto a sus aplicaciones al régimen de la vida y a la gobernación de los pueblos, principal y glorioso estudio vuestro, declaro que ni mis hábitos intelectuales, ni el género de educación que recibí, ni cierta invencible tendencia que siempre me ha arrastrado hacia la pura especulación y hacia el arte puro, en suma, a todo lo más inútil y menos político que puede darse, a todos los sueños y vanidades del espíritu, me han permitido adelantar mucho, ni trabajar apenas por cuenta propia, limitándome a admirar de lejos a los que, como vosotros, han acertado a poner la planta en ese firme terreno de las realidades éticas, económicas y jurídicas».

No sé, repito, si habrá ironía en estas palabras; lo que sé es que después de hacer notar a los señores académicos morales y políticos que la teoría y la práctica no debieran vivir divorciadas, y que una buena política debe fundarse en una metafísica... Menéndez y Pelayo pasa a tratar del escepticismo y del criticismo, es decir, de los grandes esfuerzos de la inteligencia humana, empleados en negar o dudar, por lo menos, del valor de nuestro conocimiento.- Si hay algún tema oportuno para ser tratado ante esos cuasi-filósofos y semi-pensadores, que, fundándose en cuatro peticiones de   -120-   principios, dan por hecho todo un sistema, para explicar un credo político, económico o moral, es, sin dula, el escogido por el historiador de la filosofía española.

Parecía estar diciéndoles: «¡Vosotros que dais tan fácilmente con ciertos principios filosóficos que os vienen bien para atribuir aires de solidez a vuestras teorías políticas, a vuestras cavilaciones sociológicas, escuchad lo que ha sabido penetrar el pensamiento humano para convencerse a sí propio de su deficiencia!»

En efecto: ¡qué diferencia, v. gr., entre las afirmaciones rotundas (y convertidas en decretos y hasta en cuatro tiritos, si le apuran) del Sr. Cánovas, en cuanto hierofante de la monarquía autóctona, y la afasia y acatalapsia de los pirrónicos! ¡Qué diferencia entre el ouden oriszo, no afirmo nada, y el entiendo yo de nuestros filósofos parlamentarios!




- III -

El discurso de Menéndez y Pelayo en la Academia de Ciencias Morales y Políticas, sin perder su unidad, puede decirse que tiene dos objetos: el primero y general, es el estudio del escepticismo y sus relaciones con la escuela crítica; el segundo y particular, la demostración de que la filosofía   -121-   española tuvo importancia en lo que respecta a los antecedentes de ese gran momento de la vida de la ciencia moderna que se llama La crítica de la razón pura.

Con la serenidad (que no excluye el calor y hasta cierta pasión) que sabe dar a sus ideas y a sus escritos Marcelino Menéndez, trata ambas materias, y las ordena y subordina, según corresponde, sin apresuramiento, sin sobrestima de la especial que a él más le interesa ahora, pero que es secundaria al cabo. No hay que olvidar que el joven académico tiene hace muchos11 años un pleito, que lleva ganado, con los que muestran interés, no sé por qué, en negar que haya existido en pasados siglos una filosofía española. En este discurso, el defensor del pensamiento nacional se presenta con nuevas probanzas, alguna de las cuales no oculta que le parecen de perlas y le saben a gloria, como cuando, v. gr., les pasa por delante de los ojos el nombre de Renan y una cita oportunísima de su libro recientemente publicado, aunque escrito hace muchos años, El porvenir de la ciencia, a los librepensadores que estiman que es pensar libremente negar a nuestros antepasados aptitud para las cavilaciones más o menos sistemáticas. Si Menéndez, al comienzo de su discurso (no contando aquí con las cuatro palabras consagradas al marqués de Molins, que poco tiene que ver con la filosofía española),   -122-   canta victoria y acumula datos para mostrar, en general, el mérito de nuestra filosofía y el homenaje que fuera de España se le rinde, en seguida abandona la apología (que vuelve a tomar de segunda mano y con notoria imprudencia, por la exageración, el Sr. Pidal) para consagrarse imparcialmente al estudio del escepticismo, examinándolo desde Grecia; y al llegar de nuevo a la filosofía española, entra en su triunfo, es decir, en la demostración de que tuvo Kant precursores en España, sin declamaciones, sin excesos de celo, tranquilo y contundente. Como que resulta que no es él, Marcelino, quien tuvo la ocurrencia de encontrar antecedentes al kantismo en Vives, por ejemplo, sino Hamilton y Lange..., y sobre todo, cualquiera que se tome el trabajo de leer los textos que Marcelino copia del filósofo valenciano.

El único peligro de las demostraciones del sabio santanderino está en que se quiere probar con ellas demasiado; y si él no cae en semejante tentación, allí viene a renglón seguido Pidal, que se precipita en ella de cabeza y haciendo frases. Sucede, leyendo estos dos discursos, el de Menéndez y el de su padrino, que da gana de negarle al último lo que se concede al primero. Lo que en el catedrático es una convicción adquirida por estudio asiduo de primera mano, originalísimo, en cierto modo una invención, en el político-académico   -123-   es una frase hecha, un tópico parlamentario, un banderín de enganche. Los Menéndez y Pelayo (los pocos que haya en algunos siglos) irán haciendo que brote en la conciencia nacional la imagen fiel de nuestro espíritu secular, la poesía y la grandeza de nuestra herencia ideal; pero los Pidales, que a docenas seguirán influyendo en el vulgo, estorbarán en todo lo posible esa gran obra, tan necesaria, y seguirán contribuyendo a que muchos liberales crean que lo más fino en materia de historia de España es abominar de los frailes, de los Austres y de los Borbones, muy singularmente del pobre Carlos II el Hechizado, que es el infeliz a quien más insultan, tampoco sé por qué, nuestros librepensadores de pacotilla.

Menéndez discute y demuestra narrando, a lo Diógenes, mas siempre sereno y tolerante y comedido; Pidal canta victoria, una victoria que, en todo caso, no es suya, y tira la montera al cielo y desafía a los malandrines que se permiten no ser reaccionarios y además negar la filosofía sin igual de los españoles escolásticos.

Y si fuéramos a buscar motivos, le habría mayor para que se apasionara Menéndez, no Pidal, a quien, en suma, nadie había dado vela en este entierro. Fue Menéndez, no Pidal, quien hace ya muchos años, cuando era casi un niño, se vio atacado por tan poderosos adalides como Revilla,   -124-   Perojo y el mismo Azcárate, que le negaban, más o menos rigorosamente, la filosofía, y en general la ciencia española. Si Azcárate establecía prudentes distingos y empleaba forma muy afable, no así Perojo y Revilla, que llegaron a estar destemplados y a exagerar su negación, nada fecunda. Tampoco Menéndez entonces hacía alarde de estar por cima de ciertas borrascas, ni la forma con que se defendía de los ataques personales semejaba en su destemplanza, aunque tenía grandísima donosura en su malicia, la caritativa y noble respuesta que hoy da a los trasnochados varapalos del afrancesado Sr. Guardia; pero lo que se veía desde luego era que Marcelino estaba cargado de razón al sostener que los que negaban la filosofía española no habían estudiado los documentos, que era necesario tener en cuenta para fallar este pleito.

Además, en las palabras que empleaba nuestro sabio, se veía, además de la superioridad que le asistía en aquel caso determinado, otra superioridad general, de que él ya tenía conciencia y que hoy puede ver probada el que quiera hacer con Marcelino lo que él ha hecho con nuestros filósofos: estudiarle.

No hay que confundir las cuestiones. Si para negar la filosofía española, en vez de leer y rebuscar, si no parecen de buenas a primeras, a nuestros filósofos, vale ponerse a definir lo que ha de   -125-   entenderse por ciencia y sacar en consecuencia que la filosofía es de una manera particular que no puede coincidir con lo que hicieron como pensadores los españoles de antaño, entonces no es posible discusión, y lo mejor será que unos sigan negando a nuestros filósofos, y Menéndez estudiándolos en compañía de algunos extranjeros. Pero si hemos de ser todos humildes, como está mandado, aunque no sea más que por el imperativo categórico, y hemos de ser sinceros, preciso será reconocer que la principal razón que tenían los más para negar el valor de los libros filosóficos españoles era... que no los habían leído.

Y cuenta que con nada de lo dicho quiero yo dar a entender que para mí tengan todo el valor que él les atribuye los argumentos que Menéndez emplea en pro de su decantada filosofía española. Esto es otra cosa. Pero yo no trato ahora de dilucidar el mayor o menor alcance de una genial declaración de Renan, ni entro a examinar si a esos doctores alemanes que Marcelino cita podrá haberlos seducido la novedad del intento para consagrar sus desvelos a los filósofos españoles. A mí lo que me importa ahora es hacer notar que Menéndez y Pelayo tiene derecho a mostrarse triunfante, y la parsimonia con que usa, no abusa de su victoria.

¡Es tan simpática, tan bella, pudiera decirse, esta   -126-   figura única del insigne crítico luchando, por el recuerdo de nuestra conciencia reflexiva, con esta sociedad envejecida, en quien se apaga la luz de la memoria, por perturbaciones cerebrales!

Pero otra cosa es que el Sr. Pidal, que no ha descubierto nada, nos venga con alharacas. La ciencia de los árabes españoles no puede considerarse como filosofía nuestra, ni tiene nada que ver con esas glorias nacionales a que tan felices servicios prestan nuestros declamadores reaccionarios; la filosofía árabe de España no la ha negado nadie, y no hay por qué traerla a cuento. Tampoco es cosa nueva, ni jamás negada, la grandeza de aquellos pensadores españoles que fueron precursores del llamado derecho natural. Todos los historiadores de la filosofía de derecho, desde hace mucho tiempo, tomaron en consideración las obras de Domingo Soto y Francisco Suárez y otros españoles, al lado de los trabajos de Melachton, Oldenderp y Winkler al tratar de los antecedentes de la gran idea de Hugo Grocio.

No hace mucho el ilustre Schiattarella, en una monografía acerca de la idea del derecho en la historia, dedicaba grandes elogios y un rápido, pero exacto análisis a las afirmaciones principales, respecto de la esencia de lo jurídico, de esos españoles insignes que con sus célebres escritos demuestran que es infundada la acusación dirigida   -127-   por algunos ultramontanos al derecho natural, de ser ciencia protestante.

Pero no hay que exagerar ni en un sentido ni en otro. Debemos dar la bienvenida a estos estudios de Menéndez y de esos extranjeros que él cita, que harán imposibles, en adelante, historias de la filosofía, en las que se diga, como en el compendio de M. Bouillet, que en España no ha habido más filósofos que Jacques Balmes; mas no cabe recibir de tan buen talante las hipérboles de D. Alejandro Pidal, que quiere sacar en consecuencia de las tesis doctorales alemanas en que se habla de filósofos españoles, opúsculos que ha leído Menéndez y Pelayo, y no Pidal, que los liberales somos unos papanatas, ignorantes y bárbaros iconoclastas de nuestras glorias patrias.

Para reñir con D. Ramón Nocedal, que es otro Pidal a su manera, puede estar bien todo ese garbullo de ciencia ajena y metáforas y epanadiplosis propias. ¡Pero qué tiene eso que ver con la noble, grande y civilizadora tarea de Menéndez y Pelayo!





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ArribaAbajoCañete

Una de las vacantes académicas de que tanto se habla, es la que acaba de causar el fallecimiento del Sr. D. Manuel Cañete. No era Cañete a la verdadera crítica lo que era Alarcón a la buena novela; pero así y todo, la literatura ha experimentado otra verdadera pérdida. No soy yo de los que menos han escrito contra el juicio y el gusto estéticos del reputado crítico de teatros que acaba de morir, y mientras vivió supe desquitarme de pretericiones y desdenes aparentes que me hacían mucha gracia; pero nadie podrá decir que yo haya negado jamás al Sr. Cañete ciertos méritos y aun cierta superioridad relativa respecto de muchos de sus compañeros de crítica teatral en estos últimos años. Enseñoreadas la más pasmosa ignorancia, la anarquía del gusto más pintoresca y escandalosa, de la censura periodística referente a las obras de la escena, el Sr. Cañete se levantaba   -130-   entre tanto hisopo, si no como un ciprés, a lo menos con la estatura de un hombre ilustrado que sigue una vocación, que viene preparado al ejercicio de su ministerio, y que al atenerse a la estrechez de un canon, al fin se atiene a algo racional, y no al capricho volandero de una imaginación inculta.

Fuera hipocresía verdaderamente sacrílega fingir aquí, ante la tumba de este escritor, una admiración que no siento; pero otra cosa es, ya que de él hablo, como creo oportuno, parar mientes en la ocasión para prescindir de lo menos favorable, en cuanto se pueda, y detenerme en lo que sinceramente creo que fue meritorio en el talento y en el trabajo del antiguo periodista. No he de ser yo quien, añadiendo ociosamente cualidades imaginarias a las que realmente vi en Cañete, haga recordar lo que Tácito dijo con ocasión de las exequias de Druso: ...plerisque additis, ut forme amat posterior adulatio; y antes bien, para dar el valor de la sinceridad a mis palabras, procuraré abstenerme de toda exageración laudatoria.

Era Cañete literato de profesión, y toda su vida lo demuestra. Podía su amor propio dar más valor del positivo a sus conocimientos, pero este caudal existía; y en ningún país como en España es meritorio el esfuerzo individual del que procura con aplicación y constancia llegar a ser hombre   -131-   realmente instruido, a pesar del despego con que el vulgo de lectores... y críticos mira la ventaja del estudio, y a pesar de la falta de medio de que adolecemos, por culpa del Estado.- ¿Cómo no estimar que Cañete, que hablaba de comedias, conociera el teatro nacional y en parte el extranjero, y las teorías clásicas de la estética dramática, en este país donde se llama sabios a hombres que no saben ni siquiera construir oraciones en que haya la complicación más pequeña? Hoy mismo comienzo yo a leer, con la mayor buena fe, un artículo de un hombre público eminente, que llegará a ser académico, si quiere; y a los pocos renglones de lectura me encuentro con una cláusula que empieza, pero no concluye, es decir, que no es cláusula, a pesar del punto final que la remata.

Y el tal autor escribe acerca de la Pedagogía en lo elemental... Y no ve que lo elemental es saber, antes de ponerse a escribir, que, una vez adquirido el compromiso de comenzar una oración principal, hay que terminarla, pese a todos los incisos del mundo. Cañete, no sólo concluía sus cláusulas, sino que dedicó grandes esfuerzos de atención y estudio asiduo a los orígenes del glorioso teatro castellano, el cual le debe investigaciones y hasta descubrimientos que los verdaderos eruditos en tal materia estiman no poco, según Marcelino Menéndez y Pelayo me decía hace ya muchos años. No   -132-   cabe duda que Cañete hubiera hecho mucho mejor en dedicarse a la erudición, a las antigüedades de nuestra escena, por ejemplo, que insistir, como insistió, en la crítica de actualidad, para la cual hace falta un gusto propio, original y espontáneo, que a él le faltaba casi en absoluto. Esta condición les falta y faltó a la mayor parte de los críticos españoles de actualidades. Casi todos, tratándose del teatro particularmente, han juzgado las más veces por motivos extraños a la emoción estética y al juicio consiguiente. El mismo Larra, que fue mucho más escritor de genio, artista, poeta en prosa, que crítico, juzgó de esta manera ajena al arte en ocasiones tan solemnes como las que le ofrecieron Hernani y Antony.- Revilla llevaba a la butaca del estreno al catedrático de literatura, al polemista del Ateneo, no al aficionado verdadero de la poesía dramática, que no existía en él, como confesaba a sus amigos, a mí, por ejemplo. La posteridad, en la que merece entrar, no hará a Revilla la debida justicia si, por miramientos mal entendidos, se deja que el vulgo siga admirándole principalmente por sus artículos de crítica contemporánea, y en particular por sus críticas de teatros. Revilla, como tantos otros, se vio sin brújula muchas veces, y aplaudió lo que el público aplaudía, sin más, y le merecieron elogios autores como Sánchez de Castro y otras nulidades. En   -133-   este punto, Cañete fue siempre algo más cauto, y guiándose por su canon, ya que gusto no lo tenía, si aplaudió indebidamente algunas frialdades seudoclásicas y ciertas vulgaridades de moral casera, pudo resistir mejor la tentación de elogiar extravíos y nimiedades de otro género. Su flaco era la buena intención; en cuanto un autor se proponía moralizar, ya tenía a Cañete de su lado. Con esto y un poco de tendencia reaccionaria, se le seducía fácilmente.

También era muy amigo de que se imitara lo más posible a los buenos dramaturgos, y aun prefería la copia a la imitación, como lo probó defendiendo con gran denuedo un drama de Coello, que silbó el público: Roque Guinart. El tal Roque era, no sólo tomado a Cervantes, sino a Schiller: y el Sr. Cañete achacó el mal éxito a la circunstancia de no haber copiado bastante el autor español el drama titulado Los Bandidos.

Pero, en cambio, hay páginas cuasi gloriosas en la vida crítica de Cañete, y casi todas se refieren a su racional resistencia a las audacias de los modernos, que serán modernos y audaces, pero no poetas dramáticos. Cuando la crítica militante contribuyó escandalosamente al éxito de La Pasionaria del Sr. Cano, Cañete fue de los pocos que supieron protestar contra semejante absurdo. Más adelante se rindió al número, admitió a Cano entre   -134-   los favoritos de las musas... y las fealdades que el crítico del Cano antiguo siguió viendo en el autor de Gloria..., se las fue poniendo en la cuenta al Sr. Echegaray, a quien, por cierto, ni Cañete ni Revilla hicieron completa justicia cuando más la merecía y más la necesitaba.

Los que quieran conocer las obras de nuestro crítico con suficientes datos para juzgarlas, no se deben concretar a repasar sus artículos posteriores a la revolución. Cañete fue crítico desde muy joven, y fue claro, sincero, leal, allá en tiempo en que nuestra literatura por poco se vuelve tonta. El teatro de Rubí, por ejemplo, nunca tuvo un admirador muy apasionado en el Sr. Cañete, como él mismo nos lo recordaba hace pocos meses. No quiere esto decir que no haya contribuido el crítico de La Ilustración a la fama injusta, por excesiva, de autores como Eguílaz y otros por el estilo; pero este punto, el de fijar los méritos y las culpas que por aquella época contrajo el señor Cañete, no puede ser tratado sin datos exactos y numerosos, de que ahora no dispongo.

En resumen: en otro país, Cañete, sin más caudal positivo que el de su buena educación literaria, el de sus conocimientos, no hubiera podido aspirar a que se le contara entre los críticos notables de su tiempo; porque en Francia, por ejemplo, hay muchos que tienen la necesaria ilustración, y algunos   -135-   que tienen el gusto, aún más necesario. En España, en la de ahora, Cañete, tratándose de críticos de teatros, puede ser considerado como uno de los menos malos, porque el gusto que a él le faltó les falta a casi todos, y la erudición que él tuvo, aquí la tienen muy pocos.



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ArribaAbajoLa novela novelesca

Sr. D. José Gutiérrez Abascal, director de El Heraldo de Madrid.

Mi distinguido amigo y compañero: Por segunda vez me honra El Heraldo pidiéndome algunas notas acerca de un tema literario; y si en la ocasión anterior no pude complacerle, porque no creí oportuno decir nada del asunto entonces discutido, ahora no rehúso el honor que se me ofrece: primero por no exponerme a que pique en descortesía, o desabrimiento a lo menos, una negativa reiterada, y además, porque en sí la materia que hoy se ventila me parece interesante, aunque no aplaudo ni el modo ni el motivo de tratarla. Por razones particulares, además, deseo poder decir algo de la novela en sus nuevas tendencias, siendo solicitado para ello, no por espontánea oficiosidad; y decirlo, no ejerciendo de crítico ordinario, con carácter hasta cierto punto impersonal, o sea sin deber referirme a mis subjetivismos y asuntos propios. Como tal crítico escribo   -138-   en quinientas partes, y mis ideas acerca del punto de que se trata las expongo dos o tres veces al mes lo menos; pero esta consulta, como todas las de su clase, tiene carácter más personal, le busca al consultado el ánimo y el sentimiento más de cerca, como sorprendiéndole antes de prepararse a la diaria y relativa comedia que, por bien parecer a lo menos, todos representamos, aunque no sea con las de Caín ni con las de Augusto. Considerándolo así, no veo inconveniente en que yo, con la modestia debida, me refiera a mis humildes ensayos de novela en la relación de cómo han sido antaño y cómo van a ser ahora, si después de hablar de lo principal me queda espacio para lo accesorio. Mas antes de proseguir vuelvo a la indicación hecha, de que no aplaudo el modo ni el motivo de discutir coram populo el tema que ustedes han tomado de la prensa francesa.

No aplaudo el modo, porque si bien creo hasta muy patriótico y de muy buen gusto que periódicos del mérito de El Heraldo concedan mucha atención y consagren cuidados y dinero a la vida literaria, pienso que este interés y este sacrificio deben emplearse en otra forma: non vi, sed sæpe cadendo. El arte es un erizo para todo profano. En cuanto hay barullo, el arte se hace una bola y no quedan más que pinchos para el lector curioso.   -139-   En cuanto la poesía se lleva al terreno práctico y social, se apoderan de ella los señores de la comisión; en cuanto se la convierte en plato del día, la devoran los trogloditas de la vanidad en letras de molde.- A todo escritor le gusta ser leído, y más cuando de eso come; pero el pudor, hasta la dignidad, aconsejan al que se estima no ser parásito de la moda ni de la publicidad aleatoria. Había un sacamuelas que sacaba gran ventaja en la venta de los específicos a todos los de su industria; y como le preguntaran la causa de su fortuna, respondió: «Es que yo siempre estoy en el lugar del siniestro o en el teatro del crimen». Hay escritores, dignos de lástima sin duda, que siempre están vendiendo específicos donde la gente se amontona, no por ellos, sino porque alguien se cae de un andamio, o de un nido, o cosa por el estilo. Esto, para el que olvida la honestidad literaria, tiene sus ventajas; pero, por la pícara ley de adaptación al medio, también tiene un inconveniente, a saber: que tales escritores cada día tienen más aspecto de ranas. No rehuyo la publicidad; sé lo que nos importa a los que vivimos de vender artículos y libros; pero si no renuncio a que el lector encuentre mi nombre en la sopa, quiero que sea en pastas que salgan de mi propia fábrica. ¡Yo sé de un literato que le pegó un anuncio en la espalda a un reo de muerte!

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A más de eso, amigo Abascal, estos artículos y consultas de ocasión, de grandes tópicos de publicidad, tienen el mismo defecto que las poesías de circunstancias. El consultado, el sorprendido, casi siempre tiene que improvisar, e improvisar sin inspiración. Añádase a ello que sobre los temas impuestos han llovido mares de vulgaridades, y también lo más racional y oportuno suele estar ya dicho. ¿Qué ha de hacer el que quiere distinguirse, o no quiere, por lo menos, ser reloj de repetición? Pues lanzarse a la paradoja o al estilo sibilítico. Hay que dislocar el ingenio o remedar a Don Tomás, el autor de la oda a la Continencia.

En cuanto al motivo de tratar nosotros, aquí en España, ahora precisamente, la cuestión de la novela novelesca, tampoco me agrada. Y entro indirectamente en materia. Usted me conoce y sabe que no soy sospechoso de patriotería intelectual; no me parezco en nada a esos puristas de presa, a esos partidarios de la balanza de comercio literaria que quieren convertir las aduanas de las letras en fortalezas inexpugnables. En punto a patriotismo literario, yo apenas me tengo por español... a no ser en caso de invasión extranjera.

Pero, francamente, me molesta un poco que en España, en Madrid particularmente, nos pongamos a pensar si conviene volver a la novela... novelesca, porque el Sr. Prevost ha tenido la fortuna   -141-   de que en París se fijara la atención en él viéndole tratar un tema que no tiene nada de nuevo.

Lo que ahora dice ese joven no han dejado de decirlo ni un solo día los novelistas de folletín y los parientes y sucesores de los antiguos novelistas de aventuras y maravillas. Mas no insisto en este aspecto de la materia, porque esa misma observación ya la han hecho varios escritores, por ejemplo, Jorge Ohnet y Emilia Pardo Bazán. Más nuevo será contradecirme a renglón seguido, hasta cierto punto, y salvando la contradicción por un distingo. En efecto, lo que parece darse a entender con eso de la novela novelesca, es reclamación antigua, vulgar, superficial, y, francamente, despreciable; pero M. Prevost da explicaciones a sus palabras que las desvirtúan, o, mejor, lo contrario: que les dan una virtud que ellas de por sí no tienen. M. Prevost dice: «Novelesca, no en el sentido de una más amplia fábula, sino de mayor expresión de la vida del sentimiento». Esta es harina de otro costal; y aunque la cuestión, así vista, tampoco es nueva, ya no es la de los folletinistas; y es de las que más ocupan la atención de los críticos que siguen con interés y reflexión el movimiento de las tendencias artísticas y espirituales. En tal sentido, M. Prevost es uno de tantos jóvenes inteligentes que tratan un punto que es objeto de muy serias y profundas investigaciones en todos los países de   -142-   arraigada cultura. La hermosísima carta de Alejandro Dumas a Prevost coloca el asunto en un tono elevado y de trascendencia, que en rigor le corresponde. En llegando a esta ocasión, poco importa hablar de esto por uno y otro motivo. ¿Hay quien atienda? Pues hablemos.

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Lo más importante es el aspecto de la cuestión a que llega Dumas. No se trata de volver a escribir Los Mosqueteros; muchos de los que los echan de menos, no los leerían, aunque corrieran vestidos a la moderna. Que el público de París esté cansado o no de las novelas de los naturalistas de segundo y tercer orden, ni tiene interés para nosotros, ni es grave pleito; si ese público leyese las obras maestras antiguas y modernas, de todas las literaturas y de todas las escuelas, particularmente las obras maestras que no son de escuela alguna, no le quedaría tiempo para aburrirse con la difícil digestión de tantas y tantas moliendas de naturalismo fabricado a máquina. Todo eso se hace pesado. Ciertamente. Mas ¿para qué las leen ustedes? Las novelas de los que no debieran escribirlas, siempre han sido, son y serán de un género insoportable. Julio Lemaître se quejaba, en una boutade o salida, de que los maestros no se contentasen con escribir sus obras maestras.

Buen remedio; el lector es el que puede escoger   -143-   esas obras entre las que el maestro deja sin saber cuál le salió mejor. Si el público siguiera este criterio de lectura, que es el de los verdaderos hombres de gusto y de instrucción seria; si el público procurase ser, en espíritu, contemporáneo de todos los grandes autores, de todas las escuelas, de todas las tendencias, no habría tanto aburrimiento, ni tanta variación del gusto, ni la moda tendría, ni con mucho, en literatura, la importancia que se le concede. Al que procura leer bien, con selección prudente y reflexiva, Zola, por ejemplo, no le cansa, porque cada nuevo libro suyo lo lee entre docenas de libros de todos los tiempos, de todos los países.

Yo acabo de leer, v. gr., El Ramayana, que, traducido en prosa, es para mí una gran novela novelesca. ¡Qué nuevo, qué hermoso, que simbolista, qué fin de siècle me ha parecido el poeta! ¿No quiere M. Prevost sentimiento? Pues ahí lo tiene, en aquel amor de Rama a su esposa, del padre de Rama a su hijo, de Rama a su hermano... Pues ¿y la historia? La historia, según la escribieron los griegos y algunos romanos, y según la escriben los modernos historiadores artistas, es la novela novelesca más admirable. Leed la descripción de Antioquía corrompida, o la de Roma el 4 de Agosto del año 69 de nuestra Era, o la de Jerusalén destruida por Tito, todo ello de mano de   -144-   Renan; ¡aquello es novela naturalista y novelesca todo junto! Pero no es esta la cuestión verdadera, repito. El caso es que el naturalismo, que ha traído al arte literario muchas verdades y legítimos procedimientos, no está solo en el mundo, ni debe estarlo; como el positivismo, considerado en general, como una solución filosófica, no está solo en las tentativas científicas de la humanidad que reflexiona y que observa. Así como los que no seamos positivistas admiraremos, y estudiaremos, y aprovecharemos las lecciones y los descubrimientos de esta escuela, y no continuaremos nuestras tareas de pensadores sin asimilarnos lo que el positivismo encierra de sólidamente científico, del propio modo fue necesario que el naturalismo, en lo mucho que tenía y tiene de bueno, prosperase en el arte, y que lo defendiesen y propagasen todos los hombres de recto criterio artístico que de él esperaban algo que venía a su hora, que estaba haciendo falta, aunque no fueran partidarios de dicha escuela o tendencia con el exclusivismo de los sectarios. Ea este sentido yo estoy dispuesto a defender el naturalismo, el verdadero, con tanto calor como el primer día; y todo lo que sea tendencia a borrar lo vivido, a renegar de lo afirmado, a volver a las andadas, me parece absurdo y ridículo.

Pero el naturalismo y el positivismo se daban la   -145-   mano en la idea y en el propósito de los naturalistas franceses, y en este punto no podíamos seguir a los naturalistas los que veíamos el vicio capital de la crítica de Zola en su limitado, exclusivista y, en suma, falso concepto de la ciencia y de sus relaciones con el arte.

En filosofía hay un movimiento que no suprime el positivismo, sino que lo disuelve en más alta y profunda concepción; y es natural que en la literatura se observe una tendencia análoga. Se habla, con mayor o menor prudencia y parsimonia, de la futura metafísica, que no será una reacción, sino otra cosa que es lógico que no podamos encerrar, hoy por hoy, en una fórmula; pues es natural que en el arte se columbre una reforma que pueda llamarse futuro idealismo, acordándose de Platón, pero no de M. Feuillet, ni menos de nuestro simpático Luis Alfonso.

El movimiento tiene mucha más trascendencia que la que llegan a concederle los que no ven en él más que un capricho del boulevard, un reclamo de la juventud literaria de París, y, a lo sumo, una capillada del diablo harto de carne. Verdad es que con esa tendencia, que puede calificarse de general, y que, por ejemplo, en Rusia es hasta clásica, coincide y hasta se relaciona esta efervescencia de misticismos, simbolismos e idealismos más o menos sospechosos o sinceros de la nata y flor   -146-   de la juventud literaria francesa; pero no hay que confundir las cosas, ni tampoco por qué despreciar en montón los resultados posibles de esos mismos fenómenos de idealidad que en las letras de París se notan.

Un día y otro publican las revistas filosóficas trabajos que acusan tendencias armónicas, evidentes transformaciones del positivismo, restauraciones de las tendencias filosóficas de otros días, aunque dirigidas por rumbos nuevos; y aún más se nota ese afán generoso de paz, armonía, inteligencia, en la literatura religiosa, como lo acreditan multitud de libros de sacerdotes cristianos, protestantes y católicos, y de librepensadores religiosos. ¿Por qué no ha de reflejarse todo esto en la literatura, y por qué no ha de ser una legítima manera nueva del pensamiento artístico este idealismo, o lo que sea, sin necesidad de negar nada de lo contrario, ni dar por muerto ni exhausto lo que, curado de exclusivismos, es todavía oportuno, todavía tiene verdadera misión que cumplir?

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Doña Emilia Pardo Bazán, cometiendo un tropo que tiene bastante novedad, y que consiste en tomar el autor de un libro por el que le pone un prólogo, decía aquí mismo, no hace muchos días, curándose en salud, que ella consideró el naturalismo, cuando lo expuso y defendió, como una especie   -147-   de oportunismo. Doña Emilia es muy dueña de prescindir de mi humilde personalidad, usando también de cierto oportunismo; pero lo cierto es que, en el libro de doña Emilia, La cuestión palpitante, donde se dice eso de oportunismo naturalista es en el prólogo, que está firmado por el que suscribe; y los prólogos suelen ir delante de lo demás: de modo que, aunque doña Emilia después haya dicho eso mismo, que no lo recuerdo, al fin y al cabo lo dije yo antes. Y así debió entenderlo el distinguido literato D. Luis Vidart, que en un artículo de la Revista de España me atribuye la paternidad del calificativo y la teoría correspondiente, que es lo que importa. Por supuesto que antes que yo y que doña Emilia, si lo dijo también, lo habrán pensado y dicho otros muchos, y no hay por qué darse tono con el hallazgo; pero a mí, por tratarse ahora de lo que se trata, me importa consignar que originalmente he calificado hace diez o doce años de oportuna, no de exclusiva, la tendencia naturalista, y que esto me autoriza para afirmar ahora que puede haber otra oportunidad nueva para otra cosa nueva, sin que demuestre esto contradicción y ligereza por mi parte.

Lo mismo que sostuve entonces el derecho a la vida del naturalismo, sostengo hoy el derecho a la vida de esas otras cosas que doña Emilia llama merengadas y natillas, y que son nada menos   -148-   que la literatura psicológica y particularmente estética.

La ilustre escritora gallega ha declarado, en uno de sus últimos folletos, que ella no es hembra de sentimiento; y aunque ya lo habíamos conocido, dicho y lamentado, todavía a mí me causó disgusto la demasiado ingenua declaración; porque si doña Emilia creyera que el tener sentimiento es cosa buena, de moda, no hubiera hecho alarde de carecer de tal excelencia. Pero, en fin, esto pase, porque sólo nos importa desde el punto de vista de lo que ganarían nuestras letras con que la única literata de verdad con que contamos tuviera, además de inteligencia, corazón. Lo que no puede pasar es el desprecio que doña Emilia muestra a las tendencias espirituales y religiosas de la nueva generación literaria, a esas tendencias que con tan elocuentes palabras tomó en consideración Dumas en la citada carta, ya traducida por El Heraldo.- Había un pobre que tenía dos camisas, una sobre el cuerpo y otra en una pieza de tela que había en una tienda. La camisa de la tienda era para los días que repicaban gordo. No falta quien se cree más seriamente religioso que la pobre gente nerviosa e impresionable, dejando la religión para las grandes solemnidades. Sin haber meditado bastante lo que significa la ubicuidad divina, doña Emilia rompe la realidad y la literatura,   -149-   en dos, una mitad se la da a Dios, y la otra al diablo. Y la del diablo, que merece menos consideraciones, es la única estropeada por el uso. Dice la ilustre dama que no tiene sentimiento: «El que quiera ser edificado, deje las futuras novelas idealistas y aténgase a la Imitación de Cristo». Eso es; y a los demás, que los parta un rayo.

Pero ¿no hay que edificar también, si se puede, a los que no leen la Imitación? ¡Pues si esto es lo más importante, lo más arduo, lo que más arte pide! Se puede moralizar hasta en una orgía. Los grandes arrepentimientos han solido venir en medio de los grandes pecados; Jesucristo andaba entre publicanos. Por otra parte, los que han leído la Imitación y la saben de memoria, ¿no han de leer ya más que Insolaciones? Y la Imitación, con ser mucho, no es todo; hay mucho más. Nadie dirá, por ejemplo, que después de Kempis, nada enseña Schleiermacher. Si el diablo harto de carne se mete fraile, no hay que hacerle caso, porque es el diablo; pero si una juventud entera, almas de Dios, muestra cierta tendencia a la espiritualidad, a vivir de ideas santas, a gustar la poesía de lo absoluto, no nos burlemos de ella, y recordemos que por ahí empezó San Ignacio, y que ante un espectáculo naturalista se movió a la santidad un San Francisco, que, viendo la belleza podrida, se enamoró de la incorruptible.

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Ya sé que doña Emilia ha estado en París muchas veces, y conoce las bromas y las farsas de los muchachos despiertos e inquietos de aquellos boulevares, y hasta sé que ha visitado el Gato Negro; pero eso no la autoriza para tenernos por tontos a los que no hemos visto ese Gato. No, señora; no tema usted que nos dejemos engañar por el primer chico de la prensa de allá que quiera hacerse notar discurriendo diabluras místicas. Es más: si usted nos dice que no nos fiemos, v. gr., de las veleidades místicas del poeta Richepin, no tenemos inconveniente en complacerla. Pero hay otros, señora, hay otros. Y aunque en el boulevard, que, según dice un crítico, a ciertas horas es místico, no hubiera más que podredumbre, esa idealidad nueva, ese anhelo sincero de espiritualidad reformada, avisada, parsimoniosa y prudente existe en otras partes: en España mismo, como lo prueban recientes escritos de nuestro insigne Menéndez y Pelayo, del estudioso y muy inteligente Rafael Altamira, y varios otros. Y ya que cito a Menéndez y Pelayo, recordaré que este nos recordaba hace unos días, señora Pardo, el logos spermáticos de San Justino, y el alma naturaliter christiana de Tertuliano. No olvidemos, doña Emilia, el logos spermáticos, por el cual la Sabiduría Eterna derrama sobre todos los espíritus la suficiente gracia de conciencia para que puedan elevarse, por las fuerzas naturales, al   -151-   conocimiento parcial del Verbo diseminado en el mundo.

«Todos los que han vivido conforme al Verbo -sigue Menéndez y Pelayo diciendo que dice San Justino- pueden llamarse cristianos, aunque hayan sido tenidos por ateos». En eso estamos; tal es la situación del mundo; el logos spermáticos es el que ha de fecundarse si se quiere fruto de provecho. Estas enseñanzas, las palabras animadoras de Dumas, valen más que esas natillas y merengadas batidas desdeñosamente por la Pardo con la Imitación de Cristo.

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Si la literatura se acerca a la piedad, dejadla ir, y no la pidáis hipoteca. Y el mejor camino para la piedad, a partir del arte, es el del sentimiento y la poesía. Con murallas de la China y abstractas y áridas discusiones de lo profano y lo religioso, viviremos, señora Pardo, en perpetuo divorcio. ¿Sabe usted por dónde veo yo que se acerca la unión de las almas nobles de uno y otro bando? Por el dulce nombre de Jesús, señora. Hay sacerdotes ahora que escriben la historia de Cristo a lo humano, sin que pierda nada de lo divino, y hay libre-pensadores que la escriben sin dejar de ser científicos, con la intuición de lo misterioso, de que, en efecto, está penetrada.

Renan, el glorioso Renan, a quien Dumas, con   -152-   razón, en sus inspiradas palabras, coloca en el pedúnculo primero de este movimiento ideal de que trato, dio el primer paso con su Historia de Jesús, con sus Apóstoles y su San Pablo, tan mal comprendidos por los fanáticos de una y otra parte; y ahora, sea emulando su arte, sea con otro propósito, aparecen historias de Jesús como la del Padre Didón, que profundiza los elementos naturales y sociales de la vida del Nazareno y de la influencia de su obra en el mundo; como la del inglés Eclershein, también sacerdote, aunque no católico, que escribe de la vida y de los tiempos del Mesías, y estudia también el valor del medio geográfico, étnico, etc., etc., en la vida de Jesús; como la del alemán Hugo Delff (Historia del Rabbi Jesús de Nazareth), el cual, aunque librepensador, llega a decir que «la voz de Jesús resuena todavía hoy viva en la conciencia, y en ella obra su espíritu». Este mismo Delff, que, como dice Chiappelli, no participa de los compromisos teológicos de los sacerdotes nombrados, considera a Jesús «como un genio, como un héroe religioso y moral, uno con Dios, y sus palabras son palabras de Dios, y sus obras, obras de Dios». En sentido análogo se expresa Tolstoi, y yo pienso que cualquier alma serena y bien sentida, que, sin fanatismo positivo ni negativo, se acerque a la figura de Jesús y medite en la misteriosa influencia de su personalidad y   -153-   de su ejemplo y doctrina sobre la sociedad y sobre el individuo, no podrá menos de reconocer allí, sin salir de lo natural, una misteriosa y singular exaltación de la conciencia humana a la comunicación con lo ideal, algo único en la historia, y, como dice Carlyle, «la voz más alta que fue oída jamás sobre la tierra...». ¡Carlyle! El poeta-crítico de Odino y de Mahoma, es también el que dijo, aludiendo a Jesús: «El más grande de los Héroes es Uno que no nombraremos aquí. ¡Que un silencio sagrado medite sobre esta materia sagrada!...». «El acontecimiento más importante de los cumplidos en el mundo, está en la Vida y en la Muerte del Hombre Divino, en Judea...».

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¿A qué vienen esta digresión y estas citas? ¿Qué tiene que ver todo eso con la novela novelesca? Si la novela novelesca quiere decir nada más un nuevo afán del vulgo, que se aburre con el hastío a que, según Shakspeare, están condenados los espíritus pequeños; si la novela novelesca significa la restauración del disparate picaresco y seudo-romántico, nada tiene que ver todo lo anterior con el asunto; pero en tal caso, tampoco yo quiero perder el tiempo hablando de tales vaciedades. Mas si la novela novelesca significa una protesta nueva de esa juventud literaria, que busca idealidad o poesía, entonces, lejos de haber abandonado   -154-   en los párrafos anteriores la cuestión, he penetrado en su núcleo. Porque mostrado que existe el nuevo anhelo, la nueva aspiración religiosa y filosófica, ¿hace falta demostrar la legitimidad de una nueva literatura que sea su expresión artística?- Sí, mil veces sí: el naturalismo en los grandes maestros, ni cansa todavía, ni debe cansar jamás, ni decae, ni nada de eso; tiene por delante mucho camino; pero la novela psicológica también pretende con derecho una restauración, y no falta en Francia ni en otros países quien la procure, ni público que la acoja con cariño. Y es particularmente legítima la forma de la novela que atiende al alma, no por el análisis, sino por su hermosura, por la belleza de sus expansiones nobles, no menos bellas que la formidable lucha de sus pasiones; es legítima y es oportuna la novela de sentimiento.

Y por mi parte añadiré que hay otra cosa que suelo echar de menos en las novelas contemporáneas...: la poesía. Sí: suele faltar la poesía en un sentido restringido y algo vago de la palabra; sentido que se explica mal, pero que todos comprenden bien; sentido al pensar en el cual se piensa un poco en lo lírico y hasta en lo musical, en cuanto cosa del espíritu. La novela contemporánea, si bien con excepciones, es poco poética; aunque sea obra de grandes estilistas. Le Rêve, de Zola, es algo poética, y podría serlo mucho más;   -155-   Madame Bovary, con ser tan gran libro, es poco poética, a no ser al final, que es pura poesía... Pepita Jiménez y El Amigo Manso y Marianela, son algo poéticas. Pero ¿qué es la novela poética? No lo puedo explicar, a lo menos en pocas palabras; pero estoy seguro de que sería muy bien venida. De esa novela, que tendría mucho de lo que pide Prevost, más que otras cosas, sacaríamos impresiones parecidas a ese perfume ideal que dejan los lieder, de Goethe; el Reischebilder, de Heine; las Noches, de Musset; cualquier cosa de Shakspeare... y el hálito ideal de Don Quijote.

Además, en la literatura de estas décadas, como dicen bien algunos simbolistas, también suele faltar la nota de la alegría sagrada. Debemos ser sinceros; y cuando el alma, por su fortuna, se siente en el ápice de la armonía, sea o no soñada, y goza de esa voluptuosidad lícita de sentir las íntimas relaciones bellas de las cosas, no debemos ocultar este feliz estado, por miedo a que nos cojan en contradicción. Hay que ser como la amiga de Saccard, en El Dinero, de Zola...; y hay que ser como Ernesto Renan, a quien acusaron de escéptico, porque ni cierra los ojos a las tristezas misteriosas de la vida, ni apaga los gritos del alma cuando una brisa de amor o de esperanza hace vibrar sus cuerdas, pues el alma sincera y noble y franca siempre tiene algo de lira.

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Y si no fuera porque he escrito demasiado, aquí me detendría yo a tratar lo más interesante del asunto para nosotros: la referencia de todo él a las letras españolas.

Me contentaré con rápidas indicaciones.- En España, la novela buena es cosa de muy pocos, y aun algunos de esos suelen producirla mediana. No hay ni ha habido naturalismo en el concepto de la palabra que se ha hecho clásico. Lejos de estar hartos de exactitud científica, de novela sabia, estamos muy necesitados de todo lo que sea reflejo literario de general cultura; y en esto habla como un sabio doña Emilia Pardo Bazán, que es uno de nuestros espíritus más educados en la cultura armónica. Nuestro realismo es muy nuestro; en efecto, nos viene de raza. Pero no todo en él es flores. Nuestra novela realista de otros siglos valió mucho, en efecto; pero valió mucho menos que nuestro teatro, y que algo de nuestra lírica, y que la prosa de nuestros místicos.

Claro está que queda excluido de esta observación el Quijote, que, en rigor, es mucho más idealista que realista. La novela de sentimiento, novelesca en este sentido, nos vendría muy bien a nosotros, no como triaca de excesivo análisis intelectual y fisiológico, que tampoco sobraría, sino como remedio de nuestra castiza sequedad sentimental, que hace, por ejemplo, que nuestro teatro se parezca   -157-   al latino en aquella ausencia de madres que condena a la musa dramática española a cierta orfandad triste y fría.

No es necesario advertir que lo que se echa de menos no son sensiblerías, ni novelas azules. No se me podrá acusar a mí de partidario del azul en las artes, si se nota que jamás he consagrado cánticos de entusiasmo a Fernán Caballero, y que no es otro Fernán lo que yo siento que la naturaleza nos haya negado, sino un Jorge Sand español, momento literario que no hemos tenido y que hubiera sido aquí más oportuno que realismos y naturalismos, con ser estos bien venidos.

La novela española, que ha sido poco psicológica, apenas ha sido apasionada, además de no ser poética. Hoy, para ser Jorge Sand al pie de la letra, es tarde; pero quiera Dios que, inspirándose en las natillas y merengadas que a doña Emilia empalagan, aparezcan novelistas, poetas, psicólogos sentimentales y piadosos, no para eclipsar, que sería difícil, pero sí para completar la obra de los Galdós, Peredas, Valeras y Alarcones. Y que no se olviden las máscaras alegres, porque también mucho es la risa en el mundo.

Concluyo, y recuerdo que no he hablado de mis ensayos novelescos, como había convenido al principio. Más vale así. Siempre es tiempo para no hablar de sí mismo.- Suyo, CLARÍN.



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ArribaAbajoEntre bobos anda el juego

Con muy buen acuerdo, los Sres. Valera y Campoamor han publicado, en un tomo elegante de la casa Sáenz de Jubera, su ya famosa polémica acerca de la Metafísica y la Poesía. La cuestión principal, pues hay muchas secundarias, accesorias e incidentales, consiste en averiguar si la metafísica y la poesía tienen utilidad o no la tienen. El Sr. Campoamor, que es el que sostiene la utilidad de tan grandes cosas, tendrá que confesarnos que la poesía no sirve, por lo menos, para ser senador por la Universidad de Oviedo. Muchos catedráticos de esta escuela, algo metafísicos y poéticos algunos, con el rector y el decano a la cabeza, quisieron, contando con la aquiescencia del Sr. Cánovas, también algo poeta, que el Sr. Campoamor representara en el Senado, como hombre ilustre por sus letras y natural de Asturias, al primer centro docente de la provincia. Pero el señor   -160-   Pidal, que no es nada poético, y se va olvidando de su antigua metafísica, creyó que a una Universidad le cuadraba un senador que no fuera ni bachiller, y escribiese tube, así, con b, mejor que un vate ilustre como D. Ramón. Y dicho y hecho: Campoamor, por disciplina, no se presentó siquiera; y el barón, con b también, de Covadonga, salió triunfante de la urna académica, demostrando la inutilidad de la poesía y de la metafísica.

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Estas bromas, que en el fondo son algo tristes, no huelgan por completo aquí, porque algunos de los argumentos de Valera se parecen al de la senaduría, y no lo negará él por cierto. Hay muchas personas, las más, que aunque otra cosa crean, no son capaces de reconocer lo serio como no vaya con uniforme; en cambio, los pocos que le tienen afición verdadera, y de amarlo viven, lo reconocen, por misterioso atractivo, debajo del disfraz más caprichoso. Valera y Campoamor son dos de los españoles más seria y profundamente preocupados... no (no es esta la palabra), interesados, por las grandes ideas, por la verdad y la belleza puras: y sin embargo, a muchos no se lo parece, porque dichos poetas no se deciden jamás a prescindir de su ingenio cuando escriben.

Que el que no tiene gracia escriba sin ella, no la tiene. Es absurdo pensar que el hombre soso,   -161-   vulgar, que no puede llevar a los asuntos que trata más que lo que ellos dan de sí, posee, sin más que esto, una ventaja sobre el hombre ingenioso, que tiene el cerebro lleno de prismas, como los ojos de ciertos bichos, los cuales, merced a las facetas de su órgano visual, en vez de ver un solo mundo miserable, como nosotros, contemplan miles de mundos que resultarán maravillosos.

Toda inteligencia refleja la realidad, y el que va a estudiar la realidad en la inteligencia ajena, se engaña si cree que allí puede encontrar más que el reflejo... que a su vez es una realidad como otra cualquiera. La luz se refleja en un pedazo de vidrio plano, y se refleja en un riquísimo brillante; pero ¡de cuán diferente manera! ¿Es que nos engaña el brillante dándonos el reflejo deslumbrador y de colores? Tan de la luz es, al tropezar con un brillante, producir aquellos efectos mágicos, como el repetirse tontamente, y debilitada, en un vidrio roto.- El que vaya a estudiar metafísica y estética de la poesía en la polémica de Valera y Campoamor, sin haber visto la luz directamente, sin saber por su cuenta de estas cosas, gritará, como han gritado ya algunos: «¡engaño!, ¡trampa!, ¡falta de formalidad!». No es la primera vez que se les encara a Valera y a Campoamor uno de esos críticos que luego lo dejan, para decirles que no son polemistas serios.

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D. Francisco Giner, que es un verdadero filósofo, un sabio tan serio como puede serlo el que más, y goza de un espíritu tan flexible como se necesita para comprender y sentir las cosas profundas que dan interés real a la vida; Giner ha dicho hace mucho tiempo, juzgando uno de esos libros de filosofía genial, casi humorística, de Campoamor, que es preferible, con mucho, de muy superior enseñanza, el estudio de este subjetivismo de un pensador poeta, al estudio de cualquier exposición de segunda mano del sistema filosófico más formal..., pero probablemente no menos subjetivo.

Así es la verdad. Esa filosofía de hacer oposiciones, o de llenar revistas, pocas veces es digna de una atenta lectura siquiera; a las primeras de cambio se nota la falta de originalidad, la rapsodia, y, lo que es más grave, la ausencia de rigoroso método. Esos autores serios -hoy generalmente positivistas o neoescolásticos- a pesar de toda su seriedad, suelen comenzar por el medio, por una petición de principio, dando por convenidas muchas cosas que sería necesario mostrar y demostrar; y viendo y considerando todo esto, el lector foncièrement serio y atento a la verdad, ya se desanima y deja de esperar cosa alguna verdaderamente científica; y con esto y la falta de amenidad que suele acompañar a tales estudios formales, basta para que se doble la hoja y aquel día   -163-   se haga lo que Francesca y Paolo con el libro de Galeotto, aunque por motivo muy diferente.

No hay tal peligro en la polémica de Campoamor y Valera. Desde luego se ve que aquello no es ciencia, ni pretende serlo: y en cambio es vigoroso ejercicio intelectual y donosísimo alarde del ingenio en las más nobles y delicadas regiones del espíritu.

Lo que Renan hace, él solo, en sus famosos ensayos de dialogismo, lo hacen Valera y Campoamor entre los dos, repartiéndose los papeles; pero no como sofistas o comediantes, sino contando cada cual con el color del cristal por donde el otro mira, y teniendo en cuenta, al resumir las de la discusión, lo que pudiéramos llamar la tara de su jamás negada personalidad literaria, cuyo peso ya saben que el lector discreto ha de descontar al poner en la balanza de su criterio los argumentos de una y otra parte.

Si Campoamor y Valera, en su graciosa y sugestiva discusión acerca de la utilidad de la metafísica y la poesía, se hubieran ido derechos al bulto, no hubiéramos tenido grandes novedades científicas, porque la cuestión, planteada directa y exactamente, tropieza pronto en afirmaciones opuestas, que obedecen a sendos sistemas filosóficos, cuyas capitales cuestiones no pueden tratarse en esta particular materia, sino en la general del fundamento   -164-   metafísico; y lo que sería peor, no hubiéramos podido saborear los matices de los episodios y de las digresiones en que han lucido Valera y Campoamor su ingenio, su travesura, su profundidad humorística como pensadores; y Valera, además, una escogida y razonada erudición en lo que podría llamarse, usando un modismo que acaso sedujera a la señora Pardo Bazán, la sismología filosófica.

No negaré que a veces las paradojas de Campoamor pasan de castaño oscuro, ni que las perífrasis de pensamiento de Valera a ratos impacientan al lector más benévolo, dando ocasión, por ejemplo, a cierta frase que yo hube de emplear, no recuerdo cuándo ni dónde, y que Campoamor y Valera se lanzan, como pelota, uno a otro, por cierto que transformándola un poco. Yo había dicho, tal creo recordar, que a veces parecía que los dos insignes escritores se hacían los tontos; y ellos, por boca de Valera, acaban por maliciar que pueden llegar a serlo de veras. Téngolo por imposible; y aunque para mí es una honra muy grande haberles servido de mingo en varios pasajes de su polémica -a Campoamor singularmente-, no quiero dejar sin protesta lo de tenerlos yo, ni en hipótesis, por tontos. Ellos son los que, alambicando, han llegado tan cerca de esa disparatada conclusión; pero no yo, que si alguna vez me meto   -165-   en sutilezas, no ha de ser para poner en duda la agudeza de dos de los españoles más listos que conozco.

Entre las personas discretas e ilustradas que ya han juzgado la polémica de los ilustres académicos, merece particular consideración doña Emilia Pardo Bazán, la cual, aunque de sobra perspicaz para saber transportar a su verdadero sentido la discusión famosa, a veces olvida que lo principal aquí es el juego como juego, la gimnástica de la fantasía asesorada por el estudio, la reflexión y el sentimiento; y toma las cosas al pie de la letra y en un tono impropio del caso.

Pero aunque así sea, no cabe negar que a veces, aunque sin humor ni gracia siquiera, doña Emilia tiene razón contra ambas partes; por ejemplo, cuando se trata de la comparación del verso y de la prosa. En este punto yo suscribo cuanto dice doña Emilia, y no es esta la primera vez que lo suscribo; pues su misma doctrina, aunque expuesta con peor estilo, la tengo yo hace tiempo estampada en un folleto dedicado a estudiar cierta apología de la poesía... en verso, del Sr. Núñez de Arce.

En efecto, tiene razón la escritora gallega; la prosa no siempre sirve para escribir comunicados, mensajes parlamentarios, anuncios y cosas por el estilo; la prosa a veces sirve para escribir los Diálogos   -166-   de Luciano o los de Platón, el Quijote, la Tentación de San Antonio, El Genio del Cristianismo, o Pepita Jiménez; y en estos y otros muchos casos, las buenas palabras, aun sin consonante ni ritmo regular y ostensible, son algo mejor que perlas en una cazuela y esas otras pequeñeces que quiere Campoamor.

Para concluir, diré que el Sr. Valera ha enriquecido la polémica al publicarla en un libro, con notas de mucho interés, y merece particular mención la que dedica a un libro español, titulado: Filosofía de lo maravilloso positivo, cuyo autor, el Sr. Sánchez Calvo, es todo un pensador, que sabe escribir con gran amenidad y saca fruto de muchas y variadas lecturas. Por cierto que el señor Valera me ha ofrecido hablar largo y tendido del libro del Sr. Sánchez Calvo, y todavía no ha cumplido su promesa.