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ArribaAbajo El amoralismo subjetivo

Coriolano Alberini


(Conclusión)

Dícese, en primer término, con verdad, a mi manera de ver que una de las causas de la evolución social es el proceso de constante adaptación y desadaptación de los individuos que constituyen la sociedad. Se ha demostrado, además, que en el dinamismo psicológico de las sociedades nada se pierde: las pasiones más detestables son elementos de cardinal importancia en la vida social, hasta el delito la tiene. ¿Qué sería de la civilización sin los siete pecados capitales?

Se agrega, también, que el empirismo biológico sólo nos ha dado una psicología ética; que ha fracasado en su intento de darnos una moral ideal normativa. Apenas si contiene una moral relativa; relativa porque ha comprendido la necesidad de no prescindir de los instintos humanos. Hay algo de verdad en todo esto; pero, no obstante, no es lógico inferir de ahí que el amoralismo tiene fundamentos biológicos, hasta cosmológicos, según quiere Nietzsche.

El hecho de que un individuo al procurar su adaptación dentro de la sociedad comprometa en algo la adaptación completa de otro individuo, ello no prueba, en manera alguna, la amoralidad legítima de tal conducta.

El criminal, destruyendo o limitando con su violencia amoral la libertad del pacífico observador de la ley moral, compromete las condiciones de su propia existencia normal, puesto que el poder social limitará la libertad del criminal porque no se adapta al ambiente ético. ¿Por qué no ha de ser más legítima la acometividad amoral del criminal que la   —196→   facultad que se arroga la sociedad para eliminarle, puesto que altera las condiciones de la sociabilidad? La simpatía que Nietzsche profesa al criminal es inexplicable, es anticientífica, dado que esa ciencia que él invoca y torpemente interpreta para fundar su tesis, también podemos invocarla para demostrar que el hombre es un animal sociable dominado por el instinto de imitación. Ésta ya era una verdad trivial para los mismos griegos que, según hemos visto, invocaban a la naturaleza para fundar la sociedad y, por ende, a la moral.

Spencer, con su habitual claridad penetrante, ha demostrado la importancia cardinal de ciertas fuerzas psicológicas, que, menospreciadas por Kant y los místicos, constituyen, en realidad, el verdadero fundamento de la moral. El mismo Kant no ha conseguido prescindir de aquellas fuerzas. Él, que no habla de la afectividad sino con desgaire, no puede evitar la celebración del respeto, como si el respeto no fuera un estado de conciencia en el cual entran elementos sensitivos; verdad es que Kant nos da a entender que el respeto sería el único sentimiento... respetable.

La misma objeción merecen las tarántulas místicas, como las llama Nietzsche, que se desvelan por predicar la erradicación de las pasiones, ¡como si ese mismo desvelo no fuera una genuina manifestación de la sensibilidad! Es que, quieras que no, no podemos librarnos de la sensibilidad, puesto que se trata de lo más humano, de lo humano por excelencia. Y, acaso, una de las manifestaciones más elevadas de la espiritualidad, el éxtasis ¿no es la transformación o término de la pasión? ¿El monoideísmo de la pasión no es el preludio del éxtasis? Cristianismo no puede significar muerte de todas las pasiones, sino solamente de aquellas que pudieran determinar actos comprometedores de las condiciones fundamentales de la sociabilidad. Pero las manifestaciones de la afectividad son indestructibles. Ni siquiera las entidades supernaturales dejan de tener arranques pasionales. ¿No se habla, acaso, de la cólera divina? Para el moralista cristiano, si bien se mira, el odio sólo es odioso cuando evita la realización del llamado bien objetivo. No olvidemos que la misma   —197→   moral de Kant es utilitaria bajo el punto de vista social. Ha sido generada por el sentimiento de la utilidad.

Evidentemente, aun en el individuo que cumple al pie de la letra los mandatos del más exigente dogmatismo moral, se podría, malgrado su perfección moral, demostrar que hay en su adaptación una gota de actividad que redunda en detrimento de alguien, puesto que el bienestar ajeno tanto puede comprometerse sometiéndose estrictamente a las leyes de una moral absoluta como merced al amoralismo. Cualquiera que fuere nuestra manera de obrar, para vivir, moral o amoralmente, cierto grado del mal del prójimo siempre habrá de necesitar un individuo para adaptarse. ¿Qué diferencia hallaríamos, bajo el mero punto de vista psicológico, entre el odio que el criminal pudiera profesar a un moralista perfeccionista y el que éste siente hacia el criminal? Ninguna: la misma pasión les anima, con la sola diferencia, importante, sin duda, de que en un caso tiene una función social y en el otro ocurre lo contrario.

Todo lo que venimos diciendo nos permite llegar a la convicción de que la afectividad no puede considerarse como la piedra del escándalo de la moral. Esto por lo que se refiere a Kant. En lo que respecta a los amoralistas, ya hemos visto que las manifestaciones de la afectividad humana no siempre son tan malas como se las pinta. Para probarlo, no hay más que ver los desvelos de Nietzsche para hacernos creer que los actos llamados altruistas, cuando no se explican por el egoísmo, es necesario considerarles cual manifestaciones de una mórbida voluntad de potencia. Dejando para más tarde la demostración de lo arbitrario y unilateral del criterio de Nietzsche, por el momento sólo cabe asegurar que no puede darse nada más quimérico que el formalismo ético de Kant.

Hemos dicho, repitiendo una opinión corriente, que el biologismo moderno no ha alcanzado a formular una moral social de alto valor normativo. Por lo contrario, muchos prefieren recelar que más provecho supieron sacar de él los cultores del amoralismo.

A este respecto, suele traerse a colación el Fundamento   —198→   de la moral de Spencer, deducida de sus Principios de biología y demás obras.

Leyendo el capítulo referente a la moral absoluta y relativa, un temperamento metafísico columbraría en él indicios evidentes de amoralismo. Replicaría, por mi parte, que, si bien Spencer ha explicado la imposibilidad de realizar una moral absoluta, no debe inferirse de ahí un argumento en pro del amoralismo. Spencer encaró la vida con criterio determinista, modalidad constante de su espíritu, y el determinismo tanto puede explicar actos que el criterio tradicional calificaría de morales o de inmorales, criterio que en el prólogo de su obra no desdeña, puesto que lo fundamental para él está en secularizar las principales normas éticas predominantes. Él nunca hizo profesión de fe amoralista. Sólo en virtud de un prurito de suspicacia se nos ocurriría llamarle amoralista solapado. Claro está que no es mi ánimo negar que se le pueda hacer contribuir, mal de su grado, a la concepción amoralista. Antes al contrario, según veremos, la moral de Nietzsche, pues tiene una moral, si bien se mira, es la caricatura de la moral de Spencer. Tal vez por eso Nietzsche, que siempre habla con displicencia de los ingleses, quiere hacernos creer que Spencer era una inteligencia mediocre. ¡Inteligencia mediocre, Spencer! ¿Cabe mayor herejía? Pero, en fin, no hay para qué indignarse: ya sabemos por boca del mismo Nietzsche que «nada es verdad, todo es permitido» .

Bien, pues; conviene transcribir algunos párrafos del capítulo mentado. «Es, pues, evidente -dice Spencer-, que debemos considerar al hombre ideal, como existiendo en el estado social ideal. Según la hipótesis de la evolución, estos dos términos se suponen mutuamente, y, sin su coexistencia, no puede haber una conducta ideal, cuya fórmula ha de encontrar la moral absoluta, y que la moral relativa deberá tomar como regla para apreciar la distancia a que se está del bien y el grado del mal presente» . Y al final de la obra agrega: «Mas aunque las reglas de la moral absoluta no puedan auxiliarnos mucho en la solución de los problemas referentes a la moral relativa, sin embargo, nos serán, como   —199→   siempre, de alguna utilidad, presentando a la conciencia una conciliación ideal de las distintas pretensiones que estén en juego, y sugiriendo la necesidad de buscar compromisos tales, que ninguna de esas pretensiones sea desconocida, y todas reciban la satisfacción posible»3 .

Vuelta que dale, Spencer, después de haber escrito un corpulento volumen sobre el fundamento de la moral, cae en brazos de la moral perfeccionista, no sin antes hacerla fracasar a la luz del determinismo científico, fundamentando aparentemente el amoralismo. Debe advertirse, empero, que la inconsecuencia de Spencer no es una convicción, sino una aspiración que se explica en virtud de la ley de la evolución. En realidad, Spencer profesa un utilitarismo racional con tendencia perfeccionista. La utilidad es la idea central de su sistema y, sin caer en las fantasmagorías de Nietzsche, ha demostrado que el moralista no puede prescindir de los instintos humanos. ¿Prescindió Kant, a pesar de sus protestas formalistas, de lo que hemos llamado lo humano por excelencia? Hay razones para suponer lo contrario. Ya hemos recordado la base afectiva del respeto, por más que Kant lo conciba exento de elemento afectivo. Además, extremando la suspicacia, ¿no sería posible demostrar el pecado original de su formalismo ético? No recuerdo que haya en Kant una justificación evidente de su moral; pero, suponiendo que la haya dado, ¿no fue por ventura, el sentimiento de la utilidad de la moral lo que le llevó a formularla? Si hay verdad en esto, tenemos derecho a calificarle de inmoral, puesto que es impuro el origen de su obra. Claro está que para calificarle de tal, debemos encararle con su propio criterio.

El formalismo ético de Kant constituye un lente de aumento muy adecuado para hacer más relevante la esencial inmoralidad de la naturaleza humana. En primer lugar, según hemos visto, por la radical imposibilidad de eliminar los principios subjetivos de la voluntad; y, en segundo, porque, como veremos considerando su teología moral, Kant no ha podido   —200→   evitar la introducción subrepticia de elementos empíricos en su pretendido formalismo ético.

Kant, al revés de la generalidad de sus antecesores, intentó fundamentar la teología sobre la moral. ¿Qué razones habrá tenido Kant para imaginar tan peregrina teoría? ¿Cómo se explica que Kant, el que acabó con el uso trascendente de la razón, haya concedido tamaño privilegio a la moral? Si la razón es una facultad que sólo puede ser fructífera en el terreno de la inmanencia, es evidente que estamos radicalmente incapacitados para pensar en la inmortalidad del alma, en la existencia de Dios y demás problemas de la Teología especulativa que el mismo Kant aniquiló con su Crítica de la razón pura. Pero si bien es verdad que estos problemas salen de la cognoscibilidad humana, no tenemos derecho de tacharle de inconsecuente: Kant, con su dialéctica estupenda, deja convencido a cualquiera.

El mentado privilegio concedido a la razón pura práctica, se explica en virtud de la teoría del soberano bien.

Entiende Kant por soberano bien la conciliación de la virtud con la felicidad. Esa conciliación sería el ideal supremo de su moral; pero lo grave del caso está en que ese ideal no pasa de ser un ideal bajo el punto de vista terrenal. La moral de Kant es irrealizable en este mundo: el soberano bien impone dos condiciones supraterrestres, los llamados postulados de la razón pura práctica: la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. En efecto: «La realización del soberano bien -dice Kant- en el mundo, es el objeto necesario de una voluntad que puede ser determinada por la ley moral. Pero en esta voluntad, la conformidad completa de las intenciones con la ley moral es la condición suprema del soberano bien. Ella debe ser, pues, posible tanto como su objeto, pues ella está contenida en la orden misma de realizar este último. De modo que la conformidad perfecta de la voluntad con la ley moral es la santidad, perfección de que no es capaz, en momento alguno de su existencia, ningún ser razonable del mundo sensible. Como, no obstante, ella no es menos exigida como prácticamente necesaria, solamente puede ser hallada en un progreso infinito hacia esta conformidad   —201→   perfecta, y, según los principios de la razón pura práctica, es menester admitir un progreso práctico tal como el objeto real de nuestra voluntad. De modo que, este progreso indefinido no es posible si no se admite la suposición de una existencia y de una personalidad del ser razonable persistiendo infinitamente (lo que se llama la inmortalidad del alma)» 4.

De todo esto se infiere que, malgrado nuestra buena voluntad, el soberano bien, la santidad, es una quimera bajo el profano punto de vista terrenal. La realización absoluta de la ley moral impone el postulado de la inmortalidad del alma. Sólo más allá de la vida es posible dar con la santidad. Lo esencial, para los que se interesan por el progreso moral de la humanidad, estaría en poder encontrarla en este bajo mundo, de lo contrario, maldita la falta que nos hace la tal santidad.

Quedamos, pues, enterados: la moral de Kant es irrealizable en este mundo por más desarrollada que tengamos la conciencia de la libertad de la voluntad, por más buena voluntad que exista. ¿Por qué este resultado tan desolador? El porqué nos lo dirá Nietzsche.

Pero Kant no se contenta con admitir la inmortalidad del alma: es necesario contar, también, con la existencia de Dios. «Nuestra razón abriga el deseo de que cada cual sea exactamente tan feliz como su conducta moral lo merezca. Este ideal no se realiza aquí abajo. Por esto postulamos un ser omnipotente, omnisciente, universalmente justo y bondadoso, que, a la vez soberano del mundo y creador de la Naturaleza, establezca en la otra vida ese equilibrio entre la felicidad y la virtud, que falta en la tierra»5 .

Claro está que Kant sólo da de la existencia una prueba moral; ya hemos demostrado la imposibilidad de la prueba metafísica. Pero, aun cuando se la considere como objeto mero de fe, semejante creencia no podría tener eficacia sino bajo la forma de convicción. Harto sabemos que el carácter   —202→   imperativo de la moral cristiana dimana de la profunda convicción en la existencia de Dios con todo su cortejo de horrores infernales y delicias paradisíacas. Entendida así la moral cristiana, reposa sobre una voluntad heteronómica, voluntad que indignaría a Kant. Éste al despojarla de su aparato de ultratumba, ha pretendido convertirla en autonómica; más tarde, sin duda, en virtud de su pesimismo, convencido de que el hombre no se resigna a ser bueno gratuitamente, nos habló de Dios como un postulado de la razón práctica que no puede demostrarse a la luz de la razón pura. Esto explica cuán justas son las siguientes palabras de Nietzsche: «Para hacer sitio a su imperativo moral tuvo que reconstruir un mundo indemostrable, un más allá lógico; por eso hubo menester de su crítica de la razón pura.

Esa crítica no le hubiera hecho falta si no hubiese habido una cosa que le importaba más que todas: conseguir que su mundo moral fuese inatacable, mejor aún, inaccesible a la razón, pues de sobra comprendía cuán vulnerable es el orden moral frente a la razón. Ante la Naturaleza y la historia, ante la radical inmoralidad de la Naturaleza y de la historia, Kant, como todo buen alemán, era pesimista. Creía en la moral, no porque la demuestren la naturaleza y la historia, sino a pesar de que ambas la contradicen de continuo. Para entender este a pesar de, podemos recordar algo semejante de Lutero, de aquel otro gran pesimista, que con su intrepidez característica quiso explicarlo un día a sus amigos, diciendo: "Si la razón pudiera comprender cómo Dios, que muestra tanta ira y crueldad, puede ser justo y bueno, ¿qué falta haría la fe?" . Y es que en todos los tiempos nada ha producido impresión tan profunda en el alma humana como esta consecuencia, la más peligrosa de todas, que a un latino tiene que parecerle un pecado contra el entendimiento: credo quia absurdum est»6.

Ahora bien: al llegar a este punto, ¿cómo concebir en una moral tan racional la necesidad de la existencia de Dios? Ello equivale, en cierto modo, a restaurar el elemento empírico   —203→   quitado a la moral cristiana. ¿No sería permitido suponer que Kant ha sido víctima de las sugestiones de su ascendencia luterana? Esto aseguran los comentaristas de Kant.

La libertad de la voluntad es la esencia del imperativo categórico. Pero cabe preguntarse si al aceptar la existencia de Dios, el imperativo categórico no se convierte en hipotético, lo que equivaldría a hacer de la moral un medio. En primer lugar, aún en el terreno abstracto, Kant no ha conseguido probar que la moral no sea un medio. «La dignidad de la humanidad -dice- consiste precisamente en esa propiedad que tiene de dictar leyes universales, pero con la condición de someterse a ellas por sí mismas» . ¿Por sí mismas? Evidentemente, puede la sugestión, el prejuicio del bien -frase de Vinet- hacer que el individuo realice la aspiración de Kant, aunque no por completo, puesto que el prejuicio recibe eficacia en virtud de la afectividad y ya sabemos lo que piensa Kant de la afectividad. Pero el hecho de someterse a las leyes morales sin pensar en finalidad individual determinada, no excluye, en manera alguna, que la moral de Kant halle justificación en necesidades de índole social. La prueba evidente está en que los dos corifeos del amoralismo comienzan la parte negativa de su obra atacando el prejuicio social, la identidad ética de los individuos que componen una entidad gregaria, en una palabra, el nominalismo social, como le llama Palante, para demostrar que el individuo, con todos sus instintos, es la única realidad. De aquí se infiere, pues, que la moral de Kant es utilitaria bajo el punto de vista social, de lo contrario no se explica por qué hemos de querer que la máxima de la voluntad pueda ser erigida en ley universal. Conviene advertir, ya que de amoralismo se trata, que semejante erección sólo se explica entre la convicción de que el hombre no sabe moverse sino para mayor gloria de su respectivo ego.

La moral cristiana no sólo es utilitaria socialmente, sino que lo es también bajo el punto de vista individual, puesto que es heteronómica. La esencia del Evangelio es algo de índole heteronómica, dado que ella consagra el bien objetivo   —204→   ante la perspectiva de una felicidad eterna. Se trata de un epicureísmo solapado. Pero, por otra parte, bien puede asegurarse que Kant, al echarle en cara el cristianismo su carácter heteronómico, nos permite sospechar una inconsecuencia: de lo contrario, no debió pensar en el Dios cristiano, precisamente en el Dios cristiano. Si el cristianismo no le hubiera proporcionado sus dogmas, ¿de dónde hubiera sacado Kant sus postulados? ¿Por qué la teoría del soberano bien había de conducirle necesariamente al deísmo? Si lo limitado de esta vida excluía la posibilidad de realizar el soberano bien, no debió pensar en los pretendidos postulados: bastaba con declarar paladinamente que la moral formal es una quimera.

En siéndonos permitido abusar de las conjeturas, a la manera de Schopenhauer que no hace más que oliscar el foetor judaicos, en la moral que discutimos, ¿no habrá sido Kant víctima de las sugestiones del ambiente ético que le cupo en suerte vivir?, o, por otra parte, como Voltaire, ¿no habrá pensado que si Dios no existiera habría que crearlo? ¿Dado su pesimismo acerca de la naturaleza humana, ¿no habrá pensado en la utilidad de la idea de Dios? Si así fuere, cabe ver en el Dios de Kant, lo mismo que en el cristianismo, un simple instrumento ético. Así como los jardineros suelen colocar monigotes en sus jardines floridos para alejar a los pájaros nocivos, del mismo modo Kant y los cristianos colocan en el alma la creencia en Dios y en el más allá con el objeto de espantar a los motivos que pudieran determinar actos significadores del fracaso de la ley moral. Verdad es que el tal Dios quedaría reducido a desempeñar el miserable papel de espantajo, que es sumamente heteronómico.

Por lo que respecta a Kant, teniendo en cuenta su formalismo ético, equivale a abusar de la conjetura al entrar en semejante género de consideraciones; pero, si bien se mira, no puede negarse que resulta altamente incomprensible eso de que la teoría del soberano bien ha de conducirnos al deísmo por el camino de la moral. Lo más honrado y lógico hubiera sido confesar, para gloria de Zaratustra, que la moral formal es una quimera, puesto que la humanidad es   —205→   orgánicamente inmoral. Y tanto más evidente resulta esto si no se olvida que, aun aceptando la vida de ultratumba, queda sin explicar cómo la pretendida armonía de la felicidad con la virtud habrá de realizarse precisamente fuera del mundo terrenal. En éste, los elementos de cuya conciliación debe nacer el soberano bien, son equiparables a dos líneas paralelas que no pueden encontrarse por más que se prolonguen, en este mundo, repito. Tal es el pensamiento de Kant.

Ahora bien, la vida futura no puede, en manera alguna suponerse como una simple prolongación de la vida terrenal, de lo contrario, la armonía de la felicidad con la virtud, es decir, la convergencia de las paralelas, no pasaría de ser un ideal en el mismo cielo. Aun cuando se imagine una vida infinita, el soberano bien no podría realizarse si no se postula un cambio radical en las condiciones de existencia. En el más allá diríamos volviendo a Spencer, la moral ideal se alcanzaría siempre que ideales fueren las condiciones de existencia, de lo contrario, la virtud y la felicidad se encontrarían en lo infinito, es decir, jamás.

De cualquier parte que se la vuelva, la concepción del soberano bien resulta pueril y arbitraria. Es tan quimérica que para realizarse es menester, tanto en la tierra como en el más allá, que el hombre se despoje de su organización. Se diría, que Kant no pudo olvidarse que nos persigue por doquiera, aun en el más allá, el cristiano pecado original.

Pero, cabe preguntarse una vez más, ¿la imposibilidad de llevar al terreno de la efectividad una moral formal, constituye, acaso, un sólido argumento que alegar en pro del amoralismo, sobre todo del voluntarismo dominador y criminal de Nietzsche? ¿En la heteronomía de la voluntad debe verse el fundamento del amoralismo, como quieren Kant y Nietzsche? No lo creo. Apenas si puede concederse que el criterio ético de Kant conduzca a un amoralismo subjetivo. La amoralidad sólo existiría en el aspecto psíquico de la conducta, puesto que en la voluntad, quieras que no, siempre encontraremos un principio subjetivo. Y ya hemos visto que la doctrina ética de Kant implica el amoralismo de la afectividad. En esto le acompaña Nietzsche. Pero el criterio de que se valen entrambos para comprobar la esencial amoralidad de la sensibilidad, ¿ha tenido comprobación científica? Hay   —206→   razones para suponer que la vaguedad metafísica les ha empañado el criterio. ¿En nombre de qué principio inconcuso proclamarán la bancarrota de la moral social por culpa de la afectividad? ¿No es lícito suponer que tanto Nietzsche como Kant han sido corrompidos intelectualmente por el cristianismo? Kant encaró la vida con criterio, en cierto modo cristiano, y Nietzsche la encaró con el místico criterio de Kant, que no es sino la forma especulativa del primero. Se diría, empleando una expresión del mismo Nietzsche, que por las venas de ambos corría sangre de teólogos.

Hemos dicho que el criterio de Kant nos conducía a un resultado desolador, a comprobar la fatal inmoralidad de la naturaleza humana. Por más conciencia que tengamos de la libertad de la voluntad, quieras que no, Kant se desvelará por ver una gota de elemento empírico en el aspecto psíquico de la conducta, infiriéndose de aquí un amoralismo subjetivo. Nietzsche también, según hemos visto por sus propias palabras, declara que el acto en sí no tiene nada de moral. Los dos están de acuerdo, con la sola diferencia, importantísima sin duda, de que, ante la imposibilidad de erradicar los instintos y demás manifestaciones de sensibilidad, Kant, preconiza el formalismo ético para librarse de lo empírico, no sin dejar entrever la dificultad de tal liberación; y Nietzsche, por su parte, en lugar de participar de las lamentaciones de Kant, acudirá al más chocante de los expedientes que haya imaginado jamás pensador alguno. ¿Con que los instintos tienen la culpa del fracaso de la moral? No hay para qué lamentarlo; antes al contrario, eso prueba que la moral es contra natural. Todo hombre que haya aprendido a no temblar ante la realidad, aun la más terrible, todo el que no haya perdido su serenidad filosófica, deberá decantar las causas de la inmoralidad, celebrará la apoteosis de las más torpes tendencias humanas, hará de la voluptuosidad, del crimen, del orgullo las virtudes cardinales del Evangelio del Superhombre, en una palabra: llegará a la suprema glorificación de los inerradicables instintos humanos. Es lo que hizo Nietzsche. Su filosofía amoralista, si bien se mira, es una hermosa manera de hacer de necesidad virtud.