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ArribaAbajoCapítulo XIII

Cómo supimos de otros cristianos


Este mismo día yo vi a un indio de aquéllos un rescate, y conocí que no era de los que nosotros les habíamos dado; y preguntando dónde le habían habido, ellos por señas me respondieron que se lo habían dado otros hombres como nosotros, que estaban atrás. Yo, viendo esto, envié dos cristianos y dos indios que les mostrasen aquella gente, y muy cerca de allí toparon con ellos, que también venían a buscarnos, porque los indios que allá quedaban les habían dicho de nosotros, y estos eran los capitanes Andrés Dorantes y Alonso del Castillo, con toda la gente de su barca. Y llegados a nosotros, se espantaron mucho de vernos de la manera que estábamos, y recibieron muy gran pena por no tener qué darnos; que ninguna otra ropa traían sino la que tenían vestida. Y estuvieron allí con nosotros, y nos contaron cómo a cinco de aquel mismo mes su barca había dado al través, legua y media de allí, y ellos habían escapado sin perderse ninguna cosa, y todos juntos acordamos de adobar su barca, e irnos en ella los que tuviesen fuerza y disposición para ello; los otros quedarse allí hasta que convaleciesen, para irse como pudiesen por luengo de costa, y que esperasen allí hasta que Dios los llevase con nosotros a tierras de cristianos; y como lo pensamos, así nos pusimos en ello, y antes que echásemos la barca al agua, Tavera, un caballero de nuestra compañía, murió, y la barca que nosotros pensábamos llevar hizo su fin, y no se pudo sostener a sí misma, que luego fue hundida; y como quedamos del arte que he dicho, y los más desnudos, y el tiempo tan recio para caminar y pasar ríos y ancones a nado, ni tener bastimento alguno ni manera para llevarlo, determinamos de hacer lo que la necesidad pedía, que era invernar allí. Y acordamos también que cuatro hombres, que más recios estaban, fuesen a Pánuco, creyendo que estábamos cerca de allí; y que si Dios nuestro Señor fuese servido de llevarlos allá, diesen aviso de cómo quedábamos en aquella isla, y de nuestra necesidad y trabajo. Estos eran muy grandes nadadores, y al uno llamaban Álvaro Fernández, portugués, carpintero y marinero; el segundo se llamaba Méndez, y el tercero Figueroa, que era natural de Toledo; el cuarto, Astudillo, natural de Zafra: llevaban consigo un indio que era de la isla.




ArribaAbajoCapítulo XIV

Cómo se partieron los cuatro cristianos


Partidos estos cuatro cristianos, desde a pocos días sucedió tal tiempo de fríos y tempestades, que los indios no podían arrancar las raíces, y de los cañales en que pescaban ya no había provecho ninguno, y como las casas eran tan desabrigadas, comenzóse a morir la gente, y cinco cristianos que estaban en el rancho en la costa llegaron a tal extremo, que se comieron los unos a los otros, hasta que quedó uno solo, que por ser solo no hubo quien lo comiese. Los nombres de ellos son éstos: Sierra, Diego López, Corral, Palacios, Gonzalo Ruiz. De este caso se alteraron tanto los indios, y hubo entre ellos tan gran escándalo, que sin duda si al principio ellos lo vieran, los mataran, y todos nos viéramos en grande trabajo. Finalmente, en muy poco tiempo, de ochenta hombres que de ambas partes allí llegamos, quedaron vivos sólo quince, y después de muertos éstos, dio a los indios de la tierra una enfermedad de estómago, de que murió la mitad de la gente de ellos, y creyeron que nosotros éramos los que los matábamos; y teniéndolo por muy cierto, concertaron entre sí de matar a los que habíamos quedado. Ya que lo venían a poner en efecto, un indio que a mí me tenía les dijo que no creyesen que nosotros éramos los que los matábamos, porque si nosotros tal poder tuviéramos, excusáramos que no murieran tantos de nosotros como ellos veían que habían muerto sin que les pudiéramos poner remedio; y que ya no quedábamos sino muy pocos, y que ninguno hacía daño ni perjuicio; que lo mejor era que nos dejasen. Y quiso nuestro Señor que los otros siguiesen este consejo y parecer, y así se estorbó su propósito. A esta isla pusimos por nombre isla de Mal Hado. La gente que allí hallamos son grandes y bien dispuestos; no tienen otras armas sino flechas y arcos, en que son por extremo diestros. Tienen los hombres la una teta horadada de una parte a otra, y algunos hay que tienen ambas, y por el agujero que hacen, traen una caña atravesada, tan larga como dos palmos y medio, y tan gruesa como dos dedos; traen también horadado el labio de abajo, y puesto en él un pedazo de caña delgada como medio dedo. Las mujeres son para mucho trabajo. La habitación que en esta isla hacen es desde octubre hasta fin de febrero. El su mantenimiento son las raíces que he dicho sacadas de bajo el agua por noviembre y diciembre. Tienen cañales, y no tienen más peces de para este tiempo; de ahí adelante comen las raíces. En fin de febrero van a otras partes a buscar con qué mantenerse, porque entonces las raíces comienzan a nacer, y no son buenas. Es la gente del mundo que más aman a sus hijos y mejor tratamiento les hacen; y cuando acaece que a alguno se le muere el hijo, llóranle los padres y los parientes, y todo el pueblo, y el llanto dura un año cumplido, que cada día por la mañana antes que amanezca comienzan primero a llorar los padres, y tras esto todo el pueblo; y esto mismo hacen al mediodía y cuando anochece; y pasado un año que los han llorado, hácenle las honras del muerto, y lávanse y límpianse del tizne que traen. A todos los difuntos lloran de esta manera, salvo a los viejos, de quien no hacen caso, porque dicen que ya han pasado su tiempo y de ellos ningún provecho hay; antes ocupan la tierra y quitan el mantenimiento a los niños. Tienen por costumbre de enterrar los muertos, si no son los que entre ellos son físicos, que a éstos quémanlos; y mientras el fuego arde, todos están bailando y haciendo muy gran fiesta, y hacen polvo los huesos. Y pasado un año, cuando se hacen sus honras, todos se jasan en ellas; y a los parientes dan aquellos polvos a beber, de los huesos, en agua. Cada uno tiene una mujer, conocida. Los físicos son los hombres más libertados; pueden tener dos, y tres, y entre éstas hay muy gran amistad y conformidad. Cuando viene que alguno casa su hija, el que la toma por mujer, desde el día que con ella se casa, todo lo que matare cazando o pescando, todo lo trae la mujer a la casa de su padre, sin osar tomar ni comer alguna cosa de ello, y de casa del suegro le llevan a él de comer; y en todo este tiempo el suegro ni la suegra no entran no en su casa, ni él ha de entrar en casa de los suegros ni cuñados; y si acaso se toparen por alguna parte, se desvían un tiro de ballesta el uno del otro, y entretanto que así van apartándose, llevan la cabeza baja y los ojos en tierra puestos; porque tienen por cosa mala verse ni hablarse. Las mujeres tienen libertad para comunicar y conversar con los suegros y parientes, y esta costumbre se tiene desde la isla hasta más de cincuenta leguas por la tierra adentro.

Otra costumbre hay, y es que cuando algún hijo o hermano muere, en la casa donde muriese, tres meses no buscan de comer, antes se dejan morir de hambre, y los parientes y los vecinos les proveen de lo que han de comer. Y como en el tiempo que aquí estuvimos murió tanta gente de ellos, en las más casas había muy gran hambre, por guardar también su costumbre y ceremonia; y los que lo buscaban, por mucho que trabajaban, por ser el tiempo tan recio, no podían haber sino muy poco; y por esta causa los indios que a mí me tenían se salieron de la isla, y en unas canoas se pasaron a Tierra Firme, a unas bahías adonde tenían muchos ostiones, y tres meses del año no comen otra cosa, y beben muy mala agua. Tienen gran falta de leña, y de mosquitos muy grande abundancia. Sus casas son edificadas de esteras sobre muchas cáscaras de ostiones, y sobre ellos duermen en cueros, y no los tienen sino es acaso. Y así estuvimos hasta el fin de abril, que fuimos a la costa del mar, a donde comimos moras de zarzas todo el mes, en el cual no cesan de hacer sus areitos y fiestas.




ArribaAbajoCapítulo XV

De lo que nos acaeció en la isla de Mal Hado


En aquella isla que he contado nos quisieron hacer físicos sin examinarnos ni pedirnos títulos, porque ellos curan las enfermedades soplando al enfermo, y con aquel soplo y las manos echan de él la enfermedad, y mandáronnos que hiciésemos lo mismo y sirviésemos en algo. Nosotros nos reíamos de ello, diciendo que era burla y que no sabíamos curar; y por esto nos quitaban la comida hasta que hiciésemos lo que nos decían. Y viendo nuestra porfía, un indio me dijo a mí que yo no sabía lo que decía en decir que no aprovecharía nada aquello que él sabía, que las piedras y otras cosas que se crían por los campos tienen virtud. Que él con una piedra caliente, trayéndola por el estómago, sanaba y quitaba el dolor, y que nosotros, que éramos hombres, cierto era que teníamos mayor virtud y poder. En fin, nos vimos en tanta necesidad, que lo hubimos de hacer, sin temer que nadie nos llevase por ello la pena. La manera que ellos tienen de curarse es ésta: que en viéndose enfermos, llaman a un médico, y después de curado, no sólo le dan todo lo que poseen, mas entre sus parientes buscan cosas para darle. Lo que el médico hace es dalle unas sajas adonde tiene el dolor, y chúpanles alderredor de ellas. Dan cauterios de fuego, que es cosa entre ellos tenida por muy provechosa, y yo lo he experimentado, y me sucedió bien de ello; y después de esto, soplan aquel lugar que les duele, y con esto creen ellos que se les quita el mal. La manera con que nosotros curamos era santiguándolos y soplarlos, y rezar un Pater Noster y un Ave María, y rogar lo mejor que podíamos a Dios Nuestro Señor que les diese salud y espirase en ellos que nos hiciesen algún buen tratamiento. Quiso Dios y su misericordia que todos aquellos por quien suplicamos, luego que los santiguamos, decían a los otros que estaban sanos y buenos, y por este respecto nos hacían buen tratamiento, y dejaban ellos de comer por dárnoslo a nosotros, y nos daban cueros y otras cosillas. Fue tan extremada la hambre que allí se pasó, que muchas veces estuve tres días sin comer ninguna cosa, y ellos también lo estaban y parecíame ser cosa imposible durar la vida, aunque en otras mayores hambres y necesidades me vi después, como adelante diré. Los indios que tenían a Alonso del Castillo y Andrés Dorantes, y a los demás que habían quedado vivos, como eran de otra lengua y de otra parentela, se pasaron a otra parte de la Tierra Firme a comer ostiones, y allí estuvieron hasta el primero día del mes de abril, y luego volvieron a la isla, que estaba de allí hasta dos leguas por lo más ancho del agua, y la isla tiene media legua de través y cinco en largo.

Toda la gente de esta tierra anda desnuda; solas las mujeres traen de sus cuerpos algo cubierto con una lana que en los árboles se cría. Las mozas se cubren con unos cueros de venados. Es gente muy partida de lo que tienen unos con otros. No hay entre ellos señor. Todos los que son de un linaje andan juntos. Habitan en ellas dos maneras de lenguas: a los unos llaman Capoques, y a los otros de Han; tienen por costumbre cuando se conocen y de tiempo a tiempo se ven, primero que se hablen, estar media hora llorando, y acabado esto, aquel que es visitado se levanta primero y da al otro cuanto posee, y el otro lo recibe, y de ahí a un poco se va con ello, y aun algunas veces, después de recibido, se van sin que hablen palabra. Otras extrañas costumbres tienen; mas yo he contado las más principales y más señaladas por pasar adelante y contar lo que más nos sucedió.




ArribaAbajoCapítulo XVI

Cómo se partieron los cristianos de la isla de Mal Hado


Después que Dorantes y Castillo volvieron a la isla recogieron consigo todos los cristianos, que estaban esparcidos, y halláronse por todos catorce. Yo, como he dicho, estaba en la otra parte, en Tierra Firme, donde mis indios me habían llevado y donde me habían dado tan gran enfermedad, que ya que alguna otra cosa me diera esperanza de vida, aquélla bastaba para del todo quitármela. Y como los cristianos esto supieron, dieron a un indio la manta de martas que del cacique habíamos tomado, como arriba dijimos, porque los pasase donde yo estaba para verme; y así vinieron doce, porque los dos quedaron tan flacos que no se atrevieron a traerlos consigo. Los nombres de los que entonces vinieron son: Alonso del Castillo, Andrés Dorantes y Diego Dorantes, Valdivieso, Estrada, Tostado, Chaves, Gutiérrez, Esturiano, clérigo; Diego de Huelva, Estebanico el Negro, Benítez. Y como fueron venidos a Tierra Firme, hallaron otro que era de los nuestros, que se llamaba Francisco de León, y todos trece por luengo de costa. Y luego que fueron pasados, los indios que me tenían me avisaron de ello, y cómo quedaban en la isla Hierónimo de Alaniz y Lope de Oviedo. Mi enfermedad estorbó que no les pude seguir ni los vi. Yo hube de quedar con estos mismos indios de la isla más de un año, y por el mucho trabajo que me daban y mal tratamiento que me hacían, determiné de huir de ellos e irme a los que moran en los montes y Tierra Firme, que se llaman los de Charruco, porque yo no podía sufrir la vida que con estos otros tenía; porque, entre otros trabajos muchos, había de sacar las raíces para comer de bajo del agua y entre las cañas donde estaban metidas en la tierra; y de esto traía yo los dedos tan gastados, que una paja que me tocase me hacía sangre de ellos, y las cañas me rompían por muchas partes, porque muchas de ellas estaban quebradas y había de entrar por medio de ellas con la ropa que he dicho que traía. Y por esto yo puse en obra de pasarme a los otros, y con ellos me sucedió algo mejor; y porque yo me hice mercader, procuré de usar el oficio lo mejor que supe, y por esto ellos me daban de comer y me hacían buen tratamiento y rogábanme que me fuese de unas partes a otras por cosas que ellos habían menester, porque por razón de la guerra que continuamente traen, la tierra no se anda ni se contrata tanto. Y ya con mis tratos y mercaderías entraba en la tierra adentro todo lo que quería, y por luengo de costa me alargaba cuarenta o cincuenta leguas. Lo principal de mi trato era pedazos de caracoles de la mar y corazones de ellos y conchas, con que ellos cortan una fruta que es como frísoles, con que se curan y hacen sus bailes y fiestas, y ésta es la cosa de mayor precio que entre ellos hay, y cuentas de la mar y otras cosas. Así, esto era lo que yo llevaba tierra adentro, y en cambio y trueco de ello traía cueros y almagra, con que ellos se untan y tiñen las caras y cabellos, pedernales para puntas de flechas, engrudo y cañas duras para hacerlas, y unas borlas que se hacen de pelo de venados, que las tiñen y paran coloradas; y este oficio me estaba a mí bien, porque andando en él tenía libertad para ir donde quería y no era obligado a cosa alguna, y no era esclavo, y dondequiera que iba me hacían buen tratamiento y me daban de comer por respeto de mis mercaderías, y lo más principal porque andando en ello yo buscaba por dónde me había de ir adelante, y entre ellos era muy conocido; holgaban mucho cuando me veían y les traía lo que habían menester, y los que no me conocían me procuraban y deseaban ver por mi fama. Los trabajos que en esto pasé sería largo de contarlos, así de peligros y hambres, como de tempestades y fríos, que muchos de ellos me tomaron en el campo y solo, donde por gran misericordia de Dios nuestro Señor escapé. Y por esta causa yo no trataba el oficio en invierno, por ser tiempo que ellos mismos en sus chozas y ranchos metidos no podían valerse ni ampararse. Fueron casi seis años el tiempo que yo estuve en esta tierra solo entre ellos y desnudo, como todos andaban. La razón por que tanto me detuve fue por llevar conmigo un cristiano que estaba en la isla, llamado Lope de Oviedo. El otro compañero de Alaniz, que con él había quedado cuando Alonso del Castillo y Andrés Dorantes con todos los otros se fueron, murió luego, y por sacarlo de allí yo pasaba a la isla cada año y le rogaba que nos fuésemos a la mejor maña que pudiésemos en busca de cristianos, y cada año me detenía diciendo que el otro siguiente nos iríamos. En fin, al cabo lo saqué y le pasé el ancón y cuatro ríos que hay por la costa, porque él no sabía nadar, y así, fuimos con algunos indios adelante hasta que llegamos a un ancón que tiene una legua de través y es por todas partes hondo; y por lo que de él nos pareció y vimos, es el que llaman del Espíritu Santo, y de la otra parte de él vimos unos indios, que vinieron a ver a los nuestros, y nos dijeron cómo más adelante había tres hombres como nosotros, y nos dijeron los nombres de ellos. Y preguntándoles por los demás, nos respondieron que todos eran muertos de frío y de hambre, y que aquellos indios de adelante ellos mismos por su pasatiempo habían muerto a Diego Dorantes y a Valdivieso y a Diego de Huelva, porque se habían pasado de una casa a otra; y que los otros indios sus vecinos con quien agora estaba el capitán Dorantes, por razón de un sueño que habían soñado, habían muerto a Esquivel y a Méndez. Preguntámosles qué tales estaban los vivos; dijéronnos que muy maltratados, porque los muchachos y otros indios, que entre ellos son muy holgazanes y de mal trato, les daban muchas coces y bofetones y palos, y que ésta era la vida que con ellos tenían. Quisímonos informar de la tierra adelante y de los mantenimientos que en ella había; respondieron que era muy pobre de gente, y que en ella no había qué comer, y que morían de frío porque no tenían cueros ni con qué cubrirse. Dijéronnos también si queríamos ver aquellos tres cristianos, que de ahí a dos días los indios que los tenían venían a comer nueces una legua de allí, a la vera del río; y porque viésemos que lo que nos habían dicho del mal tratamiento de los otros era verdad, estando con ellos dieron al compañero mío de bofetones y palos, y yo no quedé sin mi parte, y de muchos pellazos de lodo que nos tiraban, y nos ponían cada día las flechas al corazón, diciendo que nos querían matar como a los otros nuestros compañeros. Y temiendo esto Lope de Oviedo, mi compañero, dijo que quería volverse con unas mujeres de aquellos indios, con quien habíamos pasado el ancón, que quedaban algo atrás. Yo porfié mucho con él que no lo hiciese, y pasé muchas cosas, y por ninguna vía lo pude detener, y así se volvió y yo quedé solo con aquellos indios, los cuales se llamaban Quevenes, y los otros con quien él se fue se llaman Deaguanes.




ArribaAbajoCapítulo XVII

Cómo vinieron los indios y trajeron a Andrés Dorantes y a Castillo y a Estebanico


Desde a dos días que Lope de Oviedo se había ido, los indios que tenían a Alonso del Castillo y Andrés Dorantes vinieron al mismo lugar que nos habían dicho, a comer de aquellas nueces de que se mantienen, moliendo unos granillos con ellas, dos meses del año, sin comer otra cosa, y aun esto no lo tienen todos los años, porque acuden uno, y otro no; son del tamaño de las de Galicia, y los árboles son muy grandes, y hay un gran número de ellos. Un indio me avisó cómo los cristianos eran llegados, y que si yo quería verlos me hurtase y huyese a un canto de un monte que él me señaló; porque él y otros parientes suyos habían de venir a ver a aquellos indios, y que me llevarían consigo adonde los cristianos estaban. Yo me confié de ellos, y determiné de hacerlo, porque tenían otra lengua distinta de la de mis indios. Y puesto por obra, otro día fueron y me hallaron en el lugar que estaba señalado; y así me llevaron consigo. Ya que llegué cerca de donde tenían su aposento. Andrés Dorantes salió a ver quién era, porque los indios le habían también dicho cómo venía un cristiano; y cuando me vio fue muy espantado, porque había muchos días que me tenían por muerto, y los indios así lo habían dicho. Dimos muchas gracias a Dios de vernos juntos, y este día fue uno de los de mayor placer que en nuestros días hemos tenido; y llegado donde Castillo estaba, me preguntaron que dónde iba. Yo le dije que mi propósito era de pasar a tierra de cristianos, y que en este rastro y busca iba. Andrés Dorantes respondió que muchos días había que él rogaba a Castillo y a Estebanico que se fuesen adelante, y que no lo osaban hacer porque no sabían nadar, y que temían mucho de los ríos y los ancones por donde habían de pasar, que en aquella tierra hay muchos. Y pues Dios nuestro Señor había sido servido de guardarme entre tantos trabajos y enfermedades, y al cabo traerme en su compañía, que ellos determinaban de huir, que yo los pasaría de los ríos y ancones que topásemos, y avisáronme que en ninguna manera diese a entender a los indios no conociesen de mí que yo quería pasar adelante, porque luego me matarían; y que para esto era menester que yo me detuviese con ellos seis meses, que era tiempo en que aquellos indios iban a otra tierra a comer tunas. Esta es una fruta que es del tamaño de huevos, y son bermejas y negras y de muy buen gusto. Cómenlas tres meses del año, en los cuales no comen otra cosa alguna, porque al tiempo que ellos las cogían venían a ellos otros indios de adelante, que traían arcos para contratar y cambiar con ellos; y que cuando aquéllos se volviesen nos huiríamos de los nuestros, y nos volveríamos con ellos. Con este concierto yo quedé allí, y me dieron por esclavo a un indio con quien Dorantes estaba, el cual era tuerto, y su mujer y un hijo que tenía y otro que estaba en su compañía; de manera que todos eran tuertos. Estos se llaman mariames, y Castillo estaba con otros sus vecinos, llamados iguases. Y estando aquí ellos me contaron que después que salieron de la isla del Mal Hado, en la costa de la mar hallaron la barca en que iba al contador y los frailes al través; y que yendo pasando aquellos ríos, que son cuatro muy grandes y de muchas corrientes, les llevó las barcas en que pasaban a la mar, donde se ahogaron cuatro de ellos, y que así fueron adelante hasta que pasaron el ancón, y lo pasaron con mucho trabajo, y a quince leguas delante hallaron otro, y que cuando allí llegaron ya se les habían muerto dos compañeros en sesenta leguas que habían andado; y que todos los que quedaban estaban para lo mismo, y que en todo el camino no habían comido sino cangrejos y yerba pedrera; y llegados a este último ancón, decían que hallaron en él indios que estaban comiendo moras; y como vieron a los cristianos, se fueron de allí a otro cabo; y que estando procurando y buscando manera para pasar el ancón, pasaron a ellos un indio y un cristiano, que llegado, conocieron que era Figueroa, uno de los cuatro que habíamos enviado adelante en la isla del Mal Hado, y allí les contó cómo él y sus compañeros habían llegado hasta aquel lugar, donde se habían muerto dos de ellos y un indio, todos tres de frío y de hambre, porque habían venido y estado en el más recio tiempo del mundo, y que a él y a Méndez habían tomado los indios, y que estando con ellos, Méndez había huido yendo la vía lo mejor que pudo de Pánuco, y que los indios habían ido tras él y que lo habían muerto; y que estando él con estos indios supo de ellos cómo con los mariames estaba un cristiano que había pasado de la otra parte, y lo había hallado con los que llamaban quevenes, y que este cristiano era Hernando de Esquivel, natural de Badajoz, el cual venía en compañía del comisario, y que él supo de Esquivel el fin en que habían parado el gobernador y el contador y los demás, y le dijo que el contador y los frailes habían echado al través su barca entre los ríos, y viniéndose por luengo de la costa, llegó la barca del gobernador con su gente en tierra, y él se fue con su barca hasta que llegaron a aquel ancón grande, y que allí tornó a tomar la gente y la pasó del otro cabo, y volvió por el contador y los frailes y todos los otros. Y contó cómo estando desembarcados, el gobernador había revocado el poder que el contador tenía de lugarteniente suyo y dio el cargo a un capitán que traía consigo, que se decía Pantoja, y que el gobernador se quedó en su barca, y no quiso aquella noche salir a tierra, y quedaron con él un maestre y un paje que estaba malo, y en la barca no tenían agua ni cosa ninguna que comer; y que a media noche el norte vino tan recio, que sacó la barca a la mar, sin que ninguno la viese, porque no tenía por resón sino una piedra, y que nunca más supieron de él. Y que visto esto, la gente que en tierra quedaron se fueron por luengo de costa, y que como hallaron tanto estorbo de agua, hicieron balsas con mucho trabajo, en que pasaron la otra parte; y que yendo adelante, llegaron a una punta de un monte orilla del agua, y que hallaron indios, que como los vieron venir metieron sus casas en sus canoas y se pasaron de la otra parte a la costa; y los cristianos, viendo el tiempo que era, porque era por el mes de noviembre, pararon en este monte, porque hallaron agua y leña y algunos cangrejos y mariscos, donde de frío y de hambre se comenzaron poco a poco a morir. Allende de esto, Pantoja, que por teniente había quedado, les hacía mal tratamiento, y no lo pudiendo sufrir Sotomayor, hermano de Vasco Porcallo, el de la isla de Cuba, que en la armada había venido por maestre de campo, se revolvió con él y le dio un palo, de que Pantoja quedó muerto, y así se fueron acabando; y los que morían, los otros los hacían tasajos; y el último que murió fue Sotomayor, y Esquivel lo hizo tasajos, y comiendo de él se mantuvo hasta primero de marzo, que un indio de los que allí habían huido vino a ver si eran muertos, y llevó a Esquivel consigo; y estando en poder de este indio, el Figueroa lo habló y supo de él todo lo que hemos contado, y le rogó que se viniese con él, para irse ambos la vía de Pánuco; lo cual Esquivel no quiso hacer, diciendo que él había sabido de los frailes que Pánuco había quedado atrás; y así se quedó allí, y Figueroa se fue a la costa adonde solía estar.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

De la relación que dio Esquivel


Esta cuenta toda dio Figueroa por la relación que de Esquivel había sabido; y así, de mano en mano llegó a mí, por donde se puede ver y saber el fin que toda aquella armada hubo y los particulares casos que a cada uno de los demás acontecieron. Y dijo más: que si los cristianos algún tiempo andaban por allí, podría ser que viesen a Esquivel, porque sabía que se había huido de aquel indio con quien estaba, a otros, que se decían los mareames, que eran allí vecinos. Y como acabo de decir, él y el asturiano se quisieran ir a otros indios que adelante estaban; mas como los indios que lo tenían lo sintieron, salieron a ellos, y diéronles muchos palos, y desnudaron al asturiano, y pasáronle un brazo con una flecha; y en fin, se escaparon huyendo, y los cristianos se quedaron con aquellos indios, y acabaron con ellos que los tomasen por esclavos, aunque estando sirviéndoles fueron tan maltratados de ellos, como nunca esclavos ni hombres de ninguna suerte lo fueron, porque de seis que eran, no contentos con darles muchas bofetadas y apalearlos y pelarles las barbas por su pasatiempo, por sólo pasar de una casa a otra mataron tres, que son los que arriba dije, Diego Dorantes y Valdivieso y Diego de Huelva, y los otros tres que quedaban esperaban parar en esto mismo; y por no sufrir en esta vida, Andrés Dorantes se huyó y se pasó a los mareames, que eran aquéllos adonde Esquivel había parado, y ellos le contaron cómo habían tenido allí a Esquivel, y cómo estando allí se quiso huir porque una mujer había soñado que le había de matar un hijo, y los indios fueron tras él y lo mataron, y mostraron a Andrés Dorantes su espada y sus cuentas y libro y otras cosas que tenía. Esto hacen éstos por una costumbre que tienen, y es que matan sus mismos hijos por sueños, y a las hijas en naciendo las dejan comer a perros, y las echan por ahí. La razón por que ellos lo hacen es, según ellos dicen, porque todos los de la tierra son sus enemigos y con ellos tienen continua guerra; y que si acaso casasen sus hijas, multiplicarían tanto sus enemigos, que los sujetarían y tomarían por esclavos; y por esta causa querían más matarlas que no que de ellas mismas naciese quien fuese su enemigo. Nosotros les dijimos que por qué no las casaban con ellos mismos. Y también entre ellos dijeron que era fea cosa casarlas a sus parientes ni a sus enemigos; y esta costumbre usan estos y otros sus vecinos, que se llaman los iguaces, solamente, sin que ningunos otros de la tierra la guarden. Y cuando éstos se han de casar, compran las mujeres a sus enemigos, y el precio que cada uno da por la suya es un arco, el mejor que puede haber, con dos flechas; y si acaso no tiene arco, una red hasta una braza en ancho y otra en largo. Matan sus hijos, y mercan los ajenos; no dura el casamiento más de cuanto están contentos, y con una higa deshacen el casamiento. Dorantes estuvo con éstos, y desde a pocos días se huyó. Castillo y Estebanico se vinieron dentro de la Tierra Firme a los iguaces. Toda esta gente son flecheros y bien dispuestos, aunque no tan grandes como los que atrás dejamos, y traen la teta y el labio horadados.

Su mantenimiento principalmente es raíces de dos o tres maneras, y búscanlas por toda la tierra; son muy malas, e hinchan los hombres que las comen. Tardan dos días en asarse, y muchas de ellas son muy amargas, y con todo esto se sacan con mucho trabajo. Es tanta la hambre que aquellas gentes tienen, que no se pueden pasar sin ellas, y andan dos o tres leguas buscándolas. Algunas veces matan algunos venados, y a tiempos toman algún pescado; mas esto es tan poco, y su hambre tan grande, que comen arañas y huevos de hormigas, y gusanos y lagartijas y salamanquesas y culebras y víboras, que matan los hombres que muerden, y comen tierra y madera y todo lo que pueden haber, y estiércol de venados, y otras cosa que dejo de contar; y creo averiguadamente que si en aquella tierra hubiese piedras las comerían. Guardan las espinas del pescado que comen, y de las culebras y otras cosas, para molerlo después todo y comer el polvo de ello. Entre éstos no se cargan los hombres ni llevan cosa de peso; mas llévanlo las mujeres y los viejos, que es la gente que ellos en menos tienen. No tienen tanto amor a sus hijos como los que arriba dijimos. Hay algunos entre ellos que usan pecado contra natura. Las mujeres son muy trabajadas y para mucho, porque de veinticuatro horas que hay entre día y noche, no tienen sino seis horas de descanso, y todo lo más de la noche pasan en atizar sus hornos para secar aquellas raíces que comen. Y desde que amanece comienzan a cavar y a traer leña y agua a sus casas y dar orden en las otras cosas de que tienen necesidad. Los más de éstos son grandes ladrones, porque aunque entre sí son bien partidos, en volviendo uno la cabeza, su hijo mismo o su padre le toma lo que puede. Mienten muy mucho, y son grandes borrachos, y para esto beben ellos una cierta cosa. Están tan usados a correr, que sin descansar ni cansar corren desde la mañana hasta la noche, y siguen un venado; y de esta manera matan muchos de ellos, porque los siguen hasta que los cansan, y algunas veces los toman vivos. Las casas de ellos son de esteras puestas sobre cuatro arcos; llévanlas a cuestas, y múdanse cada dos o tres días para buscar de comer. Ninguna cosa siembran que se pueda aprovechar; es gente muy alegre; por mucha hambre que tengan, por eso no dejan de bailar ni de hacer sus fiestas y areitos. Para ellos el mejor tiempo que éstos tienen es cuando comen las tunas, porque entonces no tienen hambre, y todo el tiempo se les pasa en bailar, y comen de ellas de noche y de día. Todo el tiempo que les duran exprímenlas y ábrenlas y pónenlas a secar, y después de secas pónenlas en unas seras, como higos, y guárdanlas para comer por el camino cuando se vuelven, y las cáscaras de ellas muélenlas y hácenlas polvo. Muchas veces estando con éstos, nos aconteció tres o cuatro días estar sin comer porque no lo había; ellos, por alegrarnos, nos decían que no estuviésemos tristes; que presto habría tunas y comeríamos muchas y beberíamos del zumo de ellas, y tendríamos las barrigas muy grandes y estaríamos muy contentos y alegres y sin hambre alguna; y desde el tiempo que esto nos decían hasta que las tunas se hubiesen de comer había cinco o seis meses, y, en fin, hubimos de esperar aquestos seis meses, y cuando fue tiempo fuimos a comer las tunas; hallamos por la tierra muy gran cantidad de mosquitos de tres maneras, que son muy malos y enojosos, y todo lo más del verano nos daban mucha fatiga; y para defendernos de ellos hacíamos al derredor de la gente muchos fuegos de leña podrida y mojada, para que no ardiesen e hiciesen humo; y esta defensión nos daba otro trabajo, porque en toda la noche no hacíamos sino llorar, del humo que en los ojos nos daba, y sobre eso, gran calor que nos causaban los muchos fuegos, y salíamos a dormir a la costa. Y si alguna vez podíamos dormir, recordábannos a palos, para que tornásemos a encender los fuegos. Los de la tierra adentro para esto usan otro remedio tan incomportable y más que éste que he dicho, y es andar con tizones en las manos quemando los campos y montes que topan, para que los mosquitos huyan, y también para sacar debajo de tierra lagartijas y otras semejantes cosas para comerlas. Y también suelen matar venados cercándolos con muchos fuegos; y usan también esto por quitar a los animales el pasto, que la necesidad les haga ir a buscarlo adonde ellos quieren, porque nunca hacen asiento con sus casas sino donde hay agua y leña, y alguna vez se cargan todos de esta provisión y van a buscar los venados, que muy ordinariamente están donde no hay agua ni leña; y el día que llegan matan venados y algunas otras cosas que pueden, y gastan todo el agua y leña en guisar de comer y en los fuegos que hacen para defenderse de los mosquitos, y esperan otro día para tomar algo que lleven para el camino; y cuando parten, tales van de los mosquitos, que parece que tienen la enfermedad de San Lázaro. Y de esta manera satisfacen su hambre dos o tres veces en el año, a tan grande costa como he dicho; y por haber pasado por ello puedo afirmar que ningún trabajo que se sufra en el mundo se iguala con éste. Por la tierra hay muchos venados y otras aves y animales de los que atrás he contado. Alcanzan aquí vacas, y yo las he visto tres veces y comido de ellas, y paréceme que serán del tamaño de las de España. Tienen los cuernos pequeños, como moriscas, y el pelo muy largo, merino, como una bernia; unas son pardillas, y otras negras, y a mi parecer tienen mejor y más gruesa carne que las de acá. De las que no son grandes hacen los indios mantas para cubrirse, y de las mayores hacen zapatos y rodelas; éstas vienen de hacia el Norte por tierra adelante hasta la costa de la Florida, y tiéndense por toda la tierra más de cuatrocientas leguas, y en todo este camino, por los valles por donde ellas vienen, bajan las gentes que por allí habitan y se mantienen de ellas, y meten en la tierra grande cantidad de cueros.




ArribaAbajoCapítulo XIX

De cómo nos apartaron los indios


Cuando fueron cumplidos los seis meses que yo estuve con los cristianos esperando a poner en efecto el concierto que teníamos hecho, los indios se fueron a las tunas, que había de allí donde las habían de coger hasta treinta leguas; y ya que estábamos para huirnos, los indios con quien estábamos, unos con otros riñeron sobre una mujer, y se apuñearon y apalearon y descalabraron unos a otros; y con el grande enojo que hubieron, cada uno tomó su casa y se fue a su parte; de donde fue necesario que todos los cristianos que allí éramos también nos apartásemos, y en ninguna manera nos pudimos juntar hasta otro año. Y en este tiempo yo pasé muy mala vida, así por la mucha hambre como por el mal tratamiento que de los indios recibía, que fue tal, que yo me hube de huir tres veces de los amos que tenía, y todos me anduvieron a buscar y poniendo diligencia para matarme, y Dios nuestro Señor por su misericordia me quiso guardar y amparar de ellos; y cuando el tiempo de las tunas tornó, en aquel mismo lugar nos tornamos a juntar. Ya que teníamos concertado de huirnos y señalado el día, aquel mismo día los indios nos apartaron, y fuimos cada uno por su parte; y yo dije a los otros compañeros que yo los esperaría en las tunas hasta que la Luna fuese llena, y este día era primero de septiembre y primero día de luna; y avisélos que si en este tiempo no viniesen al concierto, yo me iría solo y los dejaría. Y así, nos apartamos y cada uno se fue con sus indios, y yo estuve con los míos hasta trece de luna, y yo tenía acordado de me huir a otros indios en siendo en Luna llena. Y a trece días del mes llegaron adonde yo estaba Andrés Dorantes y Estebanico, y dijéronme cómo dejaban a Castillo con otros indios que se llaman anagados, y que estaban cerca de allí, y que habían pasado mucho trabajo, y que habían andado perdidos. Y que otro día adelante nuestros indios se mudaron hacia donde Castillo estaba, e iban a juntarse con los que lo tenían, y hacerse amigos unos de otros, porque hasta allí habían tenido guerra, y de esta manera cobramos a Castillo. En todo el tiempo que comíamos las tunas teníamos sed, y para remedio de esto bebíamos el zumo de las tunas y sacábamoslo en un hoyo que en la tierra hacíamos, y desque estaba lleno bebíamos de él hasta que nos hartábamos. Es dulce y de color de arrope; esto hacen por falta de otras vasijas. Hay muchas maneras de tunas, y entre ellas hay algunas muy buenas, aunque a mí todas me parecían así, y nunca la hambre me dio espacio para escogerlas ni para mientes en cuáles eran las mejores. Todas las más de estas gentes beben agua llovediza y recogida en algunas partes; porque, aunque hay ríos, como nunca están de asiento, nunca tienen agua conocida ni señalada. Por toda la tierra hay muy grandes y hermosas dehesas, y de muy buenos pastos para ganados; y paréceme que sería tierra muy fructífera si fuese labrada y habitada de gente de razón. No vimos sierra en toda ella en tanto que en ella estuvimos. Aquellos indios nos dijeron que otros estaban más adelante, llamados camones, que viven hacia la costa, y habían muerto toda la gente que venía en la barca de Peñalosa y Téllez, que venían tan flacos, que aunque los mataban no se defendían; y así, los acabaron todos, y nos mostraron ropas y armas de ellos, y dijeron que la barca estaba allí al través. Esta es la quinta barca que faltaba, porque la del gobernador ya dijimos cómo la mar la llevó, y la del contador y los frailes la habían visto echada al través en la costa, y Esquivel contó el fin de ellos. Las dos en que Castillo y yo y Dorantes íbamos, ya hemos contado cómo junto a la isla de Mal Hado se hundieron.




ArribaAbajoCapítulo XX

De cómo nos huimos


Después de habernos mudado, desde a dos días nos encomendamos a Dios nuestro Señor y nos fuimos huyendo, confiando que, aunque era ya tarde y las tunas se acababan, con los frutos que quedarían en el campo podríamos andar buena parte de la tierra. Yendo aquel día nuestro camino con harto temor que los indios nos habían de seguir, vimos unos humos, y yendo a ellos, después de vísperas llegamos allá, donde vimos un indio que, como vio que íbamos a él, huyó sin querernos aguardar; nosotros enviamos al negro tras él, y como vio que iba solo, aguardólo. El negro le dijo que íbamos a buscar aquella gente que hacía aquellos humos. Él respondió que cerca de allí estaban las casas, y que nos guiaría allá, y así, lo fuimos siguiendo; y él corrió a dar aviso de cómo íbamos, y a puesta del sol vimos las casas, y dos tiros de ballesta antes que llegásemos a ellas hallamos cuatro indios que nos esperaban, y nos recibieron bien. Dijímosles en lengua de mareames que íbamos a buscarlos, y ellos mostraron que se holgaban con nuestra compañía; y así, nos llevaron a sus casas, y a Dorantes y al negro aposentaron en casa de un físico, y a mí y a Castillo en casa de otro. Estos tienen otra lengua y llámanse avavares, y son aquellos que solían llevar los arcos a los nuestros e iban a contratar con ellos; y aunque son de otra nación y lengua, entienden la lengua de aquéllos con quien antes estábamos, y aquel mismo día habían llegado allí con sus casas. Luego el pueblo nos ofreció muchas tunas, porque ya ellos tenían noticia de nosotros y cómo curábamos, y de las maravillas que nuestro Señor con nosotros obraba, que, aunque no hubiera otras, harto grandes eran abrirnos caminos por tierra tan despoblada, y darnos gente por donde muchos tiempos no la había, y librarnos de tantos peligros, y no permitir que nos matasen, y sustentarnos con tanta hambre, y poner aquellas gentes en corazón que nos tratasen bien, como adelante diremos.




ArribaAbajoCapítulo XXI

De cómo curamos aquí unos dolientes


Aquella misma noche que llegamos vinieron unos indios a Castillo, y dijéronle que estaban muy malos de la cabeza, rogándole que los curase; y después que los hubo santiguado y encomendado a Dios, en aquel punto los indios dijeron que todo el mal se les había quitado; y fueron a sus casas y trajeron muchas tunas y un pedazo de carne de venado, cosa que no sabíamos qué cosa era; y como esto entre ellos se publicó, vinieron otros muchos enfermos en aquella noche a que los sanase, y cada uno traía un pedazo de venado; y tantos eran, que no sabíamos adónde poner la carne. Dimos muchas gracias a Dios porque cada día iba creciendo su misericordia y mercedes; y después que se acabaron las curas comenzaron a bailar y hacer sus areitos y fiestas, hasta otro día que el sol salió; y duró la fiesta tres días por haber nosotros venido, y al cabo de ellos les preguntamos por la tierra adelante, y por la gente que en ella hallaríamos, y los mantenimientos que en ella había. Respondiéronnos que por toda aquella tierra había muchas tunas, mas que ya eran acabadas, y que ninguna gente había, porque todos eran idos a sus casas, con haber ya cogido las tunas; y que la tierra era muy fría y en ella había muy pocos cueros. Nosotros viendo esto, que ya el invierno y tiempo frío entraba, acordamos de pasarlo con éstos. A cabo de cinco días que allí habíamos llegado se partieron a buscar otras tunas adonde había otra gente de otras naciones y lenguas. Y andadas cinco jornadas con muy grande hambre, porque en el camino no había tunas ni otra fruta ninguna, llegamos a un río, donde asentamos nuestras casas, y después de asentadas fuimos a buscar una fruta de unos árboles, que es como hieros; y como por toda esta tierra no hay caminos, yo me detuve más en buscarla; la gente se volvió, y yo quedé solo, y viniendo a buscarlos aquella noche me perdí, y plugo a Dios que hallé un árbol ardiendo, y al fuego de él pasé aquel frío aquella noche, y a la mañana yo me cargué la leña y tomé dos tizones, y volví a buscarlos, y anduve de esta manera cinco días, siempre con mi lumbre y carga de leña, porque si el fuego se me matase en parte donde no tuviese leña, como en muchas partes no la había, tuviese de qué hacer otro tizones y no me quedase sin lumbre, porque para el frío yo no tenía otro remedio, por andar desnudo como nací. Y para las noches yo tenía este remedio, que me iba a las matas del monte, que estaban cerca de los ríos, y paraba en ellas antes que el sol se pusiese, y en la tierra hacía un hoyo y en él echaba mucha leña, que se cría en muchos árboles, de que por allí hay muy gran cantidad y juntaba mucha leña de la que estaba caída y seca de los árboles, y al derredor de aquel hoyo hacía cuatro fuegos en cruz, y yo tenía cargo y cuidado de rehacer el fuego de rato en rato, y hacía unas gavillas de paja larga que por allí hay, con que me cubría en aquel hoyo, y de esta manera me amparaba del frío de las noches; y una de ellas el fuego cayó en la paja con que yo estaba cubierto, y estando yo durmiendo en el hoyo, comenzó a arder muy recio, y por mucha prisa que yo me di a salir, todavía saqué señal en los cabellos del peligro en que había estado. En todo este tiempo no comí bocado ni hallé cosa que pudiese comer; y como traía los pies descalzos, corrióme de ellos mucha sangre, y Dios usó conmigo de misericordia, que en todo este tiempo no ventó el norte, porque de otra manera ningún remedio había de yo vivir. Y a cabo de cinco días llegué a una ribera de un río, donde yo hallé a mis indios, que ellos y los cristianos me contaban ya por muerto, y siempre creían que alguna víbora me había mordido. Todos hubieron gran placer de verme, principalmente los cristianos, y me dijeron que hasta entonces habían caminado con mucha hambre, que ésta era la causa que no me habían buscado; y aquella noche me dieron de las tunas que tenían, y otro día partimos de allí, y fuimos donde hallamos muchas tunas, con que todos satisficieron su gran hambre, y nosotros dimos muchas gracias a nuestro Señor porque nunca nos faltaba remedio.




ArribaAbajoCapítulo XXII

Cómo otro día nos trajeron otros enfermos


Otro día de mañana vinieron allí muchos indios y traían cinco enfermos que estaban tullidos y muy malos, y venían en busca de Castillo que los curase, y cada uno de los enfermos ofreció su arco y flechas, y él los recibió, y a puesta de sol los santiguó y encomendó a Dios nuestro Señor, y todos le suplicamos con la mejor manera que podíamos les enviase salud, pues él veía que no había otro remedio para que aquella gente nos ayudase y saliésemos de tan miserable vida. Y él lo hizo tan misericordiosamente, que venida la mañana, todos amanecieron tan buenos y sanos, y se fueron tan recios como si nunca hubieran tenido mal ninguno. Esto causó entre ellos muy gran admiración, y a nosotros despertó que diésemos muchas gracias a nuestro Señor, a que más enteramente conociésemos su bondad, y tuviésemos firme esperanza que nos había de librar y traer donde le pudiésemos servir. Y de mí sé decir que siempre tuve esperanza en su misericordia que me había de sacar de aquella cautividad, y así yo lo hablé siempre a mis compañeros. Como los indios fueron idos y llevaron sus indios sanos, partimos donde estaban otros comiendo tunas, y éstos se llaman cutalches y malicones, que son otras lenguas, y junto con ellos había otros que se llamaban coayos y susolas, y de otra parte otros llamados atayos, y estos tenían guerra con los susolas, con quien se flechaban cada día. Y como por toda la tierra no se hablase sino de los misterios que Dios nuestro Señor con nosotros obraba, venían de muchas partes a buscarnos para que los curásemos, y a cabo de dos días que allí llegaron, vinieron a nosotros unos indios de los susolas y rogaron a Castillo que fuese a curar un herido y otros enfermos, y dijeron que entre ellos quedaba uno que estaba muy al cabo. Castillo era médico muy temeroso, principalmente cuando las curas eran muy temerosas y peligrosas, y creía que sus pecados habían de estorbar que no todas veces sucediese bien el curar. Los indios me dijeron que yo fuese a curarlos, porque ellos me querían bien y se acordaban que les había curado en las nueces, y por aquello nos habían dado nueces y cueros; y esto había pasado cuando yo vine a juntarme con los cristianos; y así hube de ir con ellos, y fueron conmigo Dorantes y Estebanico, y cuando llegué cerca de los ranchos que ellos tenían, yo vi el enfermo que íbamos a curar que estaba muerto, porque estaba mucha gente al derredor de él llorando y su casa deshecha, que es señal que el dueño estaba muerto. Y así, cuando yo llegué hallé el indio los ojos vueltos y sin ningún pulso, y con todas las señales de muerto, según a mí me pareció, y lo mismo dijo Dorantes. Yo le quité una estera que tenía encima, con que estaba cubierto, y lo mejor que pude apliqué a nuestro Señor fuese servido de dar salud a aquél y a todos los otros que de ella tenían necesidad. Y después de santiguado y soplado muchas veces, me trajeron un arco y me lo dieron, y una sera de tunas molidas, y lleváronme a curar a otros muchos que estaban malos de modorra, y me dieron otras dos seras de tunas, las cuales di a nuestros indios, que con nosotros habían venido; y, hecho esto, nos volvimos a nuestro aposento, y nuestros indios, a quien di las tunas, se quedaron allá; y a la noche se volvieron a sus casas, y dijeron que aquel que estaba muerto y yo había curado en presencia de ellos, se había levantado bueno y se había paseado, y comido, y hablado con ellos, y que todos cuantos había curado quedaban sanos y muy alegres.

Esto causó muy gran admiración y espanto, y en toda la tierra no se hablaba en otra cosa. Todos aquellos a quien esta fama llegaba nos venían a buscar para que los curásemos y santiguásemos sus hijos. Y cuando los indios que estaban en compañía de los nuestros, que eran los cutalchiches, se hubieron de ir a su tierra, antes que se partiesen nos ofrecieron todas las tunas que para su camino tenían, sin que ninguna les quedase, y diéronnos pedernales tan largos como palmo y medio, con que ellos cortan, y es entre ellos cosa de muy gran estima. Rogáronnos que nos acordásemos de ellos y rogásemos a Dios que siempre estuviesen buenos, y nosotros se lo prometimos; y con esto partieron los más contentos hombres del mundo, habiéndonos dado todo lo mejor que tenían. Nosotros estuvimos con aquellos indios avavares ocho meses, y esta cuenta hacíamos por las lunas. En todo este tiempo nos venían de muchas partes a buscar, y decían que verdaderamente nosotros éramos hijos del Sol. Dorantes y el negro hasta allí no habían curado; mas por la mucha importunidad que teníamos, viniéndonos de muchas partes a buscar, venimos todos a ser médicos, aunque en atrevimiento y osar acometer cualquier cura era yo más señalado entre ellos, y ninguno jamás curamos que no nos dijese que quedaba sano. Y tanta confianza tenían que habían de sanar si nosotros los curásemos, que creían que en tanto que allí nosotros estuviésemos ninguno había de morir. Estos y los de más atrás nos contaron una cosa muy extraña, y por la cuenta que nos figuraron parecía que había quince o diez y seis años que había acontecido, que decían que por aquella tierra anduvo un hombre, que ellos llaman Mala Cosa, y que era pequeño de cuerpo, y que tenía barbas, aunque nunca claramente le pudieron ver el rostro, y que cuando venía a la casa donde estaban se les levantaban los cabellos y temblaban, y luego parecía a la puerta de la casa un tizón ardiendo. Y luego, aquel hombre entraba y tomaba al que quería de ellos, y dábales tres cuchilladas grandes por las ijadas con un pedernal muy agudo, tan ancho como una mano y dos palmos en luengo, y metía la mano por aquellas cuchilladas y sacábales las tripas; y que cortaba de una tripa poco más o menos de un palmo, y aquello que cortaba echaba en las brasas; y luego le daba tres cuchilladas en un brazo, y la segunda daba por la sangradura y desconcertábaselo, y dende a poco se lo tornaba a concertar y poníale las manos sobre las heridas, y decíannos que luego quedaban sanos, y que muchas veces cuando bailaban aparecía entre ellos, en hábito de mujer unas veces, y otras como hombre; y cuando él quería, tomaba el buhío o casa y subíala en alto, y dende a poco caía con ella y daba muy gran golpe. También nos contaron que muchas veces le dieron de comer y que nunca jamás comió; y que le preguntaban dónde venía y a qué parte tenía su casa, y que les mostró una hendidura de la tierra, y dijo que su casa era allá debajo. De estas cosas que ellos nos decían, nosotros nos reíamos mucho, burlando de ellas; y como ellos vieron que no lo creíamos, trajeron muchos de aquéllos que decían que él había tomado, y vimos las señales de las cuchilladas que él había dado en los lugares en la manera que ellos contaban. Nosotros les dijimos que aquél era un malo, y de la mejor manera que pudimos les dábamos a entender que si ellos creyesen en Dios nuestro Señor y fuesen cristianos como nosotros, no tendrían miedo de aquel, ni él osaría venir a hacerles aquellas cosas; y que tuviesen por cierto que en tanto que nosotros en la tierra estuviésemos él no osaría parecer en ella. De esto se holgaron ellos mucho y perdieron mucha parte del temor que tenían. Estos indios nos dijeron que habían visto al asturiano y a Figueroa con otros, que adelante en la costa estaban, a quien nosotros llamábamos de los higos. Toda esta gente no conocía los tiempos por el Sol ni la Luna, ni tienen cuenta del mes del año, y más entienden y saben las diferencias de los tiempos cuando las frutas vienen a madurar, y en tiempo que muere el pescado y el aparecer de las estrellas, en que son muy diestros y ejercitados. Con estos siempre fuimos bien tratados, aunque lo que habíamos de comer lo cavábamos, y traíamos nuestras cargas de agua y leña. Sus casas y mantenimientos son como las de los pasados, aunque tienen muy mayor hambre, porque no alcanzan maíz ni bellotas ni nueces. Anduvimos siempre en cueros como ellos, y de noche nos cubríamos con cueros de venado. De ocho meses que con ellos estuvimos, los seis padecimos mucha hambre, que tampoco alcanzan pescado. Y al cabo de este tiempo ya las tunas comenzaban a madurar, y sin que de ellos fuésemos sentidos nos fuimos a otros que adelante estaban, llamados maliacones; éstos estaban una jornada de allí, donde yo y el negro llegamos. A cabo de los tres días envié que trajese a Castillo y a Dorantes; y venidos, nos partimos todos juntos con los indios, que iban a comer una frutilla de unos árboles, de que se mantienen diez o doce días, entretanto que las tunas vienen. Y allí se juntaron con estos otros indios que se llamaban arbadaos, y a éstos hallamos muy enfermos y flacos e hinchados; tanto que nos maravillamos mucho, y los indios con quien habíamos venido se vinieron por el mismo camino. Y nosotros les dijimos que nos queríamos quedar con aquéllos, de que ellos mostraron pesar; y así, nos quedamos en el campo con aquéllos, cerca de aquellas casas, y cuando ellos nos vieron, juntáronse después de haber hablado entre sí, y cada uno de ellos tomó el suyo por la mano y nos llevaron a sus casas. Con éstos padecimos más hambre que con los otros, porque en todo el día no comíamos más de dos puños de aquella fruta, la cual estaba verde; tenía tanta leche, que nos quemaba las bocas; y con tener falta de agua, daba mucha sed a quien la comía. Y como la hambre fuese tanta, nosotros comprámosles dos perros y a trueco de ellos les dimos unas redes y otras cosas, y un cuero con que yo me cubría.

Ya he dicho cómo por toda esta tierra anduvimos desnudos; y como no estábamos acostumbrados a ello, a manera de serpientes mudábamos los cueros dos veces en el año, y con el sol y el aire hacíansenos en los pechos y en las espaldas unos empeines muy grandes, de que recibíamos muy gran pena por razón de las muy grandes cargas que traíamos, que eran muy pesadas; y hacían que las cuerdas se nos metían por los brazos. La tierra es tan áspera y tan cerrada, que muchas veces hacíamos leña en montes, que cuando la acabábamos de sacar nos corría por muchas partes sangre, de las espinas y matas con que topábamos, que nos rompían por donde alcanzaban. A las veces aconteció hacer leña donde, después de haberme costado mucha sangre, no la podía sacar ni a cuestas ni arrastrando. No tenía, cuando en estos trabajos me veía, otro remedio ni consuelo sino pensar en la pasión de nuestro redentor Jesucristo y en la sangre que por mí derramó, y considerar cuánto más sería el tormento que de las espinas él padeció que no aquél que yo sufría. Contrataba con estos indios haciéndoles peines, y con arcos y con flechas y con redes hacíamos esteras, que son cosas de que ellos tienen mucha necesidad; y aunque lo saben hacer, no quieren ocuparse en nada, por buscar entretanto qué comer, y cuando entienden en esto pasan muy gran hambre. Otras veces me mandaban raer cueros y ablandarlos. Y la mayor prosperidad en que yo allí me vi era el día que me daban a raer alguno, porque yo lo raía mucho y comía de aquellas raeduras, y aquello me bastaba para dos o tres días. También nos aconteció con estos y con los que atrás hemos dejado, darnos un pedazo de carne y comérnoslo así crudo, porque si lo pusiéramos a asar, el primer indio que llegaba se lo llevaba y comía. Parecíanos que no era bien ponerla en esta ventura y también nosotros no estábamos tales, que nos dábamos pena comerlo asado, y no lo podíamos tan bien pasar como crudo. Esta es la vida que allí tuvimos, y aquel poco sustentamiento lo ganábamos con los rescates que por nuestras manos hicimos.




ArribaAbajoCapítulo XXIII

Cómo nos partimos después de haber comido los perros


Después que comimos los perros, pareciéndonos que teníamos algún esfuerzo para poder ir adelante, encomendámonos a Dios nuestro Señor para que nos guiase, nos despedimos de aquellos indios, y ellos nos encaminaron a otros de su lengua que estaban cerca de allí. E yendo por nuestro camino llovió, y todo aquel día anduvimos con agua, y allende de esto, perdimos el camino y fuimos a parar a un monte muy grande, y cogimos muchas hojas de tunas y asámoslas aquella noche en un horno que hicimos, y dímosles tanto fuego, que a la mañana estaban para comer. Y después de haberlas comido encomendámonos a Dios y partímonos, y hallamos el camino que perdido habíamos. Y pasado el monte, hallamos otras casas de indios; y llegados allá, vimos dos mujeres y muchachos, que se espantaron, que andaban por el monte, y en vernos huyeron de nosotros y fueron a llamar a los indios que andaban por el monte. Y venidos, paráronse a mirarnos detrás de unos árboles, y llamámosles y allegáronse con mucho temor; y después de haberlos hablado, nos dijeron que tenían mucha hambre, y que cerca de allí estaban muchas casas de ellos propios, y dijeron que nos llevarían a ellas. Y aquella noche llegamos adonde había cincuenta casas, y se espantaban de vernos y mostraban mucho temor; y después que estuvieron algo sosegados de nosotros, allegábannos con las manos al rostro y al cuerpo, y después traían ellos sus mismas manos por su caras y sus cuerpos, y así estuvimos aquella noche; y venida la mañana, trajéronnos los enfermos que tenían rogándonos que los santiguásemos, y nos dieron de lo que tenían para comer, que eran hojas de tunas y tunas verdes asadas. Y por el buen tratamiento que nos hacían, y porque aquello que tenían nos lo daban de buena gana y voluntad, y holgaban de quedar sin comer por dárnoslo, estuvimos con ellos algunos días. Y estando allí, vinieron otros de más adelante. Cuando se quisieron partir dijimos a los primeros que nos queríamos ir con aquéllos. A ellos les pesó mucho, y rogáronnos muy ahincadamente que no nos fuésemos, y al fin nos despedimos de ellos, y los dejamos llorando por nuestra partida, porque les pesaba mucho en gran manera.




ArribaAbajoCapítulo XXIV

De las costumbres de los indios de aquella tierra


Desde la isla de Mal Hado, todos los indios que a esta tierra vimos tienen por costumbre desde el día que sus mujeres se sienten preñadas no dormir juntos hasta que pasen dos años que han criado los hijos, los cuales maman hasta que son de edad de doce años; que ya entonces están en edad que por sí saben buscar de comer. Preguntámosles que por qué los criaban así, y decían que por la mucha hambre que en la tierra había, que acontecía muchas veces, como nosotros veíamos, estar dos o tres días sin comer, y a las veces cuatro; y por esta causa los dejaban mamar, porque en los tiempos de hambre no muriesen; y ya que algunos escapasen, saldrían muy delicados y de pocas fuerzas. Y si acaso acontece caer enfermos algunos, déjanlos morir en aquellos campos si no es hijo, y todos los demás si no pueden ir con ellos se quedan; mas para llevar un hijo o hermano, se cargan y lo llevan a cuestas. Todos éstos acostumbran dejar sus mujeres cuando entre ellos no hay conformidad, y se tornan a casar con quien quieren. Esto es entre los mancebos, mas los que tienen hijos permanecen con sus mujeres y no las dejan, y cuando en algunos pueblos riñen y traban cuestiones unos con otros, apuñéanse y apaléanse hasta que están muy cansados, y entonces se desparten. Algunas veces los desparten mujeres, entrando entre ellos, que hombres no entran a despartirlos; y por ninguna pasión que tengan no meten en ella arcos ni flechas. Y desde que se han apuñeado y pasado su cuestión, toman sus casas y mujeres, y vanse a vivir por los campos y apartados de los otros, hasta que se les pasa el enojo. Y cuando ya están desenojados y sin ira, tórnanse a su pueblo, y de ahí adelante son amigos como si ninguna cosa hubiera pasado entre ellos, ni es menester que nadie haga las amistades, porque de esta manera se hacen. Y si los que riñen no son casados, vanse a otros sus vecinos, y aunque sean sus enemigos, los reciben bien y se huelgan mucho con ellos, y les dan de lo que tienen; de suerte que, cuando es pasado el enojo, vuelven a su pueblo y vienen ricos. Toda es gente de guerra y tienen tanta astucia para guardarse de sus enemigos como tendrían si fuesen criados en Italia y en continua guerra. Cuando están en parte que sus enemigos los pueden ofender, asientan sus casas a la orilla del monte más áspero y de mayor espesura que por allí hallan, y junto a él hacen un foso, y en éste duermen. Toda la gente de guerra está cubierta con leña menuda, y hacen sus saeteras, y están tan cubiertos y disimulados, que aunque estén cabe ellos no los ven, y hacen un camino muy angosto y entra hasta en medio del monte, y allí hacen lugar para que duerman las mujeres y niños, y cuando viene la noche encienden lumbres en sus casas para que si hubiere espías crean que están en ellas, y antes del alba tornan a encender los mismos fuegos; y si acaso los enemigos vienen a dar en las mismas casas, los que están en el foso salen a ellos y hacen desde las trincheras mucho daño, sin que los de fuera los vean ni los puedan hallar. Y cuando no hay montes en que ellos puedan de esta manera esconderse y hacer sus celadas, asientan en llano en la parte que mejor les parece y cércanse de trincheras cubiertas de leña menuda y hacen sus saeteras, con que flechan a los indios, y estos reparos hacen para de noche. Estando yo con los de aguenes, no estando avisados, vinieron sus enemigos a media noche y dieron en ellos y mataron tres e hirieron otros muchos; de suerte que huyeron de sus casas por el monte adelante, y desde que sintieron que los otros se habían ido, volvieron a ellas y recogieron todas las flechas que los otros les habían echado, y lo más encubiertamente que pudieron los siguieron, y estuvieron aquella noche sobre sus casas sin que fuesen sentidos, y al cuarto del alba les acometieron y les mataron cinco, sin otros muchos que fueron heridos, y les hicieron huir y dejar sus casas y arcos, con toda su hacienda. Y de ahí a poco tiempo vinieron las mujeres de los que llamaban quevenes, y entendieron entre ellos y los hicieron amigos, aunque algunas veces ellas son principio de la guerra. Todas estas gentes, cuando tienen enemistades particulares, cuando no son de una familia, se matan de noche por asechanzas y usan unos con otros grandes crueldades.




ArribaAbajoCapítulo XXV

Cómo los indios son prestos a un arma


Ésta es la más presta gente para un arma de cuantas yo he visto en el mundo, porque si se temen de sus enemigos, toda la noche están despiertos con sus arcos a par de sí y una docena de flechas; el que duerme tienta su arco, y si no lo halla en cuerda le da la vuelta que ha menester. Salen muchas veces fuera de las casas bajados por el suelo, de arte que no pueden ser vistos, y miran y atalayan por todas partes para sentir lo que hay; y si algo sienten, en un punto son todos en el campo con sus arcos y sus flechas, y así están hasta el día, corriendo a unas partes y otras, donde ven que es menester o piensan que pueden estar sus enemigos. Cuando viene el día tornan a aflojar sus arcos hasta que salen a caza. Las cuerdas de los arcos son nervios de venados. La manera que tienen de pelear es abajados por el suelo, y mientras se flechan andan hablando y saltando siempre de un cabo para otro, guardándose de las flechas de sus enemigos, tanto que en semejantes partes pueden recibir muy poco daño de ballestas y arcabuces. Antes los indios burlan de ellos, porque estas armas no aprovechan para ellos en campos llanos, adonde ellos andan sueltos; son buenas para estrechos y lugares de agua; en todo lo demás, los caballos son los que han de sojuzgar y lo que los indios universalmente temen. Quien contra ellos hubiere de pelear ha de estar muy avisado que no le sientan flaqueza ni codicia de lo que tienen, y mientras durare la guerra hanlos de tratar muy mal; porque si temor les conocen o alguna codicia, ella es gente que saben conocer tiempos en que vengarse y toman esfuerzo del temor de los contrarios. Cuando se han flechado en la guerra y gastado su munición, vuélvense cada uno su camino sin que los unos sean muchos y los otros pocos, y ésta es costumbre suya. Muchas veces se pasan de parte a parte con las flechas y no mueren de las heridas si no toca en las tripas o en el corazón; antes sanan presto. Ven y oyen más y tienen más agudo sentido que cuantos hombres yo creo hay en el mundo. Son grandes sufridores de hambre y sed y de frío, como aquellos que están más acostumbrados y hechos a ello que otros. Esto he querido contar porque allende que todos los hombres desean saber las costumbres y ejercicios de los otros, los que algunas veces se vinieren a ver con ellos estén avisados de sus costumbres y ardides, que suelen no poco aprovechar en semejantes casos.




ArribaAbajoCapítulo XXVI

De las naciones y lenguas


También quiero contar sus naciones y lenguas, que desde la isla de Mal Hado hasta los últimos hay. En la isla de Mal Hado hay dos lenguas: a los unos llaman de Caoques y a los otros llaman de Han. En la Tierra Firme, enfrente de la isla, hay otros que se llaman de Chorruco, y toman el nombre de los montes donde viven.

Adelante, en la costa del mar, habitan otros que se llaman Doguenes, y enfrente de ellos otros que tienen por nombre los de Mendica. Más adelante, en la costa, están los quevenes, y enfrente de ellos, dentro de la Tierra Firme, los mariames; y yendo por la costa adelante, están otros que se llaman guaycones, y enfrente de éstos, dentro en la Tierra Firme, los iguaces. Cabo de éstos están otros que se llaman atayos, y detrás de éstos, otros, acubadaos, y de éstos hay muchos por esta vereda adelante. En la costa viven otros llamados quitoles, y enfrente de éstos, dentro en la Tierra Firme, los avavares. Con éstos se juntan los maliacones, y otros cutalchiches, y otros que se llaman susolas, y otros que se llaman comos, y adelante en la costa están los camoles, y en la misma costa adelante, otros a quien nosotros llamamos los de los higos. Todas estas gentes tienen habitaciones y pueblos y lenguas diversas. Entre éstos hay una lengua en que llaman a los hombres por mira acá; arre acá; a los perros, xo; en toda la tierra se emborrachan con un humo, y dan cuanto tienen por él. Beben también otra cosa que sacan de las hojas de los árboles, como de encina, y tuéstanla en unos botes al fuego, y después que la tienen tostada hinchan el bote de agua, y así lo tienen sobre el fuego, y cuando ha hervido dos veces, échanlo en una vasija y están enfriándola con media calabaza, y cuando está con mucha espuma bébenla tan caliente cuanto pueden sufrir, y desde que la sacan del bote hasta que la beben están dando voces, diciendo que ¿quién quiere beber? Y cuando las mujeres oyen estas voces, luego se paran sin osarse mudar, y aunque estén mucho cargadas, no osan hacer otra cosa, y si acaso alguna de ellas se mueve, la deshonran y la dan de palos, y con muy gran enojo derraman el agua que tienen para beber, y la que han bebido la tornan a lanzar, lo cual ellos hacen muy ligeramente y sin pena alguna. La razón de la costumbre dan ellos, y dicen que si cuando ellos quieren beber aquella agua las mujeres se mueven de donde les toma la voz, que en aquella agua se les mete en el cuerpo una cosa mala y que dende a poco les hace morir, y todo el tiempo que el agua está cociendo ha de estar el bote tapado, y si acaso está destapado y alguna mujer pasa, lo derraman y no beben más de aquella agua; es amarilla y están bebiéndola tres días sin comer, y cada día bebe cada uno una arroba y media de ella, y cuando las mujeres están en su costumbre no buscan de comer más de para sí solas, porque ninguna otra persona come de lo que ellas traen. En el tiempo que así estaba, entre éstos vi una diablura, y es que vi un hombre casado con otro, y éstos son unos hombres amarionados, impotentes, y andan tapados como mujeres y hacen oficio de mujeres, y tiran arco y llevan muy gran carga, y entre éstos vimos muchos de ellos así amarionados como digo, y son más membrudos que los otros hombres y más altos; sufren muy grandes cargas.



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