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ArribaAbajoCapítulo XXVII

De cómo nos mudamos y fuimos bien recibidos


Después que nos partimos de los que dejamos llorando, fuímonos con los otros a sus casas, y de los que en ellas estaban fuimos bien recibidos y trajeron sus hijos para que les tocásemos las manos, y dábannos mucha harina de mezquiquez. Este mezquiquez es una fruta que cuando está en el árbol es muy amarga, y es de la manera de algarrobas, y cómese con tierra, y con ella está dulce y bueno de comer. La manera que tienen con ella es ésta: que hacen un hoyo en el suelo, de la hondura que cada uno quiere, y después de echada la fruta en este hoyo, con un palo tan gordo como la pierna y de braza y media en largo, la muelen hasta muy molida; y demás que se le pega de la tierra del hoyo, traen otros puños y échanla en el hoyo y tornan otro rato a moler, y después échanla en una vasija de madera de una espuerta, y échanle tanta agua que basta a cubrirla, de suerte que quede agua por cima, y el que la ha molido pruébala, y si le parece que no está dulce, pide tierra y revuélvela con ella, y esto hace hasta que la halla dulce, y siéntanse todos alrededor y cada uno mete la mano y saca lo que puede, y las pepitas de ellas tornan a echar en aquella espuerta, y echa agua como de primero, y tornan a exprimir el zumo y agua que de ello sale, y las pepitas y cáscaras tornan a poner en el cuero y de esta manera hacen tres o cuatro veces cada moledura. Y los que en este banquete, que para ellos es muy grande, se hallan, quedan las barrigas muy grandes, de la tierra y agua que han bebido; y de esto nos hicieron los indios muy gran fiesta, y hubo entre ellos muy grandes bailes y areitos en tanto que allí estuvimos. Y cuando de noche dormíamos, a la puerta del rancho donde estábamos nos velaban a cada uno de nosotros seis hombres con gran cuidado, sin que nadie nos osase entrar dentro hasta que el sol era salido. Cuando nosotros nos quisimos partir de ellos, llegaron allí unas mujeres de otros que vivían adelante; e informados de ellas dónde estaban aquellas casas, nos partimos para allá, aunque ellos nos rogaron mucho que por aquel día nos detuviésemos, porque las casas adonde íbamos estaban lejos, y no había camino para ellas, y que aquellas mujeres venían cansadas, y descansando, otro día se irían con nosotros y nos guiarían, y así nos despedimos. Y dende a poco las mujeres que habían venido con otras del mismo pueblo, se fueron tras nosotros; mas como por la tierra no había caminos, luego nos perdimos, y así anduvimos cuatro leguas, y al cabo de ellas llegamos a beber a un agua adonde hallamos las mujeres que nos seguían, y nos dijeron el trabajo que habían pasado por alcanzarnos. Partimos de allí llevándolas por guía, y pasamos un río cuando ya vino la tarde que nos daba el agua a los pechos; sería tan ancho como el de Sevilla, y corría muy mucho, y a puesta de sol llegamos a cien casas de indios; y antes que llegásemos salió toda la gente que en ellas había a recibirnos con tanta grita que era espanto, y dando en los muslos grandes palmadas; traían las calabazas horadadas, con piedras dentro, que es la cosa de mayor fiesta, y no las sacan sino a bailar o para curar, ni las osa nadie tomar sino ellos; y dicen que aquellas calabazas tienen virtud y que vienen del cielo, porque por aquella tierra no las hay, ni saben dónde las haya, sino que las traen los ríos cuando vienen de avenida. Era tanto el miedo y turbación que éstos tenían, que por llegar más prestos los unos que los otros a tocarnos, nos apretaron tanto que por poco nos hubieran de matar; y sin dejarnos poner los pies en el suelo nos llevaron a sus casas, y tantos cargaban sobre nosotros y de tal manera nos apretaban, que nos metimos en las casas que nos tenían hechas, y nosotros no consentimos en ninguna manera que aquella noche hiciesen más fiesta con nosotros. Toda aquella noche pasaron entre sí en areitos y bailes, y otro día de mañana nos trajeron toda la gente de aquel pueblo para que los tocásemos y santiguásemos, como habíamos hecho a los otros con quien habíamos estado. Y después de esto hecho, dieron muchas flechas a las mujeres del otro pueblo que habían venido con las suyas. Otro día partimos de allí y toda la gente del pueblo fue con nosotros, y como llegamos a otros indios, fuimos bien recibidos, como de los pasados; y así nos dieron de lo que tenían y los venados que aquel día habían muerto. Y entre éstos vimos una nueva costumbre, y es que los que venían a curarse, los que con nosotros estaban les tomaban el arco y las flechas; y zapatos y cuentas, si las traían; y después de haberlas tomado nos las traían delante de nosotros para que los curásemos; y curados se iban muy contentos, diciendo que estaban sanos. Así nos partimos de aquéllos y nos fuimos a otros de quien fuimos muy bien recibidos, y nos trajeron sus enfermos, que santiguándolos decían que estaban sanos; y el que no sanaba creía que podíamos sanarle, y con lo que los otros que curábamos les decían, hacían tantas alegrías y bailes que no nos dejaban dormir.




ArribaAbajoCapítulo XXVIII

De otra nueva costumbre


Partidos de éstos, fuimos a otras muchas casas, y desde aquí comenzó otra nueva costumbre, y es que, recibiéndonos muy bien, que los que iban con nosotros los comenzaron a hacer tanto mal, que les tomaban las haciendas y les saqueaban las casas, sin que otra cosa ninguna les dejasen. De esto nos pesó mucho, por ver el mal tratamiento que a aquéllos que tan bien nos recibían se hacía, y también porque temíamos que aquello sería o causaría alguna alteración o escándalo entre ellos; mas como no éramos parte para remediarlo, ni para osar castigar los que esto hacían y hubimos por entonces de sufrir, hasta que más autoridad entre ellos tuviésemos; y también los indios mismos que perdían la hacienda, conociendo nuestra tristeza, nos consolaron, diciendo que de aquello no recibiésemos pena; que ellos estaban tan contentos de habernos visto, que daban por bien empleadas sus haciendas, y que adelante serían pagados de otros que estaban muy ricos. Por todo este camino teníamos muy gran trabajo, por la mucha gente que nos seguía, y no podíamos huir de ella, aunque lo procurábamos, porque era muy grande la prisa que tenían por llegar a tocarnos; y era tanta la importunidad de ellos sobre esto, que pasaban tres horas que no podíamos acabar con ellos que nos dejasen. Otro día nos trajeron toda la gente del pueblo, y la mayor parte de ellos son tuertos de nubes, y otros de ellos son ciegos de ellas mismas, de que estábamos espantados. Son muy bien dispuestos y de muy buenos gestos, más blancos que otros ningunos de cuantos hasta allí habíamos visto. Aquí empezamos a ver sierras, y parecía que venían seguidas de hacia el mar del Norte; y así, por la relación que los indios de esto nos dieron, creemos que están quince leguas de la mar. De aquí nos partimos con estos indios hacia estas sierras que decimos, y lleváronnos por donde estaban unos parientes suyos, porque ellos no nos querían llevar sino por donde habitaban sus parientes, y no querían que sus enemigos alcanzasen tanto bien, como les parecía que era vernos. Y cuando fuimos llegados, los que con nosotros iban saquearon a los otros; y como sabían la costumbre, primero que llegásemos escondieron algunas cosas; y después que nos hubieron recibido con mucha fiesta y alegría, sacaron lo que habían escondido y viniéronnoslo a presentar, y esto era cuentas y almagra y algunas taleguillas de plata. Nosotros, según la costumbre, dímoslo luego a los indios que con nosotros venían, y cuando nos lo hubieron dado, comenzaron sus bailes y fiestas, y enviaron a llamar otros de otro pueblo que estaba cerca de allí, para que nos viniesen a ver, y a la tarde vinieron todos, y nos trajeron cuentas y arcos, y otras cosillas, que también repartimos. Y otro día, queriéndonos partir, toda la gente nos quería llevar a otros amigos suyos que estaban a la punta de las sierras, y decían que allí había muchas casas y gente, y que nos darían muchas cosas; mas por ser fuera de nuestro camino no quisimos ir a ellos, y tomamos por lo llano cerca de las sierras, las cuales creíamos que no estaban lejos de la costa. Toda la gente de ella es muy mala, y teníamos por mejor de atravesar la tierra, porque la gente que está metida adentro es más bien acondicionada, y tratábannos mejor, y teníamos por cierto que hallaríamos la tierra más poblada y de mejores mantenimientos. Lo último, hacíamos esto porque, atravesando la tierra, veíamos muchas particularidades de ella; porque si Dios nuestro Señor fuese servido de sacar alguno de nosotros, y traerlo a tierra de cristianos, pudiese dar nuevas y relación de ella. Y como los indios vieron que estábamos determinados de no ir por donde ellos nos encaminaban, dijéronnos que por donde nos queríamos ir no había gente, ni tunas ni otra cosa alguna que comer, y rogáronnos que estuviésemos allí aquel día, y así lo hicimos. Luego ellos enviaron dos indios para que buscasen gente por aquel camino que queríamos ir; y otro día nos partimos, llevando con nosotros muchos de ellos, y las mujeres iban cargadas de agua, y era tan grande entre ellos nuestra autoridad, que ninguno osaba beber sin nuestra licencia. Dos leguas de allí topamos los indios que habían ido a buscar la gente, y dijeron que no la hallaban; de lo que los indios mostraron pesar, y tornáronnos a rogar que nos fuésemos por la sierra. No lo quisimos hacer, y ellos, como vieron nuestra voluntad, aunque con mucha tristeza, se despidieron de nosotros, y se volvieron el río abajo a sus casas, y nosotros caminamos por el río arriba, y desde a un poco topamos dos mujeres cargadas, que como nos vieron, pararon y descargáronse, y trajéronnos de lo que llevaban, que era harina de maíz, y nos dijeron que adelante en aquel río hallaríamos casas y muchas tunas y de aquella harina. Y así nos despedimos de ellas, porque iban a los otros donde habíamos partido, y anduvimos hasta puesta de sol, y llegamos a un pueblo de hasta veinte casas, adonde nos recibieron llorando y con grande tristeza, porque sabían ya que adonde quiera que llegábamos eran todos saqueados y robados de los que nos acompañaban, y como nos vieron solos, perdieron el miedo, y diéronnos tunas, y no otra cosa ninguna. Estuvimos allí aquella noche, y al alba los indios que nos habían dejado el día pasado dieron en sus casas, y como los tomaron descuidados y seguros, tomáronles cuanto tenían, sin que tuviesen lugar donde esconder ninguna cosa; de que ellos lloraron mucho; y los robadores, para consolarles, les decían que éramos hijos del sol, y que teníamos poder para sanar los enfermos y para matarlos, y otras mentiras aún mayores que éstas, como ellos las saben mejor hacer cuando sienten que les conviene. Y dijéronles que nos llevasen con mucho acatamiento, y tuviesen cuidado de no enojarnos en ninguna cosa, y que nos diesen todo cuanto tenían, y procurasen de llevarnos donde había mucha gente, y que donde llegásemos robasen ellos y saqueasen lo que los otros tenían, porque así era costumbre.




ArribaAbajoCapítulo XXIX

De cómo se robaban los unos a los otros


Después de haberlos informado y señalado bien lo que habían de hacer, se volvieron, y nos dejaron con aquéllos; los cuales, teniendo en la memoria lo que los otros les habían dicho, nos comenzaron a tratar con aquel mismo temor y reverencia que los otros, y fuimos con ellos tres jornadas, y lleváronnos adonde había mucha gente. Y antes que llegásemos a ellos avisaron cómo íbamos, y dijeron de nosotros todo lo que los otros les habían enseñado, y añadieron mucho más, porque toda esta gente de indios son grandes amigos de novelas y muy mentirosos, mayormente donde pretenden algún interés. Y cuando llegamos cerca de las casas, salió toda la gente a recibirnos con mucho placer y fiesta, y entre otras cosas dos físicos de ellos nos dieron dos calabazas, y de aquí comenzamos a llevar calabazas con nosotros, y añadimos a nuestra autoridad esta ceremonia, que para con ellos es muy grande. Los que nos habían acompañado saquearon las casas; mas, como eran muchas y ellos pocos, no pudieron llevar todo cuanto tomaron, y más de la mitad dejaron perdido; y de aquí por la halda de la sierra nos fuimos metiendo por la tierra adentro más de cincuenta leguas, y al cabo de ellas hallamos cuarenta casas, y entre otras cosas que nos dieron, hubo Andrés Dorantes un cascabel gordo, grande, de cobre, y en él figurado un rostro, y esto mostraban ellos, que lo tenían en mucho, y les dijeron que lo habían habido de otros sus vecinos; y preguntándoles que dónde habían habido aquello, dijéronle que lo habían traído de hacia el norte, y que allí había mucho, y era tenido en gran estima; y entendimos que do quiera que aquello había venido, había fundición y se labraba de vaciado, y con esto nos partimos otro día, y atravesamos una sierra de siete leguas, y las piedras de ella eran de escorias de hierro; y a la noche llegamos a muchas casas que estaban asentadas a la ribera de un muy hermoso río, y los señores de ellas salieron a medio camino a recibirnos con sus hijos a cuestas, y nos dieron muchas taleguillas de margarita y de alcohol molido, con esto se untan ellos la cara; y dieron muchas cuentas, y muchas mantas de vaca, y cargaron a todos los que venían con nosotros de todo cuanto ellos tenían. Comían tunas y piñones; hay por aquella tierra pinos chicos, y las piñas de ellos son como huevos pequeños, mas los piñones son mejores que los de Castilla, porque tienen las cáscaras muy delgadas. Cuando están verdes, muélenlos y hácenlos pellas, y así los comen; y si están secos los muelen con cáscaras, y los comen hechos polvos. Y los que por allí nos recibían, desde que nos habían tocado, volvían corriendo hasta sus casas, y luego daban vuelta a nosotros, y no cesaban de correr, yendo y viniendo. De esta manera traíamos muchas cosas para el camino. Aquí me trajeron un hombre, y me dijeron que había mucho tiempo que le habían herido con una flecha por la espalda derecha, y tenía la punta de la flecha sobre el corazón. Decía que le daba mucha pena, y que por aquella causa siempre estaba enfermo. Yo lo toqué, y sentí la punta de la flecha, y vi que la tenía atravesada por la ternilla, y con un cuchillo que tenía le abrí el pecho hasta aquel lugar, y vi que tenía la punta atravesada, y estaba muy mala de sacar; torné a cortar más, y metí la punta del cuchillo, y con gran trabajo en fin la saqué. Era muy larga, y con un hueso de venado, usando de mi oficio de medicina, le di dos puntos; y dados, se me desangraba, y con raspa de un cuero le estanqué la sangre; y cuando hube sacado la punta, pidiéronmela, y yo se la di, y el pueblo todo vino a verla, y la enviaron por la tierra adentro, para que la viesen los que allá estaban, y por esto hicieron muchos bailes y fiestas, como ellos suelen hacer. Y otro día le corté los dos puntos al indio, y estaba sano; y no parecía la herida que le había hecho sino como una raya de la palma de la mano, y dijo que no sentía dolor ni pena alguna; y esta cura nos dio entre ellos tanto crédito por toda la tierra, cuanto ellos podían y sabían estimar y encarecer. Mostrámosles aquel cascabel que traíamos, y dijéronnos que en aquel lugar de donde aquél había venido había muchas planchas de aquellas enterradas, y que aquello era cosa que ellos tenían en mucho; y había casas de asiento, y esto creemos nosotros que es la mar del Sur, que siempre tuvimos noticia que aquella mar es más rica que la del Norte. De estos nos partimos y anduvimos por tantas suertes de gentes y de tan diversas lenguas, que no basta memoria a poderlas contar, y siempre saqueaban los unos a los otros; y así los que perdían como los que ganaban, quedaban muy contentos. Llevábamos tanta compañía, que en ninguna manera podíamos valernos con ellos. Por aquellos valles donde íbamos, cada uno de ellos llevaba un garrote tan largo como tres palmos, y todos iban en ala; y en saliendo alguna liebre (que por allí había hartas), cercábanla luego, y caían tantos garrotes sobre ella, que era cosa de maravilla, y de esta manera la hacían andar de unos para otros, que a mi ver era la más hermosa caza que se podía pensar, porque muchas veces ellas se venían hasta las manos. Y cuando a la noche parábamos, eran tantas las que nos habían dado, que traía cada uno de nosotros ocho o diez cargas de ellas; y los que traían arcos no parecían delante de nosotros, antes se apartaban por la sierra a buscar venados; y a la noche cuando venían, traían para cada uno de nosotros cinco o seis venados, y pájaros y codornices, y otras cazas; finalmente, todo cuanto aquella gente hallaban y mataban nos lo ponían delante, sin que ellos osasen tomar ninguna cosa, aunque muriesen de hambre; que así lo tenían ya por costumbre después que andaban con nosotros, y sin que primero lo santiguásemos; y las mujeres traían muchas esteras, de que ellos nos hacían casas, para cada uno la suya aparte, y con toda su gente conocida; y cuando esto era hecho, mandábamos que asasen aquellos venados y liebres, y todo lo que habían tomado, y esto también se hacía muy presto en unos hornos que para esto ellos hacían; y de todo ello nosotros tomábamos un poco, y lo otro dábamos al principal de la gente que con nosotros venía, mandándole que lo repartiese entre todos. Cada uno con la parte que le cabía venían a nosotros para que la soplásemos y santiguásemos, que de otra manera no osaran comer de ella; y muchas veces traíamos con nosotros tres o cuatro mil personas. Y era tan grande nuestro trabajo, que a cada uno habíamos de soplar y santiguar lo que habían de comer y beber, y para otras muchas cosas que querían hacer nos venían a pedir licencia, de que se puede ver qué tanta importunidad recibíamos. Las mujeres nos traían las tunas y arañas y gusanos, y lo que podían haber; porque aunque se muriesen de hambre, ninguna cosa habían de comer sin que nosotros la diésemos. E yendo con éstos, pasamos un gran río, que venía del norte; y pasados unos llanos de treinta leguas, hallamos mucha gente que lejos de allí venían a recibirnos, y salían al camino por donde habíamos de ir, y nos recibieron de la manera de los pasados.




ArribaAbajoCapítulo XXX

De cómo se mudó la costumbre de recibirnos


Desde aquí hubo otra manera de recibirnos, en cuanto toca al saquearse, porque los que salían de los caminos a traernos alguna cosa a los que con nosotros venían no los robaban; mas después de entrados en sus casas, ellos mismos nos ofrecían cuanto tenían, y las casas con ellos. Nosotros las dábamos a los principales, para que entre ellos las partiesen, y siempre los que quedaban despojados nos seguían, de donde crecía mucha gente para satisfacerse de su pérdida; y decíanles que se guardasen y no escondiesen cosa alguna de cuantas tenían, porque no podía ser sin que nosotros lo supiésemos, y haríamos luego que todos muriesen, porque el sol nos lo decía. Tan grandes eran los temores que les ponían, que los primeros días que con nosotros estaban, nunca estaban sino temblando y sin osar hablar ni alzar los ojos al cielo. Estos nos guiaron por más de cincuenta leguas de despoblado de muy ásperas sierras, y por ser tan secas no había caza en ellas, y por esto pasamos mucha hambre, y al cabo de un río muy grande, que el agua nos daba hasta los pechos, y desde aquí nos comenzó mucha de la gente que traíamos a adolecer de la mucha hambre y trabajo que por aquellas sierras habían pasado, que por extremo eran agras y trabajosas. Estos mismos nos llevaron a unos llanos al cabo de las sierras, donde venían a recibirnos de muy lejos de allí, y nos recibieron como los pasados, y dieron tanta hacienda a los que con nosotros venían, que por no poderla llevar dejaron a la mitad, y dijimos a los indios que lo habían dado que lo tornasen a tomar y lo llevasen, porque no quedase allí perdido; y respondieron que en ninguna manera lo harían, porque no era su costumbre, después de haber una vez ofrecido, tornarlo a tomar; y así, no lo teniendo en nada, lo dejaron todo perder. A éstos dijimos que queríamos ir a la puesta de sol, y ellos respondiéronnos que por allí estaba la gente muy lejos, y nosotros les mandábamos que enviasen a hacerles saber cómo nosotros íbamos allá, y de esto se excusaron lo mejor que ellos podían, porque ellos eran sus enemigos, y no querían que fuésemos a ellos; mas no osaron hacer otra cosa. Y así, enviaron dos mujeres, una suya, y otra que de ellos tenían cautiva; y enviaron éstas porque las mujeres pueden contratar aunque haya guerra. Y nosotros las seguimos, y paramos en un lugar donde estaba concertado que las esperásemos; mas ellas tardaron cinco días; y los indios decían que no debían de hallar gente. Dijímosles que nos llevasen hacia el Norte; respondieron de la misma manera, diciendo que por allí no había gente sino muy lejos, y que no había qué comer ni se hallaba agua. Y con todo esto, nosotros porfiamos y dijimos que por allí queríamos ir, y ellos todavía se excusaban de la mejor manera que podían, y por esto nos enojamos, y yo me salí una noche a dormir en el campo, apartado de ellos; mas luego fueron donde yo estaba, y toda la noche estuvieron sin dormir y con mucho miedo y hablándome y diciéndome cuán atemorizados estaban rogándonos que no estuviésemos más enojados, y que aunque ellos supiesen morir en el camino, nos llevarían por donde nosotros quisiésemos ir. Y como nosotros todavía fingíamos estar enojados y porque su miedo no se quitase, sucedió una cosa extraña, y fue que este día mismo adolecieron muchos de ellos, y otro día siguiente murieron ocho hombres. Por toda la tierra donde esto se supo hubieron tanto miedo de nosotros, que parecía en vernos que de temor habían de morir. Rogáronnos que no estuviésemos enojados, ni quisiésemos que más de ellos muriesen, y tenían por muy cierto que nosotros los matábamos con solamente quererlo. Y a la verdad, nosotros recibíamos tanta pena de esto, que no podía ser mayor; porque, allende de ver los que morían, temíamos que no muriesen todos o nos dejasen solos, de miedo, y todas las otras gentes de ahí adelante hiciesen lo mismo, viendo lo que a estos había acontecido. Rogamos a Dios nuestro Señor que lo remediase, y así comenzaron a sanar todos aquéllos que habían enfermado, y vimos una cosa que fue de grande admiración: que los padres y hermanos y mujeres de los que murieron, de verlos en aquel estado tenían gran pena; y después de muertos, ningún sentimiento hicieron, ni los vimos llorar, ni hablar unos con otros, ni hacer otra ninguna muestra, ni osaban llegar a ellos, hasta que nosotros los mandábamos llevar a enterrar, y más de quince días que con aquéllos estuvimos a ninguno vimos hablar uno con otro, ni los vimos reír ni llorar a ninguna criatura; antes, porque una lloró, la llevaron muy lejos de allí, y con unos dientes de ratón agudos la sajaron desde los hombros hasta casi todas las piernas. Y yo, viendo esta crueldad y enojado de ello, les pregunté por qué lo hacían, y respondiéronme que para castigarla porque había llorado delante de mí. Todos estos temores que ellos tenían ponían a todos los otros que nuevamente venían a conocernos, a fin que nos diesen todo cuanto tenían, porque sabían que nosotros no tomábamos nada y lo habíamos de dar todo a ellos. Esta fue la más obediente gente que hallamos por esta tierra, y de mejor condición; y comúnmente son muy dispuestos. Convalecidos los dolientes, y ya que había tres días que estábamos allí, llegaron las mujeres que habíamos enviado, diciendo que habían hallado muy poca gente, y que todos habían ido a las vacas, que era tiempo de ellas. Y mandamos a los que habían estado enfermos que se quedasen, y los que estuviesen buenos fuesen con nosotros, y que dos jornadas de allí, aquellas mismas dos mujeres irían con dos de nosotros a sacar gente y traerla al camino para que nos recibiesen; y con esto, otro día de mañana todos los que más recios estaban partiendo con nosotros, y a tres jornadas paramos, y el siguiente día partió Alonso del Castillo con Estebanico el negro, llevando por guía a las dos mujeres; y la que de ellas era cautiva los llevó a un río que corría entre unas sierras donde estaba un pueblo en que su padre vivía, y éstas fueron las primeras casas que vimos que tuviesen parecer y manera de ello. Aquí llegaron Castillo y Estebanico y, después de haber hablado con los indios, a cabo de tres días vino Castillo adonde nos había dejado, y trajo cinco o seis de aquellos indios, y dijo cómo había hallado casas de gente y de asiento, y que aquella gente comía frísoles y calabazas, y que había visto maíz. Esta fue la cosa del mundo que más nos alegró, y por ello dimos infinitas gracias a nuestro Señor; y dijo que el negro venía con toda la gente de las casas a esperar al camino, cerca de allí; y por esta causa partimos; y andada legua y media, topamos con el negro y la gente que venían a recibirnos, y nos dieron frísoles y muchas calabazas para comer y para traer agua, y mantas de vacas, y otras cosas. Y como estas gentes y las que con nosotros venían eran enemigos no se entendían, partímonos de los primeros dándoles lo que nos habían dado, y fuímonos con estos; y a seis leguas de allí, ya que venía la noche, llegamos a sus casas, donde hicieron muchas fiestas con nosotros. Aquí estuvimos un día, y el siguiente nos partimos, y llevámoslos con nosotros a otras casas de asiento, donde comían lo mismo que ellos. Y de ahí adelante hubo otro nuevo uso: que los que sabían de nuestra ida no salían a recibirnos a los caminos, como los otros hacían; antes los hallábamos en sus casas, y tenían hechas otras para nosotros, y estaban todos asentados, y todos tenían vueltas las caras hacia la pared y las cabezas bajas y los cabellos puestos delante de los ojos, y su hacienda puesta en montón en medio de la casa; y de aquí en adelante comenzaron a darnos muchas mantas de cueros, y no tenían cosa que no nos diesen. Es la gente de mejores cuerpos que vimos, y de mayor viveza y habilidad y que mejor nos entendían y respondían en lo que preguntábamos; y llamámoslos de las Vacas, porque la mayor parte que de ellas muere es cerca de allí; y porque aquel río arriba más de cincuenta leguas, van matando muchas de ellas. Esta gente andan del todo desnudos, a la manera de los primeros que hallamos. Las mujeres andan cubiertas con unos cueros de venado, y algunos pocos hombres, señaladamente los que son viejos, que no sirven para la guerra. Es tierra muy poblada. Preguntámosles cómo no sembraban maíz; respondiéronnos que lo hacían por no perder lo que sembrasen, porque dos años arreo les había faltado las aguas, y había sido el tiempo tan seco, que a todos les habían perdido los maíces los topos, y que no osarían tornar a sembrar sin que primero hubiese llovido mucho; y rogábannos que dijésemos al cielo que lloviese y se lo rogásemos, y nosotros se lo prometimos de hacerlo así. También nosotros quisimos saber de dónde habían traído aquel maíz, y ellos nos dijeron que de donde el sol se ponía, y que lo había por toda aquella tierra; mas que lo más cerca de allí era por aquel camino. Preguntámosles por dónde iríamos bien, y que nos informasen del camino, porque no querían ir allá; dijéronnos que el camino era por aquel río arriba hacia el Norte, y que en diez y siete jornadas no hallaríamos otra cosa ninguna que comer, sino una fruta que llaman chacan, y que la machucan entre unas piedras y aún después de hecha esta diligencia no se puede comer, de áspera y seca; y así era la verdad, porque allí nos lo mostraron y no lo pudimos comer, y dijéronnos también que entretanto que nosotros fuésemos por el río arriba, iríamos siempre por gente que eran sus enemigos y hablaban su misma lengua, y que no tenían que darnos cosa a comer; mas que nos recibirían de muy buena voluntad, y que nos darían muchas mantas de algodón y cueros y otras cosas de las que ellos tenían; mas que todavía les parecía que en ninguna manera no debíamos tomar aquel camino. Dudando lo que haríamos, y cuál camino tomaríamos que más a nuestro propósito y provecho fuese, nosotros nos detuvimos con ellos dos días. Dábannos a comer frísoles y calabazas; la manera de cocerlas es tan nueva, que por ser tal, yo la quise aquí poner, para que se vea y se conozca cuán diversos y extraños son los ingenios e industrias de los hombres humanos. Ellos no alcanzan ollas, y para cocer lo que ellos quieren comer hinchan media calabaza grande de agua, y en el fuego echan muchas piedras de las que más fácilmente ellos pueden encender, y toman el fuego; y cuando ven que están ardiendo tómanlas con unas tenazas de palo, y échanlas en aquella agua que está en la calabaza, hasta que la hacen hervir con el fuego que las piedras llevan, y cuando ven que el agua hierve, echan en ella lo que han de cocer, y en todo este tiempo no hacen sino sacar unas piedras y echar otras ardiendo para que el agua hierva para cocer lo que quieren, y así lo cuecen.




ArribaAbajoCapítulo XXXI

De cómo seguimos el camino del maíz


Pasados dos días que allí estuvimos, determinamos de ir a buscar el maíz, y no quisimos seguir el camino de las Vacas, porque es hacia el Norte, y esto era para nosotros muy gran rodeo, porque siempre tuvimos por cierto que yendo la puesta de sol habíamos de hallar lo que deseábamos; y así, seguimos nuestro camino, y atravesamos toda la tierra hasta salir a la mar del Sur; y no bastó a estorbarnos esto el temor que nos ponían de la mucha hambre que habíamos de pasar, como a la verdad la pasamos, por todas las diez y siete jornadas que nos habían dicho. Por todas ellas el río arriba nos dieron muchas mantas de vacas, y no comimos de aquélla su fruta, mas nuestro mantenimiento era cada día tanto como una mano de unto de venado, que para estas necesidades procurábamos siempre de guardar, y así pasamos todas las diez y siete jornadas, y al cabo de ellas atravesamos el río y caminamos otras diez y siete. A la puesta de sol, por unos llanos, y entre unas sierras muy grandes que allí se hacen, allí hallamos una gente que la tercera parte del año no comen sino unos polvos de paja; y por ser aquel tiempo cuando nosotros por allí caminamos, hubímoslo también de comer hasta que, acabadas estas jornadas, hallamos casas de asiento, adonde había mucho maíz allagado, y de ello y de su harina nos dieron mucha cantidad, y de calabazas y frísoles y mantas de algodón, y de todo cargamos a los que allí nos habían traído, y con esto se volvieron los más contentos del mundo. Nosotros dimos muchas gracias a Dios nuestro Señor por habernos traído allí, donde habíamos hallado tanto mantenimiento.

Entre estas casas había algunas de ellas que eran de tierra, y las otras todas son de estera de cañas; y de aquí pasamos más de cien leguas de tierra, y siempre hallamos casas de asiento, y mucho mantenimiento de maíz, y frísoles, y dábannos muchos venados y muchas mantas de algodón, mejores que las de la Nueva España. Dábannos también muchas cuentas y de unos corales que hay en la mar del Sur, muchas turquesas muy buenas que tienen de hacia el Norte; y finalmente, dieron aquí todo cuanto tenían, y a mí me dieron cinco esmeraldas hechas puntas de flechas, y con estas flechas hacen ellos sus areitos y bailes. Y pareciéndome a mí que eran muy buenas, les pregunté de dónde las habían habido, y dijeron que las traían de unas sierras muy altas que están hacia el Norte, y las compraban a trueco de penachos y plumas de papagayos, y decían que había allí pueblos de mucha gente y casas muy grandes. Entre éstos vimos las mujeres más honestamente tratadas que a ninguna parte de Indias que hubiésemos visto. Traen unas camisas de algodón, que llegan hasta las rodillas, y unas medias mangas encima de ellas, de unas faldillas de cuero de venado sin pelo, que tocan en el suelo, y enjabónanlas con unas raíces que limpian mucho, y así las tienen muy bien tratadas; son abiertas por delante y cerradas con unas correas; andan calzados con zapatos. Toda esta gente venía a nosotros a que los tocásemos y santiguásemos; y eran en esto tan importunos, que con gran trabajo lo sufríamos, porque dolientes y sanos, todos querían ir santiguados. Acontecía muchas veces que de las mujeres que con nosotros iban parían algunas, y luego en naciendo nos traían la criatura a que la santiguásemos y tocásemos. Acompañábannos siempre hasta dejarnos entregados a otros, y entre todas estas gentes se tenía por muy cierto que veníamos del cielo. Entretanto que con éstos anduvimos caminamos todo el día sin comer hasta la noche, y comíamos tan poco, que ellos se espantaban de verlo. Nunca nos sintieron cansancio, y a la verdad nosotros estábamos tan hechos al trabajo, que tampoco lo sentíamos. Teníamos con ellos mucha autoridad y gravedad, y para conservar esto, les hablábamos pocas veces. El negro les hablaba siempre; se informaba de los caminos que queríamos ir y los pueblos que había y de las cosas que queríamos saber. Pasamos por gran número y diversidades de lenguas; con todas ellas Dios nuestro Señor nos favoreció, porque siempre nos entendieron y les entendimos. Y así, preguntábamos y respondían por señas, como si ellos hablaran nuestra lengua y nosotros la suya; porque, aunque sabíamos seis lenguas, no nos podíamos en todas partes aprovechar de ellas, porque hallamos más de mil diferencias. Por todas estas tierras, los que tenían guerras con los otros se hacían luego amigos para venirnos a recibir y traernos todo cuanto tenían, y de esta manera dejamos toda la tierra en paz, y dijímosles, por las señas porque nos entendían, que en el cielo había un hombre que llamábamos Dios, el cual había criado el cielo y la tierra, y que Éste adorábamos nosotros y teníamos por Señor, y que hacíamos lo que nos mandaba, y que de su mano venían todas las cosas buenas, y que si así ellos lo hiciesen, les iría muy bien de ello; y tan grande aparejo hallamos en ellos, que si lengua hubiera con que perfectamente nos entendiéramos, todos los dejáramos cristianos. Esto les dimos a entender lo mejor que pudimos, y de ahí adelante, cuando el sol salía, con muy gran grita abrían las manos juntas al cielo, y después las traían por todo el cuerpo, y otro tanto hacían cuando se ponía. Es gente bien acondicionada y aprovechada para seguir cualquier cosa bien aparejada.




ArribaAbajoCapítulo XXXII

De cómo nos dieron los corazones de los venados


En el pueblo donde nos dieron las esmeraldas dieron a Dorantes más de seiscientos corazones de venados, abiertos, de que ellos tienen siempre mucha abundancia para su mantenimiento, y por esto le pusimos nombre al pueblo de los Corazones, y por él es la entrada para muchas provincias que están a la mar del Sur; y si los que le fueren a buscar por aquí no entraren se perderán, porque la costa no tiene maíz, y comen polvo de bledo y de paja y de pescado que toman en la mar con balsas, porque no alcanzan canoas. Las mujeres cubren sus vergüenzas con yerba y paja. Es gente muy apocada y triste. Creemos que cerca de la costa, por la vía de aquellos pueblos que nosotros trajimos, hay más de mil leguas de tierra poblada, y tienen mucho mantenimiento, porque siembran tres veces en el año frísoles y maíz. Hay tres maneras de venados: los de la una de ellas son tamaños como novillos de Castilla. Hay casas de asiento, que llaman buhíos, y tienen yerba, y esto es de unos árboles al tamaño de manzanos, y no es menester más de coger la fruta y untar la flecha con ella; y si no tiene fruta, quiebran una rama, y con la leche que tienen hacen lo mismo. Hay muchos de estos árboles que son ponzoñosos, que si majan las hojas de él y las lavan en alguna agua allegada, todos los venados y cualesquier otros animales que de ella beben revientan luego. En este pueblo estuvimos tres días, y a una jornada de allí estaba otro en el cual nos tomaron tantas aguas que porque un río creció mucho, no lo pudimos pasar, y nos detuvimos allí quince días. En este tiempo, Castillo vio al cuello de un indio una hebilleta de talabarte de espada, y en ella cosido un clavo de herrar; tomósela y preguntámosle qué cosa era aquélla, y dijéronnos que habían venido del cielo. Preguntámosle más, que quién la había traído de allá, y respondieron que unos hombres que traían barbas como nosotros, que habían venido del cielo y llegado a aquel río, y que traían caballos y lanzas y espadas, y que habían alanceado dos de ellos. Y lo más disimuladamente que pudimos les preguntamos qué se habían hecho aquellos hombres, y respondiéronnos que se habían ido a la mar, y que metieron sus lanzas por debajo del agua, y que ellos también se habían también metido por debajo, y que después los vieron ir por cima hacia puesta de Sol. Nosotros dimos muchas gracias a Dios nuestro Señor por aquello que oímos, porque estábamos desconfiados de saber nuevas de cristianos; y por otra parte, nos vimos en gran confusión y tristeza creyendo que aquella gente no sería sino algunos que habían venido por la mar a descubrir; mas al fin, como tuvimos tan cierta nueva de ellos, dímonos más prisa a nuestro camino, y siempre hallábamos más nueva de cristianos, y nosotros les decíamos que los íbamos a buscar para decirles que no los matasen ni tomasen por esclavos, ni los sacasen de sus tierras, ni les hiciesen otro mal ninguno, y de esto ellos se holgaban mucho. Anduvimos mucha tierra, y toda hallamos despoblada, porque los moradores de ella andaban huyendo por las sierras, sin osar tener casas ni labrar, por miedo de los cristianos. Fue cosa de que tuvimos muy gran lástima, viendo la tierra muy fértil, y muy hermosa y muy llena de aguas y de ríos, y ver los lugares despoblados y quemados, y la gente tan flaca y enferma, huida y escondida toda. Y como no sembraban, con tanta hambre, se mantenían con cortezas de árboles y raíces. De esta hambre a nosotros alcanzaba parte en todo este camino, porque mal nos podían ellos proveer estando tan desventurados, que parecía que se querían morir. Trajéronnos mantas de las que habían escondido por los cristianos, y diéronnoslas, y aun contáronnos cómo otras veces habían entrado los cristianos por la tierra, y habían destruido y quemado los pueblos, y llevado la mitad de los hombres y todas las mujeres y muchachos, y que los que de sus manos se habían podido escapar andaban huyendo. Como los veíamos tan atemorizados, sin osar parar en ninguna parte, y que ni querían ni podían sembrar ni labrar la tierra, antes estaban determinados de dejarse morir, y que esto tenían por mejor que esperar y ser tratados con tanta crueldad como hasta allí, y mostraban grandísimo placer con nosotros, aunque temimos que, llegados a los que tenían la frontera con los cristianos y guerra con ellos, nos habían de maltratar y hacer que pagásemos lo que los cristianos contra ellos hacían. Mas como Dios nuestro Señor fue servido de traernos hasta ellos, comenzáronnos a temer y acatar como los pasados y aun algo más, de que no quedamos poco maravillados, por donde claramente se ve que estas gentes todas, para ser atraídas a ser cristianos y a obediencia de la imperial majestad, han de ser llevados con buen tratamiento, y que éste es camino muy cierto, y otro no. Estos nos llevaron a un pueblo que está en un cuchillo de una sierra, y se ha de subir a él por grande aspereza; y aquí hallamos mucha gente que estaba junta, recogidos por miedo de los cristianos. Recibiéronnos muy bien, y diéronnos cuanto tenían, y diéronnos más de dos mil cargas de maíz, que dimos a aquellos miserables y hambrientos que hasta allí nos habían traído. Y otro día despachamos de allí cuatro mensajeros por la tierra como lo acostumbrábamos hacer, para que llamasen y convocasen toda la más gente que pudiesen, a un pueblo que está a tres jornadas de allí. Y hecho esto, otro día nos partimos con toda la gente que allí estaba, y siempre hallábamos rastro y señales adonde habían dormido cristianos, y a mediodía topamos nuestros mensajeros, que nos dijeron que no habían hallado gente, que toda andaba por los montes, escondidos huyendo, porque los cristianos no los matasen e hiciesen esclavos; y que la noche pasada habían visto a los cristianos estando ellos detrás de unos árboles mirando lo que hacían, y vieron cómo llevaban muchos indios en cadenas; y de esto se alteraron los que con nosotros venían, y algunos de ellos se volvieron para dar aviso por la tierra cómo venían cristianos, y mucho más hicieran esto si nosotros no les dijéramos que no lo hiciesen ni tuviesen temor; y con esto se aseguraron y holgaron mucho. Venían entonces con nosotros indios de cien leguas de allí, y no podíamos acabar con ellos que se volviesen a sus casas; y por asegurarlos dormimos aquella noche allí, y otro día caminamos y dormimos en el camino. Y el siguiente día, los que habíamos enviado por mensajeros nos guiaron adonde ellos habían visto los cristianos; y llegados a la hora de vísperas, vimos claramente que habían dicho la verdad, y conocimos la gente que era de a caballo por las estacas en que los caballos habían estado atados. Desde aquí, que se llama el río Petután, hasta el río donde llegó Diego de Guzmán, puede haber hasta él, desde donde supimos de cristianos, ochenta leguas; y desde allí al pueblo donde nos tomaron las aguas, doce leguas; y desde allí hasta la mar del Sur había doce leguas. Por toda esta tierra donde alcanzan sierras vimos grandes muestras de oro y alcohol, hierro, cobre y otros metales. Por donde están las casas de asiento es caliente; tanto, que por enero hace gran calor. Desde allí hacia el mediodía de la tierra, que es despoblada hasta la mar del Norte, es muy desastrosa y pobre, donde pasamos grande e increíble hambre. Y los que por aquella tierra habitan y andan es gente crudelísima y de muy mala inclinación y costumbres. Los indios que tienen casa de asiento, y los de atrás, ningún caso hacen de oro y plata, ni hallan que pueda haber provecho de ello.




ArribaAbajoCapítulo XXXIII

Cómo vimos rastro de cristianos


Después que vimos rastro claro de cristianos, y entendimos que tan cerca estábamos de ellos, dimos muchas gracias a Dios nuestro Señor por querernos sacar de tan triste y miserable cautiverio. El placer de que esto sentimos júzguelo cada uno cuando pensare el tiempo que en aquella tierra estuvimos y los peligros y trabajos por que pasamos. Aquella noche yo rogué a uno de mis compañeros que fuese tras los cristianos, que iban por donde nosotros dejábamos la tierra asegurada, y había tres días de camino. A ellos se les hizo de mal esto, excusándose por el cansancio y trabajo; y aunque cada uno de ellos lo pudiera hacer mejor que yo, por ser más recios y más mozos; mas vista su voluntad, otro día por la mañana tomé conmigo al negro y once indios, y por el rastro que hallaba siguiendo a los cristianos pasé por tres lugares donde habían dormido; y este día anduve diez leguas, y otro día de mañana alcancé cuatro cristianos de caballo, que recibieron gran alteración de verme tan extrañamente vestido y en compañía de indios. Estuviéronme mirando mucho espacio de tiempo, tan atónitos, que ni me hablaban ni acertaban a preguntarme nada. Yo les dije que me llevasen a donde estaba su capitán; y así, fuimos media legua de allí, donde estaba Diego de Alcaraz, que era el capitán; y después de haberle hablado, me dijo que estaba muy perdido allí, porque había muchos días que no había podido tomar indios, y que no había por donde ir, porque entre ellos comenzaba a haber necesidad y hambre. Yo le dije cómo atrás quedaban Dorantes y Castillo, que estaban diez leguas de allí, con muchas gentes que nos habían traído; y él envió luego tres de caballos y cincuenta indios de los que ellos traían; y el negro volvió con ellos para guiarlos, y yo quedé allí, y pedí que me diesen por testimonio el año y el mes y día que allí había llegado, y la manera en que venía, y así lo hicieron. De este río hasta San Miguel, que es de la gobernación de la provincia que dicen la Nueva Galicia, hay treinta leguas.




ArribaAbajoCapítulo XXXIV

De cómo envié por los cristianos


Pasados cinco días, llegaron Andrés Dorantes y Alonso del Castillo con los que habían ido por ellos, y traían consigo más de seiscientas personas, que eran de aquel pueblo que los cristianos habían hecho subir al monte, y andaban escondidos por la tierra, y los que hasta allí con nosotros habían venido los habían sacado de los montes y entregado a los cristianos, y ellos habían despedido todas las otras gentes que hasta allí habían traído. Y venidos adonde yo estaba, Alcaraz me rogó que enviásemos a llamar la gente de los pueblos que están a la vera del río, que andaban escondidos por los montes de la tierra, y que les mandásemos que trajesen de comer, aunque esto no era menester, porque ellos siempre tenían cuidado de traernos todo lo que podían. Y enviamos luego nuestros mensajeros a que los llamasen, y vinieron seiscientas personas, que nos trajeron todo el maíz que alcanzaban, y traíanlo en unas ollas tapadas con barro en que lo habían enterrado y escondido, y nos trajeron todo lo más que tenían; mas nosotros no quisimos tomar de todo ello sino la comida, y dimos todo lo otro a los cristianos para que entre sí la repartiesen. Y después de esto pasamos muchas y grandes pendencias con ellos, porque nos querían hacer los indios que traíamos esclavos, y con este enojo, al partir, dejamos muchos arcos turquescos que traíamos, y muchos zurrones y flechas, y entre ellas las cinco de las esmeraldas, que no se nos acordó de ellas; y así, las perdimos. Dimos a los cristianos muchas mantas de vaca y otras cosas que traíamos; vímonos con los indios en mucho trabajo porque se volviesen a sus casas y se asegurasen y sembrasen su maíz. Ellos no querían sino ir con nosotros hasta dejarnos, como acostumbraban, con otros indios; porque si se volviesen sin hacer esto, temían que se morirían; que para ir con nosotros no temían a los cristianos ni a sus lanzas. A los cristianos les pesaba de esto, y hacían que su lengua les dijese que nosotros éramos de ellos mismos, y nos habíamos perdido mucho tiempo había, y que éramos gente de poca suerte y valor, y que ellos eran los señores de aquella tierra, a quien habían de obedecer y servir. Mas todo esto los indios tenían en muy poco o nada de lo que les decían; antes, unos con otros entre sí platicaban, diciendo que los cristianos mentían, porque nosotros veníamos de donde salía el sol, y ellos donde se pone; y que nosotros sanábamos los enfermos y ellos mataban los que estaban sanos; y que nosotros veníamos desnudos y descalzos, y ellos vestidos y en caballos y con lanzas; y que nosotros no teníamos codicia de ninguna cosa, antes todo cuanto nos daban tornábamos luego a dar, y con nada nos quedábamos, y los otros no tenían otro fin sino robar todo cuanto hallaban, y nunca daban nada a nadie. Y de esta manera relataban todas nuestras cosas y las encarecían, por el contrario, de los otros; y así les respondieron a la lengua de los cristianos, y lo mismo hicieron saber a los otros por una lengua que entre ellos había, con quien nos entendíamos, y aquellos que la usan llamamos propiamente primahaitu, que es como decir vascongados, la cual, más de cuatrocientas leguas de las que anduvimos, hallamos usadas entre ellos, sin haber otra por todas aquellas tierras. Finalmente, nunca pudo acabar con los indios creer que éramos de los otros cristianos, y con mucho trabajo e importunación les hicimos volver a sus casas, y les mandamos que se asegurasen, y asentasen sus pueblos, y sembrasen y labrasen la tierra, que, de estar despoblada, estaba ya muy llena de monte; la cual sin duda es la mejor de cuantas en estas Indias hay, y más fértil y abundosa de mantenimientos, y siembran tres veces en el año. Tienen muchas frutas y muy hermosos ríos, y otras muchas aguas muy buenas. Hay muestras grandes y señales de minas de oro y plata; la gente de ella es muy bien acondicionada; sirven a los cristianos (los que son amigos) de muy buena voluntad. Son muy dispuestos, mucho más que los de Méjico, y, finalmente, es tierra que ninguna cosa le falta para ser muy buena.

Despedidos los indios, nos dijeron que harían lo que mandábamos, y asentarían sus pueblos si los cristianos los dejaban; y yo así lo digo y afirmo por muy cierto, que si no lo hicieren será por culpa de los cristianos.

Después que hubimos enviado a los indios en paz, y regraciándoles el trabajo que con nosotros habían pasado, los cristianos nos enviaron, debajo de cautela, a un Cebreros, alcalde, y con él otros dos, los cuales nos llevaron por los montes y despoblados, por apartarnos de la conversación de los indios, y porque no viésemos ni entendiésemos lo que de hecho hicieron; donde parece cuánto se engañan los pensamientos de los hombres, que nosotros andábamos a les buscar libertad, y cuando pensábamos que la teníamos, sucedió tan al contrario, porque tenían acordado de ir a dar en los indios que enviábamos asegurados y de paz. Y así como lo pensaron, lo hicieron; lleváronnos por aquellos montes dos días, sin agua, perdidos y sin camino, y todos pensamos perecer de sed, y de ella se nos ahogaron siete hombres, y muchos amigos que los cristianos traían consigo no pudieron llegar hasta otro día a mediodía adonde aquella noche hallamos nosotros el agua. Y caminamos con ellos veinte y cinco leguas, poco más o menos, y al fin de ellas llegamos a un pueblo de indios de paz, y el alcalde que nos llevaba nos dejó allí, y él pasó adelante otras tres leguas a un pueblo que se llamaba Culiacán, adonde estaba Melchor Díaz, alcalde mayor y capitán de aquella provincia.




ArribaAbajoCapítulo XXXV

De cómo el alcalde mayor nos recibió bien la noche que llegamos


Como el alcalde mayor fue avisado de nuestra salida y venida, luego aquella noche partió, y vino adonde nosotros estábamos, y lloró mucho con nosotros, dando loores a Dios nuestro Señor por haber usado de tanta misericordia con nosotros; y nos habló y trató muy bien; y de parte del gobernador Nuño de Guzmán y suya nos ofreció todo lo que tenía y podía, y mostró mucho sentimiento de la mala acogida y tratamiento que en Alcaraz y los otros habíamos hallado, y tuvimos por cierto que si él se hallara allí, se excusara lo que con nosotros y con los indios se hizo. Y pasada aquella noche, otro día nos partimos, y el alcalde mayor nos rogó mucho que nos detuviésemos allí, y que en esto haríamos muy gran servicio a Dios y a Vuestra Majestad, porque la tierra estaba despoblada, sin labrarse, y toda muy destruida, y los indios andaban escondidos y huidos por los montes, sin querer venir a hacer asiento en sus pueblos, y que los enviásemos a llamar, y les mandásemos de parte de Dios y de Vuestra Majestad que viniesen y poblasen en lo llano, y labrasen la tierra. A nosotros nos pareció esto muy dificultoso de poner en efecto, porque no traíamos indio ninguno de los nuestros ni de los que nos solían acompañar y entender en estas cosas. En fin, aventuramos a esto dos indios de los que traían allí cautivos, que eran de los mismos de la tierra, y éstos se habían hallado con los cristianos cuando primero llegamos a ellos, y vieron la gente que nos acompañaba, y supieron de ellos la mucha autoridad y dominio que por todas aquellas tierras habíamos traído y tenido, y las maravillas que habíamos hecho, y los enfermos que habíamos curado, y otras muchas cosas. Y con estos indios mandamos a otros del pueblo, que juntamente fuesen y llamasen los indios que estaban por las sierras alzados, y los del río de Petaan, donde habíamos hallado a los cristianos, y que les dijesen que viniesen a nosotros, porque les queríamos hablar. Y para que fuesen seguros, y los otros viniesen, les dimos un calabazo de los que nosotros traíamos en las manos (que era nuestra principal insignia y muestra de gran estado), y con éste ellos fueron y anduvieron por allí siete días, y al fin de ellos vinieron, y trajeron consigo tres señores de los que estaban alzados por las sierras, que traían quince hombres, y nos trajeron cuentas y turquesas y plumas, y los mensajeros nos dijeron que no habían llamado a los naturales del río donde habíamos salido, porque los cristianos los habían hecho otra vez huir a los montes. Y el Melchor Díaz dijo a la lengua que de nuestra parte les hablase a aquellos indios, y les dijese como venía de parte de Dios, que está en el cielo, y que habíamos andado por el mundo muchos años, diciendo a toda la gente que habíamos hallado que creyesen en Dios y lo sirviesen, porque era Señor de todas cuantas cosas había en el mundo, y que él daba galardón y pagaba a los buenos, y pena perpetua de fuego a los malos; y que cuando los buenos morían, los llevaba al cielo, donde nunca nadie moría, ni tenían hambre, ni frío, ni sed, ni otra necesidad ninguna, sino la mayor gloria que se podría pensar; y que los que no le querían creer ni obedecer sus mandamientos, los echaba debajo de la tierra en compañía de los demonios y en gran fuego, el cual nunca se había de acabar, sino atormentarlos para siempre; y que allende de esto, si ellos quisiesen ser cristianos y servir a Dios de la manera que les mandásemos, que los cristianos tendrían por hermanos y los tratarían muy bien, y nosotros les mandaríamos que no les hiciesen ningún enojo ni los sacasen de sus tierras, sino que fuesen grandes amigos suyos; mas que si esto no quisiesen hacer, los cristianos los tratarían muy mal, y se los llevarían por esclavos a otras tierras. A esto respondieron a la lengua que ellos serían muy buenos cristianos, y servirían a Dios; y preguntados en qué adoraban y sacrificaban, y a quién pedían el agua para sus maizales y la salud para ellos, respondieron que a un hombre que estaba en el cielo. Preguntámosles cómo se llamaba y dijeron que Aguar, y que creían que él había criado todo el mundo y las cosas de él. Tornámosles a preguntar cómo sabían esto, y respondieron que sus padres y abuelos se lo habían dicho, que de muchos tiempos tenían noticia de esto, y sabían que el agua y todas las buenas cosas las enviaba Aquél. Nosotros les dijimos que Aquél que ellos decían, nosotros lo llamábamos Dios, y que así lo llamasen ellos, y lo sirviesen y adorasen como mandábamos, y ellos se hallarían muy bien de ello. Respondieron que todo lo tenían muy bien entendido, y que así lo harían. Y mandámosles que bajasen de las sierras, y viniesen seguros y en paz, y poblasen toda la tierra, e hiciesen sus casas, y que entre ellas hiciesen una para Dios, y pusiesen a la entrada una cruz como la que allí teníamos, y que cuando viniesen allí los cristianos, los saliesen a recibir con las cruces en las manos, sin los arcos y sin las armas, y los llevasen a sus casas, y les diesen de comer de lo que tenían, y por esta manera no les harían mal, antes serían sus amigos. Y ellos dijeron que así lo harían como nosotros lo mandábamos; y el capitán les dio mantas y los trató muy bien; y así se volvieron, llevando los dos que estaban cautivos y habían ido por mensajeros. Esto pasó en presencia del escribano que allí tenían y otros muchos testigos.




ArribaAbajoCapítulo XXXVI

De cómo hicimos hacer iglesias en aquella tierra


Como los indios se volvieron, todos los de aquella provincia, que eran amigos de los cristianos, como tuvieron noticia de nosotros, nos vinieron a ver, y nos trajeron cuentas y plumas, y nosotros les mandamos que hiciesen iglesias, y pusiesen cruces en ellas, porque hasta entonces no las habían hecho; e hicimos traer los hijos de los principales señores y bautizarlos; y luego el capitán hizo pleito homenaje a Dios de no hacer ni consentir hacer entrada ninguna, ni tomar esclavo por la tierra y gente que nosotros habíamos asegurado, y que esto guardaría y cumpliría hasta que Su Majestad y el gobernador Nuño de Guzmán, o el virrey en su nombre, proveyesen en lo que más fuese servido de Dios y de Su Majestad. Y después de bautizados los niños, nos partimos para la villa de San Miguel, donde, como fuimos llegados, vinieron indios, que nos dijeron cómo mucha gente bajaba de las sierras y poblaban en lo llano, y hacían iglesias y cruces y todo lo que les habíamos mandado; y cada día teníamos nuevas de cómo esto se iba haciendo y cumpliendo más enteramente. Y pasados quince días que allí habíamos estado, llegó Alcaraz con los cristianos que habían ido en aquella entrada, y contaron al capitán cómo eran bajados de las sierras los indios, y habían poblado en lo llano, y habían hallado pueblos con mucha gente, que de primero estaban despoblados y desiertos, y que los indios les salieron a recibir con cruces en las manos, y los llevaron a sus casas, y les dieron de lo que tenían, y durmieron con ellos allí aquella noche.

Espantados de tal novedad, y de que los indios les dijeron cómo estaban ya asegurados, mandó que no les hiciesen mal, y así se despidieron. Dios nuestro Señor por su infinita misericordia, quiera que en los días de Vuestra Majestad y debajo de vuestro poder y señorío, estas gentes vengan a ser verdaderamente y con entera voluntad sujetas al verdadero Señor que las crió y redimió. Lo cual tenemos por cierto que así será, y que Vuestra Majestad ha de ser el que lo ha de poner en efecto (que no será difícil de hacer); porque dos mil leguas que anduvimos por tierra y por la mar en las barcas, y otros diez meses que después de salidos de cautivos, sin parar, anduvimos por la tierra, no hallamos sacrificios ni idolatría. En este tiempo travesamos de una mar a otra, y por la noticia que con mucha diligencia alcanzamos a entender, de una costa a la otra, por lo más ancho, puede haber doscientas leguas y alcanzamos a entender que en la costa del sur hay perlas y muchas riquezas, y que todo lo mejor y más rico está cerca de ella. En la villa de San Miguel estuvimos hasta quince días del mes de mayo; la causa de detenernos allí tanto fue porque de allí hasta la ciudad de Compostela, donde el gobernador Nuño de Guzmán residía, hay cien leguas y todas son despobladas y de enemigos, y hubieron de ir con nosotros gente, con que iban veinte de caballo, que nos acompañaron hasta cuarenta leguas; y de allí adelante vinieron con nosotros seis cristianos, que traían quinientos indios hechos esclavos. Y llegados en Compostela, el gobernador nos recibió muy bien, y de lo que tenía nos dio de vestir; lo cual yo por muchos días no pude traer, ni podíamos dormir sino en el suelo; y pasados diez o doce días partimos para Méjico, y por todo el camino fuimos bien tratados de los cristianos, y muchos nos salían a ver por los caminos y daban gracias a Dios de habernos librado de tantos peligros. Llegamos a Méjico domingo, un día antes de la víspera de Santiago, donde del virrey y del marqués del Valle fuimos muy bien tratados y con mucho placer recibidos, y nos dieron de vestir y ofrecieron todo lo que tenían, y el día de Santiago hubo fiesta y juego de cañas y toros.




ArribaAbajoCapítulo XXXVII

De lo que aconteció cuando me quise venir


Después que descansamos en Méjico dos meses, yo me quise venir en estos reinos, y yendo a embarcar en el mes de octubre, vino una tormenta que dio con el navío al través y se perdió. Y visto esto, acordé de dejar pasar el invierno, porque en aquellas partes es muy recio tiempo para navegar en él; y después de pasado el invierno, por cuaresma, nos partimos de Méjico Andrés Dorantes y yo para la Veracruz, para nos embarcar, y allí estuvimos esperando tiempo hasta domingo de Ramos, que nos embarcamos, y estuvimos embarcados más de quince días por falta de tiempo, y el navío en que estábamos hacía mucha agua. Yo me salí dél y me pasé a otros de los que estaban para venir, y Dorantes se quedó en aquél. Y a diez días del mes de abril partimos del puerto tres navíos, y navegamos juntos ciento cincuenta leguas, y por el camino los dos navíos hacían mucha agua, y una noche nos perdimos de su conserva, porque los pilotos y maestros, según después pareció, no osaron pasar adelante con sus navíos y volvieron otra vez al puerto donde habían partido, sin darnos cuenta de ello ni saber más de ellos, y nosotros seguimos nuestro viaje, y a cuatro días de mayo llegamos al puerto de La Habana, que es en la isla de Cuba, adonde estuvimos esperando los otros dos navíos, creyendo que venían, hasta dos días de junio, que partimos de allí con mucho temor de topar con franceses, que había pocos días que habían tomado allí tres navíos nuestros. Y llegados sobre la isla de la Bermuda, nos tomó una tormenta, que suele tomar a todos los que por allí pasan, la cual es conforme a la gente que en ella anda, y toda una noche nos tuvimos por perdidos, y plugo a Dios que, venida la mañana, cesó la tormenta y seguimos nuestro camino. A cabo de veinte y nueve días que partimos de La Habana habíamos andado mil y cien leguas que dicen que hay de allí hasta el pueblo de Azores. Y pasando otro día por la isla que dicen del Cuervo, dimos con un navío de franceses a hora de mediodía; nos comenzó a seguir con una carabela que traía tomada de portugueses y nos dieron caza, y aquella tarde vimos otras nueve velas, y estaban tan lejos, que no pudimos conocer si eran portuguesas o de aquellos mismos que nos seguían, y cuando anocheció estaba el francés a tiro de lombarda de nuestro navío; y desde que fue obscuro, hurtamos la derrota por desviarnos de él; y como iba tan junto de nosotros, nos vio y tiró la vía de nosotros, y esto hicimos tres o cuatro veces; y él nos pudiera tomar si quisiera, sino que lo dejaba para mañana. Plugo a Dios que cuando amaneció nos hallamos el francés y nosotros juntos, y cercados de las nueve velas que he dicho que a la tarde antes habíamos visto, las cuales conocíamos ser de la armada de Portugal, y di gracias a nuestro Señor por haberme escapado de los trabajos de la tierra y peligros de la mar. Y el francés como conoció ser el armada de Portugal, soltó la carabela que traía tomada, que venía cargada de negros, la cual traía consigo para que creyésemos que eran portugueses y la esperásemos; y cuando la soltó dijo al maestre piloto de ella que nosotros éramos franceses y de su conserva; y como dijo esto, metió sesenta remos en su navío; y así, a remo y a vela, se comenzó a ir, y andaba tanto, que no se puede creer. Y la carabela que soltó se fue al galeón, y dijo al capitán que el nuestro navío y el otro eran de franceses; y como nuestro navío arribó al galeón, y como toda la armada veía que íbamos sobre ellos teniendo por cierto que éramos franceses, se pusieron a punto de guerra y vinieron sobre nosotros, y llegados cerca, les salvamos. Conocido que éramos amigos; se hallaron burlados, por habérseles escapado aquel corsario con haber dicho que éramos franceses y de su compañía. Y así fueron cuatro carabelas tras él; y llegado a nosotros el galeón, después de haberles saludado, nos preguntó el capitán, Diego de Silveira, que de dónde veníamos y qué mercadería traíamos; y le respondimos que veníamos de la Nueva España, y que traíamos plata y oro. Y preguntónos qué tanto sería; el maestro le dijo que traería trescientos mil castellanos. Respondió el capitán: «Boa fe que venis muito ricos, pero trazedes muy ruin navio y muito ruin artilleria, ¡o fi de puta! can a renegado francés, y que bon bocado perdio, vota Deus. Ora sus pos vos abedes escapado, seguime e non vos apartedes de mi, que con ayuda de Deus, eu voz porné en Castela». Y dende a poco volvieron las carabelas que habían seguido tras el francés, porque les pareció que andaba mucho, y por no dejar el armada, que iba en guarda de tres naos que venían cargadas de especiería. Y así llegamos a la isla Tercera, donde estuvimos reposando quince días, tomando refresco y esperando otra nao que venía cargada de la India, que era la conserva de las tres naos que traía el armada. Y pasados los quince días, nos partimos de allí con el armada, y llegamos al puerto de Lisbona a 9 de agosto, víspera del señor San Laurencio, año de 1537 años. Y porque es así la verdad, como arriba en esta relación digo, lo firmé de mi nombre, Cabeza de Vaca. -Estaba firmada de su nombre, y con el escudo de sus armas, la Relación donde éste se sacó.




ArribaCapítulo XXXVIII

De lo que sucedió a los demás que entraron en las Indias


Pues he hecho relación de todo susodicho en el viaje, y entrada y salida de la tierra, hasta volver a estos reinos, quiero asimismo hacer memoria y relación de lo que hicieron los navíos y la gente que en ellos quedó, de lo cual no he hecho memoria en lo dicho atrás, porque nunca tuvimos noticia de ellos hasta después de salidos, que hallamos mucha gente de ellos en la Nueva España, y otros acá en Castilla, de quien supimos el suceso y todo el fin de ello de qué manera pasó, después que dejamos los tres navíos porque el otro era ya perdido en la costa brava, los cuales quedaban a mucho peligro, y quedaban en ellos hasta cien personas con pocos mantenimientos, entre los cuales quedaban diez mujeres casadas, y una de ellas había dicho al gobernador muchas cosas que le acaecieron en el viaje, antes que le sucediesen; y ésta le dijo, cuando entraba por la tierra, que no entrase, porque ella creía que él ni ninguno de los que con él iban no saldrían de la tierra; y que si alguno saliese, que haría Dios por él grandes milagros; pero creía que fuesen pocos los que escapasen o no ningunos; y el gobernador entonces le respondió que él y todos los que con él entraban iban a pelear y conquistar muchas y muy extrañas gentes y tierras, y que tenía por muy cierto que conquistándolas habían de morir muchos; pero aquéllos que quedasen serían de buena ventura y quedarían muy ricos, por la noticia que él tenía de la riqueza que en aquélla había. Y díjole más, que le rogaba que ella le dijese las cosas que había dicho pasadas y presentes, ¿quién se las había dicho? Ella respondió, y dijo que en Castilla una mora de Hornachos se lo había dicho, lo cual antes que partiésemos de Castilla nos lo había a nosotros dicho, y nos había sucedido todo el viaje de la misma manera que ella nos había dicho. Y después de haber dejado el gobernador por su teniente y capitán de todos los navíos y gente que allí dejaba a Carvallo, natural de Cuenca, de Huete, nosotros nos partimos de ellos, dejándoles el gobernador mandado que luego en todas maneras se recogiesen todos los navíos y siguiesen su viaje derecho la vía del Pánuco, y yendo siempre costeando la costa y buscando lo mejor que ellos pudiesen el puerto, para que en hallándolo parasen en él y nos esperasen. En aquel tiempo que ellos se recogían en los navíos, dicen que aquellas personas que allí estaban vieron y oyeron todos muy claramente cómo aquella mujer dijo a las otras que, pues sus maridos entraban por la tierra adentro y ponían sus personas en tan gran peligro, no hiciesen en ninguna manera cuenta de ellos; y que luego mirasen con quién se habían de casar, porque ella así lo había de hacer, y así lo hizo; que ella y las demás se casaron y amancebaron con los que quedaron en los navíos; y después de partidos de allí los navíos, hicieron vela y siguieron su viaje, y no hallaron el puerto adelante y volvieron atrás. Y cinco leguas más abajo de donde habíamos desembarcado hallaron el puerto, que entraba siete u ocho leguas la tierra adentro, y era el mismo que nosotros habíamos descubierto, adonde hallamos las cajas de Castilla que atrás se ha dicho, a donde estaban los cuerpos de los hombres muertos, los cuales eran cristianos. Y en este puerto y esta costa anduvieron los tres navíos y el otro que vino de La Habana y el bergantín buscándonos cerca de un año; y como no nos hallaron, fuéronse a la Nueva España. Este puerto que decimos es el mejor del mundo, y entra en la tierra adentro siete u ocho leguas, y tiene seis brazas a la entrada y cerca de tierra tiene cinco, y es lama el suelo de él, y no hay mar dentro ni tormenta brava, que como los navíos que cabrán en él son muchos, tiene muy gran cantidad de pescado. Está cien leguas de La Habana, que es pueblo de cristianos en Cuba, y está a norte sur con este pueblo, y aquí reinan las brisas siempre, y van y vienen de una parte a otra en cuatro días, porque los navíos van y vienen a cuartel.

Y pues he dado relación de los navíos, será bien que diga quién son y de qué lugar de estos reinos, los que nuestro Señor fue servido de escapar de estos trabajos. El primero es Alonso del Castillo Maldonado, natural de Salamanca, hijo del doctor Castillo y de doña Aldonza Maldonado. El segundo es Andrés Dorantes, hijo de Pablo Dorantes, natural de Béjar y vecino de Gibraleón. El tercero es Álvar Núñez Cabeza de Vaca, hijo de Francisco de Vera y nieto de Pedro de Vera, el que ganó a Canaria, y su madre se llamaba doña Teresa Cabeza de Vaca, natural de Jerez de la Frontera. El cuarto se llama Estebanico; es negro alárabe, natural de Azamor.




 
 
DEO GRACIAS
 
 


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