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ArribaAbajoLa capa vieja y el baile de candil


...Del Rastro a Maravillas,
del alto de San Blas a las Bellocas,
no hay barrio, calle, casa ni zahúrda
a su padrón negado.


Jovellanos. Sát.                


-«¡Bravo título! ¡digno asunto! Por cierto que el señor Curioso nos promete hoy un discurso de gran tono.»

Tales o semejantes exclamaciones zumban ya en mis oídos, preferidas por ciertos críticos de salón, de estos que afectan desdeñar todo lo que no sea sublime... ¡Pobres gentes! ¡como si ellos lo fueran!

-Pero señores (les respondo yo): ¿todo ha de ser primores y filigranas? ¿Ignoran que el secreto del arte consiste en oponer los contrastes de lo alto y de lo bajo, de lo pulido y de lo grosero? ¿Y por qué habré yo de renunciar a esta ventaja, si he de hacer formar idea general de las costumbres de todas las clases? En un mismo cuartel, en una misma calle, ¿no existen usos e inclinaciones diferentes? ¿Pues cuánto mayor no será esta diferencia tratándose de toda una capital? No hay remedio, señores míos; si han de conocer la fisonomía particular de las clases que no habitan el centro de esta villa, fuerza será que lo abandonara conmigo por un momento, y que si no lo han por enojo, me sigan adonde me cumpliere llevarles.

Revolviendo la esquina de la calle de la Ruda para entrar en la plazuela del Rastro (¡taparse bien las narices, señores críticos!) íbame entreteniendo agradablemente en reconocer diversos almacenes ambulantes, restos de veneranda antigüedad, que ya decoran armoniosamente la angosta entrada de un chiribitil, a quien llaman tienda, ya figuran airosos a campo raso tendidos sobre un trozo de estera en medio del ámbito de la calle. A la vista, pues, de tantos despojos de la moda, que en otro tiempo decoraron estudios y salones, íbame llenando de aquel supersticioso respeto con que más de un anticuario suele colocar en su gabinete tal cuarto segoviano, roñoso y carcomido, juzgándolo moneda del bajo imperio; y considerando por otro lado que todos o gran parte de aquellos objetos podrían haber sido conquistados en buena guerra, me disponía ya a dirigirles una alocución romántica, cual si fuera espada del Cid o escudo de Carlo Magno.

Pero mi monólogo pasó a ser diálogo, cuando volviendo la cabeza me hallé detrás de mí al amigo don Pascual Bailón Corredera, a quien no había vuelto a ver desde el lance de la hermosa Narcisa, que, si mal no me acuerdo, conté en el artículo de Los cómicos en Cuaresma. Llenóme de placer este encuentro, y proseguimos juntos nuestro paseo escrutador, cuando al pasar por una vieja prendería, paróse don Pascual como herido súbitamente, dándome lugar a un mediano susto; mas sin reparar en él, corre a la tienda, alcanza una capa vieja que pendía a la puerta, reconócela prolijamente broches y vivos, embozos y costuras, puertas y ventanas, y alzando cuanto pudo su voz... «Ella es (exclamó con ademán doliente) la compañera de mi juventud, la encubridora de mis extravíos, ella es»; y la abrazaba enternecido, y la regaba con sus lágrimas.

-Pero don Pascual, ¿qué locura es ésta?

-«Déjeme usted, amigo mío, déjeme usted que pague este tributo a un mudo acusador mío; déjeme usted recobrarle después de largos años de separación.»

Y diciendo y haciendo pagó a la mujer que la vendía el precio de la capa, y poniéndola debajo de la que llevaba, continuamos nuestro paseo; pero como yo insistiese en que me explicara el misterio de aquel astroso mueble, tomó la palabra don Pascual, y me habló de esta manera.

-«Creo a usted sabedor, amigo mío, de que en mi juventud fui lo que se llama un calavera completo, y que la crónica escandalosa de Madrid ofrecía en aquel tiempo pocos lances en los cuales yo no figurase, haciéndome mi vanidad buscar los más comprometidos por el solo placer de que todos se ocupasen de mí. Mientras permanecí en el círculo de la alta sociedad, tuve intrigas amorosas más o menos complicadas, casos de honor más o menos problemáticos, y de todos salí sano y salvo, como está admitido entre personas de cierta educación. Pero el mal demonio, que no duerme, me hubo de fastidiar de aquel género de vida y de placeres, y ofreciendo un ejemplo más a aquella regla de que los extremos se tocan, pasé por una brusca transición desde el orgullo aristocrático a los modales más groseros de la plebe. Cesaron, pues, mis galas y mis tocados; olvidéme de teatros y salones: renuncié a mis antiguas amistades, y adopté el traje y los modales de un manolo verdadero.

»Armado con mi calzón y chaqueta, corbata de sortija y sombrero calañés, y embozado sobre todo en mi gran capa, echéme a buscar aventuras por Lavapiés y el Barquillo, con más determinación que el héroe manchego por el campo de Montiel. Mi generosidad, mi buen humor, y mi determinación para todo, me hicieron desde luego célebre entre aquellos habitantes, y ya se sabía que no había función en que no se contara con don Pascualito: y hombres y mujeres me festejaban a cual más, con lo cual tenía yo cierta superioridad parecida a la de un cacique en una tribu de araucanos. Contribuía en gran manera a ello mi capa azul, que aunque vieja, era aún superior a las que me rodeaban; pero como yo no quería distinciones, acerté a tratarla tan mal, que en muy pocos días logré hacerla equivocar con todas, con lo cual me creí ya protegido del escudo de Minerva; y todo lo vencía, y nada me arredraba. Con ella frecuenté tabernas y figones, buhardillas y burdeles, palomares y azoteas, y sin ella nada de esto hubiera podido hacer; tal era la confianza que este disfraz me inspiraba.

»Una tarde (de San Antón por cierto) salí envuelto en mi encubridora capa al paseo o romería de las vueltas, como es uso y costumbre en tal día. Ignoro si usted, como Curioso, habrá observado el espectáculo grotesco que en semejante ocasión presentan las dos calles de Hortaleza y Fuencarral, accesorias a la iglesia del santo anacoreta; la inmensa multitud de fieles que impulsados de su devoción se acercan por la mayor parte a la puerta de la iglesia sin entrar en ella; la exposición pública de caballos y mulas de alquiler, adornados de cintas, que guiados por inexpertos jinetes, corren al trote por el arroyo o lodazal, y van a gustar la cebada bendita; la multitud de tiendas de panecillos del Santo para pasto de los fieles; los coches y calesas prodigiosamente henchidos de mujeres y muchachos; y el sofoco de la concurrencia, que son plácido espectáculo a la multitud de espectadores de rejas y balcones; las sales del ingenio chisperil, y demás circunstancias, en fin, que hacen aquel cuadro tan original en su clase.

»Servía yo de breve episodio en él, marchando con el sombrero hasta las cejas y el embozo a las pestañas, puestos en jarras bajo la capa entrambos brazos, y abriéndome paso con los codos a derecha e izquierda. Andaba, pues, titubeando sobre cuál de aquellas estrellas había de tomar por norte, cuando al atravesar la boca-calle de San Marcos vi venir haciendo alarde de su desenvoltura a una manola, para cuyo retrato necesitaría yo la pluma de Cruz o el pincel de Goya. Acompañábanla otras tres mozas, que si la desmerecían en hermosura, la igualaban por lo menos en desvergüenza, y a pocos pasos las seguía un grupo de majos de chaqueta y vara, a quienes ellas tiraban panecillos por cima del hombro.

»Confieso a usted que la vista y la razón se me turbaron al contemplar aquella belleza, y sin ser dueño del primer movimiento, bajéme un poco más el sombrero y me interpuse entre el planeta y sus satélites; pero un mediano garrotazo que sentí en el hombro derecho, me hizo volver en mí, y siguiendo el camino de dicho palo hasta encontrar el brazo que lo blandía, encontré, no sin sorpresa, que estaba pegado a un mozo que yo conocía de varias aventuras anteriores. Esto fue hallarme como quien dice en tierra de amigos, y muy luego lo fueron todos los individuos de ambos sexos que componían aquellas guerrillas, merced a algunas oportunas estaciones que mi bolsillo permitió, donde convino.

»La niña retozona llevaba la vanguardia, y a cada paso nos comprometía en quimeras y reconvenciones, ya insultando a los paseantes, ya espantando los caballos, o cogiendo las ruedas de las calesas, o tirando cáscaras de naranja a los que iban en los coches. Crecía mi amor a cada una de estas barbaridades, y no perdía una ocasión de expresárselo, a lo cual ponía ella mejor cara que uno de los acompañantes, que era el galán, mientras que el marido, que también era de la comparsa, todo se volvía condescendencias y atención.

»Vino la noche, y habiendo manifestado aquella honrada gente que en casa de cierta amiga había baile, nos dimos todos por convidados, y yo el primero me dirigí con más apresuramiento a aquel baile de candil, que si fuera Soirée parisiense o Raout inglés.

»Pasamos desde luego a la calle de San Antón, y en una de sus casas, cuyos pisos eran dos, el de la calle y el del tejado, llamamos con estrépito, y salieron a recibirnos hasta dos docenas de personajes parecidos a los que entrábamos. Por de pronto hubo aquello de negarnos la entrada, amenazas y palos; pero en fin, asaltamos la plaza, y griegos y troyanos, olvidando resentimientos mutuos, improvisamos unas manchegas que hubieran llamado la atención de toda la vecindad, si toda la vecindad no hubiera estado ocupada en otras tales. Siguiéronlas en ingeniosa alternativa boleras y fandango, intermediados con los correspondientes refrescos trasegados del almacén de en frente; y a favor de la algazara que el mosto infundía en la concurrencia, creía yo poder formar con mi consabida pareja la conspiración correspondiente: pero otra más sorda dirigida por el amostazado galán, se formaba a mis espaldas, no sin grave peligro de ellas. Por último, para abreviar; el baile se fue acabando, cuando una patrulla que pasaba hizo cerrar el almacén de lo tinto, a tiempo que éste empezaba ya a obrar fuertemente sobre las cabezas, y ya se trataba de retirarnos, por lo cual echamos el último fandango con capa y sombrero, cuando un fuerte palo, disparado por el furioso Otelo al candilón de tres mechas, que pendía colgado de una viga del techo, hízole saltar en tierra, dejándonos a buenas noches. Aquí la consternación se hizo general; las mujeres corrían a buscar la puerta, y encontrándola atrancada daban gritos furibundos; los hombres repartían palos al aire; rodaban las sillas; estrellábanse las mesas, y voces no estampadas en ningún diccionario completaban este cuadro general.


Si licet exemplis in parvo grandibus uti,
Haec facies Troiae, cum caperetur, erat.

»Pero el blanco de la refriega éramos por desgracia el matrimonio y yo, en cuya dirección disparaban los conjurados sus alevosos golpes, hasta que un agudo grito del marido, que vino al suelo al lanzarlo, dio lugar a que la puerta se abriese, y todos se precipitasen a salir, quedando solamente el ya dicho tumbado en el suelo, sin sentido, y yo con el suficiente para ver que mi pérfida Elena, apoderándose de mi capa y envolviéndose en ella, huía alegremente con sus raptores. A mis voces y lamentos llega una ronda, reconoce al hombre que estaba a mi lado bañado en sangre: «¡Cielos! ¡está muerto!» y yo sin más pruebas que mi dicho, disfrazado vilmente, niego mi nombre, me turbo de vergüenza; y haciendo concebir sospechas de mí, soy conducido a la cárcel pública.

»¡Qué noche, amigo mío! ¡qué noche de desengaños y de amargas reflexiones! Entonces maldije mi indiscreción, me horroricé de mi envilecimiento, conocí, aunque tarde, todo lo criminal de mi conducta, y lamenté mi futuro destino. Pero la Divina Providencia quiso darme sólo un fuerte aviso, pues el hombre a quien creíamos muerto sólo estaba herido, y declaró mi inocencia, con lo cual logré al cabo de algunos días recobrar mi libertad. Mas esta lección, impresa indeleblemente en mi memoria, me hizo renunciar para siempre a aquel género de vida, volviéndome a la sociedad a que pertenecía; y tan fuerte es aún la impresión que en mí dejó aquel suceso, que no he podido disimularlo a la vista de este cómplice de mis extravíos, que rescato hoy para eterna vergüenza mía.»

-Un traje grosero (repuse yo para aplicar la moraleja del cuento) suele inspirar ideas villanas. Usted, señor don Pascual, tiene hijos que no tardarán en ser mancebos: inspíreles usted la misma saludable aversión que usted ha cobrado; procure que su traje sea siempre correspondiente a su clase para que les haga apartarse de aquellos sitios en que teman comprometerla, y sobre todo, créame usted, no les permita en ningún tiempo usar una capa vieja.

(Enero de 1833.)




ArribaAbajoPaseo por las calles

I

Nada hay más natural en un forastero que la curiosidad de conocer el aspecto general del pueblo que por primera vez visita, y nada también suele ser tan frecuente como el decidir por esta primera impresión de la belleza o mezquindez de tal pueblo.

Aventurado por cierto sería aquel juicio, aplicable a nuestro Madrid, pues que variaría absolutamente según el lado de donde viniese el forastero, por donde pudiera observar su primera vista. El gallego y castellano, por ejemplo, mirando la población por su parte más antigua y escabrosa, atravesando su escaso río sobre el magnífico puente a que Juan de Herrera imprimió la severidad de su escuela, y entrando por una mezquina puerta, solitaria y empinada calle, cuyos tejados forman una dilatada escalera, apenas encontraría diferencia notable con sus tétricas ciudades, si la presencia del palacio real a su izquierda no le hubiera dado de antemano a conocer la capital del reino.

Muy diferente idea formará el andaluz que viene de la parte del Mediodía, abrazando con su vista toda la población por su parte más vital y variada. Los suntuosos edificios del Seminario, cuartel de Guardias y Palacio a la izquierda; la Fábrica de tabacos, el Hospital general y el Observatorio, a su derecha; el puente, paseo y nueva puerta de Toledo al frente; intermediado todo por variados edificios, caprichosas torres, numerosos grupos de casas de distintas formas, y revelando, por decirlo así, la existencia de un pueblo grande y vivificado con la presencia del gobierno, prestan por este lado a Madrid su vista más completa e interesante. Los catalanes, aragoneses y valencianos, arribando a la capital por la soberbia puerta de Alcalá y la de Atocha, formarán una idea aún más risueña y magnífica, por los elegantes paseos de las Delicias y el Prado, los pintorescos jardines del Retiro y Botánico, y las suntuosas calles de Atocha y Alcalá; y finalmente, los procedentes de las provincias del Norte juzgarán a nuestra villa árida y solitaria al entrar por las puertas de San Fernando o de Santo Domingo.

Si deseando modificar estas primeras impresiones, y conocer a un golpe de vista el conjunto del pueblo que los recibe, solicitasen subir a una altura céntrica y de la elevación correspondiente para medir y conocer a vista de pájaro todo el plano de la capital, sería aún más difícil el indicársela, careciendo, como carecemos, de un gran templo central, que suele ser en otros pueblos el sitio adonde los forasteros acuden para satisfacer este deseo. La torre de la parroquia de Santa Cruz es la única que puede suplir en Madrid aquella falta, aunque ni su elevación ni su situación son suficientes para abrazar distintamente todo el plano, y conocer a un golpe de vista las varias fisonomías de los cuarteles de esta villa. Sin embargo, colocados en aquella altura puede observarse el corte de la población, uno de los más cómodos y ventajosos que conocemos, pues que partiendo sus calles principales de un centro común, que es la Puerta del Sol, se prolongan en forma de estrella hasta los últimos confines de la villa. Así que, conocidas una vez la dirección al E. de las calles de Alcalá y San Gerónimo; de la Montera, Hortaleza y Fuencarral al N.; de la Mayor al O.; y de las Carretas, Concepción Gerónima y Toledo al S., llega a ser fácil evitar la confusión que un pueblo nuevo infunde. La frecuentación de sus calles hará conocer al forastero que todas ellas le llevan como por la mano a estos puntos capitales, que en la mayor extensión del radio se modifican y cruzan por otros más subalternos y parciales, como las calles de Atocha, ancha de S. Bernardo, Jacometrezo y otras. Por lo demás, en cuanto a la belleza del aspecto general, menguada idea podrá formar desde aquel punto, no divisando desde él sino la desigualdad, tristeza y mezquina forma de los tejados de nuestras casas.

Esta desfavorable impresión será, sin embargo, modificada cuando descendiendo a las calles hiera la vista del observador la espaciosidad y desahogo de éstas, la regularidad bastante general de su alineación, la variada y caprichosa pintura de las fachadas de las casas, y sus distintas formas y dimensiones, que si bien puede condenarlas un ojo artístico por su falta de orden y simetría, llevan la ventaja de entretener agradablemente la vista, alterando a cada paso la insoportable monotonía de las ciudades edificadas bajo seguro plan y severas condiciones.

Las calles de Londres y de París, por lo general planas y sin notables desniveles, sujetas sus casas a una perfecta alineación, y presentando en su forma exterior un aspecto casi uniforme, son aún más fatigantes, más tristes y enfadosas que las de Madrid con sus cuestas y la irregularidad de sus casas. Añádase a esto las inmensas ventajas que nuestro clima nos proporciona de la sequedad constante del piso, la perfecta conservación de los colores en las fachadas, y la animación que produce la costumbre de los balcones; compárese todo ello a la densidad de una atmósfera nebulosa, la casi perpetua humedad del piso, el ennegrecido moho de las fachadas, la severidad de aspecto de la línea de ventanas, y la metódica uniformidad, en fin, de los edificios en aquellas capitales, y habrá muy pocos que dejen de preferir un paseo por nuestra villa (haciendo para ello abstracción del mayor movimiento y vida de aquellas poblaciones) al cansancio y fatiga del cuerpo y del espíritu que puedan proporcionarle otras ciudades más importantes.

No es esto decir que nuestro Madrid actual no pueda y deba recibir graves modificaciones para imprimirle mayor regularidad y agrado, y las numerosas y continuas que hace veinte años experimenta, revelan, por decirlo así, el grado de belleza a que aún puede llegar. Cuando se haya reformado del todo el empedrado de las calles; cuando en la forma y revoque de las casas se haga general el gusto que se observa en las nuevamente edificadas, imitando a las de Cádiz; cuando se modifique la forma de los tejados y buhardillas, y desaparezcan del todo los canalones; cuando, en fin, se vean generalizadas aquellas variaciones que observamos ya parcialmente, entonces será cuando Madrid llegará al punto de belleza que su situación local y el hermoso sol meridional le proporcionan, y merecerá con más justicia los dictados que aun los mismos extranjeros la prodigan de la villa blanca, la villa joven del Mediodía.

Mas si prescindiendo ya del aspecto material de sus calles y casas, intentáramos dibujar, aunque ligeramente, su vitalidad y movimiento; si dejáramos las piedras por los hombres, los órdenes arquitectónicos por el orden de la sociedad, el Madrid físico, en fin, por el Madrid moral, ¡qué escena tan varia! ¡qué espectáculo tan animado no podríamos presentar a nuestros lectores!

Tosco y desaliñado es nuestro pincel para tamaño intento; pero no podemos resistir a la tentación de emprenderlo. No nos propondremos seguir metódicamente para ello las distintas fases de tan variado teatro según las diversas horas del día, las estaciones y demás circunstancias que alteran y modifican los usos populares. Escogeremos cualquier día del año; por ejemplo, el día en que nos hallamos: procederemos libremente y como al acaso, dejaremos vagar a nuestro discurso, y pues que el moderno romanticismo nos autoriza, renunciaremos a todas las unidades conocidas; y tanto más románticos seremos, cuanto menos pensemos en lo que vamos a escribir.

II

Ningún momento del día nos parece más oportuno para sorprender a los madrileños en el espectáculo de su vida exterior, que aquellas apacibles horas que aproximando el día a la noche, libertan del trabajo para acercarnos al descanso y al placer; aquellas horas que en la estación ardorosa en que nos hallamos, vienen a mitigar los rigores de nuestro sol meridional, y en que la población, ansiosa de disfrutar la apetecida brisa de la noche, abandona el interior de las casas, y se muestra generalmente en las calles y plazas, en las puertas y balcones. No haya miedo el cojuelo Asmodeo, ni su licenciado don Cleofás, que para tal momento solicitemos sus auxilios con el objeto de levantar los tejados de las casas, y reconocer lo que pasa en el interior: por la ocasión presente dejémosles a los ladrones y enamorados, que también suelen aprovecharse a tales horas de aquel abandono, y pues que todo el pueblo se halla en la calle, bueno será mezclarnos y confundirnos con todo el pueblo.

El reloj de nuestra Señora del Buen Suceso ha dado las seis; la animación y el movimiento, interrumpidos durante la siesta, han vuelto a renacer en las calles; los vecinos de las tiendas, descorriendo las cortinas que las cubren, hacen regar el frente de sus puertas, asoman al cancel de ellas, y llaman al ligero valenciano, que con sus enagüetas blancas, su pañuelo a la cabeza y su garrafa a la espalda, cruza pregonando «Gúa é sebá fría...». Otros escogen en el cesto de aquella desenfadada manola tres o cuatro naranjas para remojar la palabra, dirigiéndola de paso algunas medianamente disparadas, si bien mejor recibidas; y otros, en fin, se contentaban con un vaso de agua pura que les ofrece en eco lastimero el asturiano, por cuatro maravedís. -En tanto los muchachos, que a la primer campanada de las seis ha lanzado una escuela, improvisan en medio de la calle una corrida de toros, o atan disimuladamente a la rueda de un calesín alguna canasta de fruta, que al echar a andar el carruaje rueda por el suelo, con notable provecho de la alegre comparsa; o bien tratan de engañar a un barquillero distrayéndole para que no mire al juego; o ya disparan sendas carretillas de pólvora a los perros y a los que no lo son.

A semejantes horas todavía no se sienten circular más carruajes que los del riego o los bombés facultativos, y sin embargo, en todas las cocheras se disponen y preparan ya los que de allí a un rato han de conducir al Prado a la flor y nata de la aristocracia. Los cafés, oscuros aún y abiertos de par en par, no reciben todavía más que uno u otro provinciano que saborea el primero un gran cuartillo de leche helada, algún militar que fuma un cigarro mientras ojea la Gaceta, o un quídam que entra mirando al reloj, espera a un amigo que viene de allí a un rato, y juntos parten a paseo.

-De la lotería-aaaao-cha-vó-A-ochavito los fijos. -¿Una calesa, mi amo? -De la fuente la traigo, ¿quién la bebe? -Señores, a un lao, chás. -El papel que acaba de salir ahora nuevo. -Cartas de pega. -Orchateró.

Crece la animación por instantes: el rápido movimiento se comunica de calle en calle; las puertas vomitan gentes; los balcones se coronan de lindas muchachas, cruzan las elegantes carretelas, los ligeros tílburis, las damas y galanes a caballo; grupos interesantes, numerosos, variados, se dirigen a los paseos ostentando sus adornos y atractivos; otros medio hombres y medio esquinas ocupan las encrucijadas de las calles, y presencian a pie firme el paso de la concurrencia.

Punto central de esta agitación es la Puerta del Sol y principales calles que la avecinan, observándose el reflujo de la población en dirección al Prado. Las calles apartadas del centro no ofrecen tanto interés, si bien tienen el suficiente para ser consideradas. Cuando las de Alcalá, la Montera y Carretas ostentan rápidamente lo más elegante y bullicioso de nuestra población; cuando sus balcones, por lo regular abandonados, demuestran que sus vecinos se hallan en paseo; cuando el ruido y el polvo de los carruajes ofuscan los sentidos y tienden un denso velo que nos impide ver a cuatro pasos, salvémonos de este laberinto, y trasladémonos, por ejemplo, a la calle ancha de San Bernardo o a la de Hortaleza, a la de San Mateo, o a la de Leganitos.

Todo es tranquilidad en el dilatado recinto que media desde el monasterio de las Salesas hasta el seminario de Nobles. El silencio y soledad de las calles, apenas es interrumpido por el paso de los pocos transeúntes. Tal cual matrimonio del pasado siglo, precedido de algunos retoños, representantes de la futura España, y dirigiéndose pausadamente a las puertas de Santa Bárbara o San Bernardino con el objeto de llegar al obelisco o a la cuesta de Areneros; tal cual corro de dilettantis a la puerta de una taberna, saboreando el compás de la tirolesa de Guillermo Tell, tocada por el organillo del ciego; tal cual grupo de mozos de esquina ensayando sus ociosas fuerzas colosales; tal cual cuerpo de guardia o batallón pasando la lista al son de sinfonías y cabaletas: he aquí los únicos episodios que alteran de vez en cuando la unidad de acción de aquel clásico espectáculo.

Los conocedores, sin embargo, encuentran en este cuadro multitud de bellezas, y el más indiferente suele verse sorprendido al pasar por bajo de algún balcón, donde no sospechaba tales tesoros. Aquella cortinilla, que parece casualmente recogida en los hierros de aquel balcón, está mejor dirigida que lo que aparenta: jamás ningún marinero manejó con tal destreza la vela de su bajel, como la personita escondida bajo de ella hace servir a su gusto a la oficiosa cortina.

Pero vedla que la descorre de pronto, que deja el asiento, tira la labor y ostenta en pleno balcón toda la esbeltez y primor de su figura. ¡Y habrá todavía quien hable contra nuestros balcones!...

Lindo pie encerrado sin violencia en un gracioso zapatito; limpio y elegante vestido de muselina primorosamente sencillo, que deja admirar una contorneada cintura por bajo la graciosa esclavina que cubre los hombros y el pecho; elegante nudo recogido a la garganta, gracioso rodete a la parte baja de la cabeza, a semejanza de la Venus de Médicis; dos primorosos bucles tras de la oreja, otro par de rizos pegados en la sonrosada mejilla, y diestramente combinados con unos lazos azules que hubieran puesto envidia al mismo sol: tal es el espectáculo delicioso que ha asomado en aquel balcón. ¿Mas por qué no lo hizo antes? ¿por qué tan precipitadamente ahora? -El por qué, señores míos, yo me lo sé, pero no sé cómo contárselo a ustedes.

-Mariquita.

-Matilde.

-¿Has visto?

-¡Qué quieres; paciencia!

-Yo no sé qué tendrán.

-Lo que es N... estaba de guardia cerca de aquí, pero el otro...

-El otro... apostaré que está en el Prado haciendo el galán con la de...

-No lo creas... puede que hayan pasado... pero mira, ¿no reparas aquellos dos que han vuelto la esquina?

-¡Qué! pero sí... no, no son... ¿a ver? saca el pañuelo.

-Sí, mira, mira cómo han sacado el suyo, mira cómo se ríen.

-Sí, ellos son... ¡Ay que vergüenza, Matilde! Cerremos los balcones.

-¿Pues qué?...

-¡Que no son ellos!...

«Bravo, señoritas, lindamente», gritaban en esto dos caballeros de gentil aspecto que llegaban precisamente en aquel momento por la parte opuesta de ambos balcones.

-¿Qué te parece, Carlos? ¡hemos quedado lucidos!

-¿Qué haremos?

-Yo sería de opinión de desafiar a aquellos dos.

-Yo de matarlas a ellas.

-Hombre, no, en tal caso matarnos nosotros es más noble.

-Mira, lo mejor será que todos vivamos, y nos venguemos marchándonos al Prado.

-No dices mal.

Bien diferente colorido presenta por cierto a los ojos del observador el otro trozo de pueblo comprendido desde el Palacio a la puerta de Atocha: las calles de Toledo y Embajadores, del Mesón de Paredes y de Lavapiés no ceden a tales horas en movimiento a las más animadas de Londres. Las enormes galeras de los ordinarios valencianos y andaluces que salen para hacer noche en la venta de Villaverde; los calesines que esperan flete para los Carabancheles; el barbero que rasguea su vihuela a la puerta de su tienda; el corro de andaluces que sentados en el banco de aquel herrador entonan la caña; los alegres muchachos, que subidos en los mostradores y sobre las sillas de las tiendas, ríen de las habilidades de Juan de las Viñas o del perro que salta al monótono son de la dulzaina de aquel ciego; la terrible cohorte de cigarreras de la fábrica que al anochecer dejan el trabajo y se mezclan y confunden con los no pequeños grupos de mozallones que esperan su salida. ¡Qué confusión, qué bullicio por todas partes!

También el amor embellece este animado cuadro.

Sigamos, por ejemplo, a alguna de esas parejas, verémosla dar fondo en cualquiera de las innumerables tabernas que ostentan al paso sus variadas provisiones de bacalao y sardinas, ensaladas y huevos duros. Mirad a aquel galán, que dejó su tienda, armado de punta en blanco, y demostrando que va de servicio, de teatro o de patrulla. ¿Mas por qué no siguió la calle de Embajadores a la de Toledo, y ha dado esa vuelta para venir a la plaza? ¡Cosa clara! ¿No habéis reparado en aquella tienda de cordonero de la calle de las Maldonadas? ¿No le habéis visto pararse delante de ella, dudar un rato mirando por las vidrieras, dejar el fusil apoyado en ellas mientras encendía un cigarro en la tienda de enfrente? ¿No habéis reparado una blanca mano que disimuladamente ha echado algo por el cañón del arma? -¿Qué fue ello? -Nada; reparad al mancebo que la vuelve a echar al hombro con ligereza; apostaría a que la niña ha burlado las precauciones de un padre tirano: el fusil encierra el misterio del amor. Jamás parte de una victoria fue conducido con más alegría.

Pero ya la campana de San Millán o San Cayetano llama a los fieles al rosario; la trompeta y el tambor desde el vecino cuartel dan el toque de oración; las tiendas y cajones de comestibles van encendiendo sus farolillos; los profundos coches del siglo XVII y los desvencijados calesines abandonan el puesto; y las tinieblas de la noche van, en fin, oscureciendo aquel animado teatro. Este espectáculo nocturno merece otro cuadro aparte, y tal vez algún día lo emprenderé: el que intentaba dibujar por hoy, concluye aquí.

(Julio de 1835.)




ArribaAbajoCostumbres literarias

I

La literatura


Virtud y filosofía
peregrinan como ciegos:
el uno conduce al otro,
llorando van y pidiendo.


Lope de Vega.                


Desde que en España hay literatura, se ha venido repitiendo constantemente que en ella no puede haber literatos; y siéndolo los mismos que dicen esto, preciso será creerlos bajo su palabra, y convenir con ellos en que el cultivo de las letras no es entre nosotros el mejor género de cultivo.

Y a la verdad ¿qué es un literato, meramente literato, en nuestra España? una planta exótica a quien ningún árbol presta su sombra; ave que pasa sin anidar; espíritu sin forma ni color; llama que se consume por alumbrar a los demás; astro, en fin, desprendido del cielo en una tierra ingrata que no conoce su valor.

Si confiado en la superioridad de su genio, no supo unir la adulación a las dotes de su talento; si mirando desdeñosamente los intereses materiales, no acertó a mendigar un favor del poderoso, favor menguado que apartándole de sus nobles ocupaciones le convierte en lisonjeador de oficio o en mecánico oficinista; todo su saber, por grande que sea, bastará tal vez a conquistarle un lugar distinguido en las crónicas literarias del país; acaso la posteridad encomiará su genio; acaso levantará estatuas a su memoria; pero en tanto su vida se consumirá angustiosa en medio de las tristes privaciones; y aquel hondo despecho que produce en el alma un desdén injusto abreviará sus días, y le conducirá muy luego al ignorado sepulcro que en vano buscarán sus futuros admiradores.

Hubo un tiempo, es verdad, en nuestro país, que parecía presagiar a las letras más alta fortuna, más estimada consideración. Los siglos XVI y XVII, imprimiendo en este punto a las costumbres una tendencia bienhechora, vieron muy luego aparecer eminentes ingenios que, consignando eternamente la gloria de aquella edad, recompensaron con usura los favores que de ella pudieron recibir.

Sin embargo, no bastó tampoco entonces el talento literario; preciso fue también unir a él la intriga cortesana, y saber prescindir en ocasiones del hombre de letras, para aparecer bajo el aspecto del hombre político o del discreto palaciego. Los que, como Quevedo, Mendoza y Saavedra, supieron reunir estas cualidades a las de escritores, vieron recompensado su mérito con altos empleos, con regios favores, y figuraron airosamente entre los primeros hombres públicos de su tiempo; los que, como Cervantes, Lope y Moreto, limitaron su ambición a la gloria literaria, fueron, es verdad, el objeto de entusiasmo de su siglo, y pudieron presagiar en vida el tributo de admiración que había de rendirles la posteridad; mas sus trabajos, tan aplaudidos y admirados, no bastaron a asegurarles una cómoda subsistencia, ni a legar a sus hijos otra cosa que la gloria de sus nombres esclarecidos. Lope de Vega quedó empeñado al morir después de haber escrito dos mil comedias (que los cómicos solían pagarle a 500 rs.), y otras muchísimas obras sueltas. Calderón vendió todos sus Autos Sacramentales a la villa de Madrid por 16.000 rs.; y Miguel de Cervantes tuvo que mendigar el socorro de un magnate para dar a luz la obra inmortal que había de ser el primer título de la gloria literaria del país.

Cuando en el último tercio del siglo anterior volvieron a aparecer las letras después de un largo periodo de completa ausencia, una feliz casualidad hizo que hombres colocados en alta posición social fueran los primeros a cultivarlas; y de este modo se ofrecieron a los ojos del público con más brillo y consideración. Montiano y Luyando, Luzán, Jovellanos, Campomanes, Saavedra, Llaguno y Amírola, los PP. Isla y González, el duque de Hijar, los condes de Haro y de Noroña, Viegas, Forner, Cadalso y Meléndez, ocupaban los primeros puestos del Estado, las sillas ministeriales, las dignidades eclesiásticas, las embajadas, la alta magistratura y los grados superiores de la milicia; bajo este aspecto pudieron servir y sirvieron efectivamente a las letras, tanto para adquirirlas en el concepto público aquel respeto que por desgracia sólo se prodiga a los falsos oropeles, cuanto para estimular a la juventud a emprender una carrera que no aparecía ya como incompatible con los halagos de la fortuna.

Empero de un extremo vinimos a caer en el opuesto; los jóvenes se hicieron literatos para ser políticos: unos cultivaron las musas para explicar las Pandectas; otros se hicieron críticos para pretender un empleo; cuáles consiguieron un beneficio eclesiástico en premio de una comedia; cuáles vieron recompensado un tomo de anacreónticas con una toga o una embajada. Y siguiendo este orden lógico se ha continuado hasta el día, en términos que un mero literato no sirve para nada, a menos que guste de cambiar su título de autor por un título de autoridad.

De aquí las singulares anomalías que vemos diariamente; de aquí la prostitución de las letras bajo el falso oropel de los honores cortesanos. -¿Fulano escribió una letrilla satírica? Excelente sujeto para intendente de Rentas. -¿Zutano compuso un drama romántico, o un clásico epitalamio? Preciso es recompensarle con una plaza en la Amortización. Aquel que hace muy buenas novelas; a formar la estadística de una provincia. Este que ha traducido a Byron; a poner notas oficiales en una secretaría. -El otro que escribió un folletín de teatros; a representar al gobierno español en un país extranjero.

Entre tanto, aquellos escritores concienzudos que ven en el cultivo de las letras su sagrada y única misión, y que no sabiendo o no queriendo abandonarlas, esperan recibir de ellas la única corona a que aspiran, yacen arrinconados, y como se dijo al principio, peregrinos en su propia patria; y el pueblo que los mira, y los magnates que no comprenden la causa noble de su desdén, le arrojan al pasar una mirada compasiva, o llegan a dudar hasta de sus intenciones o su talento... -«¡Literato!... ¿Qué quiere decir literato?...» le preguntará la autoridad al empadronarle. -«¡Poeta!...» repetirá el pueblo... «¡valiente poeta será él cuando no ha llegado a ser ni siquiera intendente o covachuelo!».

De esta manera, la multitud, que sólo juzga por resultados, se acostumbra a ver la literatura como un medio, no como un fin; como un título de elevación, no como un patrimonio de gloria; y entre tanto que ensalza y eleva al talento, y engalana la persona del autor con relumbrantes uniformes, deja olvidadas sus obras en la librería; y por una singular contradicción, aquellos mismos escritos bajo los cuales se escondía una elevada posición social, sirven al mismo tiempo para que el inhumano tendero envuelva en ellos las pasas de Málaga, o los quesos de Rochefort.

II

El manuscrito


Así se animarán nuevos autores
a imprimir obras que vender al peso.


Iriarte.                


Y para hacer más sensible el argumento por medio de un ejemplo, figurémonos un autor que después de haber dedicado largos años a trabajar concienzudamente una obra literaria, ve por fin concluido el trabajo, en que vincula la gloria de su nombre y las esperanzas lisonjeras de su porvenir.

¡Pobre autor! ¡Tú creías cuando dabas fin a la última página de tu libro, que nada te quedaba ya que trabajar, nada que padecer! Pues entonces es cuando empieza tu verdadero sufrimiento, tu más ingrata molestia. Por fortuna en el día no tienes que temer las trabas de una arbitraria censura, ni necesitas mendigar un permiso que las leyes actuales te conceden gratuitamente... Si hubiera sido hace algunos años, tu primera diligencia sería la de poner un pedimento en papel sellado, y cargado con él y con tu manuscrito acudir a la escribanía de cámara del Consejo de Castilla, dejándolos allí confiados en manos de curiales entre despojos y moratorias... ¡Qué agudo puñal para un escritor al dar el tierno adiós (que podía muy bien ser el último) a su amada obra, y arrojarla entre profanos, que midiéndola por su escasa inteligencia, no hacían escrúpulos en despreciar un manuscrito que acaso la posteridad miraría como un tesoro!

El secretario formulaba su relación, y cargando con el manuscrito entre los demás papeles del despacho, entraba al Consejo a dar cuenta de él, entre un permiso de feria y un alegato de bien probado; el tribunal mandaba censurar aquél, y el escribano era regularmente el que designaba el censor; y si la obra era de bella literatura, la remitía al guardián de San Francisco o al cocinero de los Mínimos; y si hablaba de historia no faltaba algún capellán de monjas; o un abogado del colegio si se trataba de una colección de poesías. En vano el pobre autor trataba de adivinar por todos los medios posibles en qué manos se hallaba; este secreto era secreto de Estado, y los hombres de ley sabían guardarlo, y dar así a los censores todo el desahogo posible para que pudieran meditarla a su sabor dos o tres años. ¿Quién pintará las angustias de aquel mísero autor en este tiempo? ¿Quién sus exquisitas diligencias para descubrir el paradero de su futura gloria? Por fin, al cabo de muchos meses y de varios pedimentos de recuerdo decretados por el tribunal, el tiránico censor devolvía la obra, o con una negativa terminante, o toda mutilada con inmundos borrones que hacían desaparecer su mérito principal; y gracias, cuando no se metía a enmendarla de su propia autoridad y hacer decir al autor cosas que ni en sueños imaginara. Satisfecho de este modo el tribunal de que el libro no contenía nada contra nuestra santa religión ni las regalías de la corona, solía conceder el permiso, y el autor se daba por muy satisfecho cuando a vuelta de algunos ducados, y aparapetado con su Real cédula, lograba recoger aquella oveja descarriada, su libro querido, todo desvencijado por manos impuras, y con sendas rúbricas en cada una de sus hojas.

Ahora, es verdad, los tiempos han cambiado; para ser autor no se necesita más que un buen ánimo; y en gracia de esta libertad han llegado las letras a la altura que las vemos. Asombroso, a decir verdad, debe ser el número de obras importantes que han debido ver la luz desde que se abolió toda censura; nuestros escritores, que antes se escudaban con ella para justificar su silencio, han podido dar a conocer sus prodigiosos adelantos y su genio superior. Ciencias, artes, literatura, todo han podido tratarlo con extensión; nadie les ha ido a la mano... Desde entonces las imaginaciones han tomado un vuelo gigantesco, las luces se propagan, las prensas gimen, y... ¡desgraciada la madre que en estos tiempos no tiene un hijo escritor!... Por resultado de este movimiento admirable, benéfico, sublime, ¿dónde están las enciclopedias profundas, las filosóficas historias, los científicos viajes, las críticas novelas, los admirables poemas? Sin duda que han debido abundar en estos tiempos de franquía político-literaria. Sin duda que nuestros escritores se habrán dado prisa a vengar el honor nacional, y a responder victoriosamente a los terribles cargos que de dos siglos a esta parte les dirige la Europa entera... -Sí señor, han respondido, han escrito multitud de volúmenes... de periódicos, llenos de partes militares o de alocuciones civiles. El público no quiere más historias que la historia contemporánea, ni busca otro progreso sino el progreso de la guerra.

III

La librería


En literatura, el producto del trabajo
esté en razón inversa de su importancia.


Adisson.                


Mas volviendo a nuestro anónimo escritor, a quien hemos dejado con su manuscrito bajo el brazo, salvándole cual otro Camoens de los embates de las olas, sigámosle paso a paso en sus diligencias ulteriores hasta ver realizado el objeto de sus esperanzas.

Por de pronto le encontraremos corriendo una a una todas las imprentas de Madrid, y cotejando formas, y demandando precios, y escogiendo papel, y reduciendo, en fin, a números todas las circunstancias del contrato, hasta arreglar convenientemente sus bases.

Pocas cosas hay tan entretenidas como ver a un literato ajustar una cuenta o formar un cálculo, con aquella pluma con que suele volar por las vagas regiones de la fantasía. La falta de práctica y su escaso conocimiento de los guarismos, le hacen equivocar a cada paso la cuenta; y suma y multiplica, y vuelve a sumar y multiplicar, y unas veces saca mil y otras un millón; y quien de 24 quita 6 deja 40, y llevo 7; dos mil ejemplares vendidos a duro, hacen 200.000 duros; rebajados 500 por el coste de su impresión, quedan 150.000 duros limpios de polvo y paja... ¿A dónde vamos a parar?

Que se ajustan, en fin, literato e impresor, y que empieza la tarea de la composición y la corrección de pruebas, y el ajuste, y el pliego de prensa, y la tiración y retiración, y las capillas, y el alce y el plegado: y mi autor en algunos meses no sabe qué cosa es dormir, ni sosiega un solo instante; y unas veces riñe con el regente de la imprenta por la tardanza, y otras con los cajistas por la precipitación, y se desespera por una errata, porque en vez de tu mano esquiva le han puesto tu mano de escriba, o en lugar de memoria póstuma han estampado memoria postema, u otros quid pro quos tan inocentes como éstos, en que suelen incurrir los inocentes cajistas.

Llega por fin el suspirado momento en que ya corrientes y encuadernados los ejemplares de impresión va a proceder a la venta, y una mañanita muy temprano sale mi diligente autor a revistar uno por uno todos los esquinazos de Madrid, donde ha hecho fijar grandes cartelones con letras tan grandes como todo el libro; y se aflige y desespera porque unos los encuentra demasiado altos, y otros demasiado torcidos; cuáles empezados a rasgar; cuáles rasgados del todo; éstos cubiertos por un anuncio de novillos; aquéllos ofuscados por una función de cofradía. Pero se consuela con que en aquel mismo día la Gaceta y el Diario han anunciado su obra en términos precisos, y que ya de antemano ha regalado un ejemplar a todos los periodistas de Madrid, los cuales en conciencia no podrán menos de decir que la obra es excelente y el autor un buen sujeto, con la demás música celestial de costumbre, no olvidando al final la librería donde se vende o se quiere vender.

Y aquí llamo la atención de mis lectores no madrileños, para hacerles un pasajero bosquejo de lo que es una librería en nuestra heroica capital.

Siempre que a su paso se encuentren una portada gótico-arabesca y hermoso cierre de cristalería; siempre que vean relucir en el interior brillantes dorados y transparentes, y coronada la pintada muestra por un cuerno de Amaltea o por una fama trompetera, aquello, por supuesto, no es una librería, sino un almacén de objetos más útiles, tales como guantes o confitura.

Siempre que miren un prolongado mostrador, asediado por multitud de bellezas mercantes, por infinidad de galanes paganos, allí, por supuesto, no se venden libros, sino sedas y cachemiras, ni se conocen otras letras que las de «Precios fijos» estampados en góticos caracteres en el fondo del almacén.

Empero cuando vean un menguado recinto de cuarenta pies de superficie, abierto y ventilado por todas sus coyunturas, cubiertas las paredes de unos andamios bajo la forma de estantería, y en ellos fabricada una segunda pared de volúmenes de todos gustos y dimensiones, pared tan sólida e inamovible como la que forma el cuadrilátero recinto; siempre que vean éste, cortado a su término medio por un menguado mostrador de pino sin disfraz, tan angosto como banco de herrador, y tan plana su superficie como las montañas de la Suiza; siempre que encima de este laboratorio vean varias hojas impresas a medio plegar, varias horteras de engrudo, y el todo amenizado con las cortaduras del papel y los restos del pergamino; siempre que detrás acierten a columbrar la fementida estampa de un hombre chico y panzudo, como una olla de miel de la Alcarria, y vean sobre la abertura que forma la trastienda un pequeño nicho en forma de altar con una estampa de San Casiano, patrón de los hombres de letras; siempre que encuentren, en fin, todas estas circunstancias, detengan el paso, alcen la cabeza, y verán en los dos esquinazos de entrada unos misteriosos emblemas de líneas blancas y coloradas, y sobre el cancel un mal formado rótulo que en anticuadas letras dirá forzosamente «LIBRERÍA».

A decir verdad, que nada es más a propósito para dar una idea del estado de la literatura en nuestro país, como el aspecto de las tiendas de libros, que sin celos ni estímulos de ninguna especie han visto progresar y modificarse según los preceptos de la moda a las quincallerías, floristas, confiteros, todos los almacenes de comercio, hasta las zapaterías y tabernas; y ellas, impasibles en aquel estado normal que las imprimió el siglo XVIII, han permanecido estacionarias, sobreviviendo indiferentes a las revoluciones de la moda y a las convulsiones heroicas del país.

Si prescindiendo de la librería, consideramos aisladamente la persona del librero, hallaremos en él la misma inamovilidad, igual estoicismo que en aquélla. Desdeñando con altivez todos los esfuerzos del resto del comercio, vive tranquilamente encuadernado en su mostrador de pino y sus anaqueles de becerro, repartiendo el producto del humano saber con sus compañeros los ratones (que hoy los hay con un hambre del año 12). Si escucha hablar del celoso movimiento de los libreros de Londres y de París, del lujo de sus almacenes, de la pompa de sus catálogos y de sus grandes empresas mercantiles, el librero madrileño sonríe desdeñoso, y sigue sin responder plegando calendarios o dando a los cartones una mano de engrudo. Si se le pregunta por el mérito de una obra, responde con indiferencia: -«No es cosa; no se han vendido más que cien ejemplares.» Para él la pauta de todos los libros está en su libro de caja, y por este estilo aprecia más que las obras de Homero, el Sarrabal de Milán; y mucho más el Arte de cocina, que los Varones ilustres de Plutarco.

Ocupado sin cesar en sus mecánicas tareas, escucha con indiferencia las interesantes polémicas de los abonados concurrentes (todos por supuesto literatos), que ocupan constantemente los mal seguros bancos extramuros del mostrador; los cuales literatos, cuando alguno entra a pedir algún libro, lo glosan y lo comentan; y dicen que no vale cosa; y después de juzgarlo a su sabor, le piden prestado al librero un ejemplar para leerlo. Y mientras tanto hojean un periódico, y mascan y muerden a su sabor el artículo de fondo, y luego la pegan con la comedia nueva y hacen una disección anatómica de ella y de su autor. Todo hasta que dan las dos, hora en que el librero, recogiendo sus chismes, les invita a comer la puchera, que es lo mismo que decirles que se vayan a la calle. Y luego cierra la tienda, y come y duerme su siesta, y vuelve a abrir, y vuelve a reproducirse la escena anterior.

Pero si mal no me acuerdo, dejamos a mi autor caminando hacia la librería; pues bien, figurémonos que entra en ella a la sazón que acaba el librero de despachar un ejemplar, el tercer ejemplar de su obra, y que los literatos del banquillo han abierto la discusión sobre ella.

-¿Ha leído usted, señor Hermógenes ese libro nuevo?

-¡Cómo si lo he leído! Página por página me lo ha consultado su autor.

-¡Calle! ¿conoce usted al autor?

-¡Pues no le he de conocer, si ha sido discípulo mío! y dé gracias a mis advertencias y correcciones, que si no... pero callemos, que no es cosa de decirlo todo; dejémosle gozar tranquilamente de los honores del triunfo.

-Me han dicho (replica don Pedancio), que es un muchacho de mérito, y que...

-Sí señor, tiene chispa, y si estuviera bien dirigido...

-¿Cómo bien dirigido? ¿pues no he dicho que le dirijo yo?

-Tiene usted razón, y a decir la verdad, ya me parecía a mí que era imposible que ese mozo hiciera por sí nada de provecho; figúrense ustedes que le he conocido hace veinte años jugando a la rayuela todas las tardes con los chicos de mi vecino don Abundio... y luego, señor, lo que yo digo, ¿qué han de saber estos muchachos, ni qué universidades han cursado, ni qué oposiciones han sostenido, ni?...

(Mientras este ligero diálogo, el joven autor ha entablado un aparte con el librero para informarse de la venta; y luego que éste le asegura que en todo el día ha realizado tres ejemplares, hace un gesto expresivo, da un suspiro, y lanzando una mirada fulminante a los interlocutores, se sale precipitadamente de la tienda.)

-Oiga usted, señor amo de casa, ¿no querrá usted decirnos quién es ese caballerete que acaba de salir?

-Ese caballerete (responde el librero), es un amigo de todos ustedes y protegido de mi señor don Hermógenes.

-¿De verdad?

-Sí, señores, es el autor de quienes ustedes hablaban, y no sé cómo no le han conocido.

-A la verdad, replican todos, que está bastante desfigurado... y luego esta vista tan cansada... ¿no es verdad, usted, señor don Pedancio?

Los quince primeros días repite diariamente el joven la visita a la librería, y ajustando mentalmente la cuenta, saca la consecuencia de que en ellos ha despachado veinte y cinco ejemplares; y sin embargo todo el mundo le habla de la obra, y todos sus amigos se la elogian y le colocan a par de Cervantes; es verdad que él ha tomado la precaución de regalársela a todos; y al cabo del mes pide cuentas al librero, el cual se la da de treinta ejemplares; al segundo mes de diez, y al tercero de ninguno; y entre tanto el impresor le ha cobrado la suya, y el encuadernador igualmente, y advierte en fin, que su futura gloria le ha costado un purgatorio presente; y que en vez de los ciento cincuenta mil duros de ganancia, se halla con cien doblones de menos en el bolsillo.

IV

El autor


Oui, j'aime mieux, n'en déplaise à la gloire,
vivre au monde deux jours que mille ans dans l'histoire.


Molière.                



Y con perdón de la gloria,
mucho más estimaría
vivir en el mundo un día
que mil años en la historia.


Entonces reconoce la ingratitud del siglo, y medita filosóficamente sobre la ignorancia de la multitud; pero templa su dolor con la consideración de los inconvenientes de las riquezas y la gloria que le brinda la fama en las futuras edades, con lo cual se determina a pasar el resto de sus días dedicado a la filosofía y al estudio. Mas desgraciadamente llega el día 30 del mes, y el casero le recuerda el alquiler del cuarto; la patrona le reclama el gasto de la casa; el sastre tiene la inhumanidad de presentarle la cuenta, y hasta el grosero asturiano que le sirve se atreve a interpelarle sobre el pago de su salario.

El desdichado autor cae entonces bruscamente desde su cielo ideal en este mundo mecánico y positivo; mira con dolor que el ingenio es un capital pasivo que no empieza a producir hasta después de la muerte; que la sabiduría no tiene cosecha, o que si siembra ideas es para recoger únicamente desengaños; que hacer libros donde nadie lee, es ponerse a fabricar rosarios en Pekín; que aquella individualidad, aquella sublime excepción a que ha aspirado por resultado de sus tareas, le han constituido en una situación exótica en medio de una sociedad material y positiva; y que, en fin, todo su talento, toda su nombradía, no pueden hacerle prescindir de aquellas necesidades que esta misma sociedad le impone.

Entonces es cuando dando un nuevo giro a sus ideas, las materializa y dirige a un resultado positivo; entonces cuando hace el sacrificio de su futura gloria en gracia de su vivir presente, y trata de hacer valer sus circunstancias para llegar a clasificarse en esta misma sociedad que antes miraba con enfático desdén. Entonces es cuando cambia las bibliotecas por las antesalas; los profundos volúmenes por los periódicos fugitivos; las relaciones literarias por las encumbradas y políticas; entonces cuando hace la oposición o la defensa de los ministros; entonces cuando brilla en su mayor esplendor, y todos alaban su talento y pasa de mano en mano altamente recomendado, hasta que da en las de un poderoso Mecenas, que en justo galardón de sus conocimientos literarios, o de su numen poético, le encaja una contaduría de estancadas o una administración de correos, con lo cual el ex-autor hace almoneda de sus libros, vende al peso todas sus impresiones a un almacenista de chocolate, y marcha satisfecho a desempeñar su destino y a firmar oficios y cargaremes.

Y aquí concluyó el literato, y empezó su positiva carrera el funcionario público.

(Marzo de 1837.)

Nota

Costumbres literarias. -Este artículo en que se pretende bosquejar las diversas fases de nuestra vida literaria según las épocas pasada y presente, fue escrito en principios de 1837 para insertarse en el periódico o revista quincenal que empezó a publicar el Liceo artístico y literario de Madrid, especie de álbum en que todos los socios de aquella nueva y brillante corporación, consignaban espontáneamente los frutos de su ingenio.

En todo el artículo domina el pensamiento del autor a saber: la falta de consideración, o de aplicación que entre nosotros cuentan los estudios científicos y literarios por sí mismos; y la sobra de protección indiscreta que suele reclamarse y obtenerse del gobierno, no para los mismos escritos, sino para las personas de los autores, sacándolos de su esfera, y colocándolos en empleos elevados y brillantes que les hacen desdeñar el cultivo de las letras, y hasta renegar de sus antiguos títulos de gloria. -En este punto las opiniones del autor son contrarias, no sólo a las de los gobiernos, sino a las de los mismos literatos, para quienes desearía, sí, una modesta medianía y desahogo; pero no grandes títulos, honores y cargos que los arrancan a sus tareas literarias, y esta convicción es en él tan profunda, cuanto que está persuadido de que si Cervantes hubiera sido director de Rentas o intendente, nunca escribiría el Quijote; Lope y Calderón, si hubiesen llegado a obispos, no habrían dado tanta gloria a la escena española; ni Shakespeare, ni Molière, hubieran enaltecido la francesa, si de pobres y asendereados farsantes, hubieran subido de pronto a ser embajadores, ministros o generales.

En la reacción literaria que se verificaba por aquellos años en nuestro país, al mismo tiempo que la revolución política, o más bien como consecuencia de ella, se observaba desde luego esta tendencia fatal, esta protección funesta, al sentir del autor, hacia las personas de los literatos; la libertad del pensamiento, exento ya de toda traba de censura, el aumento de vitalidad y de energía propia de las épocas de revueltas políticas, de discusión y de lucha; el vigor y entusiasmo de una juventud ardiente, apasionada, y que entraba a figurar en un mundo agitado por las nuevas ideas; el brillo y esplendor con que éstas se engalanaban y brindaban en su cultivo un magnífico porvenir; todas estas causas reunidas produjeron en nuestra juventud una excitación febril hacia la gloria política, literaria, artística, hacia toda gloria, en fin, o más bien hacia toda fama y popularidad.

Una parte de ella dedicada a las luchas políticas, a la marcha histórica del país, corrió decidida a verter su sangre generosa en los campos de batalla y en defensa de encontradas opiniones y teorías, o bien a ostentar su elocuente y apasionada voz en la tribuna, su bien cortada pluma en la prensa periódica, su energía y capacidad en los puestos eminentes del Estado. -Otra, más inclinada al halagüeño cultivo de las letras y las artes, se reunió en círculos numerosos, fundó Liceos, Ateneos y Academias, hizo brillar en ellos su talento y su entusiasmo, y ofreció en aquellos magníficos torneos, en aquel público alarde de sus medios, un espectáculo seductor, que imprimió su fisonomía especial a aquella primera época de vitalidad y de energía.

Pero este noble y desinteresado espectáculo duró poco; porque creciendo en los escritores y poetas a par que el orgullo de la gloria, los pujos de la ambición y del goce material en las altas posiciones, y siguiendo el gobierno la máxima de dispensarles esta mentida protección ahogó su porvenir literario a fuerza de honores y empleos, pobló las embajadas y ministerios de poetas y folletinistas, y lo peor del caso es que con este aliciente, con esta risueña perspectiva, dio lugar a la aparición en el palenque literario de una plaga de pseudo-ingenios, dispuestos no a ganar laureles y palmas, sino sueldos y condecoraciones, con sus menguadas coplas, sus erizados discursos, o sus solapados memoriales en guisa de folletín.

El objeto de la segunda nota a este artículo es llamar la atención de los lectores hacia la distinta condición del escritor en la época que acababa de terminar, y más especialmente hacia la rigidez, más bien tiranía de la censura con que tenía que luchar. -Como dato curioso de aquella época no puede dispensarse el autor de reseñar aquí las tribulaciones que hubo de ocasionarle a él mismo la publicación en 1831 de su inofensivo y por lo menos útil libro titulado Manual de Madrid.

Esta obrilla, fruto de sus primeros años juveniles, estaba ya para darse a la estampa en fines de 1830, y presentada al efecto en la escribanía de gobierno del Consejo de Castilla, en los primeros días de enero de 1831, pasó a la censura reservada que prevenían las leyes, y a los pocos días, cuando fue el autor a saber la que había recaído, se halló sorprendido con una rotunda negativa de la licencia de impresión.

Cualquiera puede figurarse el efecto que semejante injusticia haría en un joven autor que después de haber trabajado con entusiasmo en lo que creía hacer un servicio público, y en que fiaba algún título al aprecio de sus convecinos, se le negase ahora la publicidad para la cual tenía hechos además los gastos de láminas e imprenta, no pudiendo siquiera sospechar que ofreciese el menor inconveniente una obrilla tan inofensiva y ajena de las materias políticas o religiosas; y que se le negase, en fin, pura y simplemente sin decirle las razones, más o menos fundadas, de semejante crueldad. -Por los pocos días que habían transcurrido, se conocía claramente que motivos de animosidad personal, más bien que causas suficientes en la misma obra (que no había habido siquiera tiempo de leer), ocasionaban aquella negativa. Pero por otro lado ¿qué enemistad podía tener un joven, hasta entonces no conocido en las letras ni en la política, aunque bien relacionado por su familia y su posición acomodada e independiente? -Por fortuna no se desalentó, ni detuvo mucho en cálculos y consideraciones; antes bien, dando por supuesta cualquiera intriga de escalera abajo, resolvió valerse de todas sus relaciones, de toda su actividad juvenil, para descubrirla y desbaratarla. -En consecuencia de ello visitó uno por uno a todos los consejeros de Castilla, desde el señor Puig Samper, gobernador del Consejo, hasta el señor Pérez Juana, fiscal; desde el juez de imprentas señor Hevia y Noriega, basta el relator señor Fernández Llamazares; y haciéndoles una relación verídica y enérgica del caso, y una indicación del objeto y medios de la obra reprobada, vino a saber, confidencialmente de aquellos señores, que ni tal censura, ni tal repulsa, habían sido cosas del Consejo, el cual ni siquiera había visto la obrita; ni dádose cuenta de ella por el escribano de Cámara y de gobierno. -En obsequio de la verdad, debe consignar aquí el autor, que mereció de todos aquellos respetables magistrados la más benévola acogida, especialmente del ilustrado y severo gobernador señor Puig de Samper, el cual llevó su complacencia hasta el extremo de pedirle el borrador y leerlo todo, y después de mil congratulaciones y expresiones lisonjeras para el autor, trazarle la marcha que debía seguir para pedir la revisión por el Consejo, suponiendo la primera negativa, para no dejar en descubierto a los subalternos que habían intervenido en ella. -Aparapetado, pues, con esta protección, se presentó al siguiente día con su alegato al escribano de Cámara, el cual afectó admirarse de la osadía de un joven que se atrevía a reclamar contra las decisiones del Supremo Consejo de Castilla, y se propuso sin duda contestar con un «Visto» a tan inaudita pretensión. Pero debió de ser grande su asombro, cuando acabado el despacho general de aquel día, el mismo presidente le preguntó -«si tenía para dar cuenta de un pedimento del autor del Manual de Madrid»; -a lo que hubo de responder, no sin confusión, «que lo había dejado en la escribanía». -«Hágalo recoger y dé cuenta al Consejo inmediatamente», dijo el gobernador; -y mientras el escribano salía a cumplir lo mandado, hizo aquel recto magistrado una breve reseña de la obra que había leído, a sus compañeros, y de la superchería de que había sido víctima el autor; conque, y en vista del pedimento, y previa una buena reprimenda al secretario, se acordó pasar la obra con tres luegos, en aquel mismo día a censura del Ayuntamiento de Madrid; el cual la dio tan cumplida, que el consejo acordó insertarla en la real cédula de licencia de impresión con otras expresiones altamente lisonjeras para el autor. -Pero en todo esto pasaron algunos meses y la obra no pudo ver la luz pública hasta fines de 1851. Verdad es que la buena acogida que obtuvo le recompensó de los sinsabores pasados, y no sólo vio agotada en tres meses toda la primera edición, sino que escuchó de boca del monarca, de los ministros y magnates de aquella época los mayores elogios y felicitaciones, recibió oficios laudatorios de las autoridades y corporaciones municipales, y tuvo el gusto de regalar personalmente un ejemplar a los que habían hecho una perra miserable y oculta a su publicación. No dice aquí los nombres de estas personas porque ninguno existe ya.

Sirva esta tercera nota al artículo de Costumbres literarias para confesar el autor que en el párrafo a que se refiere anduvo sobradamente injusto respecto a la calificación de infructífera para las letras que el giro de su discurso le movió a hacer de aquella época gloriosa de reacción y entusiasmo literario. -Con sólo citar los nombres de los señores Toreno y Martínez de la Rosa, Argüelles, Miraflores, San Miguel, Marliani, y otros no menos ilustres que se ocupaban en la historia política del país; con sólo recordar los de Alcalá Galiano, Donoso Cortés, Pacheco, Borrego, Lasagra, Valle, Silvela, Oliván, cuyos escritos tenían por objeto exponer y comentar los principios del derecho político, la economía y administración; y con no más que traer a la memoria los ya por entonces populares nombres de Bretón y Gil Zárate, el duque de Rivas, Roca de Togores, Hartzenbusch, García Gutiérrez y Rodríguez Rubí, gloria y honor de nuestro teatro moderno; los de Zorrilla y Espronceda, la señorita Avellaneda y Enrique Gil, altamente célebres en nuestro lírico Parnaso; de Escosura, Villalta, Navarro Villoslada en la novela; del desgraciado Fígaro, el Estudiante, Abenamar y Fr. Gerundio en la sátira moral y política; y de tantos otros ingenios, en fin, de grande y merecida nombradía como por entonces brillaban en el palenque literario, hay lo suficiente para suponer el prodigioso movimiento intelectual desarrollado repentinamente en aquellos años agitados.

La fundación del Ateneo Científico y la del Liceo artístico y literario, verificadas en 1835 y 36, fueron la señal de dar principio aquella época de regeneración, de entusiasmo y de gloria. Las cátedras y discusiones de la primera de aquellas sociedades, las sesiones de competencia, representaciones y juegos florales de la segunda, ofrecían por entonces tan halagüeño y seductor espectáculo para las letras y para las artes, que parecía inconcebible la simultánea existencia de una guerra civil enconada y asoladora; y no sólo produjeron enseñanzas útiles, para las ciencias de la política, de la administración y de la literatura, no sólo dieron por resultados obras estimables en todos los ramos del saber, sino que presentadas con un aparato y magnificencia sin igual, en suntuosos salones frecuentados por los monarcas, la corte y lo más escogido e ilustrado de la sociedad madrileña, excitaron hasta un punto indecible el entusiasmo y la afición del público, realzaron la condición del hombre estudioso, del literato, del artista, ofreciéndolos a la vista de aquél con su aureola de gloria, con su entusiasmo, sus frescos laureles, su doctrina en la boca y en la mano su libro o su pincel.

Hoy, como ya decimos anteriormente, pasados aquellos momentos de ardiente fe y de sed entusiasta de gloria, la tendencia del siglo es a materializar los goces, a utilizar prosaicamente las inteligencias; por eso los liceos y las academias desaparecen; por eso los desamparan los autores, y corren a las redacciones de los periódicos políticos, a la tribuna o a la plaza pública, para conquistar, no aquellos modestos e inofensivos laureles que en otro tiempo bastaban a su ambición, sino los atributos del poder, y los dones de la fortuna. -De los nombres que arriba hemos traído a la memoria, casi todos figuran como ministros, embajadores, jefes políticos, diputados y publicistas, en opuestos bandos y alternando en diversas épocas: algunos como Espronceda y Larra, Villalta y Enrique Gil, han descendido prematuramente al sepulcro, y muy pocos como Zorrilla, Rubí y García Gutiérrez, han preferido conservar su independencia, y su nombre propio y glorioso, aunque sin la adición de una triste excelencia, ni siquiera de una raquítica señoría.




ArribaAbajoEl cesante


Les hommes en place ne sont que des
pantins, coupez le fils qui le faisait mouvoir,
le pantin reste immovile.


Diderot.                


La sociedad moderna con su movilidad y fantasías ofrece al escritor filósofo usos tan extravagantes, caracteres tan originales que describir, que espontáneamente y sin violencia alguna han de hacerle distinguirse entre los que le precedieron en la tarea de pintar a los hombres y las cosas en tiempos más unísonos y bonancibles.

Uno de estos tipos peculiares de nuestra época, y tan frecuentes en ella como desconocidos fueron de nuestros mayores, es sin duda alguna el hombre público reducido a esta especie de muerte civil, conocida en el diccionario moderno bajo el nombre de cesantía, y ocasionada, no por la notoria incapacidad del sujeto, no por la necesidad de su reposo, no en fin por los delitos o faltas cometidas en el desempeño de su destino, sino por un capricho de la fortuna, o más bien de los que mandan a la fortuna, por un vaivén político, por un fiat, por aquella ley, en fin, de la física que no permite a dos cuerpos ocupar simultáneamente un mismo espacio.

Fontenelle solía decir que el Almanak royal era el libro que más verdades contenía; si hubiera vivido entre nosotros y en esta época, no podría aplicar igual dicho a nuestra Guía de forasteros. Ésta (según los más modernos adelantamientos) no rige más que el primer mes del año; en los restantes sólo puede consultarse como documento histórico; como el ilustre panteón de los hombres que pasaron; monetario roñoso y carcomido; museo antiguo, ofrecido a los curiosos con su olor de polvo y su ambiente sepulcral.

Fueron ya los tiempos en que el afortunado mortal que llegaba a hacerse inscribir en tan envidiado registro, podía contar en él con la misma inamovilidad que los bien aventurados que pueblan el calendario. En aquella eternidad de existencia, en aquella unidad clásica de acción, tiempo y lugar, los destinos parecían segundos apellidos, los apellidos parecían vinculados en los destinos. Ni aun la misma muerte bastaba a las veces a separar los unos de los otros; transmitíanse por herencia directa o trasversal, descendente o ascendente; a los hijos, a los nietos, a los hermanos, a los tíos, a los sobrinos: muchas veces a las viudas, y hasta los parientes en quinto grado. De este modo existían familias, verdaderos planteles (pépinières en francés) para las respectivas carreras del Estado; tal para la iglesia, cuál para la toga, ésta para el palacio, estotra para el foro, aquélla para la diplomacia, una para la militar, otra para la rentística, cuáles para la municipal, y hasta para la porteril y alguacilesca; familias venerandas, providenciales, dinásticas, que parecían poseer exclusivamente el secreto de la inteligencia de toda carrera, y trasmitirlo y dispensarlo únicamente a los suyos, cual el inventor de un bálsamo antisifilítico, o de un emplasto febrífugo, endosa y transmite sigilosamente a su presunto heredero el inestimable secreto de su receta.

Desgraciadamente (para ellas) estos tiempos desaparecieron, y con ellos el exclusivo monopolio de los empleos y distinciones sociales. Hoy éstos corren las calles y las plazas, y penetran en los salones, y suben a las buhardillas; y bajan al taller del artesano, y arrancan al escolar del aula, y al rústico de la aldea, y al comerciante de la tienda, y al atrevido escritor de la redacción de su periódico; pero a par de esta universalidad de derecho, de esta posibilidad en su adquisición a todas las condiciones, a todos los individuos, así es también la inconstancia de su posesión, la veleidosa rapidez de su marcha. Semejantes a los actores de nuestros teatros, los hombres públicos del día aprenden costosamente su papel, y no bien lo han ensayado cuando ya se les reparte otro o se quedan las más veces para comparsas. Hoy de magnates, mañana de plebe, ora dominantes, luego dominados; tan pronto de Césares, tan luego de Brutos; ya de la oposición, ya de la resistencia; cuándo levantados como ídolos, cuándo arrastrados por los pies.

Esta porción agitada, esta masa flotante de individuos que forma lo que vulgarmente suele llamarse la patria, viene a constituir el más entretenido juego teatral para el moderno espectador que, sentado en su luneta y sin otra obligación que la de pagar cuando se lo mandan (obligación no por cierto la más lisonjera ni agradecida), apenas tiene tiempo de formarse una idea bien clara de los actores ni aun del drama, y con la mayor buena fe, atento siempre a los movimientos del patio, aplaude lo que éste aplaude, y silba cuando éste tiene por conveniente silbar.

Pero dejemos a un lado los hombres en acción; prescindamos de este cuadro animado y filosófico, digno de las plumas privilegiadas de un Cervantes o del autor del Gil Blas; mi débil paleta no alcanza a combinar acertadamente los diversos colores que forman su conjunto; y volviendo a mi primer propósito, sólo escogeré por objeto de este artículo aquellas otras figuras que hoy suelen llamarse pasivas; dejaremos los hombres en plaza por ocuparnos de los hombres en la calle; los empleados de labor, por los empleados de barbecho; los que con más o menos aplauso ocupan las tablas; por aquellos a quienes sólo toca abrir los palcos o encender las candilejas.

Como no todos los lectores de este artículo tienen obligación de haberlo sido de todos mis anteriores cuadros de costumbres, muchos habrá que no tengan noticia de las varias figuras que según lo ha exigido el argumento han salido a campear en esta mágica linterna. Tal podrá suceder con Don Homobono Quiñones, empleado antiguo y ex-vecino mío, cuyo carácter y semblanza me tomé la libertad de rasguñar en el artículo titulado El día 30 del mes.

Cinco años han transcurrido desde entonces, y en ellos los sucesos, marchando con inconcebible rapidez, han arrastrado tras sí los hombres y las cosas, en términos que lo de ayer es ya antiguo; lo del año pasado inmemorial.

Pongo en consideración del auditorio qué parecerá don Homobono, con sus sesenta y tres cumplidos, su semblante jovial y reluciente, su peluca castaña, su corbata blanca, su vestido negro, su paraguas encarnado, y sus zapatos de castor; ni si un hombre que no se sienta a escribir sin haberse puesto los guardamangas, que no empieza ningún papel sin la señal de la cruz, ni concluye sin añadirle puntos y comas, podía alternar decorosamente con los modernos funcionarios en una oficina montada según los nuevos adelantamientos de la ciencia administrativa.

No es, pues, de extrañar que pesadas todas aquellas circunstancias, y puestos en una balanza la peluca del don Homobono, sus años y modales, su añejo formulario, su letra de Palomares, sus anteojos a la Quevedo, su altísimo bufete y sus carpetas amarillas; y colocadas en el otro peso las flamantes cualidades de un joven de veintiocho, rubicundo Apolo, con sus barbas a tercia, y su peinado a la Villamediana, su letra inglesa, sus espolines y su lente, su erudición romántica, y la extensión de sus viajes y correrías, no es de extrañar, repito, que todas estas grandes cualidades inclinasen la balanza a su favor, suspendiendo en el aire al don Homobono, aunque se le echasen de añadidura sus treinta años de servicio puntual, sus conocimientos prácticos, su honradez y probidad no desmentidas. Verdad es que para neutralizar el efecto de estas cualidades, cuidó de echarse mano de algunas muletillas relativas a las opiniones del don Homobono; v. g., si no leía más periódicos que el Diario; si rezaba o no rezaba novenas a Santa Rita; y si paseaba o no paseaba todas las tardes hacia Atocha con un ex-consejero del ex-consejo de la ex-hacienda.

Sea, pues, de estas causas la que quiera, ello fue en fin, que una mañanita temprano, al tiempo que nuestro bonus vir se cepillaba la casaca y se atusaba el peluquín para trasladarse a su oficina, un cuerpo extraño a manera de portero se le interpone delante y le presenta un pliego a él dirigido con la S. y la N. de costumbre; el desventurado rompe el sello fatal, no sin algún sobresalto en el corazón (que no suele engañar en tales ocasiones), y lee en claras y bien terminantes palabras que S. M. ha tenido a bien declararle cesante, proponiéndose tomar en consideración sus servicios, etc.; y terminando el ministro su oficio con el obligado sarcasmo del «Dios guarde a usted muchos años».

Hay circunstancias en la vida que forman época, por decirlo así; y el tránsito de una ocupación constante a un indefinido reposo, de una tranquila agitación a una agitada tranquilidad, no es por cierto de las menores peripecias que en este pícaro drama de nuestra existencia suelen venir a aumentar el interés de la acción. Don Homobono, que por los años de 1804 había logrado entrar de meritorio en su oficina, por el poderoso influjo de una prima del cocinero del secretario del príncipe de la Paz, y no había pensado en otra cosa que en ascender por rigurosa antigüedad, se hallaba por primera vez de su vida en aquella situación excéntrica, después de haber visto pasar sobre su impermeable cabeza todos los sistemas retrógrados y progresivos, todas las formas de gobierno conocidas de antiguos y modernos.

Volvió, pues, a su despacho; dejó en él con dignidad teatral los papeles y el cortaplumas; pasó al cuarto de su esposa, con la que alternó un rato en escena jaculatoria; tomó una copita de Jerez (remedio que aunque no lo apuntó el andaluz Séneca, no deja de ser de los más indicados para la tranquilidad del ánimo), y ya dadas las once, se trasladó en persona a la calle, donde es fama que su presencia a tales horas, y en un día de labor, ocasionó una consternación general, y hasta los más reflexivos de los vecinos del barrio auguraron de semejante acontecimiento graves trastornos en nuestro globo sublunar.

Yo quisiera saber qué se hace un hombre cuando le sobra la vida; quiero decir, cuando tiene delante de sí seis horas en que acostumbraba prescindir de su imaginación entre los extractos y los informes. ¿Oír misa? Don Homobono tenía la costumbre de asistir a la primera de la mañana, y por consecuencia ya la había oído. ¿Sentarse en una librería? En su vida había entrado en ninguna, más que una vez cada año para comprar el calendario. ¿Pararse en la calle de la Montera? Todos los actores de aquel teatro le eran desconocidos. ¿Entrar en un café? ¿Qué se diría de la formalidad de nuestro héroe? No había, pues, más remedio que ir a dar tormento a una silla en casa de algún amigo, y por cuánto y no este amigo en quien recayó la elección fue desgraciadamente un servidor de ustedes.

Dejo a un lado mi natural extrañeza por semejante visita a tales horas; prescindiré también en gracia de la brevedad, de la apasionada relación de su cuita que me hizo el buen don Homobono; estas cosas son mejor para escuchadas que para escritas, y acaso en mi pluma parecerían pálidos y sin vida razonamientos que en su boca iban acompañados de todo el fuego del sentimiento. Dejando, pues, a un lado estas hipérboles que cada uno de los lectores (y más si es cesante) sabrá suplir abundantemente, vendremos a lo más sustancial de nuestro diálogo, quiero decir, a aquella parte que tenía por objeto demandar consejo y formar planes de vida para lo sucesivo.

Cosa bien difícil, por no decir imposible del todo, es dar nueva dirección a un tronco antiguo, y cambiar la existencia de un ser humano, cuando ya los años han hecho de la costumbre la condición primera del vivir. ¿Qué podría yo aconsejar a nuestro buen cesante en este sentido, aun cuando hubiera llamado a mi auxilio todas las disertaciones de los filósofos antiguos (que no fueron cesantes), y de los modernos, que no sabrían serlo?

Semejante al pez a quien una mano inhumana arrancó de su elemento, pugnaba el desgraciado con la esperanza de volver a sumergirse en él; ideaba nuevas pretensiones: recorría la nomenclatura de sus amigos y de los míos, por si alguno podía servirle de apoyo en su demanda; traía a la memoria sus olvidados servicios a todos los gobiernos posibles; y ya se preparaba a visitar antesalas, y gastar papel sellado; pero yo, que le contemplaba con tranquilidad; yo, que miraba su casacón y su peluca, visiblemente retrógrados y opuestos, como quien nada dice, a la marcha del siglo; que sabía que su delito capital era el ocupar una placita que había caído en gracia para darla por vía de dote con una blanca mano al joven barbudo; yo, en fin, que consideraba lo inútil de todas las diligencias, lo excusado de todas las fatigas del buen viejo, traté de disuadirle, no sin grave dificultad, ofreciendo a su imaginación otras perspectivas más gratas que los desaires del ministro y las groserías de los porteros.

Habléle de las dulzuras de la vida doméstica; de la independencia en que entraba de lleno al fin de sus días; hícele una pintura de los placeres de la vida del campo, excitándole a abandonar la corte, esta colonia de los vicios (como decía el buen cortesano Argensola), y a pasar tranquilamente el resto de su vida cultivando sus campos, o inspeccionando sus ganados. Pero a todo esto me contestó con algunas pequeñas dificultades, tales como que no tenía campos que cultivar, ni ganados que poder dirigir; que sólo contaba con una mujer altiva y exigente, con unos hijos frívolos y mal educados, con una bolsa vacía, con algunos amigos egoístas, con necesidades grandes, con esperanza ninguna.

-Pues escriba usted (le dije como inspirado), y gane con la pluma su sustento y su reputación.

-¡Escribir, escribir! (me interrumpió el pobre hombre) ¿Usted sabe el trabajo que me cuesta el escribir? ¿Usted sabe que el día que mejor tengo el pulso, podría con dificultad concluir un pliego de líneas anchas y de letra redonda, de la que ya por desgracia no está en moda? Y luego al cabo de este trabajo, ¿qué me resultaría de ganancia? Una peseta, como quien dice, todo lo más, y esto... (prosiguió derramando una lágrima), después de humillarme y...

-Calle usted por Dios (le interrumpí), calle usted, pues, y no prosiga en delirio semejante. Cuando yo le aconsejaba escribir, no fue mi idea el que se metiese a escribiente, nada de eso, no señor. Mi intención fue elevarle a la altura de escritor público, a ésta que ahora se llama -«alta misión de difundir las luces», «público tribunado de la multitud», «apostólica tarea de los hombres superiores» -y otros dictados así, más o menos modestos. Y en cuanto al contenido de sus escritos, eso me daba que fuesen propios o cuyos, parto de su imaginación o adopciones benéficas; que no sería usted el primero que en esta materia se vistiese de prendería; y sepa que las hay literarias y políticas, donde en un santiamén cualquier hombre honrado puede encontrar hecho el ropaje que más cuadre a su talle y apostura.

-En medio de muchas cosas que se me han escapado, creo haber llegado a entender (me replicó don Homobono), que usted me aconseja que publique mis pensamientos.

-Cabalmente.

-Está bien, señor Curioso; y ¿sobre qué materia parécele a usted que me meta a escribir?

-Pregunta excusada, señor mío, sabiendo que hoy día, como no sea yo y algún otro pobre diablo, nadie se dedica a otras materias que no sean materias políticas.

-Pero es el caso, señor Curioso, que yo no sé qué cosa sea la política.

-Pues es el caso, señor don Homobono, que yo tampoco.

-¡Medrados quedamos!

Después de un rato de silencio contemplativo nos miramos ambos a las caras, como buscando el medio de anudar el roto hilo de nuestro diálogo, hasta que yo, dándole una palmada en el hombro, le dije con tono solemne y decidido:

-Haga usted la oposición.

-¿Y a qué, señor Curioso, si usted no lo ha por enojo?

-¡Buena pregunta por cierto! Al poder.

-Cada vez le entiendo a usted menos. Si usted me habla de oposición pública, es bien que le diga que este destino mío (que Dios haya) no es de los que suelen darse por oposición como las cátedras y prebendas.

-O usted, don Homobono, no conoce una sola voz del diccionario moderno, o yo me explico en hebreo... Hombre de Barrabás, ¿de qué oposiciones me está usted hablando? La oposición que yo le aconsejo es la oposición política, la oposición ministerial, que según los autores más esclarecidos, suele dividirse en dos clases: oposición sistemática y oposición de circunstancias; quiero decir (porque según los ojos y la boca que va usted abriendo, veo que no me entiende una palabra), quiero decir que usted debe hoy más constituirse en fiscal, acusador, contrincante, denunciador, y opuesto a todos los altos funcionarios (que es a lo que llamamos el poder); y añadir el cañón de su pluma al órgano periodístico (que es lo que llamamos la opinión pública).

-Y después de haber hecho todo eso (caso de que yo supiera hacerlo), ¿qué bienes me vendrán con esa gracia?

-¡Qué bienes dice usted! ¡ahí que no es nada! Desde luego una corona cívica adornará su frente, y podrá contar de seguro con una buena ración de aura popular, cosa de inestimable valor, y sobre lo cual han hablado mucho los filósofos griegos; pero como usted no es filósofo griego, y por el gesto que va poniendo veo que nada de esto le satisface, le añadiré como cosa más positiva que aún podrá conseguir otros frutos más materiales y tangibles; que acaso el miedo que llegará a inspirar, pueda más que su mérito; acaso el poder se doblará a su látigo; acaso le tenderá la mano; acaso le asociará a su elevación y... ¿qué destino tenía usted?

-Oficial de mesa de la contaduría de...

-¡Pues qué menos que intendente o covachuelo!

-¿De veras?

-De veras.

-¡Ay, señor Curioso de mi alma! ¿Por dónde y cuándo debo empezar a escribir?

-Por cualquier lado y a todas horas no le faltará motivo; pero supuesto que usted ha sido empleado durante treinta años, con sólo que cuente sencillamente lo que en ellos ha visto, le sobra materia para más de un tratado de política sublime, de perpetua y ejemplar aplicación.

-Usted me ilumina con una idea feliz; ahora mismo vuelo a mi casa y... ya me falta el tiempo... ¡ah!... se me olvidaba preguntar a usted ¿qué título le parece a usted que podría poner a mi obra?

-Hombre, según lo que salga.

Si sale con barbas, sea San Antón, y si no, la pura y limpia Concepción.

Pero según le miro a usted paréceme que a su folleto, libro o cronicón, o lo que sea, no le cuadraría mal el titulillo de Memorias de un cesante.

-Cosa hecha (dijo levantándose mi interlocutor y estrechándome la mano), cosa hecha, y antes de quince días me tiene usted aquí a leerle el borrador; y como Dios nuestro Señor (añadió entusiasmado) quiera continuarme el fuego que en este instante me inspira, creo, señor Curioso, que no se arrepentirá usted de haber proporcionado a la patria un publicista más.

(Agosto de 1837.)

Nota

El Cesante. -En este artículo, a pesar de los contrarios propósitos del autor, se descubre ya la necesidad que le obligaba a tomar en cuenta las variaciones que en caracteres y costumbres había ocasionado la revolución y sus consecuencias. Para ello le pareció conveniente reproducir en la escena algunos de los personajes que en situación bien diferente había ofrecido al público; y el antiguo empleado rutinero y mecánico, tranquilo y descuidado en El día 30 del mes, aparece ya en la anómala condición de cesante, miembro exótico de una nueva organización social. -Para diseñar a aquél en su primero y apacible periodo bastáronle al pintor los más modestos y aun pálidos matices de su paleta; para pintar a éste reducido a la muerte civil, en presencia de una sociedad nueva y agitada necesitó pedir colores, buscar modelos, formas y estilo a esta misma sociedad; y el lector que se tome el trabajo de comparar el uno con el otro cuadro, no podrá menos de convenir en lo brusco de la transición y establecer mentalmente el paralelo de 1832 con 1837.




ArribaAbajoEl duelo se despide en la iglesia

I

El testamento


Ved de cuán poco valor
son las cosas tras que andamos
y corremos
en este mundo traidor,
que aun primero que muramos
las perdemos.


Jorge Manrique.                


Solamente una vez en mi vida me he visto tan apurado..., pero entonces se trataba de un padrinazgo de boda que la suerte y mi genio complaciente habíanme deparado: bastaba para quedar bien en semejante ocasión dar suelta a la lengua y al bolsillo, y reír, y charlar, y hacer piruetas, y engullir dulces y echar pullas a los novios, y cantar epitalamios, y disparar redondillas, y llenar de simones la calle, y dar dentera a la vecindad. Mas ahora ¡qué diferencia!... otros deberes más serios eran los que exigía de mí la amistad... ¡Funesto privilegio de los años, que blanqueando mi cabellera, han impreso en mí aquel carácter de formalidad legal que la Novísima exige para casos semejantes!

Día 1.º de marzo era... me acordaré toda mi vida... y acababa yo de despertarme y de implorar la protección del Santo Ángel de la Guarda, cuando vi aparecer en mi estudio una de esas figuras agoreras que un autor romántico no dudaría en calificar de siniestro bulto; un poeta satírico apellidaría espía del purgatorio; pero yo, a fuer de escritor castizo, me limitaré a llamar simplemente un escribano. Venía, pues, cubierto de negras vestiduras (según rigurosa costumbre de estos señores, que siempre llevan luto, sin duda porque heredan a todo el mundo), y con semblante austero y voz temblorosa y solemne me hizo la notificación de su nombre y profesión.

-Fulano de tal, secretario de S. M...

Confieso francamente que aunque mi conciencia nada me argüía, no pudo menos de sorprenderme aquella exótica aparición... ¡Un escribano en mi casa! ¿pues en qué puedo yo ocupar a estos señores? ¿Denuncias?... Yo no soy escritor político ni tal permita Dios. ¿Notificación? Con todo el mundo vivo en paz, e ignoro siquiera dónde se vende el papel sellado. ¿Protesta? Un autor no conoce más letras que las de imprenta. ¿Pues qué puede ser?

-Voy a decírselo a usted, me replicó el escribano, aunque me sea sensible el alterar por un momento su envidiable tranquilidad.

Ignoro si usted es sabedor de que su amigo don Cosme del Arenal está enfermo.

-¿Cómo? ¿pues cuándo, si hace pocas noches que estuvo jugando conmigo en Levante una partida de dominó?

-Pues en este momento se halla muy próximo a llegar a su ocaso.

-¿Es posible?

-Sí señor; una pulmonía, de estas pícaras pulmonías de Madrid, que traen aparejada la ejecución; letras de cambio, pagaderas en el otro barrio a cuatro días fijos, y sin cortesía (con arreglo al artículo 447, título 9.º, libro 3.º del Código de comercio), ha reducido al don Cosme a tal extremidad, que en el instante en que hablamos, está, como si dijéramos, apercibido de remate; y a menos que la divina Providencia no acuda a la mejora, es de creer que quede adjudicado al señor cura de la parroquia.

Viniendo ahora a nuestro propósito, debo notificar a usted pro forma, cómo el susodicho don Cosme, hallándose en su cabal entendimiento y tres potencias distintas, aunque postrado en cama in articulo mortis, a causa de una enfermedad que Dios nuestro Señor se ha servido enviarle, ha determinado hacer su testamento, y declarar su última voluntad, ante mí el infrascrito escribano real y de número de esta M. H. villa, según y en los términos en él contenidos y son como sigue:

Y aquí el secretario me hizo una fiel lectura de todo el testamento desde el In Dei Nomine hasta el signo y rúbrica acostumbrados; y por dicha lectura vine en conocimiento de que el moribundo don Cosme había tenido la tentación (que tentación sin duda debió de ser) de acordarse de mí para nombrarme su albacea, y encargado de cumplir su disposición final.

Heme, pues, al corriente de aquel nuevo deber que me regalaba la suerte; y si me era doblemente sensible y doloroso, déjolo a la consideración de las almas tiernas que sin pretenderlo se hayan hallado en casos semejantes.

Mi primera diligencia fue marchar precipitadamente a la casa del moribundo, para recoger sus últimos suspiros y asistir a consolar a su desventurada familia. Encontré aquella casa en la confusión y desorden que ya me figuraba; las puertas francas y descuidadas; los criados corriendo aquí y allí con cataplasmas y vendajes; los amigos hablándose misteriosamente en voz baja; los médicos dando disposiciones encontradas, las vecinas encargándose de ejecutarlas; los viejos penetrando en la alcoba para cerciorarse del estado del paciente; los jóvenes corriendo al gabinete a llevar el último alcance a la presunta viuda.

Mi presencia en la escena vino a darle aún mayor interés; ya se había traslucido el papel que me tocaba en ella, que si no era el del primer galán (porque este nadie se lo podía disputar al doliente), era por lo menos el de barba característico, y conciliador del interés escénico. Bajo este concepto, la viuda, los hijos, parientes, criados y demás referentes al enfermo, me debían consideraciones, que yo no comprendí por el pronto, aunque en lo sucesivo tuve ocasión de apreciarlas en su justo valor.

A mi entrada en la alcoba, el bueno de don Cosme se hallaba en uno de aquellos momentos críticos entre la vida y la muerte, del que volvió por un instante a fuerza de álcalis y martirios. Su primer movimiento al fijar en mí la vista, fue el de derramar una lágrima; quiso hablarme, pero apenas se lo permitían las fuerzas; únicamente con voz balbuciente y apagada y en muy distantes periodos, creí escucharle estas palabras...

-Todos me dejan... mis hijos... mi mujer... el médico... el confesor...

-¿Cómo? exclamé conmovido: ¿en qué consiste esto? ¿Por qué causa semejante abandono?

-No haga usted caso (me dijo llamándome aparte un joven muy perfumado, que, sin quitarse los guantes, aparentaba aproximar de vez en cuando un pomito a las narices del enfermo), no haga usted caso, todos esos son delirios, y se conoce que la cabeza... Vea usted, aquí hemos dispuesto todo esto; el médico estuvo esta mañana temprano, pero viendo que no tenía remedio se despidió y... por señas que dejó sobre la chimenea la certificación para la parroquia... el confesor quería quedarse, es verdad, pero le hemos disuadido, porque al fin, ¿qué se adelanta con entristecer al pobre paciente?... En cuanto a la señora, ha sido preciso hacerla que se separe del lado de su esposo, porque es tal su sensibilidad que los nervios se resentían, y por fortuna hemos podido hacerla pasar al gabinete que da al jardín; por último, los niños también incomodaban, y se ha encargado una vecina de llevarlos a pasear.

-Todo eso será muy bueno, repliqué yo, pero el resultado es que el paciente se queja.

-¡Preocupación! ¿quién va a hacer caso de un moribundo?

-Sin embargo, caballerito, la última voluntad del hombre es la más respetable, y cuando este hombre es un esposo, un padre, un honrado ciudadano, interesa a su esposa, interesa a sus hijos, interesa a la sociedad entera el recoger cuidadosamente sus últimos acentos.

-¡Bah! ¡antiguallas del siglo pasado! -dijo el caballerito, y frunció los labios, y arregló la corbata al espejo, y se deslizó bonitamente del lado del gabinete del jardín.

Entre tanto que esto pasaba, el enfermo iba apurándose por momentos; los circunstantes, conmovidos por aquel terrible espectáculo, fueron desapareciendo, y sólo dos criados, un practicante y yo quedamos a ser testigos de su último suspiro, que a la verdad no se nos hizo esperar largo rato.

II

EL AJUSTE DE UN ENTIERRO

Pompa mortis magis terret quam mors ipsa.

El difunto don Cosme había casado en segundas nupcias a la edad de cincuenta y nueve años con una mujer joven, hermosa y petimetra...; puede calcularse por esta circunstancia la exquisita sensibilidad de la recién viuda, y cuán natural era que no pudiera resistir el espectáculo de la muerte de su consorte.

La casualidad que acabo de indicar de haberme dejado solo, me obligó a ser mensajero de tan triste nueva, pasando al efecto al gabinete donde se hallaba la nueva Artemisa, reclinada en un elegante sofá, y asistida por diversidad de caballeros con la más interesante solicitud. Al verme entrar la señora, se incorporó, y alargándome su blanca mano hubo aquello de respirar agitada, y sollozar y desvanecerse, y caer redonda en el almohadón. Aquí la tribulación de aquellos rutilantes servidores; aquí el sacar elixires y esencias antiespasmódicas; aquí el aflojar el corsé, y repartirse las manos, y apartar los bucles, y colocar la cabeza en el hombro y hacer aire con el abanico... ¡Qué apurados nos vimos!... pero al fin pasó aquel terrible momento, y la viuda pareció, en fin, resignarse con la voluntad del señor, y aun nos agradeció a todos nominalmente por nuestros respectivos auxilios, como si ninguno se la hubiera escapado, en medio de la ofuscación de su vitalidad, que así la llamó mi interlocutor de la alcoba.

Pero como todas las cosas en este pícaro mundo suelen equilibrarse por el feliz sistema de las compensaciones, vi que era ya llegada la hora de neutralizar la profunda aflicción de la viudita con la lectura del testamento de don Cosme, en el cual este buen señor, con perjuicio de sus hijos (que no sé si he dicho que eran del primer matrimonio), hacía en favor de su consorte todas las mejoras que le permitían nuestras leyes, rasgo de heroicidad conyugal que no dejó de excitar las más vivas simpatías en la agraciada y en varios de los afligidos concurrentes.

Desde este momento quedé instalado en mi fúnebre encargo, y después de tomar la venia de la señora, pasé a dar las disposiciones convenientes para que el difunto no tuviera motivo de arrepentirse de haber muerto, dejando como dejaba su decoro en manos tan entendidas y generosas.

Mientras esto pasaba en la sala, la alcoba mortuoria servía de escena a otra transformación no menos singular, cual era la que había experimentado el difunto en las diligentes manos de los enterradores, de las vecinas y del barbero. Cuando yo regresé a aquel sitio, ya me encontré al buen don Cosme convertido en reverendo padre fray Cosme, y dispuesto al parecer y resignado a tomar de este modo el camino de la puerta de Toledo. Pero como que antes que esto pudiera verificarse era preciso obtener el pasaporte de la parroquia, tuve que trasladarme a ella para negociar el precio y demás circunstancias de aquel viaje final.

Si estuviéramos despacio, y si los indispensables antecedentes de esta historia no me hubieran ya obligado a dilatarme más que pensé, ocuparía un buen rato la atención de mis lectores para transcribir aquí el episodio del dicho ajuste, y las diversas escenas de que fui actor o testigo durante él en el despacho parroquial.

Pero baste decir que después de largas y sostenidas discusiones sobre las circunstancias del muerto y la clase de entierro que según ellos le correspondía; después de pasar en revista una por una todas las partidas de aquel diccionario funeral; después de arreglar lo más económicamente posible la tarifa de responsos, tumba, crucero, sacerdotes, sacristán, acólitos, capa, clamores, ofrendas, sepultura, nicho, posas, vestuarios, paño, lutos, blandones, tarimas, blandoncillos, sepultureros, hospicio, depósito, veladores, licencias, cera de tumba, santos y altares, cera de sacerdotes, voces y bajones, manda forzosa, y oblata cuarta parroquial, quedó arreglado un entierro muy decentito y cómodo de segunda clase en los términos siguientes:

Reales
A la parroquia, dependientes y cera 1712
Ofrenda para los partícipes 630
Dos bajones y seis cantores con el facistol, a veinte y cuatro reales 192
Dos filas de bancos 80
Nicho para el cadáver, y capellán del cementerio 490
Bayetas para entapizar el suelo y cubrir el banco travesero,
diez piezas, a diez rs. y veinte y cuatro mrs. 107 2
Seis hachas para el túmulo a ocho rs. 48
La cuarta parte de misas para la parroquia 250
3509 2

Ya que estuvo arreglado convenientemente, sólo tratamos de echar, como quien dice, el muerto fuera; pues todo el empeño de los amigos y aun de la viuda, era que no pasara la noche en casa, por no sé qué temores de apariciones románticas como las que acababa de leer en uno de los cuentos de Hoffmann.

En los tiempos antiguos, cuando la civilización no había hecho tantos progresos, era frecuente el conservar el cuerpo en la cama mortuoria, uno, dos o más días, con gran acompañamiento de blandones y veladores, responsos y agua bendita. Los parientes del difunto, los amigos y vecindad, alternaban religiosamente en su custodia, o venían a derramar lágrimas y dirigir oraciones al Eterno por el alma del difunto, y la religión y la filosofía encontraban en este patético espectáculo amplio motivo a las más sublimes meditaciones.

Ahora, bendito Dios, es otra cosa; desde la invención de los nervios (que no data de muchos años), nuestros difuntos pueden estar seguros de que no serán molestados con visitas impertinentes, y que aún no habrán enfriado la cama, cuando de incógnito, sin aparato plañidero, y como dicen los franceses à la dérobée, serán conducidos en hombros de un par de mozos como cualquiera de los trastos de la casa: v. g., una tinaja, un piano, o una estatua de yeso. Luego que le hayan entregado al sacristán de la parroquia, éste le hará colocar en una cueva muy negra y muy fría, y dando el gesto a una rejilla que arranca sobre el piso de la calle, le acomodará entre cuatro blandones amarillos, que con su pálido resplandor atraerán las miradas de los chicos que salgan de la escuela; y se asomarán y harán muecas al difunto, y dirán a carcajadas: «¡Qué feo está!»... y los elegantes al pasar se taparán las narices con el pañuelo, y las damas exclamarán: «¡Jesús qué horror! ¿por qué permitirán esta falta de policía?»

Y luego que haya trasnochado en aquel solitario recinto, por la mañanita con la fresca, le volverán a coger los susodichos acarreadores, y le subirán bonitamente a la llanura de Chamberí, o le bajarán a las márgenes del Manzanares, donde sin más formalidad preliminar pasará a ocupar su hueco de pared en aquella monótona anaquelería, con su número corriente y su rótulo que diga: «Aquí yace don Fulano de tal», y sin más dísticos latinos, ni admiraciones, ni puntos suspensivos, ni oraciones fúnebres, ni coronas de siemprevivas, se quedará tranquilo en aquel sitio, sin esperar otras visitas que las de los murciélagos, ni escuchar ruido alguno hasta que le venga a despertar la trompeta del juicio.

Quédense la tierna solicitud, las lágrimas, las oraciones y las flores, para las humildes sepulturas de la aldea, adonde todos los días al tocar de la oración vuelen la desconsolada viuda y los huérfanos a dirigir al cielo sus plegarias por el objeto de su amor, recibiendo en cambio aquel dulce bálsamo de la conformidad cristiana que sólo la verdadera religión puede inspirar. Nosotros, los madrileños, somos más desprendidos; para nada necesitamos estos consuelos, y hacemos alarde de ignorar el camino del cementerio, hasta que la muerte nos obliga por fuerza a recorrerlo.

III

LA VIUDA


Vestida toda de luto,
cédula que dice al aire,
«aquí se alquila una boda,
el que quiera que no tarde».


Castro, Comedia antigua.                


A los cuatro días de muerto don Cosme se celebró el funeral en la parroquia correspondiente, para cuyo convite hice imprimir en papel de Holanda algunos centenares de esquelas, poniendo por cabeza de los invitantes al Excmo. Sr. Secretario de Estado y del despacho de la Guerra, por no sé qué fuero militar que disfrutaba el difunto por haber sido en su niñez oficial supernumerario de milicias; y además, por advertencia de la viuda, que quería absolutamente prescindir de recuerdos dolorosos, no olvidé estampar al final de la esquela y en muy bellas letras góticas la consabida cláusula de

El duelo se despide en la iglesia.

Llegado el momento del funeral, ocupé con el confesor y un vetusto pariente de la casa el banco travesero o de ceremonia, y muy luego vimos cubiertos los laterales por compañeros, amigos y contemporáneos del anciano don Cosme, que venían a tributarle este último obsequio, y de paso a contar el número de bajones y de luces para calcular el coste del entierro y poder murmurar de él. En cuanto a la nueva generación, no tuvo por conveniente enviar sus representantes a esta solemnidad, y creyó más análogo el permanecer en la casa procurando distraer a la señora.

Concluido el De profundis, con todo el rigor armónico de la nota, y después de las últimas preces dirigidas por los celebrantes delante de nuestro banco triunviral, en tanto que se apagaban las luces, y que las campanas repetían su lúgubre clamor, fuimos correspondiendo con sendas cortesías a las que nos eran dirigidas por cada uno de los concurrentes al desfilar hacia la puerta, hasta que cumplido este ligero ceremonial pudimos disponer de nuestras personas. Y sin embargo, de que ya la costumbre ha suprimido también la solemne recepción del acompañamiento en la casa mortuoria, el otro pie de banco y yo creímos oportuno el pasar a dar cuenta de nuestra comisión a la señora viuda.

Hallábase ésta en la situación más sentimental, envuelta en gasas negras que realzaban su hermosura, y con un prendido tan cuidadosamente descuidado, que suponía largas horas de tocador. Ocupaba, pues, el centro de un sofá entre dos elegantes amigas, también enlutadas, que la tenían cogida entrambas manos, formando un frente capaz de inspirar una elegía al mismo Tibulo. A uno y otro lado del sofá alternaban interpolados diversas damas y caballeros (todos de este siglo), que en voz misteriosa entablaban apartes, sin duda en alabanza del finado.

Nuestra presencia en la sala causó un embarazo general; los dúos sotto voce cesaron por un momento; la viuda, como que hubo de llamar en su auxilio la ofuscación vital del otro día; pero luego aquellas amigas diligentes acertaron a distraer su atención enseñándola las viñetas del «No me olvides», y de aquí la conversación vino a reanimarse, y todos alababan los lindos versos de aquel periódico, y hasta el difunto me pareció que repetía, aunque en vano, su título. Después se habló de viajes, y se proyectaron partidas de campo, y luego de modas, y de mudanzas de casa, y de planes de vida futura; y la viuda parecía recobrarse a la vista de aquellos halagüeños cuadros, como la mustia rosa al benéfico influjo del astro matinal. ¡Qué consejos tan profundos, qué observaciones tan acertadas se escucharon allí sobre la necesidad de distraerse para vivir, y la demencia de morirse los vivos por los muertos, y luego las ventajas de la juventud y las esperanzas del amor!...

Viendo en fin, mi compañero y yo, que íbamos siendo allí figuras tan exóticas como las del Silencio y la Sorpresa que adornaban las rinconeras de la sala, tratamos de despedirnos; pero el buen hombre (¡castellano y viejo!) atravesando la sala e interponiéndose delante de la viuda, compungió su semblante e iba a improvisar una de aquellas relaciones del siglo pasado que comienzan «Que Dios» y concluyen «por muchos años», cuando yo, observando su imprudencia y lo mal recibido que iba a ser este apóstrofe extemporáneo de parte de todos los concurrentes, le tiré de la casaca y le arrastré hacia la puerta diciéndole: «Hombre de Dios, ¿qué va usted a hacer? ¿no sabe usted que El duelo se ha despedido en la iglesia

(Junio de 1837.)

Nota

El duelo se despide en la iglesia. -Mucho, es verdad, han variado las costumbres de Madrid en este punto. Al abandono y desdén con que por lo general se procedía a la inhumación de los cadáveres, ha sucedido un aparato y ostentación que, si no prueba mayor grado de cariño y ternura hacia aquellos que desaparecen de entre nosotros, dicen al menos la vanidad mundana y el orgullo de la generación que les sobrevive. Aquello, en los términos que se describe y satiriza en el artículo de El Duelo, era ciertamente vituperable y repugnante; esto, en los que quieren hoy la moda y el lujo de las clases acomodadas, viene a ser ya el extremo contrario de exageración y de ruina.

Cabalmente en los momentos en que se ocupaba el autor de censurar aquella antigua costumbre, se inauguraba la nueva con una ocasión tristemente célebre, la de la desgraciada muerte del malogrado escritor don Mariano José de Larra (Fígaro). -Sus amigos y apasionados (en cuyo número se contaban todos los hombres políticos, los literatos y artistas), sin tomar en cuenta más que su gran mérito literario, y no de modo alguno la exaltación criminal que le había conducido al sepulcro, improvisaron en la tarde del 17 de febrero de aquel año una fúnebre comitiva para conducirlo desde su casa, calle de Santa Clara, núm. 3, al cementerio de la puerta de Fuencarral; y colocándole en un carro triunfal, adornado de palmas y laureles al rededor de sus obras sobre el féretro, siguieron a pie con religioso silencio y compostura los restos mortales de aquel que en un acto de insensato delirio acababa de apagar la antorcha de una brillante existencia. Reunidos luego en torno de su sepulcro, improvisaron discursos apasionados y bellas composiciones poéticas, despidiéndose del amigo, del escritor y del poeta; y allí mismo, sobre la tumba de aquel raro ingenio, proyectó su primera luz el astro brillante de Zorrilla, el primero de nuestros poetas líricos, apareciendo por primera vez a nuestros ojos a la temprana edad de veinte y un años.

Después de aquel primer solemne y público acompañamiento fúnebre, se verificaron otros con sujetos más o menos notables, entre los cuales recordaremos el del inspirado poeta don José de Espronceda; el del gran orador don Agustín de Argüelles; el del presidente del Congreso, marqués de Gerona; el del héroe de Zaragoza, el general Palafox; e introduciéndose esta costumbre desde los altos magnates y celebridades políticas o literarias en todas las clases acomodadas de la sociedad, hoy es el día en que por tributo indispensable pagado más que a la buena memoria de los que mueren, a la vanidad de los vivos, hay que añadir al coste de un magnífico funeral con grandes músicas, iluminaciones y tumulto, el que ocasiona la solemne traslación del cadáver en un elegante carro fúnebre, precedido de los pobres de San Bernardino, con hachas encendidas y seguido del clero y los convidados, o por lo menos un centenar de coches vacíos, más o menos blasonados, con los lacayos de grande librea, guante blanco y sendas hachas apagadas en las manos. -Llegados al cementerio (que también hemos dicho haberse decorado ya con más lujo) es de cajón el que uno o más personajes de la comitiva tomen la palabra, y prorrumpan en un discurso fúnebre, un epitafio hiperbólico, y hasta una alocución política más o menos intencionada. Hecho lo cual, los concurrentes se vuelven a sus carruajes, y se dirigen a la Bolsa, al Congreso, a sus visitas, o al Prado; los lacayos revenden al cerero las hachas y van a guardar sus libreas de lujo hasta que vuelva a lucir otro buen día «¡en que acompañar a algún señor al cementerio!».




ArribaAbajoEl alquiler de un cuarto


Las riquezas no hacen rico, mas ocupado;
no hacen señor, mas mayordomo.


Celestina.                


A los que acostumbran mirar las cosas sólo por la superficie, suele parecerles que no hay vida más descansada ni exenta de sinsabores que la de un propietario de Madrid. Envidian su suerte, entienden que en aquel estado de bienaventuranza nada es capaz de alterar la tranquilidad de tan dichoso mortal, al cual (según ellos) bástale sólo saber las primeras reglas de la aritmética para recibir puntualmente y a plazos periódicos y seguros el inagotable manantial de su propiedad. -«¡Si yo fuera propietario (dicen estos tales), qué vida tan regalona había de llevar! De los treinta días del mes, los veinte y nueve los pasaría alternando en toda clase de placeres, en el campo y la ciudad, y sólo doce veces al año dedicaría algunas horas a recibir el tributo que mis arrendatarios llegarían a ofrecerme. Tanto de éste, tanto del otro, cuánto del de más allá; suma tanto... bien puedo descansar y divertirme, y reír por el día, y roncar por la noche, y compadecerme de la agitación del mercader, y de la dependencia del empleado, y del estudio del literato, y de la diligencia del médico, y del trabajo, en fin, que todas las carreras llevan consigo.»

Esto dicen los que no son propietarios: escuchemos ahora a los que lo son; pero no los escuchemos, porque esto sería cuento de nunca acabar; mirémosles solamente hojear de continuo sus libros de caja para ajustar a cada inquilino su respectivo debe y haber (porque un propietario debe saber la teneduría de libros y estar enterado de la partida doble), veámosle correr a su posesión, y llamar de una en otra puerta con aire sumiso y demandante, y recibir por toda respuesta un «No está el amo en casa». -«Vuelva usted otro día». -«Amigo no me es posible; los tiempos... ya ve usted cómo están los tiempos». -«Yo hace veinte días que no trabajo». -«A mí me están debiendo ocho meses de mi viudedad». -«Yo estoy en enero». -«Yo en octubre de 35». -Pues yo, señores míos (dice el propietario), estoy en diciembre de 1840 para pagar adelantadas las contribuciones, con que si ustedes no me ayudan...

Otros la toman por diverso estilo... -«Oiga usted, señor casero, en esta casa no se puede vivir de chinches; es preciso que aquí ponga cielo raso». -«Yo quiero que me blanquee usted el cuarto». -«Yo que me desatasque usted el común». -«Yo que me ensanche la cocina». -«Yo que me baje la buhardilla.»

Mirémosle, pues, regresar a su casa tan lleno el pecho de esperanzas como vacío el bolsillo de realidades, y dedicarse luego profundamente a la lectura del Diario y la Gaceta (porque un propietario debe ser suscriptor nato a ambos periódicos) para instruirse convenientemente de las disposiciones de la autoridad sobre policía urbana, y saber a punto fijo cuándo ha de revocar su fachada, cuándo ha de blanquear sus puertas, cuándo ha de arreglar el pozo, cuándo ha de limpiar el tejado; o bien para estudiar los decretos concernientes a contribuciones ordinarias y extraordinarias, y calcular la parte de propiedad de que aún se le permite disponer. Veámosle después consultar los libros forenses, la Novísima Recopilación y los autos acordados (porque un propietario debe ser legista teórico y práctico), con el objeto de entablar juicios de conciliación y demandas de despojo. Escuchémosle luego defender su derecho ante la autoridad (porque el propietario debe también ser elocuente), para convencerla de que el medianero debe dar otra salida a las aguas, o que el inquilino tiene que acudirle con el pago puntual de sus alquileres, cosa que de puro desusada ha llegado a ponerse en duda. Oigámosle más adelante dirimir las discordias de los vecinos sobre el farol que se rompió, el chico que tiró piedras a la ventana de la otra buhardilla, el perro que no deja dormir a la vecindad, el zapatero que se emborracha, la mujer del sastre que recibe al cortejo, el albañil que apalea a su consorte, el herrador que trabaja por la siesta, la vieja del entresuelo que protege a la juventud, el barbero que cortó la cuerda del pozo, y otros puntos de derecho vecinal, para resolver sobre los cuales es preciso que el propietario tenga un espíritu conciliador, un alma grande, una capacidad electoral, una presencia majestuosa, actitudes académicas, sonora e imponente voz. Por último, veámosle entablar diálogos interesantes con el albañil y el carpintero, el vidriero y el solador, y disputar sobre panderetes, y bajadas, y crujías, y solarones y emplomados, y rasillas, y nos convenceremos de que el propietario tiene que saber por principios todos aquellos oficios, y encerrar en su cabeza todo un diccionario tecnológico; y cuenta, que esto no ha de salvarle de repartir por mitad con aquellos artífices el líquido producto de su propiedad.

Pero en ninguno de los casos arriba dichos ofrece tanto interés al espectador la situación de nuestro propietario, como en la del acto solemne en que va a proceder a el alquiler de un cuarto.

Figurémonos un hombre de cuatro pies, aunque sustentándose ordinariamente en dos, frisando en la edad de medio siglo, rostro apacible, sereno y vigorizado por cierto rosicler..., el rosicler que infunde una bolsa bien provista; los ojos vivos, como del que sabe estar alerta contra las seducciones y las estafas; las narices pronunciadas como un hombre que acostumbra a oler de lejos la falta de pecunia; la frente pequeña, señal de perseverancia; los labios gruesos y adelantado el inferior, en muestra de grosería y avaricia; las orejas anchas y mal conformadas para ser sensibles a los encantos de la elocuencia; y amenizado el resto de su persona con un cuello, toril en diámetro y tan corto de talla, que la punta de la barba viene a herirle la paletilla; con unos hombros atléticos; con una espalda como una llanura de la Mancha; con unas piernas como dos guardacantones; y colocada sobre entre ambas una protuberante barriga, como la muestra de un reloj sobre dos columnas, o como un caldero vuelto del revés, y colgando de una espetera.

Envolvamos esta fementida estampa en siete varas de tela de algodón, cortada a manera de bata antigua; cubramos sus desmesurados pies con anchas pantuflas de paño guarnecidas de pieles de cabrito; y coloquemos sobre su cabeza un alto bonete de terciopelo azul, bordado de pájaros y de amapolas por las diligentes manos de la señora propietaria. Coloquémosle así ataviado en una profunda silla de respaldo, con la que parece identificada su persona, según la gravedad con que en ella descansa; haya delante un espacioso bufete de forma antigua, profusamente adornado de legajos de papeles y títulos de pergamino, animales bronceados y frutas imitadas en piedra, manojos de llaves, y padrones impresos; y ataviemos el resto del estudio con un reloj alemán de longanísima caja, un estante para libros, aunque vacío de ellos, dos figuras de yeso, unas cuantas sillas de Vitoria, y un plano de Madrid de colosales dimensiones. Y ya imaginado todo esto, imaginémonos también que son las ocho de la mañana, y que nuestro casero, después de haber dado fin a sus dos onzas de chocolate, abre solemnemente su audiencia a los postulantes que van entrando en demanda de la habitación desalquilada.

-Buenos días, señor administrador.

-Dueño, para servir a usted.

-Por muchos años.

-¿En qué puedo servir a usted?

-En poca cosa. Yo, señor dueño, acabo de ver una habitación perteneciente a una casa de usted en la calle de... y si fuera posible que nos arreglásemos acaso podría convenirme dicha habitación.

-Yo tendría en ello un singular honor. ¿Ha visto usted el cuarto? ¿Le han instruido a usted de las condiciones?

-Pues ahí voy, señor casero: yo soy un hombre que no gusta de regatear; pero habiéndome dicho que el precio es de diez reales diarios, paréceme que no estaría de más el ofrecer a usted seis con las garantías necesarias.

-Conócese que usted gusta de ponerse en razón; pero como cada uno tiene las suyas, a mí no me faltan para haber puesto ese precio a la habitación.

-Pero ya usted se hace cargo de la calle en que está; si fuera siquiera en la de Carretas...

-Entonces probablemente la hubiera puesto en quince reales.

-Luego, la sala es pequeña y con sólo un gabinete; si tuviera dos...

-Valdría ciertamente dos reales más.

-La cocina oscura y...

-Es lástima que no sea clara, porque entonces hubiera llegado al duro.

-El despacho es pequeño, y los pasillos...

-En suma, señor mío, yo por desgracia sólo puedo ofrecer a usted el cuarto tal cual es, y como antes dijo que le acomodaba...

-Sí; pero el precio...

-El precio es el último que ha rentado.

-Mas ya usted ve, las circunstancias han cambiado.

-Las casas no.

-Los sueldos se han disminuido.

-Las contribuciones se aumentan.

-Los negocios están parados.

-Los albañiles marchan.

-¿Conque es decir que no nos arreglamos?

-Imposible.

-Dios guarde a usted.

-Dios guarde a usted... Entre usted, señora.

-Beso a usted la mano.

-Y yo a usted los pies.

-Yo soy una señora viuda de un capitán de fragata.

-Muy señora mía; mal hizo el capitán en dejarla a usted tan joven y sin arrimo en este mundo pecador.

-Sí señor, el pobrecito marchó de Cádiz para dar la vuelta al mundo, y sin duda hubo de darla por el otro, porque no ha vuelto.

-Todavía no es tarde... ¿y usted, señora mía, trata de esperarle en Madrid por lo visto?

-Sí señor; aquí tengo varios parientes de distinción, el conde del Cierzo, la marquesa de las Siete Cabrillas, el barón del Capricornio, y otros varios personajes que no podrían menos de ser conocidos de usted.

-Señora, por desgracia soy muy terrestre y no me trato con esa corte celestial.

-Pues como digo a usted, mi prima la marquesa y yo hemos visto el cuarto desalquilado, y, lo que ella dice, para ti que eres una persona sola, sin más que cinco criados... aunque la casa no sea gran cosa...

-¿Y el precio, señora, qué le ha parecido a mi señora la marquesa?

-El precio será el que usted guste, por eso no hemos de regañar.

-Supongo que usted, señora, no llevará a mal que la entere, como forastera, de los usos de la corte.

-Nada de eso, no señor; yo me presto a todo... a todo lo que se use en la corte.

-Pues señora, en casos tales, cuando uno no tiene el honor de conocer a las personas con quien habla, suele exigirse una fianza y...

-¿Habla usted de veras? ¿Y yo, doña Mencía Quiñones, Rivadeneira, Zúñiga de Morón, había de ir a pedir fianzas a nadie? ¿y para qué? ¿para una fruslería como quien dice, para una habitacioncilla de seis al cuarto que cabe en el palomar de mi casa de campo de Chiclana? Como soy, señor casero, que eso pasa ya de incivilidad y grosería, y siento haber venido sola y no haberme hecho acompañar siquiera por mi primo el freire de Alcántara, para dar a conocer a usted quién yo era.

-Pues señora, si usted, a Dios gracias, se halla colocada en tan elevada esfera, ¿qué trabajo puede costarla el hacer que cualquiera de esos señores parientes salga por usted?

-Ninguno, y a decir verdad no desearían más que poder hacerme el favor; pero...

-Pues bien, señora, propóngalo usted y verá cómo no lo extrañan, y por lo demás, supuesto que usted es una señora sola...

-Sola, absolutamente; pero si usted gusta de hacer el recibo a nombre del caballero que vendrá a hablarle, que es hermano de mi difunto, y suele vivir en mi casa las temporadas que está su regimiento de guarnición...

-¡Ay, señora! pues entonces me parece que la casa no la conviene, porque como no hay habitaciones independientes... luego tantos criados...

-Diré a usted; los criados pienso repartirlos entre mis parientes, y quedarme sólo con una niña de doce años.

-Pues entonces ya es demasiado la casa, y aun paréceme, señora, que la conversación también.

A este punto llegaban de ella, cuando entra el criado con una esquela de un amigo rogando a nuestro casero que no comprometiera su palabra, y reservase el cuarto para unos señores que iban a llegar a Madrid: con esta salvaguardia, el propietario despacha a la viudita, pero sigue recibiendo a los que vienen después; entre ellos un empleado, de quien el diestro propietario se informa cuidadosamente sobre el estado de las pagas, y compadeciéndose con el mayor interés de que todavía le tuviesen en enero, le despacha con la mayor cordialidad; después acierta a entrar un militar que con aire de campaña reclama la preferencia, y a las razones del casero responde con amenazas, de suerte que éste hace la resolución de no alquilarle el cuarto, por no tener que sostener un desafío mensual; más adelante entra un hombre de siniestro aspecto y asendereada catadura, que dice ser agente de negocios y vivir en un cuarto (vulgo buhardilla), después entra una vieja que quiere la habitación para subarrendarla en detalle a cinco guardias de Corps; más adelante entra un perfumado caballero que lo pide para una joven huérfana y se compromete a salir por fiador de ella, y aun a poner a su nombre el recibo; más allá se presenta otra señora acompañada de dos hermosas hijas que arrastran blondas y rasos, y cubren sus cabezas con elegantes prendidos, y tocan el piano, según parece, y bailan que es un primor; «y tan virtuosas y trabajadoras las pobrecitas (dice la mamá), que todo esto que usted ve lo adquieren con su trabajo, y nada nos falta, bendito Dios.»

-Él, señora, premia la laboriosidad y protege la inocencia... mas sin embargo, siento decirlas que el cuarto no puede ser para ustedes.

Estando en esto vuelve el criado a decir que el amigo que quería el cuarto ya no lo quiere, porque a los señores para quien era, no les ha gustado; -que la otra señora que se convenía a todo, tampoco, porque después ha reparado que no cabe el piano en el gabinete; -que el militar ha quitado los papeles y dice que el cuarto es suyo, quiera o no quiera el casero; -que el llamado agente de negocios, al tiempo que lo vio, se llevó de paso ocho vidrios de una ventana, cuatro llaves, y los hierros de la hornilla; -que dos manolas que lo habían visto, habían pintado con carbón un figurón harto obsceno en el gabinete; -que unos muchachos habían roto las persianas y atascado el común; -y por último (y era el golpe fatal para nuestro casero), que una amiga a quien nada podía negar, quería el cuarto; pero con la condición de pintárselo todo, y abrir puertas en los tabiques, y poner tabiques en las puertas, y ensolarlo de azul y blanco, y blanquear la escalera, y poner chimenea en el gabinete... en punto a fiadores daba sólo sus bellos ojos, harto abonados y conocidos de nuestro Quasimodo; y en cuanto al precio, sólo quedaba sobreentendida una condición, a saber: que fuera éste el que quisiera, el casero no se lo había de pedir, pero ella tampoco se lo había de pagar.

Así concluyó este alquiler, sin más ulteriores resultados que una escena de celosía entre el casero y su esposa, una multa de diez ducados por no haber dado el padrón al alcalde a su debido tiempo, y un blanco de algunas páginas en su libro de caja por aquella parte que se refería a la habitación arriba dicha.

(Agosto de 1837.)