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Instituciones del Derecho Canónico

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ArribaAbajoPrólogo1

A los pocos años de haberme encargado de la cátedra de Derecho Canónico, me confirmé en la idea que ya abrigaba mucho tiempo antes relativamente a la importancia que tienen los libros de texto para los progresos de la ciencia y el aprovechamiento de la juventud. Había visto durante mi larga carrera literaria, seguida en diferentes colegios y universidades del reino, y después como sustituto y regente agregado a la de Madrid, profesores muy distinguidos que, a pesar de sus profundos estudios, buen método y claridad en sus explicaciones, y de su celo y laboriosidad para procurar la instrucción de sus discípulos, no habían logrado que al concluir el curso correspondiesen los resultados a sus nobles esfuerzos; al paso que otros, sin tantos afanes y sin esas dotes exteriores que dan renombre a un profesor, habían logrado sacar discípulos aventajados en la asignatura que había estado a su cargo. La diferencia de tan opuestos resultados sólo podía explicarla considerando que la viva voz pasa fugaz, como la luz del meteoro que brilla y desaparece, lo cual no sucede cuando la doctrina está en los libros, a donde pueden recurrir a todas horas los alumnos para refrescar las ideas que no volverán a oír jamás a los que dirigieron sus estudios en las diferentes asignaturas de su carrera literaria. Esta convicción se arraigaba en mí más y más cuando veía que durante las explicaciones los jóvenes ansiosos de saber, y pendiente su atención de mi palabra, tomaban apuntes para recoger mi doctrina y extenderla después por escrito, con el flaco auxilio de la memoria, en los términos que cada uno la hubiese comprendido en el decir rápido de una explicación. Esta enojosa tarea, repetida todos los días y las inexactitudes que al formar los apuntes eran inevitables, a pesar de los mayores cuidados, me hizo pensar en la publicación de una obra de texto que contuviese más doctrina que las que con el nombre de Instituciones ha venido manejando en todo el corriente siglo la juventud de nuestras universidades. Con esto me proponía dos objetos muy importantes, según la manera con que yo miro la enseñanza y los deberes de un profesor: el primero, no fatigar a éste con la precisión de hacer todos los días una explicación larguísima, tal vez de más lucimiento y aparato en las formas que de provechosos resultados para la enseñanza; y el segundo, y más principal, facilitar a los escolares medios más seguros de promover sus adelantos, reuniendo en los libros que han de manejar durante sus estudios, una gran parte de la doctrina, que pasaría de lo contrario tan ligera como la fugitiva palabra del maestro. A esta consideración se agrega otra muy digna también de tomarse en cuenta, y es la de que los estudios canónicos se han hecho siempre, y se hacen todavía, cuando los jóvenes llevan ya tres o más años de facultad mayor, bien sea de Teología, ya de la Jurisprudencia Civil; y estando tan adelantados en sus respectivas carreras, y con el cúmulo de ideas que en tal estado se suponen ya adquiridas, es preciso poner en sus manos tratados algo extensos, que puedan proporcionarles más conocimientos que esos descarnados compendios de la ciencia canónica, que valen poco, como tiene acreditado la experiencia, sin demasiados esfuerzos, algunas veces infructuosos, de parte del profesor. Aún suponiendo también que estos en todos sus capítulos estén formados con inteligencia, claridad y buen método, tendrán siempre la falta de no ocuparse en muchos puntos interesantes del derecho novísimo general y particular de España de estos últimos tiempos. Sus autores, además, no siempre escribieron con bastante crítica literaria, limitándose las más veces a consignar, sin ningún examen, las disposiciones del derecho constituido, y desentendiéndose de los estudios histórico-filosóficos, más necesarios tal vez que para otras ciencias, para el perfecto conocimiento del espíritu de la legislación canónica.

Estos libros serían mejor indudablemente para los profesores si el magisterio tuviese por objeto satisfacer una vanidad pueril y un estéril lucimiento, proporcionándoles ocasión de deslumbrar todos los días a sus discípulos con nuevas ideas que el autor no hiciese más que presentar como un enigma, o de las que absolutamente prescindiese. Si hubiéramos de considerar bajo este aspecto a los encargados de dirigir los estudios de la juventud en las aulas, hasta les convendría prescindir de estos reducidos compendios, para que los discípulos no pudiesen adquirir otras ideas que las que el profesor les diese en su explicación; pero esto, tratándose de los años de Instituciones, sería desatender enteramente los adelantos de la juventud, a cuyo fin deben ir encaminados todos los trabajos relativos a la enseñanza pública.

Bajo la influencia de todas estas ideas emprendí mi trabajo en el año de 1850, destinando a su continuación los escasos ratos de ocio que le quedan a un profesor de la Facultad de Jurisprudencia después de la preparación necesaria para el desempeño de su cátedra y de las demás atenciones universitarias. Una enfermedad de más de tres años vino a interrumpir muy pronto mis tareas, habiendo tenido precisión de retirarme de la enseñanza durante un curso entero y largas temporadas de otros dos para atender al restablecimiento de mi salud. Después de haberlo conseguido volví sobre mis pasos, y aunque más adelante debí a la munificencia de S. M. el ser nombrado auditor del Supremo Tribunal de la Rota, me consideré en mi nueva posición más obligado que antes a seguir ocupándome con mis escasos medios en beneficio de la enseñanza, ya que de hecho había dejado de pertenecer a la muy honrosa y distinguida clase de profesor.

Consiguiente con mi primer propósito, he terminado mis INSTITUCIONES, dándoles la extensión que considero indispensable, ya para que con menos trabajo del profesor puedan formarse buenos discípulos bajo su dirección, y ya igualmente para los que en particular quieran dedicarse a esta clase de estudios, encuentren en ellas los conocimientos necesarios para la práctica de los negocios, y para satisfacer en gran parte la curiosidad científica sobre las respectivas materias. En la ejecución no he perdido un momento de vista el objeto de mis afanes, que era la publicación de una obra con destino a la enseñanza, para lo cual he reducido el texto a unas dimensiones proporcionadas, a mi parecer, y tales que pueda toda la doctrina contenida en él llevarse fácilmente a la memoria. Pero como también me proponía dar alguna extensión más a los diferentes puntos que iba tratando, y el consignarla en el texto hubiera sido hacerlo demasiado largo, de aquí la idea de poner al pie de los párrafos muchas y largas notas, las cuales no son de referencia, ni de citas de autores, de las que no suelen los jóvenes hacer gran caso, sino que, o son históricas, o aclaratorias del texto, o una ampliación de éste, o bien continúan nuevas ideas con el fin de extender más el círculo de las que tienen relación con aquellos tratados. En estas notas encontrará el profesor una gran parte de los materiales con que ha de hacer su explicación, y a ellas podrán recurrir también los escolares que deseen ampliar algo sus conocimientos sobre lo contenido en los límites de los respectivos párrafos, lo cual les será más sencillo que el uso de sus apuntes, tal vez llenos de errores o inexactitudes. Tal fue mi plan cuando concebí la idea de formar estas INSTITUCIONES. ¡Feliz yo si en la ejecución no hubiera estado del todo desacertado!

Me resta sólo, antes de concluir, hacer dos advertencias, cuya omisión no sería en mí excusable: es la primera haber publicado en castellano esta obra, pudiendo haber adoptado la lengua latina, que es la de la Iglesia, y la más a propósito y recomendable para tratar las ciencias eclesiásticas. Comprendo toda la fuerza de esta observación, y hasta tal punto estoy convencido de su exactitud, que cuando principié a escribir, instintivamente, por decirlo así, lo fui haciendo en latín, llegando a concluir de esta manera unos cuantos capítulos. Pero muy pronto vino a asaltarme la idea de si estaría haciendo un trabajo inútil, en atención a que, por lo descuidado que había estado dicho idioma en los últimos años, no se encontraba la mayor parte de los jóvenes con la preparación necesaria para manejar con fruto y sin repugnancia los libros escritos en él, añadiendo esta nueva dificultad a las que naturalmente trae siempre consigo el estudio de las ciencias. Se aumentaban mis dudas en esta parte, cuando recordaba que, a pesar de haberse mandado por los reglamentos de estudios que los libros de texto para el Derecho Romano y Canónico estuviesen escritos en latín, y que los catedráticos de estas asignaturas que habían procurado secundar las justas miras del Gobierno, no habían logrado conseguir resultado alguno favorable. Yo, en particular, que por inclinación y miramiento además, propios de mi estado, me había empeñado con particular interés en que mis discípulos se fuesen acostumbrando poco a poco a manejarlos, tuve el sentimiento de ver frustrados mis deseos, y el triste desengaño de convencerme por mí mismo que no podía esperarse en algunos años que los alumnos entendiesen, cual convenía, los libros escritos en dicha lengua. Me ocurría también al mismo tiempo, para desvanecer completamente mis dudas, la consideración de que, al paso que sería una especie de profanación escribir los libros de Teología en lengua vulgar, podría ser excusable, por razón de las circunstancias, con referencia al Derecho Canónico. En tal estado, desistí de mi tarea, y me resolví a escribir mis INSTITUCIONES en castellano, no sin haber oído antes también la opinión de personas ilustradas y prácticas en la enseñanza. Por lo demás, puede abrigarse la confianza de que esta situación no será por fortuna duradera, al ver la reacción que se está verificando de algún tiempo a esta parte respecto del restablecimiento de los buenos estudios de la lengua latina, al ver que el Gobierno los promueve con celo e interés, y que despreciadas antiguas e infundadas preocupaciones, se va generalizando esta opinión, que fue siempre la de los hombres sabios de todos los países. Bajo este supuesto, espero con inquietud el juicio que las personas inteligentes formen de mi pobre trabajo; el cual, si lo considerasen útil para la enseñanza, me serviría de estímulo y aún me pondría en la obligación de traducirlo al latín tan pronto como se creyese que no era un obstáculo para la inteligencia y aprovechamiento de la juventud, y de los que se dediquen a esta clase de estudios.

La segunda advertencia es para dar cuenta de otra omisión que me conviene también dejar justificada, y es, que en estas INSTITUCIONES únicamente se habla de los sacramentos del orden y el matrimonio, habiéndose prescindido igualmente tratar de la parte judicial. Pero he tenido presente, en cuanto a lo primero, que la doctrina de los demás sacramentos no suele tener aplicación en el foro; y por lo que hace a los teólogos, en los tratados teológicos han tenido precisión de estudiar estas materias con más extensión de la que pudieran encontrar en los autores canónicos. Para la omisión de la parte judicial he considerado que lo contrario hubiera sido empeñarme en un trabajo inútil, puesto que la parte científica, la de tramitación, solemnidades y fórmulas forenses, son las mismas que por Derecho Civil, excepto muy corto número de diferencias, no merecen ser expuestas en tratados especiales. Los juristas, además, tienen precisión de estudiar los juicios y procedimientos como parte muy principal de la carrera de Jurisprudencia; en el Derecho Canónico, por lo mismo, puede prescindirse de estas materias, acerca de las cuales personas más competentes que yo han escrito ex profeso excelentes tratados para el uso de las escuelas y con aplicación al foro.

Prolegómenos del Derecho Canónico




ArribaAbajoCapítulo primero

Fundamentos y caracteres de la verdadera Iglesia


§ 1. -De la venida de Jesucristo

En los altos decretos de la Providencia se había determinado que el Hijo de Dios descendiese a la tierra y tomase carne humana para la redención del mundo. Cumplidas las sesenta semanas de Daniel2 y las demás profecías que fijaban el tiempo de la venida del libertador,3 apareció sobre la Tierra el descendiente de la casa de David. No incumbe al canonista probar su divinidad, ni la eficacia de su Pasión para la salvación del linaje humano; lo creemos como cristianos, y vemos los fundamentos de nuestra creencia en los tratados teológicos y en cuantos motivos de credibilidad puede encontrar la razón humana. Reconocemos, por consiguiente, como un hecho que Jesucristo vino al mundo, y que anunció una nueva doctrina que había sido desconocida hasta de los más sabios filósofos de la antigüedad; doctrina no estéril y metafísica, ni llena de errores, ni encerrada en los estrechos límites del Ateneo, del Pórtico o del Liceo para satisfacer únicamente el orgullo de los sabios, sino que había de servir para ilustrar al hombre en sus relaciones y deberes para con Dios, para consigo mismo y para con sus semejantes.

§ 2.-Fundación de la Iglesia.

En cumplimiento de su misión divina, y para realizar la redención del hombre en todas las generaciones venideras, Jesucristo fundó su Iglesia. Entre los que creían y practicaban su doctrina escogió doce hombres humildes, pobres e ignorantes, que recibieron el nombre de apóstoles,4 los cuales, después de su muerte, fueron los encargados de propagar y conservar aquellas sublimes verdades que habían recibido de su Divino Maestro: Id por todo mundo, les dijo; predicad el Evangelio a todas las criaturas.5 Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos.6 El que os oye a vosotros, me oye a mí; el que os desprecia, me desprecia.7 Las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia.8

§ 3.-Predicación de los apóstoles.

Jesucristo predicó dentro de los confines de Palestina durante los tres años de su vida pública; pero cuando se cumplieron las profecías y la impía Jerusalén cometió el horrible deicidio, los apóstoles, fortalecidos con la venida del Espíritu Santo, se esparcieron por diversas partes, encargados unos de predicar a los gentiles, y quedándose otros en la Judea;9 todos sufrieron el martirio en testimonio de las verdades que anunciaban, dando de esta manera ejemplo de valor y fortaleza a sus sucesores para que continuasen la obra, edificando sobre los cimientos que ellos acababan de establecer.

§ 4.-Sucesión de los apóstoles.

Habiendo de durar la Iglesia hasta la consumación de los siglos, los apóstoles nombraron sucesores para que continuasen el ministerio de la predicación. Estos son los obispos, constituidos por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios.10 Su autoridad es de derecho divino como la de los apóstoles, si bien sujetos al romano pontífice, centro de la unidad, como aquellos lo estuvieron a San Pedro, que también tuvo sobre ellos el primado de honor y jurisdicción para el régimen de la Iglesia universal. Esta potestad de los inmediatos sucesores de los apóstoles tampoco expiró con ellos, sino que ha ido pasando de unos a otros por una serie no interrumpida, para traer hasta nuestros días puro e intacto el depósito de la fe.

§ 5.-La Iglesia es una verdadera sociedad.

La reunión de los tres poderes, legislativo, coercitivo y judicial, forma la naturaleza y caracteres de toda verdadera sociedad; poderes que la Iglesia ha ejercido constantemente desde su fundación. No es una sociedad dentro de otra, como han dicho los protestantes; no es a manera de un colegio dentro de un Estado, sujeta a todas las vicisitudes y trastornos que éste pueda sufrir; la Iglesia tiene vida propia, tiene distinto fin y distintos medios, y no necesita del auxilio de la sociedad civil ni para nacer, ni para desarrollarse, ni para subsistir. Se equivocan los que no consideran a la Iglesia con su doctrina y el aparato de su culto sino en cuanto es necesaria para el sostenimiento de la sociedad civil, como si fuese una institución humana; porque ella subsiste por sí misma, es independiente, y tiene por objeto un fin mucho más alto. Un colegio está encerrado dentro de los límites de una ciudad o provincia; para establecerse necesita el consentimiento del príncipe, y subsiste mientras dura la causa de su institución; la Iglesia, por el contrario, tiene por límites las extremidades de la Tierra11 se fundó y propagó resistiéndolo los sumos imperantes, y durará hasta la consumación de los siglos.

§ 6.-La Iglesia es visible.

No pudiendo responder los protestantes a los fuertes argumentos que les hacían los teólogos católicos cuando les acusaban de su origen cismático y revolucionario, recurrieron al subterfugio de decir que ellos pertenecían a la Iglesia invisible, que sólo consta de los justos. Pero la Iglesia Católica no puede menos de ser visible si se ha de realizar el objeto de su institución, que es llamar a sí a todas las gentes para su conversión.12 Porque ella es, según el lenguaje de la Escritura, como una ciudad edificada sobre un monte, y como una luz colocada sobre un candelabro para que alumbre a todos los que están en la casa;13 es una sociedad de la que también son miembros los pecadores, y en la que unos tienen el derecho de mandar y otros la obligación de obedecer; y ella, en fin, por medio de su constante predicación, de la profesión pública de su doctrina y la administración de sus sacramentos, nos da pruebas inequívocas de ser visible y poder ser reconocida de todos como la verdadera Iglesia fundada por Jesucristo.

§ 7.-Notas de la Iglesia.

Consumado el cisma de los protestantes, y separados enteramente de la comunión de la Iglesia Católica, sostenían, no obstante, que ellos formaban la verdadera Iglesia fundada por Jesucristo. Esto mismo pretendían los herejes de los primeros siglos, por cuya causa el segundo concilio general fijó las notas o caracteres que distinguen la verdadera Iglesia, a saber: una, santa, católica y apostólica. En cuya virtud podemos asegurar como moralmente cierto que aquella sociedad religiosa que reúna las cuatro notas, no puede menos de ser la verdadera Iglesia.

§ 8.-Unidad.

La unidad puede ser en la fe y la doctrina; en tener unos mismos sacramentos, un mismo culto, los mismos preceptos morales, con sujeción a un solo jefe que presida todo el cuerpo de sacerdotes y de creyentes. Uno es también el fin y los medios, y una es la gracia y caridad que vivifica todos los miembros.

§ 9.-Santidad.

No puede dudarse de la santidad de Jesucristo, su cabeza, y de los demás fundadores, los apóstoles, y sus sucesores, los Santos Padres, que la defendieron contra los herejes, y muchos mártires que la sellaron con su sangre. Es santa por razón de su fin, que es, el culto al verdadero Dios; razón de sus preceptos, de sus sacramentos, de sus sacrificios y ceremonias, en los cuales todo respira santidad. Santa también por razón de su doctrina, que no propone para creer sino lo que está contenido en las Escrituras y en la tradición.

§ 10.-Catolicidad.

Es católica o universal, no en un sentido metafísico, de manera que actualmente esté difundida por todas partes, sino moralmente, porque lo está en las principales, y lo está de hecho más que ninguna de las sectas conocidas. Es además católica, porque, según el sentido de las Escrituras, el Evangelio se ha de anunciar a todos los pueblos, como se verifica constantemente por medio de los misioneros encargados de llevar la luz de la verdad, y con ella la civilización, a las más apartadas regiones.

§ 11.-Apostolicidad.

La Iglesia romana es apostólica por razón de su doctrina, derivada de los apóstoles; y si en ella ha habido alguna alteración, es necesario que prueben los protestantes qué nuevo dogma se ha introducido, quién fue el autor, en qué lugar y tiempos principió, y quiénes fueron sus impugnadores; cosas todas que, cuando se trata de una grande innovación, es necesario que se tengan en cuenta.

Aplicación de las notas de la Iglesia a las sectas protestantes.

§ 12.-Unidad.

Separado Lutero de la comunión de la Iglesia, tuvo el amargo disgusto de ver levantarse inmediatamente otros dos jefes, Calvino y Zuinglio, que le hicieron cruda guerra, sin poder jamás dominarlos ni ponerse de acuerdo con ellos. La Historia de sus variaciones prueba que no tienen unidad de creencias; también están en desacuerdo acerca del número de sacramentos. Reunidos alguna vez para poner término a sus discordias, y tratando de arreglarlas por cesiones recíprocas, se separaron sin poder entenderse. Reconocen el espíritu privado como regla de fe, pudiendo, según él, interpretar las Escrituras. Con semejante anarquía es fácil comprender cómo se ha multiplicado el número de sectas protestantes hasta más de sesenta.

§ 13.-Santidad.

Tampoco resplandece la santidad, ni en sus fundadores ni en su doctrina. Lutero no pudo resistir a la violencia de una ciega pasión, y cometió un doble sacrilegio contrayendo matrimonio con una religiosa; hecho que escandalizó sobremanera a los contemporáneos, y entibió la consideración y afecto hasta de sus más apasionados discípulos. Zuinglio pereció en el campo de batalla al frente de veinte mil hombres. En cuanto a la doctrina, sostienen varios errores que ya estaban condenados por la Iglesia, afirmando además que Dios es autor del pecado, y que manda cosas imposibles. Con su moral se hacen estériles las buenas obras y todas las virtudes, en el hecho de sostener que basta la fe para la justificación, y que no se imputa ningún pecado, por grave que sea, ni pierde jamás la gracia el que se cree escogido o predestinado.

§ 14.-Catolicidad.

A las sectas protestantes, aun reunidas todas, tampoco conviene la nota de católica. Nació y se desarrolló el protestantismo a la sombra de las discordias civiles del Imperio; su moral es más lisonjera para las pasiones que la rígida y severa de la Iglesia Católica; los jefes de los Estados oyeron con placer y prestaron apoyo a una doctrina que les hacía dueños de todos los bienes eclesiásticos y pontífices de la religión; pero aún así y todo, el protestantismo se ha propagado poco, y va muy en decadencia, no tiene vida propia, y marcha apegado a las instituciones temporales, como planta de someras raíces que debe su existencia al robusto tronco a que se ha unido, y que perecerá con él.

§ 15.-Apostolicidad.

Menos que la anterior conviene a la Reforma protestante la nota de apostólica. Lutero nació y vivió largos años en el seno de la Iglesia Católica; principió por resentimiento a establecer algunas proposiciones aventuradas acerca de las indulgencias; pasó de aquí al resbaladizo terreno de la justificación y la gracia, y fue poco a poco formando esa larga cadena de errores que terminó por negarlo todo. Se le argüía con la Escritura, y no pudiendo contestar, dijo que estaba adulterada; se le presentaban testimonios sacados de las tradiciones y resoluciones de los concilios generales, y negaba la verdad de aquéllas y la autoridad de estos, hablaba por fin el Jefe de la Iglesia, y el orgulloso reformador no reconocía en él más que al obispo de Roma, un monstruo a quien era preciso exterminar. Lutero, pues, y los demás caudillos de la Reforma no tuvieron misión ordinaria ni extraordinaria: no ordinaria, porque no la recibieron de la Iglesia; no extraordinaria, porque no la probaron, como otros enviados, por medios extraordinarios.




ArribaAbajoCapítulo II

Relaciones entre la Iglesia y el Estado.


§ 16.-De las cuatro distintas situaciones en que puede encontrarse la Iglesia respecto del Estado.

Las relaciones entre la Iglesia y la sociedad civil no son siempre las mismas, y según que varían éstas, varían también las obligaciones y derechos recíprocos que deben mediar entre ambas potestades. En cuatro distintas situaciones puede encontrarse la Iglesia respecto de un Estado, a saber: o perseguida; o tolerada como cualquiera otra secta religiosa; o protegida, pero consintiendo otras confesiones en el país, y por fin, como religión exclusiva, sin tolerancia de ninguna otra; o lo que es lo mismo, estado de resistencia, de tolerancia, de libertad y de protección.

§ 17.-Estado de resistencia.

En situación de resistencia, la Iglesia nada puede reclamar del Estado, porque se la persigue y no tiene existencia legal; la máxima de sus ministros y de sus creyentes es entonces obedire oportet Deo magis quam, hominibus;14 unos y otros, fortalecidos por la fuerza de sus convicciones, y estimulados por los deberes de su conciencia, se disponen a sufrir el martirio, dando así testimonio de la verdad de sus creencias. Tal fue la situación de la Iglesia respecto del Imperio hasta la Paz de Constantino; pero nótese que tanta sangre inocente como se derramó y tan obstinada persecución no fue motivo bastante para que los cristianos usasen de represalias contra sus tiranos, porque Jesucristo les había dicho: «Obedeced a vuestros superiores,15 y dad al César lo que es del César.16

§ 18.-Estado de tolerancia.

En esta situación la Iglesia no tiene derecho a ningún género de protección de parte de la autoridad temporal; únicamente a que no se le perturbe en el ejercicio de su culto y en la pacífica exposición de sus doctrinas. Sus ministros no tienen ningún carácter público; no pueden reclamar para su sostenimiento ninguna clase de subsidios del Estado, y sus funciones puede decirse que están reducidas a dirigir la conciencia de los fieles en el interior de los templos; tal es la situación de la Iglesia Católica en Inglaterra y otras naciones de Europa. A su vez el príncipe no tiene derecho a mezclarse en nada de lo que pertenezca a su organización y gobierno, número de sus ministros, cualidades de que deben estar adornados, medios de sustentación, arreglo de sus feligresías y obispados, ni cuanto pertenezca a lo que llamamos disciplina eclesiástica.

§ 19.-Estado de libertad.

En este caso se encuentra en Francia la Iglesia Católica.17 Allí no sólo es la religión dominante, sino que es la del Estado, de quien reciben sus ministros y su culto los medios de sustentación; pero a su lado hay otras confesiones que, como la Iglesia Católica en Inglaterra, tienen existencia legal, si bien abandonadas a sí mismas. Los deberes y derechos recíprocos no son los mismos en tal situación que en las anteriores, porque las relaciones entre las dos potestades son más íntimas; sus intereses están como confundidos; los ministros de cultos, en sus distintas jerarquías, sobre tener un carácter público, tienen mayor influencia y consideración; ya no es indiferente su número y circunstancias, y muchos asuntos pertenecientes al régimen eclesiástico podrán ocurrir, en los cuales no deba negarse al príncipe algún género de intervención, por tratarse en ellos de un interés público.

§ 20.-Estado de protección.

Tiene lugar cuando la religión católica es la única que se profesa en un Estado, sin tolerar ningún otro culto. Las ventajas que la Iglesia reporta en este caso son mucho mayores que en el anterior, porque además de las referidas, se erigen en delitos civiles y se castigan con penas temporales los delitos contra la religión; hay derecho a implorar el auxilio del brazo secular cuando no bastan los medios de represión que tiene la Iglesia; no puede ponerse a discusión la verdad de sus dogmas y creencias; sólo los católicos tienen el derecho de ciudadanía, y puede ejercer sin traba de ningún género sobre la vida pública y privada esa influencia benéfica y humanitaria que tan conforme está con el espíritu del Cristianismo. «Debe a su vez la Iglesia manifestar al Gobierno una adhesión tan grande como el amparo que recibe; prestarse a sus deseos y justas reclamaciones en materias eclesiásticas, fijando de concierto con él las reglas convenientes... De este modo ambos poderes concurrirán a un tiempo a su objeto, discutirán amistosamente los negocios comunes, transigirán con decoro las disputas, y obrarán como un solo cuerpo en cuanto convenga a la sociedad civil y eclesiástica.»18 Al reconocer en el príncipe el derecho de intervenir de alguna manera en los negocios eclesiásticos que se rozan también con los intereses de la sociedad, es preciso no desconocer los derechos de la Iglesia, y no avasallarla bajo el pretexto de la protección y amparo que se le dispensa.




ArribaAbajoCapítulo III

Fuentes del Derecho Canónico


§ 21.-Objeto de la potestad eclesiástica.

Como verdadera sociedad independiente que ha de durar hasta la consumación de los siglos, la Iglesia no puede menos de tener potestad legislativa, coercitiva y judicial. Versa ésta acerca del dogma, las costumbres y la disciplina. Separada la Teología de la Jurisprudencia Canónica desde el siglo XII, pertenecen a los teólogos los estudios dogmáticos y morales, y a los canonistas lo correspondiente a la disciplina, si bien ambas ciencias se prestan mutuo auxilio, y los profesores de ellas marchan muchas veces por un mismo camino.

§ 22.-Definición del Derecho Canónico.

Se entiende por Derecho Canónico la colección de reglas o leyes establecidas por los obispos, y principalmente por el romano pontífice, para el régimen y gobierno de la Iglesia. No es exacta, por consiguiente, la definición que da Cavalario cuando dice: «que es la facultad que da reglas a las cuales deben acomodarse las costumbres de los cristianos, y dispone y arregla la disciplina eclesiástica, porque el Derecho Canónico prescinde de la moral, aunque tenga por objeto su observancia.» La palabra canon viene de una griega que significa regla, primero en sentido literal como instrumento para trazar líneas, y después en sentido figurado por todo lo que puede servir de regla o norma en el decir y en el obrar; por eso llamó Epicuro Canon a su libro sobre los criterios de verdad, o reglas para juzgar rectamente de las cosas; libro que ponderó Cicerón diciendo que era como una regla bajada del cielo. Además que, según los filólogos, la palabra canon es más modesta y más acomodada al espíritu de la Iglesia que la palabra ley, que indica algo de violencia y represión corporal.

§ 23.-Fuentes del Derecho Canónico.

Las leyes por que se gobierna la Iglesia son divinas o humanas: las divinas han sido dadas por Dios; las humanas han sido establecidas por los hombres.

§ 24.-Leyes de Derecho Divino.

El Derecho Divino se divide en natural y positivo: el natural es conocido del hombre por medio de la razón; el positivo procede de la expresa voluntad de Dios, manifestada por señales exteriores. No es exacta la definición que dio Justiniano del Derecho Natural, diciendo ser aquél que es común a los hombres con los animales, porque los animales son incapaces de deberes ni de derechos. También se equivocan los que consideran el Derecho Natural como un numeroso cuerpo de leyes, al alcance de todos los hombres en cuanto llegan al uso de la razón. El hombre puede conocer por sí solo, sin auxilio de ningún género, cierto número de verdades muy escaso, tanto en el orden moral como en el orden de la naturaleza; v. gr., en Astronomía, en Matemáticas, en Física, en Mecánica. A las verdades del orden moral llamaremos leyes naturales; v. gr., idea de Dios, de ciertos deberes para con los demás hombres y para consigo mismo; pero el exacto conocimiento de estos deberes en las infinitas circunstancias de la vida del hombre y del ser social, no es dado alcanzarlo sino por el desarrollo de la inteligencia; en una palabra, la razón humana encierra dentro de sí el germen de una perfectibilidad intelectual cuyos límites son desconocidos, para cuyo desarrollo es necesaria la transmisión de las ideas de un hombre a otro, y de una generación a otra generación, así como en una pequeña semilla está el germen de un árbol gigantesco que se ha de desarrollar con el concurso de causas exteriores, como el calor, el aire y el agua.

§ 25.-Derecho Divino Positivo.

Suponemos como un hecho la existencia de la revelación, cuyas pruebas corresponden a otros tratados; creemos, pues, que Dios ha querido hablar al género humano, y que ha manifestado su voluntad por medio de sus enviados, lo cual es más fácil comprender a nuestra limitada inteligencia, que no la idea de la nada, la formación de los seres, su infinita variedad y el orden admirable con que rige y conserva el universo. Las verdades reveladas están contenidas en los libros del Antiguo y Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento comprende tres clases de preceptos: morales, judiciales y ceremoniales. Los preceptos morales son los diez del Decálogo, que estaban casi borrados de la memoria de los hombres, y fueron consignados por Dios en las Tablas de la Ley, y notificados al pueblo por Moisés. Los judiciales son el conjunto de leyes de todo género que fueron dadas por Dios para gobernar al pueblo judaico. Los ceremoniales son los que prescribían lo perteneciente al culto, ceremonias y sacrificios, los cuales en su mayor parte eran sombra y figura de la ley evangélica; v. gr., la circuncisión era figura del Bautismo; su pascua era figura de la Pascua de los cristianos. Los preceptos morales obligan a los cristianos; los ceremoniales y judiciales concluyeron en cuanto se promulgó la nueva ley.

§ 26.-Nuevo Testamento.

Comprende el Nuevo Testamento, los Evangelios, los Hechos de los apóstoles y sus epístolas a diversos pueblos y personas, y el Apocalipsis, en cuyos libros está consignada la mayor parte de la doctrina que Jesucristo predicó al pueblo y la que de viva voz comunicó a los apóstoles y discípulos.

§ 27.-Derecho humano.

Para poner en práctica la doctrina evangélica y organizar la naciente sociedad que acababa de fundar Jesucristo, la Iglesia tuvo que dar leyes sin las cuales no hubiera podido subsistir; y como estas leyes no fueron dadas por Dios inmediatamente, ni mediatamente por conducto de los apóstoles, por eso se llaman de Derecho humano.

§ 28.-Derecho Canónico escrito y no escrito.

La misma división se hacía por el Derecho Civil romano, llamando Derecho escrito y también constitución al que provenía de expresa voluntad del legislador, y no escrito al que se introducía por la costumbre, sin que varíe la naturaleza del primero el que no se transmita sino por tradición o de viva voz, ni deje de ser costumbre el segundo aunque se reduzca a escritura. La escritura es más bien modo de conservar lo mandado y de que llegue a noticia de los hombres, conforme a lo cual los germanos ponían a sus leyes en verso, según refiere Tácito.19

§ 29.-Fuentes del Derecho escrito.

El Derecho escrito proviene de los cánones, de los concilios, de las constituciones de los romanos pontífices y de las sentencias de los Santos Padres. A todos se les da el nombre genérico de cánones, aunque con más propiedad, y según la nomenclatura adoptada ya en la Jurisprudencia, se llaman cánones las leyes conciliares, y a las pontificias se les da el nombre de bulas, rescriptos o breves.

§ 30.-Concilios generales.

Se entiendo por concilio la reunión de los obispos para tratar de asuntos eclesiásticos. Se llama concilio general aquél al cual han sido convocados por el romano pontífice todos los obispos del mundo católico. Tres requisitos son necesarios para que el concilio sea general o ecuménico: 1.º, que sea convocado por el romano pontífice; 2.º, que sea presidido por él o por medio de sus legados, y 3.º, que las actas sean confirmadas también por él mismo.

§ 31.-Convocación de los ocho primeros concilios por los emperadores.

Las historias eclesiástica y profana están contestes en afirmar que los ocho primeros concilios fueron convocados por los emperadores; pero en esto los emperadores no hicieron más que proceder de acuerdo con los romanos pontífices, y como ejecutores de su voluntad: 1º', para señalar el punto de una reunión tan numerosa; 2.º, para disponer los medios materiales de trasladarse, tratándose de distancias tan considerables; 3.º, para guarnecer la ciudad y proveerla de subsistencias; 4.º, porque de esta manera el emperador se declaraba protector de las disposiciones conciliares, estableciendo penas civiles contra los transgresores.

§ 32.-Confirmación de las actas.

Las actas de los concilios han sido siempre confirmadas por los romanos pontífices, en lo cual todos están de acuerdo; pero no lo están del mismo modo en el valor que debe tener semejante confirmación. Dicen unos que sin la confirmación no hay ley, en cuyo caso la confirmación vendría a equivaler a la sanción real en los gobiernos representativos; otros, por el contrario, sostienen que la confirmación viene a reducirse a una pura fórmula, que no da valor alguno a las disposiciones conciliares, porque el concilio general, legítimamente convocado y presidido por el romano pontífice, representa la Iglesia universal, y ésta es infalible en las decisiones sobre la fe y las costumbres.

§ 33.Origen de los concilios generales.

Puede decirse que los concilios generales son de origen apostólico, y no hay inconveniente en dar este nombre a las reuniones que los apóstoles, presididos por San Pedro, tuvieron en Jerusalén: la primera para completar el apostolado por la defección de Judas;20 la segunda para la creación de los siete diáconos,21 y la tercera para declarar que no estaban sujetos a la circuncisión y demás leyes judaicas los gentiles que se convirtiesen al Cristianismo.22

§ 34.-Utilidad de los concilios generales.

Es indudable que la Iglesia puede subsistir sin necesidad de convocar todo el episcopado, lo cual en unas ocasiones sería imposible, y en otras muy difícil. La reunión en un concilio general es un acontecimiento en los fastos eclesiásticos, como puede notarse al considerar que an pasado más de trescientos años desde el último convocado en Trento. Pero no puede desconocerse que ha sido muy útil, porque con sus decisiones ha sido muy fácil poner término a la herejía y grandes cismas que han afligido a la Iglesia, y se ha cerrado el camino a los que recurrían al subterfugio de apelar del romano pontífice al concilio general.

§ 35.-Concilios particulares y sus especies.

Se entiende por concilio particular la reunión de los obispos de una comarca para tratar de los negocios pertenecientes a las iglesias de la misma. El derecho de convocación corresponde al superior respectivo, y según que éste sea o un patriarca, o un primado, o un metropolitano, así tomará el concilio el nombre de diocesano o patriarcal, nacional y provincial. Deben concurrir todos los obispos del territorio, o excusarse si tuviesen justa causa para ello, mandando un presbítero que los represente. La reunión de los concilios patriarcales y nacionales ha sido poco frecuente, y nunca en épocas determinadas, sino en casos extraordinarios, cuando así lo exigía la necesidad de la Iglesia.

§ 36.-Concilios provinciales.

Se llama concilio provincial aquél a que son convocados todos los obispos de la provincia eclesiástica. La convocación y la presidencia corresponde al metropolitano,23 y si estuviese impedido o vacante la silla metropolitana, al sufragáneo más antiguo.24 Tienen también obligación de asistir los abades, los obispos exentos y los que deban hacerlo por costumbre;25 es preciso convocar también a los canónigos de las iglesias catedrales, pero no se les puede obligar a que asistan contra su voluntad.26

§ 37.-Épocas en que debían celebrarse.

No ha sucedido con estos concilios lo que con los patriarcales y nacionales, que se celebraban en casos extraordinarios; su importancia ha sido muy distinta, como se comprende fácilmente al considerar que debían celebrarse dos veces al año, según lo dispuesto en el primer concilio general.27 Pero esta continua movilidad de los obispos no dejaba de traer inconvenientes, y por eso sin duda se dispuso que se celebrasen anualmente, lo cual ya consta en los documentos del siglo VI28 y siguientes; disciplina confirmada también por el concilio IV de Letrán, celebrado en el siglo XIII.29 Últimamente, el concilio de Trento mandó que por lo menos se celebren cada tres años.30 La causa de celebrarse con tanta frecuencia era por el grande cúmulo de negocios que estaban a su cuidado, y que, corriendo el tiempo, avocó a sí el romano pontífice para el mejor régimen de la Iglesia.

§ 38.-Poder legislativo de los concilios provinciales.

Al examinar las colecciones canónicas por las cuales se gobernaron las iglesias particulares durante los doce primeros siglos, se observa desde luego que la mayor parte de los cánones fueron establecidos en los concilios provinciales; cánones que en gran número fueron recopilados por Graciano en su decreto. Estos cánones no obligaban fuera de la provincia para la cual habían sido dados, a no ser que fuesen recibidos por otras iglesias e insertos en sus colecciones. Mas esta especie de confusión que naturalmente debía resultar por la variedad de disciplina proveniente de la independencia con que se gobernaban las iglesias particulares, debió cesar y cesó de hecho cuando, pasada la larga noche de la Edad Media, se centralizó el poder y principió a uniformarse la legislación eclesiástica. Desconociendo esta tendencia y el espíritu del Cristianismo, Cavalario y otros canonistas no han comprendido sin duda el objeto que se propuso Sixto V (Cons. immensa) al mandar que las actas de los concilios provinciales fuesen remitidas a la congregación del concilio, el cual no fue otro sino evitar que estas asambleas alterasen la disciplina general. Por lo mismo los concilios provinciales carecen muchos siglos hace de poder legislativo, limitándose en sus decisiones a formar estatutos o reglamentos para la ejecución de las leyes generales, reforma de las costumbres y otros asuntos pertenecientes a las iglesias particulares.

§ 39.-Licencia del príncipe para su convocación.

Sostienen algunos autores31 que el metropolitano, en uso de sus facultades ordinarias, y en cumplimiento de una ley general eclesiástica recibida en el Estado, puede convocar el concilio provincial sin contar para nada con el jefe del territorio; otros, por el contrario, afirman que sin su expresa licencia no puede hacer la convocación, ni los obispos sufragáneos abandonar sus respectivas diócesis. Invocan los primeros la libertad e independencia de la Iglesia, y los segundos los derechos de la soberanía; nosotros juzgamos que unos y otros exageran indiscretamente los derechos de las respectivas potestades, y que ni es tolerable que siempre y en todos tiempos y circunstancias puedan los obispos reunirse en concilio libremente, ni en buenos principios canónicos puede sostenerse tampoco que sea necesaria esa licencia expresa de la autoridad temporal, pedida y otorgada como quien pide y otorga una gracia, para cumplir con uno de los principales deberes del episcopado. Los concilios ordinarios que se celebraban en épocas determinadas, como los provinciales, nunca necesitaron licencia expresa de los emperadores para convocarse; y si llegasen a restablecerse y celebrarse periódicamente o con alguna regularidad, juzgamos que bastaría ponerlo en conocimiento del príncipe, no para obtener su licencia, sino para contar con su beneplácito, y evitar que en circunstancias determinadas estas reuniones pudiesen traer algunos inconvenientes y alterar la tranquilidad pública.32

§ 40.-Concilios episcopales o diocesanos en especie.

Se llaman concilios episcopales o diocesanos en especie, las reuniones del clero de la diócesis, presididas por el obispo, aunque no esté consagrado, las cuales se han de celebrar todos los años.33 No puede convocar concilio ni el obispo titular,34 ni el vicario general sin especial mandato,35 ni el último concilio,36 ni el vicario apostólico sin expresa licencia del romano pontífice.37 Tienen obligación de asistir al sínodo todos los que tienen dignidad, personado o prebenda de oficio en las catedrales o colegiatas, el vicario general y vicarios foráneos,38 los párrocos y los que ejercen la cura de almas,39 el cabildo de la iglesia catedral y colegiatas, los abades seculares y los regulares que no están sujetos al capítulo general, y por fin, todos los exentos, según lo dispuesto en el concilio de Trento.40

§ 41.-Consideraciones sobre los concilios.

Para el hombre reflexivo, la Iglesia y su organización reciben un gran realce por la sola consideración de sus concilios. El poder arbitrario jamás ha entrado en sus miras, y para la resolución de los negocios arduos ha precedido siempre un examen maduro y detenido por parte de las personas encargadas de su administración y gobierno. Cuantas veces le ha sido posible ha convocado a los obispos, y a su lado se ha visto también tomando parte en las discusiones lo más ilustre que por sus conocimientos y virtudes encerraba el mundo católico. En algunos de los concilios se han reunido cerca de mil obispos,41 y en otro el crecido número de mil doctores,42 y esto precisamente en los siglos XII y XIII, en que los pueblos de Europa todavía continuaban bajo aquel régimen obscuro y opresor que los tenía esclavizados.

§ 42.-Constituciones pontificias.

Otra de las fuentes del Derecho Canónico son las constituciones pontificias. No siendo posible la permanencia de los concilios generales para ejercer en la Iglesia el poder legislativo, es necesario reconocer un superior a quien corresponda el ejercicio de esta potestad. Iguales todos los obispos por Derecho Divino, sólo el romano pontífice puede tenerla, el cual la ejerce por medio de constituciones o de rescriptos. Las constituciones son las queda motu proprio, sin ser consultado por nadie, para el gobierno de la Iglesia universal; en ellas se establece un nuevo derecho, o se confirma el antiguo, o se añade o quita algo al derecho establecido. Los rescriptos son las respuestas a las consultas que se le hacen para la resolución de los casos dudosos de derechos; las primeras, con más propiedad, se llaman en el día bulas; los segundos, breves.

§ 43.-Fuerza legal de los rescriptos.

Aunque los rescriptos no tienen por objeto sino la resolución de un caso especial, no obstante, son verdaderas leyes aplicables a todos los casos idénticos que puedan ocurrir, no sólo cuando se han recopilado en los códigos, como sucede con las decretales de Gregorio IX, compuestas en su mayor parte de rescriptos, sino aunque estén dispersos o sin formar colección, porque los romanos pontífices han determinado que en casos semejantes estén obligados los demás a juzgar de la misma manera.43 En los rescriptos se ha de atender únicamente a la parte dispositiva, porque ni el preámbulo ni las razones de decidir tienen valor alguno.44 Suelen los canonistas dividir los rescriptos en rescriptos de gracia y de justicia; pero unos y otros versan únicamente sobre intereses de los particulares, v. gr., concesión de beneficios, dispensas de la ley, etc., y, por consiguiente, ni pertenecen al Derecho común, ni pueden considerarse como fuentes del Derecho Canónico.

§ 44.-Sentencias de los Santos Padres.

Los Santos Padres no se han de confundir con los obispos. Son aquellos los varones esclarecidos por su ciencia y santidad que vivieron en los doce primeros siglos de la Iglesia, los cuales son considerados como los depositarios de la fe y de las tradiciones, y los intérpretes de las Escritura en sus diversos sentidos. En lo perteneciente a la fe y a las costumbres, el unánime consentimiento de los Santos Padres es regla de autoridad infalible. Pero no tienen potestad legislativa, y únicamente son leyes sus dichos o sentencias cuando han sido incorporadas en las colecciones canónicas, en cuyo caso se encuentran también muchas leyes civiles sacadas de los códigos de Teodosio y Justiniano, y de los capitulares de los reyes francos. No obstante, se dispone en un canon inserto en la Concordia de Graciano45 que se recurra a las sentencias de los Santos Padres en los casos que no estén resueltos por los cánones o decretales.

§ 45.-Derecho no escrito y sus especies.

El derecho consuetudinario ha entrado por mucho en la formación de las leyes, tanto eclesiásticas como seculares. Se entiende por tal el introducido por el uso y práctica de los hombres, para lo cual es necesario: 1.º, que la costumbre sea racional y no se oponga al Derecho divino y humano ni a las buenas costumbres; 2.º, que haya repetición de actos uniformes; 3.º, que llegue a noticia del legislador y lo consienta expresa o tácitamente. La costumbre puede ser general o particular, y además fuera de derecho, contra derecho y conforme a derecho. Éste no fija el tiempo que debe mediar para que la costumbre establezca derecho o derogue al derecho establecido; pero los intérpretes, asemejando la costumbre a la prescripción, fijan diez años en el primer caso y cuarenta en el segundo46.

§ 46.-Tradiciones.

Los autores presentan generalmente las tradiciones como formando parte del Derecho no escrito; pero juzgamos que no hay exactitud en semejante clasificación, porque las tradiciones son la doctrina o preceptos que desde sus autores han llegado hasta nosotros, transmitiéndose de viva voz; por manera que si el Derecho escrito es el que procede de la voluntad expresa del legislador, a esta clase pertenecen las tradiciones divinas, apostólicas y eclesiásticas.47




ArribaAbajoCapítulo IV

Publicación de las leyes eclesiásticas.


§ 47.-De la manera de publicar antiguamente las leyes eclesiásticas.

Como el objeto de la ley es prohibir o mandar alguna cosa, de aquí la necesidad de ponerla en conocimiento de aquellos que la han de observar; de lo contrario, su infracción, como procedente de ignorancia, no puede ser considerada como un acto punible. Sólo la ley natural es la que no necesita promulgación externa, porque los hombres pueden conocerla suficientemente por la sola luz de la razón. Importa poco el modo con que se promulgue, con tal que sea bastante para que pueda llegar a conocimiento de todos. Los griegos y romanos solían insertar sus leyes en tablas o columnas; la Iglesia, o mandaba a cada obispo un ejemplar de las actas conciliares, o se hacía la promulgación en el concilio provincial, y después cada obispo en sus respectivas diócesis, o bien un obispo del territorio, a quien primero se había dirigido, se encargaba de circularlo por toda la provincia o la nación.48

§ 48.-No basta la publicación hecha en Roma.

Pretenden algunos que basta la solemne publicación que se hace en Roma de las constituciones pontificias, porque es la patria común de todos los cristianos, y porque allí hay gentes de todas las naciones que podrán comunicarlas a aquéllas de donde proceden. Prueba de esto, dicen, es la cláusula en que se declara: «que por la publicación hecha en Roma estén obligados todos los fieles a la observancia de las constituciones pontificias, de la misma manera que si personalmente se hubieran comunicado a cada uno en particular». Pero es indudable que esta cláusula, puramente de estilo, no excluye la publicación en las respectivas diócesis, y tal vez tiene por objeto evitar las excusas de ignorancia afectada y maliciosa.49

§ 49.-Pase o Regium exequatur.

Es el derecho que tienen los reyes para impedir en sus Estados la circulación de las bulas y rescriptos pontificios mientras no sean examinados y vean si contienen o no alguna cosa contraria a los intereses temporales. Este derecho es considerado por canonistas muy respetables como anejo a la soberanía e inalienable, y se fundan en que el príncipe tiene obligación de velar por la tranquilidad pública, por los intereses generales y particulares, por la observancia de los concordatos, y por la disciplina particular de las iglesias de su reino, y que puede suceder que alguna vez se atente por ignorancia o mala fe contra alguna de estas cosas encomendadas a su cuidado, lo cual se evita muy sencillamente usando de esta prerrogativa o derecho inofensivo de inspección.

§ 50.-Doctrina contraria.

Presentada de esta manera la teoría sobre el pase o regium exequatur, parece que no hay por qué impugnar el ejercicio de este derecho real; pero bajo otro aspecto lo miran muchos canonistas tan amantes de las regalías como de la libertad de la Iglesia, los cuales consideran como muy peligroso el uso de una prerrogativa que indirectamente puede minar su poder legislativo, y causar embarazos y dificultades de muy graves consecuencias. Por lo mismo rechazan el principio absoluto de la soberanía aplicable a todos los tiempos y circunstancias, a todos los príncipes y a todas las clases de gobiernos, sean cuales fueren las relaciones en que se encuentren con el poder eclesiástico, y miran con una prueba de desconfianza y de relaciones poco francas esa actitud, a veces hostil, por parte del poder secular.50

§ 51.-Su origen histórico en España.

Los que sostienen como anejo a la soberanía el derecho de retención, se remontan al origen de la monarquía en busca de hechos en que apoyar el ejercicio de esta regalía, y presentan como tales, entre otros, la confirmación de los concilios de Toledo por parte de los reyes godos, la publicación con la aprobación real de dos concilios de Coyanza y León en el siglo XI, y el haber insertado D. Alonso el Sabio en sus Partidas muchas de las decretales de Gregorio IX. Nosotros estamos muy distantes de considerar estos hechos como prueba del derecho de retención, porque lejos de poner trabas al poder eclesiástico ni coartar su potestad legislativa, vienen, al contrario, prestándole protección y erigiendo en delitos civiles las infracciones de las leyes eclesiásticas. El primer documento que se encuentra en nuestra legislación prohibiendo sin previo examen la circulación de bulas y breves pontificios, es una ley recopilada de los Reyes Católicos, dada en un caso especial para la ejecución de una bula de Alejandro VI sobre la publicación de indulgencias.51

§ 52.-Leyes vigentes sobre la materia.

Una ley recopilada de Carlos III, publicada en 1768,52 en la que se manda por punto general se presenten al Consejo para obtener el pase todas las bulas, breves y rescriptos pontificios, exceptuándose únicamente en sede plena las dispensas matrimoniales, edad, extra tempora, oratorio y otros de semejante naturaleza, dando cuenta los obispos de seis en seis meses del número de estas expediciones a que hubiesen dado curso en sus respectivas curias. En sede vacante, aun estos tienen que presentarse en la forma ordinaria, exceptuándose siempre los de penitenciaría, como pertenecientes al fuero interno. Para la ejecución de esta ley se creó en 1778 la Agencia General, por cuyo conducto únicamente pueden dirigirse las preces a Roma. La transgresión de esta ley se castiga con las penas establecidas en el artículo 146 del Código Penal vigente.53




ArribaAbajoCapítulo V

Colecciones canónicas.


§ 53.-La Iglesia en los tres primeros siglos.

No hay que buscar colecciones de cánones en los tres primeros siglos, porque la Iglesia se gobernó durante ellos por la costumbre y tradición.54 Reciente todavía la predicación de Jesucristo y los apóstoles, los primeros cristianos no necesitaron nuevas reglas para la observancia de todas las virtudes. Sin existencia legal el Cristianismo; perseguidos cruelmente los cristianos, y sin culto público, la Iglesia naciente se concibe bien que pasase aquel largo período sin leyes positivas. Es verdad que, aunque pocos, se celebraron también algunos concilios, pero fueron particulares, y principalmente con el objeto de condenar los errores que se levantaban contra la nueva doctrina.55

§ 54.-Causa de la persecución contra los cristianos.

La encarnizada persecución contra los cristianos por espacio de tres siglos es un acontecimiento sorprendente que apenas se concibe, principalmente cuando se considera que eran los súbditos más sumisos del Imperio, y que jamás olvidaron el mandato de Jesucristo de dar al César lo que es del César.56 Pero lo extraordinario del hecho desaparece considerando cuál era el estado moral de la sociedad romana en aquella época. En Roma puede decirse que no había Dios, a pesar de tantos dioses; no había virtudes públicas ni privadas; el vínculo del matrimonio y las relaciones de los cónyuges eran una burla; el lujo y la disipación habían llegado a su mayor desenfreno; la doctrina de Epicuro había penetrado hasta las entrañas de la sociedad, y las buenas costumbres iban desapareciendo por todas partes. Estas gentes, afeminadas y corrompidas, se concibe bien que oyesen con desagrado una doctrina que condenaba sus creencias y echaba por tierra sus templos y sus dioses, que se oponía a sus placeres, que reprimía sus pasiones, y que tendía a reformar al hombre y al ciudadano en todas sus relaciones.57

§ 55.-Paz de Constantino.

La Paz de Constantino es uno de los acontecimientos más señalados en la Historia del Cristianismo. Con la publicación del edicto de paz cesaron las calamidades de la persecución, y se dio a la Iglesia existencia legal en el Imperio.58 Con este motivo cambiaron las relaciones entre las dos potestades, y protegida ya la Iglesia por los emperadores, principió a edificar sobre los cimientos que habían echado Jesucristo y los apóstoles, entrando de lleno y sin trabas en el libre ejercicio de su potestad legislativa. Pero la paz y protección dada a la Iglesia no fue hasta el punto de abolir el antiguo culto, ni derribar los templos de la gentilidad, ni arrojar los ídolos de sus altares, porque quedaba todavía un considerable número de ciudadanos romanos, apoyados por el Senado, que se encontraban bien con una doctrina moral menos rígida que la del Cristianismo.

§ 56.-Cánones apostólicos.

Hasta nosotros han llegado con el nombre de apostólicos 85 cánones numerados, los cuales, ni son de los apóstoles, ni tampoco del papa Clemente, por quien se dice fueron recopilados.59 No hacen mención de ellos, ni San Jerónimo, ni el historiador Eusebio, ni los demás escritores que enumeran las obras y escritos de los apóstoles; se trata en ellos de cosas que son muy posteriores a los tiempos apostólicos,60 y por fin no fueron conocidos en los siglos II y III, puesto que nadie recurrió a ellos para poner término a las grandes controversias que tuvieron lugar en la Iglesia en esta época.61

§ 57.-Origen e historia de estos cánones.

Convienen todos los autores en que en estos cánones se consignaron las costumbres y decretos sinodales por los cuales se gobernaron algunas iglesias, principalmente en Oriente, en los siglos III y IV, y que no fueron recopilados por un solo autor, sino por varios y en distintos tiempos. En el año 451 en que se celebró el concilio de Calcedonia, todavía no eran conocidos, y Dionisio el Exiguo, que a fines del siglo V o principios del VI formó su compilación de cánones, no insertó en ella más que 50, únicos que han sido recibidos en Occidente. A mitad del siglo VI ya subió el número hasta 85, el mismo que se insertó siempre en las colecciones de Oriente que se formaron en los siglos posteriores.62

§ 58.-Constituciones apostólicas.

Son otra colección que viene con este nombre, dividida en ocho libros, los cuales contienen 225 cánones. Tampoco son de los apóstoles ni del papa Clemente, por las mismas razones expuestas anteriormente, y puede asegurarse que en ellas está recopilada la disciplina que regía en el siglo IV en las Iglesias de Oriente. En este sentido se explica San Epifanio, asegurando que nada contenían en su época contrario ni a la fe ni a las costumbres.63




ArribaAbajoCapítulo VI

Derecho Canónico antiguo y colecciones que comprende


§ 59.-Épocas del Derecho Canónico.

Conocidas las fuentes de la legislación eclesiástica, es necesario proceder al conocimiento de sus colecciones en los distintos tiempos. Para formar época es preciso que haya ocurrido algo notable, algún cambio muy señalado por su importancia, y que sea como el principio de una nueva situación. Considerado bajo este aspecto, el Derecho Canónico se divide en antiguo, nuevo y novísimo. El Derecho antiguo comprende las colecciones que se publicaron antes del decreto de Graciano; el nuevo desde esta época hasta que salieron a la luz las decretales que forman el cuerpo del Derecho común, y el novísimo desde la publicación de las decretales hasta nuestros días.64

§ 60.-Utilidad de las colecciones, y diversas maneras de formarlas.

Luego que las Iglesias tuvieron bastante número de cánones, fue preciso pensar en reunirlos en un cuerpo, para distinguir los verdaderos de los falsos y no tener que recurrir a cada paso a los distintos concilios o fuentes de donde procedían. En la manera de formarlas, o se ponían por orden numérico conforme a su antigüedad, o por orden de materias, reuniendo los pertenecientes a un mismo asunto. En las antiguas colecciones se observó el primer método; en las posteriores el segundo, como más útil para el estudio y para la práctica de los negocios. Además, o se ponen 1os cánones enteros, o compendiados. Desde Graciano se han formado las colecciones de este último modo, excepto el bulario romano.

§ 61.-Autoridad de las colecciones.

Las colecciones, o se hacen privadamente, o por autoridad pública; en el primer caso los cánones, por estar reunidos, no adquieren fuerza legal; en el segundo, aunque no la tuvieran en sus fuentes, la adquieren por el solo hecho de aceptarlos y publicarlos el legislador. También una co-lección hecha por un particular puede adquirir autoridad pública cuando es recibida por las Iglesias, como la de Dionisio el Exiguo, o la adquiere por el uso, como las Extravagantes comunes o las de Juan XXII.

§ 62.-Iglesia Oriental y Occidental.

Constantino el Grande trasladó la silla imperial de Roma a Constantinopla, y por su muerte, y conforme a su testamento, fue dividido el imperio entre sus tres hijos Constantino II, Constancio y Constante. Después volvió a reunirse en una sola mano el supremo poder; pero este precedente fatal autorizó a Teodosio el Grande para hacer igual desmembración entre sus dos hijos Arcadio y Honorio, y desde esta época se separó para siempre en el orden temporal el Oriente del Occidente, y se echaron los cimientos para hacer en adelante igual desmembración en el orden religioso65.

§ 63.-Colecciones de la Iglesia Oriental.

Antes del Concilio de Calcedonia, tercero general, celebrado en 451, la Iglesia Oriental ya tenía una colección de cánones, cuyo número subía a 165, recogidos de cinco concilios particulares66 celebrados en Oriente en el siglo IV, y de dos generales, Niceno y Constantinopolitano, de la misma época. Por reverencia al Concilio de Nicea, sus cánones estaban colocados los primeros; los de los otros Concilios guardaban el orden de antigüedad. En el referido Concilio se leyeron varios de los cánones contenidos en la colección, no como tomados de uno a otro concilio, sino por el orden numérico con que estaban recopilados.

§ 64.-Segunda y tercera colección de la Iglesia Oriental.

Con esta segunda colección, el número de cánones subió a 307, por haberse incluido en ella los de los concilios generales de Éfeso y Calcedonia. Después se aumentó con 102 establecidos en el Concilio de Trulo, en el siglo VII, con 21 del Concilio de Sárdica, 132 con el nombre de Cartago y 161 tomados de las obras y epístolas de obispos y padres griegos. También están comprendidos los 85 cánones apostólicos67.

§ 65.-Cuarta colección de la Iglesia Oriental.

La colección griega fue aumentada con los 22 cánones publicados en el Concilio VII general, II de Nicea, celebrado en 787 con motivo de la herejía de los Iconoclastas. Después, en el siglo IX, se agregaron 17, tomados de dos conciliábulos celebrados por Focio, patriarca de Constantinopla, el uno en el templo de los Apóstoles, y el otro en el de Santa Sofía. Es de notar: primero, que en esta colección griega, aumentada sucesivamente, se guarda el orden de los tiempos, colocando, no obstante, en primer lugar los concilios generales; segundo, que en ella no hay más cánones de los sínodos de Occidente que los de Sárdica y África, y tercero, que entre ellos no hay ninguna decretal de los Romanos Pontífices.

§ 66.-Nomocanon de Focio.

Se entiende por nomocanon la concordia de leyes y cánones. Los emperadores solían publicar leyes civiles confirmando las leyes eclesiásticas, y era trabajo de no poca utilidad reunir en una misma colección ambas disposiciones. Esto hizo Focio en su nomocanon, que consta de 14 títulos y 440 capítulos o cánones. Ya se había hecho en el siglo VI por Juan Escolástico un trabajo de esta naturaleza, con la diferencia que éste pone íntegras las leyes civiles y en compendio las eclesiásticas, y Focio presenta en compendio las leyes civiles, y únicamente indica los cánones a que se refieren.68




ArribaAbajoCapítulo VII

Colecciones de Occidente


§ 67.-Iglesia Romana.

Hasta la celebración del Concilio de Nicea la Iglesia Romana se gobernó por la costumbre y tradición. Los cánones de este concilio y los de Sárdica formaron su primera colección de cánones69. Después se incorporaron, traducidos de la colección griega, los cánones del concilio general de Constantinopla y de los cinco particulares celebrados en Oriente, llegando entre todos al número de 16570.

§ 68.-Colección de Dionisio el Exiguo.

Dionisio el Exiguo71 era un monje natural de Scitia, pero romano por sus costumbres y domicilio, el cual a principios del siglo VI hizo la colección de cánones que lleva su nombre. La antigua colección romana era confusa, según refiere el mismo en el prefacio, y se resolvió a hacer una nueva versión de la colección griega, excitado por su amigo el diácono Lorenzo.72 Además de los 116 cánones que tradujo nuevamente de los originales griegos al latín, incluyó los 50 cánones de los Apóstoles, 21 de Sárdica, 27 de Calcedonia y 138 de los Concilios africanos, subiendo entre todos al número de 401. Aunque formada por un particular esta colección73, la Iglesia Romana la recibió inmediatamente, y más adelante, en tiempo de Carlomagno, fue también por la que se rigieron todas las Iglesias de sus Estados. Dionisio hizo además otro trabajo muy importante, que fue reunir las Epístolas Decretales de los Romanos Pontífices, en número de 187, desde el papa Siricio hasta Anastasio II inclusive.74

§ 69.-Antigua colección española.

Durante la persecución, la suerte de la Iglesia española fue, con corta diferencia, como la de todas las del imperio, y sólo pudo gobernarse por la costumbre y tradición. Pero en el siglo IV ya se celebraron varios concilios;75 algunos de nuestros obispos también asistieron a los de Nicea, Sárdica y segundo de Arlés76, y es probable que se trajesen sus cánones y que los incorporasen con los nacionales en un volumen, para ir formando su disciplina y poderlos consultar con más comodidad.77 En el siglo VI ya aparece de una manera indudable, por las actas conciliares, que existía una colección, que a ella se recurría, y eran leídos varios de sus cánones cuya observancia se mandaba nuevamente.78

§ 70.-Colección de Martín de Braga.

San Martín de Braga fue natural de Hungría, el cual, habiendo viajado por Oriente y aprendido allí las ciencias eclesiásticas, vino a España, donde trabajó mucho en la conversión de los suevos, fundando en Galicia el monasterio Dumiense, del que fue primer abad. Después fue nombrado metropolitano de Braga, y escribió varias obras, entre ellas una colección de cánones, con el siguiente título: Capítulos de los sínodos orientales, recopilados por Martín, obispo de Braga. Divide su obra en 84 capítulos, 68 de los cuales tratan de los obispos y clérigos, y los restantes de los legos. Aunque la colección, según el título, parece que es sólo de los sínodos orientales, comprende también sin duda alguna los demás que formaban la antigua colección.79

§ 71.-Colección canónico-goda.

Con este nombre es conocida la colección de cánones que por muchos siglos estuvo vigente en la Iglesia española. Su autor, según algunos, fue San Isidoro, arzobispo de Sevilla; pero conteniendo documentos muy posteriores a la muerte de tan distinguido escritor, lo más que puede concederse es que la principiase, dándola forma, y que la acabasen otros más adelante.80 Las fuentes de donde están tomados los cánones de esta colección son los concilios generales, las decretales de los Romanos Pontífices y los concilios nacionales y extranjeros de diversos países,81 habiéndose tenido presentes para la publicación, que por primera vez se ha hecho en este siglo, varios y muy antiguos manuscritos encontrados en nuestras bibliotecas.82

§ 72.-Colecciones de la Iglesia francesa y africana.

A ejemplo de la Iglesia romana, y como una necesidad para la organización y arreglo de su disciplina, tuvieron todas las iglesias de Occidente su colección de cánones, formada de los concilios nacionales y extranjeros. Los de la antigua colección oriental fueron recibidos en todas partes, y por lo que hace a la Iglesia francesa, ya consta que a fines del siglo VI estaban reunidos, formando un código, el cual subsistió en Francia hasta que Carlomagno recibió del papa Adriano el de Dionisio el Exiguo. En cuanto a la Iglesia africana, pasando en silencio los cinco primeros siglos, en el VI, por los tiempos de Justiniano, ya formó una colección, que arregló por títulos un diácono de Cartago llamado Fulgencio Ferrando, a la cual dio el título de Breviarum canonum, porque no los puso íntegros, sino abreviados o en compendio. Dos siglos después el obispo Cresconio hizo su Concordia canonum, concordando por títulos las decretales pontificias con los cánones.

§ 73.-Falsas decretales.

Con este título ha llegado hasta nosotros una colección publicada a principios del siglo IX83 por un autor desconocido, aunque parece formada por un Isidoro Mercator o Peccator. Además de los documentos auténticos tomados de la colección española, de la galicana antigua y de la de Dionisio el Exiguo, comprende varios documentos falsos, unos inventados por él, y otros que ya andaban en las anteriores colecciones. De los primeros son 96 decretales atribuidas a los Romanos Pontífices, desde San Clemente ( 101) hasta San Gregorio el Grande ( 604), en las cuales nada se contiene contrario a la fe ni a las costumbres.

§.74.-No son de San Isidro de Sevilla, ni de origen español.

El autor, tal vez de intento, puso el nombre de Isidoro Peccator, para hacer creer que era San Isidro de Sevilla,84 y dar fama a su colección bajo los auspicios de su ciencia y santidad. Lo consiguió en parte, puesto que entonces y después han creído muchos que, en efecto, el autor fue el distinguido prelado de la Iglesia española; pero la falsedad de esta opinión aparece de manifiesto al considerar: 1º, que en la colección se insertan cánones tomados de los concilios de Toledo, del V al XIII, celebrados después de su muerte; 2º, que la falsificación no se aviene bien con el nombre de su ciencia y virtudes; 3º, que en España jamás fue conocida, ni se ha encontrado un solo ejemplar, a pesar de haberse conservado en sus archivos manuscritos de otro género antiquísimos y muy preciosos; 4º, que en los encontrados en otros países ninguno tiene el nombre de Hispalensis; 5º y último, que los obispos españoles no acostumbraban añadir la palabra Peccator a su nombre y título de su Iglesia.85

§ 75.-Objeto que se propuso el falsificador.

Copiándose unos a otros han venido afirmando por espacio de muchos años algunos escritores de mucho criterio que Isidoro Peccator se propuso el engrandecimiento de la silla romana y la depresión de los derechos episcopales. En apoyo de esta doctrina hacen resaltar los dos grandes principios consignados, según ellos, en las Falsas Decretales, a saber: que no pueda celebrarse ningún concilio sin el consentimiento del romano pontífice,86 en lo cual creemos que no hay exactitud, y que los concilios provinciales no puedan deponer los obispos sin consultarle igualmente. Pero lejos de ser esto en perjuicio de los obispos, es más bien una garantía para que no puedan fácilmente ser atropellados y juzgados injustamente por los comprovinciales, sin dejarles el derecho de apelar a un juez superior y más imparcial.

§ 76.-Las falsas decretales no cambiaron de disciplina.

Los que tanto se lamentan del trastorno que sufrió la disciplina por la publicación de las falsas decretales, debieran probar: 1º, que hubo realmente semejante alteración; 2º, que si no hubiera sido por ellas, las cosas hubieran continuado de la misma manera que en los siglos anteriores. Tan cierto es lo contrario, a nuestro juicio, que pasaron más de trescientos años hasta Graciano, sin que sepamos que ocurriese ningún cambio notable en la legislación canónica, puesto que continuaron celebrándose los concilios provinciales como antes, y que el recurso de apelación a Roma tampoco se regularizó hasta después de la publicación de su Decreto. Además, que en ellas nada se altera respecto a la consagración, confirmación, traslación, juramento y renuncia de los obispos, las cuales, corriendo el tiempo, se consideraron también como causas mayores reservadas a la silla romana.87

§ 77.-Son recibidas por todas partes.

Tanta era la ignorancia de la época en que salieron a luz las faIsas decretales, que fueron recibidas por todas partes, sin que nadie advirtiera su falsedad.88 En Roma fueron conocidas más tarde que en Francia y en Alemania, puesto que en la epístola que hacia la mitad del siglo dirigió a los obispos de Inglaterra el papa León IV, citando otras decretales, no hace mención de ellas, aunque para su objeto le hubieran sido muy convenientes; prueba también de que no tuvieron parte en esta obra los romanos pontífices, ni se hizo con su conocimiento, como sin razón han dicho algunos escritores para calumniar a la silla romana.

§ 78.-Conjeturas acerca del autor y lugar en que se publicaron.

Generalmente los escritores, siguiendo el testimonio de Hincmaro, arzobispo de Reims, que escribió hacia el año 870, señalan la ciudad de Maguncia, en el imperio galo-franco, como el lugar de la publicación de las falsas decretales. Se fundan además en que por allí se han encontrado los más antiguos manuscritos; en que la obra abunda de idiotismos galo-francos y en que muchos de los obispos franceses acostumbraban añadir Peccator a su nombre y título. En cuanto al autor, bien puede asegurarse que fue algún obispo juzgado con rigor o con injusticia por sus comprovinciales, al ver el empeño que manifiesta en hacer difíciles las acusaciones, en exigir un grande número de testigos, en no permitir ser acusadores a varias clases de personas, y en conceder de mil maneras seguridades a los acusados para evitar los atropellos e injustas persecuciones89.

§ 79.-Descubrimiento de su falsedad.

Desde el siglo XIV ya principió a dudarse de la verdad de algunas decretales ante-siricianas, descubriéndose más adelante su falsedad a proporción que adelantaban las ciencias y la crítica, sobre todo con motivo de las grandes controversias entre los protestantes y los católicos. Las razones para probar su falsedad, son: 1ª, porque no hacen mención de ellas, ni los concilios generales, ni los romanos pontífices de los ocho primeros siglos, ni San Jerónimo, ni Dionisio el Exiguo, que con tanto cuidado y diligencia, qui valui cura et dilegentia, como él dice, escudriñó los archivos de Roma para formar su colección; 2ª, que el lenguaje lleva el sello de la época en que fue escrito, bien diferente, por su aspereza y barbarie, de la elegancia del de los primeros siglos; 3ª, que el carácter y estilo del lenguaje es uno mismo a pesar de que las Decretales se suponen escritas en distintos tiempos y por diferentes pontífices; 4ª y última, que se notan anacronismos muy chocantes, y que parece imposible no hubieran llamado antes la atención de los escritores, como son poner pasajes tomados de la versión de la Vulgata, que se hizo en el siglo IV, en boca de pontífices de los siglos anteriores, como igualmente leyes de los códigos de Teodosio y Justiniano, y cánones de concilios posteriores90.

§ 80.-Capitulares de los reyes francos.

Se llaman capitulares las leyes civiles y eclesiásticas publicadas por los reyes de Francia en los siglos VIII y IX, con acuerdo de los señores obispos del reino, reunidos en juntas que llamaban sínodos, y también placita y colloquia. En los negocios civiles, los grandes y prelados discutían y deliberaban juntos; en los eclesiásticos únicamente tomaban parte los obispos. Se llamaron capitulares de la palabra capítulo, con lo cual se denominaba a toda ley o constitución. Su autoridad fue grande en los vastos dominios del Imperio, de los cuales por algún tiempo también formaron parte Italia y el territorio romano, siendo muchos de ellos incluidos después en las colecciones de cánones que se fueron formando en los siglos posteriores. Estos capitulares andaban sueltos, según se habían publicado, hasta que en el ario 827 recogió el abad Ansegiso91 en cuatro libros varios pertenecientes a Carlomagno y Ludovico Pío; y más adelante, hacia el año 845, un diácono de Maguncia, llamado Benito, formó otros tres libros con los que había omitido Ansegiso y los que se publicaron después de él.92

§ 81.-Colecciones de Reginon, Abbón y Burcardo.

El Abad Reginon,93 vir vita et eruditione celeberrimus, como dice en sus anales su contemporáneo Trithemio, abad también, publicó su colección, después del año 906, para el uso de las iglesias de Alemania. Abbón, abad de Fleury, en Francia, publicó la suya a fines del siglo X94, y la de Burcardo, obispo de Worms, en Alemania, salió a luz desde el año 1012 a 1023.95




ArribaAbajoCapítulo VIII

§ 82.-Derecho canónico nuevo.96

La segunda época en que se divide el Derecho Canónico por razón de su Historia es el Derecho Canónico Nuevo, que comprende el Decreto de Graciano, las Decretales de Gregorio IX, el Sexto de las Decretales, las Clementinas y las Extravagantes. Estas colecciones forman el cuerpo del Derecho común.

§ 83.-Decreto de Graciano.

Graciano, monje benedictino, publicó una nueva colección de cánones en la mitad del siglo XII, no contentándose, como los colectores que le habían precedido, con amontonarlos sin método ni concierto, sino que hizo un trabajo más científico, dando nueva forma a estos estudios con las observaciones propias y las distinciones que puso sobre los antiguos cánones, para concordarlos y facilitar su inteligencia. Por esta causa la colección de Graciano llevó al principio, según muchos escritores, el título de Concordia discordantium canonum, si bien después se adoptó el de Decreto, con el cual es conocida muchos siglos hace.97

§ 84.-Método y división de la obra.

Adoptando la división del Derecho Romano en personas, cosas y juicios, Graciano dividió también su colección en tres partes: en la primera trata de las personas en 101 distinciones, y en cada distinción pone varios cánones; en la segunda trata de los juicios en 36 causas, y cada causa contiene varias cuestiones, hasta el número de 172, y para la resolución de éstas presenta diferentes cánones; en la tercera hay cinco distinciones, y en ellas los cánones relativos a la materia de que tratan. A pesar de la división en tres partes, correspondientes a los tres objetos del Derecho, no hay que buscar en Graciano orden y consecuencia, porque en la primera parte trata muchas veces de materias que debieran pertenecer a la tercera, y la segunda trata igualmente de cosas que de ninguna manera corresponden a la parte judicial.98

§ 85.-Monumentos de que consta y errores que contiene.

El Decreto de Graciano, no sólo contiene cánones tomados de las verdaderas fuentes del Derecho Canónico, como la escritura, los concilios, decretales pontificias y dichos de los Santos Padres, sino que es abundante además en textos de las leyes romanas, sentencias de los jurisconsultos, capitulares de los reyes francos y trozos de Historia Eclesiástica.99 Muchos de los cánones llevan delante la palabra palea, a manera de epígrafe, los cuales probablemente fueron añadidos después por alguno que tenía este nombre, aunque varios escritores presentan otras conjeturas que, por más que sean ingeniosas, parecen destituidas de fundamento.100 Los errores son muchos y muy notables, como confundir los nombres de las personas, de las ciudades, provincias y concilios; poner inscripciones falsas; atribuir a un pontífice o a un Santo Padre cánones que son de un concilio; presentar como íntegros los que de antes venían compendiados; añadiéndoles y quitándoles muchas veces, hasta el punto de hacerlos confusos y aun contrarios a los verdaderos originales.101

§ 86.-Aceptación con que fue recibido.

Desde el principio del siglo XII, o antes, comenzó a despertarse en Europa una grande afición al estudio de la Antigüedad, avivándose más este deseo cuando por medio de los cruzadas se pusieron en comunicación los europeos con los orientales, que no habían atravesado, como aquellos, por entre tinieblas los siglos de la Edad Media. El Derecho Romano, casi olvidado de la memoria de las generaciones anteriores, es el que principalmente llamó la atención de los sabios, a cuyo estudio se dedicaron con un entusiasmo inconcebible, abriendo cátedras para la enseñanza, a las cuales concurría una numerosa juventud, llena de ardor y ansiosa también de saber y de instrucción. Las universidades eran el centro de esta vida intelectual, y la de Bolonia, por lo que hace al estudio del Derecho, estaba en su mayor esplendor, cuando se presentó en aquellas escuelas el Decreto de Graciano con su nuevo método, con el grande número de textos tomados de los códigos y jurisconsultos romanos, y con aquel sabor escolástico y sutil, tan agradable a los sabios de aquella época. Se concibe, por consiguiente, el aplauso con que sería recibido, y el crédito y reputación que adquiriría después si, como se cree, fue explicado por el mismo Graciano y por sus discípulos más entusiastas y de más nombradía.102

§ 87.-Correctores romanos.

Era bien lamentable que corriese con tantos errores una colección que andaba en manos de todos, que formaba parte del cuerpo del Derecho y que había adquirido una grande autoridad en las escuelas y en el foro. Movido por estas consideraciones el papa Pío IV,103 nombró una comisión de sabios, los cuales estuvieron ocupados en ella muchos años, teniendo presentes un grande número de documentos para formar la corrección romana. Aunque ésta fue hecha con acierto e inteligencia, los críticos han censurado con razón el método que observaron en la publicación de sus trabajos: 1º, porque los correctores alteraron las antiguas ediciones de Graciano, en vez de poner al margen las variantes para que pudiesen los lectores juzgar sobre la exactitud de uno y otro texto; 2º, porque cambiaron las inscripciones de los cánones; 3º, porque alteraron el mismo texto, añadiendo o quitando frases y palabras; sin hacer las advertencias convenientes para la inteligencia de los lectores, resultando de aquí que el Decreto que nasotros conocemos no es exactamente el mismo que publicó su autor. En esta parte es más recomendable el método que siguieron el teólogo Antonio Demoraches y el jurisconsulto Antonio Concio, ambos de París, los cuales dejando íntegro el texto, pusieron por notas sus advertencias y correcciones para la enmienda de Graciano.104

§ 88.-Corrección de D. Antonio Agustín.

Un sabio tan distinguido como D. Antonio Agustín no podía ocuparse en ningún trabajo literario sin que fuese digno de su alta reputación. En este concepto, sus diálogos de Emendatione Gratiani, escritos en dos libros, son una excelente obra de critica, que ha corrido siempre con general aceptación, siendo una prueba de ello las muchas ediciones que se han hecho en distintos países, y los grandes elogios que de ella y del autor han hecho los hombres más sabios de todos los tiempos. Se publicó por primera vez en Tarragona en 1586, con la ventaja de haber tenido presente la corrección romana después de terminada la suya, por lo cual pudo hacer algunas observaciones sobre aquélla, y deshacer varias equivocaciones en que habían incurrido sus autores.

§ 89.-No ha tenido autoridad legal.

El decreto de Graciano fue obra de un particular, y antes de la publicación de las decretales no pudo tener otra autoridad que la que le diese el uso por su aceptación en las escuelas y en el foro. Se equivocan por consiguiente los que consideran como una prueba de publicación por parte del romano pontífice el acto de remisión de Eugenio III a la Universidad de Bolonia para que se estudiase en aquella escuela, ni tampoco la publicación de la corrección romana, hecha por breve de Gregorio XIII,105 en el que se dispuso que nadie pudiese en adelante añadir, quitar o alterar cosa alguna en el texto del decreto que se acababa de imprimir, reconocido, corregido y purgado por su mandato.106 Porque aunque fuese grande el aprecio que los referidos Padres hiciesen de esta colección, no es posible que pensasen dar autoridad legal a las inexactitudes que contenía, y a las opiniones particulares del autor, infundadas muchas veces y aun extravagantes.107

§ 90.-Aplicación actual del decreto de Graciano.

Aunque nacida sin autoridad legal esta colección, tuvo no obstante la autoridad y respeto que dan la ciencia y la opinión de los sabios y jurisconsultos, sobre todo desde su publicación hasta que se completó el cuerpo del Derecho Común con la publicación de las Clementinas. Mientras no hubo otra colección que el decreto, se comprende bien que él sólo se enseñase en las escuelas, y a él sólo se recurriese para su aplicación en el foro; pero cuando más adelante se publicaron nuevas colecciones, y en ellas casi todas las leyes necesarias para la expedición de los negocios y arreglo de la nueva disciplina, naturalmente el decreto debió quedarse con poca o ninguna aplicación, como que ya había otras fuentes a donde recurrir, y la autoridad pontificia había intervenido además en su publicación. En vista de esto, y de las nuevas disposiciones del Derecho Novísimo, no podemos hoy considerarle sino como un depósito precioso, en el que están amontonados los materiales necesarios para conocer la disciplina eclesiástica en sus distintas épocas.

§ 91.-Colecciones anteriores a Gregorio IX.

La fama que adquirió Graciano y el movimiento intelectual de la época estimuló a otros a ocuparse en igual género de trabajos; así es que antes de Gregorio IX se formaron diez colecciones, cinco de las cuales llegaron a ser muy usadas, aunque no fueron hechas todas por autoridad pública.108 Contenían algunos cánones omitidos por Graciano, que los colectores consideraron dignos de ser publicados, y las muchas decretales expedidas nuevamente por los romanos pontífices.

§ 92.-Decretales de Gregorio IX.

Las cinco colecciones de decretales que se usaban en las escuelas y en el foro como procedentes de distintos autores, no tenían la unidad que debe haber en la legislación, por cuya causa el Derecho estaba muy confuso, y su estudio y aplicación se hacían muy difíciles.109 Conociendo esto Gregorio IX, como gran jurisconsulto, y excitado por las quejas que continuamente se le dirigían, dio a San Raimundo de Peñafort el encargo de hacer una nueva colección, terminada la cual en el espacio de cuatro años, fue publicada por autoridad pontificia en el 1234 con el título de Decretalium Gregorii IX compilatio. Comprende cinco libros, divididos en títulos, y en cada uno de estos varios cánones, los cuales se citan por su primera palabra, o por el número con que están señalados. En esta compilación se realizó por completo el cambio de disciplina que ya se había verificado antes en las ideas, de conformidad con las nuevas necesidades de la época.

§ 93.-Sexto de las decretales.

A pesar de ser tan abundante y completa la colección de Gregorio IX, continuamente ocurrían nuevos casos y consultas, que los romanos pontífices tenían que resolver por la publicación de nuevos rescriptos. Los concilios generales I y II de Lyon también establecieron varios cánones sobre puntos de disciplina, con los cuales y los primeros, aumentándose demasiado el número de disposiciones canónicas, se hizo preciso pensar en reunirlas en un cuerpo, lo cual se verificó bajo el pontificado de Bonifacio VIII, que las publicó en 1298 con el nombre de Sexto de las decretales, como si fuese una continuación de las de Gregorio IX. Por lo demás, esta colección está dividida del mismo modo que la anterior, en cinco libros, siguiendo también el mismo método y distribución de materias en títulos y cánones.110

§ 94.-Clementinas.

Es una pequeña colección, dividida también en cinco libros como las anteriores, publicada como cuerpo legal por Juan XXII en 1317. Únicamente contiene las constituciones de Clemente V, dadas antes del concilio de Viena celebrado en 1311, y las que dio durante su celebración, todas las cuales fueron aprobadas en el concilio y publicadas en nombre del papa.111. Había pensado darlas a luz su autor con el título de Séptimo de las decretales, pero habiendo sido arrebatado por la muerte, su sucesor, para honrar su memoria, les dio el nombre de Clementinas.

§ 95.-Extravagantes.

Se dio el nombre de Extravagantes ya desde los tiempos de Graciano a todas las decretales o constituciones que no estaban comprendidas en su decreto, y después a las que sucesivamente dejaron de incluirse en las decretales de Gregorio IX, sexto y clementinas. Hay dos de estas colecciones, una de Juan XXII, que no llegó a publicarse por su autor, y comprende 20 decretales;112 otra de extravagantes comunes, de autor desconocido, que pertenecen a varios papas desde Urbano IV ( 1265) hasta Sixto IV ( 1484), en número de 73.113 Ninguna de ellas recibió la aprobación de los romanos pontífices, por lo cual no tienen otra autoridad que la que les ha dado el uso, ni se consideran como parte del cuerpo del Derecho.114

§ 96.-Causa que motivó la formación de tantas colecciones.

Parece a primera vista que el decreto de Graciano, tan abundante en cánones de todas las fuentes del Derecho podría haber bastado para todos los casos y negocios eclesiásticos, sin necesidad de publicar tan pronto las decretales que forman el cuerpo del Derecho; pero además de que la antigua jurisprudencia no tenía cómoda aplicación en todas sus disposiciones, basta considerar el cambio de disciplina en muchos y muy importantes artículos para comprender lo indispensable de atenderá su arreglo publicando nuevas constituciones. En primer lugar, los concilios provinciales dejaron de dar leyes, y este derecho fue justamente reservado al romano pontífice y los concilios generales. El derecho de apelación a Roma, reconocido siempre en principio y ejercido algunas veces en el transcurso de los siglos, se hizo general en la práctica para todos los casos y personas. El conocimiento de las causas ex aequo et bono debía verificarse, para mayor garantía, con la solemnidad y aparato de los juicios.115 La colación de los beneficios, que antes era un mismo acto con la ordenación, dio también motivo a muchas disposiciones. El desuso de las penitencias públicas tuvo igualmente que suplirse con censuras y penas eclesiásticas; en una palabra, era preciso acomodar la legislación al nuevo orden de cosas sobre estos puntos de disciplina y otros muchos que iremos notando en el curso de las lecciones.

§ 97.-Consideraciones sobre el Derecho nuevo.

Al terminar la Historia del Derecho Nuevo y volver la vista atrás para recorrer con ella el largo camino que hemos atravesado, naturalmente ocurre una idea muy importante, que es extraño haya pasado inadvertida por los que han tratado de la Historia de las colecciones; y es que por espacio de doce siglos las Iglesias particulares tienen cada una su legislación propia, formada en su mayor parte en sus concilios provinciales, resultando de aquí una gran variedad de disciplina, consiguiente a la variedad y multitud de colecciones española, africana, francesa, inglesa, alemana, etc. Es también digno de observarse que durante ese largo período cada particular, sin otro título que sus talentos y su vocación, se considera autorizado para formar una colección de cánones, la cual, en circulación, obtiene mejores o peores resultados, independientemente de la intervención de la autoridad pública. Pero desde el siglo XII en adelante las cosas cambiaron de una manera muy manifiesta, porque las colecciones particulares desaparecen, quedando sólo como preciosos monumentos de una legislación que ha recibido una nueva forma; su formación corre ya exclusivamente de cuenta de los romanos pontífices;116 de sus manos, y con la sanción suprema de su autoridad, salen los códigos de legislación canónica que han de regir en todo el mundo católico, y por todas partes se ve, como una necesidad de la época, la tendencia a la centralización del poder y a dar unidad a la disciplina en cuanto lo permita su naturaleza y las circunstancias particulares.

§ 98.-Período de transición entre el Derecho nuevo y novísimo.

Algunos autores, entre ellos Cavalario, principian el Derecho Novísimo por el Cisma de Aviñón y la celebración de los concilios de Constanza y Basilea; pero nosotros, sin dispensarnos de dar cuenta de estos grandes y funestos acontecimientos, creemos que hay más exactitud en considerarlos, no como el principio de una nueva época legislativa, sino como un período intermedio entre las dos que constituyen el Derecho Nuevo y Novísimo, porque los decretos disciplinales de estos concilios ni fueron aprobados por los romanos pontífices, ni se recibieron en las naciones católicas, ni se han recopilado en colecciones para la observancia general. Por consiguiente, no hay motivo, cualquiera que por otra parte haya podido ser su influencia en orden a ulteriores disposiciones legislativas, para hacerles formar parte ni de una ni de otra época del Derecho Canónico.

§ 99.-Discordias entre Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso.

El rey de Francia, Felipe el Hermoso, impuso una contribución a los bienes eclesiásticos para atender a las cargas del Estado, y esta violación de las inmunidades reales que venía gozando el clero, motivó por parte de Bonifacio VIII117 la Bula Clericis laicos, en la que impone pena de excomunión a los que paguen semejantes tributos con cualquier título o denominación que sea, y a los que los impongan o exijan, o para ello den consejo o ayuda. La prisión del obispo de Pamiers por delitos de Estado dio lugar a su bula Ausculta fili, que considera el hecho como un atentado, manda ponerle en libertad, declarando en ella que el rey debe estar sujeto al pontífice, y lo hace con expresiones que dan a entender habla del gobierno temporal. El rey a su vez usó de represalias, y los ánimos se fueron agriando más y más, sobre todo cuando Bonifacio publicó su tercera bula Unam Sanctam, en la que manifiesta la superioridad del poder espiritual sobre el temporal, y el derecho de los romanos pontífices a juzgar a los reyes cuando incurran en alguna falta. Una cuarta bula parece estaba ya redactada absolviendo a los franceses del juramento de fidelidad a su rey, cuando la víspera de su publicación Bonifacio VIII fue hecho prisionero, saqueado su palacio y tratado por sus enemigos durante tres días con desmedido rigor. Al mes de este acontecimiento murió en Roma ( 1303), abrumado sin duda por los disgustos y contradicciones que había sufrido durante su pontificado.118

§ 100.-La silla pontificia en Aviñón.

Por muerte de Bonifacio VIII fue elevado a la silla pontificia Benedicto XI, que no la ocupó más que ocho meses; once duró esta vacante, al cabo de los cuales recayó la elección del Colegio de Cardenales en el arzobispo de Burdeos, que tomó el nombre de Clemente V ( 1305).119 Sobre esta elección hablan algunos historiadores de intrigas electorales por parte del rey de Francia y algunos cardenales; otros aseguran haber sido hecha en la forma ordinaria, sin influencias de ningún género. El nuevo papa trasladó la silla pontificia de Roma a Aviñón, y allí permaneció por espacio de setenta años,120 a pesar de las reclamaciones de los italianos y de los romanos particularmente.121

§ 101.-Cisma de Aviñón o de Occidente.

Gregorio XI volvió de Aviñón a Roma en 1377, y muerto en esta ciudad el año siguiente, se procedió a la elección de sucesor. Los magistrados, antes de entrar los cardenales en cónclave, expusieron los grandes perjuicios que en lo espiritual y temporal se habían seguido a la Iglesia por la larga ausencia de los papas, pidiendo en su virtud que recayese el nombramiento en un italiano. Durante el cónclave, el pueblo conmovido recorría las calles y plazas gritando: Queremos pontífice romano; y he aquí el origen del gran Cisma de Occidente, que por espacio de treinta y siete años despedazó la Iglesia y escandalizó la Europa. El elegido fue el arzobispo de Bary, que era napolitano; pero los cardenales franceses, tomando pretexto de violencia por las manifestaciones populares, se retiraron de Roma y eligieron otro Papa, que tomó el nombre de Clemente VII, y fijó su silla en Aviñón.122

§ 102.-Continuación y progreso del mismo.

Uno y otro papa procuraron hacerse partido aumentando su respectivo Colegio de Cardenales, siendo espléndidos y liberales en la concesión de gracias, y tolerando más de lo que convenía los abusos y relajación de la disciplina. Los príncipes y naciones de Europa se pusieron de parte del uno o del otro, según convenía a sus intereses, o según la idea que se habían formado sobre su legitimidad, no faltando tampoco un partido indiferente que consideró lo más acertado sustraerse a la obediencia de ambos contendientes.123 En este estado de escandalosa anarquía habían pasado treinta y un años, al cabo de los cuales, de acuerdo los cardenales de una y otra obediencia, como entonces se decía, y estimulados por la opinión pública, que reclamaba con urgencia la terminación de aquellas discordias, convocaron un concilio general en Pisa, en 1409, en la cual fue elegido el cardenal de Milán, que tomó el nombre de Alejandro V.124 Pero no por eso cesaron los males de la Iglesia, pues no queriendo reconocer al nuevo papa ni Benedicto XIII que residía en Aviñón, ni Gregorio XII que tenía su silla en Roma, continuó haciendo mayores progresos el cisma por la concurrencia de un tercero a la dignidad pontificia.

§ 103.-Su extinción en el concilio de Constanza.

Por muerte de Alejandro V fue elegido Juan XXII, el cual de acuerdo con el emperador Sigismundo, que mostró mucho celo por la extinción del cisma, convocó en 1414 el concilio general de Constanza.125 En la segunda sesión prometió con juramento que renunciaría al pontificado si con su renuncia se podía restituir la paz a la Iglesia; mas pesaroso sin duda de haber hecho esta promesa, desapareció ocultamente de la ciudad, para eludir o dilatar su cumplimiento. Entonces el concilio procedió a la formación de causa, y después de varias citaciones para que compareciese, y de oír los testigos sobre varios capítulos de acusación, fue depuesto en la sesión 10ª, prohibiendo que nadie le reconociese ni obedeciese en adelante, bajo la pena de ser castigado como fautor del cisma.126

En la sesión 14ª se recibió y fue leída en el concilio la abdicación de Gregorio XII; mas Benedicto XIII, a pesar de las gestiones que se practicaron para comprometerle a renunciar, continuó pertinaz hasta su muerte, viéndose obligado el concilio a formarle proceso, deponiéndole después en la sesión 37 de todas sus dignidades y oficios, como perjuro y sostenedor del cisma.127 Entonces se pensó en la elección de nuevo pontífice, la cual se verificó en la sesión 41, recayendo en el cardenal Colonna, que tomó el nombre de Martino V, y fue reconocido por la Iglesia universal. Así terminó el famoso Cisma de Occidente, a cuya sombra se cometieron no pocos abusos, y durante el cual se turbó la paz de la Iglesia de una manera tan lamentable.



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