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Las Cortes de 1392 en Burgos

Manuel Colmeiro





Con el titulo de Las Cortes de 1392 en Burgos, nuestro digno correspondiente D. Anselmo Salvá ha remitido á esta Real Academia de la Historia un folleto de agradable lectura que contiene algunas noticias curiosas de aquel suceso sacadas del Libro de los fechos del Concejo, que existe en el archivo municipal de la noble ciudad, antigua cabeza de Castilla. No dice cosas que sorprendan por lo nuevas; pero si en lo sustancial nada añade á la Crónica de D. Enrique III por D. Pedro López de Ayala, todavía contiene algunos pormenores que no dejan de ser instructivos.

El Sr. Salvá tomó la pluma en honra y gloria del pueblo burgalés con intención laudable, y la Academia se lo agradece, porque las historias particulares son como ríos tributarios de otro mayor que es la general de España.

Empieza el autor exponiendo en breves palabras el asunto que se propone tratar, á saber, el desamparo en que se encontró D. Enrique III el Doliente, cuando sucedió á su padre D. Juan I á la temprana edad de 11 años, y las discordias que sobrevinieron acerca del modo de proveer á la gobernación del reino.

Cuenta la Crónica que eran muy distintos los pareceres. Unos querían que se estuviese á lo ordenado en el testamento hecho por D. Juan I en Cellorico el año de 1385, que nadie presentaba, ni tenía noticia de su paradero: otros reclamaban la observancia de la ley de Partida aplicable á este caso, y otros, en fin, que se procediese al nombramiento de varios tutores de todos estados, y el reino se rigiese á manera de Consejo. Esta fué la opinión que prevaleció en las Cortes de Madrid de 1391 sin más razón que la de contentar á un número mayor de ambiciosos.

Hallóse el testamento, y en vez de sosegarse los grandes que disputaban la tutoría del rey, se avivó más la llama de la discordia, porque unos pedían que se cumpliese la última voluntad de D. Juan I que había nombrado tutores, y otros que continuase la gobernación del reino por vía de Consejo. Todos se armaban, no siendo el menos turbulento y belicoso D. Pedro Tenorio, arzobispo de Toledo. El ejemplo de la nobleza se propagó por las ciudades y las villas, y se formaron dos bandos que vinieron á las manos y hubo recias peleas con efusión de sangre.

En esta sazón intervino el Concejo de Burgos para evitar la guerra civil que asomaba por todas partes. La Crónica dice que llegaron á donde estaba el rey hombres buenos de la ciudad de Burgos para tratar de avenencia, empezando por requerir á los alterados que depusiesen las armas, y todos pasasen por la determinación de las Cortes que se celebrarían en Burgos, dando sus hijos en rehenes para seguridad de los que tuviesen algún temor de ir allá.

En este punto empieza lo más interesante de la narración del Sr. Salvá. Pinta el cuadro de una ciudad agitada por las pasiones políticas y los intereses particulares que ponían en peligro la paz pública, y atribuye todo el mérito de la reconciliación á la iniciativa de los burgaleses. Tal vez rebaja el de la reina de Navarra Doña Leonor, tía del rey, que según refiere la Crónica, hizo mucho por calmar á los descontentos y restablecer la concordia.

Resuelto el Consejo á llevar á cabo su proyecto de pacificación, nombró cuatro personas de su seno para que viesen al rey, y despachó estos mensajeros después de darles las instrucciones verbales que juzgó necesarias y cartas de creencia, algunas de las cuales inserta el Sr. Salvá á la letra.

Al rey decían que habían tomado aquella determinación amando su servicio, y le rogaban quisiese ir á Burgos á coronarse y celebrar Cortes de las que esperaban el remedio de los males que amenazaban á los reinos de Castilla. Al duque de Benavente, hermano de D. Juan I, al arzobispo de Toledo y otros señores que llevaban consigo gente de guerra, les requerían no turbasen la paz, y tuviesen confianza en que se compondrían sus diferencias sin acudir á las armas.

El rey accedió á los deseos del Concejo de Burgos, y los nobles alterados continuaron negociando sin venir á rompimiento. Aceptada la celebración de Cortes en aquella ciudad, el Concejo se ocupó en los preparativos de un acto tan solemne. El rey expidió la convocatoria á 31 de Agosto de 1392. La reina de Navarra formó la nómina de las personas que debían ser llamadas, y el Concejo se ocupó en resolver las muchas y difíciles cuestiones relativas á la entrega de los rehenes, y adoptó las precauciones convenientes para evitar los peligros que podría ofrecer la confusión, si de antemano no estuviesen designadas las posadas en que se deberían alojar los concurrentes. La fecha señalada para dar principio á las Cortes fue el 1.º de Octubre, la cual se prorrogó al 27 de Noviembre siguiente.

Seguro el Concejo de que en breve plazo darían principio las Cortes, no perdonó medio de mantener el orden en la ciudad. Al obispo y al clero pidió juramento «de guardar la verdad que Burgos tiene puesta en las Cortes.» Igual juramento prestaron los hombres buenos del vecindario. Los armeros juraron no dar, ni prestar, ni vender, ni trocar las armas que tuvieren á persona alguna de fuera que viniese á las Cortes mientras durasen. Ordenó que estuviesen cerradas y guardadas por hombres armados todas las puertas de la ciudad menos dos, y tapiadas todas las de la judería que salían al campo. Organizó rondas que visitasen las posadas y expulsasen á los forasteros armados, reclutó gente de guerra para mantener la tranquilidad, y todo era poco para contener la mucha de á pié y á caballo que había entrado á la deshilada en la ciudad. Todas estas precauciones y otras que tomó el Concejo no impidieron reyertas en los barrios, ni bastaron para que los burgaleses se considerasen seguros en sus hogares.

Llegó el rey á Burgos, y en pos de él fueron llegando los grandes interesados en la contienda sobre la tutoría y gobernación del reino. Era el 25 de Noviembre, y el Concejo, preocupado con tantas cosas que le abrumaban, no se cuidó de elegir los cuatro procuradores que envió á llamar el rey por su convocatoria del 30 de Agosto de 1391.

El tiempo apremiaba, pues faltaban solo dos días para juntar las Cortes, bien que todavía fué necesario aplazarlas hasta mediados de Diciembre.

En este apuro, el Concejo, reunido á toda prisa el 26 de Noviembre, trató de la forma de la elección, no sin gran ruido y alboroto. Unos proponían que el Concejo designase los procuradores, y otros que la vecindad los eligiese por mayoría de votos. De aquel desorden espantoso salió el acuerdo que cada una de las diez vecindades de la ciudad nombrase un hombre bueno, y que los diez concurriesen al Concejo para elegir los cuatro procuradores, con lo cual se atajó la discordia de los burgaleses, pero no la murmuración de los que esperaban ser elegidos por la voluntad de sus deudos y amigos.

En fin, reunidas las Cortes determinaron que se guardase lo ordenado en el testamento de D. Juan I, sin añadir ni mudar nombre alguno; es decir, que fuesen tutores del rey y gobernadores del reino, durante su minoridad los nombrados por su padre. Con esto terminaron las discordias de Castilla, en cuyo feliz desenlace tuvo tanta parte la ciudad de Burgos. Ni D. Alfonso, conde de Gijón, hijo de D. Enrique II, ni el conde de Trastamara, D. Pedro, hijo del infante D. Fadrique, insistieron en sus pretensiones, dándose por vencidos.

De las Cortes de Burgos de 1392 no hay la menor noticia en la colección publicada por la Academia, ó porque no se formó cuaderno de peticiones, ó porque no se descubrió documento alguno digno de memoria.

El opúsculo del Sr. Salvá, confirma tres verdades reconocidas por la historia, á saber:

1.ª La grande importancia, de los Concejos á fines del siglo XIV, sobre todo los de ciudades tan principales como Burgos, Toledo ó Sevilla.

2.ª La benevolencia que les dispensaban los reyes y el respeto con que los trataban los personajes más ilustres de la nobleza.

3.ª La libertad de que gozaban en la elección de los procuradores, pues contra todo uso y costumbre nombraron por compromiso los que llevaron la voz de la ciudad en las Cortes de 1392.

Por último, nótese que solo por el voto de los procuradores se resolvió la cuestión de la tutoría de D. Enrique III, y se restableció la paz pública en los reinos de Castilla.

Madrid, 27 de Noviembre de 1891.





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