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Temporada lírica


Miguel Mastrogianni


Un seleccionado elenco y un escogido repertorio, grandes campeones del arte y nuevas producciones, han sido siempre las promesas de nuestros empresarios en cada temporada lírica. Cumplidas o no, el público no ha sabido retraerse.

Es que no es una afición desmedida al arte la causa que congrega a tanta persona en los recintos consagrados a la música. El tanto por ciento mayor lo da la moda, la tirana moda, que ve de su protección a cambio a veces de un desvío absoluto hacia aquello mismo que fomenta con su presencia.

La heterogeneidad de constitución de nuestro público ha exigido siempre un repertorio ecléctico. También lo ha sido este año el de la ópera. En él han figurado desde el extraordinario improvisador Donizetti con su envejecida Favorita, aplaudida más por las agradables asociaciones que en algunos provocara que por su valor musical de absoluta insignificancia, hasta Ricardo Wagner con una de sus obras más popularizadas, Lohengrin, primera afirmación de un arte nuevo, verdadero, único. La belleza del poema, basado en una leyenda de un misticismo sentimental y a cuyo carácter filosófico Anatole France ha atribuido la claridad espiritual de un símbolo; y la amplitud de inspiración e independencia de procedimientos de la partitura han logrado triunfar, entre nosotros, de tanto prejuicio razonado o inconsciente. Es que las calidades propias del compositor se hallan suficientemente acentuadas para no poder ser desconocidas. En las obras posteriores, de tan sobrehumana contextura y gigantescas proporciones,   —130→   aparecerán más claramente expuestas las ideas de renovación que en Lohengrin se señalan. La compenetración de los elementos poético y musical será más íntima; el empleo del leitmotiv más frecuente y habrán desaparecido por completo algunas fórmulas de la antigua ópera. El genio poderoso de Ricardo Wagner habrá realizado entonces con arte soberano la unión, según se ha dicho, del drama de Esquilo a la sinfonía de Beethoven.

Berlioz con su Dannazione di Faust, desigual pero siempre laboriosa, más digna de admiración que de entusiasmo; Bizet con su Carmen, ese drama lleno de color y de pasión, de un delicadísimo y magnífico realismo, donde vibra, palpita, canta el corazón de un gran artista que sin dejar de ser accesible dio extraordinario relieve a ese poema de amor y de muerte, al que imprimió también el intenso colorido de la tierra de sus protagonistas; Saint-Saëns con su Sansón y Dalila, uno de los monumentos del teatro musical francés, se alternaron y sucedieron en esta temporada con Verdi, en su genial Aida y en su Don Carlo, obra de transición en la que se hallan todas las influencias del pasado y los presentimientos del porvenir; con Boito, en su Mefistofele, quizá mejor concebido que realizado; con Catalani en Loreley, que tanto realza el arte musical italiano; y con Puccini que ha triunfado, se ha impuesto gracias a sus repetidos lugares comunes, a sus enojosas concesiones, tanto más imperdonables cuanto que su autor atestigua en muchos momentos una sensibilidad delicada y no pocas cualidades de técnico experto.

Se pusieron en escena, además, tres novedades: Herodiade de Massenet, La sposa venduta de Smetana y Teodora de Leroux.

La leyenda bíblica que inspira el cuento de Flaubert, tan poderosamente dramatizado por Oscar Wilde, está en la obra de Massenet -que nos ha llegado cinco lustros después de haber sido aplaudida por vez primera en Bruselas- desnaturalizada por completo. No es la judía dedicada a todos los vicios, a todas las corrupciones, que llega al paroxismo del erotismo, la Salomé que aquí se representa. Esa flor del mal, ese tipo extraño de pubertad lasciva y de inconsciente crueldad ha sido convertida en una María Magdalena, ha dicho con razón Saint-Saëns. De Juan Baustista, el noble y austero profeta, se ha hecho un vulgar amante de Salomé. Han desaparecido, pues, esas dos figuras que encarnaban   —131→   dos fuerzas opuestas: una el mal por su lujuria, la otra el bien por su probidad. ¡Así en Herodiade se ha transformado a Juan Bautista y Salomé e Romeo y Julieta!

La expresión de los sentimientos violentos y de los conflictos dramáticos de ese libreto no se avenían con el temperamento de Massenet. Había demasiada fuerza para un músico que sólo poseía el encanto, la gracia. No pudo, pues, traducir los caracteres ni profundizar las pasiones de los personajes. Escribió música superficial y decorativa, siempre en vista de un éxito inmediato, ese mismo principio estético con que ha concebido todas sus obras.

Esta preocupación del efecto lo ha hecho ampuloso y por momentos, para estar al nivel de la situación, ha sustituido la energía por el ruido, el acento por el énfasis.

El Massenet de Manón y de Werther que se ha conquistado el favor del público, especializándose en la expresión de un sentimiento, el amor, del que ha creado un lenguaje de una ternura lánguida, acariciadora, femenina, se presiente en Herodiade.

Menos elegante, menos distinguida que en aquellas, la línea melodiosa aparece aquí igualmente fragmentaria, poco o nada desarrollada, con cadencias finales propicias al aplauso, armonías simplemente agradables, ritmos fáciles, ternarios de preferencia, y una orquestación delicada y colorida por fragmentos.

Las mejores páginas de esta partitura las ha inspirado la nota exótica que halla eco en uno que otro coro y en las danzas.

Entre tanta aria, dúo, trío, marcha, preludio, intermedio y concertante que en ella se suceden poco es lo que merece señalarse.

Será, pues, vano esfuerzo el pretender dar a esta obra secundaria, en la que la personalidad de un músico de talento lucha por independizarse, sin conseguirlo a menudo, de la influencia de los dos compositores más en boga a la sazón, Meyerbeer y Gounod, un lugar en el actual repertorio de las escenas líricas. Massenet continuará siendo el autor tierno y sentimental, delicado y elegiaco de Manon y Werther. La obra de Smetana, el ilustre Tchèque, sufrió como se recordará, un ruidoso fracaso. Lo hemos lamentado por el público mismo. Una producción de un arte tan puro, tan elevado debía necesariamente resultar superior a su comprensión. Merecía mayor consideración un músico   —132→   que dotó a su país de un arte propio, que triunfó llevando la originalidad de ese arte más allá del pequeño centro donde fue creada.

La sposa venduta, esa ópera, cómica de una encantadora puerilidad en el libreto, de una música, sobria y ligera, transparente y vivaz, puede no entusiasmar, por hallarse bastante distanciada de la psicología profunda, en el poema y de los refinamientos y complicaciones en la partitura que exige la tendencia moderna, pero es de una claridad de orden y de una facilidad de expresión no poco meritorias y admirables.

No lo creyó así el público de la ópera. Lo peor es que tampoco lo creyó la mayor parte de los críticos, que también se manifestó reservada para con la obra de Leroux.

Del drama rápido y violento, brillante y superficial de Sardou, sólo podía sacarse un libreto de ópera. No era Teodora un poema de drama o de tragedia musicales. Tienen en él demasiada preponderancia las exterioridades contingentes y los accesorios de mise en scène, y sus personajes no son, si se nos permite decirlo así, esencialmente líricos. Este lirismo no lo dan los oropeles que llevan. Nace de los sentimientos y de las pasiones. Se manifiesta entonces por la expresión de la naturaleza de los personajes. Cuando cantan es que el canto es el medio de revelación más elevado, necesario; único de los que sienten. Es así que el arte sonoro afirma su soberana facultad de expresar, como se ha dicho, lo inexpresable.

Los personajes de Teodora son bajo este aspecto demasiado superficiales. Además ellos lo dicen todo poseídos de una continua retórica que deja a la música en un lugar secundario.

Pero la elección de este libreto denota la orientación artística de un músico superiormente dotado, pero que es ante todo un hombre de teatro.

Las situaciones fuertes provocadas por el conflicto del amor y de la libertad, el pintoresco colorido de bizantinismo y los episodios de multitud tenían, en Teodora, la necesaria amplitud y la indispensable magnificencia para el efecto teatral.

Leroux ha seguido la acción en sus menores detalles, con una declamación lírica sobre un continuo comentario, sinfónico por excelencia, y en el que aparecen repetidos leitmotive. El elemento   —133→   melódico sólo interviene en las voces para dar mayor efusión a algunos momentos apasionados.

La orquesta, tratada con admirable maestría, es la que refleja todo el drama. Y su musicalidad es siempre interesante, superior, audaz, de una intensidad, de una delicadeza, de una voluptuosidad, exquisitas, pocas veces demasiado fáciles.

Un músico de un temperamento tan vigoroso y de un dominio tan absoluto de la técnica como se ha revelado Leroux es capaz de dar al teatro obras acabadas y duraderas, si no persiste en elegir poemas amusicales.

Los espectáculos han sido en cuanto a presentación escénica suficientemente magnos para que no sea necesario encomiarlos demasiado. Si algunas interpretaciones han resultado más la letra que el espíritu, más las notas que la música, cumple manifestar que ello fue debido más que a la deficiencia de pocos cantantes a la relativa inferioridad de su director artístico. Relativa, decimos, porque ella surge de la inevitable comparación con una personalidad eminente, Arturo Toscanini, cuya actuación ha sido para nosotros una grande y bella enseñanza.

En el Coliseo, Carmen (con la realista creación de la talentosa María Gay), Dannazione di Fausto y Sansón y Dalila nos compensaron de tantas Lucías, Traviatas y Sonámbulas, etc., y también de tal cual Zazá. Con elementos como los que actuaron pudieron dársenos mayor número de obras, que señalaran un esfuerzo más serio, una aspiración más noble que las seleccionadas entre las de la decadencia o las del verismo de la lírica italiana.

Nuestra educación musical continuará falseada si se persiste en hacer primar en los repertorios esas viejas óperas, muchas de las cuales ni el mérito de los intérpretes logra sostener.

Hoy, nadie discute la superioridad del drama lírico sobre la ópera a la antigua usanza. Es menester, pues, que no sigamos ajenos a una evolución reconocida legítima y necesaria.

Muchos se rezagarán en esta marcha altiva de la música por la senda que señala el artista de sinceridad, de audacia, de progreso, de fuerza, de juicio. Pero acabarán por seguirla...