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ArribaAbajoUna noche de vela

I

El enfermo


¡Oh variedad común, mudanza cierta!
¿quién habrá que en sus males no te espere,
quién habrá que en sus bienes no te tema?


Argensola.                


Doy por supuesto que todos mis lectores conocen lo que es pasar una noche en un alegre salón, saboreando las dulzuras del Carnaval, en medio de una sociedad bulliciosa y partidaria del movimiento; quiero suponer que todos o los más de ellos comprenden aquel estado feliz en que constituyen al hombre la grata conversación con una linda pareja, el ruido de una orquesta armoniosa, el resplandor de la brillante iluminación, la risa y algazara de todos aquellos grupos, que se mueven, que se cruzan, que se separan, y que luego se vuelven a juntar. Quiero igualmente sospechar, que concluido el baile y llegada la hora fatal del desencantamiento, alguno de los concurrentes lleno el corazón de fuego y la cabeza de magníficas ilusiones, reconcentrado su sistema vital en el interior de su imaginación, no haya hecho alto en la exterioridad de su persona; no haya reparado en la humedad de su frente, en la dilatación de sus poros, en el ardor exagerado de su pulmón; y que tan sólo ocupado en sostener una blanca mano para subir a un coche, o en aguardar el turno para reclamar su capa en un frío callejón, apenas haya reparado que el sudor del rostro se ha enfriado, que su voz se ha enronquecido, que su pecho y su cabeza van adquiriendo por momentos cierta pesadez y mal estar.

Doy por supuesto que el tal, de vuelta a su casa, sienta unos amables escalofríos amenizados de vez en cuando con una tosecilla seca, sendos latidos en las sienes, y un cierto aumento de gravedad en la parte superior de su máquina, que apenas le permite tenerse en pie. Quiero imaginar que le asalten las primeras sospechas de que está malo; y que tiene que transigir por lo menos con una fuerte constipación; que se mete en la cama, donde le coge un involuntario y frío temblor, y luego un ardor insoportable; pero se consuela con que, merced a un vaso de limonada o un benéfico sudor, bien podrá estar a la noche en disposición de repetir la escena anterior. Supongo por último que esta esperanza se desvanece; pues ni el sudor ni el sosiego son bastantes a devolverle la perdida salud, con lo cual, y sintiéndose de más en más agravado, hace llamar a su médico, quien después de echarle un razonable sermón por su imprudencia, le dice que guarde cama, que se abstenga de toda comida, y que beba no sé qué brebajes purgativos, intermediados de cataplasmas al vientre, y realzado el todo con sendos golpes de sanguijuelas donde no es de buen tono nombrar. Remedios únicos en que se encierra el código de la moderna escuela facultativa; y que parecen ser la panacea universal para todos los males conocidos.

Pues bien; después de supuesto todo ello, quiero que ahora supongan mis lectores, que el sujeto a quien acontecía aquel desmán era el condesito del Tremedal, sujeto brillante por su ilustre nacimiento, sus gracias personales, su desenfadada imaginación y una cierta fama de superioridad, debida a las conquistas amorosa a que había dado fin y cabo en su majestuosa carrera social. Cualidades eran éstas muy envidiables y envidiadas; pero que para el paso actual no le servían de nada, preso entre vendas y ligaduras, inútil y agobiado, ni más ni menos que el último parroquiano del hospital.

Mediaba sin embargo alguna diferencia en la situación exterior de nuestro conde, si bien su naturaleza interior revelaba en tal momento su completa semejanza con los seres a quienes él no hubiera dignado compararse. Hallábase, pues, en su casa, asistido más o menos cuidadosamente, en primer lugar por su esposa, joven hermosa y elegante, de veinte y cuatro abriles, que si no recordaba a Artemisa, por lo menos era grande apasionada de las heroínas de Balzac.

Luego venía en la serie de sus veladores un íntimo amigo, un tercero en concordia de la casa; militar cortesano; cómplice en las amables calaveradas del esposo; encargado de disimular su infidelidad y tibieza conyugal; de suplir su ausencia en el palco, en el salón, en las cabalgatas; depósito de las mutuas confianzas de ambos consortes, y mueble, en fin, como el lorito o el galgo inglés, indispensable en toda casa principal y de buen tono.

En segundo término del cuadro, ofrecíase a la vista una hermana solterona del conde, que según nuestras venerandas sabias leyes, estaba destinada a vegetar honestamente, por haber tenido la singular ocurrencia de nacer hembra, aunque fruto de unos mismos padres, e igual a su hermano en sangre y derechos naturales. Añádase a esta injusticia de la ley, la otra injusticia con que la naturaleza la había negado sus favores, y se formarán una idea aproximada de la cruel posición de esta indefinida virgen, con treinta y dos años de expectativa, y dotada además de un gran talento, que no sé si es ventaja al que nace infeliz y segundón. En compensación, empero, de tantos desmanes, todavía podía alimentarse en aquel pecho alguna esperanza, hija de la falta de descendencia del conde, esperanza no muy moral en verdad, pero lo suficientemente legal para prometerse algún día ocupar un puesto distinguido en la sociedad.

Rodeaban, en fin, el lecho del enfermo varios parientes y allegados de la casa. -Una tía vieja, viuda de no sé qué consejero, y empleada en la real servidumbre; archivo parlante de las glorias de la familia; cadáver embalsamado en almizcle; figura de cera y de movimiento; tradición de la antigua aristocracia castellana; y ceremonial formulado de la etiqueta palaciega. -Un ayuda de cámara, secretario del secreto del señor conde, su confidente y particular favorito para todas aquellas operaciones más allegadas a su persona. -Varias amigas de la condesa y de su cuñada, muchachas de humor y de travesura, con sus puntas de coquetería. -Un vetusto mayordomo disecado en vivo, vera efigies de una cuenta de quebrados; con su peluca rubia, color de oro; su pantalón estrecho como bolsillo de mercader; su levita de arpillera; su nudo de dos vueltas en la corbata; el puño del bastón en forma de llave; los zapatos con hebilla de resorte, un candado por sellos en el reloj; y éste sin campanilla, de los que apuntan y no dan; persona, en fin, tan análoga a sus ideas, que venía a ser una verdadera formulación de todas ellas, un compendio abreviado de su larga carrera mayordomil.

El resto del acompañamiento componíanlo tal cual elegante doncel que aparecía de vez en cuando para informarse de la salud de su amigo el condesito; tal cual vecina charlatana y entrometida que llegaba a tiempo de proponer un remedio milagroso, o verter una botella de tisana, o destapar distraída un vaso de sanguijuelas; el todo amenizado con el correspondiente acompañamiento de médicos y quirúrgicos; practicantes y gentes de ayuda; criados de la casa, porteros, lacayos, niños, viejas y demás del caso.

¡Ah! se me había olvidado; allá en lo más escondido de la alcoba, como el que se aparta algunos pasos de un cuadro para contemplar mejor su efecto de luz, se veía un hombre serio, triste y meditabundo, que apenas parecía tomar parte en la acción, y sin embargo moderaba su impulso; el cual hombre, según lo que pudo averiguarse, era un antiguo y sincero amigo de la familia, a quien el padre del conde dejó encomendado éste al morir; que le quería entrañablemente; pero que más de una vez llegó a serle enojoso con sus consejos francos y desinteresados; pero en aquella ocasión el pobre enfermo se hallaba naturalmente más inclinado a él, y no una vez sola, después de recorrer la desencajada vista por todos los circunstantes, llegaba a fijarla largo rato en aquella misteriosa figura, la cual correspondía a su mirada con otra mirada, y ambas venían a formar un diálogo entero.

II

JUNTA DE MÉDICOS

Era, según los cómputos facultativos, el séptimo día, digo mal, la séptima noche de la enfermedad del conde. Su gravedad progresiva había crecido hasta el punto de inspirar serios temores de un funesto resultado. El médico de la casa había ya apurado su ordinaria farmacopea, y temeroso de la grave responsabilidad que iba a cargar sobre su única persona, determinó repartirla con otros compañeros que, cuando no a otra cosa, viniesen a atestiguar que el enfermo se había muerto en todas las reglas del arte. Para este fin propuso una junta para aquella noche, indicación que fue admitida con aplauso de todos los circunstantes, que admiraron la modestia del proponente, y se apresuraron a complacerle.

Designada por el más antiguo en la facultad la hora de las ocho de aquella misma noche para verificar la reunión, viéronse aparecer a la puerta de la casa, con cortos minutos de diferencia, un birlocho y un bombé, un cabriolé y un tilbury; ramificaciones todas de la antigua familia de las calesas, y representantes en sus respectivas formas del progreso de las luces, y de la marcha de este siglo corretón.

Del primero (en el orden de antigüedad) de aquellos cuatro equipajes, descendió con harta pena un vetusto y cuadrilátero doctor, hombre de peso en la facultad, y aun fuera de ella; rostro fresco y sonrosado, a despecho de los años y del estudio, barriga en prensa y sin embargo fiera; traje simbólico y anacronímico, representante fiel de las tradiciones del siglo XVIII, bastón de caña de Indias de tres pisos, con su puño de oro macizo y refulgente; y gorro, en fin, de doble seda de Toledo, que apenas dejaba divisar las puntas del atusado y grasiento peluquín.

Seguía el del bombé; estampa grave y severa; ni muy gorda, ni muy flaca, ni muy antigua, ni muy moderna; frente de duda y de reflexión; ni muy calva ni con mucho pelo; ojo anatómico y analítico; sencillo en formas y modales como en palabras; traje cómodo y aseado, sin afectación y sin descuido; sin sortija ni bastón, ni otro signo alguno exterior de la facultad.

El cabriolé (que por cierto era alquilado), produjo un hombre chiquitillo y lenguaraz, azogado en sus movimientos e interminable en sus palabras; descuidado de su persona; con el chaleco desabotonado, la camisola entreabierta, e inclinado hacia el pescuezo el lazo del corbatín. Este tal no llevaba guantes para lucir cinco sortijas de todas formas, y su correspondiente bastón, con el cual aguijaba al caballejo (que por supuesto no era suyo), y llegado que hubo a la casa, saltó de un brinco a la calle, y subió tres a tres los peldaños de la escalera.

El cuarto carruaje, en fin, el tilbury, lanzó de su seno un elegante y apuesto mancebo, cuyos estudiados modales, su fino guante, sus blancos puños, su bien cortada levita, el aseo y primor, en fin, de toda su persona, representaba al físico viajador, culto y sensible, el médico de las damas; su semblante juvenil, sobradamente severo para su edad, revelaba el deseo de sobreponerse a ella, afectando un sí es no es de gravedad científica y de profunda reflexión que no decía bien con el complicado nudo de su corbata; si bien su mirar profundo y animado, daba luego a conocer un alma bien templada para el estudio y entusiasmada con la idea de un glorioso porvenir.

Después del reconocimiento y de las preguntas de estilo, a que contestaba como sustentante el médico de cabecera, quedaron, pues, los cinco doctores instalados en un gabinete inmediato para tratar de escogitar los medios de oponerse al vuelo de la enfermedad. Animados por este filantrópico deseo, la primera diligencia fue pasar de mano en mano petacas y tabaqueras, hasta quedar armónicamente convenidos, cuál con un purísimo cigarro de la Habana; cuál con un abundante polvo de aromático rapé.

El primer cuarto de hora se dedicó, como es natural, a pasear el discurso sobre varias materias, todas muy interesantes y oportunas; tales como la rigidez del invierno, las muchas enfermedades y la aperreada vida que con tal motivo cada cual decía traer. Allí era el oír asegurar a uno que a la hora presente llevaba ya arrancadas catorce víctimas a las garras de la muerte; allí el afirmar muy seriamente otro que aquella noche había estado de parto; cuál limpiándose el sudor repetía el discurso que acababa de pronunciar en una junta, cuál otro metía prisa a los demás por tener, según decía, que contestar a cuatro consultas por el correo.

Después de compadecerse mutuamente, entraron luego a compadecerse de sus caballos y de sus míseros carruajes, amenizando el diálogo con la historia de sus compras, cambios y composturas, y el interesante presupuesto de sus gastos; y de aquí vino a rodar el discurso sobre el obligado clamor de la escasez de los tiempos, y las malas pagas de los enfermos que sanaban, y el escaso agradecimiento de los que morían. A propósito de esto, tomó la palabra el rostriseco, y habló de las elecciones, y analizó largamente los últimos partes del ejército, a que contestaron los demás con la mudanza del ministerio, y el resultado de la última interpelación.

Después de haber discurrido largamente por estos alrededores de la facultad, pensaron que sin duda sería ya tiempo de entrar de lleno en ella, y empezaron a disertar sobre la causa posible de las enfermedades, colocándola unos en el estómago, otros en la cabeza, cuál en el hígado, y cuál en el tobillo del pie.

Aquí hubo aquello de defender cada cual sus sistema médico favorito, y se declaró el viejo fiel partidario de los antiguos aforismos, y del tonífico método de Juan Brown; a lo que contestó el serio con toda una exposición del sistema fisiológico, y del tratamiento antiflogístico y de la dieta de Broussais. Replicó el tercero (que era el pequeño) con una descarga cerrada de burletas y sinrazones contra todos los antiguos y futuros sistemas, diciendo que para él la medicina era una adivinanza hija de la casualidad y de la práctica; y que sólo empíricamente podía curarse, por lo cual no admitía sistema fijo, y que si tal vez se inclinaba a alguno, parecíale mejor que ningún otro el de Mr. Le-Roy, por lo heroico y resolutivo de su procedimiento. Una ligera sonrisa de desdén que se asomó a los labios del físico elegante, bastó para dar a conocer la superioridad en que se colocaba a sí mismo sobre todos sus compañeros, si al mismo tiempo no hubiera querido consignarla con la palabra, exponiendo científicamente los errores de los diversos sistemas anteriores, y la filosofía de un nuevo descubrimiento a que él como joven se hallaba naturalmente inclinado, esto es, la medicina homeopática del doctor Hannemann.

Aquí soltó el viejo una carcajada, y el chiquito lanzó varios epigramas sobre el sistema de curar las enfermedades con sus semejantes, preguntándole si como decía Talleyrand, acostumbraba cortar la pierna buena para curar la mala, con otras sandeces que irritaron la bilis del homeopático y descargó una furibunda filípica contra los charlatanes que, según dijo, deshonraban la noble ciencia de Esculapio; a lo cual el Brusista trató de aplicar sus emolientes, y el antiguo Galeno dar un nuevo tono a la desentonada conversación.

En esto uno de los circunstantes (que sin duda debió ser el adusto incógnito de que antes hicimos mención) tuvo la descortesía de abrir despacio la vidriera del gabinete, para advertir a aquellos señores que el pobre enfermo se agravaba por instantes, y preguntarles si habían acordado a buena cuenta alguna cosa que poder aplicarle, mientras llegaba la resolución formal de aquella cuádruple alianza. -Los doctores quedaron como embarazados a tan exótica demanda; pero, en fin, salieron de ella diciendo: que hiciesen saber al enfermo que tuviese un poquito de paciencia para morirse; porque ellos a la sazón estaban formalmente ocupados en salvarle, y mientras tanto que esto hacían, formaban sinceros votos por su alivio, y sentían hacia su persona las más fuertes simpatías. Con lo cual el interpelante volvió a retirarse a comunicar al enfermo tan consoladora respuesta.

Declarado el punto suficientemente discutido respecto al diagnóstico y el pronóstico, vinieron, por fin, a proponer la curación, y fiel cada cual a sus respectivos métodos, indicaron, el Browmista un tonífico récipe de treinta y dos ingredientes entre sólidos y líquidos; pero con la condición de tenerlo todo cuarenta y ocho horas en infusión, y que se había de hacer precisamente en la botica de la calle de... y entre tanto que la muerte tuviese la bondad de aguardar. -El alumno de Broussais sostuvo que a beneficio de seis docenas de sanguijuelas y cuatro sangrías se cortaría el mal, y que para sostener las fuerzas del enfermo no había inconveniente en administrarle de vez en cuando algún sorbo de agua engomada, o un azucarillo. -El homeopático puso a discusión la aplicación de la vigesimillonésima parte de un grano de arena, disuelto en tinaja y media del agua del Rhin, con lo cual se habían visto pasmosas curaciones en el hospital de Meckelembourg-Strelitz. -El empírico, en fin, propuso que el enfermo se levantara y saliese a paseo, tomando únicamente de dos en dos horas catorce cucharadas del vomi-toni-purgui-velocífero de Le-Roy.

Dejo pensar a mis lectores la impresión que semejantes propuestas harían respectivamente en el ánimo de todos los doctores; por último, viendo que ya era pasada la hora, y que otros mil enfermos reclamaban el auxilio de su ciencia, convinieron en que, supuesto que el médico de cabecera había seguido su sistema con este parroquiano, cada uno continuase haciendo lo propio con los suyos; conque, después de acordar por la forma unos nuevos sinapismos y no sé qué purga, decidieron unánimemente que sería bueno que el enfermo fuese preparando sus papeles, por si acaso le tocaba marchar en el próximo convoy; todo lo cual dijeron con aire sentimental a aquel señor feo de cara de que queda hablado; y después de asegurarle del profundo acierto con que el médico de la casa dirigía la curación, recibieron de manos del mayordomo sendos doblones de a ocho, y marcharon contentos a continuar sus graves ocupaciones.

III

EL TESTAMENTO

Aquella noche, como la más decisiva e importante, se brindaron a quedarse a velar al enfermo casi todos los interlocutores de que queda hecha mención al principio de este artículo; y convenidos de consuno en reconocer por jefe de la vela al severo anónimo, pudo éste dar sus disposiciones para que cada uno ocupase su lugar en aquella terrible escena. Hízose, pues, cargo del improvisado botiquín, que en multitud de frascos, tazas y papeletas se ostentaba armónicamente sobre mesas y veladores; clasificó con sendos rótulos la oportunidad de cada uno; dio cuerda al reloj para consultarle a cada momento, y escribió un programa formal de operaciones, desde la hora presente hasta la salida del sol.

La vieja tía, por su parte, envió a su lacayo por la escofieta y el mantón, y sacó de su bolsa un rosario de plata cargado de medallas, y un elegante libro de meditación, encuadernado por Alegría. La juventud de ambos sexos, dirigida por el amable militar, se encargó de distraer a la condesita y su hermana, llevándoselas al efecto a un apartado gabinete, donde para enredar las largas horas de la noche y conjurar el sueño, improvisaron en su presencia una modesta partida de ecarté. El mayordomo, el ayuda de cámara, acompañados de la turba de familiares, quedaron en la alcoba a las órdenes del jefe de noche, para alternar armónicamente en la vela.

Todo estaba previsto con un orden verdaderamente admirable; cada cual sabía por minutos la serie de sus obligaciones, y durante la primera hora todo marchó con aquella armonía y compás con que suelen las diversas ruedas y cilindros de una máquina al impulso del agente que los mueve. La vieja rezaba sus letanías, y aplicaba reliquias y escapularios a la boca del enfermo; el mayordomo recibía de manos de los criados las medicinas, y las pasaba al ayuda de cámara, el cual las hacía tomar al paciente; uno revolvía a éste en su lecho, otro ahuecaba las almohadas y extendía los sinapismos; el incógnito, en fin, velaba sobre todos, y corría de aquí para allí para que nada faltase a punto.

Entre tanto en el gabinete del jardín el alumno de Marte redoblaba sus agudezas para distraer a las señoras; aplicaba bálsamos confortantes a las sienes de la condesita, sostenía los almohadones, y de paso, la cabeza que en ellos se apoyaba, y con el noble pretexto de evitar un acceso nervioso, tenía entrambas manos fuertemente estrechadas en las suyas.

De pronto un fuerte desmayo acomete al enfermo; suenan voces y campanillas; y los que jugaban en el gabinete, y los que charlaban en la sala, y los mozos que dormían en los colchones improvisados, todos se mueven apresurados, y corren a la alcoba. El enfermo, sostenido por su buen amigo, yace desfallecido e inerte; los circunstantes prorrumpen en diversas exclamaciones. -«¡El médico, llamar al médico!» -«¡El confesor!» -«¡El escribano!»

Cuál saca un pomo de álcali y casi se lo introduce por la nariz; cuál acude diligente con una estopa encendida para aplicársela a las sienes; éste le frota los pulsos con agua balsámica de la Meca y espuma de Venus que encuentra en el tocador de la señora; aquél va a la cocina por vinagre, y viene diligente a rociarle la cara con el aderezo completo de la ensalada. Entre tanto las mujeres chillan. -«¡Pobrecito!» -«¡Se ha muerto!» -Los hombres imponen silencio a voces. -La vieja reza en alto un latín que no entendiera el mismo San Gerónimo. -La señora se desmaya y cae redonda... en un mullido sofá.

El peligro y atención se dividen entonces; los unos abandonan al conde; los otros corren a la condesa; los agudos chillidos de ésta despiertan, en fin, a aquél de su letargo; abre los desencajados ojos; mira en derredor de sí, y se ve rodeado de figuras angustiosas, que le miran ya como cosa del otro mundo, y empiezan a contemplarle con aquel silencioso respeto con que se contempla a un cadáver.

Allá en el fondo, y detrás de aquellos grupos misteriosos, se deja ver un hombre melancólico y de mirar sombrío, que aparece allí como el precursor de la muerte, como el avanzado portero de las puertas de la eternidad. Aquel hombre siniestro había sido introducido con precaución en la alcoba por el viejo mayordomo, que hablaba con él en voz baja, después de haber dicho dos palabras al oído de la señora, y hecho tres profundas cortesías a la hermana del conde.

Algún tanto despejado ya éste, no sé bien si por prudencia o por precepto, fueron desapareciendo de la alcoba todos los circunstantes, a excepción del jefe de la vela, el mayordomo y su misterioso compañero.

-Aquí tiene usía, señor conde, a nuestro honrado secretario el señor don Gestas de Uñate, que viene a informarse de la salud de usía, y de paso a saber si a usía se le ofrece alguna cosa en que pueda complacerle.

-¡Ay Dios! (exclamó el conde). ¡El escribano! me muero sin remedio.

-¿Quién dice tal cosa, señor conde? (interrumpió el escribano) yo sólo vengo a ley de buen servidor de usía a ponerme a sus órdenes y ofrecerle mi inutilidad. No es esto decir que usía hiciera mal en haber pensado en mi ministerio antes de ahora, porque al fin, todos somos mortales, y cuando el hombre tiene arreglados sus negocios...

El severo velador del conde había guardado silencio durante esta corta escena, como sorprendido de la audacia del mayordomo, y penetrado de la misma idea terrible que había asaltado al conde; sin embargo, no dejó de reconocer que en el estado en que éste se hallaba, acaso aquel paso tenía más de prudente que de audaz, por lo cual trató de poner en la balanza todo su influjo para inclinar al conde a someterse a aquel terrible deber.

No tardó éste en ceder a los consejos de la amistad y a lo crítico de los momentos, y significando por señas su resignación, dio orden al mayordomo de que abriese cierto bufete, donde hallaría un pliego cerrado que contenía su última voluntad, el cual formalizase con todas las cláusulas necesarias, y él lo firmaría después. -«Pero por Dios (añadió), que nadie se entere de mis secretos hasta después de mi muerte; este amigo (dirigiéndose al incógnito), el mayordomo y el ayuda de cámara, pueden ser los únicos testigos, y les reclamo la observancia de mi encargo.»

IV

LA SUCESIÓN

Aquellas tres cortesías del escribano y del mayordomo a la hermana del conde, habían también hecho variar el espectáculo del retirado gabinete del jardín. Los amables interlocutores que en él se reunían, arrancados a sus ilusiones por la escena del último amago de la muerte, empezaban a creer de veras su posibilidad, y a calcular las consecuencias naturales en aquella casa. La próxima viuda, sin tanto aparato de desmayos, empezaba ya a manifestar una verdadera inquietud, en tanto que por un movimiento eléctrico los vaporosos ataques habíanse inoculado en la persona de la hermana, para quien las ya dichas cortesías del mayordomo y escribano acababan de darla a sospechar un magnífico porvenir.

Los cuidados de todos los circunstantes se convirtieron, como era de esperar, hacia el nuevo peligro, hacia la nuevamente acometida; y a pesar de que los visajes de su feo rostro, fuertemente contraído en todas direcciones, pusieran espanto al hombre más audaz y denodado, y por más que formase un admirable contraste la sentimental y ya verdadera tristeza de la hermosa faz de la condesita, veíase ésta sola, por una de las anomalías tan frecuentes en este pícaro mundo, al paso que todos se apresuraban a reunirse en grupo auxiliador en derredor de la presunta heredera... ¡Oh leyes! ¡oh costumbres!...

Al frente de todos aquellos celosos servidores distinguíase el mismo joven militar favorito de la condesa, que poco antes no parecía existir sino para ella, y ahora olvidando sus gracias, y cerrando los ojos sobre la triste figura de la cuñada, se apresuraba a sostener a ésta, a consolarla, y yacía arrodillado a sus pies, estrechando su mano y aparentando toda la desesperación de un romántico dolor... La convulsa heredera, sensible sin duda a esta súbita expresión de un género tan nuevo para ella, hizo un paréntesis a su terrible accidente; entreabrió sus cerrados párpados, dirigió sus hundidas pupilas al amable interpelante, y con un gesto inexplicable en que se retrataba la caricatura del dolor, correspondió con un suspiro a otro suspiro, y abandonó su mano a los labios del joven triunfador; éste entonces, alzando la osada frente en señal de su próxima apoteosis, paseó sus miradas por todos los circunstantes con una sonrisa de desdén; pero al llegar a fijarlas en los hermosos ojos de la futura viuda, no pudo menos de bajar los suyos entre dudoso y turbado.

En este momento la puerta del gabinete se abre. -El escribano, el mayordomo y el ayuda de cámara se presentan, siguiendo al amigo incógnito. Éste, procurando contener su conmoción, manifiesta a los circunstantes que su amigo el conde había dejado de existir... Todos se agrupan en torno de la nueva condesa... El escribano lee entonces el testamento, y la decoración vuelve a cambiar... El conde declara en él tener un heredero natural, habido en una de sus varias excursiones amorosas antes de contraer su matrimonio; pedía perdón a su esposa por este secreto, y la encargaba la tutela y dirección de su legítimo heredero; en cuanto a su hermana, la dejaba pasar tranquilamente a ocupar un vástago lateral en el tronco genealógico.

De esta manera nacieron, se manifestaron y desaparecieron como el humo tantas esperanzas y quiméricos proyectos; y la luz matinal, que ya empezaba a iluminar aquella estancia, vino a poner de manifiesto el desengaño de aquellos desengañados semblantes; amigos y dependientes rodearon a la condesa viuda, tutora y gobernadora; y cada cual se esforzaba en manifestarla su no interrumpida adhesión, y a proponerla varios planes halagüeños; pero el severo Velador, valiéndose de su persuasiva influencia, la aconsejó por entonces lo único que podía aconsejarla, y era que se retirase a descansar. Hízolo así, con lo cual todos los circunstantes fueron desapareciendo. Y luego que quedó solo el incógnito, se arrimó a un bufete, tomó una pluma, escribió largo rato, puso al principio de su discurso este título: «Una noche de vela», y al final de él estampó esta firma,

EL CURIOSO PARLANTE.




ArribaAbajoDe tejas arriba

I

Madre Claudia


...a tus tiernas palomillas
el velo peligroso las rehúses;
que andan muchos azores por asillas
de cuyas uñas penden los despojos
de otras aves incautas y sencillas.


Bartolomé de Argensola.                


Dios sea en esta casa.

-Y en la de usted, buena madre; santas noches, ¿qué se ofrece?

-Nada hijo, sino venir en cuerpo y en ánima a ponerme al su mandar, como vecinos que somos, y amigos que, Dios mediante, tenemos que ser.

-Por muchos años; y ya veo que si no me engaña el corazón estoy hablando con la señora Claudia, la que viene a habitar la buhardilla número 7.

-Doña Claudia me llamaron en el siglo, y esa misma soy, en buen hora lo cuente; pero tal me verás que no me conocerás, y yo misma me tiento y no me encuentro; ¡cosas del mundo!; hoy por ti, mañana por mí; y como dijo el otro, abájanse los adarves y álzanse los muladares; que hoy nadie puede decir de esta agua no beberé; y mientras la viuda llora, bailan otros en la boda... No digo todo esto por mal decir, que de menos nos hizo Dios, y viva la gallina y aunque sea con su pipita; sino explícolo para dar a conocer a vuesa merced, señor vecino, que aquí donde me ve con estos trapos, yo también fui persona, y no como quiera, sino como suele decirse empingorotada y de capuz... pero vive cien años y verás desengaños, y tras el día viene la noche, que lo que Dios da llevárselo ha, y el caballo de regalo suele parar en rocín de molinero.

Pero dejando esto a un lado, y viniendo a lo que importa, ¿qué tal va la parroquia en la tienda nueva? ¡Válgame Dios, y qué aseada y qué provista está de cuanto el Señor crió!... Tal me vea yo a la hora de mi muerte... ¿Es rosoli o aniseta?... gracias por el favor; ¡bien haya la Mancha, que da vino en vez de agua!... a la salud de ustedes, caballeros... ¡fuego de Dios y qué calorcillo tiene el espíritu!... ¡y qué bien le parecen esos dos mantecadillos que están diciendo «comedme»!... ¡Ah! si no estuviera tan atrasada en esto que ahora llaman el porsupuesto, en Dios y mi ánima que no había de pedir ayuda para dar buena cuenta de ellos... apostaría que son obra de aquellas manecitas que con tanto salero hacen ahora saltar a la aguja... gracias, hija mía, por el favor... bien se la conoce que es hija de tal padre... ¡bendígala Dios, y qué hermosa es y qué garrida! ya me temo yo que han de llorar su venida todos los mozos del barrio.

-Gracias, madre Claudia.

-Bien hacéis, hija, en dar las gracias, que para eso las tenéis, y aun para quedaros después con ellas; ¡ay! quién me tornara a mí de ese talle y esa frescura, y no me robara la experiencia del mundo, que por el alma de mi padre que otro gallo me había de cantar y no me vería ahora en medio del arroyo, como quien dice; pero así somos todas; mientras nos reluce el pellejo poco consejo, y luego que vienen los años llorar por los que son idos... ¡Cuánto más valiera mascar mientras nos ayudan los dientes, y...! ¿no es verdad, hija mía?... ¿qué, no me entiendes? ¡picaruela! ¿pues a qué vienen esos colores que se te han asomado al rostro? Pero ¡pecadora de mí! ya veo que no conviene distraerte de tu labor, pues que te has picado con la aguja, y... ¡válgame Dios!... ¡qué no diera alguno que yo me sé bien, por atajar con su labios esa gota de coral!...

-¿Alguno, madre?

-Alguno digo, y no hay que hacerse la desentendida, sino ponerle el nombre que mejor le cuadre... pero bajemos la voz, que ya señor padre ha acabado de servir a los parroquianos y se viene derechito hacia nosotras; por fin, hija mía, más días hay que longanizas, y cuando queráis noticias de la tierra, sabed que allá cerca del cielo hay una vieja que os quiere bien; y ahora me voy, señor vecino, que ya ha acabado de ser noche y la vieja honrada su puerta cerrada, y cada uno en su casa y Dios en la de todos... A fe que ya me he de ver y de desear para subir la escalera, y a no ser un cuarto roñoso de Segovia que traigo aquí para trocarlo con un palmo de cerilla... ¿También ese favor?... muy obligada me voy, señor vecino; a bien que Dios es mayordomo de los pobres, y él se lo pagará con su tanto por ciento... Y pues ya me siento alumbrada por esas manos caritativas, iremos paso a paso caminando a mi chiscón, donde me espera el huso con deseos de bailar, y mi amigo Micifuz durmiendo al amor de la lumbre, si no es que se haya salido a los tejados en busca de las vecinas, salidas también como él; que amor con amor se paga, niña mía, y cuando nace él nace ella, y si no fuera por esto, ¿para qué estamos acá bajo los unos y las otras?... Conque buenas noches, vecino; y cuidado niña, que no hay que olvidar a quien bien nos quiere, y que cuando quieras tomarte el trabajo de llegar al último tramo de la escalera, sabrás muchas cosas y habilidades, así de punto y aguja como de cazo y sartén; que, gracias a Dios y a mis años, así me da el naipe para aderezar un guisado, como para coser un zurcido... Conque, adiós.

La buena vieja, dicho esto, salió por la puerta de la tienda que daba al portal, y después de persignada, y sosteniendo con la diestra mano la vacilante cerilla, colocada la siniestra entre ella y su rostro para evitar la ofuscación de sus resplandores, subió pausadamente los noventa y siete escalones que se contaban hasta su chiribitil, haciendo descanso en todas las mesetas o tramos de los diversos pisos. Y llegada que fue arriba, sacó de su faltriquera la llave, y con temblona dirección la encajó en la cerradura; reunió todas sus fuerzas para dar las vueltas, y la puerta se abrió; mas desgraciadamente con un impulso muy superior a la resistencia de la cerilla, la cual negó en aquel momento sus reflejos, quiero decir, que se apagó: y la vieja que entraba, y el gato que se esperezaba sobre el fogón se quedaron a buenas noches.

II

Las buhardillas

Algunos días eran pasados, y ya la buena madre sabía por puntos y comas las condiciones y semblanzas de todos sus convecinos, y más especialmente de aquella parte de la tripulación de la casa que, a hablar con propiedad, cobijaba bajo un mismo techo.

Este quinto estado de aquel mecánico artificio no distaba, como hemos visto, más que unos cien palmos de la superficie de la calle, y por lo tanto tocaba ya en la región de las nubes, con lo cual no habrá de extrañarse si tal cual tormenta solía de vez en cuando alterar la uniformidad de aquella atmósfera. Semejantes tormentas, de que apenas tenemos noticia los habitantes del centro, son harto frecuentes en las alturas; sino que nuestra pequeñez microscópica no sabe distinguirlas, o bien afectamos desdeñarlas por el ningún interés que nos inspiran; pero no han faltado por eso arriesgados aeronautas que ascendieron de intento a estudiarlas; y de uno de éstos, que logró bajar, aunque con una pierna menos, es de quien hube yo en confianza las noticias y observaciones que de suso y de yuso son y serán explicadas.

Dividíase, pues, el elevado recinto que queda señalado, en un doble callejón a diestra y siniestra mano, que prestaba paso y comunicación a ocho o diez celdillas o habitaciones, tan cómodas como cepo veneciano, y tan anchurosas como nichos de cementerio. En ellas, mediante sendos treinta reales nominales de alquiler mensual, habían hallado medio de colocarse otros tantos grupos de figuras, reducidas a tal extremo, cuáles por las desdichas pasadas, cuáles por las miserias presentes.

Sabía, por ejemplo, la madre Claudia, que en la primera buhardilla de la derecha conforme vamos, vivía un pobre empleado, entrado en nueve meses, reloj descompuesto apuntando a marzo, y con cuatro chiquillos por pesas, que tiraban hacia la próxima Navidad. Sabía que en la de más allá existía una honrada viuda, fuera de cuenta, clamando en vano por los dividendos del Monte Pío, y sustentada escasamente por el trabajo de tres hijas doncellas, que todo el mundo sabe lo que en estos tiempos vale una honrada doncellez. Más allá cobijaba con dificultad un matrimonio joven, zapatero y ribeteadora; él, mozo garrido, de chaquetilla redonda y sortija en el corbatín; ella airosa y esbelta estampa, de zagalejo corto y mantilla de tira.

En el agujero del rincón que formaba el ángulo de la casa, había entablado su laboratorio un químico de portal, gran confeccionador de agua de Colonia y rosa de Turquía, y bálsamo de la Meca, y aceite de Macasar; vendía además corbatines y almohadillas, fósforos y pajuelas, cajetillas y otros menesteres, para lo cual mantenía relaciones con todos los mozos de los cafés, y cuando esto no bastaba, corría con los empeños de alhajas, y negociaba por cuenta de algún anónimo cartas de pago y billetes del tesoro; o bien acomodaba sirvientes o limpiaba botas en el portal. Él, en fin, era un verdadero tipo de la industria fabricante y mercantil; y tan pronto se traducía en francés, como se trocaba en italiano; y ora se adornaba con un levitín blanco y una enorme corbata como il Dottore Dulcamara, ora corría las calles con sombrerito de calaña y agraciado marsellés.

Frontero de la habitación del químico, había dado fondo una física criatura, que sin más preparaciones que sus gracias naturales, era capaz de volatilizar la cabeza más bien templada. Valencia, el jardín de España, había sido la cuna de este pimpollo, y con decir esto no hay necesidad de añadir si sería linda, pues es bien sabido que en aquel delicioso país es más difícil encontrar una fea que en otros tropezar con una hermosa. El contar las aventuras por donde ésta había venido desde las riberas del Turia a las del Manzanares, y a las sombrías tejas de Madrid desde los pajizos techos del Cabañal, fuera asunto para más despacio; baste decir que vino ella o que la trajeron; y que la abandonaron o que se abandonó; en términos que en el día era tan romanescamente libre como la bella Esmeralda de Victor Hugo, aunque si va a decir la verdad, algo más positiva que ella; efectos todos del siglo prosaico en que vivimos, en el cual no se matan los hombres por las muchachas de la calle, ni se contentan éstas con bailar y tocar el pandero.

Pared por medio de la valenciana vivía un viejo adusto y regañón, escribiente memorialista a dos reales el pliego, que por el día detrás de su biombo en el portal, escuchaba las relaciones de los pretendientes, y les ensartaba memoriales y seguía correspondencia con media Asturias, y recibía las confesiones de todas las mozas del barrio; y sucedíale a veces, como veía poco, a pesar de los anteojos, trocar los frenos, quiero decir, los papeles, y asentar una declaración de amor en un pliego del sello cuarto, o pretender un estanquillo en una orla de corazones y Cupidos. Con lo cual, y otras desazones que le proporcionaba su oficio, que siempre venía a casa regañando, y como solterón y que no tenía mujer con quien pegarla, la solía pegar con toda la vecindad.

Últimamente, en el ángulo opuesto, y para que nada faltase a este risueño drama tenía su mansión un hombre de presa (corchete, que suele decir el vulgo), el cual cuando creía que nadie le miraba, solía hacer sus excursiones por el tejado a correr con los gatos, por inclinación y natural simpatía. Hombre de rostro enjuto y sospechoso, cuerpo sutil y mal configurado, manos negras como su ropilla, nariz torcida como la intención, antípoda del agua como un hidrófobo, amante del vino como el mosquito, vara enroscada como sus palabras, oído listo a las promesas y cerrado a las plegarias, multiplicado a veces como edición estereotípica, y tan invisible e impalpable otras, que no pocas llegaron a dudar los vecinos si subía por la escalera o por el cañón de la chimenea.

Con tan opuestos elementos, combinados ingeniosamente por la casualidad, déjase conocer si podría estar ociosa la imaginación de nuestra Claudia, o si más bien llegaría en breves días a ser, como si dijéramos, el centro de aquel sistema; planeta fijo que girando únicamente sobre sí mismo, obligara a los demás a girar dentro de la órbita que les señaló en su derredor.

III

Drama de vecindad

La primera atención de la vieja se convirtió naturalmente hacia la valencianita, que como la más sola e indefensa oponía más obstáculo a sus ataques...

-¿Es posible, hija mía, que tan joven y hermosa como plugo hacerte al Señor, gustes enterrarte viva en ese zaquizamí, sin buscar un apoyo en este pícaro mundo que te defienda de sus recios temporales, y haga sacar de tus gracias el partido que merecen? En buen hora sea, si el mundo te lo agradeciese y tomara en cuenta; ¿pero quién será el que te crea bajo tu palabra y que no sospeche de ese tu recato alguna mengua de tu virtud? Mira que la hermosura es flor delicada que todos codician, y no puede permanecer oculta y entregada a sí misma, antes bien conviene exponerla con precauciones entre guardas y cercados, que no es ella nacida para crecer como el cardo en medio de los campos, sino para ostentar su elevación como el jazmín en finos búcaros y en cerradas estufas. Mira que la inocencia busca naturalmente su apoyo en la experiencia, la debilidad en la fortaleza, la tierna edad en el consejo de la vejez. La hiedra puede sostenerse si se abraza al olmo erguido, y el débil infante caería indudablemente al primer paso, si no hubiera una mano amiga que cuidase de sostenerle. Mal estás así, hija mía, tierna y hermosa, sin olmo que te defienda, sin mano que cuide de tu sostén. Yo seré, si gustas, este arrimo protector, ese escudo de tu niñez; y así como la barquilla sabe burlar las furiosas tormentas, confiando su timón a un hábil marinero, así tú en mis manos experimentadas, podrás atravesar sin pena este piélago del mundo, y reírte de los furores de los vientos desencadenados contra ti.

Yo no sé si fue precisamente en estos términos u otros semejantes como habló la vieja, ni acierto a decir si ella era tan fuerte en esto de las comparaciones para dar robustez y persuasiva a su discurso; pero lo que sí podré decir es que debió revestirlo con argumentos irresistibles, cuando a los pocos días consiguió su objeto, y atrajo a su red la incauta mariposilla, formando una sociedad mercantil bajo la razón de Amor, Venus y Compañía; sociedad en que una ponía la prudencia y la otra la presencia; una el capital industrial y otra el positivo; a partir por supuesto el beneficio que de ambos había de resultar.

Desde entonces la buhardilla de madre Claudia no se veía ya tan solitaria como de costumbre; antes bien se entabló entre ella y la calle una regular y periódica comunicación; y no era nada extraño oírse en el interior algunos sonidos de voz varonil, o encontrarse en la escalera tal cual embozado hasta los ojos, que bajaba con la debida precaución.

La niña por su parte es de suponer que seguía en un todo los consejos de su madre adoptiva, la cual sin duda la recomendaba la mayor amabilidad y cortesanía con todo el mundo; pero en una sola cosa hubo de oponer una resistencia fatal, resistencia que pudo desde sus principios comprometer aquella naciente sociedad; tal fue la obstinación con que se negó a admitir los obsequios de su vecino el alguacil, que puesto que recortado de uñas y atusado de greñas, todavía conservaba en su aspecto un no sé qué de siniestro y repugnante, que no pudo neutralizar la natural aversión de la criatura, la cual temblaba de pies a cabeza, y huía a esconderse cada vez que le miraba acercarse a su puerta.

Y era, como lo veremos más adelante, formidable enemigo este alguacil; pues además de las condiciones anejas a su profesión, envolvía la personal circunstancia de ser el instrumento de que se servía el casero para sus ejecuciones y despojos; conque venía a parecer el alma de un propietario, encarnada, por decirlo así, en la persona de la justicia. Ahora vayan ustedes a profundizar todo el poder de un casero alguacilado, monstruosa aberración, con los ojos de acreedor y las manos de ministril.

Hartos desvelos había ocasionado a la vieja esta terrible consideración; pero ya que no podía evitarla, pensó como buena política en prevenir en lo posible sus efectos, y para ello siempre andaba, como quien dice, bailándole el agua, siempre su mes adelantado por escudo, siempre las mayores precauciones de prudencia para que él no tuviera modo de malquistarla.

No contenta con esto, ideó un plan de defensa que no hubiera desdeñado el mismo Talleyrand, y fue el formar con los demás vecinos una décuple alianza, que pudiera ofrecerla en su caso una benéfica cooperación contra la alguacilesca enemistad.

Las simpatías naturales de la vieja reparadora y la niña reparada, se inclinaron por de pronto, como era de esperar, hacia el ingenioso químico que cobijaba en el rincón, y el cual no se hizo mucho de rogar para prestar a entrambas el apoyo de su espíritu, y colocar su laboratorio bajo la tutela y protección de ambas deidades. Aquí tenemos ya un triángulo no menos romántico que el de los dramas modernos, es a saber: -la gracia, la experiencia y la ciencia -o en otros términos- una muchacha, una vieja, y un doctor. Y digo doctor, no porque lo fuera ni pudiera gloriarse de poseer una de esas borlas que tan frecuentes se dan en las universidades, a trueque de algunos reales y de unos cuantos latines, sino porque estaba cursado en la ciencia de plazas y callejuelas, ciencia desdeñada por los sabios, pero que suele ser más positiva que todas las que contienen sus libros.

El zapatero no tardó tampoco en entrar en la confederación, merced a algunas copillas de mosto y sus correspondientes buñuelos, ofrecidos oportunamente cuando se retiraba por las noches; y su esposa tampoco se hizo esperar gran cosa para venir de vez en cuando a escuchar los chistes de la madre, o a recibir de manos del químico algún frasquito de elixir con que curar de las muelas o añadir a las mejillas un benéfico rosicler; todo lo cual, animado con la grata conversación de tal cual caballero que por casualidad solía hallarse allí, prestaba ciertos ribetes a aquella sociedad muy propios a excitar la simpatía de la alegre ribeteadora.

El vetusto empleado ofrecía alguna mayor dificultad, por lo inaccesible de su edad a los sentimientos mundanos; pero al fin era padre de cuatro chiquillos, que puesto que alborotaban toda la casa, y rompían los vidrios con la pelota, y escaldaban al gato, y quebraban las tejas, y rodaban con estrépito por la escalera, eran todavía agasajados con sendas castañas y soldados de pastaflora (que buena falta les hacía a los pobres para engañar el atraso de pagas del papá), el cual por su parte, agradecido a tantos favores recibidos en la persona de sus hijos, cerraba los ojos a lo demás del espectáculo, y achacaba justamente a su miseria aquella capitulación con sus principios.

La pobre viuda y sus hijas eran también un gran obstáculo a los planes de aquella veneranda dueña: ¡pero qué no pueden la astucia de un lado y la miseria de otro! ¡y qué la virtud, cuando tiene que disputarla a la hermosura y al amor! Estas niñas eran jóvenes y lindas, y habían sido educadas con primor en vida del papá, aprendiendo a figurar en bailes y tertulias, sin pensar que muerto aquél habían de parar en los estantes de un Monte Pío, y todo el mundo sabe que una vez empeñada pierde mucho de su valor la alhaja más primorosa. En vano recurrieron por apelación a las habilidades de la aguja que hasta allí habían mirado como adorno o pasatiempo; desgraciadamente todo el trabajo de una mujer, no logra al cabo del día un resultado comparable con el del más mísero albañil. Y luego, que como eran tres a trabajar y cuatro a consumir (entrando en cuenta la mamá), resultaba un déficit por lo menos equivalente a la cuarta parte del presupuesto; lo que en buen romance quiere decir que si comían escasamente tres días, tenían que ayunar el cuarto, cosa ciertamente que no es fácil de combinar con ninguno de los sistemas filosóficos. Añádase a esto que como jóvenes aún y amigas del bullicio y los amores, no habían podido renunciar a sus relaciones antiguas, y gustaban todavía de concurrir a las fiestas y diversiones, con lo cual había también que perder mucho tiempo, y otro tanto para preparar guarniciones y prendidos en que lucir la brillantez de su imaginación y disimular los rigores de su fortuna. -¿Quién sabe? (decían ellas) quizás estos trapillos, colocados oportunamente, sirvan de reclamo a algún rico mayorazgo o algún viejo capitalista, que nos extienda su mano y nos saque de esta angustiada situación. ¿Sería acaso por mal este inocente engaño, y seríamos nosotras las primeras que lo usáramos en Madrid? -No, a fe mía, respondían todas; y si no ahí están Fulanita y Zutanita, que cualquiera que las mire darse tono en nuestra tertulia, por fuerza las ha de tomar por excelencias, o cuando menos señorías; pues lléveme el diablo si sus padres son otra cosa que un portero de no sé qué grande, o un meritorio de no sé qué oficina. Y con todo eso se ven muy obsequiadas y servidas, y van a los toros en coche, y en los teatros están abonadas en delantera... No, si no, vistámonos de estameña, y acostémonos con las gallinas, y vendrán a buscarnos los novios aquí encerradas en este caramanchón. A fe que como decía ayer la vecina madre Claudia, que Dios dijo al hombre ayúdate y te ayudaré, y el cristal engarzado en oro parece diamante, y el diamante en un basurero parece cristal.

Madre Claudia sabía muy bien estas bellas disposiciones de las niñas, y no tardó en advertir que por una consecuencia natural de ellas mediaban ya relaciones extramuros con tres galanes fantasmas, los cuales luego que descubrieron el buen corazón de la vieja, aprovecharon su mediación para entablar con seguridad su triple correspondencia. Pasaron, pues, por aquellas yertas y disecadas manos, primero los billetes en papel barnizado con cantos de oro; luego las coplas de fatalidad y de ataúd; más adelante los paquetes de merengues y las sortijas de souvenir; las petacas de abalorio y las cadenitas de pelo; por último, pasaron los mismos galanes en persona, y pudieron reiterar de palabra sus juramentos y maldiciones, mientras mamá dormía la siesta, o daba una vuelta al puchero.

Conque tenemos en conclusión, que por estos y otros caminos, la suprema inteligencia de la vieja Claudia dominaba, por decirlo así, en toda la vecindad, si se exceptúan el alguacil y el viejo memorialista, a los que de modo alguno halló forma de reducir. Pero en cambio cultivaba sus primeras relaciones con la planta baja, esto es, con el honrado tendero y su hermosa niña, que eran para ella, como veremos, la acción principal, el verdadero interés de su argumento.

IV

Peripecia

Una noche... ¡qué noche!... llovía a cántaros y los vientos desencadenados amenazaban arrancar la miserable techumbre de la buhardilla de madre Claudia; rodaban las tejas y caían a la calle con estrépito, envueltas en torrentes de agua; por los ángulos del desván aparecían goteras interminables, cansadas, que llenaban las jofainas, los barreños, las artesas, y prometían inundar aquel miserable recinto, disolviendo su mecánico artificio; y de vez en cuando un brillante relámpago venía a iluminar todo el horror de aquella escena, y una prolongada detonación concluía por hacerla más terrible e imponente.

Rezaba la vieja, y pasaba de dos en dos las cuentas de su rosario, puesta de hinojos delante de una estampa de Santa Bárbara, pegada con pan mascado en el comedio de la pared. De tiempo en tiempo entreabría cuidadosa el ventanillo, por ver si serenaba la tormenta, y volvía a rezar y a darse golpes de pecho, y se asustaba de ver al gato que saltaba por las paredes, y temblaba creyendo haber oído andar en la puerta, y retrocedía al mirar su sombra, viendo en ella temblar su espantable figura, a las trémulas ondulaciones del candil.

En esto un trueno horrísono estalló, y el gato dio un brinco hacia la chimenea, y cayó la luz, y todo quedó en la más profunda oscuridad... La vieja despavorida corre a la puerta, a tiempo que ésta se abre por sí misma, y al fulgor de otro relámpago se ve entrar con precaución a un bulto negro embozado, que alarga la mano y cierra la puerta detrás de él.

-¡Jesús mil veces! -grita la vieja, y cae en el suelo sin voz ni esfuerzo para decir más.

-Nada tema usted, madre Claudia... soy yo... ¿no se acuerda usted de lo que me prometió para esta noche?...

-En el nombre sea de Dios, señorito; el Señor le perdone a usía el susto que me ha dado, pues pienso que en tres semanas no me lo han de sacar del ánima.

-Vaya, buena madre, álcese del suelo y encienda una luz, que nos veamos las caras, y pueda yo colgar la capa, que la traigo como sopa de rancho.

-¡Ay, señor! pero con esta noche que parece que va el cielo a juntarse con la tierra... mas cuenta que como estoy toda azorada, ni sé qué me hago, ni dónde puse la pajuela.

-A bien que aquí traigo yo el fósforo, y...

-Alabado sea el Señor, Dios nos dé luz en el alma y en el cuerpo; traiga, traiga, aquí, y endiñaré el candil... pero ¿qué es esto? ¿usía tiembla también? -Y así era la verdad, que el osado mancebo al alargar la luz a la vieja, y mirar su lívida faz y desencajada, no pudo menos de hacer un movimiento de retroceso.

Encendido ya el candil, restablecida la calma, y serenado por fin el ruido de la tormenta, pudo entablarse un diálogo misterioso entre la vieja y el señorito, en que éste porfiaba, y la vieja se hacía de rogar, y aquél juraba, y ésta se reía; y luego sacaba aquél un bolsillo: y ésta se ponía a discurrir.

-¿Pero no ve usía, señorito, que me pide un imposible? Yo no diré que ella no le quiera a usía y mucho, que a mis años y a mi experiencia no lo ha podido ocultar; pero al fin usía es usía, y ella es una pobre muchacha, hija de un tendero de bien, que se mira en ella como en las niñas de sus ojos, y aunque pobre, también tiene su aquél, y si él llegara a sospechar la intención con que por usía he venido a esta casa... ¡Dios nos libre!

-Todo eso está bien, replicó el caballero, pero es lo cierto que ella me quiere, porque yo lo sé, porque ella no me lo ha disimulado, y luego tú me prometiste convencerla...

-Y mucho, que varias veces la he tanteado sobre el particular; pero, amiguito, una cosa es apuntar y otra caer el gorrión; que no se ganó Zamora en una hora, y para el hierro ablandar, machacar y machacar... No si no aguarda la breva en enero y verás si cae.

-¡Maldita seas con tus refranes y con tu eterno charlar! ¿Pues no me dijiste, vieja del diablo, que esta noche?...

-No es esto decirle a usía que yo no ponga de mío hasta donde se me alcance al magín, que Dios deja obrar las segundas y aun las terceras causas, y por falta de voluntad ni aun de memoria no me ha de pedir cuenta el Señor; pero nunca la pude reducir a bondad, y eso que la conté el oro y el moro, y la pinté, como quien dice, pajaritas en el aire; pero así es el mundo; para unas no basta el só, ni para otras el arre, y muchas conozco yo que no se harían tan remolonas.

-No me vayas a hablar de otras, como sueles, bruja maldita... Yo no he venido aquí a escuchar tus graznidos, ni por todas tus protegidas hubiera subido un solo escalón de esta escalera infernal... Vengo sólo a que me cumplas tu promesa... y ya tú sabes que yo no tengo cara de que se me hagan en balde.

-Pues a eso voy, señor; ¡cáspita! y qué vivos de genio son estos boquirrubios, y que...

-Perdona, buena Claudia, pero mi impaciencia...

-Después que una se desvive por servirlos, haciéndose (como quien dice) piedra de molino, para que ellos coman la harina.

-Pero...

-Ande usted de aquí para allí como un zarandillo, por la gracia del Señor, cuando a él le convenga; deje usted su cuarto de la calle de las Huertas, que bien me estaba yo en él sin estos trampantojos; súbase usted a las nubes como el gavilán, y póngase desde allí en acecho de la paloma... y todo ¿para qué?...

-Tienes razón, Claudia, tienes razón; pero como tú me dijiste...

-Y ya se ve que dije y no me vuelvo atrás, que bien sé lo que me tengo que hacer, pero...

-Mira, toma lo que llevo conmigo, y esto será nada más que principio de mi eterno agradecimiento; pero por tu vida que hagas porque yo la vea esta noche, aquí mismo, en tu casa, y... su padre está de guardia, ya ves tú que mejor ocasión...

-¿Y por quién sabe usía todo eso sino por mí?

-Es verdad, dices bien, mucho tengo que agradecerte.

-Quiera Dios que dure y que a lo mejor no me muestre las uñas.

-No temas, amiga Claudia, mi protectora; mi esperanza; ahora baja, que se va haciendo tarde, y me pesan los momentos que dilate al mirarla en mi presencia.

-Vaya, ya bajo, y para la subida me encomiendo a Dios; pero sobre todo, señorito, me encomiendo a su prudencia y... ¡Ah! mejor será que os escondáis tras de la puerta, porque el susto de veros no la incline a volver atrás.

-Bien, bien, como queráis, madre mía.

Y la vieja se santiguó, y ayudada de su cerilla comenzó a bajar pausadamente la escalera, y llegada a la tienda, entabló un diálogo, al parecer indiferente, con la inocente criatura, que, como hemos sabido, estaba sola con un hermanito de pocos años; y como se quejase de dolores en las sienes a causa de la tormenta, luego la brindó la vieja con que subiese a su buhardilla, donde la pondría unos parches de alcanfor que la remediasen, con que la prometió que la había de dar las gracias; y la inocente creyó al pie de la letra el consejo de aquel maligno reptil y luego emprendió con ella la subida de la escalera, encargando de paso a su hermanito el cuidado de la tienda.

Llegadas que fueron arriba, abre Claudia la puerta cuidando de cubrir con ella a su cómplice; vuelve entonces a cerrar, y éste ya descubierto se arroja precipitado a los pies de la joven, y la renueva con los más vivos colores sus juramentos y sus deseos. La sorpresa y la indignación privaron por un momento a la niña del uso de la voz; después lanzó una mirada suplicante a la vieja, la cual con su diabólica sonrisa la dio a conocer lo que podía esperar de ella; entonces aquella alma pura recobró toda la energía propia de la virtud; en vano la vieja y el galán quieren detenerla; en vano son los juramentos, las promesas, las amenazas; arráncase violentamente de sus manos, corre desalada a la puerta, hace saltar los cerrojos, y aparece en lo alto de la escalera gritando: «Favor, vecinos, favor...»

En el mismo punto se abren simultáneamente las puertas de las demás habitaciones, y mientras los más próximos acuden a preguntar a la niña, se oye acercar un estrepitoso ruido de un hombre armado de pies a cabeza que subía los escalones cuatro a cuatro, gritando desaforadamente...

-«¡Mi hija... mi hija... ¿quién me la ofende?...»

A esta pregunta contestan el memorialista y el alguacil trayendo de las orejas a madre Claudia hasta plantarla de rodillas a sus pies, en tanto que el galán anónimo había tenido por conveniente escapar por el tejado...

El zapatero, que subía a este tiempo la escalera en amor y compañía con la valencianita, mira escapar a su esposa de la buhardilla del químico, y se enfurece de veras, sin reparar que él también tenía por qué callar; en tanto los chicos del cesante gritan que en el callejón de las esteras hay tres bultos escondidos que sin duda deben de ser los facciosos; y súbito el alguacil y el memorialista, y el tendero y el cesante, corren a verificar su captura, a tiempo que las niñas de la viuda salen despavoridas gritando que no los maten que no son los facciosos, sino sus novios, que a falta de otro sitio estaban hablando con ellas en el callejón.

El químico, que desde su chiscón observaba aquel embrollado caos, no halla otro medio para poner término a semejante escena, que reunir multitud de mistos de salitre y plata fulminante, con que produce un estampido semejante al de un tiro de cañón, y a su horrísono impulso ruedan por la escalera todos los interlocutores de aquel drama; el tendero con su hija; el memorialista y el cesante con los chicos; éstos agarrados de la vieja; las niñas de sus galanes; el zapatero de la viuda; la ribeteadora del químico; y el alguacil de la valenciana; gritando: «Favor a la justicia, dejadme a esta pecorilla que es el cuerpo del delito...»

V

Desenlace

Ocho días eran pasados, y el alguacil, en virtud de providencia de su merced el señor alcalde del barrio había hecho desocupar toda la casa y colocado a la vieja en una buena reclusión; el tendero había cerrado su almacén y caminaba, con su hija hacia las montañas de Santander; las niñas de la viuda, por disposición de ésta, trabajaban entre vidrieras bajo la dirección de Madama Tul Bobiné; el zapatero había apaleado a su mujer y estaba en la cárcel; y ésta se había colocado bajo la protección del químico; finalmente, la valencianita alquilaba un cuarto entresuelo calle de los jardines, y al tiempo de extender el recibo daba por fiador... al alguacil.

(Enero de 1838.)




ArribaAbajoEl Martes de Carnaval y el Miércoles de Ceniza

I

Noche del martes

Las locuras del Carnaval tocan a su fin; la hora suprema del Martes ha sonado ya en todos los relojes de la capital; la población, sin embargo, ensordecida con el bullicioso ruido de las músicas y festines, no escucha la fatal campana que le advierte, grata y sonora, que todo tiene término, que la mano severa de la razón acaba de arrancar la máscara a la locura. Esta, empero, tenaz y resistente, todavía pretende prolongar su dominio, y no contenta con algunas semanas de tolerada adoración, cambia mil disfraces, y hasta se atreve a profanar el de la religión misma, para continuar arrastrando en pos de su carroza a los desatentados mortales.

¡Qué horas tan próvidas de sucesos aquellas en que la noche del Martes lucha tenazmente con la aurora del día santo!... ¡Qué extravagancia de escenas, qué vértigo de pasiones, en los últimos instantes del reinado del placer! ¡Qué contraste ominoso con la tranquila calma de la religión y de la filosofía! Ellas, sin embargo, vencerán con sus naturales atractivos, con su envidiable reposo, y apoderándose de los corazones embriagados de placer y de voluptuosidad, restituirán la calma a los sentidos, el bálsamo de la paz a los corazones agitados. Tal la voz pura y sublime del Redentor del mundo, cual rayo de viva lumbre penetró en las bacanales del pueblo rey, y a su aspecto se deshicieron como sombras los ídolos del paganismo.

Pero ¿quién detiene su imaginación en estas consideraciones, cuando se halla instalado en un rico salón, dorado y refulgente a la luz de mil antorchas, sonoro a la vibración de los músicos instrumentos, henchido de vida y movimiento en mil grupos vistosos de figuras extrañas, que con sus variados ropajes, sus disfraces caprichosos, sus agudos diálogos, ofrecen un traslado fiel de la vida animada, de los diversos matices de la humana sociedad?

Austero filósofo, que estudias y lamentas las debilidades del hombre; dirige entonces tus severos preceptos al joven animoso que por primera vez se mira en aquel momento coronado con una dulce mirada, con un lisonjero del envidiado objeto de su amor... Te mirará con ceño o acaso no reparará en ti; pero si insistes en aconsejarle, en mostrarle el fiel espejo de la razón, en hacerle adivinar un porvenir doloroso tras de aquella mirada, tras de aquel dulce y halagüeño , te volverá la espalda, o frunciendo los labios ante tu grave y mesurada faz, te dirá con sonrisa desdeñosa... «Máscara, no te conozco, déjame bailar.»

Pura y cándida Virtud, que ceñida de blanco lino, la sien coronada de laurel, apareces de repente a los deslumbrados ojos de la noble cortesana, que envuelta en seda y pedrerías apenas acierta a divisarte por entre la nube de incienso que sus adoradores tributan a sus pies... Dila entonces lo falaz de sus promesas y juramentos; la mentida ficción de las grandezas humanas; los cándidos placeres de un corazón sencillo e inocente; -«Apártate de mí, Beata (te replicará con imperio), no pises los bordados de mi manto, no deshojes con tu aliento de mal tono la frescura de las rosas que ciñen mi frente. Ea, márchate...»

Y vosotras también, grande y noble Sabiduría, austero Deber, dulce y tranquilo Amor conyugal, apareced de repente ante el descuidado autor que emplea en aquellos instantes todo su talento en seducir a una niña inocente o en dejarse engañar por una astuta cortesana; ante el noble magistrado que trueca la severa toga de la justicia por el callado y maligno dominó; ante el marido mundanal, ante la esposa terrena, que se separan voluntariamente en busca de aventuras, y vuelven a encontrarse a la hora convenida haciendo alarde de su mutua infidelidad. Apareced, digo, entonces de repente ante esos grupos bulliciosos; cortad de improviso sus diálogos animados, reflejaos en su mente como un recuerdo instantáneo de sus respectivos deberes... Veréis fruncirse sus frentes, despertarse su arrogancia, y pretender arrancaros la careta (que no tenéis) diciéndoos con indignación: -«¿Quién sois, máscaras insolentes, o qué venís a hacer aquí?»

Todo es, en fin, placer y movimiento, y risa y algazara, y cuadros halagüeños, sin pasado y sin porvenir; la capital entera resuena con las músicas armoniosas: por las anchas ventanas se desprenden torrentes de luz, y el confuso sonido de la conversación y de la danza; mil carruajes precipitados surcan en todos sentidos las calles, para conducir a los respectivos saraos a los alegres bailadores; la plateada luna refleja sus luces en los mantos recamados de oro, en las trenzas entretejidas de pedrerías; yacen desocupados los lechos conyugales, el opulento palacio, y el elevado zaquizamí; todos sus moradores déjanlos precipitados, y corriendo en pos del tirso de la locura, acuden de mil partes a las bulliciosas mansiones del placer, a los innumerables templos de aquella Diosa de Carnaval.

¡Qué importa que a la mañana siguiente, el sol terrible alumbre la desesperación del cortesano, la miseria del indigente, la enfermedad del cuerpo, o el horrible tormento de un engañado amor!... ¡Qué importa!... Hoy han hecho una tregua los dolores; el hambre y la guerra han cubierto un instante su horrorosa faz; los recuerdos de lo pasado, los temores de lo futuro, han cedido a la mágica esponja que la locura pasó por nuestras frentes... ¡Se acaba el Carnaval!... ¡Es preciso disfrutarlo!... Y marchan y se cruzan las parejas precipitadas, y retiemblan las altas columnas, y gimen las modestas vigas, al confuso movimiento que empezando en los sótanos sombríos adonde tiene su oscura mansión el pordiosero, concluye bajo los techos artesonados y de inestimable valor...

La luz del sol, pura y radiante como en los días anteriores, penetra descuidadamente en lo interior de esta escena, y pintando de mil matices los empañados cristales de las ventanas, viene a herir las descuidadas frentes, los macilentos ojos de las hermosas; a su terrible y mágico talismán aparecen también las enojosas arrugas de los años, los estudiados afeites de la fingida beldad; rásgase el velo de la ilusión a los ojos del amante; hiélanse las palabras en los labios del cortesano; en vano la incansable locura quiere prolongar por más tiempo su dominio; sus adoradores ven clara a la luz del sol su desencajada y mortecina faz... y envolviéndose avergonzados de sí mismos, en sus falsos ropajes, y ocultando su semblante en el fondo de sus carrozas, tornan a sus respectivas habitaciones donde a la cabecera de su lecho les espera la triste realidad...

II

El Miércoles de Ceniza

Suena cercano el monótono clamor de una modesta campana que llama a los fieles a la ceremonia religiosa que va a empezar en el templo. Cruzan desapercibidas por delante de sus puertas las bulliciosas parejas, los elegantes carruajes, sin que apenas ninguno de aquellos dichosos mortales se dignen parar un instante su imaginación en el saludable aviso envuelto en el sonido de aquella campana... Alguno, sin embargo, o más dichoso o más prudente, recoge animoso su inspiración, y deseoso de aprovecharla, pisa los sagrados umbrales, y entra en el templo en el momento mismo en que va a principiarse la sagrada ceremonia...

¡Qué apacible tranquilidad, qué solemne reposo bajo aquellas santas y encumbradas bóvedas! ¡Qué misterioso silencio en la piadosa concurrencia! ¡Qué noble sencillez en el sacrificio santo! ¡Qué contraste, en fin, sublime y majestuoso, con el cansado bullicio, con el mentido aparato de la mansión de la locura!... Los fieles concurrentes no son muchos en verdad; pero tampoco el templo se halla tan desocupado como era de temer de las escenas de la pasada noche... Refléjase en los semblantes ya la tranquilidad de una conciencia pura, ya la tregua religiosa de un profundo dolor; ora la rápida luz de una esperanza; ora la animada expresión de un ardiente y noble deseo...

¡Vosotros, pintores apasionados de las debilidades humanas, pretendidos moralistas modernos, novelistas y dramaturgos, escritores de conveniencia, que os atrevéis a fulminar el dardo envenenado de vuestra pluma contra la sociedad entera pretendiendo negar hasta la existencia de la virtud...! ¿La habéis buscado acaso en el sagrado recinto de la religión; en el modesto hogar del tierno padre de familias; en el taller del artesano; en el lecho hospitalario del infeliz? ¿O acaso desdeñando indiferentes estos cuadros, reflejáis sólo en vuestra imaginación y vuestras obras, los que os presentan vuestros dorados salones, vuestros impúdicos gabinetes, vuestras inmundas orgías, vuestros embriagantes cafés?... ¿Y pretendéis ser pintores de la naturaleza, cuando sólo la contempláis por su aspecto repugnante?... ¿Creéis conocer al hombre, cuando sólo pintáis sus excepciones? ¿Os atrevéis a retratar a la sociedad, cuando sólo hacéis vuestros retratos o el de vuestros semejantes? Temeridad, por cierto, sería la de aquel que pretendiera juzgar de la impureza de las aguas de un majestuoso río, por las escorias y el légamo que sobrenadan en su superficie, sin reparar que allá en el fondo de su lecho, y entre las menudas arenas, corre tranquilo y gusta de permanecer escondido lo más puro y limpio de su raudal.

Concluido el santo sacrificio, el sacerdote baja las gradas del altar, y pronunciando las sublimes palabras del rito, va imprimiendo en todas las frentes la señal del polvo en que algún día han de ser convertidas. Ni un suspiro, ni una lágrima, aparecen a tan fúnebre aviso en aquellos semblantes, en que sólo se ven retratadas la conformidad y la esperanza; y tan apacible alegría, contraste sublime con la triste señal, sin duda sorprendería a aquel desgraciado que no siente en su pecho el bálsamo consolador de la religión.

Entre los varios grupos interesantes que se ofrecen a la vista por todo el templo, uno sobre todos llama la atención en este momento... Un venerable anciano, cuya blanca cabellera se confunde naturalmente con la mancha de la ceniza que lleva en la frente, trabaja y se afana ayudado de su muleta, para incorporarse y ponerse en pie... Sus débiles esfuerzos serían insuficientes si no contase con otro auxiliar más poderoso... Una figura angelical de mujer, en cuyas hermosas facciones se pinta toda la pureza de un corazón tierno e inocente, corre a sostener al impedido, y confundir sus blanquísimas manos con las secas y arrugadas del anciano. Mírala éste lleno de gratitud, y sus lágrimas de ternura parecen dar nuevas fuerzas a la tierna criatura, que prestando sus débiles hombros al pobre viejo, le conduce lentamente hasta la puerta del templo entregándole al mismo tiempo una moneda, única que en su bolsillo existe...

Aquella joven era su hija, aquella moneda el premio mezquino del trabajo de su costura en toda la noche anterior... ¡Y aquella noche había sido la noche última del Carnaval!... Y los alegres libertinos que regresaban de los bailes, al pasar por la puerta del templo, y viendo salir de él a aquella modesta beldad, se detienen un momento sorprendidos de su hermosura, y calmadas sus risas por un involuntario respeto, míranse mutuamente prorrumpiendo en esta exclamación: «¡Qué diablos! ¡y creíamos que habían estado en el baile todas las hermosas de Madrid!»

III

El entierro de la sardina

Hay una calle en alguno de los barrios meridionales de esta corte, que encierra en su breve recinto más aventuras que un drama moderno, y más procesos que el archivo de la Audiencia. Esta calle, conocida harto bien de la policía civil, descuidada demasiado por la urbana, cuenta entre sus moradores cantidad considerable de profesores industriales y manufactureros, modestos paladines, músicos guitarristas, cantadores en falsete, matronas benéficas, doncellas re-catadas, viajeros berberiscos, viejas mitradas, mozos despiertos, maridos dormidos, y muchachos del común.

No sabré decir a cuántos grados longitudinales se extiende el dominio e influjo de la tal calle; pero bien podremos considerarla como centro y emporio del Madrid meridional, que se dilata (según la opinión de los más acreditados geógrafos), desde las Vistillas de San Francisco a la iglesia de San Lorenzo, comprendiendo en su extenso dominio multitud de pequeños estados más o menos independientes o feudatarios, en que varían también las leyes, usos y costumbres de sus respectivos moradores.

Ahora, pues, no es del caso fijar la estadística, ni hacer el deslinde de tan considerable agrupación de pueblos; y bastará para nuestro propósito suponernos llegados al punto capital (la calle ya referida), en la mañana del Miércoles de Ceniza del año de gracia de mil ochocientos treinta y nueve.

De contado, podemos asegurar que a la hora que corre, duerme y descansa de sus fatigas de la pasada noche el Madrid-Norte y Centro-Madrid, pero vela y pestañea en toda su actividad el Madrid-Sur; a la manera de aquel gigante de que nos habla Homero que mientras dormía con la mitad de sus ojos, velaba con la otra mitad. A este Madrid, pues, agitado y bullicioso, a este ojo del gigante despierto y animado, es adonde hoy dirigimos nuestro rumbo, al través de los vientos y a bordo de un menguado y azaroso calesín.

Fuerte cosa es que la maldita política, que todo lo invade (menos mi pluma), nos vaya empobreciendo continuamente el diccionario, o como decía el médico Bartolo, secuestrando la facultad de hablar. Si no fuera por ello, no hubiera salido la voz programa de sus modestos límites, de simple anuncio, o según la define el diccionario de la Academia «el tema que se da para un discurso o cuadro».

Pudiera yo entonces a mansalva usar aquí de esta voz, sin riesgo de alusiones de ninguna especie; mas ya que la fuerza de los usos contemporáneos nos traigan a término que sean necesarias estas continuas salvedades en el lenguaje común, debo decir en descargo de mi conciencia, que aquí sólo trato de un anuncio, o vademécum que me entregó el calesero a tiempo de darnos a la vela, y en menguado papel asqueroso y mugriento, y con trazos de pluma un sí es no es inexperta y vacilante decía:

Porgama de la solene junción y estupenda asonaa que a e celebrarse el miércoles de ceniza de esta corte, como es uso y de-bota costumbre en toa la cristiandá de estos barrios, saliendo la procisión den ca el tío Chispas el taernero, crofade mayor de la sardina con el intierro de este animal y too lo demás que aquí se relata.

Dejo sospechar al piadoso lector lo grato que para un asistente al espectáculo había de ser encontrarse a dos por tres formulado el espectáculo mismo, y tener en la mano sin ulteriores explicaciones la clave de aquella cifra. Seríalo empero todavía para muchos de mis lectores, si me contentase con estampar aquí punto por coma (o por mejor decir, sin unos y sin otras, porque de ambos carecía) el tal programa; pero en cumplimiento de mi propósito y para edificación del auditorio, habré de trasladarlo del idioma de Germania al común castellano; de los límites de letra muerta al animado espectáculo de cuadro en acción.

Esto supuesto, y supuestos también los oyentes en el punto término necesario para disfrutar de tan halagüeña vista, procederemos en la descripción por el orden siguiente.

Rompían la marcha bailando hacia atrás y abriendo paso con sendas estacas y carretillas disparadas a los pies de las viejas, hasta una docena de docenas de pícaros en agraz, fruta temprana y de grandes esperanzas, en quienes la elocuencia del foro funda su futura causa de gloria, y los caminos y canales su inmediata prosperidad.

Seguían en pos otros ciento o doscientos mozallones, ya más cariacontecidos y con diversos disfraces, cuáles de ruedos y esteras en forma de monaguillos; cuáles con cabezas postizas de carneros (figurando ir disfrazados); cuáles de encorozados y penitentes; cuáles de berberiscos y soldados romanos.

Entonaban los unos un cántico endiablado no sujeta su letra a ningún diccionario, ni su música a ningún diapasón; mojaban los otros sendos escobones en calderos de vino con que hacían un profundo asperges en la devota concurrencia, y retozaban bestialmente los de más allá disparando al aire sendos garrotazos, manotadas y pescozones. Amenizaban el conjunto de este grato episodio cuatro o seis gatazos negros atados por la cola o por las patas en la punta de un palo y enarbolados en alto a guisa de pendones; cinco docenas de esquilones de todos tamaños, movidos por robustos puños y en pugna con otros tantos collarines de campanillas y cascabeles puestos igualmente en palos o en los pacientes cuellos de los hermanos de la cofradía de San Marcos, que en unión con la otra de la Sardina celebraba igualmente tan estupenda función.

Descollaba después un gran coro de vírgenes desenvueltas, de sonrosadas mejillas, ojos rasgados, nariz chata, labio retorcido, cesto de trenzas, mantilla al hombro, brazos en jarras y colorado guardapiés. Estas tales con aventadores de esparto dirigían sus expresivos saludos a una y otra fila de concurrentes; mascaban higos o mondaban naranjas, y arrojaban las cáscaras a las narices del más inmediato; bailaban y se pinchaban con alfileres, o repicaban las castañuelas y cantaban el ¡ay, ay, ay!

Seguían luego los maestros de la ceremonia; caras rugosas y monumentales; páginas elocuentes de la humana depravación; pliego de aleluyas de la vida del hombre malo, fac simile de los caprichos de Alenza; y original, en fin, de los sainetes de Cruz.

Allí, como si dijéramos, se hallaba el núcleo del drama, el primer término del cuadro, el fondo de la cuestión principal. Allí el tío Chispas, director de la escena, ostentaba su grande inteligencia ante los taimados ojos de la Chusca, moza de siete cuartas, aventurada y resuelta, con más desenfado de acción que un molino de viento, y más sal en el cuerpo que la montaña de Cardona. Allí Juanillo (alias Vinagre) con un pañuelo en la cabeza y una manta pendiente del hombro, miraba a entrambos con ojos amenazadores, y su feroz expresión y su atezado rostro, ofrecían un fiel trasunto del celoso amante de Desdémona. Otros grupos más o menos interesantes retrataban todos los grados posibles del amor carnal, desde la primera mirada incentiva, hasta el último desdeñoso puntapié. Allí, en fin, los maridos de aquellas deidades, último término del cuadro, formaban una gruesa falange, y seguían apresurados el trote de los delanteros, todos revueltos, mansos y bravíos, como en el camino de Abroñigal.

Sostenida en hombros de los más autorizados, y en un grotesco ataúd, se elevaba una figura bamboche formada de paja y con vestido completo, el cual pelele era una vera efigies por su traje y hasta sus facciones del señor Marcos, marido y conjunta persona de la Chusca, a cuya ventana había estado expuesto de cuerpo presente en los tres días de carnes-tolendas; ofrenda dirigida por sus propias manos en obsequio del faraute de la fiesta, su predilecto y osado Chirlo, y emblema harto claro para él y para los circunstantes, y únicamente mudo para el cándido original de aquella ingeniosa mistificación.

En la boca del pelele, y casi sin que nadie lo echase de ver, una mísera sardina iba destinada a la fatal huesa, sucediendo en esta fiesta como en otras más importantes en que la multitud de accesorios cubren y hacen olvidar el objeto principal.

Precedían, seguían, o esperaban a tan regia comitiva en todos los puntos de la fiesta, diversos Coros o estaciones, por lo regular delante de los puestos de licores o de las calderas de buñuelos, en estos términos.

Coro de doncellas

Las que envuelven cigarros en la fábrica del Portillo de Embajadores.

Las que pasean entre dos luces desde la Red de San Luis a la plazuela de Santa Ana, dedicadas al comercio por menor.

Las que hacían de Madre España, y de Virtudes teologales, y de Diosas del Olimpo en las funciones de la Jura.

Las que venden rábanos en verano, o avellanas en feria, o naranjas en primavera, o castañas en invierno.

Las que vinieron de su pueblo a servir a un amo, y acabó su humildad por servir a muchos, barro frágil de Alcorcón, sujeto a golpes y quebraduras.

Coro de mancebos

Todos los que asisten al encierro del domingo; los que pueblan la cuerda de la plaza, los que venden bollos o truecan por vino agua de naranja o café.

Los que hicieron el paseo de Recoletos, o prestaron iguales servicios al Estado en puentes y calzadas.

Los que forman las diversas comisiones de industria de esta capital; comisión de pañuelos; comisión de relojes; comisión de cuarenta horas; comisión de posadas y forasteros.

Los que juegan a la barra en las tapias de Chamberí, o cantan amores a las ninfas del Manzanares, o cobran el barato en la Virgen del Puerto, o venden caballos en el portillo de Lavapiés.

Todos los estropeados de los ojos o piernas, que los tienen buenos para huir de San Bernardino, o los que rascan guitarras a las puertas del jubileo, o sanan de sus accidentes epilépticos a la vista de un alguacil.

Coro de inocentes

Todos los que venden fósforos y libritos de papel en la Puerta del Sol y sus adyacentes.

Los que cargan arena en los altos de San Isidro, o juegan a las aleluyas en la pradera de los Guardias.

Los que arrojan carretillas o garbanzos de pega a las faldas de las mujeres, o apalean los perros, o cogen la fruta de los puestos y echan a correr.

Los que vocean por las calles «el papel que ha salido nuevo», o acompañan a los héroes en sus triunfos y a los reos en su suplicio; órganos destemplados de la pública opinión, fuelles del aura popular.

Todas estas y otras muchas clases que sería harto prolijo enumerar, alternaban confusamente con los enjaezados caballos, las campanillentas calesas, los perros aulladores, máscaras espantosas, fuegos y petardos disparados al viento.

En tan amable desorden y con la progresión que es consiguiente al continuo trasiego del mosto desde las botas a los estómagos, descendió la imponente comitiva hacia la puente toledana, siguiendo a lo largo por las frondosas orillas del Canal, y dándosele una higa, así de la elegante capital que dejaba a la espalda, como del fúnebre cementerio que miraba a su frente.

La burlesca y profana parodia se verificó en fin con toda solemnidad; ni se economizaron los cánticos burlescos, ni las religiosas ceremonias; el mísero pececillo quedó sepultado, cerca del tercer molino, en una profunda huesa y dentro de una caja de turrón; el pelele tío Marcos ardió ostentosamente encima de una elevada pira; y creciendo con las sombras de la noche el bullicio y la embriaguez, agitáronse más y más los ánimos, callaron las lenguas, hablaron los garrotes, y para que nada faltase a la propiedad de aquellas profanas exequias, diversos combatientes a la luz de las llamas se entregaban mutuamente a la más encarnizada pelea...

A la mañana siguiente la gente se agrupaba a mirar por la reja que hay debajo de la escalerilla del hospital... Dos cadáveres mutilados y desconocidos, expuestos hasta que algún pasajero pudiese declarar sus nombres y la causa de su muerte... ¡Sus nombres!... ¡la causa de su muerte!... la Chusca lo sabía; y todo el barrio, menos el tío Marcos, los adivinó.

(Marzo de 1839.)




ArribaAbajoLa posada o España en Madrid


La patria más natural
es aquella que recibe
con amor al forastero,
que si todos cuantos viven
son de la vida correos,
la posada donde asisten
con más agasajo, es patria
más digna de que se estime.


El Maestro Tirso de Molina.                


I

No hace muchas semanas que en el DIARIO DE MADRID y su penúltima página, en aquella parte destinada a las habitaciones, nodrizas, viudas de circunstancias y demás objetos de alquiler, se leía uno, dos, y hasta tres días consecutivos el siguiente anuncio:

«Se traspasa la posada número... de la calle de Toledo, con todos los enseres correspondientes. Es establecimiento conocido hace más de cien años con el nombre del Parador de la Higuera. Su parroquia se extiende más allá de los puertos, y sirve de posada a los ordinarios más famosos de nuestras provincias. En cuanto a instrucción sobre precio y condiciones, el mozo de paja y cebada dará uno y otro a quien le convenga; teniendo entendido que el miércoles 9 del corriente a las diez de la mañana se adjudicará al mejor postor.»

No fue menester más que estas cuatro líneas para que todos los trajineros y especuladores provinciales, estantes y transeúntes, que de ordinario asisten en esta muy heroica villa, acudiesen al reclamo en el día y hora señalados, como si llamados fueran a son de campana comunal.

Y el caso, a decir verdad, no era para menos. Tratábase (como quien nada dice) de aprovechar la más bella ocasión de echar los cimientos a una sólida fortuna; de arraigar en un suelo fructífero y sazonado; de continuar una historia y fama seculares; y dar a conocer a la corte y a la villa, a las provincias de aquende y allende puertos, que el famoso parador de la Higuera había variado de dueño, y lo que el país podía esperar de su nueva administración.

Nacía tan importante como súbita variación, de un suceso de aquellos grandes, y para siempre memorables, que marcan la historia de los imperios y de las posadas; y este suceso, que iba a formar época en el establecimiento que hoy nos ocupa, era la abdicación espontánea y expresa del tío Cabezal II, anciano venerable de los buenos tiempos, hijo y sucesor de Cabezal I, fundador que fue del parador de la Trinidad en los arranques del puerto de Guadarrama; ascendido después a uno de los centrales de la carretera de Andalucía, en el real sitio de Aranjuez; y dueño, en fin, hasta su muerte, del gran parador de la Higuera, cuya sucesión trasmitió naturalmente a su hijo primogénito, el mismo que hoy fijaba sobre sí la atención de la posteridad por su espontánea y magnánima resolución.

No era ésta hija de un momento de irreflexión ni de un capricho pasajero, como es de suponerse, sabiendo que nuestro tío Cabezal frisaba ya en los ochenta eneros, y podía alcanzar todo el grado de madurez de que era capaz su organización cerebral. Pero hay sucesos en la vida que dan origen a aquellas peripecias que marcan sus diversas fases, y hay objetos que, por separados que parezcan entre sí, mantienen con nuestro espíritu cierta oculta relación que una grave circunstancia viene tal vez a descubrir.

Aquel suceso, pues, y aquel objeto, ligados tan estrecha e indisolublemente con el ánimo del tío Cabezal, era la muerte del Endino, soberbio macho, natural de Villatobas, que prematuramente y a los treinta y siete años de edad, había dejado de existir, privando de su motor agente e inteligente a la noria del parador; porque conviene a saber, que el parador tenía noria, en uno como patio, que en los tiempos atrás sirvió de huerta, de que aún se conserva una higuera, por donde le vino el nombre al establecimiento.

En esta circunstancia desgraciada, en esta muerte natural, lógica y consiguiente, que cualquiera hubiera tomado bajo el punto de vista material, vio nuestro Cabezal explicado el fin de una emblemática parábola, que de largos años atrás gustaba explicar a sus comensales; a saber: que la noria era su posada; el macho su persona; los arcaduces los trajineros que venían a verter en su regazo el fruto de sus acarreos, y que en el punto y hora en que el macho dejase de existir, la noria dejaría de dar vueltas, el agua de llenar los arcaduces, el pilón de recibir su manantial. Y llegaba a tal extremo su supersticiosa creencia, y de tal suerte creía identificada su existencia con la existencia del macho, que lo mimaba y bendecía con más celo que el hechizado don Claudio a su lámpara descomunal. Y faltó poco para que realizando su profecía le ahogase su dolor a la primera nueva de la muerte de su compañero. El ánima, empero, resistió a tan violenta comparación, y pudo sobrevivir a aquel terrible impulso de pesar; pero agotadas por él todas las fuerzas de la resistencia, cortó las alas al albedrío, y dejó al infeliz Cabezal condenado a vegetar estérilmente y sin amor a la gloria, ni esperanza en el porvenir. Esta fue la razón por la que desengañado del mundo, determinó poner un término a sus negocios, y dejar las riendas del gobierno a manos más ágiles y bien templadas.

II

A misa mayor repicaban las campanas de San Millán, cuando por la calle abajo de Toledo, entre el tráfago de carromatos y calesas, trajineros y paseantes, veíanse adelantar agitadamente y con rostros meditabundos, reveladores de una preocupación mental más o menos profunda, diferentes figuras, cuyos trajes y modales daban luego a conocer su diversa procedencia. Y puesto que la relación haya de padecer algún extravío, no podemos dispensarnos de hacer tal cual ligero rasguño de las principales de aquellas figuras, siquiera no sea más que por poner al lector en conocimiento de los personajes de la escena, dándole de paso alguna indicación sobre las diversas inclinaciones y peculiar modo de vivir de los naturales de nuestras provincias en este emporio central de España, adonde vienen a concurrir en busca de más próvida fortuna.

El primero que llegó al lugar de la cita fue, si mal no recordamos, el señor Juan de Manzanares (alias el tío Azumbres), honrado propietario y traficante de la villa de Yepes, ex-cuadrillero de la ex-santa hermandad de Toledo, arrendador de diezmos del partido, y persona notable por su buen humor, por el nombre de sus bodegas, y por los catorce pollinos que le servían para el acarreo.

Este tal, montado en ellos, y en las nueve leguas que dista de Madrid su villa natal, había hecho el camino de la fortuna con mejor resultado que Sebastián Elcano dando la vuelta al globo, o que Miguel de Cervantes encaramado sobre los lomos del Pegaso; y era porque no había tenido la necia arrogancia de echarse como aquél a descubrir mares incógnitos, ni como éste a proclamar verdades añejas; sino que dejando a un lado la región de las ideas, se había internado en la de los hechos, limitándose a establecer una sólida comunicación entre sus tinajas y las ochocientas y diez y seis tabernas públicas que cuenta nuestra noble capital. Por lo demás, eso le daba a él de los tratados de los economistas célebres sobre las relaciones de los productos con el consumo, como de la guerra próxima del Sultán con el virrey de Egipto; y así entendía la teoría de la sociedad de templanza de Nueva-York, como el alfabeto de la China; sin que esto sea decir tampoco que en punto a alfabeto conociese siquiera el vulgar castellano, y con respecto a aritmética tuviese otra tabla pitagórica que los diez dedos que en ambas manos fue servido de darle el Señor, con los cuales y su natural perspicacia, tenía lo bastante para arreglar sus cuentas con sus infinitos comensales, y era fama en el pueblo que todavía no había ninguno conseguido eludir ni burlar su vigilancia.

La idea de un establecimiento en Madrid, a cuyo frente pensaba colocar a su yerno Chupa-cuartillos, recientemente enlazado con su hija (alias la Moscatela), había hallado acogida en el bien templado cerebro de nuestro Azumbres, y en silencioso recogimiento meditó largo rato sobre ella, la mano en el pecho, la otra a la espalda, sostenido en un pie sobre el suelo, y el otro casi reposando encima de uno de los pellejos, símbolo de su gloria y prosperidad; hasta que por fin se decidió a acudir al remate del parador, seguro de que sus antiguas relaciones con el poseedor dimisionario, y más que todo, la fama de su gran responsabilidad y gallardía, le daba de antemano por vencidas todas las dificultades que pudieran oponérsele.

Contraste singular y antítesis verdadera del ricachón de Azumbres, formaba el mísero Farruco Bragado, hijo natural de la parroquia de San Martín de Figueiras, provincia de Mondoñedo, reino de Galicia. Este infeliz ser casi humano, en cuyo rostro averiado del viento y ennegrecido del sol no era fácil descubrir su fecha, hacía tres semanas que había arribado a estas cercanías de Madrid, a bordo de sus zuecos de madera, y en compañía de una columna de compañeros de armas, que con grandes hoces y el saco al hombro suspendido de un respetable palo, venían desde cien leguas al son de la muñeira a brindar su indispensable ministerio agostizo a todos los señores terratenientes y arrendatarios de nuestra comarca; excepto, empero, el término del lugar de Meco, adonde ningún gallego honrado segaría una espiga, siquiera le diesen por ello más oro que arrastra el Sil en sus celebradas arenas.

Mas la señora fortuna, que a veces tiene toda la maliciosa intención de una dama caprichosa y coqueta, quiso probar la envidiable tranquilidad de nuestro segador, y permitió que guiado de aquel instinto con que el gato busca la cocina, el ratón el granero, el mosquito la cuba, y el hombre la tesorería, reparase nuestro Farruco en una puerta de cierta tienda de la calle de Hortaleza, a cuya parte exterior alumbraban dos reverberos, con sendas letras, que, aunque para él eran griegas, bien pronto fueron cristianas, oyendo pregonar a un ciego, que sentado en el umbral de la dicha puerta exclamaba de vez en cuando: -«La fortuna vendo; esta noche se cierra el juego; el terno tengo en la mano; a real la cédula».

Farruco a la vista de la fortuna (porque la vio, no hay que dudarlo, la vio, fantástica, aérea y calva por detrás, como la pintaban los poetas clásicos) hizo alto repentino como acometido de súbita aparición. Miró al ciego chillador; miró a la puerta; escudriñó el interior de aquella mansión de la deidad; vio relucir el oro sobre su altar; clavó los ojos en el suelo; y sin ser dueño a contenerse, metió dos largas uñas en el bolsillo, y con heroica resolución y no meditado movimiento sacó uno a uno hasta ocho cuartos y medio que dentro de él había, entre diversas migajas de pan y puntas de cigarro, y los puso sobre el mostrador a cambio de una cédula incorpórea, fugaz, transparente, al través de la cual vio con los ojos de la fe un tesoro de veinte pesos.

Pero no fue esto lo mejor, sino que Farruco había visto bien, y al cabo de los pocos días llegó un lunes ¡dichoso lunes! en que la fortuna acudió a la cita; quiero decir, que los números del billete respondieron exactamente a los que proclamaban los agudos chillidos de los pilluelos de Madrid. Conque mi honrado segador por aquella atrevida operación, se vio como quien nada dice, al frente de un capital de cuatrocientos reales, desde cuyo punto empezó para él una existencia nueva, que si no es más feliz, era por lo menos más interesante y animada.

Altos y gigantescos proyectos eran los que habían despertado en la imaginación del buen Farruco aquellos veinte pesos, inverosímil tesoro, superior a sus más dorados ensueños. Con ellos y por ellos creíase ya señor de la más alta fortuna, y ni los elevados palacios, ni las brillantes carrozas, parecíanle ya reñidas perpetuamente con su persona.

Bien, sin embargo, echó de ver que le era forzoso buscar con el auxilio de su ingenio, útil empleo y provechosa colocación a aquella suma; y aquí de los desvelos y cavilaciones del pobre segador, que estuvieron a pique de dar con él en los Orates de Toledo. ¡Trabajo ordinario y pensión obligada de las riquezas, el venir acompañadas de los cuidados que alteran la salud y quitan el sueño!

Parecióle primero, como la cosa más natural, el regresar a su país natal, donde compraría algunas tierras, prados y bacorriños; ítem más, una moza garrida que sirvió tres años de doncella al cura de la parroquia, y que era la que le inquietaba el ánima y hacía darle brincos el corazón. Pero el miedo natural del largo camino y peligros consiguientes le detenían en su resolución. Hubo, pues, de tratar de asegurar su capital por estos contornos, y como nada le parecía demasiado para aquel tesoro, todo se le volvía informarse con reserva de si estaban de venta la Casa de Campo o los bosques del Pardo; otras veces hallábase inclinado al comercio y quería tomar por su cuenta el Peso Real, o el nuevo mercado de San Felipe. En vano su amigo y compatricio Toribio Mogrobejo, alumno de Diana en la fuente de Puerta Cerrada, hacíale ver las ventajas del oficio, la solidez y seguridad de sus rendimientos, el líquido producto de la cuba, y el sólido de la esportilla o del carteo; y ofrecíale asegurarle media plaza y salir su responsable para el pago de la cubeta. Farruco sonreía desdeñoso como compadeciendo la ignorancia en que suponía a Toribio de su nueva fortuna, y proseguía sus castillos en el aire, hasta que teniendo noticia del arriendo del parador de la Higuera, parecióle que nada le iría tan bien como emplear en esto sus monedas, y para ello acudió a la cita a la hora prefijada.

En pos de él se descolgó un valenciano ligero y frescachón, con sus zaragüelles y agujetas, manta al hombro izquierdo y pañuelo de colores a la cabeza. Llamábase Vicente Rusafa, y era natural de Algemesí, camino de Játiva. Inconstante por condición, móvil por instinto; agitado y resuelto por necesidad; una mañana de mayo por no sé qué quimeras, de que resultaron dos cruces más en el camino de la Albufera, abandonó sus pintados arrozales por estos secos llanos de Castilla, dijo «adiós» por un año al Miguelete, y se vino a colocar un puesto de horchata de chufas por bajo de la torre de Santa Cruz. Pero pasó el estío y pasaron con él la horchata de chufas, y las elecciones; y vino el otoño, y con él los fríos y los muñecos de pasta; y nuestro industrial tuvo que acogerse a vender sandías por las calles, hasta que ya entrado el invierno se colocó en un portal donde estableció su depósito de estera de pleita fina, que le produjo lo bastante para abrir en la primavera comercio de loza de Alcora, y pan de higos de Villena.

Detrás de él, y por el mismo camino, se adelantó un robusto mancebo, alto de seis pies, formas atléticas, facciones ásperas y pronunciadas, voz estentórea, y desapacible acento gritador. Su nombre Gaspar Forcalls; su patria Cambrils; su acento provenzal; su profesión trajinante carromatero. Llevaba alpargatas de cáñamo y medias de estambre azul, calzón abierto de pana verde, y tan corto por la delantera, que a no ser por la faja que le sujetaba, corría peligro su enorme barriga de salir al sol. La chaqueta era de la misma pana verde, y el gorro de tres cuartas que llevaba en la cabeza, de punto doble de estambre colorado; ocupando ambas manos, una con un látigo que le servía de puntal, y la otra con una pipa de tierra en que fumaba negrillo de la fábrica de Barcelona.

Este tal, mayoral en su tiempo de la diligencia de Reus a Tarragona, ordinario periódico después, de aquella capital a Madrid, había calculado lo bien que a sus intereses estaría el establecer en ésta un depósito de mensajerías con que poder abarcar gran parte del comercio de Madrid con el Principado; y parapetado con buenos presupuestos, y con no escasa dosis de inteligencia y suspicacia, se presentaba al concurso a la hora prefijada.

Del género trashumante también, y ocupado igualmente en el trasporte interior, aunque por los caminos de herradura, el honrado Alfonso Barrientos, natural de Murias de Rechivaldo en la Maragatería, se presentó también con sus anchas bragas del siglo XV, su sombrero cónico de ala tendida, su coleto de cuero, y su fardo bajo el brazo. Hábil conocedor de las necesidades mercantiles de Madrid, relacionado con sus casas de comercio principales, que no tenían reparo de fiar a su honradez la conducta de sus caudales, jefe de una escuadra de parientes, amigos y convecinos, que desde los puntos de la costa cantábrica sostenían hace veinte años la comunicación regular con la capital, hallábase el buen Alfonso en la absoluta necesidad de establecer en ésta una factoría principal donde expender sus lienzos de Viveros, jamones de Caldelas, y truchas del Barco de Ávila, amén de las expediciones de caudales de la hacienda pública y particulares, víveres de los ejércitos, y provisiones de las plazas; y estaba seguro de que con su presencia y antigua fama no podía largo tiempo disputarle la preferencia ningún competidor.

Alegre, vivaracho y corretón, guarnecido de realitos el chupetín, con más colores que un prisma, y más borlas que un pabellón, Currillo el de Utrera, mozo despierto y aventajado de ingenio, rico de ardides y de esperanzas, aunque de bolsa pobre y escasa de realidades, se asomó como jugando al lugar del concurso, con la esperanza de que acaso le fuera adjudicada la posada, bajo la palabra de fianza de un sobrino del compadre de la mujer del cuñado de su mayoral, y todo con el objeto de dejar su vida, nómada y aventurera, porque se hallaba prendado de amores por una mozuela de estos contornos, que encontró un día vendiendo rábanos en la calle del Peñón, con un aquél, que desde el mismo instante se le quedó atravesada en el alma su caricatura y no acertó a volver a encontrar otro camino que el del Peñón.

La nobilísima Cantabria, cuna y rincón de las alcurnias góticas, de la gravedad y de la honradez, contribuyó también a aquel concurso con uno de esos esquinazos móviles, a cuyos anchos y férreos lomos no sería imposible el transportar a Madrid la campana toledana o el cimborio del Escorial. Desconfiado, sin embargo, de sus posibles, más como espectador que como actor, se colocó en la puja con ánimo tranquilo y angustiado semblante, como quien estaba diciendo en su interior: -¡Ah Virgen! ¡Si no custara más de dus riales, eu tamén votaba una empujadura!

«A los ricos melocotones de Aragón, de Aragón, de Aragón.» -Venían gritando por la calle abajo Francho el Moro y Lorenzo Moncayo, vecinos de la Almunia, y abastecedores inmemoriales de las ferias matritenses. La rosada y rotunda faz del primero, imagen fiel de la fruta que pregonaba, su aspecto marcial, su voz grave y entera, su risa verdaderamente espontánea, y el grave aspecto y la formal arrogancia del segundo, inspiraban confianza al comprador y brindaban de antemano al paladar la seguridad de los goces más deliciosos. Colocados muchos años a la puerta de la posada de la Encomienda, calle de Alcalá, o caminando a dúo por las calles con su banasta a medias agarrada por las asas, habían logrado establecer tan sólidamente su reputación, que estaban ya en el caso de aspirar a mayor solidez, teniendo en ésta un depósito central donde poder recibir sus variadas cosechas y hacer su periódica exposición.

Si no dulces y regalados frutos naturales, por lo menos picantes y sabrosos artificios era lo que ofrecer podía en el nuevo establecimiento el amable Juan Farinato, vecino del lugar de Candelario en Extremadura, célebre villa por los exquisitos chorizos que desde la invención de la olla castellana han vinculado a su nombre una reputación colosal. Farinato, descendiente por línea recta del inventor de la salchicha, y vástago aprovechado de una larga serie de notabilidades de la tripa y del embudo, había traído por primera vez a Madrid a su hijo y sucesor, verdadera litografía de su padre en facciones, traje y apostura, y después de introducirle con el sin número de amas de casa, despenseros y fondistas, de cuyos más picantes placeres estaba encargado, pensó en fijar en ésta su establecimiento, dejando al joven Farinatillo el cuidado de ir y volver a Candelario por las remesas sucesivas.

Por último, para que nada faltase a aquel general e improvisado cónclave provincial, no habían sonado las diez todavía, cuando espoleando su rucio, compungida la faz, la nariz al viento, y las piernas encogidas por el cansancio, llegó a entrar por la posada adelante el buen Juan Cochura, el castellano viejo, aquel mozo cuitado y acontecido, de cuyas desgraciadas andanzas en su primer viaje a la corte tienen ya conocimiento mis lectores. Conque se completó aquel animado cuadro, y pudo empezarse la solemne operación del traspaso; pero antes que pasemos a describirla, bueno será pasear la vista un rato por el lugar de la escena, si es que lo desabrido de la narración no ha conciliado el sueño de los benévolos lectores.

III

En el comedio del último trozo de la calle de Toledo, comprendido entre la puerta del mismo nombre y la famosa plazuela de la Cebada, teatro un tiempo de los dramas más románticos, ahora de las musas más clásicas y pedestres, conforme bajamos o subimos (que esto no está bien averiguado) a la izquierda o derecha, entre una taberna y una barbería, álzase a duras penas el vetusto edificio que desde su primitiva fundación fue conocido con el nombre del Parador de la Higuera, el mismo a que nos dejamos referidos en la narración anterior.

Su fachada exterior, de no más altura que la de unos treinta pies, se ve interrumpida en su extensión por algunos balcones y ventanas de irregular y raquítica proporción faltos de simetría y correspondencia, y ofrece, como es de presumir, pocos atractivos al pincel del artista o a las investigaciones del arqueólogo. Su color primitivo, oscuro y monótono, la solidez de su construcción de argamasa de fuerte pedernal y grueso ladrillo, las mezquinas proporciones de los arriba nombrados balconcillos, el enorme alero del tejado, y la altísima puerta de entrada, cuyas jambas de sillería aparecen ya un sí es no es desquiciadas, merced al continuo pasar de carromatos y galeras, dan a conocer desde el primer aspecto la fecha de aquel edificio, si ya no la revelase expresamente una inscripción esculpida en el dintel de la dicha puerta; la cual inscripción alternada con la que sirve de insignia al parador, viene a formar un todo bastante heterogéneo y difícil de comentar; dice pues así:

PARADOR

JHS. 16. MRA. 22. JHE. DE LA

Se yerra a fuego y en frío

Que según los inteligentes se reduce a declarar (después de los respetables nombres de la sacra familia y del emblemático título del parador) que aquella casa fue construida en el año de gracia de 1622; conque es cosa averiguada sus dos siglos y pico de antigüedad.

En el ancho y cuadrilongo vestíbulo que sirve de ingreso, no se mira cosa que de contar sea, supuesto que a aquella hora todavía no trabajaba el herrador de la parte afuera de la calle, y los mozos ordinarios no habían colocado aún el barco temblador sobre que suelen pasar las siestas jugando al truquiflor y a la se-cansa.

Pásase desde el citado ingreso a un gran patio cuadrilátero cercado por su mayor parte de un cobertizo que sirve para colocar las galeras y otros carruajes, y sobre el que sustentan los pasillos y ventanas de las habitaciones interiores de la casa. A su entrada el indispensable pozo con su alto brocal y pila de berroqueña, y en ambos lados, por bajo del cobertizo, las cuadras y pajares con la suficiente comodidad y desahogo.

La habitación alta está dividida en sendos compartimentos, adornados cada uno con su tablado de cama verde, jergón de paja, sábanas choriceras y manta segoviana; su mesilla de pino, con un jarro candil y una estampa del Dos de Mayo o del Juicio final, pegada con miga de pan en el comedio de la pared; amén de los diversos adornos que alternativamente aparecen y desaparecen, tales como albardas, colleras, esquilones y otros, propios de los trajinantes que suelen ocupar aquellos aposentos.

Únicos habitadores permanentes de tan extenso recinto, y ruedas fijas de su complicada máquina, eran: primero, el dueño propietario Pedro Cabezal, anciano respetable de que queda hecha mención, cuya estampa lozana y crecida en sus años juveniles, aparecía ya un sí es no es encorvada por el transcurso del tiempo y los cuidados que pesaban sobre su despoblada frente; segundo, Anselma Ordóñez, hija putativa de Diego Ordóñez, difunto mozo de mulas, mayordomo y despensero que fue de la casa en los primeros años del siglo actual, y esposo de Dominga López, también difunta, ama de llaves del Cabezal. Esta tal Anselma era una moza rolliza de veinte abriles poco más o menos, cuya fecha, no muy conforme con la muerte del padre Diego, que falleció heroicamente de hambre en el año 12, se explicaba más naturalmente por las malas lenguas que atribuían al tío Cabezal algunas relaciones en su tiempo con la viuda Dominga, y creían descubrir entre las facciones de aquél y las de la moza, mayor relación y concomitancia que con las del difunto mozo de mulas. Pero sea de esto lo que quiera, y la verdad no salga de su lugar, es lo cierto que el famoso dueño del parador de la Higuera la tenía por ahijada, y en los últimos años de su edad, desprovisto como estaba desgraciadamente de sucesión directa, varonil y ostensible, manifestaba cierta predilección y deferencia hacia la muchacha, y aun daba a entender claramente que aquel feliz mortal que lograse interesar su aspereza, sería dueño de su mano, ítem más, del consabido parador con todas sus consecuencias. Razón de más para atraer a su posada crecido número de parroquianos gallardos y merecedores.

El tercer personaje de la casa era Faco el herrador, poderoso atleta de medio siglo de data, cojo como Vulcano, y señalado en la frente con una U vocal, insignia de su profesión, que le fue impuesta por un macho cerril de Asturias, con quien habrá quince años sostuvo formidable y singular combate. Gesto duro y avinagrado, manos férreas y cerdosas, alto pecho, cuello corto, y cabeza bien templada. Este tal era el consejero áulico, el amigo de las confianzas del Cabezal; era el que imprimía, digámoslo así, su sello a todas las determinaciones de aquél, que no tenían, como suele decirse, fuerza de ley, hasta después de bien claveteadas por el señor Faco, y pasadas por el yunque de su criterio.

Último miembro de aquella cuádruple alianza venía a ser Periquillo el Chato, joven alcarreño hasta de diez y nueve primaveras, mozo de paja y tintero, que así enristraba la pluma como rascaba la guitarra; más amigo del movimiento rápido y de la vida nómada, propia de su antiguo oficio de acarreador de yeso, que del quietismo y trabajo mental a que le obligaba el arcón de la cebada y el grasiento cuaderno de la paja, de que estaba hoy encargado, gracias a su notable habilidad para trazar algunos rasgos, que según el maestro de su pueblo podían pasar por letras y por guarismos, siempre que abajo se explicase en otros más claros lo que aquéllos querían decir.

IV

Sentados, pues, majestuosamente en un ancho escaño, colocado a la espalda del vestíbulo de entrada, el famoso Cabezal y su adjunto el herrador; aquél a la diestra mano, y éste al costado izquierdo; el primero embozado en su manta de Palencia y el segundo apoyado en su bastón de fresno con remates de Vizcaya; colocados en pie en respetuoso grupo circular todos los aspirantes y mantenedores de aquella lid, y asomando, en fin, por el balconcillo que daba encima del cobertizo la rosada faz de la joven Anselma, premio casi indudable y última perspectiva del afortunado vencedor, déjase conocer la importancia del acto, y su completa semejanza con los antiguos torneos y justas de la edad media, en que los osados caballeros venían desde luengas tierras a punto donde poder manifestar su garbosidad y arrojo ante los ojos de la hermosura.

Dio principio a la ceremonia un sentido razonamiento del buen Cabezal, en que hizo presentes las razones que le asistían para retirarse de los negocios públicos, y envolverse en la tranquilidad de la vida privada, con todos aquellos considerandos que en igualdad de circunstancias hubiera explanado un Séneca, y que nuestras costumbres político-modernas suelen poner en boca de los magnates dimisionarios, y que quieren ser reelegidos. Con la diferencia que el honrado Cabezal, que ignoraba quién fuera Séneca, así como también el lenguaje político cortesano, procedía en ello con la mayor sinceridad, siguiendo sólo los impulsos de su conciencia, y bien convencido de que desde la muerte del Endino, sus débiles manos no eran ya a propósito para regir debidamente la riendas de aquel estado.

Seguidamente el herrador Faco, en calidad de superintendente y juez de alzadas del establecimiento, dio cuenta a la junta de su estado financiero; del presupuesto eventual de sus beneficios y gastos, y del balance de sus almacenes, y mobiliario; no tratando, empero, de la propiedad de la finca, cuyo dominio se reservaba Cabezal, y concluyendo con animarles a presentar incontinenti sus proposiciones de traspaso, a fin de proceder en su vista a la definitiva adjudicación.

Aquí del rascar de las orejas de los circunstantes; aquí el hacer círculos en la arena con las varas; aquí el atar y desatar de las fajas y de los botines de la pretina; aquí el arquear de las cejas, tragar saliva, mirar a un lado y a otro, como tomando en cuenta hasta las más mínimas partes de aquel conjunto; aquí el mirarse mutuamente con desconfianza y aparente deferencia, instándose los unos a los otros a romper el silencio, sin que ninguno se atreviese a ser el primero. Aquí, en fin, el balbucear algunas palabras, aventurar tal cual pregunta, rectificar varias indicaciones, y volverse a recoger en lo más hondo de una profunda meditación.

Por último, después de media hora larga de escena muda, en que sólo se oía el pausado compás de las campanillas de los machos que retozaban en las cuadras, y el silbido de Periquillo que servía de reclamo para atraer a la puerta del parador algunas aves trashumantes de las que tienen sus nidos hacia la calle de la Arganzuela, se oyó en fin entre los concurrentes un gruñido semejante al último ¡ay! del infeliz marranillo cuando cede la existencia al formidable impulso de la cuchilla. Y siguiendo acústicamente la procedencia de tal sonido, volvieron todos los ojos hacia un extremo del círculo, y conocieron que aquél había sido lanzado por la agostada garganta del segador Farruco, quien alzando majestuosamente la cabeza, y como hombre seguro de sostener lo que propone, exclamó:

-En Dios y en mi ánima, iba a decir, que si vustedes no risuellan, yo risullaré.

-¡Bravo, Farruco, bien por el segador! -exclamaron todos, como admirados de esta brusca interpelación de parte de quien menos la esperaban.

-Silencio, señores (dijo el herrador); Farruco tiene la palabra.

-Es el casu (prosiguió Farruco), que yo non sé cómo icirlu; peru, si ma dan el edificiu, y toudo lu que en él se contién, ainda mais, la moza, para mí sulitu, pudiera ser que yu meta de traspasu hasta duscientus riales, pagadus en cuatru plazus dende aquí hasta la virgen del outru agostu.

-Bravo, bravo (volvió a resonar por el concurso en medio de estrepitosas carcajadas), bien por Farruco el segador. ¡Doscientos reales en cuatro plazos! Vamos, señores, animarse, que si no queda el campo por Galicia. ¡Viva Santiago! ¡uff!... -Con otros alegres dichos y demostraciones que para todos eran claras menos para el honrado y paciente segador.

-Ira de Deu (gritó a este tiempo el catalán, blandiendo el látigo por encima de las cabezas del amotinado concurso). ¿Será ya hor que nos antandams en formalidat y prudensia? ¡Les diables carguen con este Castilla en que tot se hase riendo como les carrers de Hostalrich! Poqs rasons, pues, y al negosio, que se va hasiendo tard, y a mí me aspera mis galers a les ports de la siudad. Vean ells si les acomod trasients llibrs per tot, pagaders en Granollers, en cas de mi sosio Alberto Blanquets, de la matrícula de San Feliú de Guixols.

-Otra, otra (dijo gravemente el aragonés); aguarda, aguarda, con lo que sale media lengua. Yo adelanto trescientos pesos mondos y redondos; con más, toda la fruta que gaste el señor amo, y la estameña franciscana que necesite para la mortaja, y ofrezco icir tres misas a las ánimas por mor de la señá Cabezala que Dios tenga allá abajo; y endiñale un risponso en el Pilar, que la Virgen se ha e reír de gusto.

-¡Que viva el aragonés! (gritó el concurso alborozado), y a los ojos del anciano Cabezal se asomó una lágrima, tributo del amor conyugal, cuyo recuerdo había dispertado Francho el moro.

-A que si valen seis taullas de tierra de buen arros, orilla del Grao, y como hasta diez libras de seda en el Cañamelar para la próxima cosecha, aquí hay un valensiano que dará todo esto, y las grasias si el señor amo quiere sederle el parador.

-¿Qué eztán uzteez jablando ahí, compaez? Aquí hay un hombre, tío Cabesal: y detraz dezte hombre hay un compae que zale por mí, y ez primo der cuñao de la zobrina der regidor de Morón, que tiene parte con otros sinco en er macho con que traje la carga de aseite pa el compae Cabesal en la pazcua anterior; el cual zi zale (que zí zaldrá), por mi honor y juramento, esde luego pedirá a zu prima que le diga ar cuñao, que pía a la sobrina der regidor, que haga que zu tío ponga por hipoteca la parte trazera der macho, pa servir ar señor Cabesal y a toda la buena gente que moz ezcucha.

-¡Que viva Utrera! (exclamaron todos con algazara) y arriba Currillo que nos ha ganado la palmeta prontito y bien; ¡dichoso el que tiene compadres para sacarle de un ahogo! ¡que viva Curro y el cuarto trasero del macho de su compadre, que son tal para cual!

-Grasias, señorez (repetía Curro); pero bien zabe Dioz que no lo desía por tanto.

-Basta ya de bromas, señores, si ustedes gustan, que la mañana se pasa, y todavía tengo que llegar a Valdemoro a comer. Veo por lo visto que aquí todos son dimes y diretes, y el amo, a lo que entiendo, no nos ha llamado para oírnos ladrar. -Esto dijo con importante gravedad el manchego, y adelantándose un paso en medio del corro; -Yo (continuó con valentía) voy a tomar la gaita por otro lado, y creo que vuesas mercedes habrán de llevar el paso con el sonsonete. Aquí mismo, al contado, todo en doblones de a ocho, corrientes y pasados por estas manos que se ha de comer la tierra, aquí está mi argumento, y mi elocuencia está aquí. (Y lo decía por un taleguillo de cordellate que alzaba con la diestra mano.) A ver, a ver, si hay alguien que me lo empuje, porque si no, mío queda el parador; y cuenta, herrador, a ver si me equivoco; mil pesos, dobles, justos y limpios, hay dentro del taleguillo; esos doy, y pues que no hay ni puede haber competencia, señores, pueden vuesas mercedes si gustan llegarse a oír misa, que ahora poco estaban repicando en San Millán.

Un confuso rumor de desaprobación y algunas interjecciones expresivas dieron a conocer el enojo que semejante arrogancia había inspirado a la asamblea; el opulento Azumbres no por eso desconcertó su continente, antes bien sacando pausadamente la vara del cinto tomóla con la diestra mano, y pasando a la izquierda el taleguillo de los doblones, paseó sus insultantes miradas por toda la concurrencia, como aquel que está seguro de no encontrar enemigos dignos de combatir con él.

Sin embargo, no había calculado con la mayor exactitud, porque adelantándose al interior del círculo el honrado maragato, hecha la señal de la cruz, como aquel antiguo paladín que se disponía a temerosa liza, tosió dos veces, escupió, miró en derredor, y quitándose modestamente el sombrero, prorrumpió en estas razones.

-Con permiso del señor manchego y de toda la concurrencia; yo Alfonso Barrientos, natural y vecino de Murias de Rechivaldo, en el obispado de Astorga, parezco de cuerpo presente y digo: que aunque no vengo tan prevenido para el caso como el señor que acaba de hablar, todavía traigo, sin embargo, otro argumento que no le va en zaga a su saquillo de arpillera; y este argumento, y este tesoro, que no lo cambiaría por toda la tierra llana que se encuentra comprendida entre la mesa de Ocaña y las escabrosidades de Sierra Morena, es mi palabra, nunca desmentida ni desfigurada; es mi crédito, harto conocido entre las gentes que se ocupan en el tráfico interior. Saque el señor herrero un papelillo de los que sirven para envolver su cigarro, y déjeme poner en él tan sólo mi rúbrica, y ella acreditará y hará buena la palabra que Alfonso Barrientos da de entregar mil y doscientos pesos por el traspaso del parador.

-¡Viva el reino de León! ¡viva la honradez de la Montaña! (exclamaron estrepitosamente todos los concurrentes); y al diablo sea dada la arrogancia de la tierra llana.

-Que me place (replicó sonriéndose el manchego) encontrar con un competidor digno por todos títulos de habérselas con Azumbres el cosechero de Yepes: pero como no es justo darse por vencido a la primera vuelta, y como tampoco soy hombre a quien asustan todas las firmas leonesas, aquí traigo prevenidas para el caso nuevas municiones con que hacer la guerra a todos los créditos del mundo, aunque entren en corro los billetes del tesoro y las sisas de la villa de Madrid. Sepan, pues, que en este otro saquillo (y esto dijo sacando a relucir del cinto un nuevo proyectil de mediano volumen) se encierran hasta doscientos doblones más, los mismos que ofrezco al señor Cabezal por su traspaso, y punto concluido, y buena pro le haga al rematante.

-Apunte vuesa merced, señor herrador (dijo con calma el maragato) que Alfonso Barrientos da dos mil pesos fuertes, si no hay quien diga más.

Aquí la algazara y el entusiasmo de los concurrentes llego a su colmo, viendo embestirse con aquel ahínco a los dos poderosos rivales, que mirándose recelosos a par que prevenidos, como que dudaban ellos mismos toda la extensión de sus fuerzas y el punto término a que los llevaría el combate. Pero la mayoría de los pujadores, que conocían, muy a su pesar, que sólo podían servir de testigos en lucha tan formidable, iban descartándose del círculo, y abandonando con sentimiento el palenque. De este número fueron el choricero Farinato, el gallego y el asturiano, los aragoneses y el andaluz, los cuales sin embargo se mantenían a distancia respetuosa, como para mejor observar el efecto de los golpes y los quites respectivos.

Uno solo de los concurrentes no había dicho aún «esta boca es mía», y parecía como extraño a aquel movimiento, sin duda midiendo en su imaginación la pequeñez y mal temple de sus armas para tan lucido y arduo empeño; y este ser infeliz y casi olvidado de los demás, no era otro que nuestro Juan Cochura, el castellano viejo, el cual con aparentes señales de distracción, paseaba sus miradas por las alturas, como quien busca y no encuentra inspiración ni mandato a su albedrío. Pero a decir verdad, si nuestro anteojo escudriñador hubiera podido penetrar en aquel recinto, no hay duda que muy luego hubiera observado que lo que aparecía desdén e indiferencia de parte del Juan, no era sino cálculo refinado, y que sus miradas, al parecer estúpidas e indecisas, no iban dirigidas nada menos que a otro traspaso que le pusiera en posesión omnímoda y absoluta del parador.

Tal vez nuestros lectores habrán olvidado en el curso de esta estéril y cansada relación, que sobre el círculo de los famosos mantenedores del torneo, y asomada en un balconcillo de madera que apenas se distinguía, ofuscada entre el humo que salía de la cocina inmediata, se hallaba presenciando aquella animada escena la robusta Anselma, la hija adoptiva del señor del castillo, la estrella polar de aquellos navegantes, y el puerto y seguro término de sus arriesgadas aventuras. Verdad es (sea dicho de paso) que casi todos ellos navegaban como Ulises, sin saber por dónde, ignorantes del faro que sobre sus cabezas relucía, y a merced de los escollos e incertidumbres de tan dudoso mar; mas por fortuna nuestro Juan Cochura tenía un amigo... ¡y qué amigo!... práctico y conocedor de aquel derrotero, playa saludable en medio de tan intrincado laberinto; el cual amigo no era otro que Faco el herrador, quien por un movimiento indefinible de simpatía hacia nuestro mozo castellano, le había secretamente instruido sobre el rumbo cierto que tomar debía, diciéndole que si lograba interesar el amor de la joven Anselma, él y no otro sería el dueño del parador.

La gramática de Juan, parda como su vestido, no hubo menester más reglas para comprender aquel idioma; y así desde el principio de la refriega dirigió sus baterías al punto más importante y descuidado del combate; hasta que viendo que éste se empeñaba con la artillería gruesa, y escaso él de municiones para sostener con decoro el castellano pendón, apeló a la estratagema de la fuga; pero fuga armónica, cadenciosa y bien entendida, que ni el mismo Bellini hubiera ideado otra mejor.

Echó, pues, sus alforjas al hombro, y confiado en su buena estrella y en sus gracias naturales, de que ya tiene conocimiento el lector, subió poquito a poquito la escalera de la cocina; se llegó al balconcillo; tiró del sayal a la moza, como quien algo tenía que pedirla, y ella le siguió, como quien algo le tenía que dar.

Lo que al amor de la lumbre pasó, los coloquios y razonamientos que mediarían entre ambos en los pocos minutos que inadvertidamente desaparecieron de la vista del concurso, son cosas de que sólo los pucheros que hervían y el gato que dormitaba a la lumbre pudieran darnos razón; y es lástima sin duda que no quieran hacerlo, pues acaso por este medio vendríamos en conocimiento de una de las escenas de más romántico efecto que ningún dramaturgo pudiera inventar.

Ello es lo cierto, que por resultas de este desenlace de bastidores (muy conforme también con la escuela moderna) dio fin el drama, volviendo de allí a poco a salir la dueña y el mancebo al balconcillo, asidos de las manos, y con los ojos brilladores de alegría: y oyéndose prorrumpir a la heroica Anselma en estas palabras:

-«Padrino, padrino, que se suspenda el remate, que ya queda concluido el traspaso; Juan Algarrobo (alias Cochura) natural de Fontiveros, ha de ser mi esposo, que así lo ha querido Dios.»

Alzaron todos la vista con extrañeza al escuchar estas razones, y el anciano Cabezal hizo un ademán violento que parecía como preludio de alguna gran catástrofe. Miró al balconcillo con ojos encendidos, y alzándose de repente, y desembozándose de la manta: -«¡Ah perra!» (exclamó) y ya se disponía a saltar la escalera, cuando el buen Faco el herrador, el alma de sus movimientos, le detuvo fuertemente, trató de desarmar su cólera, y en pocas y bien sentidas razones le hizo ver la alcurnia del mozo, y lo bien que le estaría admitirle por marido de su ahijada.

Todos los concurrentes conocieron entonces que habían sido víctimas de una intriga concertada de antemano, y dieron por de todo punto perdido su viaje, con lo cual fueron desapareciendo uno en pos de otro, después de felicitar al Cabezal por la astucia de los novios.

Éstos, pues, después de solicitar la bendición paternal, quedaron instalados en sus funciones; y nuestro Juan Cochura, a quien en su primer viaje a Madrid vimos burlado, escarnecido y preso por su ignorancia, llegó en el segundo a ser burlador ajeno, y a ponerse al frente de un establecimiento respetable.

La fortuna es loca, y gusta las más veces de favorecer a quien menos acaso es digno de ella... ¿Quién sabe?... Todavía quizás le reserva una contrata de vestuario, o una empresa de víveres; y al que vimos entrar ayer cruzado en un pollino, preguntando los nombres de las calles, tal vez le miraremos mañana pasearlas en dorada carretela, y adornado su pecho con bandas y placas que nos deslumbren y oculten a nuestros ojos la pequeñez del origen de su posesor. Espectáculo frecuente en el veleidoso teatro cortesano, y grato pasatiempo del observador filósofo que contempla con sonrisa tan mágico movimiento.

(Julio de 1839.)


ArribaAbajoAl amor de la lumbre o el brasero

He aquí un objeto puramente español, y para hablar del cual de poco nos serviría tener a la mano los diccionarios de Taboada o de Newman. Afortunadamente somos poco diestros en achaque de traducciones, y aspiramos más bien al título de originales, aunque indignos. Verdad es que según van las cosas en la patria del Cid, dentro de muy poco tiempo acaso no tengamos ya objetos indígenas de que ocuparnos, cuando leyes, administración, ciencias, literatura, usos, costumbres y monumentos que nos legaron nuestros padres acaben completamente de desaparecer, que a Dios las gracias, no falta mucho ya.

Entonces desaparecerá también el brasero, como mueble añejo, retrógrado y mal sonante; y será sustituido por la chimenea francesa, suiza o de Albión; y la badila dará lugar al fuelle; y soplaremos en vez de escarbar.

Pero mientras esto sucede (y por si acaso sucediere mañana) no nos parece fuera del caso dejar aquí consignado un uso próximo a huir con otros tantos; a la manera que el diestro escultor imprime en cera (o sea en barro) la mascarilla del cadáver que va a desaparecer de la superficie de la tierra para ocultarse en su interior.

Si fuéramos etimologistas o rebuscadores de alcurnias, meteríamos el montante entre Covarrubias, que quiere que brasa y por consecuencia brasero vengan del griego Bras, que equivale en latín a Ebullio y Efervio, y los otros autores heráldicos, que creen buenamente que la voz española brasa sea hija legítima y de legítimo matrimonio de la latina Urasa, descendiente línea recta del verbo Urere; pero como a Dios gracias estamos lejos de estas (como decía el buen Sancho) sotilezas, y nos inclinamos más bien a las demostraciones materiales y tangibles, suponemos que el brasero reconoce por causa y origen la notoria costumbre del frío, y por consecuencia creemos y confesamos por cosa cierta, que si no hubiera invierno, regularmente no se hubieran inventado los braseros.

Ahora bien, -¿quién los inventó? -se nos preguntará: y nosotros responderemos cándidamente. -El primero que tuvo frío. -Echarémosla aquí de escolásticos, y continuaremos el argumento. -Es así que Adán en cuanto hombre quedó sujeto a todas las miserias humanas, desde aquella desgraciada golosina que compartió con Eva; es así que una de estas miserias fue sin duda el frío, ergo nuestro padre Adán, el primero que tuvo frío, fue, sin género de duda, el inventor del brasero.

Este descubrimiento, como todos los demás, tuvo después su sucesivo desarrollo; y así como vemos la hoja de parra y la piel de león de aquel hombre primitivo, transformada después en la púrpura romana, o la casaca francesa; del mismo modo el brasero, que empezaría por ser probablemente una piedra agujereada o cosa tal, acabó por ser un mueble de elegante forma; y tanto, que ya en el siglo XVI hay una ley española que salía al encuentro de este abuso diciendo: «Mandamos que de aquí adelante no se pueda labrar en estos nuestros reinos brasero ni bufete alguno, de plata, de ninguna hechura que sea» (Recop. lib. 7, tit. 12, 1. 2). Esta ley por supuesto ha caído en olvido por haber cesado el motivo que la causó. -No está en el día el alcacer para zampoñas; quiero decir, que no se halla hoy la plata tan de sobra para hacer de ella braseros.

Andando, pues, los tiempos, esta primitiva costumbre se subdividió, y varió hasta lo infinito, según los diversos países, clima y leyes que disfrutaron los hombres; pero en el fondo siempre fue la misma la verdad reconocida en ella, esto es, que para no sentir el frío, nada hay tan seguro como quemar combustible de esta o la otra manera. En esto todos estaban conformes; pero en cuanto a la aplicación variaron infinito, quemando los unos ramas de encina, los otros los troncos; cuáles leña carbonizada, cuáles el carbón mineral; en fin, cada uno quemó lo que tenía a mano -desde Nerón que quemó a Roma para templarse al calorcito, hasta el labriego de nuestros días, que quema estiércol y retama con un olorcillo que déjelo usted estar; desde los numantinos que incendiaron a su ciudad por no enfriarse, hasta el secretario del concejo o el fiel de fechos, que, a falta de otro combustible, queman las candidaturas venidas por el correo, las alocuciones estereotípicas de los jefes políticos, o la colección inmaculada del Boletín Oficial.

Esto en cuanto a la materia; por lo que dice relación a la forma sería cuento de nunca acabar el intentar describir las infinitas que tomaron los caloríferos; pero de ellas las más principales pueden reducirse a cuatro, a saber, el fogón, la chimenea, la estufa y el brasero.

Si nos hubiéramos propuesto abrazar la fisiología de estos cuatro medios de calefacción, seguramente que necesitábamos enviar por otro cuadernillo de papel al almacén de la esquina; pero desgraciadamente no contamos más que con las cuartillas necesarias para tratar del último de aquellos menesteres, esto es, del brasero. Esto no obsta para que así, como por incidencia, demos un vistazo sobre los demás, y los saquemos a colación como por vía de coro u acompañamiento de nuestro héroe principal.

El fogón, la chimenea, la estufa. -He aquí tres voces que seguramente se avergüenzan de verse juntas, perteneciendo a tan diversas clases y jerarquías, a tan opuestos polos, a tan sucesivas civilizaciones, como ahora se dice.

El humilde fogón, propiedad del gato y de la cocinera; laboratorio estomacal de la familia; abeja obrera de la casa, arrastrando por el suelo su baja condición en las sencillas aldeas, levantando tres palmos en la ciudad, a la altura del brazo de la criada o del pinche. -Pero aquí no hablamos del fogón como oficina de las salsas alimenticias; ni tenemos nada que ver con los gorros blancos, ni con las ollas humanitarias. -Aquí sólo miramos el fogón bajo su aspecto puramente calorífero; como el emblema patriarcal de la familia; como el coin du feu (diremos en francés, para que nos entiendan); como el hogar doméstico, que diríamos cuando éramos españoles.

¡Qué cosa más pintoresca que un hogar o fogón castellano o andaluz, colocado en el mismo suelo, sin más artificio que el que forman los robustos troncos de encina que arden y chisporrotean; la formidable campana de mampostería que le asombra y recoge los humos; el caldero de agua hirviendo pendiente de una cadena; el armonioso grupo de ollas y sartenes; y los dos bancos laterales, ocupados por el alcalde y el señor cura, el escribano y el barbero, la tía Perejila y el tío Yerbabuena, el comandante del resguardo y el estanquero, el gitano y el contrabandista! -Pero esto se quede para cuando dé de mano a una obrilla que me anda saltando en las mientes bajo el modesto título de «CRÓNICAS DEL FOGÓN».

Si por una transición brusca, saltamos desde aquel humilde sitio al suntuoso salón o primoroso gabinete, veremos la misma necesidad, la necesidad de calentarse y de reunirse; pero allí la hallaremos ataviada con ricos adornos de mármoles y bronces, relieves de estuco, y grupos de entalladura; con relojes y floreros, muebles y figuras doradas por acompañamiento; decorada con el nombre de chimenea, y servida y mimada por vaporosas damas y galantes caballeros.

O bien si penetramos en la callada oficina del funcionario, o en el estudio del letrado, hallarémosla disfrazada con una forma más o menos monótona y sombría, en un tubo de hierro que asciende hasta el techo, y penetra las paredes, y sube a los tejados, y busca salida al humo por encima de las buhardillas. La estufa, pues, es un método de calefacción estúpido, y carece de todo género de poesía.

Denme el brasero español, típico y primitivo; con su sencilla caja, o tarima; su blanca ceniza, y sus encendidas ascuas, su badil excitante, y su tapa protectora; denme su calor suave y silencioso, su centro convergente de sociedad, su acompañamiento circular de manos y pies. Denme la franqueza y bienestar que influye con su calor moderado, la igualdad con que lo distribuye: y si es entre dos luces, denme el tranquilo resplandor ígneo que expelen sus ascuas, haciendo reflejar dulcemente el brillo de unos ojos árabes, la blancura de una tez oriental.

La aristocrática chimenea, es cierto, contribuye más al adorno del magnífico salón; acaso extiende por todo él un temple más subido, y no hay duda tampoco en que su llama animada, inquieta, fantástica, chispeante, entretiene agradablemente, y alegra la vista del reposado espectador. Pero en cambio, ¡qué cansado reflejo en los ojos! ¡qué ardor desentonado en las mejillas! ¡qué frío desconsolador en el espaldar! ¿Y cuando hace humo? (que es las más veces) ¿y cuando baja el viento o la lluvia por el cañón? ¿y cuando atrapa la llama las faldillas del frac, o las guarniciones del vestido? ¿y cuando alarma y compromete a la vecindad, subiéndose por el hollín conductor a visitar las crujías de los tabiques o la armadura del tejado?

Además ¿cómo comparar a la chimenea con el brasero bajo el aspecto social, quiero decir, sociabilitario o comunista, para que nos entendamos?

En primer lugar la chimenea es injusta y amante del privilegio, y brinda todos sus favores a los dos afortunados seres que la flanquean inmediatamente, al paso que sólo envía un escaso saludo a los restantes acreedores; el brasero es Furrierista o Sansimoniano, y distribuye por igual porción su benéfico influjo a todos sus asociados. -La chimenea es semicircular y lunática; el brasero circular y eterno como todo círculo sin principio ni fin; -la chimenea abrasa, no calienta; el brasero calienta sin abrasar; -aquélla necesita de todo el cortejo de los tronos modernos, con sus ministros responsables de pala y tenaza que recoja y agarre, escoba que barra, morrillos que defiendan, cañón por garantía, opinión pública que sople y atice por el órgano del fuelle, y responsabilidad que se evapore en humo; el brasero patriarcal reina y gobierna solo, o lo más con un simple badil. Al poco más o menos como gobernaban Licurgo y Solón.

Aunque sólo fuera mirándolo bajo el aspecto de la confianza amorosa, habría que dar, no hay duda, la preferencia al brasero.

Porque figurémonos a dos amantes en flor (quiero decir, en la primer germinación del interés dramático), sentados el uno enfrente del otro, y ambos al lado de la reluciente chimenea; en primer lugar distan dos varas entre sí, lo cual no es lo más cómodo para decir un secreto (y quítenle ustedes al amor el secreto, y es lo mismo que si quitaran la sal a la olla). -En segundo lugar ambos se hallarán profundamente sentados en sendas butacas o enormes sillones inamovibles (que es como si dijéramos meterse en un simón a correr liebres). -En tercer lugar sus semblantes, no pudiendo sufrir el vivo reflejo de la llama, se ocultarán probablemente en la sombra de la pantalla o a favor de la repisa de mármol; y el quitar al amor el semblante, es quitarle la más sólida garantía, porque el semblante es el editor responsable del amor.

Luego, si hay que hincar una rodilla en tierra, peligra el pantalón con el contacto de la plancha de plomo; si hay que sorprender una mano descuidada, tropieza la propia con las tenazas o el fuelle; si hay que dar un billete, o leer unas coplas de ataúd, la llama inmediata es una fuerte tentación para el desdén.

En derredor de un brasero, al contrario, no hay desdenes posibles, ni posturas académicas, ni pretensiones exageradas: allí un pie de once puntos dista de otro pie de cinco no más que una pulgada; ¡y es tan fácil salvar esta pulgada!... dos manos de nieve (estilo clásico) extendidas sobre la lumbre, están en correcta formación con otras dos de cabretilla anteada ¡y es tan natural estrechar las distancias! y luego examinar la calidad de los guantes, la hechura de una sortija, una raya simbólica ¡qué sé yo! cualquier otro pretexto plausible, y... ¡adiós, mano de nieve derretida al calor braseril!

El mágico influjo de este mueble que enciende y carboniza las pantorrillas y los corazones, tiene también de bueno cierta dosis de calidad soporífera, que obrando inmediatamente sobre las cabezas de las guardas y tutores, les fuerza e impele a reconciliarse con el dios Morfeo; y si al dicho influjo se añade la lectura de un drama venenoso, o de las felicitaciones de la Gaceta, entonces el efecto es seguro, y duermen desde la vieja abuela hasta el gato roncador. -En estos casos la labor de la almohadilla no cunde, las desdichas del drama o las glorias de la Gaceta no marchan, y los que duermen son regularmente los que más ruido suelen hacer.

Todas estas y otras excelencias posee el brasero nacional; verdad es que nos hablan los políticos de grandes tratados y protocolos ajustados a la chimenea entre dos reverendos diplomáticos; pero a fe que no son menos importantes los planes del jefe de oficina o los cálculos del lonjista, arreglando en figura piramidal las ascuas del brasero, o pasando amorosamente el badil por sobre la ceniza; y si es un tributo de atención entre los pueblos de extranjis el añadir un trozo de leña a la chimenea a la llegada del forastero, el brasero también tiene su formulario de etiqueta, previniendo en igual caso echar una firma, o digamos macarrónicamente, escarbar.

Vemos, pues, que ni social, ni política, ni humanitariamente hablando, puede compararse la benéfica influencia del brasero con la de la gálica chimenea. -En cuanto a lo económico, seguramente que también tiene la preferencia, por más accesible y de más seguro efecto; y por lo que dice relación a la forma, tampoco teme la comparación.

Y sin embargo de todas estas razones, el brasero se va, como se fueron las lechuguillas y los gregüescos; y se van las capas y las mantillas, como se fue la hidalguía de nuestros abuelos, la fe de nuestros padres, y se va nuestra propia creencia nacional. -Y la chimenea extranjera, y el gorro exótico, y el paletot salvaje, y las leyes, y la literatura extraña, y los usos, y el lenguaje de otros pueblos, se apoderan ampliamente de esta sociedad que reniega de su historia, de esta hija ingrata que afecta desconocer el nombre de su progenitor. -Asistamos, pues, al último adiós del brasero; pero antes de despedirlo, tributémosle un ligero panegírico, como es uso y costumbre de los que llevan a enterrar.

SÉALE LA CENIZA LEVE.

(Diciembre de 1841.)