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La íntima promesa de las formas

Rosalía Baltar





Cada estación trae en sus más nuevas creaciones alguna secreta señal de las cosas futuras.


Walter Benjamin                


Este trabajo tiene dos momentos que resignifican, además, dos espacios y dos voces. Sin embargo, persigue un sólo objetivo: demostrar la construcción de la voz pedagógica, correctiva y censora de los escritores románticos del ´37 en la imagen pública de sus editores. Para otra oportunidad, arriesgo que esa construcción fue edificada en los albores del XIX, con el impulso ilustrado y neoclásico de Mayo, y pervive en la actualidad, en nuestro modo de ser tan autoritario cuanto a las letras se refiere. Y, para volver a un tema menos áspero, cicatrizado por la distancia del ya casi lejano XIX, tomaré como puntas de análisis las voces de Sarmiento en El Zonda (1839) y las de Alberdi en La Moda (1837-8). Los espacios corresponden a sociabilidades y experiencias muy distintas: el San Juan aún colonial y ahogado en el interior, y las orillas de un Buenos Aires que respira sangre, sangre y puñal punzó1.


El fragmento está de Moda

Corría 1837 y las gentes de Buenos Aires asistieron al nacimiento de uno de los eventos editoriales más importantes del momento. El engendro fue un niño charlatán con nombre de mujer, La Moda. Moda era el gacetín porteño redactado en su mayor parte por un personaje que, como él, enmascaraba su nombre bajo una vestimenta ajena y a la que exhibía a modo de disfraz: Figarillo. Moda y Figarillo claman por el momento, por el impacto de la novedad, por la elegancia de lo nuevo y sorprendente; Moda y Figarillo son o quieren ser productos «inteligentes», «civilizados». Desean sacarse el chiripá y ponerse el frac. Pero se encuentran en un territorio hostil: la roja argentina bárbara, mal parida, niega los cambios, se resiste a ellos y, entonces, Moda y Figarillo acuden presurosos a explicar, ordenar y dictaminar lo que creen/saben que, para el «país», es lo mejor.

Juan Bautista (Figarillo) supo decirle alguna vez a Sarmiento que bajo la lisura civilizada del frac asomaba en él el rugoso chiripá del norte. No está mal como apreciación, pero se lee en Alberdi que él tampoco se había sacado toda esa vestimenta tan odiosamente española y bárbara. El gacetín porteño es un ejemplo de la tensión entre la cultura que debe abandonarse y la que se desea imponer, tensión que se resolverá, con el tiempo, en un doble destino: destinada a perder, porque se trataba de implantar cultura y costumbre desde una ajenidad que clausuraba lo imperante y combate menos novedoso y menos radical de lo que parece. Es que querían ser terminantes, pero, los agentes de esta «revolución» compartían una lengua, algunos usos, algunas lecturas y ya una pequeña historia con la barbarie. Los románticos también eran la barbarie. Por eso creo que los cambios eran menos «cambios»: estaban luchando, si se quiere, contra sí mismos y, a cambio de construir un proyecto transformador finalizaron sus días en la conservadora mirada del ´80.

Paradójicamente a esta primera propensión a las transformaciones, la generación romántica se perfilará, con el tiempo, con una fuerte tendencia a la refracción de los cambios. William Katra señala, no sin razón, que esto no resulta excesivamente extraño, si se contempla la visión idealizada que sostuvieron los románticos respecto de los acontecimientos de Mayo pero, también, el quebranto del sistema social que en el período post-revolucionario se produjo y que afectó la configuración socio-económica de las familias tradicionales a las que casi todos sus integrantes pertenecían. Se origina así un camino hacia la «conservación», con una peculiar resistencia a los valores que, en lo que se ha dado en llamar la etapa fundacional, se encontraban vigentes en el período de su juventud -la «restauración». Ésta no sólo fue de las leyes desde la perspectiva jurídica sino de cuestiones que regularon un modo de vivir una cultura muy precisa: antiguos intereses y costumbres coloniales, la también colonial iglesia católica y una nueva clase de agentes comerciales aliados con intereses extranjeros. La reacción, en sus juventudes, no se hizo esperar, pero, como no todo es tan prístino y delimitado y, especialmente, como la generación romántica formaba parte de aquel campo cultural, aun en su intento por matar al padre se hace evidente que sus estrategias de denuncia y resistencia, y sus propios puntos de vista se muestran más de una vez en una clara cercanía y parentesco con aquello que rechazan porque, sin vencerse del todo, vence en ellos el otro que los habita. Es así que el período que cubre el poncho del gauchaje federal es también el de las puntillas francesas y, en el tejido de esos finos encajes corren, ardientes, las fibras de una pasión punzó.

El gacetín portaba el eslogan «VIVA LA FEDERACIÓN!», lo que, en tiempos de necesidad de hablar y, al mismo tiempo, sobrevivir, no dice nada de las opiniones de los autores; es cierto, además, que no atacan la figura de don Juan Manuel. Sin embargo, el gacetín lucha contra esos lugares de la cultura en los que se alojan las filas del Restaurador. Lucha contra las costumbres coloniales aún vigentes, lucha contra los modos de sociabilidad porteña y las interacciones tradicionales entre hombres y mujeres. Entonces, La Moda se convierte en un prospecto para el cambio que, como señalan Iglesia y Zuccotti,

tiende a reemplazar la costumbre para instalar en su lugar nuevos hábitos que, a su vez, deberán convertirse en costumbre. La estrategia de La Moda consiste en presentar el ataque a la persistencia de la tradición como si se tratara de una corrección benefactora y amena.


(66)                


El lugar de lucha, con su estilo correctivo y deóntico, no propone un cambio sustancial en cuanto a lo estratégico. Por el contrario, es una lucha que opera desde parámetros culturalmente compartidos con el espíritu que pretenden rebatir. Aparece un intento de modificación de las costumbres sin alterar algunos principios centrales de esas costumbres. Leo que el tono general del gacetín es marcadamente anticlerical (ataques a la iglesia católica colonial del período). Sin embargo, también leo que se prescribe sobre cómo comportarse y vestirse en el templo. O se hace notable que, si bien aparece la idea de que la lengua española representa el atraso y la barbarie y se haría mejor en adoptar las lenguas francesa e inglesa, esto es, las que traen en sí los signos del progreso, La Moda se exhibe como una máquina de traducción, proponiendo un lector hispanohablante, un lector al que le llegan las ideas nuevas pero mediatizadas por el redactor competente que las traduce (y no sólo de lengua a lengua sino también de dificultad a agilidad y liviandad: labor digestiva y digerida). En este sentido, no extreman el procedimiento de algunos periódicos pro-Rosas que, sin ningún empacho, se deciden por escribir en la otra lengua -el British Packet- o, como de Angelis, publicar un periódico en edición trilingüe.

Acaso estos datos nos muestren que, pese a la pretendida correspondencia entre la democracia política y una política democrática de las costumbres, el dictado de La Moda es tan arbitrario y dictatorial como el ejercicio de la política que sus hacedores criticaban. A nivel estratégico, el discurso jurídico se impone en todos los aspectos de la cultura y, entonces, no sólo se dictan las leyes sino las formas de vestir, conversar, leer y vivir. El apego a la norma, al dogma, ¿no es una cuestión de obediencia y fe? De hecho, don Juan Manuel también tenía la costumbre de dictaminar sobre lo que decir y el color del vestir.

Al modo del decir jurídico, La Moda prescribe acerca de diversos aspectos de la vida cotidiana. Las notas que el periódico contiene son, en muchos casos, construcciones de tablas de ley, con artículos numerados o catálogos léxicos y advertencias, reglas, órdenes. Se regula así un lenguaje (aparece un álbum léxico que define algunos elementos de la sociabilidad y los modos en que hay que tomarlos), las formas de agruparse, los rituales que rigen la vida doméstica. Se denosta la presencia del loro en las casas, puesto que su automática lengua perturba la civilización con los ecos del antiguo estado colonial.

En el artículo «Costumbres. Reglas de urbanidad para una visita» (N.º 3, 02/12/37), Alberdi critica el uso de animales domésticos y reglamenta lo que en ese uso debiera cambiarse (las ideas de las dueñas que representa la voz del loro):

A propósito de loros: hay dos cosas esenciales en toda casa de gusto: un loro y un perro faldero. Puede suplir al loro una cotorra [...]. Las costumbres literarias del loro y de la cotorra, como las de nuestra sociedad, siguen las mismas que en tiempos del Rey. En vano ha habido una revolución americana: el loro, como si fuese bizcaino de nación, no ha querido entrar en la revolución. Todavía sigue con Lorito real, para España y no para Portugal.[...] Yo no sé de dónde sale este empeño por no dejar que el loro sea republicano, como si para esto, fuese necesario entender lo que se habla.


(1938: 88)                


Hacia el final de la cita precedente se lee el perfil de obediencia que debe tener el pueblo: tomar la república como artículo de fe, más allá de que se comprenda o no.

Se define la literatura a partir de una nómina de «Teoremas fundamentales de arte moderno». Allí puede verse cómo la idea que impera es la de las reglas del arte en tanto sistema, pero también el cruce que éste y otros rastros de la Ilustración sostienen con el Romanticismo en la producción de la generación (Iglesia y Zuccotti: 69). Me refiero a la forma constructiva de esos teoremas, porque, si bien se habla de lo bello en términos de reglas y sistema, el articulado que define tal sistema y construye esas reglas resulta ser una selección de frases célebres, algunas con la referencia (Beranger, Fortoul, Leroux, e incluso Anónimo), otras sin datos. No hay un armado sistemático de reglas sino que se «ordena» el azar de la cita, y la selección depende de las lecturas y gustos del redactor. Se pretende universalizar lo personal, resultando así, un traje ilustrado que cubre un cuerpo caprichoso e individual.

Para quién se escribe es quizás la primera pregunta que surge para construir la imagen de lector pero también de la de quien escribe. En La Moda hay, por una parte, un interés pedagógico por generar «habitud de leer» (77) entre los jóvenes, para que la literatura se mezcle entre sus entretenimientos y luego sea ella la que domine esos hábitos del ocio y pueda cultivar «ideas y los intereses sociales» (77). El programa que se impone para la formación de ese hábito lector radica en la variedad y novedad; La Moda se presenta como un señuelo de imágenes fragmentadas para capturar al lector joven que carece del hábito de la lectura. Después llega la doctrina:

Nos parece el más propio, el de mezclar la literatura á los objetos lijeros que interesan a los jóvenes. Que la literatura les dé lo que ellos quieren, y la buscarán. Después les dará lo que ella guste. Venga la habitud de léer, y después la regla de esa habitud.


(77)                


Los materiales serán pequeñas piezas, presuponiendo, desde luego, la ignorancia del joven lector, pero también su tendencia al aburrimiento frente a la literatura antigua, actitud que pretende ser compartida por editor/lector. Lo antiguo, así, siempre es disvalor debido a la pesadez, lentitud y dificultad que en sí conlleva («La literatura no será para nosotros Virgilio y Cicerón», 77). De allí que el prospecto inicial enuncie, en forma de catálogo numerado, un código de elementos que «este papel contendrá»: Notas sobre modas en trajes, peinados, muebles, calzados, «en puntos de concurrencia pública», en asuntos de conversación general; resúmenes de «producciones inteligentes», nativas o foráneas; nociones «claras y breves» sobre música, literatura, poesía, costumbres; nociones «simples y sanas» de urbanidad democrática y noble en el baile, en la mesa, en las visitas, en los espectáculos, en los templos. «Indicaciones críticas de varias prácticas usadas a este respecto»; poesías nacionales «inéditas y bellas»; «crónicas pintorescas y frecuentes de los paseos públicos, de las funciones teatrales, de los bailes, de los puntos frecuentados y amenos, de las excursiones campestres del próximo verano» (77/8); un Boletín Musical acompañado de una partitura «siempre nueva» (minué, cuadrilla, vals)...

En este «papel», una sola y exclusiva limitación: «Nuestras columnas serán impenetrables a toda producción fea y de mal gusto» (78). A modo de la actual revista Caras, el verdadero protagonista de estas páginas es un escritor que deambula en busca del retrato de las relaciones con los espacios públicos que dibujan la imagen pública de la sociabilidad. Todo aquello que concierne a cierta sociedad exclusiva: la de los suscriptores que pertenecen a un mundo social compartido, centrado (¿en apariencia?) en sus preocupaciones por trajes, muebles, costumbres, conversación, lugares públicos por los que transitar para ser, para pertenecer. El narrador, sin embargo, no sólo anuncia que recorrerá el mundo porteño para mostrarle, mediante «nociones» siempre «sanas», «simples» «fáciles», «claras» y «nuevas», los modos de ser y estar que deben imperar en esta sociabilidad porteña, alzando con esto la visión de sí de un pedagogo y la imagen de un público casi infantil y medio superficial, sino que presenta, además, las formas incorrectas de las que «hoy» se hace uso en el teatro, en la mesa, etc. Pedagogo y censor se unen en la imagen del editor que persigue las formas «ligeras» para que el público comprenda.

El editor elige las formas de la traducción en tanto método para expresar, en distintos medios, la cultura a adoptar. Así, no sólo traduce, adapta, divulga de papel a papel sino que selecciona «traductores» para hacer lo propio con otras cosas, sin ir más lejos, la moda. En el artículo «Últimas modas francesas» en muebles, en vestidos de hombres (sombreros, colores, géneros, pantalones, botas, corbatas), «modas porteñas» -modificaciones de las europeas-, refiere los comentarios de «Mr. Coyle», una especie de Armani inglés devenido en intermediario entre el fraque, levita, pantalón y chalecos europeos y las adaptaciones que deben regir los usos de estos accesorios y vestidos entre los americanos. Por ello, Alberdi sintetiza: «Tal es la moda inglesa introducida por su representante Mr. Coyle. Pero también la moda francesa es recibida en Buenos Aires. En el otro número mostraremos la forma en que las últimas han sido adaptadas por Mr. Meslin y Hardoix» (79).

La moda es copia, pero hay que adaptarla (al clima, a los espacios, a las posibilidades de la importación). Mr. Coyle y los franceses que Alberdi toma en cuenta como «representantes», mientras tanto, hacen su negocio y ejercen el monopolio de la moda que Alberdi pretende para sí en el terreno de las ideas y las letras. Unos y otro son «hombres inteligentes» que, según el editor, adaptan y modifican la moda para uso de los «elegantes» y contribuyen, así, a la civilización de los porteños y sus mujeres. Los sastrecillos, «divulgadores» de la moda europea, ofician de intérpretes, de traductores del vestir y del mobiliario de las casas porteñas que pueden acceder a los géneros importados, que esperan las novedades de los barcos, que están ocupados en estas cosas, que pueden cambiar una y otra vez y que, efectivamente, pertenecen a una sociedad patricia que también recurre a la novedad desde el arcón de la abuela.

El lenguaje incorpora los términos de moda, puestos en cursiva para señalar su innovación y una narrativa de la sociabilidad porteña: los colores favoritos de la paquetería, una mano que se adereza el jopo y el editor, como un modisto de alta costura, ofrece conceptos de literatura y artes en la versión pret a porter de su colección.

El mundo de La Moda reproduce la imagen del «club social», anticipando el entre-nos de los Mansilla o el mismísimo y selecto público de «El Club de El progreso» de La Gran Aldea, en su valor exclusivo y excluyente de las revistas de sociedad o la sección «Sociales» de La Nación:

Habría podido servir de modelo esta moda, la señora M. A. B. como se presentó en el Retiro el último Domingo. La noble simplicidad de su porte y su rara posesión del caballo, acababan por hacer de ella una belleza perfectamente sansimoniana.


(84)                


Antes del cierre, hay un artículo, «Gente aparte». Allí se produce un escenario: el teatro; actores: las gentes de la cazuela y el patio, condenados por sus incorrecciones sociales, por su falta de adaptación al espacio que están ocupando, por su no saber. En ellos, todo lo que se ha propuesto como moda se vuelve crítica en su mal uso, desvío expresado en cada acto, en las salas, en el sombrero, en los manners de estos «oyentes de misa desde el pórtico» (79). Movimientos desubicados en las calles y en el teatro, que terminan expresándose de modo corporal y brutal.

Ante el comme il faut de la moda de la gente elegante, también el editor propone mostrar lo que no debe ser imitado, lo que debe cambiar. Éste, por supuesto, no es el público al que se dirige, sino la barbarie que es usada para exhibir las virtudes de su imagen de escritor refractada en el espejo de los ojos públicos. El lector selecto, aquel otro que no sólo comparte su buen gusto sino que ve con descontento estos usos apresurados de objetos valiosos de la cultura que son tomados por una «canalla» poco preparada para ello, es, también, el editor selecto. La única diferencia es el grado de poder/saber entre ambos: son una misma madera, pero uno es el que puede/sabe y el otro, una criatura por saber.

Exclusividad garantizada por la definición negativa de esta «Gente aparte», que se asociará con lo viejo, la barbarie, lo corporal y la tradición española. Estos dos universos abren las puertas a un narrador que enseña qué hacer y catequiza sobre lo que no.




Palabras que no se las lleva el viento

Halperín Donghi señala que entre las experiencias importantes del primer Sarmiento se encuentra la de haber asistido a la Escuela de la Patria en San Juan, aquella que vino en reemplazo de la Escuela del Rey, de acuerdo con lo que el mismo Sarmiento narra en Recuerdos. Este hecho tiene su importancia porque la Revolución penetra en el espacio institucional más fuerte en términos de agente reproductor de la cultura y esta escuela ya no será «el instrumento creado por una sociedad para perpetuar sus módulos culturales, sino el medio revolucionario de transformar con rapidez esos módulos» (VIII). La experiencia de la escuela impone un modo de ser republicano donde explícitamente se niegan los tópicos constitutivos de la tradición colonial, tan arraigada por otra parte. Sarmiento no sólo aprende las primeras letras: también que todo orden puede desplazarse; también que la escuela es el instrumento más adecuado para la generación de transformaciones, también, por último, que la represión, la supresión, la ignorancia de evidencias, etc. es un elemento del poder: el poder puede hacer esto o aquello, puede explícitamente ignorar cosas inconvenientes. Esta idea de construir un nuevo orden, que no sólo desplaza sino más bien amputa el anterior se ve en su primera producción periodística, El Zonda, a través de varios aspectos, pero, especialmente, en la forma de construcción del sujeto lector.

El periódico tiene dos caras: voces de editor, voces que parecen múltiples pero que contribuyen a la formación de una sola, y voces particulares, con firma y nombre propio que arman también una imagen particular, en la orilla de la recepción, en los que leen. Así, estas dos caras van del anonimato a la construcción autobiográfica del sujeto «editor», conformando fases de una misma voz. Por eso, los destinos del periódico se unen momentáneamente a los de su editor: ambos traman un «ser oídos», ambos urden la pretensión de que son leídos/escuchados a partir de ese abanico de voces que se escriben en el viento y que serán la excusa perfecta para la imposición de un orden que pretende corroer los cimientos de otro. Cada pilar de lo viejo es un lector; cada réplica es un cambio, una amonestación, una «enseñanza».

El Zonda puede ser leído como periódico y como una simulada autobiografía que comienza con un rasgo: construir la voz ajena como espejo y contracara de la propia voz. Elemento, éste, que aporta al conjunto de números (escasos seis) un carácter endógeno que es preciso verificar en la relación que el diario guarda con la correspondencia que supuestamente recibe. En la asunción de la no demostrable aunque convincente hipótesis de que todas las cartas han sido escritas por Sarmiento o los otros editores, estos lectores, representantes del «pueblo» portan un carácter especial: es el de no ser especialmente cultos o especialmente lectores o especialmente civilizados y europeos2. Don Serio, Don Rudo, Doña Josefa la Puntiaguda no son especialmente críticos especializados, no son periodistas, ni escritores, esto es, es público a secas y no un interlocutor a la altura de los editores. Contraejemplos del buen pensar, del buen saber, del buen decir, cada uno de ellos presentará algunos temas a discutir o repetirá tópicos que al editor le interesa rebatir. Cada uno de ellos, además, poseerá un estilo personalizado pero una base común de «ignorancia» respecto de lo que hablan por lo que, en todos los casos, se convierten en alumnos amonestados del editor maestro. En este sentido, las ideas de corrección y el uso de lo que es correcto aseguran una línea de análisis para la exposición de las cartas, para su publicación y los argumentos que se exponen de continuo para rebatirlas.

En la presentación del número 8 de la revista sYc (octubre de 1997), número dedicado a «La corrección», se definen estos dos conceptos. Por «corrección» se entiende:

un modo del hacer convocado por una imagen de lo perfecto posible, sostenido por un haz de situaciones teóricas, una norma previa a aplicar, su aplicación o aplicabilidad, un error posible o probable en relación con un código previamente admitido, un sistema de operaciones que descansa sobre una idea o un deseo de perfectibilidad: abre, en consecuencia, el campo a una pragmática.


(5)                


Por su parte, «lo 'correcto' se dirige hacia lo ya hecho y presupone una capacidad de emitir juicios, configurados, por cierto, 'desde' un lugar consagrado de enunciación» (5). Entre uno y otro concepto se abre un campo de importante complejidad puesto que mientras en la práctica de la corrección pueden existir costados morales, opresivos y autoritarios pero también «uno de los modos más elevados del respeto y la solidaridad» (6), el sentido de lo correcto incluye un cuestionamiento por la subjetividad de quien dictamina, enjuicia e, incluso, corrige. Agreguemos, como última cosa, que no siempre corregir es imponer lo correcto, sino también sugerir un parecer, abrir el campo a otras posibilidades.

Hablamos aquí de Sarmiento y El Zonda pero es indudable que los escritores del ´37 y aquéllos que pertenecieron al régimen rosista trabajan sus textos y los textos ajenos desde las tensiones que proponen ambos términos. Cuando se piensa en el sentido de la corrección en de Angelis, sentido que ha sido denostado por la crítica posterior y que se toma como una claudicación por parte del intelectual frente al poder (Rosas corrigiendo sus relatos), no suele imaginarse que esa relación pueda estar inscripta en un concepto del trabajo intelectual no egótico, personalizado, sino, por el contrario, en la expresión conjunta de la colaboración3.

Por otra parte, se ha indagado anteriormente en la posición de Alberdi como voz legislativa, que imparte la ley más allá del género en el que se encuentre inscripta y que es una voz ejerciendo el deber ser, ubicándose más bien desde el segundo de los sentidos, el de lo correcto. Podría decirse que Sarmiento se encuentra en el medio de estas posiciones: entiende que corrige colaborando con el que necesita ser corregido y, además, impone lo correcto consolidada su imagen no sólo por el lugar de enunciación desde el que se presenta sino por lo que el ejercicio de corregir le asegura como lugar de enunciación. En la mayoría de las cartas de lectores aparece la voz que corrige y amonesta: una razón más para leer en esas voces, una sola voz que, corrigiendo, se corrige.

Otra cuestión a tener en cuenta respecto de la corrección es que siempre trabaja con otro texto, esto es, en un juego intertextual de necesaria lectura. Los editores del periódico corrigen sobre las cartas, las cartas los corrigen a ellos, y pareciera un enjambre de voces lectoras críticas, puesto que corrigen y escriben sus correcciones. Se asegura un segundo móvil en Sarmiento: la exhibición de que se es leído, que, aunque negado por el propio texto a través de la amarga confesión de la falta de venta de los ejemplares, muestra a un Sarmiento interesado en hacerse oír.

Una de las características que salta a la vista respecto de las cartas es la variación de los apellidos de los lectores sobre una misma base común: Don Serio, Don Gurdo, Don Rudo, Doña Josefa la Puntiaguda. Algunos revelan el contenido central de su epístola y todos expresan la misma actitud satírica del periódico. La otra, es que en el diálogo que se expresará entre cartas y contestaciones editoriales se sostiene un modo polémico desigual -el editor siempre se queda con la última palabra- a partir de una predicación psicológica (Leech) directiva. El Zonda es el imperio de aquellos actos que intentan modificar el terreno del otro desde una voz autorizada para tal fin que atraviesa distintos grados de intensidad o cortesía: sugerir, aconsejar, prohibir, dictaminar, mandar, amonestar, rectificar, ordenar, imponer.

Quien inaugura la sección «Correspondencias» es Don Serio. Desde las primeras líneas de su carta se advierte la posición encontrada que adopta este «primer lector» del periódico: posición que determina el género del periódico, inscripto en la tradición de los diarios satíricos costumbristas. «He visto el primer número de su periódico (a quien deseo larga vida) y me he llenado de disgusto» (41), comienza, para seguir destacando la inexperiencia de los editores (es la primera vez que escriben para el pueblo) y la consecuente falta de respeto hacia él puesto que han quebrado un pacto al cambiar el modo de dirigirse a él «que era regular» (41). Interesante reclamo el de reconocer que la transformación de un modo de decir requiera un aprendizaje en el modo de leer: una forma de concebir el género en tanto institución contractual.

No es sólo el género satírico el que se impone como novedad en el San Juan de 1839, sino el periódico mismo. El género existía desde hacía rato en Buenos Aires, Montevideo, Santiago de Chile e incluso las provincias del Litoral. Ya frente a las reformas rivadavianas habían aparecido diarios satíricos, de tonos diversos y divisas marcadas; la variante que aquí ejecuta Sarmiento tiene el antecedente inmediato, La Moda, publicado el año anterior y proyectado en el año 39 en el Nacional de Montevideo, cuyo carácter imita en lo general el relato de costumbres esbozado por Larra en el romanticismo español. Si la sátira atraviesa la virulencia política con los primeros periódicos que se oponían a lo que llamaban las políticas rivadavianas y de alguna manera se «lava» con la práctica del romanticismo local, no así el aspecto «costumbres» dentro de su programación donde crítica de éstas y muestrario de nuevas a imponer marcan las generales de la ley. Lo que hace de El Zonda una novedad casi irritante es que es un periódico donde la voz «editorial» es una voz que puede singularizarse, que puede reconocerse como la de un particular. El único periódico que había circulado en San Juan previo a esta iniciativa sarmientina era un pliego que reproducía las acciones del ejecutivo o los debates de la legislación. El Zonda habla por primera vez con voz singular y lo que dice también es singular: cuestionamiento de las costumbres imperantes, del estado de la ciudad y de la provincia, de la deplorable situación respecto de avances cívicos (el censo, la alfabetización, los movimientos de la aduana, etc.).

Don Serio, entonces, cuestiona el acto de decir porque con ello se enteran quienes no deben de las miserias que el diario denuncia; se cuestiona, asimismo, la actitud del decir, la actitud satírica, expandida al soporte material: la novedad de cómo se presenta el diario «en dos pliegos de papel, cosa que no se ha visto en el país hasta ahora» (2001: 43); se admite y confirma lo que el editor dice, ubicándose, así, en el mismo plano «intelectual»; se aconseja, advierte, sugiere y «vitupera»; se llega a la conclusión de que no innovar es lo mejor y, por lo tanto, no escribir; se sienta los tópicos centrales que desarrollará el periódico, entre ellos, el largo debate de las numeración de las calles; el lector, en suma, considera que con decir no se remedia nada, que todo lo que se dice es verdadero pero irremediable y, por tanto, la sugerencia es callar.

La voz del lector incluye la de la supuesta multitud que lo respalda frente a esta «entrada de bufones» en el mundo editorial de los jóvenes escribas. El pueblo y él no están acostumbrados a la actualidad (ni la desean) y esperan un modo de escribir «tradicional». Así, el editor puede replicar. Condena desde el vamos a Don Serio puesto que parece no entender lo nuevo, valor que tanto en Sarmiento como en Alberdi se constituye en el signo de la generación. De allí que todo se reforzará en el momento de la firma: Don Serio versus los bufones que escriben. Con el uso constante del indefinido y no deíctico «uno» y la tercera plural «nosotros», Don Serio se pone del lado del pueblo Sanjuanino, es la voz del pueblo y no está, como éste, para chanzas. Se abre la polémica que sólo finalizará con la muerte del periódico.

Sin embargo -y he aquí la estrategia que confirma la carta como una escena para la exhibición de las ideas de los editores-, lo que provoca el enojo de Don Serio no es desdicho en el texto: la pintura de un San Juan muy atrasado se confirma: «yo confieso que UU tienen razón y dicen la verdad en lo más de lo que han escrito» (2001: 43). Cuestiona que se sepa y de este modo afirma todo lo que han dicho los editores en el discurso preliminar: que en San Juan sólo hay viñas arruinadas, potreros y abrojos...

En el mismo número, uno de los editores que firma con sus iniciales D. F. S. (¿Quién sino?), dice haber recibido una «diatriba» contra él y su colega Quiroga Rosas. D. F. S. no pide espacio para contestar los agravios sino para publicar el texto agraviante puesto que pone de manifiesto «el estado de nuestra literatura, crítica, poesía, &. hasta el año 39» (44). Desde luego, el texto presentado a continuación, es una especie de poema en dísticos firmado por Don Gurdo dedicado a «sus contemporáneos los eruditos a la violeta, EE de El Zonda» (44):



Que un Quiroga y un Sarmiento
Sean hombres de talento,
Ya lo veo.

pero que como editores
ellos sean los mejores (1)
No lo creo.


Una estrofa afirma y la otra, adversativa, amonesta. El procedimiento que se arma con anáforas y que se reitera con ese estribillo alternado «Ya lo veo/No lo creo», repite la lógica general de todo el texto y estas «conversaciones» entre editores y lectores. El poema va acompañado de unas notas. Por ejemplo, la segunda estrofa tiene la primera nota que señala: «(1) Mejores, comparativo. ¿Mejores, que quiénes? ¿Dónde está el otro término de la comparación?» (2001: 44). Las estrofas siguientes reiterarán el tenor de las iniciales y de la carta de don Serio y el hecho de publicar algo que se critica son ejecuciones artificiosas para exponer un modelo negativo. Así, junto con las notas las escenas propuestas por las cartas de lectores recorren el camino de la corrección y rectificación de los editores.

El editor expone claramente su sistema de corrección a través de las notas. Esta dinámica será sostenida hasta el fin del periódico. Alterando los tiempos de lectura, esto es, saltando por alto la ficción habitual del periódico (el lector comparte con el editor el momento de lectura de otras cartas de lectores), el editor entrega las cartas ya leídas y comentadas. De este modo, todo lector es «vigilado» en su lectura: por sobre su hombro se asoma la sombra terrible del maestro-editor.

Examinamos un último ejemplo. Doña Josefa la puntiaguda:

SS. Editores del Zonda.

Angaco Viernes por la manana.

Después de saludar VV. y desearles la mas cabal salu como mi fino afeuto se las desea, paso á decirles que habiendo mandado mi niño grande al pueblo á comprarme los vicios, me vino trayendo un papel con unos letrones que nunca se han visto tan grandes y medios chuecos no se como y que esto era la noveda en el pueblo de los botones que dice y otras cosas, y como no hay libros ni donde comprarlos de cosas asi que no aburran mucho que una sale del remo de la cocina Dios sabe como, y los niños que lloran y gritan todo el dia, jesus que ya no hay paciencia pa sufrirlos, ni le dejan descanso á una hasta que se duermen, como iba diciendo agarré el papel y me puse á medio leerlo y aun que no he podido entender sino algunas cosas he visto que hablan mucho del siglo y que les dicen que pertenecen al siglo y aunque soy yo una ruda se mease que esto no es cosa buena porque conversando con mi comé [o comá, no se entiende] Melcho me dijo que ella abia bajao el año pasao á un sermon de cuaresma y oído decir al padre muy enojao los hombres entregados al siglo las mugeres dadas al siglo y que ella entendia por esto quel siglo era el Diablo Ave maria!


(1939: n.º 3, 3)                


La reproducción de la oralidad en este fragmento atraviesa una intención de ofrecer un contrapunto a la voz editoral. Si bien la oralidad se convierte en todo el diario en un recurso usual y hasta se diría que buscado, no siempre funciona del mismo modo. En este caso, se trata de un texto (la carta) cuyo registro adecuado es el de la escritura y que, por ignorancia, se subvierte y se convierte en oral a partir de la selección léxica y, especialmente, la supresión de fonemas que, en el ámbito del castellano, sólo se permiten en lo coloquial e, incluso, determinan el nivel sociocultural del sujeto hablante. Con expresiones tales como «pa» (por «para»), «enojao» (por enojado) el enunciador se pone en evidencia respecto de su formación. A esta cuestión se suman el hecho de que declare su poco contacto con los libros -producto, sin embargo, no de su desinterés si no de la escasa existencia y circulación del material-, y que sea una mujer. No por nada se trata de una mujer, del «interior» del mismo interno San Juan, con un nivel de lecto-escritura que parece asociarse inmediatamente con la pregunta que formula -qué significa el siglo- y con las autoridades a las que apela -el cura del pueblo y su comadre: Doña Josefa es el atraso de no saber escribir, de consultar con autoridades incompetentes y de pertenecer a un siglo (el Siglo) que desconoce.

Ambos editores se construyen como sujetos responsables del destino del otro, sea «pueblo», sea «sociedad selecta», pero también como censores y pedagogos que poco espacio le atribuyen a la libertad en lo que al hacer de los lectores toca en sus ideas, pensamientos y costumbres. Éstos son gente que, desde luego, debe aprender sin cuestionar a quienes y a aquellos que los pretenden adoctrinar. En medio de muchas diferencias, Alberdi y Sarmiento, en definitiva, utilizan la voz del otro para legislar la costumbre, para enseñar, para ser maestros de una época y pese a exhibirse como modas y vientos, sus palabras se hacen y dicen para perdurar una tradición, en sentido educativo, dogmática y poco liberal.








Bibliografía

  • Alberdi, Juan Bautista (1837-8). La Moda. Edición facsimilar de la Academia Nacional de la Historia. Estudio preliminar de E. Oría, 1938.
  • AAVV, La corrección (1997). Número de la revista sYc dirigida por Noé Jitrik.
  • Baltar, Rosalía (2002). «Pedro de Angelis, erudito y ladrón». Actas electrónicas de las III Jornadas del Departamento de Historia. Mar del Plata.
  • Halperín Donghi, Tulio, «Estudio preliminar» 1956. En Sarmiento, D. F. (1853), Campaña del Ejército Grande. Méjico: Fondo de Cultura Económica.
  • Katra, William (2000). La generación de 1837. Buenos Aires: Emecé.
  • Sarmiento, Domingo Faustino (1839). El Zonda. Edición facsimilar de la Academia Nacional de la Historia. Estudio preliminar de Juan Pablo Echagüe, 1939.
  • Sarmiento, Domingo Faustino (1839). El Zonda. Antología. Edición, selección y prólogo de Rosalía Baltar. Mar del Plata: Estanislao Balder, 2001.
  • Iglesia, Cristina - Zuccotti, Liliana (1997). «El estilo democrático: último grito de la moda». En Mora. Revista de Área Interdisciplinaria de Estudios de la Mujer. Buenos Aires: Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de Buenos Aires, número 3, agosto.


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