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La viuda de Bécquer, escritora

José María Martínez Cachero1





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ArribaAbajoI. Noticia de Casta Esteban y Navarro (1841-1885)

Acierta el profesor argentino Rubén A. Benítez cuando afirma2 que «la investigación de la vida de Bécquer sobre bases documentales apenas está en sus comienzos» y, también, cuando advierte que la relación matrimonial Gustavo Adolfo-Casta es uno de los aspectos más necesitados de luz aclaradora y definitiva. Santiago Montoto, erudito sevillano, anuncia desde hace años una biografía nueva del poeta, biografía revolucionaria porque en ella se impugnarán razonadamente extremos falsos, legendarios casi, que han venido pasando como artículo de fe3; la hispanista inglesa Rica Brown se ocupa, asimismo, en tarea análoga4. A Balbín Lucas,   —524→   Gerardo Diego, Gamallo Fierros y Juan Antonio Tamayo debemos interesantes contribuciones parciales que no es del caso reseñar aquí. En los tres primeros capítulos del libro de José Pedro Díaz5 se depuran, seleccionan y ordenan las referencias ofrecidas por anteriores estudiosos del tema, a sabiendas su autor de lo incompleto y provisional de la empresa6.

Casta Esteban y Navarro nació en la localidad soriana de Torrubia del Campo el día 16 de septiembre de 1841, hija legítima de don Francisco Esteban y de doña Antonia Navarro, miembro de «una respetable y distinguida familia»7. Existe acuerdo entre los biógrafos de Bécquer acerca de la profesión de su suegro: la medicina, que ejerció en Noviercas y Yanguas (Soria), primero, y, después, durante unos quince años aproximadamente, en Madrid. De «buen oculista» le calificó en 1932 Julia Bécquer, sobrina del poeta8, y como oculista le tuvieron o le habían tenido otros biógrafos; pero en 1957 Heliodoro Carpintero, a base de noticias proporcionadas por familiares de don Francisco, afirma que la especialidad médica de éste fueron las enfermedades de tipo luético. De Madrid, en posesión ya de caudal respetable, se retiró a Noviercas, donde fallece el 19 de marzo de 1876.

Gustavo Adolfo conoció a Casta en la consulta de don Francisco Esteban, a la que hubo de acudir «a fines de 1858 o principios de 1859»9. Lo afirma Julia Bécquer, lo recogen más autores y lo corrobora Carpintero   —525→   (pp. 36-37) aduciendo en su abono el testimonio de una entrañable amiga de la madre de Casta. Pero en este concreto punto comienzan las constataciones erróneas, a saber: que si Bécquer encontró a la que sería su mujer en Veruela, residente el poeta en el abandonado monasterio, reponiéndose de una no leve dolencia, sostenido allí gracias al sacrificio económico del hermano Valeriano, y Casta fue desde en seguida su cariñosa enfermera y amiga; o que si Bécquer dio con ella, aldeana en el mercado, en Ólvega (Soria); o, según quiere Cejador10, en algún otro lugar y ocasión y estando la interesada como muchacha de servir. Ningún crédito merecen tales localizaciones y condiciones.

Casta Esteban y Gustavo Adolfo contrajeron matrimonio en Madrid, iglesia parroquial de San Sebastián, el 19 de mayo de 1861, habiéndose dado palabra de casamiento uno al otro hacía cosa de un año11. Ambos vivían entonces en la casa n.º 19 de la calle del Baño (sabemos por la declaración del contrayente algunos de sus domicilios madrileños anteriores: en la plazuela de Santo Domingo, tres meses; en el n.º 35 de la calle de Hortaleza, tres años, y antes, desde su llegada a la capital el 1º de noviembre de 185412, «en otras calles y casas, que no recuerda por haber estado siempre de huésped, por cuyo motivo le deben faltar varias matrículas»). Tuvo el matrimonio tres hijos: Gregorio Gustavo, Jorge y Emilio Eusebio13; este último, «clave y enigma», «con su nacimiento provoca la tragedia conyugal de sus padres»14. A la cual se refirió Julia Bécquer, infantil testigo de unos tristes hechos que recuerda no muy exactamente: «Acompañando a Gustavo y a Casta, con sus dos hijos, fuimos a Noviercas, provincia de Soria, donde residían los padres de Casta, y allí   —526→   ocurrió la tragedia entre Gustavo y su esposa. Rivalidades con un antiguo novio (con el cual se casó al morir Gustavo) hicieron salir a los dos desafiados a la plaza del pueblo. Al día siguiente Gustavo se separaba de su mujer, llevándose a sus dos hijos, de tres y cinco años, a un caserón, sin casi otros muebles que las camas. Allí estuvimos refugiados hasta marchar a Soria con el tío Curro Bécquer, hermano de mi abuelo»15. Volvió a casarse Casta (el 22-V-1872), pero no con «un antiguo novio» y rival de Bécquer, desafiados ambos un día en la plaza mayor de Noviercas, sino con Manuel Rodríguez Bernardo, asturiano de nacimiento y recaudador de contribuciones, del que enviudaría el 26 de febrero de 187316.

Fue otro, y ciertamente gravísimo, el motivo de la violenta ruptura de Bécquer con su esposa. Dejando aparte el que la relación entre ellos se hubiera convertido en poco satisfactoria porque Casta resultase compañera no digna del poeta17, lo sucedido es aclarado así por Carpintero18: «...el matrimonio Bécquer se ha resentido con la absorbente presencia de Valeriano. Casta advierte que Gustavo es arrastrado por su hermano hacia sus correrías artísticas, de las que ella queda excluida para atender a   —527→   sus dos hijos. Casta acaba por odiar a su cuñado. Y para atraerse de nuevo a Gustavo acude al más desdichado de los procedimientos. Es entonces cuando concibe darle celos con quien a ella parece menos peligroso por estar casado: con el Rubio [que] entra en el turbio juego pensando en la ayuda económica que puede prestarle Casta... Arrastrado por Valeriano no duda [Gustavo] en dejar en Noviercas a Casta con sus dos hijos. Y el Rubio queda en campo abierto... Cuando el 15 de diciembre de 1868 nace en Noviercas Emilio Eusebio Bécquer estalla la tragedia. El pueblo condena dos nombres: Casta y el Rubio. También cuando en 1873 se produce el asesinato del segundo marido de Casta, el pueblo, unánime, señala al Rubio como autor del crimen».

Y tras el escándalo, la separación y el hondo pesar («Cuando me lo contaron sentí el frío / de una hoja de acero en las entrañas [...] Cayó sobre mi espíritu la noche», Rima XVI). Gustavo Adolfo, con sus hijos, con Valeriano y los suyos a menudo, residirá después en Toledo y a fines de 1869 regresa definitivamente a Madrid. Una carta suya a Casta, inédita hasta que la publicó Gerardo Diego19, escrita «sin duda en el otoño de 1869»20, prueba que marido y mujer mantenían de nuevo relación. Trabajaba Bécquer afanosamente en el periodismo, bullía en la vida literaria; su prestigio era mayor y mejor su posición económica. Algún tiempo habitó, en compañía de Valeriano (Casta todavía ausente), en un hotelito que alquilaron en las Ventas del Espíritu Santo, medianero del que ocupaba la familia política de Emilio Gutiérrez Gamero, quien nos ha transmitido   —528→   su personal semblanza del poeta: «serio, siempre triste, creyente, muy bohemio y poco cuidadoso de su persona,...»21.

Murió Valeriano el 23 de setiembre de 1870 y no tardando (como si su cuñado constituyera el único impedimento insalvable) regresó Casta al hogar, trasladado ahora al n.º 7 de la calle Claudio Coello, donde poco después, el 22 de diciembre, fallecía Gustavo Adolfo «a consecuencia de un grande infarto de hígado, complicado con una fiebre intermitente maligna o perniciosa»22.

Un grupo de fieles amigos -el pintor Casado del Alisal y los escritores Ramón Rodríguez Correa, Augusto Ferrán y Narciso Campillo- decidieron a los pocos días reunir en volumen trabajos varios de Bécquer al objeto de que el público lector comenzara a estimarle justamente y, también, de que su viuda y sus hijos pudieran disponer de algún dinero. El éxito de la 1.ª edición (Madrid, 1871; dos tomos) fue lento, pero notable; agotada en 1876 hubo de pensarse en una segunda, con adiciones (Madrid, 1877; dos tomos), que corroborase firmemente la recién iniciada gloria póstuma del poeta23. Salió de mano del librero madrileño Fernando Fe, que había adquirido los derechos correspondientes por la cantidad de setenta y cinco pesetas24; no se remedió, por tanto, mucho tiempo la apretada economía de la huérfana familia. Siguen después la segunda boda de Casta Esteban -1872- y su segunda viudedad -1873-.

Mariano Sánchez de Palacios muestra25 cómo la penuria continuaba en 1878, cuando Casta, «viuda del distinguido y malogrado poeta Gustavo   —529→   A. Bécquer», acude, enferma además, al presidente de la Asociación de Escritores y Artistas Españoles en demanda de ayuda: dinero, medicinas y reposición de uno de sus hijos en la plaza de alumno del Colegio de El Escorial, que había perdido al no abonar determinados derechos; la citada Asociación atiende esas peticiones.

Ni semejante auxilio, ni otros que pudieran prestarle sus parientes sorianos bastaban a la necesitada Casta Esteban. Iglesias Figueroa26 informa de algunas desafortunadas vicisitudes: una suscripción entre amigos y fervorosos del difunto Bécquer -«con un álbum en el que constaban las limosnas, fue de puerta en puerta recogiendo ingratitud, indiferencia, dolor»-27; un viaje a París -«en el otoño de 1882, y provista de varias cartas de presentación de Castelar, marcha a París, donde, gracias a éstas y a un pequeño núcleo de españoles, pudo encontrar los medios de regresar a España»-. Y, por fin, el último y sorprendente esfuerzo para librarse de la miseria: la publicación en 1884 del volumen Mi primer ensayo. Declara sacarlo «a fuerza de inmensos sacrificios, privándome hasta de lo más preciso de la vida para atender a los gastos de su impresión», y confiesa que «cansada de luchar contra mi destino,... se me ocurrió escribir estas mal trazadas líneas como último recurso para defenderme de la miseria y el hambre».

Penoso destino, sí, el que le tocó en suerte a Casta Esteban y Navarro. En la lucha contra la miseria y el hambre, ¿llegó a sumirse en la deshonra?28 Poco debió de valerle ese libro. Rendida y vencida ingresó en el Hospital   —530→   Provincial (o de San Juan de Dios) de Madrid y aquí murió «a consecuencia de meningo encefalitis crónica» y «sin otorgar testamento», el día 30 de marzo de 1885, quince años después que su primer marido, el poeta cuya obra comenzaba acaso a imponerse29.




ArribaII. Noticia de «Mi primer ensayo» (Madrid, 1884)

He aquí un libro que fue compuesto por una persona no escritora, una atribulada mujer, «como último recurso para defenderme de la miseria y el hambre». Singular y dolorosa motivación en verdad.

Se trata de Mi primer ensayo, «colección de cuentos con pretensiones de artículos»; volumen de 352 páginas en cuarto, impreso en Madrid, 1884, tipografía de Manuel Ginés Hernández; se presenta en rústica con unas cubiertas de papel verde-azulado; su precio de venta al público, cinco pesetas. Dedicado a la Excma. Sra. Marquesa del Salar, lleva, tras la sentida y confidencial dedicatoria, unas «Dos palabras a mi sexo» que ocupan diez páginas (de la 9 a la 19); seguidamente doce relatos de muy desigual extensión.

Casta Esteban carecía, que sepamos, de antecedentes literarios, por lo que esta su primera y postrera tentativa, en circunstancias, además, tan difíciles como las suyas y movida, repito, por el deseo de recaudar algún dinero, nos sorprende como algo muy inesperado e insospechado. ¿Aprovechó originales inéditos de su marido: escritos de época juvenil, esbozos relegados o inacabados? La lectura del libro revela que no ha lugar a tal hipótesis30; de los títulos becquerianos no publicados (acaso sólo   —531→   títulos) que ofrece Rodríguez Correa31, la «leyenda fantástica», La vida de los muertos podría (remotamente, desde luego) aproximarse el relato de Mi primer ensayo, Una carta del otro mundo.

El subtítulo del volumen, «cuentos con pretensiones de artículos», plantea una curiosa cuestión terminológica y, al mismo tiempo, nos acerca más a su contenido. Supongo que a la palabra «artículos» le falta en este caso un añadido aclarador: «de costumbres», añadido que conviene a unos cuantos relatos de Mi primer ensayo. Parece que para la autora, «artículos» designaba una especie literaria en prosa y con elementos narrativo-descriptivos más importante quizá que la aludida con el término «cuentos», tal como si pasar de ésta a aquélla supusiera ascender en la jerarquía de las modalidades literarias. Dejando por no propio de este lugar el debate acerca de la primacía entre «cuento» y «artículo de costumbres», digamos, con Baquero Goyanes, que «resulta difícil a veces discriminar si una narración es cuento o artículos de costumbres, ya que no existe un patrón o rasero con el que medir la dosis argumental que podría diferenciar los dos géneros»32.

No sería desatinado clasificar en dos grupos las narraciones integrantes del libro que nos ocupa. Irían así bajo el rótulo de «costumbristas»: La mano, ¡La boda H!, Historia de un pobre duro, Los aficionados, La romería de San Isidro en Madrid y La portera; podríamos denominar «divagación romántica» a: Un sueño en Triana, No hay principio sin fin, Un encuentro feliz y desgraciado y ¿Existe el Amor?, quedando aparte, aunque no en zona intermedia respecto de las anteriores agrupaciones, Una carta del otro mundo y La muralla de carne. Veamos.

Las por mí calificadas como divagaciones románticas son cuatro muy breves piezas de completa insignificancia, ya por su calidad estética, ya por el interés del contenido. Libremente, sin que haya de someterse a la   —532→   relativa pauta exigida por el desarrollo de una trama argumental, juega Casta Esteban con algunos como postulados románticos relativos a la naturaleza del amor, a la imposibilidad de su perfecto logro por humanas criaturas, al violento choque que acostumbra a producirse entre lo que la mente idealista sueña y lo que la sucia realidad depara, etc.; tópicos muy sobados y resobados ya y que a la altura de 1884 habían perdido enteramente su prístina fragancia. Ningún matiz desusado, ningún destello expresivo vienen a aliviar semejante desmañada atonía.

Una carta del otro mundo presenta una burocratizada corte celestial en cuyo retrato se llega a lo irreverente. Se supone escrita a 7 de enero de 1883 por alguien que la dirige a «mis queridos hermanos» en la tierra. Escasa gracia, y fácil, la ofrecida a costa de Dios y de los bienaventurados; alguna situación (el encuentro de don Paco con las que habían sido sus tres esposas) resulta análoga por su hiperbólico y gritón desquiciamiento a otras existentes en las narraciones «costumbristas».

De tales excesos (convertir en guignolesca una situación cómica normal) gustaba la autora de Mi primer ensayo, que en el relato La muralla de carne, vulgar historia romántica, carga a veces la mano sin medida. Demasiadas casualidades, con amaño folletinesco, se dan cita en la vida del protagonista y, para remate de la apuntada tonalidad romántica, la misma noche en que fallece su segunda esposa recibe la visita de Espronceda -«sobre las nubes, burlona se destacaba la imagen de Espronceda, cuya mirada me hacía mal y su sonrisa hería mi alma» (p. 289)-, trabándose entre ambos escéptico y desengañado coloquio.

Algún mayor interés poseen las seis piezas restantes o «costumbristas», en las cuales se refieren peripecias que protagonizaban gentes del pueblo madrileño (¡La boda H!), o de la mesocracia más humilde, aunque no poco ridículamente pretenciosa (La mano). En este grupo es dable reconocer la ya advertida tendencia de Casta Esteban a desorbitar o desquiciar las situaciones de comicidad (no puede ser más bufo, y lo es con demasía, el don Pantaleón que en La mano pide, acompañado de la esposa, doña Catalina, a la novia de su hijo). La narración resulta ahora algo más suelta y garbosa; el diálogo es a veces fiel y animado; los sucesos retienen la atención aunque sólo sea periféricamente, méritos todos   —533→   ellos que se dan (conviene indicarlo) a nivel bastante bajo. Se echa de ver, sin embargo, que el costumbrismo y la sátira iban al talante de la autora mejor que la abstracta fantasía pesimista y sensiblera.

Un variado y nutrido concurso de personajes interviene en la acción de los relatos «costumbristas», variedad que se corresponde en ocasiones (caso de Historia de un pobre duro) con la diversidad de ambientes o escenarios; otras veces (La portera) el escenario es sólo uno, pero semejante estatismo se compensa con la entrada y salida en la casa de vecindad de sus inquilinos y con la animación de vario signo que engendran determinados acaecimientos, y así lo que al principio parecía resolverse en mera estampa descriptiva, un poco a la hechura de las que integran Los españoles pintados por sí mismos33, se convierte luego en movido sainete que posee su correspondiente figurón (el militar don Pepino Narro de Narro). Neorrealismo (si se nos tolera ser anacrónicos), romanticismo de la más desprestigiada calaña (folletinesca historia de la huérfana en desamparo que ni era huérfana ni indigente) y humor, no siempre feliz y domeñado, alternan como compañeros en La portera.

Unas palabras de Gustavo Adolfo Bécquer en Las hojas secas («-¿Y adónde vas?- No lo sé, ¿lo sabe acaso el viento que me empuja?») sirven de lema y quizá hayan servido de estímulo inspirador a la Historia de un pobre duro, extenso relato de la suerte corrida por una moneda de cinco pesetas desde su salida de la fábrica hasta un provisional descanso (convertido en botón de los calzones de un mozo aldeano). Son bastantes las manos por las que pasa el duro y resultan harto diversos los talantes y ambientes de los poseedores; el inanimado objeto protagonista habla de ellos con algún pormenor, tal como el Berganza del Coloquio cervantino u otros pícaros, seres humanos, respecto de sus amos. Hay poseedores de la moneda que por razón de su oficio o del lugar en que moran ocupan más páginas, sin duda demasiadas, como sucede con un empleado de ferrocarriles (a cuyo propósito se nos informa de lamentables interioridades de las empresas ferroviarias)34,   —534→   o con las monjas de un convento de clausura (ocasión para que la autora truene contra tanto amañado monjío). Aparte dichas excesivas concesiones a lo marginal, la Historia de un pobre duro entretiene al lector y parece revela en Casta Esteban más talento y mejor oficio que los revelados en casi todas sus compañeras de volumen.

La denuncia de malos usos en los rectores de las compañías españolas de ferrocarriles lleva a pensar en Larra o en páginas de los del 98. Sería desatinado establecer cotejos literarios, y acaso lo que en tales autores fue intención consciente y denodada sea en nuestro libro nada más que efímera salida al paso. Con todo, creo resulta infrecuente encontrar hacia 1884 apelaciones análogas, formuladas con no pequeña dureza por una mujer de su casa episódicamente metida en quehaceres de escritora. También sorprende la actitud de Casta Esteban respecto de la religión y de sus ministros. Señalamos irreverencia en el tratamiento de la corte celestial desde la que un anónimo aspirante a bienaventurado escribe a sus parientes en la tierra (Una carta de otro mundo), y acabamos de advertir cómo las inauténticas vocaciones monjiles de tantas muchachas sentimentalmente desilusionadas suscitan su varapalo. Viva repulsa le merece (también en Historia de un pobre duro) el que la religión, superstición y torpe política se mezclen y revuelvan por gentes sin escrúpulo, pescadores en río revuelto. Razón y religión diríase forman una pareja de inconciliables contrarios, y la autora se declara sin rodeos a favor de la primera cuando la segunda aparece infamemente prostituida: «Hora es ya que la fría razón se abra paso por sí sola, por las apiñadas nubes de la ignorancia que hacinadas por manos que al obrar así convenía más a sus deseos e intereses que a sus doctrinas, con objeto de apagar la luz de la inteligencia, que una vez encendida, su llama deslumbra todas las tradiciones viejas y rancias que tan pequeños nos hacen aparecer ante la vista del mundo civilizado» (Historia de un pobre duro, p. 145)35.

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Vuelve a insinuarse el nombre de Larra al leer Los aficionados, censura de una apestosa y nutrida plaga integrada por quienes, personas de varia edad y condición, se dedican al cultivo de algo (un arte, de ordinario) para lo cual no están dotados y tratando de lucir sus cualidades cansan y marean al prójimo que pacientemente los atiende («la afición es lo más ridículo que se conoce; el oficio hace al hombre, la afición lo degrada», p. 182).Horror de la pianista en agraz, del dramaturgo imberbe, etc.; el desfile de tipos, de caricaturas o figurones más bien, se cierra con el siguiente párrafo que Casta Esteban, escritora aficionada, se dedica a sí propia: «...termino mi trabajo sin acordarme que yo también soy aficionada y que quizás molestaré tanto o más que lo que aquí censuro por censurar, y que a su vez todos me censuren también a mí; pero tendré paciencia y me estará bien empleado, por meterme, sólo por afición, en camisa de once varas» (p. 188).

Larra y otros costumbristas coetáneos (y más estos: un Mesonero o un Antonio Flores, por ejemplo) pudieran ser modelos del breve y animado cuadro La romería de San Isidro en Madrid, fiesta y lugar donde se busca alegre diversión y donde, a menudo, se obtiene cosa muy distinta: aburrimiento, cansancio, incomodidades, hasta algún leve infortunio. La multitud que rebañegamente afluye a la pradera para solazarse sirve con sus pintorescos lances de objeto de mofa a la autora, para quien sólo sabe lo que hace «uno que no fue» y piensa «lo acerté».

Reprobación y sarcasmo recaen más de una vez sobre el hombre y el matrimonio: ser egoísta aquél, especie de tiránico señor feudal para la mujer; unión a menudo risible porque nada unió de veras y en ella ninguno de los cónyuges cumple como es debido (maridos sin oficio ni beneficio o pobres desdichados que ganan cuatro cuartos, insuficientes para alimentar a su familia; y mujeres que la sacan adelante ligándose en relación adulterina con alguien que les dé dinero36, encontramos en varios   —536→   relatos de Mi primer ensayo). El amor ideal no se logra aquí abajo, y lo que vemos realizado como amor es un mal sucedáneo («Si el matrimonio mata el amor, ¡viva el amor que nuestra alma crea!», p. 48).

Congruente con la antedicha reprobación está la soflama feminista que trasparece en bastantes páginas declarándose bien paladinamente en las «Dos palabras a mi sexo» con que se abre el libro. Predica Casta Esteban la unión entre las mujeres para que la cruzada contra el hombre, liberación y reivindicación, resulte tarea posible y fructífera. En el relato Historia de un pobre duro, la filípica de Luisa a un joven e infatuado caballero contiene párrafos que son compendiosa expresión del parecer y actitud de la autora: «-Veo con disgusto que por desgracia es usted uno de tantos que a la mujer la creen muy inferior al hombre, al paso que éste jamás llega a comprender lo que la mujer vale, y muere sin conocerla ni haber llegado nunca a comprender su alma. Sus labios dicen con el orgullo del necio que nos conocen mucho; pero su reducido cerebro no ha podido desarrollar nunca los misterios del corazón de la mujer, ni siquiera acercarse a la luz de su alma, viviendo en la más crasa ignorancia y sabiendo hoy menos que ayer y mañana menos que hoy-» (p. 132).

La expresión externa de contenido tan anodino, sólo contadas veces pintoresco y gracioso, resulta muy incorrecta. La lectura de Mi primer ensayo descubre casos de laísmo (he anotado 19), de loísmo (4) y de leísmo (3); leemos «abristes» (por «abriste») e igualmente: «casastes», «nacistes», «hicistes», «formastes» y «retratastes»; incorrecciones sintácticas frecuentes: concordancias defectuosas, inconexiones de sentido, vocablos innecesarios («por cuyas roturas de sus vestidos», p. 61).

Dos rasgos podrían señalarse al caracterizar el estilo, a saber: gusto por las comparaciones, muy consabidas, sin novedad alguna apreciable en los términos que se relacionan a los que suele servir de nexo «como» o partícula análoga («...la cabeza llena de ideas, que bullían en mi cerebro como bullen los gusanos sobre el cuerpo insepulto de un cadáver en estado de descomposición, chupándome la vida, como la lechuza el aceite de una lámpara,...» p. 262); y tendencia a colocar el verbo al final de la frase, y asonancias y consonancias que acaso parecieran muy bien a Casta Esteban si creía que con esa aproximación cortical al verso ganaba la prosa en gracia y brillantez.

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Acá y allá encontramos algunas citas literarias y meras alusiones: Sor Juana Inés de la Cruz (transcripción de las redondillas «Hombres necios que acusáis/ a la mujer sin razón», con la que se apoya la tesis feminista del prólogo), Calderón, Villergas, El tanto por ciento, de López de Ayala; El puñal del godo y el Don Juan Tenorio, de Zorrilla; el evangelio de San Lucas y dos de Gustavo Adolfo Bécquer, así como enumeraciones históricas a palo seco (nóminas de ilustres mujeres españolas o de hijos preclaros de Madrid) junto a una interpretación liberal de la revuelta comunera. Juzgo improbable que una moza aldeana o una criada de servir, como alguien ha pretendido que fuese la mujer de Bécquer, pudiera poseer semejantes conocimientos por muy elementales que se reputen.

Surge así otra cuestión distintamente fallada por los estudiosos, la siguiente: Mi primer ensayo, ¿pudo ser compuesto por quien aparece firmándolo? Julia Bécquer a la pregunta «¿La cree usted capaz de escribirlo?; o más bien, ¿cree usted que le ayudó alguien?», formulada por Alejo Hernández37, contestaba: «No sé que decir. Creo que sí podría ella escribir un librito». López Núñez, Jaime Suárez y Heliodoro Carpintero, cualquiera sea su opinión sobre el mérito de la obra, creen que la paternidad de ésta pertenece a Casta. Muy otra cosa mantienen Santiago Montoto38 y Balbín Lucas, el cual se inclina a «sospechar que es ésta [su nombre y apellidos y su condición de Viuda de Gustavo A. Bécquer] la sola parte que Casta puso en la obra. Da pie a esta sospecha la visible desproporción que existe entre la pedantesca ostentación de cultura que trascienden las páginas de Mi primer ensayo y la pintoresca ortografía y rudos anacolutos que aparecen en los autógrafos de Casta Esteban39. No es desdeñable esta prueba pero, dada la falta de otras irrefutables, mejor será no arriesgar una opinión más.

Con mayor seguridad podemos movernos al emitir un juicio valorativo de la calidad literaria de Mi primer ensayo. De cuanto va dicho en la   —538→   segunda parte de este trabajo creo se deduce sin esfuerzo que la estimo obra de muy escaso interés. Si el contenido resulta a veces pura inepcia, la expresión se resiente casi línea a línea de torpeza y desmañada incorrección. «Librejo» lo denomina despectivamente Balbín Lucas; «libro mediocre», opina López Núñez40; Jaime Suárez41 se expresa más negativamente: «Amazacotado, de una prosa irresistible, queriendo hacerse ameno con historias de ninguna gracia»; para Heliodoro Carpintero «carece de mérito literario; pero, en cambio, posee un gran valor documental».42

Por haberlo firmado quien lo firma, persona de tan debatida personalidad, gozo e infortunio de Gustavo Adolfo Bécquer, y no por otro motivo, hemos dedicado a Mi primer ensayo una atención y un espacio que acaso parezcan excesivos.





 
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