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ArribaAbajo De Amicis

Ambrosio Pardal


Aún recuerdo con melancolía aquellas tardes en que, en la escuela humilde en donde cursé mis primeras letras, nuestro maestro, para procurarnos un rato de esparcimiento en la última hora de clase, de ciertos nublados días invernales, tan pesada, tan larga, abría al acaso Cuore, y nos leía algún capítulo. Bastaba que nos dijese: «Voy a leerles Cuore», para que cambiara súbitamente el aspecto de clase. Al instante desaparecía el desorden, propio de la hora, y todos, cruzando los brazos -significativo ademán que en nuestro lenguaje expresaba obediencia-, nos disponíamos a escucharle atentos y de antemano conmovidos. Así conocimos, poco a poco, todos los cuentos mensuales del afortunado libro, que ya hoy día ha por completo entrado en las escuelas. En él amamos a esos pequeños héroes, cuya abnegación, cuyo dolor o cuya muerte nos hizo derramar tantas lágrimas; y a nuestro afecto uníamos anhelos vagos de imitarlos, de ser buenos, de sacrificarnos como ellos por algo, por la patria, por la familia, por el desdichado.

He hablado de lágrimas. Sí, la mayoría de nosotros lloraba, cuando el maestro daba término a su lectura. Llorábamos muchos, bajo la mirada irónica de unos cuantos, que, menos sensibles o más desatentos, se burlaban de nuestra emoción. Y a este propósito todavía recuerdo a un muchachito pelirrojo, mi compañero de banco, quien riéndose de mi repentino entristecimiento, solía decirme, todo orgulloso de su fortaleza:

-¡Bah! ¡A mí no me hace nada!...

* * *

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El recuerdo de mi afecto por el buen libro del que entonces apenas conocía el nombre del autor, ni me preocupaba conocerlo, me volvió fresco a la memoria, cuando supe la muerte de De Amicis.

La noticia me entristeció. Generalmente el fallecimiento de un escritor, aun de los que admiramos, no nos apesadumbra. Solemos lamentarlo con palabras triviales y pasamos. No así el de De Amicis. Su desaparición no ha sido, para nadie que lo conociera, la de un extraño, sino la de un conocido, la de un amigo. Se diría que ella ha dejado un vacío en nuestra casa.

Él era, en efecto, de esos escritores con quienes entablamos una íntima amistad espiritual, de esos que nos parece ver a nuestro lado, porque saben conquistarnos por su franca dulzura, por su exquisito sentimiento. Él se volcaba por entero en sus libros. Nada le ocultaba al lector, a quien solía hablar en ese tono franco y familiar de las confidencias.

Era además un observador perspicaz y curioso. En cualquier hecho, hasta en el más insignificante, hallaba una mina de observaciones sutiles y maravillosas. Sobre un gesto, sobre una sonrisa, detallaba mil ingeniosas consideraciones. Agudo psicólogo, agudo, sobre todo, porque veía las cosas serena y sencillamente, con interés y cariño, cada página suya era un tesoro por la fina comprensión de las almas que en ella revelaba. Y a sus dotes de observador unía un sano humorismo que, si contribuía a desfigurar un tanto la observación, moviéndolo a exagerar discretamente los rasgos más salientes de las cosas, algo, empero, agregaba al cuadro, iluminándolo como una dulce sonrisa.

De Amicis fue, sin duda, el más célebre de los literatos italianos que se propusieron ser modernos. Con Mantegazza fue el jefe de aquel grupo de escritores que, pisando las huellas de Manzoni, se habían propuesto hacer marchar la literatura en Italia de consuno con la de las demás naciones. En Mantegazza domina más la razón; en De Amicis el sentimiento. Recuérdese que éste escribió Cuore y aquél Testa.

De Amicis eliminó de sus escritos cuanto pudiera parecer honda meditación; todo en él fue una feliz espontaneidad,   —212→   una frecuente y graciosa intromisión de su persona en el asunto tratado, con continuas alusiones a hechos y casos del día, y con agudezas o mil recursos imprevistos que hiciéronle bien pronto popular. Él está lejos talvez del ideal literario clásico, impersonal, en que el escritor sólo atiende al orgánico desarrollo de las ideas, a su análisis, a su expresión precisa, exigiéndole al lector un esfuerzo de atención del que pocos hoy día se sienten capaces; ideal característico de las letras italianas, cuya personal fisonomía las diferencia por completo de las francesas, más brillantes, más ligeras, más sutiles, más propias para interesar a todos. Está aún lejos, sin duda, del ideal literario de Carducci; acaso la misma novela de Verga, I Malavoglia, o el drama de Giacosa Come le foglie, responden a un tipo de arte más vigoroso; pero otras cualidades le rinden atrayente, la gracia, el suave sentimiento de que están impregnados sus escritos, la forma viva, natural, la lengua pura y el léxico abundante. No cautiva en De Amicis la importancia del contenido de sus escritos, ni la profundidad del pensamiento, ni la frase sólida, lapidaria: sólo se admira en él la efusión de su espíritu en una amable efervescencia de palabras. Todo lo hace interesante, porque es él quien lo cuenta: es un raro causeur, sobre todo, finamente educado. Lo que es odio, lo que es desprecio no lo conoce: no levanta la voz más de lo necesario, no predica, no pretende dogmatizar. A lo más podrá dar un consejo, nunca un precepto, y lo dará con la gracia con que se ofrece una flor. Sus escritos son como una serena emanación luminosa de su naturaleza y lo que en ellos más agrada es el conocimiento que dan del autor, con quien se entabla rápidamente amistad.

Resulta así un raro escritor sin proponérselo; un literato de nota sin presunción de serlo; un educador en cuanto nos hace sentir el valor de la educación, de la moderación en todo. Él fue -caso raro en Italia, donde la polémica está a la orden del día- uno de los contados escritores italianos que no quisieron matar a nadie.

Trató la novela, el teatro y la poesía, la primera con éxito indiscutido; sin embargo, su campo era el boceto, la escena   —213→   aislada, el cuadro y todo tema que le dejara vagar libremente, que permitiera a su personalidad desbordarse.

Sus Bocetos militares obtuvieron así un estruendoso suceso. La crítica estuvo conteste en declarar que aquélla era la prosa mejor que tenía Italia después de Manzoni. Bonghi, en sus célebres cartas sobre «por qué la literatura italiana no es popular en Italia» , hacía notar que un italiano, a quien alguna señora francesa o inglesa preguntara en un tren cuáles literatos italianos debería leer, no se atrevería a citar sino a Manzoni o De Amicis. Y en aquel entonces tenía casi razón, pues Bonghi se refería al interés que fuera de la Península todos buscan en una obra literaria, mientras que en Italia, más que a deleitar se atendía a la expresión exacta del pensamiento, siendo el contenido de las obras generalmente literario, erudito, reflejo de la vida de otras edades, como si la nuestra no mereciese ser tenida en cuenta por los escritores.

De Amicis era, en efecto, después de Manzoni, el primero que se narraba a sí mismo, expresando sentimientos propios, observaciones que la vida le había sugerido, y todo ello en el tono natural de quien conversa. Y el suceso de los Bocetos se confirmó con los «viajes», de los que se hicieron numerosas ediciones que desaparecían como una gota de agua sobre ascuas. Desde entonces su fama fue acrecentándose, a medida que dio a la publicidad su vasta producción, que la índole de estas breves líneas sin pretensiones de estudio crítico, no permite analizar como fuera menester. Sin embargo, como es ley fatal, muchos han afectado y afectan desdeñar esa obra. Y lo doloroso es que, no fundan su afectado desdén en razones estéticas siempre respetables, sino en la censura que les merece el sentimiento que De Amicis derramó en todos sus libros, sentimiento como ninguno espontáneo y sincero. Pero en la vida hay personas que, como ese muchachito pelirrojo, mi compañero de banco, se sienten orgullosas de poder exclamar:

-¡Bah! ¡Eso no me hace nada!...