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Escenas y tipos matritenses

Ramón de Mesonero Romanos



[Nota preliminar: Edición digital a partir de la de Madrid, Imprenta y Litografía de Gaspar Roig, 1851 y cotejada con la edición crítica de Enrique Rubio Cremades (Madrid, Cátedra, 1993). Hemos incluido también los cuatro artículos que el citado autor incorpora procedentes de otras ediciones al margen de la arriba indicada. Para la identificación y localización de todos los artículos debe consultarse el aparato crítico de la citada edición preparada por Enrique Rubio Cremades.]



Primera época (1832 a 1836)






ArribaAbajoLas costumbres de Madrid


Dificile est proprie communia dicere.


Horat.                



Este que llama el vulgo estilo llano,
envuelve tantas fuerzas, que quien osa
tal vez acometerle, suda en vano.


Lupercio de Argensola.                


Grave y delicada carga es la de un escritor que se propone atacar en sus discursos los ridículos de la sociedad en que vive. Si no está dotado de un genio observador, de una imaginación viva, de una sutil penetración; si no reúne a estas dotes un gracejo natural, estilo fácil, erudición amena, y sobre todo un estudio continuo del mundo y del país en que vive, en vano se esforzará a interesar a sus lectores; sus cuadros quedarán arrinconados, cual aquellos retratos que, por muy estudiados que estén, no alcanzan la ventaja de parecerse al original.

El transcurso del tiempo y los notables sucesos que han mediado desde los últimos años del siglo anterior, han dado a las costumbres de los pueblos nuevas direcciones, derivadas de las grandes pasiones e intereses que pusieran en lucha las circunstancias. Así que un francés actual, se parece muy poco a otro de la corte de Luis XV, y en todas las naciones se observa la misma proporción.

Los españoles, aunque más afectos en general a los antiguos, no hemos podido menos de participar de esta metamorfosis, que se hace sentir tanto más en la corte por la facilidad de las comunicaciones y el trato con los extranjeros. Añádanse a estas causas las invasiones repetidas dos veces en este siglo, la mayor frecuencia de los viajes exteriores, el conocimiento muy generalizado de la lengua y la literatura francesas, el entusiasmo por sus modas, y más que todo, la falta de una educación sólidamente española, y se conocerá la necesidad de que nuestras costumbres hayan tomado un carácter galo-hispano, peculiar del siglo actual, y que no han trazado ni pudieron prever los rígidos moralistas, o los festivos críticos que describieron a España en los siglos anteriores. Es a la verdad muy cierto que, en medio de esta confusión de ideas, y al través de tal extravagancia de usos, han quedado aún (principalmente en algunas provincias) muchos característicos de la nación, si bien todos en general reciben paulatinamente cierta modificación que tiende a desfigurarlos.

Los franceses, los ingleses, alemanes y demás estranjeros, han intentado describir moralmente la España; pero o bien se han creado un país ideal de romanticismo y quijotismo, o bien desentendiéndose del trascurso del tiempo, la han descrito no como es, sino como pudo ser en tiempo de los Felipes... Y es así como en muchas obras publicadas en el extranjero de algunos años a esta parte con los pomposos títulos de La España, Madrid o las costumbres españolas, El Español, Viaje a España, etc., etc., se ha presentado a los jóvenes de Madrid enamorando con la guitarra; a las mujeres asesinando por celos a sus amantes; a las señoritas bailando el bolero; al trabajador descansando de no hacer nada; así es como se ha hecho de un sereno un héroe de novela; de un salteador de caminos un Gil Blas; de una manola de Lavapiés una amazona; de este modo se ha embellecido la plazuela de Afligidos, la venta del Espíritu Santo, los barberos, el coche de colleras y los romances de los ciegos, dándoles un aire a lo Walter Scott, al mismo tiempo que se deprimen nuestros más notables monumentos, las obras más estimadas del arte; y así en fin los más sagrados deberes, la religiosidad, el valor, la amistad, la franqueza, el amor constante, han sido puestos en ridículo y representados como obstinación, preocupaciones, necedad y pobreza de espíritu.

Pero ¿qué ha de suceder? Viene a España un extranjero (y principalmente uno de vuestros vecinos transpirenaicos) y durante los cuatro días de camino de Bayona a Madrid no cesa de clamar con sus compañeros de diligencia contra los usos y costumbres de la nación que aún no conoce; apéase en una fonda extranjera, donde se reúne con otros compatriotas que se ocupan exclusivamente de la alza o baja de los fondos en París o de las discusiones de las cámaras; visita a todos sus paisanos, atiende con ellos a sus especulaciones mercantiles, y sigue en un todo sus patrios usos.

Levántase, por ejemplo, al siguiente día, y después de desayunarse con cuarenta y ocho columnas de diarios llegados por la mala, se dirige por el más corto camino a casa de Mr. Monier a tomar un baño; luego a almorzar chez Genieys; después al salón de Petibon, o al obrador de Rouget; desde allí a la embajada, y saliendo a las tres.

¡Peste de país! no hay nadie en las calles.»-Con lo cual se baja al Prado, donde no deja de hallar a aquella hora a algún ciego que baila los monos delante de los muchachos, otro que enseña el tutili-mondi al son del tambor o un calesín que va a los toros con dos manolas gallardamente escoltadas por un picador y un chulo. -«Vamos a los toros...» -gritos, silbidos, expresiones obscenas... -«¡Oh le vilain pais!» -Embiste el toro, cae el picador, derriba a los chulos, estropea el caballo; saca su libro de memoria y anota -«En la corrida de toros murieron siete hombres, y el público reía grandemente.» -Sale de allí y baja al Prado al anochecer; hay mucha gente, pero ya no se ve. -«Las jóvenes personas (anota) van al Prado tan tapadas que no se las ve.» -Súbese por la calle de la Reina, come en Genieys, donde el Champagne y el Bordeaux le entretienen tanto que llega al teatro cuando se ha empezado el sainete: «Las pequeñas piezas en España son pitoyables.» -No le parece tanto otra pieza que se distingue en la primer fila de la cazuela; espérala a su descenso, y viéndola cabalmente sin compañía se ofrece caballerescamente a hacérsela; acepta ella como era de esperar, y desde el momento le habla con la mayor marcialidad: «Las mujeres en España son extremadamente amables» -dice, sin meterse a averiguar más respecto a su compañera. -Luego va a una soirée, donde al instante todos empiezan bien o mal a hablarle en francés, y para diferenciar le invitan a jugar al ecarté o a bailar la galope con lo cual vase luego a su casa y emplea el resto de la noche en extender sus memorias sobre las costumbres españolas, y pintar los románticos amores de don Gómez con donna Matilda, o donna Paquita con don Fernández. -Pasan así quince días, vuelve rápidamente a Bayona, y a poco tiempo «Tableau moral et politique de l'Espagne, par un observateur» -y pillando un trozo de Lesage, no duda en adoptar por epígrafe el: «Suivez moi, je vous ferai connaitre Madrid.» Y por cierto que el Madrid que ellos pintan no lo conocería Lesage ni el autor del Manual.

No pudiendo permanecer tranquilo espectador de tanta falsedad, y deseando ensayar un género que en otros países han ennoblecido las elegantes plumas de Adisson, Jouy y otros, me propuse, aunque siguiendo de lejos aquellos modelos y adorando sus huellas, presentar al público español cuadros que ofrezcan escenas de costumbres propias de nuestra nación, y más particularmente de Madrid, que como corte y centro de ella, es el foco en que se reflejan las de las lejanas provincias. No dejo de conocer que los respetables nombres que acabo de escribir, y las cualidades que senté al principio de este discurso, y que reconozco indispensables para llenar con perfección esta tarea, son otros tantos cargos contra mí, y que acriminan la presunción de mi intento; pero por otro lado, sea que nuestro gusto no esté tan refinado, ni exija tanta perfección como en aquellos países, sea que marche por un campo virgen, donde a poco esfuerzo pueden recogerse flores y matizar con ellas mis descoloridos cuadros, sea en fin, fortuna mía, he conseguido hasta ahora que el público que ha reído con la Comedia casera, la Calle de Toledo, el Retrato y las Visitas, se haya mostrado juez indulgente con quien le divierte a su costa.

Mi intento es merecer su benevolencia, si no por la brillantez de las imágenes, al menos por la verdad de ellas; si no por la ostentación de una pedantesca ciencia, por el interés de una narración sencilla; y finalmente, si no por el punzante aguijón de la sátira, por el festivo lenguaje de la crítica. Las costumbres de la que en el idioma moderno se llama buena sociedad, las de la medianía, y las del común del pueblo, tendrán alternativamente lugar en estos cuadros, donde ya figurará un drama llorón, ya un alegre sainete. Empero nadie podrá quejarse de ser el objeto directo de mis discursos, pues deben tener entendido que cuando pinto, no retrato.

Esto supuesto, y entre tanto que otros artículos preparo, saldrán a lucir sin formalidad ni cumplimiento Los cómicos en Cuaresma, La empleo-manía, El día 30 del mes, El Patio del correo, El pleito, La sala y la cocina, El teatro, La comida de campo, La vuelta de París, y otros muchos ya borrajeados, ya in pectore, donde vayan encontrando su respectivo lugar todas las virtudes, todos los vicios y todos los ridículos que forman en el día nuestra sociedad; donde los usos generales, los dichos familiares, caractericen el pueblo actual, llevando en su veracidad la fecha del escrito, y donde al mismo tiempo que se ataque al ridículo, se vengue al carácter nacional de los desmedidos insultos, de las extravagantes caricaturas en que le han presentado sus antagonistas. ¡Ojalá que guiado por una luz diáfana acierte a llenar mi propósito, y ojalá que el público al leer estos artículos diga con Terencio: «Sic nunc sunt mores». -«¡Tales con nuestras actuales costumbres!»

(Abril de 1832.)

Nota

Las costumbres de Madrid. -Este artículo y los demás que siguen hasta el de El campo Santo, inclusive, fueron escritos por el autor y publicados durante el año de 1832, en la única revista literaria y periódica que aparecía a la sazón, y era la titulada Cartas Españolas. Dirigía esta publicación el ameno y conocido literato D. José María de Carnerero, hoy difunto, el cual por suposición y relaciones en la corte, pudo obtener del celoso y suspicaz gobierno de aquella época el privilegio especial de publicar un periódico literario. -En él se encargaron de un género de escritos absolutamente nuevo en nuestro país el señor don Serafín E. Calderón (el Solitario) y el Curioso Parlante; aquél en sus bellísimos cuadros o Escenas de Andalucía, y éste con los que llevan por título Escenas Matritenses. -Ambas obras, reimpresas después por separado, alcanzan hoy mucha popularidad, y la presente edición es la quinta de las Matritenses. -Pues ahora bien; como dato curiosísimo de la época a que se refieren, baste decir aquí que el periódico o revista en que se publicaron ambas por primera vez, alternadas además con otros muchos artículos serios y festivos de ciencias, literatura y artes, por los colaboradores a dicho periódico, sólo llegó a alcanzar el número de 500 suscriptores; y eso que era la única publicación literaria periódica de la época y con el Correo Mercantil, propiedad del señor Jiménez Haro, tenía el privilegio exclusivo de hablar en letras de molde a los aficionados a la literatura.

A pesar de tan marcada indiferencia de parte del público, y luchando además con los inconvenientes de una censura no la más ilustrada, los autores de las Escenas Andaluzas y de las Matritenses, jóvenes ambos, ambos estudiosos y entusiastas por las cosas patrias, no retrocedieron en la tarea que se habían voluntariamente impuesto, y con la mayor espontaneidad, sin interés alguno, y aun sin la natural satisfacción de ser leídos, prosiguieron alternando en sus cuadros respectivos, con una constancia que no deja de ser laudable.

Desgraciadamente solos, o casi solos, en el palenque literario, a causa de la ausencia o silencio de los buenos escritores, consiguieron al fin con sus festivos y originales escritos, despertar algún tanto al público de entonces de su completa indiferencia y estimular a otros jóvenes también, e ingenios privilegiados, a lanzarse a la palestra en que tantos lauros les esperaban. -Entre ellos descolló el malogrado Fígaro (don Mariano J. de Larra) que animado por ambos y sin sombra alguna de miserables rivalidades, emprendió por aquel entonces la publicación de sus preciosas Cartas de un pobrecito hablador. -Hase dicho después por algunos críticos un tanto ligeros, y en son de alabanza de El Curioso Parlante, que era «el más feliz de los imitadores de Fígaro».-Mucho honraría al autor de las Escenas Matritenses semejante comparación, si la verdad del hecho no fuese que precedió a aquél en la tarea y por consecuencia mal podía imitar quien llevaba en el orden del tiempo la delantera. Así lo confiesa el mismo Fígaro en la primera edición de sus artículos, escritos cuando ya se habían publicado gran parte de los del Curioso Parlante. Además, como cada uno dio diferente giro y tendencia a sus escritos, no parece que existen términos de comparación. El intento constante del ingenioso y discreto Fígaro fue (con cortas excepciones) la sátira política, la censura o retrato apasionado de los hombres de la época: el Curioso Parlante se proponía otra misión más modesta y tranquila, cual era la de pintar con risueños, si bien pálidos colores, la sociedad privada, tranquila y bonancible, los ridículos comunes, el bosquejo, en fin, del hombre en general. Tal igualmente era el objeto del filósofo autor de las Escenas Andaluzas, el erudito y castizo Solitario; y ambos miraron sin asombro de celos ni pujos de rivalidad, en las manos de su amigo y compañero Fígaro, la merecida palma de la sátira política, en la que es preciso confesar que ni antes ni después ha tenido entre nosotros digno rival, ni aun siquiera afortunados imitadores.

Si de alguno lo fue Larra, no fue de otro que del ingenioso e incisivo Pablo Luis Courrier, que por los años anteriores había hecho cruda guerra al gobierno francés de la Restauración; pero apropiando su amarga sátira y su finísima observación a nuestro país y a sus circunstancias políticas, muy pronto llegó a abrirse un camino propio y a volar en alas de su alto ingenio hasta una altura superior. -El Curioso Parlante confiesa también que al empezar su tarea se propuso modelos en un género en que se le ofrecían vanos que imitar. -Adisson, en Inglaterra, había, puede decirse, creado este género de escritos, a mediados del pasado siglo en The Espectator. -Jouy, en Francia, los había hecho aún más ligeros, más dramáticos y animados a principios del actual en L' Hermite de la Chausseé d'Antin. -Entre nosotros, aunque la pintura festiva de las costumbres había sido hecha, y admirablemente hecha, en los siglos XVI y XVII por tales ingenios como Cervantes, Quevedo, Vélez de Guevara y Fernando de Rojas, sin embargo, ni el Quijote y las Novelas del primero, ni la Tragicomedia del último, ni los Sueños de Quevedo, ni el Diablo Cojuelo de Guevara, podían para este caso ser otra cosa que admirables modelos de estilo, pero no de forma, siendo éstas como eran excelentes novelas, libros ingeniosos en que se desplega una complicada acción; y aquéllos haber de reducirse a ligeros bosquejos, cuadros de caballete para encontrar colocación en la parte amena de un periódico. -Sin embargo, el autor no puede menos de reconocer que, si algún aprecio ha merecido en sus festivos escritos, lo debe indudablemente a su estudio de aquellos grandes modelos, y que siguiéndoles encantado por la magia de su estilo y por la filosofía de su pensamiento, se olvidó muy pronto de Adisson, Jouy y demás extranjeros, y procuró buscar en los propios algunos de los ricos matices de su admirable paleta, prefiriendo ser mal imitador de Cervantes y Quevedo a triunfar sobre Jouy, Etienne y Balzac. -El Solitario, en sus preciosas Escenas Andaluzas, pensó sin duda del mismo modo, y sin duda también ayudado por su gran talento, exquisita erudición y rica fantasía, ha alcanzado puntos más cercanos de comparación con nuestros célebres hablistas en Pulpete y Balbeja, La Rifa, Egas el escudero, La niña en la feria, y otros encantadores cuadros de la vida de Andalucía; el Curioso Parlante se contenta con haber consignado (aunque sin alcanzarlo) el mismo propósito, en Madre Claudia, El Recién-venido, Los románticos, Las sillas del Prado y El entierro de la Sardina.




ArribaAbajoEl retrato


Quien no me creyere que tal sea de él,
al menos me deben la tinta y papel.


Bartolomé Torres Naharro.                


Por los años de 1789 visitaba yo en Madrid una casa en la calle ancha de San Bernardo; el dueño de ella, hombre opulento y que ejercía un gran destino, tenía una esposa joven, linda, amable y petimetra; con estos elementos, con coche y buena mesa puede considerarse que no les faltarían muchos apasionados. Con efecto, era así, y su tertulia se citaba como una de las más brillantes de la corte. Yo, que entonces era un pisaverde (como si dijéramos un lechuguino del día), me encontraba muy bien en esta agradable sociedad; hacía a veces la partida de mediator a la madre de la señora, decidía sobre el peinado y vestido de ésta, acompañaba al paseo al esposo, disponía las meriendas y partidas de campo, y no una vez sola llegué a animar la tertulia con unas picantes seguidillas a la guitarra, o bailando un bolero que no había más que ver. Si hubiese sido ahora, hubiera hablado alto, bailado de mala gana, o sentándome en el sofá, tararearía un aria italiana, cogería el abanico de las señoras, haría gestos a las madres y gestos a las hijas, pasearía la sala con sombrero en mano y de bracero con otro camarada, y en fin, me daría tono a la usanza..., pero entonces... entonces me lo daba con mi mediator y mi bolero.

Un día, entre otros, me hallé al levantarme con una esquela, en que se me invitaba a no faltar aquella noche, y averiguado el caso, supe que era día de doble función, por celebrarse en él la colocación en la sala del retrato del amo de la casa. Hallé justo el motivo, acudí puntual, y me encontré al amigo colgado en efigie en el testero con su gran marco de relumbrón. No hay que decir que hube de mirarle al trasluz, de frente y costado, cotejarle con el original, arquear las cejas, sonreírme después, y encontrarle admirablemente parecido; y no era la verdad, porque no tenía de ello sino el uniforme y los vuelos de encaje. Repitióse esta escena con todos los que entraron, hasta que ya llena la sala de gentes, pudo servirse el refresco (costumbre harto saludable y descuidada en estos tiempos), y de allí a poco sonó el violín, y salieron a lucir las parejas, alternando toda la noche los minuets con sendos versos que algunos poetas de tocador improvisaron al retrato.

Algunos años después volví a Madrid y pasé a la casa de mi antigua tertulia: pero ¡oh Dios! ¡quantum mutatus ab illo! ¡qué trastorno! el marido había muerto hacía un año, y su joven viuda se hallaba en aquella época del duelo en que, si bien no es lícito reírse francamente del difunto, también el llorarle puede chocar con las costumbres. Sin embargo, al verme, sea por afinidad, o sea por cubrir el expediente, hubo que hacer algún puchero, y esto se renovó cuando notó la sensación que en mí produjo la vista del retrato, que pendía aún sobre el sofá. -«¿Le mira usted?» (exclamó): «¡ay pobrecito mío!» -Y prorrumpió en un fuerte sonido de nariz, pero tuvo la precaución de quedarse con el pañuelo en el rostro, a guisa del que llora.

Desde luego un don No-sé-quién, que se hallaba sentado en el sofá con cierto aire de confianza, saltó y dijo: -«Está visto, doña Paquita, que hasta que usted no haga apartar este retrato de aquí, no tendrá un instante tranquilo»; y esto lo acompañó con una entrada de moral que había yo leído aquella mañana en el Corresponsal del censor. Contestó la viuda, replicó el argumentante, terciaron otros, aplaudimos todos, y por sentencia sin apelación se dispuso que la menguada efigie sería trasladada a otra sala no tan cuotidiana; volví a la tarde, y la vi ya colocada en una pieza interior, entre dos mapas de América y Asia.

En estas y las otras, la viuda, que sin duda había leído a Regnard y tendría presentes aquellos versos, que traducidos en nuestro romance español podrían decir:


¿Mas de qué vale un retrato
Cuando hay amor verdadero?
¡Ah! sólo un esposo vivo
Puede consolar del muerto,

hubo de tomar este partido, y a dos por tres me hallé una mañana sorprendido con la nueva de su feliz enlace con el don Tal, por más señas. Las nubes desaparecieron, los semblantes se reanimaron, y volvieron a sonar en aquella sala los festivos instrumentos. ¡Cosas del mundo!

Poco después la señora, que se sintió embarazada, hubo de embarazarse también de tener en casa al niño que había quedado de mi amigo, por lo que se acordó en consejo de familia ponerle en el seminario de nobles; y no hubo más, sino que a dos por tres hiciéronle su hatillo y dieron con él en la puerta de San Bernardino: dispúsosele su cuarto, y el retrato de su padre salió a ocupar el punto céntrico de él. La guerra vino después a llamar al joven al campo del honor; corrió a alistarse en las banderas patrias, y vueltos a la casa paterna sus muebles, fue entre ellos el malparado retrato, a quien los colegiales, en ratos de buen humor habían roto las narices de un pelotazo.

Colocósele por entonces en el dormitorio de la niña, aunque notándose en él a poco tiempo cierta virtud chinchorrera, pasó a un corredor, donde le hacían alegre compañía dos jaulas de canarios y tres campanillas.

La visita de reconocimiento de casas para los alojados franceses recorría las inmediatas; y en una junta extraordinaria, tenida entre toda la vecindad, se resolvió disponer las casas de modo que no apareciera a la vista sino la mitad de la habitación, con el objeto de quedar libres de alojados. Dicho y hecho; delante de una puerta que daba paso a varias habitaciones independientes, se dispuso un altar muy adornado, y con el fin de tapar una ventana que caía encima... «¿que pondremos? ¿qué no pondremos?». -El retrato. -Llega la visita, recorre las habitaciones, y sobre la mesa del altar, ya daba el secretario por libre la casa, cuando ¡oh desgracia!... un maldito gato que se había quedado en las habitaciones ocultas, salta a la ventana, da un maído, y cae el retrato, no sin descalabro del secretario, que enfurecido tomó posesión, a nombre del Emperador, de aquella tierra incógnita destinando a ella un coronel con cuatro asistentes.

Asenderado y maltrecho yacía el pobre retrato, maldecido de los de su casa y escarnecido de los asistentes, que se entretenían, cuándo en ponerle bigotes, cuándo en plantarle anteojos, y cuándo en quitarle el marco para dar pábulo a la chimenea.

En 1815 volví yo a ver la familia, y estaba el retrato en tal estado en el recibimiento de la casa; el hijo había muerto en la batalla de Talavera; la madre era también difunta, y su segundo esposo trataba de casar a su hija. Verificóse esto a poco tiempo, y en el reparto de muebles que se hizo en aquella sazón, tocó el retrato a una antigua ama de llaves, a quien ya por su edad fue preciso jubilar. Esta tal tenía un hijo que había asistido seis meses a la academia de San Fernando, y se tenía por otro Rafael, con lo cual se propuso limpiar y restaurar el cuadro. Este muchacho, muerta su madre, sentó plaza, y no volví a saber más de él.

Diez y seis años eran pasados cuando volví a Madrid, el último. No encontré ya mis amigos, mis costumbres, mis placeres, pero en cambio encontré más elegancia, más ciencia, más buena fe, más alegría, más dinero y más moral pública. No pude dejar de convenir en que estamos en el siglo de las luces. Pero como yo casi no veo ya, sigo aquella regla de que al ciego el candil le sobra; y así, que abandonando los refinados establecimientos, los grandes almacenes, los famosos paseos, busqué en los rincones ocultos los restos de nuestra antigüedad y por fortuna acerté a encontrar alguna botillería en que beber a la luz de un candilón; algunos calesines en que ir a los toros; algunas buenas tiendas en la calle de Postas; algunas cómodas escaleras de la Plaza, y sobre todo un teatro de la Cruz que no pasa día por él. Finalmente, cuando me hallé en mi centro, fue cuando llegaron las ferias. No las hallé, en verdad, en la famosa plazuela de la Cebada, pero en las demás calles el espectáculo era el mismo. Aquella agradable variedad de sillas desvencijadas, tinajas sin suelo, linternas sin cristal, santos sin cabeza, libros sin portada; aquella perfecta igualdad en que yacen por los suelos las obras de Loke, Bertoldo, Fenelon, Valladares, Metastasio, Cervantes y Belarmino; aquella inteligencia admirable con que una pintura del de Orbaneja cubre un cuadro de Ribera o Murillo; aquel surtido general, metódico y completo de todo lo útil y necesario; no pudo menos de reproducir en mí las agradables ideas de mi juventud.

Abismado en ellas subía por la calle de San Dámaso a la de Embajadores, cuando a la puerta de una tienda, y entre varios retazos de paño de varios colores, creí divisar un retrato cuyo semblante no me era desconocido. Limpio mis anteojos, aparto los retales, tiro un velón y dos lavativas que yacían inmediatas, cojo el cuadro, miro de cerca... «¡Oh Dios mío! exclamé: ¿y es aquí donde debía yo encontrar a mi amigo?»

Con efecto, era él, era el cuadro del baile, el cuadro del seminario, de los alojados y del ama de llaves; la imagen, en fin, de mi difunto amigo. No pude contener mis lágrimas, pero tratando de disimularlas, pregunté cuánto valía el cuadro. -«Lo que usted guste» -contestó la vieja que me lo vendía; insté a que le pusiera precio, y por último me lo dio en dos pesetas; informéme entonces de dónde había habido aquel cuadro, y me contestó que hacía años que un soldado se lo trajo a empeñar, prometiéndole volver en breve a rescatarlo, pues según decía, pensaba hacer su fortuna con el tal retrato, reformándole la nariz, y poniéndole grandes patillas, con lo cual quedaba muy parecido a un personaje a quien se lo iba a regalar; pero que habiendo pasado tanto tiempo sin aparecer el soldado, no tenía escrúpulo en venderlo, tanto más, cuanto que hacía seis años que salía a las ferias, y nadie se había acercado a él; añadiéndome que ya lo hubiera tirado a no ser porque le solía servir cuándo para tapar la tinaja, y cuándo para aventar el brasero.

Cargué al oír esto precipitadamente con mi cuadro, y no paré hasta dejarlo en mi casa seguro de nuevas profanaciones y aventuras. Sin embargo, ¿quién me asegura que no las tendrá? Yo soy viejo, muy viejo, y muerto yo ¿qué vendrá a ser de mi buen amigo? ¿Volverá séptima vez a las ferias? ¿o acaso alterado su gesto tornará de nuevo a autorizar una sala? ¡Cuántos retratos habrá en este caso! En cuanto a mí, escarmentado con lo que vi en éste, me felicito más y más de no haber pensado en dejar a la posteridad mi retrato, ¿para qué? para presidir a un baile, para excitar suspiros, para habitar entre mapas, canarios y campanillas; para sufrir golpes de pelota; para criar chinches; para tapar ventanas; para ser embigotado y restaurado después, empeñado y manoseado, y vendido en las ferias por dos pesetas...

(Enero de 1832.)

Nota

El Retrato. -Leyendo hoy el autor este artículo, escrito hace cerca de 20 años, no puede menos de sonreír al observar el empeño que en su primera edad juvenil parece que formaba en aparecer viejo ante sus lectores, y al mismo tiempo que en los últimos artículos de esta obrita, escritos algunos años después y en su edad madura lucha y se esfuerza por dar a sus cuadros la frescura y colorido de la juventud. -Achaque es éste natural y propio de los escritores de costumbres, que anhelando siempre proceder por comparación con épocas anteriores, van a buscarlas, cuando muchachos, a las sociedades que no alcanzaron, y después cuando ya maduros, a las que formaban sus delicias en los tiempos de su risueña juventud. -Por lo demás esta historia de un retrato, no es propiamente tal, sino en cuanto está fundada en datos ciertos unos, calculados otros, y esparcidos en diversos casos, aunque fundados todos en las debilidades propias de nuestra humana condición. -En este artículo, como en otros muchos de esta obrita, quisiéronse entonces buscar originales determinados, pero luego los que tal pensaban, hubieron de desengañarse de que no fue ni pudo ser la intención del autor más que la de alcanzar en su pintura imaginada todo el grado de verosimilitud posible: y así hubo de creerlo entre otros el difunto Comisario de Cruzada señor Varela, que deseando conocerle para felicitarle por este artículo, se le hizo presentar por un amigo, y con la sonrisa en los labios le manifestó que destinaba a la Academia de San Fernando el retrato suyo pintado recientemente -«porque (añadió con mucha gracia) aunque el mérito del pincel de López me asegura contra las ferias, no quisiera morirme con el escozor que me ha producido su artículo usted».




ArribaAbajoLa comedia casera

On sera ridicule et je n'oserai rire?

Boileau.

Los hombres nos reímos siempre de lo pasado; el niño juguetón se burla del tierno rapaz sujeto en la cuna; el joven ardiente y apasionado recuerda con risa los juegos de su niñez; el hombre formal mira con frialdad los ardores de la juventud, y el viejo, más próximo ya al estado infantil, sonríe desdeñosamente a los juegos bulliciosos, a las fuertes pasiones y al amor de los honores y riquezas que a él le ocuparan en las distintas estaciones de la vida. A su vez las demás edades ríen de los viejos..., conque queda justificado el dicho de que la mitad del mundo se ríe siempre de la otra mitad.

-¿Y a qué viene una introducción tan pomposa, que al oírla nadie dudaría que iba usted a improvisar una disertación filosófica a la manera de Demócrito?

Tal le decía yo a mi vecino, don Plácido Cascabelillo, cierta mañana entre nueve y diez, mientras colocábamos pausadamente en el estómago sendos bollos de los PP. de Jesús, hondamente reblandecidos con un rico chocolate de Torroba.

-Dígolo, me contestó el vecino con una sonrisa (y aquí se precipitó a alcanzar con los labios una casi deshecha sopa que desde la mano, por un efecto de su gravedad quería volver a la jícara), dígolo por la escena que acabo de tener con mi sobrino. -¿Y se puede saber cuál es la escena? -Óigala usted.

-Este joven, a quien usted conoce por sus finos modales, nobles sentimientos, y por la fogosidad propia de sus veinte y dos años, tiene al teatro una afición que me da que temer algunas veces, aunque por otro lado no dejo de admirar su extraordinaria habilidad; así que, siempre que le sorprendo en su cuarto representando solo, y después de haberle escuchado un rato con admiración, no dejo de entrar con muy mal gesto a distraerle y aun regañarle.

Días pasados me manifestó que una reunión de amigos habían determinado ejecutar en este Carnaval una comedia casera, y al principio me opuse a su entrada en ella; pero acordándome luego que yo había hecho lo mismo a su edad, hube de ceder, convencido de las cualidades que adornaban a todos los de la reunión, de la inocencia del objeto, y de la inutilidad de resistir a los esfuerzos de mi sobrino. La sociedad recibió con entusiasmo mi condescendencia, y queriendo dar una prueba plena de su agradecimiento, resolvió nemine discrepante (ríase usted un poco, amigo mío), nombrarme su presidente.

-Aquí prorrumpimos ambos en una carcajada, y echando un pequeño sorbo para dejar el jicarón a la mitad, continuamos nuestros bollos, y prosiguió.

-Ya usted conoce que hubiera sido descortesía corresponder con una negativa a tan solemne honor. Muy lejos de ello, oficié a la junta dándole las gracias por su distinción, y admitiendo el sillón presidencial. Aquella misma noche se citó para la toma de posesión, y la verifiqué en medio de la alegría de ambos lados, cubiertos de socios actores, socios contribuyentes y socios agregados.

El que hacía de secretario de la junta me leyó un reglamento en que se disponía la división en comisiones. Comisión de buscar casa, comisión de decoraciones, comisión de candilejas, comisión de copiar papeles, comisión de trajes y comisión de permiso para la representación. De ésta quedé yo encargado, y presidente nato de las demás.

El contarle a usted, amigo mío, las profundas discusiones, los acalorados debates, las distintas proposiciones, indicaciones, adiciones y resoluciones que han ido eslabonándose en las posteriores juntas, sería nunca acabar. Baste, pues, decirle, que encontramos en la calle de... una casa con sala bastante capaz (después de tirar tres tabiques y construirlos más apartados), de un aspecto bastante decente (después de blanqueada y pintada), y con los enseres necesarios (que se alquilaron y colocaron donde convino). Así que resuelto este problema y el del permiso favorablemente, los demás fueron ya de más fácil resolución, o quedaron subordinados a la importante discusión, acerca de la elección de pieza que se había de representar.

Diez y siete se tuvieron presentes. Óigalas usted (dijo esto sacando un papelejo de su escritorio). El Otelo, las Minas de Polonia, Pelayo, la Pata de Cabra, la Cabeza de bronce, el Viejo y la niña, el Rico-hombre de Alcalá, el Español y la Francesa, el Jugador de los treinta años, el Médico a pelos, el Tasso, el Delincuente honrado, A Madrid me vuelvo, García del Castañar, la Misantropía, Sancho Ortiz de las Roelas y el Café. Ya usted ve que en nuestra junta no preside exclusivamente el género clásico ni el romántico. Las dificultades que a todas se ofrecían eran importantes. En una había tres decoraciones, y los bastidores no se habían pintado más que por dos lados, por la sencilla razón de que no tenían más; tal necesitaban dos viejas, y ninguna de la comparsa, aun las de cincuenta y ocho años, se creían adecuadas para semejantes papeles; cuál llamaba a una niña de diez y ocho años, y una de cuarenta rotundamente embarazada, se empeñaba en ejecutar aquel papel. En una salía un rey, y el designado para este papel era bajo; en otra tenía el gracioso demasiado papel y poca memoria; todos querían ser primeros galanes; los que se avenían a los segundos apenas sabían hablar; se cuidaba por los maridos que el oficial N. no hiciera de galán enamorado; los amantes no consentían que sus queridas salieran de criadas; los galanes y las damas (porque a esta junta fueron admitidas), los barbas, las partes de por medio y las personas que no hablan, todos hablaban allí por los codos y a la vez, de modo que yo, presidente, vi varias veces desconocida mi autoridad. Por último, después de largo rato pudo restablecerse el orden, y a instancias de mi sobrino se resolvió y adoptó generalmente la comedia de El Rico-hombre de Alcalá, no sin grandes protestas y malignas demostraciones de un joven andaluz, a quien para desagraviarle se encargó el papel del rey don Pedro.

Terminado así este importante punto, pasamos a vencer otras dificultades, como tablado, decoraciones, orquesta, bancos, mozos de servicio, arreglo de entradas, salidas, billetes, señas, contraseñas y demás del caso; y no tengo necesidad de decir a usted que en estos veinte y cinco días se han renovado veinte y cinco veces en nuestra sala de juntas las escenas del campo de Agramante.

Por último, la suscripción se realizó, el arreglo del teatro también; los actores y actrices aprendieron sus papeles y empezaron los ensayos. En ellos fue, amigo mío, cuando saqué yo el escote de mi diversión. Porque había usted de ver allí las intriguillas, los chistes, los lances verdaderamente cómicos que sin cesar se sucedían. Quién formaba coalición con el apuntador para que apuntase a un desmemoriado en voz casi imperceptible; quién reñía con su querida porque en cierta escena había permanecido dos minutos más con su mano entre las del primer galán; cuál tomaba entre ojos a alguno porque le desairaba con sus grandes voces.

Despacio, señores. -Más alto. -Conde, que le está a usted manchando esa vela. -Doña Antonia, que la llama a usted el rey don Pedro. -Esos brazos, que se meneen. -Usted sale por aquí y se vuelve por allá. -Doña Leonor, don Enrique, doña María, aquí mucho fuego. -Eso no vale nada.

Por este estilo puede usted figurarse lo demás; pero todo ello ha pasado entre la risa y la algazara, a no ser cierta competencia amorosa a que da lugar una de las actrices entre mi sobrino y el andaluz que hace de rey. Varias veces hemos temido un choque, pero por fin salimos con bien de los ensayos; en su consecuencia se ha señalado esta noche para la primera representación, y tengo el honor, como presidente, de ofrecer a usted un billete.

Acepté gustoso el convite y llegada la noche, y habiéndome incorporado con don Plácido, nos metimos en un simón, que a efecto de conducir al presidente y actores había tomado la compañía, y llegamos en tres cuartos de hora a la casa de la comedia. El refuerzo de un farol más en el portal nos advirtió de la solemnidad, y subiendo a la sala la encontramos ya ocupada tan económicamente, que no podíamos pasar por entre las filas de bancos. Por fin, atravesamos la calle real que corría en medio de la sala, formando división en la concurrencia, y fuímonos a colocar en la primera fila. Por de pronto tuvimos que hacerlo de modo que al sentarnos no viniesen abajo los dos que se hallaban en las extremidades del banco, aunque el del lado de la pared no quedó agradecido al refuerzo.

Los socios corrían aquí y allá colocando a sus favoritas, haciendo que todo el mundo se quitase el sombrero, hablando con los músicos y con los acomodadores, entrando y saliendo del tablado, comunicando noticias de la proximidad del espectáculo, y cuidando en fin de que todos estuviesen atentos.

Los concurrentes por su parte cada cual se hallaba ocupado en reconocer los puestos circunvecinos; alargar el pescuezo por encima de un peine, enfilar la vista entre dos cabezas, limpiar el anteojo, sonreírse, corresponder con una inclinación a un movimiento de abanico, y entablar en fin aquellos diálogos generales en tales ocasiones. Entre tanto los violines templaban, el bajo sonaba sus bordones, el apuntador sacaba su cabeza por el agujero, los músicos se colocaban en sus puestos, y con esto, y un prolongado silbido, todo el mundo se sentó, menos el telón, que se levantó en aquel instante.


-¿No me escuchas?
-¡Qué molesta
y qué cansada mujer!
-Siempre que te viene a ver
debe de subir por cuesta.

Ya pueden figurarse los lectores que así empezaron a representar; pero tres minutos antes que los dijeran ya repetía yo estos versos sólo de escucharlos al apuntador. Así fue repitiendo, y así nosotros escuchando, de suerte que oíamos la comedia con ecos.

Los actores eran de una desigualdad chocante. Cuando el uno acababa de decir su parte con una asombrosa rapidez, entraba otro a contestarle con una calma singular; uno muy bajito era galán de una dama altísima, que me hacía temblar por las bambalinas cada vez que parecía en la escena; cuál entraba resbalándose de lado por los bastidores; cuál salía atropellando cuanto encontraba y estremeciendo el tablado; sólo en una cosa se parecían todos, es a saber: los galanes en el manejo de los guantes, y las damas en el inevitable pañuelo de la mano.

En fin, así seguimos aplaudiendo constantemente durante el primer acto todos los finales de las relaciones, que regularmente solían ir acompañados de una gran patada; pero subió a su colmo nuestro entusiasmo durante la escena entre el Rico-hombre y el buen Aguilera. Tengo dicho, me parece, que el sobrino del presidente, que hacía de Rico-hombre, estaba picado de celos con el que hacía de rey, así que cargaron a maravilla los desprecios y la arrogancia, con lo cual lució más aquella escena.

El entreacto no ofreció cosa particular, a no ser una ocurrencia de que me hubiera reído a mi sabor si hubiera estado solo; y fue, que un oficial que se sentaba detrás de mí, dijo muy naturalmente a uno que estaba a su lado, que la dama era la única que lo desgraciaba.

-Se conoce que lo entiende usted muy poco, caballero, porque esa dama es mi hija.

-Entonces siento haber creído que su hija de usted lo echa a perder.

-Diga usted que el galán no la ayuda.

-¿Cómo que no la ayuda mi sobrino? (gritó una voz aguda de cierta vieja de siglo y medio, que estaba a mi derecha).

-Señores (saltamos todos) no hay que incomodarse ni tomarlo por donde quema, todos se ayudan recíprocamente, y la comedia la sacan que no hay más que ver.

Por fin volvió a sonar el silbato: giramos todos sobre nuestros pies, y quedamos sentados unos de frente y otros de perfil, según la mayor o menor extensión del terreno.

Todo el mundo deseaba la escena de la humillación de don Tello a la presencia del rey, menos mi vecino el presidente. En fin, llegó aquella escena, y don Pedro, vengándose de lo sufrido por el buen Aguilera, trató al Rico-hombre con una altivez sin igual: por último, al decir los dos versos


a cuenta de este castigo
tomad estas cabezadas,

e revistió tan bien de su papel y de un sublime entusiasmo, que aunque los bastidores no eran muy dobles, no hubieron de parecer muy sencillos al sobrino, según el gesto que presentó. Los aplausos de un lado, las risas generales por otro, y más que todo, el aire triunfal de don Pedro, enfurecieron al sobrino don Tello, en términos que desapareciendo de su imaginación toda idea de ficción escénica, arremetió con don Pedro a bofetones; éste, viéndose bruscamente atacado, quiso tirar de su espada, pero por desgracia no tenía hoja y no pudo salir. Los músicos alborotados saltaron al tablado, el apuntador desapareció con su covacha, la ronda se metió entre los combatientes y la consternación se hizo general. Entre tanto doña Leonor, la Elena de esta nueva Troya, cayó desmayada en el suelo con un estrépito formidable, mientras don Enrique de Trastamara corría por un vaso de agua y vinagre. Todo eran voces, confusión y desorden, y nadie se tenía por dichoso si no lograba derribar una candileja o mudar una decoración. El tablado en tanto, sobrecargado con cincuenta o sesenta personas, sufría con pena tan inaudita comparsa, y mientras se pedían y daban las satisfacciones consiguientes, se inclinó por la izquierda y desplomándose con un estruendo horroroso bajaron rodando todos los interlocutores y se encontraron nivelados con la concurrencia. Ésta, que por su parte ya había tomado su determinación, ganó por asalto la puerta y la escalera, adonde hallé al presidente haciendo vanos esfuerzos para evitar la retirada y asegurando que todo se había acabado ya; y así era la verdad, porque aquí se acabó todo.

(Marzo de 1832.)




ArribaAbajoLos cómicos en Cuaresma

Y con todo esto, son necesarios en la república, como lo son las florestas, las alamedas y las vistas de recreación, y como lo son las cosas que honestamente recrean.


Cervantes. Lic. Vidriera                


«Amigo mío: hallándome comprometido a quedarme en el presente con el teatro de esta ciudad, y conociendo la afición de usted a estas cosas, le ruego y espero de su amistad se sirva proporcionarnos una buena compañía, pues en esa donde se hallan actualmente la mayor parte de los actores, será cosa fácil, y más para usted. No me extiendo a más, porque usted comprende mi idea, y sólo me limitaré a manifestarle que el tiempo urge, y que no da ya lugar para una negativa. Adiós, amigo mío.»

Tal, punto por coma, fue la epístola con que los días pasados se me insinuó mi corresponsal de... poniéndome con su contenido en uno de los apuros mayores en que me vi en la vida; porque si bien es cierta mi afición al teatro, también lo es que nunca ha pasado más allá de la orquesta, y que para mí sus interioridades son tan desconocidas como las islas del polo. Pero en fin, después de haber cavilado tres cuartos de hora con la carta en la mano, hirió mi imaginativa el feliz recuerdo de don Pascual Bailón Corredera, el hombre más a propósito de este mundo para sacarme del empeño. Porque este don Pascual es un hombre de vara y tercia, que entra, sale y bulle por todas partes, y tan pronto se le halla en la antecámara de un ministro, como en los bastidores de un teatro; ya paseando en landó con una duquesa, ya sentado en una tienda de la calle de Postas; ora disponiendo una comida de campo, ora acompañando un entierro; o disputando en una librería, o pidiendo para los pobres del barrio a la puerta de una iglesia.

Este era el hombre en fin que yo necesitaba, y sin perder momento corrí a avistarme con él: halléle componiendo su itinerario del día (del que en gracia de la brevedad hago gracia a mis lectores); mas luego que le hube enterado de mi negocio, varió de plan, aceptó mi encargo, y convenidos en un todo, echamos a andar para desempeñarlo. Don Pascual, sin manifestarme a dónde me conducía, me persuadió de que al momento encontraríamos gente conocida entre los venidos de las provincias, y que de un golpe nos pondrían en el justo medio de nuestra negociación.

-Porque ya sabe usted, añadió, que durante la Cuaresma, en que se cierran todos los teatros, hasta el domingo de Pascua, en que empieza el nuevo año cómico, bajan a Madrid los autores o formadores de las compañías, los cómicos y acompañamiento, y realizados aquí los ajustes, salen para los puntos respectivos. Para formar una compañía, por lo regular el empresario, que suele ser un actor antiguo o individuo unido al teatro por lazos de consanguinidad, reúne las partes que le convienen, y sin más adelanto que el preciso para gastos del viaje y algunos días de asistencia a toda la compañía, cobra después durante las funciones de todo el año el veinte y cinco por ciento o más del capital adelantado; y para hacer el reparto del producto de aquéllas con proporción, se figura a cada individuo lo que se llama partido; verbi gracia A., primer galán, entra con partido de cuarenta reales; B. con treinta; y C. con veinte; siendo la entrada doscientos veinte y cinco reales tocará al primero cien reales, al segundo setenta y cinco, y cincuenta al tercero, a razón de dos partes y media; pero como el producto en las provincias es corto, por muchas causas, apenas llegan a cobrar más de media parte o un cuarterón del partido; así que no es de extrañar la miseria en que generalmente se ven los cómicos de la legua, y aun los de las primeras capitales de provincia. Sólo en Madrid, Barcelona y alguna otra ciudad pueden subsistir con decoro y dárselo también a la escena; las demás son compañías de pipirijaña, como ellos dicen.

-«¿Y hacen ellos esa distinción?»

-Esa y otras muchas, aunque ya con el trascurso del tiempo van olvidándose, pero si quiere usted enterarse por menor de ello, lea usted al famoso Agustín de Rojas, quien en su Viaje entretenido nos dejó una graciosísima explicación de las ocho maneras de comparsas y representantes, a saber. Bululú, Ñaque, Gangarilla, Cambaleo, Garnacha, Bojiganga, Farándula y Compañía. Léale usted, pues, que es rato divertido.

-«Pero ahora no subsisten ya esas distinciones.»

-Sin embargo, con poca diferencia la cosa en el fondo es la misma; no es esto decir que en el día vayan forrados de carteles como el famoso Melchor Zapata del Gil Blas, pero también es la verdad que suelen andar sin forro de ninguna clase; y aun empeñado el año siguiente para comer el actual. En fin, ya llegamos al punto céntrico, y lo que en él vamos a ver suplirá mis explicaciones.

Al decir esto hicimos alto en la embocadura de la calle ancha de Peligros, y enfilamos por medio la espaciosa puerta del parador de Zaragoza y Barcelona, que según mi amigo es desde tiempo inmemorial el central depósito de toda gente de teatro advenediza; atravesamos el zaguán; subimos la escalera, y siguiendo lo largo de los corredores, se nos ofreció a la vista una multitud de habitaciones todas abiertas, todas disponibles y todas llenas de mujeres cantando, viejos que fumaban o chiquillos alborotadores. Acercámonos a una de donde oímos salir grandes voces, y creímos asistir a una pendencia de provecho; mas toda ella se reducía a un cigarro que había faltado de cierta petaca; aunque los interlocutores a fuer de damas y galanes nobles chillaban tanto y tan de recio, y accionaban con tal calor (fuerza de la costumbre), que al pronunciar una de las damas esta terrible amenaza,

«dame el cigarro, o las habrás con Roque,»

hubimos de entrar de partes de por medio para terminar aquella escena que podría figurar airosamente en uno de los dramas modernos. Arrancada que fue a la lid aquella heroína, restituida súbitamente a la calma por una de aquellas transiciones rápidas que son tan frecuentes en el mundo de cartón, separadas las melenas nada airosas que cubrían su pronunciada faz, y enjugados aquellos luceros que el coraje había eclipsado:

-¿Es usted, mi querida Narcisa? (exclamó don Pascual con un arrebato verdaderamente dramático).

-¡Don Pascual! usted... pues... ¡quién había de pensar!...

-¡Ingrata! ¡y qué poco ha conservado usted la memoria de mi cariño!

-¡Ingrato! ¡y cuán mal ha pagado usted mi amor!

La explicación iba siendo vehemente, y yo entre tanto hube de tomar el recurso de reconocer el vestuario, que pendía colgado de sendos clavos alrededor de las paredes del cuarto. Llamóme primero la atención un pantalón azul, un marsellés de calesero y una cortina de muselina blanca en forma de turbante, sobre cuyo atavío había un cartón que en letras gordas decía: «Traje de Otelo y demás moros de Venecia y de otras partes.» -Mas allá un tonelete, una coraza y una peluca a lo Luis XIV, llevaban por distintivo: «Traje de Carlos V sobre Túnez.» -Una mantilla de tafetán con lentejuelas y un vestido de percal francés: «Traje de Dido, y también de la viuda del Malabar, con un crespón negro.» -Un tontillo, una escofieta y un jubón con faldillas: «Traje de Semíramis, de la Esclava del Negro Ponto y demás comedias de Moratín.» -Un pantalón de mahón figurando carne, una camisa de mujer y un cinto de cuero: «Traje de Isidoro en el Orestes». -Y por este estilo iba siguiendo todo el equipaje hasta unos ocho o diez trajes de ambos sexos. Pero en llegando aquí, escuché claramente la voz de don Pascual, quien después de un buen rato de cuchicheo preguntaba a Narcisa por su marido: -No sé, contestó ella; ya sabes (y advierta de paso el lector que se habían apeado el tratamiento) que por aquella carta tuya con tu sortija, que me sorprendió, huyó de mí dejándome en Málaga, donde creo que se embarcó, y hace diez años que... -Pues luego, ¿esos trajes de moros y cristianos?... -Esos trajes son... son... -¿De quién, ingrata? -Del segundo galán.

A este punto, ya creí yo poder terciar en la conversación y preguntar a entrambos cuándo podríamos empezar nuestra contrata.

-Ahora mismo, contestó don Pascual: por de pronto ya tenemos dama.

-Fáltanos, sin embargo el galán, a menos que usted...

-El galán, replicó Narcisa, le hallarán ustedes con todos los demás compañeros en la plazuela de Santa Ana: hablándole a usted con franqueza, añadió en voz baja a D. Pascual, él no es gran cosa, pero... -Lo demás de la explicación no lo pude oír. Levantóse de allí a un momento mi amigo, y despidiéndonos de Narcisa emprendimos la marcha hacia la plazuela.

Hervía ésta en corrillos en el punto en que la pisamos. Hombres de todas edades, trajes y cataduras, corrían, se agitaban, se reunían, se separaban, hablaban a voces, hablaban en secreto, y de esta mezcla, de esta actividad, resultaba un espectáculo singular: aquí un grupo de cuatro, vestido, cuál con pantalón de verano, casaquilla gris y gorrita francesa, cuál con su gran capa color de corteza y sombrero calañés, trataban de formar una compañía bajo la bandera de uno de levita blanca, a quien todos agasajaban y perseguían; más allá se disolvía estrepitosamente otra; de un lado se cerraba un ajuste, y ambos contrayentes corrían a firmarlo al inmediato café de Venecia; del otro se armaba una disputa entre dos interlocutores sobre su mérito respectivo. Formando el primer término de este cuadro y entre la acera de la calle del Prado y los árboles de la plazuela, se dejaban ver en numeroso grupo los individuos de las compañías de la corte, manifestando en sus modales y en su vestido el buen tono y la elegancia. Hablaban de sus teatros, de sus empresas, encarecían sus protecciones, despreciaban sus sueldos, se lamentaban de la decadencia del arte, animábanse contra la boga de la ópera, contaban las intrigas de bastidor y cuchicheaban en voz baja los que ya habían firmado. Por vía de sainete se reían de los pobres advenedizos, y con cuestiones malignas o alabanzas exageradas contribuían a mantenerlos en su petulancia y disputas eternas, y en acabando éstas, las hacían volver a empezar.

Don Pascual y yo nos dirigimos a los cortesanos a fin de que nos prestasen el auxilio de sus luces en nuestra ardua operación; hiciéronlo así, y llamando por sus nombres a varios, nos los presentaron como galanes, barbas, graciosos, característicos y partes de por medio. No bien corrió la voz de que éramos formadores, nos empezaron a sitiar, a acosarnos, a embestirnos por todos lados, y mientras un galán de cincuenta y ocho años nos explicaba su ternura tirándonos del botón de la casaca y humedeciéndonos con rocío que salía por entre sus despobladas encías, un barba mal encarado con voz cigarreña y aguardentosa nos hablaba de su formalidad, y el gracioso, subido en un guardacantón, nos ensordecía a gritos para hacernos reír. Estando en esto sentí por la espalda unos golpecitos de bastón, y me encontré con un hombre de mala traza que me llamó aparte.

-Pues señor (haciéndome tres cortesías), no he podido menos de compadecerme al considerar que le ha rodeado a usted la escoria del arte, porque ha de saber usted que ésos son de los que nadie quiere, y de los que llegará el domingo de Ramos y tendrán que reunirse en una compañía de conformes, como decimos nosotros. -Y con esto se fue extendiendo lo mejor que supo en pintarme los defectos de varios de ellos, aunque a decir verdad, sospeché por su explicación que él debía ser el peor de todos. Los demás nos miraban con sospecha, y yo la tuve de que adivinaban nuestra conversación, en tanto que los de Madrid con risas y señas me daban a entender el concepto que les merecía mi oficioso interlocutor. Tratábamos ya de desembarazar de él a toda costa, cuando el nombre de Narcisa, que pronunció, me hizo caer en la cuenta de que el tal era el suplente del marido de la dama de mi amigo, con lo cual llamé a éste y le dejé con él, mientras que yo me salvé entre los de Madrid, que me convidaron a ver por mí mismo la gracia de mi consultor en un particular que celebraban a la noche. -¿Y qué es un particular? repliqué yo. -Llámanse así, me contestó uno de los más mesurados, las tertulias de examen que suelen celebrarse en casa de algún actor para oír a los de las provincias. El nombre se ha conservado de lo antiguo por la costumbre que había de representar en las casas de los magnates y sujetos particulares.

«Solían, con efecto (dice Pellicer), los señores, los togados y la gente principal, llamar a los comediantes a sus casas para que hiciesen en ellas algunos pasos y aun comedias, y cantasen, después de haber representado en los corrales; y a esta diversión casera llamaban un particular.»

-Que me place, dije yo, y acepto gustoso el convite a nombre de mi amigo y mío.

Con esto y con dejar citados a varios para el siguiente día en nuestra casa, salimos de la plazuela, discurriendo alegremente sobre lo que habíamos visto, hasta que llegada que fue la noche marchamos al convite.

Ya la sala estaba henchida de damas y galanes, de literatos y curiosos, que habían acudido a aquel certamen artístico. Tuvo principio éste con varias relaciones de la Moza de Cántaro, La Vida es sueño, y el Tetrarca de Jerusalén, repetidas con el énfasis y los manoteos de costumbre; luego siguieron varias escenas chistosas y remedos de animales (en los cuales algunos no se hacían gran violencia), y se reservó para final una escena trágica de Otelo, entre la bella Narcisa y su compadre el galán de la plazuela. Difícil sería pintar la originalidad del modo de representar de éste; sus inflexiones, sus suspiros, sus movimientos: sólo diré que era cosa de deshacerse en lágrimas de risa; así como al contrario la dama por su naturalidad hacía nacer sentimientos diferentes. Brillaban, al oír los aplausos a ésta, los ojos de don Pascual, si bien alguna vez los dejaba caer con desconfianza hacia la puerta de la alcoba, donde además se apercibía un hombre embozado y en pie. Lleno de curiosidad, preguntó quién era aquel sujeto misterioso, y se le contestó que un excelente actor venido de fuera, pero que no quería representar aquella noche.

En tanto la escena entre Narcisa y Roque (Otelo y Edelmira) fue animándose hasta el punto en que dice ésta:


. . . . . . . . . . . Todo me mata,
todo va reuniéndose en mi daño...
-Y todo te confunde, desdichada.

rorrumpió un grito agudo lanzado de la alcoba. Las miradas de todos se dirigieron rápidamente hacia aquel punto, pero ya el embozado interruptor había franqueado de un salto el espacio que le separaba de su víctima, había soltado la capa, y cogiendo del brazo a aquélla,

Mírame, ¿me conoces?... ¿me conoces?...

le dice con toda la verdad y rabiosa expresión que en tal verso animaba al célebre Maiquez. Un grito de Edelmira fue la única contestación y cayó sin sentido. Los circunstantes nos deshacíamos a aplausos y bravos, y éstos crecieron al oír al nuevo Otelo dirigir a la infeliz estas palabras:


El cielo soberano te castiga
por un medio distinto. ¿Ves la carta?
pues mira la sortija, aquí la tienes.

Pero viendo que Edelmira nada respondía, que el galán primero, amostazado con el nuevo aparecido se disponía a recobrar su puesto, y que éste no mitigaba su encono, llegamos a sospechar que allí podría haber algo más que fingimiento, y por mi parte adiviné de plano la causa viendo escurrirse bonitamente a don Pascual, diciéndome al despedirse: -«Es él...»

Apresurámonos todos a volver en sí a Narcisa y su marido (que tal era el nuevo Otelo), y conduciendo gradualmente el negocio, vinimos al fin de media hora a una reconciliación conyugal, que terminé yo apalabrando a entrambos para mi compañía. En cuanto a Roque desapareció de nuestra vista, y es fama que aquella noche no durmió ya en Madrid.

En los siguientes días acabé de contratar la comparsa, hasta que reunidos en número de catorce, ajusté una gran galera, donde se empaquetaron entre cofres y maletas, y escribí a mi amigo una carta de remesa. Al cabo de unos días me ha acusado el recibo del cargamento sin avería de ninguna especie.

(Abril de 1832.)




ArribaAbajoLa romería de San Isidro

Plácenme los cuadros en narración, porque en cuanto a los de lienzo, aunque no dejo de hablar de ellos como tantos otros, confieso francamente que no los entiendo.


Diderot.                


Así lo ha dicho un autor francés: por supuesto que lo decía en francés, porque tienen esta gracia los escritores de aquella nación, que casi todos escriben en su lengua; no así muchos de nuestros castellanos, que cuando escriben no se acuerdan de la suya; pero en fin, esto no es del caso: vamos a la sustancia de mi narración.

Yo quería regalar a mis lectores con una narración de la Romería de San Isidro y para ello me había propuesto desde la víspera darme un madrugón y constituirme al amanecer en el punto más importante de la fiesta. Por lo menos tengo esto de bueno, que no cuento sino lo que veo, y esto sin tropos ni figuras, pero viniendo a mi asunto digo, que aquella noche me acosté más temprano que de costumbre, revolviendo en mi cabeza el exordio de mi artículo.

«Romería (decía yo para darme cierta importancia de erudito), significa el viaje o peregrinación que se hace a algún santuario», y si hemos de creer al Diccionario de la lengua, añadiremos que «se llamó así porque las principales se hacían a Roma». Luego vino a mi imaginación la memoria de Jovellanos, quien considerando a las romerías como una de las fiestas más antiguas de los españoles, añade: «La devoción sencilla los llevaba naturalmente a los santuarios vecinos en los días de fiesta y solemnidad, y allí, satisfechos los estímulos de la piedad, daban el resto del día al esparcimiento y al placer.» Esto, según la ya dicha respetable autoridad, acaecía en el siglo XII, y mi imaginación se dirigía a cavilar sobre la fidelidad de los pueblos a sus antiguas usanzas.

Largo rato anduvieron alternando en mi memoria, ya las famosas de Santiago de Galicia, ya las de nuestra Señora del Pilar de Zaragoza, y parecíame ver los peregrinos con su bordón y la esclavina cubierta de conchas acudir de luengas tierras a ganar el jubileo del año santo. Luego se me representaban las animadas fiestas de esta clase, que aún hoy se celebran en las Provincias Vascongadas, y de todo ello sacaba observaciones que podrán tener lugar cuando escribiera la historia de las romerías, que no dejaría de ser peregrina; mas por lo que es ahora no venían a cuento, pues que sólo trataba de formar el cuadro de la de San Isidro en nuestra capital. En fin, tanto cavilé, tantos autores revolví en los estantes de mi cabeza, tal polvo alcé de citas y pergaminos, que al cabo de algunas horas me quedé dormido profundamente.

La imaginación empero no se durmió: afectada con la idea de la próxima función, me trasladó a la opuesta orilla del Manzanares, al sitio mismo donde la emperatriz doña Isabel, esposa de Carlos V, fundó la ermita del patrón de Madrid, en agradecimiento de la salud recobrada por su hijo el príncipe don Felipe con el agua de la vecina fuente, que según la tradición abrió el santo labrador al golpe de su hijada para apagar la sed de su amo Iván de Vargas. Dominaba desde allí la pequeña colina sobre que está situada la ermita; y la desigualdad del terreno, los paseos que conducen a ella y las elevadas alturas que la rodean, encubrían a mi imaginación la natural aridez de la campiña; añádase a esto la inmediación del río, la vista de los puentes de Toledo y Segovia y más que todo la extensa capital que se ostentaba ante mis ojos por el lado más agradable, ofreciéndome por términos el palacio Real, el cuartel de Guardias y el Seminario de nobles a la izquierda, el convento de Atocha, el observatorio y el hospital general a la derecha; al frente tenía la nueva puerta de Toledo, y desde ella y la de Segovia la inmensa muchedumbre precipitándose al camino formaba una no interrumpida cadena hasta el sitio en que yo estaba o creía estar.

Mi fantasía corría libremente por el espacio que media entre el principio y el fin del paseo, y por todas partes era testigo de una animación, de un movimiento imposible de describir; nuevas y nuevas gentes cubrían el camino; multitud de coches de colleras corrían precipitadamente entre los ligeros calesines que volvían vacíos para embarcar nuevos pasajeros; los briosos caballos, las mulas enjaezadas hacían replegarse a la multitud de pedestres, quienes para vengarse, los saludaban a su paso con sendos latigazos, o los espantaban con el ruido de las campanas de barro. Los que volvían de la ermita, cargados de santos, de campanillas y frascos de aguardiente bautizado y confirmado, los ofrecían bruscamente a los que iban, y éstos reían del estado de acaloramiento y exaltación de aquéllos, siendo así que podrían decir muy bien: -Vean ustedes cómo estaré yo a la tarde. -Las danzas improvisadas de las manolas y los majos, las disputas y retoces de éstos por quitarse los frasquetes, los puestos humeantes de buñuelos y el continuo paso de carruajes hacían cada momento más interrumpida la carrera, y esta dificultad iba creciendo según la mayor proximidad a la ermita.

Ya las incansables campanas de ésta herían los oídos, entre la vocería de la muchedumbre que coronaba todas las alturas, y apiñándose en la parte baja hacía sentir su reflujo hasta el medio del paseo. Los puestos de santos, de bollos y campanillas iban sucediéndose rápidamente hasta llegar a cubrir ambos bordes del camino, y cedían después el lugar a tiendas caprichosas y surtidas de bizcochos, dulces y golosinas, eterna comezón de muchachos llorones, tentación perenne de bolsillos apurados. Cada paso que se avanzaba en la subida, se adelantaba también en el progreso de las artes del paladar; a los puestos ambulantes de buñuelos habían sucedido las excitantes pasas, higos y garbanzos tostados; luego los roscones de pan duro y los frasquetes alternaban con las tortas y soldados de pasta flora: más allá los dulces de ramillete y bizcochos empapelados ofrecían una interesante batería: y por último, las fondas entapizadas ostentaban sobre sus entradas los nombres más caros a la gastronomía madrileña, y brindaban en su interior con las apetitosas salsas y suculentos sólidos.

¡Qué espectáculo manducante y animado! Cuáles sobre la verde alfombra formaban espeso círculo en derredor de una gran cazuela en que vertían sendos cantarillos de leche de las Navas sobre una gran cantidad de bollos y roscones; cuáles ostentando un noble jamón lo partían y subdividían con todas las formalidades del derecho.

La conversación por todas partes era alegre y animada, y las escenas a cuál más varia e interesante. Por aquí unos traviesos muchachos atando una cuerda a una mesa llena de figuras de barro, tiraban de ella corriendo y rodaban estrepitosamente todos aquellos artefactos, no sin notable enojo de la vieja que los vendía; por allá un grupo de chulos al pasar por junto a un almuerzo dejaban caer en el cuenco de leche una campanilla; ya levantándose otros, volvían a caer impelidos de su propio peso, o bien al concluir un almuerzo rompían un gran botijo tirándole a veinte pasos con blandos bollos, restos del banquete. Los chillidos, las risas, los dichos agudos se sucedían sin cesar, y mientras esto pasaba de un lado, del otro los paseantes se agitaban, bebían agua del santo en la fuente milagrosa, intentaban penetrar en la ermita, y la turba saliente los obligaba a volver a bajar las gradas penetrando al fin en el cementerio próximo, donde reflexionaban sobre la fragilidad de las cosas humanas mientras concluían los restos del mazapán y bizcocho de galera. En la parte elevada de la ermita algunos cofrades asomaban a los balconcillos ostentando en medio al santero vestido con un traje que remedaba al del santo labrador, y en lo alto de las colinas cerraban todo este cuadro varios grupos de muchachos que arrojaban cohetes al aire.

La parte más escogida de la concurrencia refluye en las fondas, adonde aguardaban en pie y con sobrada disposición de almorzar, mientras los felices que llegaron antes no desocupaban las mesas. La impaciencia se pintaba en el rostro de las madres, el deseo en el de las niñas y la incertidumbre en los galanes acompañantes; entre tanto los dichosos sentados saboreaban una perdiz o un plato de crema, sin pasar cuidado por los que les estaban contando los bocados.

Desocúpase en fin una mesa... ¡qué precipitación para apoderarse de ella! Ocúpanla una madre, tres hijas y un caballero andante, el cual, a fuer de galán, pone en manos de la mamá la lista fatal... Los ojos de ésta brillan al verla... «Pichones», «pollos», «chuletas...» ¿qué escogerá? -Yo lo que ustedes quieran; pero me parece que ante todo debe venir un par de perdices; tú, Paquita, querrás un pollito, ¿no es verdad? -«Venga», gritó el galán entusiasmado. -Y tú, Mariquita, ¿jamón en dulce? -Pues yo a mis pichones me atengo. -Vaya, probemos de todo. -«Venga de todo», respondió el Gaiferos con una sonrisa si es no es afectada.

Con efecto, el mozo viene, la mesa se cubre, el trabajo mandibular comienza, y el infeliz prevé, aunque tarde, su perdición; mas entre tanto, Paquita le ofrece un alón de perdiz, y en aquel momento todas las nubes desaparecen. La vieja incansable vuelve a empuñar la lista. -«Ahora los fritos y asados», dice, y señala cinco o seis artículos al expedito mozo. No para aquí, sino que en el furor de su canino diente, embiste a las aceitunas, saltando dos de ellas a la levita del amartelado; cae y rompe un par de vasos, y para hacer tiempo de que vuelva el mozo se come un salchichón de libra y media.

Tres veces se habían renovado de gente las otras mesas y aún duraba el almuerzo, no sin espanto del joven caballero, que calculaba un resultado funesto; las muchachas, cual más, cual menos, todas imitaban a la mamá, y cuando ya cansadas apenas podían abrir la boca, les decía aquélla: -Vamos, niñas, no hay que hacer melindres; -y siempre con la lista en la mano traía al mozo en continua agitación. Por último, concluyó al fin de tres horas aquel violento sacrificio; pídese la cuenta al mozo, y éste, después de mirar al techo y rascarse la frente, responde: -«Ciento cuarenta y dos reales.» El Narciso a tal acento varía de color, y como acometido de una convulsión revuelve rápidamente las manos de uno a otro bolsillo, y reuniendo antecedentes llega a juntar hasta unos cuatro duros y seis reales: entonces llama al mozo aparte, y mientras hace con él un acomodo, la mamá y las niñas ríen graciosamente de la aventura.

Arreglado aquel negocio salen de la fonda, llevando al lado a la Dulcinea con cierto aire triunfal; pero a pocos pasos, un cierto oficialito conocido de las señoras, que se perdió a la entrada de la fonda, vuelve a aparecer casualmente y ocupa el otro lado de doña Paquita, no sin enojo del caballero pagano. Mas no para aquí el contratiempo: a poco rato el excesivo almuerzo empieza a hacer su efecto en la mamá, y se siente indispuesta; el síntoma catorce del cólera se manifiesta estrepitosamente, y las niñas declaran al pobre galán que por una consecuencia desgraciada, su mamá no puede volver a pie...

No hay remedio, el hombre tiene que ajustar un coche de colleras y empaquetarse en él con toda la familia; más el aumento del recién venido que se coloca en el testero, entre Paquita y su madre, quedándole al caballero particular el sitio frontero a ésta, para ser testigo de sus náuseas y horribles contorsiones. El cochero en tanto ocupa su lugar, y chas... co-mandanta...

Al ruido del coche desperté precipitado, y mirando al reloj vi que eran ya las diez, con lo cual tuve que desistir de la idea de ir a la romería, quedándome el sentimiento de no poder contar a mis lectores lo que pasa en Madrid el día de San Isidro.

(Mayo de 1832.)




ArribaAbajoEl amante corto de vista


¡Ay cielos! sueño despierto,
pierdo cuando estoy ganando,
soy lince y a oscuras ando,
y en fin, apunto y no acierto.


Tirso de Molina.                


«¡Cómo! (exclamará con sorpresa algún crítico al leer el título de este discurso) ¿tampoco los vicios físicos están fuera del alcance de los tiros del Curioso? ¿Ignora acaso este buen señor que no le es lícito particularizar circunstancias que quiten a sus cuadros las aplicaciones generales? ¿Y quién le ha dicho tampoco que sea razonable presentar el ridículo de un vicio físico, por lo menos sin que vaya acompañado de otro moral?»

-Paciencia, hermano, y entendámonos, que quizá no es difícil. Venga usted acá; cuando ciertos vicios físicos son tan comunes en un pueblo, que contribuyen a caracterizar su particular fisonomía, ¿será bien que el descritor de costumbres los pase por alto sin sacar partido de las varias escenas que deben ofrecerle? Si hubiese un pueblo, por ejemplo, compuesto de cojos, ¿no sería curioso saber el orden de la marcha de sus ejércitos, sus juegos, sus bailes, sus ejercicios gimnásticos? ¿Pues por qué no se ha de pintar el amor corto de vista donde apenas hay amante que no lo sea? Por otro lado, ¿quién le ha dicho a usted que esta enfermedad de moda no presenta su aspecto moral? ¿Tan difícil sería probar su origen de la depravación de costumbres, de los vicios de la educación, o de los excesos de la juventud? Conque ya ve usted, señor crítico, que este asunto entra naturalmente en la jurisdicción de mi benigna correa; conque ya usted conocerá que no hay inconveniente en hablar de él... ¿No? pues manos a la obra.

Los ejemplos me salen al paso, y no tengo más que hacer que la elección de uno. Tóquele por hoy la suerte a Mauricio R... y perdone si le hago servir para desarrugar la frente de mis amables lectoras. -¿Y quién es el tal? -El tal, señoras mías, es un joven de veinte y tres años, cuya figura expresiva y aire sentimental descubre a primera vista un corazón tierno y propenso al amor; no es por lo tanto extraño que encontrase gracia cerca de ustedes. Así ha sucedido, pues, y algunas aventurillas en calles y paseos previnieron al joven Mauricio de sus ventajosas circunstancias; mas por desgracia el pobre mancebo tiene un defecto capital, y es el ser corto de vista; muy corto de vista; lo cual le contraría en todos sus planes.

Alto, señoras, no hay que reírse, que mi héroe no lo toma a risa, ni sabe sacar partido como otros muchos de este mismo defecto, para ser más atrevido y exigente, para ostentar sobre su nariz brillantes gafas de oro, o para sorprender con su inevitable lente las miradas furtivas de las damas. Nada menos que eso. Mauricio es sensible, pero muy comedido; y más bien quiere privarse de un placer que causar un disgusto a otra persona. Bien hubiera deseado ponerse anteojos perpetuos, como hacen otros sin necesidad y sólo por petulancia; ¡pero dicen tan mal unos espejuelos moviéndose al precipitado compás de la Mazzovvrka!!! Y Mauricio a los veinte y tres años no podía determinarse a dejar de bailar la Mazzowrka. Buen remedio era por cierto el lente colgante, pero además de la prudencia con que lo usaba, ¿cómo adivinar las escenas que iban a suceder para estar prevenido con él en la mano? Si la hermosa Filis volvía rápidamente hacia él sus bellos ojos, o dejaba caer su pañuelo para darle ocasión de hablar con ella, ¿quién lo había de prever un minuto antes? Si creyendo sacar a bailar a la más hermosa de la sala se hallaba con que se había ofrecido a una momia de Egipto ¿de qué le servía el lente un minuto después? Vamos, está visto que el lente no sirve de nada, y Mauricio, que conocía esto, se desesperaba de veras.

El amor, que por largo tiempo se había complacido en punzarle ligeramente, vino por fin a atravesar de parte a parte su corazón; y una noche en el baile de la marquesa de... Mauricio, que bailaba con la bella Matilde de Laínez no pudo menos de espontanear una declaración en regla. La niña, en quien sin duda los atractivos de Mauricio hicieron su efecto, no se determinó a reprenderle.

Faute d'avoir le temps de se mettre en courroux.

Y he aquí a mi buen mancebo en el momento más feliz del amor, el de mirarse correspondido por la persona amada. Ya nuestros amantes habían hablado largamente; tres rigodones y un galop no habían hecho más que avivar el fuego de su pasión; pero el sarao se terminaba, y el rendido Mauricio renovaba protestas y juramentos, tomaba exactamente la hora y el minuto en que Matilde se asomaría al balcón, la iglesia donde acudía a oír misa, los paseos y tertulias que frecuentaba, las óperas favoritas de la mamá: en una palabra, todos aquellos antecedentes que vosotros, diestros jóvenes, no descuidáis en tales casos. Pero el inexperto Mauricio se olvidaba en tanto de reconocer puntualmente a la mamá y a una hermana mayor de Matilde que estaban en el baile; no hizo alto en el padre de ésta, coronel de caballería; y por último, no se atrevió a prevenir a su amada de la circunstancia fatal de su cortedad de vista. El suceso le dio después a conocer su error.

No bien llegó la hora señalada, corrió al siguiente día a la calle donde vivía su dueña, repasando cuidadosamente las señas de la casa. Matilde le había dicho que era número 12, y que hacía esquina a cierta calle; mas por cuánto la otra esquina, que era número 72, parecióle 12 al desdichado amante, y fue la que escogió como objeto de su bloqueo.

Matilde que le vio venir (ojos femeniles, ¡qué no veis cuando estáis enamorados!) tiró su almohadilla, y saliendo precipitada al balcón ostentó a su amante todas las gracias de su hermosura en el traje de casa; pero en vano, porque Mauricio, situado a seis varas, en la otra esquina, fijos los ojos en los balcones de la casa de enfrente, apenas hizo alto en la belleza que se había asomado al otro balcón. Este desdén inesperado picó sobremanera el amor propio de Matilde; tosió dos veces, sacó su pañuelo blanco; todo era inútil; el amante dolorido la miraba rápidamente, y la volvía la espalda para ocuparse en el otro objeto. Una hora y más duró esta escena, hasta que desesperado el buen muchacho y creyéndose abandonado de su dama, sintió fuertes tentaciones de aprovechar el rato con la otra vecina que tan inmóvil se mostraba. No pudiendo, en fin, resistirlas, y viendo que de lo contrario perdía la tarde del todo, se determinó al cabo (aunque con harto dolor de su corazón) a hacer un paréntesis a su amor, y hablar a la airosa vecina. Dicho y hecho; atraviesa la calle, marcha determinado bajo el balcón de Matilde, alza la cabeza para hablarla; pero en el mismo momento tírale ella a la cara el pañuelo que tenía en la mano (al que durante su furor había hecho unos cuantos nudos), y sin dirigirle una palabra, éntrase adentro y cierra estrepitosamente el balcón. Mauricio desdobló el pañuelo y reconoció en él bordadas las mismas iniciales que había visto en el que llevaba Matilde la noche del baile... Miró después la casa, y alcanzando a ver Visita general, número 12 ¿cómo pintar su desesperación?

Tres días con tres noches paseó en vano la calle; el implacable balcón permanecía cerrado, y toda la vecindad, menos el objeto amado, era fiel testigo de sus suspiros. A la tercer noche se daba en el teatro una de las óperas favoritas de la mamá: colocado en su luneta, con el auxilio del doble anteojo, recorre con avidez el coliseo y nada ve que pudiera lisonjearle; sin embargo, en uno de los palcos por asientos cree ver a la mamá acompañada de la causa de su tormento. Sube, pasea los corredores, se asoma a la puerta del palco; no hay que dudar... son ellas... Mauricio se deshace a señas y visajes, pero nada consigue; por último, se acaba la ópera, espéralas a su descenso, y en la parte más oscura de la escalera acércase a la niña y la dice:

-Señorita, perdone usted mi equivocación; si sale usted luego al balcón la diré... entre tanto, tome usted el pañuelo.

-Caballero, ¿qué dice usted? -le contestó una voz extraña, a tiempo que un menguado farolillo (de los farolillos que alumbran pálidamente las escaleras de nuestros teatros) vino a revelarle que hablaba a otra persona, si bien muy parecida a su ídolo.

-Señora...

-¡Calle! y el pañuelo es de mi hermanita.

-¿Qué es eso, niña?

-Nada, mamá; este caballero, que me da un pañuelo de Matilde.

-Señora... yo... dispense usted... el otro día... la otra noche, quiero decir... en el baile de la marquesa de...

-Es verdad, mamá, el señor bailó con mi hermana, y no es extraño que dejase olvidado el pañuelo.

-Cierto, es verdad, señorita, se quedó olvidado... olvidado...

-A la verdad que es extraño; en fin, caballero, damos a usted las gracias.

Un rayo caído a sus pies no hubiera turbado más al pobre Mauricio, y lo que más le apesadumbraba era que en una punta del pañuelo había atado un billete en que hablaba de su amor, de la equivocación de la casa, de las protestas del baile, en fin, hacía toda la exposición del drama, y él no sabía qué suerte iba a correr el tal papel.

Trémulo e indeciso siguió a lo lejos a las damas, hasta que entraron en su casa y le dejaron en la calle en el más oscuro abandono. En balde aplicaba el oído por ver si escuchaba algún diálogo animado; la voz lejana del sereno, que anunciaba las doce, o la sonora marcha de los sucios carros de la limpieza, era lo único que hería sus oídos, y aun sus narices; hasta que cansado de esperar sin fruto, se retiró a su casa a velar y cavilar sobre sus desgraciados amores.

Entre tanto ¿qué sucedía en el interior de la otra casa? La mamá, que tomó el pañuelo para reprender a la niña, había descubierto el billete, se había enterado de él, y pasados los primeros momentos de su enojo, había resuelto por consejo de la hermanita callar y disimular, y escribir una respuesta muy lacónica y terminante al galán con el objeto de que no le quedase gana de volver; hiciéronlo así, y el billete quedó escrito, firmado de letra de mujer (que todas se parecen), cerrado con lacre y oblea, y picado por más señas con un alfiler. Hecha esta operación se fueron a dormir, seguras de que a la mañana siguiente pasaría por la calle el desacertado galán. Con efecto, no se hizo de rogar gran cosa; pues no habían dado las ocho cuando ya estaba en el portal de en frente, sin atreverse a mirar. Estando así, oye abrirse el balcón: ¡oh felicidad! una mano blanca arroja un papelito; corre el dichoso a recibirlo, y encuentra... el balcón se había cerrado ya, y la esperanza de su corazón también.

En vano fuera intentar describir el efecto que hizo en Mauricio aquella serie de desgracias; baste decir que renunció para siempre al amor; pero en fin, era mancebo, y al cabo de quince días pensó de distinta manera, y salió al Prado con un amigo suyo. Era una de aquellas noches apacibles de julio que convidan a gozar del ambiente agradable bajo los frondosos árboles; y sentados ambos camaradas empezaron la consabida conversación de sus amores. Mauricio con su franqueza natural contó a su amigo su última aventura, con todos los lances y peripecias que la formaban, hasta la amarga despedida que sus adversas equivocaciones le habían proporcionado; pero al acabar esta relación sintió un rápido movimiento en las sillas inmediatas, donde entre otras personas observó sentados a un militar y a una joven: arrímase un poco más, saca su anteojo (¡Insensato! ¿por qué no lo sacaste desde el principio?) y conoce que la que tenía sentada junto a él oyendo su conversación era nada menos que la hermosa Matilde. -«¡Ingrata!...» Fue lo único que pudo articular; mientras el papá llamaba a un muchacho para encender el cigarro. -«Yo no he escrito ese billete.» (Esta respuesta obtuvo al cabo de un cuarto de hora.) -«¿Pues quién?...». -«No sé... llévelo usted, a las doce estaré al balcón.»

La esperanza volvió a derramar su bálsamo consolador en el corazón del pobre Mauricio, y lleno de ideas lisonjeras aguardó la hora señalada; corre precipitadamente bajo el balcón: con efecto, está allí; ya mira brillar sus hermosos ojos, ya advierte su blanca mano; ya... Mas ¡oh, y qué bien dice Shakespeare, que cuando los males vienen no vienen esparcidos como espías, sino reunidos en escuadrones! Aquella noche se le había antojado al papá tomar el fresco después de cenar, y era él el que estaba repantigado en la barandilla, no sin grave agitación de Matilde, que le rogaba se fuese a acostar para evitar el relente.

-Bien mío, dijo Mauricio con voz almibarada, ¿es usted?

-Chica, Matilde (la dice el padre por lo bajo) ¿es contigo esto?

-Papá, conmigo no señor; yo no sé...

-No, pues estas cosas, tuyas son o de tu hermana.

-Para que vea usted (continúa el galán amartelado) si tuve motivo de enfadarme, ahí va el billete.

-A ver, a ver, muchacha, aparta, aparta, y trae una luz, que voy a leerlo...

Dicho y hecho; éntrase a la sala mirando a su hija con ojos amenazadores, abre el billete y lee... «Caballero; si la noche del baile de la marquesa pude con mi indiscreción hacer concebir a usted esperanzas locas...»

-Cielos; ¡pero qué veo! ésta es la letra de mi mujer...

-¡Ay, papá mío!

-¡Infame! a los cuarenta años te andas haciendo concebir esperanzas locas...

-Pero papá...

-Déjame que la despierte, y que alborote la casa.

Con efecto, así lo hizo, y en más de una hora las voces, los gemidos, los llantos, dieron que hacer a toda la vecindad, con no poco susto del galán fantasma, que desde la calle llegó medio a entender el inaudito quid pro quo.

Su generosidad y su pundonor no le permitieron sufrir por más tiempo el que todos padeciesen por su causa, y fuertemente determinado llama a la puerta: asómase el padre al balcón: -«Caballero, tenga usted a bien escuchar una palabra satisfactoria de mi conducta.» El padre coge dos pistolas y baja precipitado, abre la puerta: -«Escoja usted», le dice. -«Serénese usted; contesta el joven; yo soy un caballero, mi nombre es N., y mi casa bien conocida; una combinación desgraciada me ha hecho turbar la tranquilidad de su familia de usted, y no debo consentirlo sin explicársela.»

Aquí hizo una puntual y verdadera relación de todos los hechos, la que apoyaron sucesivamente mamá y las niñas, con lo cual calmó la agitación del celoso coronel.

Al siguiente día la marquesa presentó a Mauricio en casa de Matilde, y el padre, informado de sus circunstancias, no se opuso a ello.

Desde aquí siguió más tranquila la historia de estos amores; y los que desean apurar las cosas hasta el fin, pueden descansar sabiendo que se casaron Mauricio y su amada, a pesar de que ésta, mirada de cerca, a buena luz, y con anteojos, le pareció a aquél no tan bella, por los hoyos de las viruelas y algún otro defectillo; sin embargo, sus cualidades morales eran muy apreciables, y Mauricio prescindió de las físicas, no teniendo que hacer para olvidar éstas sino una sencilla operación, que era... quitarse los anteojos.

(Setiembre de 1832.)




ArribaAbajoEl barbero de Madrid


Pronto afar tuso
la notte e il giorno,
sempre d'intorno
in giro stá.


Aria de Fígaro.                


¿Sabe usted, señor público, que es un compromiso demasiado fuerte el que yo me he echado encima de comunicarle semanalmente un cuadro de costumbres? ¿Sabe usted que no todos los días están mis humores en perfecto equilibrio, y que no hay sino obligarme a una cosa para luego mirarla con tibieza y hastío? A la verdad que nada hay que acorte el ingenio y mengüe el discurso como la obligación de tenerles a tal o tal hora determinada. Y no dígolo por el mío, pues éste claro está que de suyo es apocado y exiguo, sino véolo en otros mayores y de marca imperial, de lo cual infiero y saco la consecuencia de que el genio es naturalmente indómito, y repugna y rechaza los lazos que le sujetan.

Pero al fin y postre, y viniendo a mi asunto (puesto que maldita la gana tenga de ello), preciso será sentarme a escribir algo, si es que mañana le he de responder con papel en mano al cajista de la imprenta. Paciencia, hermano; sentémonos, preparemos la pluma, dispongamos papel, y... Pero entiendo que antes de empezar a escribir, bueno será pensar sobre qué... Así lo recomienda el célebre satírico francés:

avant donc que d'écrire apprenez à penser.

Mas no hay por qué detenerse en ello; sino imitar a tantos escritores del día que escriben primero y piensan después. Verdad es que también piensan los jumentos.

Repasemos mis memorias a ver cuál puede hoy servir de materia al entendimiento... Esta... la otra... nada, la voluntad dice que nones; pues señores, medrados quedamos. -(Aquí el Curioso da una fuerte palmada sobre el bufete, tira violentamente la pluma, y permanece un rato con la mano en la frente haciendo como el que piensa. La mampara del estudio se abre en este momento, y el barbero se anuncia sacando al autor de su éxtasis.) -Hola, maestro ¿es usted? me alegro, con eso hablará usted por mí.

Mi barbero es un mozo de veinte y dos, alegre como Fígaro, aunque con diversas inclinaciones; verdad es que aquél le retrató Beaumarchais, y a éste le pinto yo; ¡no es nada la diferencia! Pero en fin, como todo en este mundo se hace viejo, el barbero de Sevilla también; además de que ya lo han ofrecido, cantado y rezado y aun en danza, y nos lo sabemos de coro. Vaya otro barbero no tan sabio, no tan ingenioso, pero más del día; no vestido de calzón y chupetín, sino de casaquilla y corbata; no danzarín, sino parlante como yo; no... pero en fin, maestro, cuéntenos usted su historia, porque yo ni de hablar tengo hoy gana.

-Yo, señor, soy natural de Parla, y me llamo Pedro Correa; mi padre era sacristán del pueblo, y mi madre sacristana; yo entré de monaguillo así que supe decir amén; de manera que con el señor cura, mis padres y yo componíamos todo el cabildo; en mi casa se tenía por cosa cierta que yo había de llegar a ser fraile francisco, porque así lo había soñado mi madre, y ya me hacían ir con el hábito y me enseñaban a rezar en latín; pero por más que discurrían no podían sujetar mis travesuras. Ni en las vinajeras había vino seguro, ni las cabezas de los muchachos tampoco donde yo estaba; y cuando se me antojaba alborotar el lugar me colgaba de las cuerdas de la campana, y con pies y manos las hacía moverse, ni más ni menos que si fuesen atacadas de perlesía. En suma; tanto me querían sujetar y tanto me recomendaban la santidad de la carrera a que me destinaban, que una mañana sin decir esta boca es mía, cogí el camino por lo más ancho, y no paré hasta la carrera de San Francisco de esta heroica villa, en casa de un primo mío, y habiéndome dicho el nombre de la calle, di por realizado el ensueño de mi madre, y a mí por desquitado de mi estrella.

Mi primo era cursante de cirugía y llevaba dos años de asistencia al Colegio de San Carlos, con lo cual siempre nos andaba hablando de vísceras y tegumentos; y era tan afecto a la anatomía, que se empeñó en disecar a su mujer. Así, que yo, luego que perdí el miedo a las terribles expresiones de fisiología, higiene, terapéutica, sifilítico, obstetricia, y otras así de que abundaban aquellos librotes que él traía entre manos, no hallé mejor salida para mi ingenio que seguir aquella misma profesión; y por el pronto aprendí a afeitar, haciendo la experiencia en un pobre de la esquina a quien siempre andaba conquistando para que se dejase afeitar de limosna.

Luego que ya me encontré suficientemente instruido en el manejo del arma, y matriculado además en el colegio, dejé a mi primo y me puse en otra barbería, donde había una muchacha con quien disertar sobre mis lecciones de anatomía; pero el diablo (que no duerme) hubo de mezclarse en el negocio, y nos condujo a practicar no sé qué experiencias, con lo cual hicimos un embrollo que todos mis libros no supieron desatar en algunos meses. En fin, salí como pude, y de la casa también, marchando a seguir en otra mis estudios, aunque por entonces me limité a la parte teórica, dejando la práctica para mejor ocasión. Al cabo de algunos años y de otros sucesos menores, me hallé con que sabía tanto como mi maestro, y que sólo me faltaba un pedazo de papel para poder abrir tienda; pero es el caso que este pedazo de papel cuesta un examen y muy buenos maravedís, y si bien por lo primero no paso cuidado, lo segundo me aflige en extremo, por la sencilla razón de que no los tengo.

Desde entonces sigo buscando la buena ventura, ayudado de mis navajas y de tal y cual enfermo vergonzante que suele caerme; y si no mirase al día de mañana, créame usted que la vida que llevo no es para desear mudarla. Porque yo me levanto al romper el alba, y después de afilar los instrumentos, barrer la tienda y afeitar a algún otro aguador o panadero, salgo alegrando todo el barrio, y por costumbre inveterada corro al colegio a asistir en clase de oyente, o a ver mis antiguos camaradas. Súbome muy temprano, y al pasar por las plazas nunca falta alguna aventurilla galante que seguir, algún cesto que quitar de las manos de tal linda compradora, algunos cuartos que ofrecer a tal otra, o alguna tienda de vinos que visitar. Empieza después la operación de la rasura, y en las dos horas siguientes corro todos los extremos de Madrid, convirtiendo rostros de respetables en inocentes y de buen comer; entre tanto en casa de una marquesa me sale al paso el señorito, que está haciendo su aprendizaje en el vicio, y me encarga traerle ungüentos y brebajes; en otra casa, el señor don Cenón, que ha sido atacado del reúma, me obliga a ponerle dos docenas de sanguijuelas; en otra don Críspulo, el elegante, quiere que le corte los callos; y en la de más allá una niña me explica los síntomas de una enfermedad parecida a la que yo no pude curar en la que estudiaba conmigo.

Por todas partes ya se deja conocer que llueven sobre mí las propinas y los obsequios; pero de ninguno me resulta mayor complacencia como de los que recibo en cierta casa, prodigados por cierta fregona con quien el sol no pudiera competir. Porque ella me entretiene con su sabrosa plática entre tanto que el amo se viste y reza sus devociones; ella me auxilia vertiendo en la bacía, al tiempo que el agua, ya el robusto chorizo, ya la extendida magra, ya la suculenta costilla con una destreza admirable; y ella, en fin, entretiene mis envejecidas esperanzas, haciéndome entrever seis grandes medallas que tiene guardadas para mi examen, con la condición sine qua non de casarnos el mismo día.

Concluidas, por fin, mis operaciones matutinas, vuelvo a la tienda tan contento de mí, que no me trocaría por el mismo maestro: y con esto, y con asistir a alguna operación quirúrgica, rasurar tal o cual escotero, o rasguear mi vihuela, se me pasa insensiblemente el día. Llega la noche, y como caiga algún enfermo que cuidar, o que velar algún muerto, salgo con mi guitarra bajo el brazo, y entre caldo y caldo, o entre responso y gemido, hago mis escapatorias a colgarme de la ventana de mi Dulcinea, a quien despierto con los tiernos acentos de mi voz. He aquí mi vida tal como pasa; y si usted conoce otra mejor, para mí santiguada, que yo no.

Aquí calló Pedro Correa; y yo, que me sentí aliviado, me disponía a proseguir pensando en mi artículo, pero nada bueno me salía por lo cual tuve que dejarlo hasta la noche; vino ésta y acordándome de la narración de mi barbero, asaltóme la idea de que diciendo lo que él habló, tenía coordinado mi discurso, supuesto que es de costumbres, si no de las más limpias.

Hícelo en efecto así, y me fui a acostar muy satisfecho; mas no bien cerrado los ojos cuando un ruido extraño me despertó. Parecióme oír puntear una guitarra, y así era la verdad, que la punteaban del lado la calle, mas diciendo como don Diego en el Sí de las Niñas: Pobre gente, ¿quién sabe la importancia que darán ellos a la tal música? volvíme del otro lado con intención de dormir; pero en esto algunos pasos cercanos, y el rechinar de una imprudente puerta, me hizo conocer que el enemigo se hallaba cerca, con lo cual, y la ventana abierta, oí distintamente una voz que cantaba esta seguidilla:


    Aunque los males curo,
De las heridas,
Amor no me permite
Curar las mías.
    Que sus saetas
Tienen más poderío
que mis recetas.

No me pareció del todo mal el concepto barberil, y por ver si continuaba o yo me había equivocado, dejéle echar el preludio de la segunda copla, mientras el cual la hermosa Maritornes se acercaba a la ventana a pocos pasos de donde yo me había colocado. La guitarra concluyó el preludio, y la voz volvió a cantar:


    Abandona ya el lecho,
Querida Antonia,
Para oír los suspiros
De quien te adora.
    Depón el miedo,
Que todo el mundo duerme
Menos tu Pedro.

-Y yo tampoco duermo, señor rapista, porque las voces de usted no me lo permiten (dije con voz gutural asomándome a la ventana). ¿Parécele a usted que aquí somos de piedra como el guardacantón de la esquina? ¿o qué horas son estas para venir a alborotar el barrio? Por mi fe, señor Monaguillo Parlanchín, que así vuelva usted a tomar mi barba como ahora llueven lechugas, y que la Maritornes que está a mi espalda no le tornará a colar más chorizos en la bacía.

Y diciendo esto cerré estrepitosamente la ventana, y me fui a acostar. Pero a la mañana siguiente se me presentó el compungido galán; luego la trasnochada dama, y jugándola ambos de personajes de comedia, se pusieron a mis pies pidiéndome licencia por matrimoniar. ¡Qué había yo de hacer! Soy tierno, y el paso era no sé si diga clásico u romántico: alcélos con gravedad, y después de un corto y mal dirigido sermón, les dispensé mi venia; ítem más, me ofrecí al padrinazgo y aun a completar lo que faltaba para los gastos del título. De tal modo les pagué el haberme proporcionado materia para este artículo.

(Setiembre de 1832.)




ArribaAbajoEl camposanto


No se engañe nadie, no,
pensando que ha de durar
lo que espera,
más que duró lo que vio,
porque todo ha de pasar
por tal manera.


Jorge Manrique.                


Muy pocos serán (hablo sólo de aquellos seres dotados de sensibilidad y reflexión) los que no hayan experimentado la verdad del dicho de que la tristeza tiene su voluptuosidad. Con efecto ¿quién no conoce aquella dulce melancolía, aquella abnegación de uno mismo que nos inclina en ocasiones a hacernos saborear nuestras mismas penas, midiendo grado por grado toda su extensión, y como deteniéndonos en cada uno para mejor contemplar su inmensidad? ¡Cuán extraño es en aquel momento el hombre a todo lo que le rodea! ¡cuál busca en su imaginación la sola compañía que necesita! ¡y cuál, en fin, elevando al cielo su alma, encuentra en él el único consuelo a sus desventuras! Huyendo entonces el bullicio del mundo, quiere los campos, y su triste soledad le halaga más que la agitación y la alegría.

Tal era el estado de mi espíritu una mañana en que tristes pensamientos me habían obligado a dejar el lecho. Acompañado de mi sola imaginación, me dirigí fuera de la villa, adonde más libremente pudiese entregar al viento mis suspiros; una doble fila de árboles que seguí corto rato desde la puerta de los Pozos, me condujo al sitio en que se divide el camino en varias direcciones, y habiendo herido mi vista la modesta cúpula de la capilla que preside al recinto de la muerte, torcí maquinalmente el paso por la vereda que conduce a aquél. A medida que me alejaba del camino real iba dejando de oír el confuso ruido de los carros y caminantes que hasta allí habían interrumpido mis reflexiones, y un profundo silencio sucedía a aquella animación. Sin embargo, un impulso irresistible me hacía continuar el camino, deteniéndome sólo un instante para saludar a la cruz que vi delante de la puerta; pero ésta se hallaba cerrada, y nadie parecía alrededor; fuertes eran mis deseos de llamar; mas ¿cómo osar llamar en la morada de los muertos?...

Desistía ya de mi proyecto, apoyado sobre la puerta, cuando una pequeña inclinación de ésta me dio a conocer que no estaba cerrada; continué entonces el impulso, y girando sobre sus goznes me dejó ver el Campo Santo.

Entré, no sin pavor, en aquella terrible morada: atravesé el primer patio, y me dirigí a la iglesia que veía en frente, mirando a todas partes por si descubría alguno de los encargados del cementerio; pero a nadie vi, y mientras hice mi breve oración tuve lugar para cerciorarme de que nadie sino yo respiraba en aquel sitio. Volví a salir de la iglesia a uno de los seis grandes patios de que consta el cementerio, y siguiendo a lo largo de sus paredes, iba leyendo las lápidas e inscripciones colocadas sobre los nichos, al mismo tiempo que mis pies pisaban la arena que cubre las sepulturas de la multitud.

Esta consideración, la soledad absoluta del lugar, y el ruido de mis suspiros, que repetía el eco en los otros patios, me llenaban de pavor, que subía de todo punto cuando leía entre los epitafios el nombre de alguno de mis amigos, o de aquellas personas a quienes vi brillar en el mundo.

-¡Y qué! decía yo; ¿será posible que aquí, donde al parecer estoy solo, me encuentre rodeado de un pueblo numeroso, de magnates distinguidos, de hombres virtuosos, de criminales y desgraciados, de las gracias de la juventud, de los encantos de la belleza y la gloria de saber? «Aquí yace el excelentísimo señor duque de...» ¿Será verdad?


Al que de un pueblo ante sus pies rendido
Vi aclamado, en la casa de la muerte
Le hallo ya entre sus siervos confundido.

¿Pero qué miro? ¿Tú también, bella Matilde, robada a la sociedad a los quince años, cuando formabas sus mayores esperanzas? ¿Y tú, desgraciado Anselmo, a quien el mundo pagó tan mal tus nobles trabajos y fatigas por su bienestar?... ¿Mas de qué sirven todos esos títulos y honores que ostenta esa lápida, para quien ya es un montón de tierra?... ¡Adulación, adulación por todas partes!... «Aquí yace don... arrebatado por una enfermedad a los 87 años...» ¡Lisonjeros! escuchad a Montaigne, y él os dirá que a cierta edad no se muere más que de la muerte... Pero allí veo sobre una lápida un genio apagando una antorcha; sin duda uno de nuestros hombres grandes... ¡Insensato! un hombre oscuro; ¿ni cómo podía ser otra cosa? El cementerio es moderno, y en el día escasean mucho los hombres verdaderamente ilustres, o no se entierran en su patria... Y si no ¿dónde se hallan Isla, Cienfuegos, Meléndez, Moratín?... Si acaso nos queda alguno, busquémosle en el suelo, en las sepulturas de la multitud.

Pero entremos a otro patio, por ver si se encuentra alguien... Nadie... La misma soledad, la misma monotonía; ni un solo árbol que sombree los sepulcros, ni un solo epitafio que exprese un concepto profundo; el nombre, la patria, la edad y el día de la muerte, y nada más... y de este otro lado aún no está lleno... Multitud de nichos abiertos que parecen amenazar a la generosidad actual... ¡Cielos! acaso yo... en este... pero ¿qué miro? ¿aquel bulto que diviso en el ángulo del patio no es un hombre que iguala la tierra con su azada?... Sí, corro a hablarle.

-Buenos días, amigo.

-«Buenos días», me contestó el mozo como sorprendido de ver allí a un viviente. «¿Qué quería usted?» añadió con el aire de un hombre acostumbrado a no hacer tal pregunta.

-Nada, buen amigo; quería visitar el cementerio.

-Si no es más que eso, véalo usted; pero algo más será.

-No, nada más: ¿acaso tiene algo de particular esta visita?

-Y tanto como tiene. ¡Ay señor! nuestros difuntos no pueden quejarse de que el llanto de sus parientes venga a turbar su reposo.

Esta expresión natural, salida de la boca de un sepulturero, me hizo reflexionar seriamente sobre esta indiferencia que tanto choca en nuestras costumbres.

-¡Qué quiere usted! contesté al sepulturero, todavía no se ha desterrado la preocupación general contra los cementerios.

-A la verdad que es sin razón, pues ya conoce usted, caballero, cuánto mejor están aquí los cuerpos que en las iglesias; esta ventilación, esta limpieza, este orden... recorra usted todos los patrios, no encontrará ni una mala yerba, pues Francisco y yo tenemos cuidado de arrancarlas, no verá una lápida ni letrero que no esté muy cuidado; ni en fin, nada que pueda repugnar a la vista; mas por lo que hace a las gentes, esto no lo ven sino una vez al año, y es en el primer día de noviembre; pero entonces, como dice el señor cura, valía más que no lo vieran, pues la mayor parte vienen más por paseo que por devoción, y más preparados a los banquetes y algazara de aquel día, que a implorar al cielo por el alma de los suyos.

Admirado estaba yo del lenguaje del buen José, que así se llamaba el sepulturero; y así fue que le rogué me enseñase lo que hubiese de curioso en el cementerio; seguimos, pues, por todos los patios, haciendo alto de tiempo en tiempo para contemplar tal o cual nicho más notable; después llegamos a un sitio donde había varias zanjas abiertas, y en una de ellas...

-«¡Qué lástima!, me dijo José: yo nunca reparo en los que vienen; hoy he sepultado seis, y apenas podré decir si eran mujeres u hombres; pero esta pobrecita, ¡qué buena moza!...» y hurgando con su azada me dejó ver una mujer como de veinte años, joven, hermosa, y atravesado el pecho con un puñal por su bárbaro amante... Volví horrorizado la vista, y mientras tanto José repetía:

-«¡Ay Dios mío! ¡líbreme Dios de un mal pensamiento!»

Esta exclamación enérgica me hizo reparar en mis cadenas y reloj, y por primera vez temblé por mí al encontrarme en aquel sitio y soledad al borde de una zanja y un sepulturero al lado con el azadón sobre el hombro.

Sin embargo, la probidad de José estaba a prueba de tentaciones, y asegurado por ella me atreví a declararle un deseo que me instaba fuertemente desde que entré en el cementerio: este deseo era el encontrar la sepultura de mi padre...

-¿Cómo se llamaba?

-Don...

-¿En qué año murió?

-En 1820.

-¿Ha pagado usted renuevo?

-No; ni nadie me lo ha pedido.

-Pues entonces es de temer que haya sido sacado del nicho para pasar al depósito general.

-¿Cómo?

-Sí señor, porque no pagando el renuevo del nicho cada cuatro años, se saca el cuerpo.

-¿Y por qué no se me ha informado de ello?

-Sin embargo, no se lleva con gran rigor, y acaso puede que..., pero entremos en la capilla y veremos los registros.

En efecto, así lo hicimos, pasamos a la pieza de sacristía, sacó el libro de entradas del cementerio, abrió al año de 20 y leyó: «Día 5 de enero; don... número 261.»

Un temblor involuntario me sobrecogió en este momento; salimos precipitados con el libro en la mano, buscamos el número del nicho... ¡Oh Dios! ¡oh padre mío! Ya no estabas allí... otro cuerpo había sustituido el tuyo; ¡y tu hijo, a quien tú legaste tus bienes y tu buen nombre, se veía privado por una ignorancia reprensible del consuelo de derramar sus lágrimas sobre tu tumba!... Entonces José, llevándome a otro patio bajo de cuyo suelo está el osario o depósito general, puso el pie sobre la piedra que le cubre diciendo: «aquí está»; a cuya voz caí sobre mis rodillas como herido de un rayo.

Largo tiempo permanecí en este estado de abatimiento y de estupor, hasta que levantándome José y marchando delante de mí, seguíle con paso trémulo y entramos por una puertecilla a la escalera que conduce sobre el cubierto de la capilla; luego que hubimos llegado arriba hizo alto, y tendiendo su azada con aire satisfecho: -Vea usted desde aquí, me dijo, todo el cementerio... ¡qué hermoso, qué aseado, y bien dispuesto! -y parecía complacerse en mirarlo... Yo tendí la vista por los seis uniformes patios, y después sobre otro recinto adjunto, en medio del cual vi un elegante mausoleo que la piedad filial ha elevado al defensor de Madrid no lejos del sitio en que inmortalizó su valor. Después, salvando las murallas, fijé los ojos en la populosa corte, cuyo lejano rumor y agitación llegaba hasta mí... -¡qué de pasiones encontradas, qué de intrigas, qué movimiento! y todo ¿para qué?... para venir a hundirse en este sitio...

Bajamos silenciosamente la escalera; atravesamos los patios; yo me despedí de José agradeciéndole y pagándole su bondad, y al estrechar en mi mano aquella que tal vez ha de cubrirme con la tierra,


«Mihi frigidus horror
membra quatit gelidusque coit formidine sanguis.»

Abrimos la puerta a tiempo que el compañero Francisco, guiando a cuatro mozos que traían un ataúd, nos saludó con extrañeza, como admirado de que un mortal se atreviese a salir de allí. Preguntéle de quién era el cadáver que conducía, y me dijo que de un poderoso a quien yo conocí servido y obsequiado de toda la corte... ¡Infeliz! ¡y no había un amigo que le acompañase a su última morada!...

Seguí lentamente la vereda que me conducía a las puertas de la villa, y al atravesar sus calles, al mirar la animación del pueblo parecíame ver una tropa que había hecho allí un ligero alto para ir a pasar la noche a la posada que yo por una combinación extraña acababa de dejar.

(Noviembre de 1832.)

Nota

El Campo Santo. -Desde que en el reinado del señor don Carlos III, y por real cédula de 3 de abril de 1787 se mandó la fabricación de cementerios extramuros de las ciudades con el objeto de sepultar los cadáveres que hasta entonces se enterraban en las iglesias, con grave detrimento de la salud pública, pasaron muchos años (todos los que formaron el reinado de Carlos IV), sin que la capital del reino tratase de dar el ejemplo de esta importantísima reforma, y de cumplir lo preceptuado por la ley. Siguióse, pues, la perniciosa costumbre inmemorial de los enterramientos en las bóvedas y templos, hacinando en ellos los cadáveres sin precaución alguna, y siguieron también de tiempo en tiempo las repugnantes e indecorosas mondas o extracciones de aquellos restos mortales, de que recordamos haber oído a algunos ancianos tan animadas como nauseabundas descripciones, especialmente de la que se hizo en la parroquia de San Sebastián por la calle inmediata en 1805, y que según nuestros cálculos y noticias llevó envueltos en ella los preciosos restos del gran Lope de Vega. -Para destruir aquella inveterada costumbre, y para reducir al silencio la terrible y obstinada oposición que la hipocresía, las preocupaciones o el interés egoísta presentaban a la construcción de cementerios, fue necesario que el gobierno de José Napoleón tomase a su cargo la conclusión del primero de los generales (el de la puerta de Fuencarral) y verificada ésta en 1809, y poco tiempo después el de la puerta de Toledo, prohibióse enérgicamente todo otro enterramiento que no fuese aquéllos; y en obsequio de la verdad y de aquel ilustrado aunque intruso gobierno, debe reconocerse que no fue esta sola la mejora que logró establecer en nuestra policía administrativa.

Por desgracia la construcción de los cementerios según los planes del arquitecto Villanueva, adoleció a nuestro entender desde el principio de una mezquindez y prosaísmo sumos, siendo tanto más de lamentar cuanto que estos primeros Campos Santos, imitados después en otros puntos de las afueras de Madrid y en las capitales y pueblos notables de España, han servido, puede decirse, de modelo o pauta de esta clase de construcción entre nosotros, estableciéndose en consecuencia la ridícula costumbre, no de enterrar, sino de emparedar los cadáveres en los muros de cerramiento alrededor de grandes patios desnudos de todo adorno y de vegetación. -No tuvo tal vez presente Villanueva el reciente ejemplo de la capital francesa que en los primeros años del siglo dedicó a este objeto el extendido jardín conocido por el del P. Lachaise; ni los demás de esta clase que se admiran en otros pueblos extranjeros; o no pudo disponer de terreno suficientemente extenso, bien situado, y con agua abundante para la plantación; la idea exagerada (a nuestro entendimiento) de que había de construirse precisamente en las alturas al N. de la capital, el gusto demasiado clásico y amanerado de dicho arquitecto, y la estrechez de miras o indiferencia del Ayuntamiento de Madrid, fueron tal vez las causas de semblante construcción; y sin duda el no querer perjudicar a los fondos de las iglesias en los derechos que percibían por la custodia de los cadáveres, dio lugar a que la Villa de Madrid no tomase, como hubiera debido, a cargo suyo el establecimiento de los cementerios con toda la amplitud y decoro que exigen la religiosidad, y la cultura del vecindario. El clero, por su parte, que nunca miró con buenos ojos su establecimiento, no cuidó de decorarlos ni engrandecerlos, a pesar del inmenso producto que obtiene del alquiler de aquellos mezquinos corrales, producto que raya en una suma considerable y que hubiera podido servir, no sólo a la formación de grandes y aun magníficos cementerios, sino que en otros pueblos bien administrados se aplica también al sostenimiento de hospitales y establecimientos de Caridad.

A tanto llegó el abandono y desidia de la visita eclesiástica y fábricas parroquiales, y era por los años de 1832 tan mezquino el aspecto de este cementerio y del otro general de la puerta Toledo, que varias cofradías o congregaciones religiosas pensaron en emprender por su cuenta la formación de otros parciales. Así lo habían hecho ya anteriormente las sacramentales de S. Pedro y S. Andrés y la de S. Salvador y S. Nicolás, y fueron imitadas luego por las de S. Sebastián, S. Luis, S. Ginés, S. Miguel, S. Martín, San Justo, etc. Y mejorando algún tanto las condiciones de construcción y adorno (aunque siempre siguiendo el mezquino sistema de emparedamientos), han conseguido la preferencia de la parte más acomodada de los feligreses; y disponiendo y tolerando algún mayor adorno en los frentes de las sepulturas, en los panteones y galerías, y aun en el centro de los patios con plantaciones, aunque escasas, de arbustos y flores, han empezado a dar a los suyos (especialmente al de San Luis y San Ginés) aquel aspecto decoroso e imponente que a par que convida a la oración y al ruego por las almas de los que fueron, da una idea más noble de la cultura y de la religiosidad de la generación actual.



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