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La invisibilidad del teatro español actual

Jerónimo López Mozo





Estamos tan acostumbrados a oírlo, que apenas nos inmutamos cuando se anuncia que el teatro está moribundo o que ha muerto. Mucho menos cuando comprobamos que la alarma no es reciente, sino que viene sonando desde antiguo. A veces lo hace más fuerte, como cuando, en poco tiempo, se produce el cierre de varias salas y entonces los medios de comunicación recuerdan que existe el arte escénico y se apresuran a interrogar sobre el particular a los grandes de la escena. Estos confirman que el peligro existe, pero que gracias a Dios el temido desenlace no se producirá, pues en situaciones peores se ha visto y ha sobrevivido. Sus tranquilizadoras palabras son creídas a pies juntillas, pues su voz es la de la experiencia.

Sin embargo, de un tiempo a esta parte se habla menos del asunto. Al contrario, los malos augurios han sido reemplazados por un optimismo inédito. De acuerdo con los tiempos que corren, la buena salud no se atribuye a la mejor calidad de los espectáculos, a la que no se suele aludir, sino al aumento de los ingresos por taquilla. Se habla en términos económicos y no en artísticos. Obviamente estoy en desacuerdo con un mecanismo que solo contempla la parte de negocio que hay en la actividad. Pero es que, además, ese termómetro me parece poco fiable. En primer lugar, porque el diagnóstico debería establecerse teniendo en cuenta algunos otros datos. En segundo, porque se aportan cifras globales que están lejos de reflejar la pluralidad de fórmulas teatrales existentes y, por tanto, el grado de aceptación de cada una de ellas.

No me parece que sea éste un tema menor. Porque yo sí creo, precisamente cuando menos se habla de ello, que la muerte del teatro es un hecho posible y quizás no muy lejano. Me apresuro a decir que no me refiero al teatro en su conjunto, sino a uno determinado, justamente a aquel que determina el verdadero estado de la cultura teatral de un país. He de recordar que, en el pasado, la amenaza afectaba a todo el teatro, porque el enemigo era exterior. Los momentos críticos se produjeron con el nacimiento del cine, primero, y de la televisión, después. De la alarma participaba toda la profesión. Pero ahora no sucede lo mismo. Afecta solo a una parte de ella. El aumento del número de espectadores y de las recaudaciones que dan pie al optimismo no alcanza a todos por igual. Es lógico que así sea. Los éxitos y los fracasos se reflejan de forma bien diferente en las cuentas de resultados. Tampoco ignoramos que determinados géneros dramáticos resultan más atractivos para el público que otros y que, en cada uno de ellos, no todos los espectáculos tienen igual acogida. Mientras unos locales cuelgan el cartel de no hay localidades, otros permanecen vacíos. No es agradable que eso suceda, pero lo es mucho menos que, en aras de ofrecer un balance positivo de la situación del teatro español, esa realidad se escamotee. Ese manto, que aparentemente cubre a todos, está a punto de conseguirlo. Hay una parte de nuestro teatro que vive al margen del triunfalismo reinante y que está abocado a su desaparición. Puede que sea inevitable. Pero haríamos mal los autores españoles en contribuir a ello negándonos a aceptar que el problema existe o fingiendo no verlo. Máxime, cuando tras años de marginación, el texto dramático está recuperando, en la escena occidental, buena parte del prestigio que tuvo.

Hace bastantes años, en 1977, el profesor Francisco Ruiz Ramón se refirió en su libro Estudios de teatro español clásico y contemporáneo1 a la «invisibilidad» del teatro español contemporáneo en el marco del teatro occidental. Aludía a la ausencia de autores españoles en los manuales, antologías y estudios publicados en el extranjero. La excepción era García Lorca y, en su opinión, no se producía, generalmente, por su condición de escritor, sino por las circunstancias de su muerte. Me parecía a mí que parecida «invisibilidad» se daba entre los autores españoles dentro de nuestro propio país. A la producida por la censura en la larga noche franquista, siguió otra propiciada desde determinados sectores de la profesión teatral de la que únicamente se libraron el citado Lorca y Valle Inclán. En 1996 me referí a ello en el prólogo al libro de Manuel Gómez El teatro de autor en España (1901-2000) en los siguientes términos:

Los demás dramaturgos no existen o su presencia es tan discreta que, fuera de sus propios círculos, pasa inadvertida. Muchos son los que contribuyen a que los autores, sobre todo los vivos, llevan una vida fantasmal: desde aquella grande de nuestra escena que declaraba allá por el 84 que le costaba mucho encontrar textos de autores españoles que le gustaran o aquel director que proclamaba que los clásicos eran los únicos autores vivos que conocía, hasta quienes hoy, cuando se plantean representar textos españoles, se los encargan a novelistas de renombre. Bien puede decirse que cuando un autor español vivo estrena es porque se ha metido de rondón en el escenario por descuido de los celadores de la cultura2.



Mis afirmaciones se apoyaban en mi propia experiencia, pero estaban avaladas por las carteleras de entonces. Es cierto que la nómina de autores representados era relativamente amplia y que algunos nombres se repetían con cierta frecuencia. Entre ellos, Alonso de Santos, con una veintena de obras estrenadas, y Fermín Cabal y Sanchis Sinisterra con doce cada uno. Pero también se observaba que otros dramaturgos con una importante producción en su haber aparecían de forma esporádica o sin regularidad. El éxito de La taberna fantástica, de Alfonso Sastre, no impidió que su siguiente estreno importante se demorara cinco años. Los cosechados en la segunda mitad de la década de los setenta por Martín Recuerda y Rodríguez Méndez con Las arrecogias del beaterio de Santa María Egipciaca y Bodas que fueron famosas del Pingajo y la Fandanga, respectivamente, tampoco allanaron su acceso a los escenarios. Alberto Miralles, que había estrenado en 1983, tardaría nueve años en hacerlo de nuevo. Son solo algunos ejemplos que ilustran la precariedad en la que trabaja el autor español. Más de uno compartía mi pesimismo. Domingo Miras, por ejemplo, afirmaba que era cierto el regreso a la palabra, pero no al autor vivo, que era considerado un lastre. Pero abundaban las opiniones en sentido contrario. Se esgrimía que, a pesar de las dificultades señaladas, la presencia del teatro de los autores españoles vivos en nuestros escenarios era un hecho incuestionable y con tendencia a aumentar. Unos datos referidos a aquellos años incluidos en Los teatros de Madrid. 1994-19983, libro editado por el Centro de Documentación Teatral, indican que, en cada una de las temporadas, entre cuatro y siete autores estrenaron más de una obra. El total de autores que alcanzaron ese mínimo a lo largo del período analizado fue de dieciséis, de los cuales sólo uno tuvo presencia en tres temporadas distintas y otros cuatro en dos. Dejo a la consideración de cada cual la interpretación de estas cifras. Creo que la presencia intermitente en los escenarios de los dramaturgos actuales, en unos casos, y su total ausencia en otros, a pesar de que su trayectoria profesional esté avalada por premios, publicaciones y el juicio favorable de los estudiosos, no da pie para tachar mis apreciaciones de exageradas. En cualquier caso, la suerte de numerosos autores está decidida y quizás sea inútil, a estas alturas, tratar de remediarla. Al fin y al cabo, nadie les echará de menos. Acabarán siendo, si no lo son ya, invisibles. Y es que, en el fondo, no son tan necesarios. Si lo realmente importante es el prestigio del teatro español, para garantizarle nos basta con dos o tres autores consagrados y unos cuantos más que les arropen. Aquellos existen, aunque no seré yo quién de sus nombres. En cuanto a estos, no faltan. ¿Para qué más?

Ocupémonos, pues, de los autores que estrenan, aunque sea poco. No voy a referirme al escaso entusiasmo con que se acometen algunas puestas en escena. Ya se sabe que con frecuencia se justifican por mil y una razones entre las que no figura el interés por el autor, ni por su texto. De aquellas, la más frecuente es que es una vía eficaz para acceder a las subvenciones públicas. Una vez obtenidas, el objetivo prioritario es lograr el mayor beneficio económico posible. Casi siempre es a costa de la calidad de los montajes. Pero la voracidad es tal y el desprecio por el creador y su obra tan manifiesto, que se llega a extremos que podemos calificar de surrealistas. Es el caso de un conocido empresario madrileño, que desconfiando tal vez de los resultados de la taquilla, decidió que no merecía la pena ofrecer todas las representaciones exigidas para percibir la subvención. Así, pues, despachó a los actores y a los técnicos a sus casas. Lo que sí hizo fue ingresar en la SGAE los derechos de autor correspondientes a las funciones que no habían tenido lugar. No procedió así para compensar económicamente al autor por el daño moral que pudiera haberle causado, sino para acreditar ante el organismo subvencionador que las representaciones se habían celebrado. Este es un caso atípico de invisibilidad, a mitad de camino entre la picaresca y la prestidigitación. Sin duda, podrían encontrarse algunos más. Pero lo que yo quiero es seguir hablando de la invisibilidad del teatro que escribimos y, más concretamente, del que se representa, sobre todo del que llega a los escenarios en condiciones equiparables a cualquier producción digna. Ya sé que invisible es lo que no puede ser visto y que, por tanto, no entra en esa categoría todo aquello que es mostrado. Sin embargo, a efectos prácticos, tan invisible me parece el teatro que, siendo representado, no tiene público, como el que no llega a materializarse en un escenario. Y creo que ese es nuestro caso.

Me van a permitir que tome prestada una escena de una obra titulada Pergamino de la historia de Francia, del dramaturgo cordobés Francisco Benítez4. Ocupa el Rey de Francia su trono y tiene a sus pies a La Bufona. Dice aquél: «¡Nobles de Francia! ¡Pares de mi noble reino! Ante mí convocados: Honra y prez de las verdísimas tierras, bravas garras de los cuchillos necesarios, depositarios de la ilustre sangre de los decapitadores primeros: Oídme: Porque vuestro Rey necesita abrir las puertas de su amargo corazón». La Bufona exclama: «¡Pero si está sólo!» «¿Qué importa? ¿No soy acaso el Rey de Francia?», responde el Monarca. La Bufona, cumpliendo su misión de hablar, le replica. «Yo sólo veo a un viejo hablando al aire de una habitación oscura». El Rey, enojado, aclara: «¡Pérfida Bufona! ¿No ves que ensayo?».

Algo así sucede con buena parte del teatro que se representa. Pasado el día del estreno, en el que amigos e invitados llenan la sala, el público que ocupa las butacas es escaso y lo que sucede sobre el escenario se parece más a un ensayo que a una representación. Incluso hay ensayos que están más concurridos. Nadie puede negar esto. Yo le he visto en los teatros de Madrid, no una, sino muchas veces. Y otras tantas, a pesar de la evidencia, he oído: «Hoy está flojo, pero ayer tuvimos un lleno». Mentira. Mentira innecesaria e inútil, porque a los pocos días la obra es retirada de cartel y sustituida por otra. El año pasado se estrenó una obra de un joven autor que, según la publicidad, se representaría hasta el final de la temporada. Traté de verla pasados cuatro o cinco días del estreno, pero había dejado de representarse después de que varias de las sesiones programadas hubieran sido suspendidas por falta de público. ¿Acaso el espectáculo era malo? Pocos lograron saberlo, porque ni siquiera se contaba con la referencia de la crítica, que todavía no había salido. En una ocasión, un autor amigo me decía que su obra había sido retirada para atender la gira contratada previamente y que, una vez concluida, regresaría al mismo escenario. Obviamente, la gira no existía y el productor tuvo que improvisarla, con resultados, según supe luego, desastrosos. Este mismo verano, otro colega me contaba la buena acogida que estaba teniendo su obra a todo lo largo y ancho de España y la cantidad de contratos que habían rechazado por falta de fechas libres. Poco después supe que el protagonista estaba interpretando, en las mismas fechas, no una, sino dos piezas más. Tratándose de un actor al que me une una buena amistad, tan pronto como le vi, le pedí que me explicara como había conseguido el don de la ubicuidad. Por supuesto, no había milagro. Los tres trabajos eran compatibles porque apenas había actuaciones contratadas. Y es que hoy, a cuatro bolos, se le llama gira. Son puras anécdotas, pero las cuento porque retratan una situación cierta y porque ponen en evidencia que los autores, como ese Rey de Francia de la obra de Benítez, fingimos ignorarla o, lo que es peor, la manipulamos sin que alcance a saber en busca de qué beneficio, salvo el de alimentar nuestro ego. Mentimos y acabamos creyéndonos nuestras mentiras. Y es así como eludimos el debate imprescindible sobre la recepción de nuestro teatro. Si la invisibilidad del teatro que no se representa puede atribuirse a los profesionales que desde la producción, la gestión y la programación deciden qué obras conviene llevar a escena, la del que ahora nos ocupa la provoca la ausencia de público. Es esencial que nos preguntemos por las causas de ese rechazo porque, como decía el humorista Máximo en el Foro de Debate «El Teatro Español ante el siglo XXI», celebrado a principios de este año en Valladolid,

el público es lo que convierte la propuesta de unos pocos en fiesta de todos. Un patio de butacas vacío o semivacío produce un funeral sin muerto, un acto fantasmal: los actores interpretan para sí mismos, como seres perplejos tienen que hacer como que no se dan cuenta de que están solos, pero se la dan. ¿Se imaginan ustedes una misa cantada sin fieles? [...] La representación en un teatro vacío sería una misa de celebrantes agnósticos. En fin, el teatro necesita a un espectador que se involucre, que se ría, que guarde silencio. Que tosa, vaya por Dios, si lo ha menester5.



No se me oculta que estamos ante una cuestión compleja. No hay uno, sino muchos públicos. Puede que las temáticas que los autores españoles abordamos no interesen demasiado. Hay razones para sospechar que, en realidad, pocas propuestas dramáticas interesan por si mismas, sino por los ingredientes con los que ha sido aderezadas. De hecho, no pocas producciones se acometen sin que los promotores conozcan el texto en profundidad. Les basta con la sinopsis argumental y el reparto. El reparto es muy importante, sobre todo la cabecera. También para el público. Siempre lo ha sido, pero hoy en día es el gancho que con más fuerza tira de él. Por eso, en los reclamos publicitarios el nombre del autor suele ocupar poco espacio. A veces, incluso se prescinde de él. ¿Qué más da, si nadie le conoce? Los autores solemos aceptar ese papel de segundones en la ficha artística porque no tenemos más remedio. Pero a nosotros también nos gusta que nuestros personajes sean interpretados por excelentes actores, de modo que vaya lo uno por lo otro, la humillación a cambio de un trabajo bien hecho. Lo malo es cuando comprobamos que no siempre es el buen actor el que atrae al público, sino el de más fama, aunque esta no la hay adquirido sobre las tablas.

No sé si mis palabras ponen el dedo en alguna llaga. Pero insisto en la conveniencia de no prolongar el engaño de que nuestras obras llegan a su destino. Solo unas pocas lo consiguen. El hecho es que el público nos ignora. No digo que nos rechaza, porque solo se rechaza aquello que previamente se conoce. Es un matiz importante, porque en un pasado no muy lejano, cuando todavía no había irrumpido el optimismo al que aludía al principio, no faltaron voces que acusaron a determinados profesionales de la escena de provocar, con sus propuestas disparatadas, experimentales y aburridas, la espantada de los espectadores. Volviendo al presente, en ocasiones me pregunto si no estaremos enviando nuestras creaciones a una dirección equivocada. Algo me dice que ese público que contribuye a la aparente buena salud del negocio teatral, no es el nuestro, que tiene que haber otro y que es urgente buscarlo. ¿Pero dónde? Algunos autores lo intentan, con desigual fortuna, desde la plataforma de las salas alternativas. ¿Y si no existiera? El semiólogo italiano Marco de Marinis explicaba a Juan Antonio Hormigón que, en Italia, la concentración del control de la televisión en unas solas manos y la abundancia de programas deleznables han triturado las mentes y desmantelado la capacidad crítica de los ciudadanos, que el sistema de valores existente ha sido sustituido por una amalgama de superficiales y vacuas preferencias o inclinaciones6. Hormigón teme que algo similar esté sucediendo en España y que, en consecuencia, estemos caminando hacia un futuro oscuro y lleno de interrogantes. Si tuviera razón, y yo creo que la tiene, la invisibilidad del teatro contemporáneo español estaría más que justificada. Sería una consecuencia más del desarme cultural de un pueblo o del nacimiento de una cultura indeseable. Ello nos permitiría descargar la responsabilidad en agentes extrateatrales. Pero sería injusto que lo hiciéramos si, al tiempo, no reconociéramos que las gentes del teatro formamos parte del tejido intelectual del país y que, por tanto, esa responsabilidad también nos alcanza. De modo que haríamos bien en asumir un papel activo en la solución del problema. En las actuales circunstancias, la muerte del teatro que hacemos es posible. Más que la de otras formas de expresión artística, porque éstas pueden sobrevivir sin el concurso del público a la espera de tiempos mejores. El pintor, el escultor, el cineasta, el narrador o el poeta pueden prescindir de él durante el acto de la creación. En el teatro, como en la música, el proceso se culmina cuando, en una acción efímera, sus intérpretes dan vida al libreto o a la partitura ante el público.

Está claro que mi visión de la situación del teatro actual es pesimista. De cuanto llevo dicho es posible que se desprenda que también lo es la de su futuro. Razones hay para ello. Sin embargo, alguna esperanza albergo. De lo contrario, hace tiempo que habría arrojado la toalla. Tampoco he cedido a la tentación de escribir para mí solo, como dicen hacerlo algunos colegas. Mi voluntad es escribir para los demás y en ello estoy, aunque es verdad que sin demasiado éxito. Para no caer en el desanimo, ni en la tentación de ensayar fórmulas que garanticen el éxito - aunque no me gusten, ni para las que quizás esté dotado-, planteo en voz alta estas cuestiones, consciente de que hay más preguntas que respuestas. Lo hago con la pretensión de que alguien en situación parecida responda. Saber que uno no está solo, ayuda.





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