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Nosotros. Tomo II, núm. 9, abril de 1908

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Carlos Vaz Ferreira


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Leyendo a Spencer

Por su faz antipática y estrecha, por su falta de simpatía y por su incomprensión semivoluntaria del pensamiento ajeno, tuvo este pensador bastante castigo, y adecuado a la falta como si hubiera arreglado las cosas un autor de cuentos morales. ¡Nunca quiso leer a Kant?, pues su metafísica, su estética y su teoría del derecho resultaron luz cinérea de Kant. Y, a fuerza de sequedad y de dureza, dejó su sistema rígido y frágil como esas «lágrimas batávicas» de la física: a la menor rotura se deshizo en polvo.

Pero rechazo esa comparación, que sólo enfatiza los aspectos malos. Se me ocurre otra menos injusta: la lujuriante brotación ideológica con que este pensador cubrió en un momento dado todo el campo de los conocimientos humanos, fue como el «abono verde» de los agricultores.

A veces vemos extenderse ante nosotros un trebolar vasto y lozano, del cual nada está destinado a quedar: todo será enterrado; pero otras cosechas aprovecharán la tierra fecundada con tanta riqueza.

De la obra de Spencer, en sí misma, poco quedó. Pero, hoy ¿puede alguien estar seguro de no haberla utilizado?

Recuerdo haber oído hace algunos años, en una clase de Fisiología, una lección sobre las teorías de la herencia. El profesor citó primero las clásicas; después, las modernas; y, al terminar su enumeración, nos dijo: «De todas estas hipótesis,   —162→   no creo que ninguna sea verdadera; pero, si he de indicar la más sugerente, paréceme que lo es todavía, a pesar del tiempo transcurrido, la vieja teoría de Spencer». Y como yo había sentido la misma impresión, me di a pensar, admirado, que aquella teoría que permanecía todavía más sugerente que todas las otras, posteriores y de especialistas, no era más que una especulación incidental de un hombre a quien se debían cien como esa en cada una de las direcciones distintas de la ciencia humana. Y me faltaba todavía ver aparecer algunos años después la Biología de Le Dantec, admirar sus atrevidas interpretaciones, la tentativa de explicación química de todas las manifestaciones vitales, y reconocer en la aplicación de esa tentativa a la herencia (simple resultado, según el eminente biologista, de la tendencia de cada sustancia química a tomar su forma propia) la vieja teoría de Spencer: la sugerente comparación entre la tendencia del animal y la del cristal, respectivamente, a tomar su forma.




Leyendo a Víctor Hugo

Muchos no admiran a Víctor Hugo; es decir: no lo admiran como corresponde -y son sinceros-: la explicación no está más que en la enormidad extensiva e intensiva de la obra, que no se puede aprehender en un acto de percepción estética. Víctor Hugo no es aperceptible. Así, en lo material, se puede sentir en un acto estético la belleza de un jardín, de un torrente o de una montaña, pero no la de un continente. Otros hacen paralelos con determinados poetas: con Vigny, con Musset; paralelos que no tienen sentido. Es como si se preguntara si tal jardín, tal torrente, tal montaña, es más o menos bella que un continente; lo que procede es comparar el jardín con alguno de los que hay en el continente, el torrente o la montaña con alguno de los que hay en el continente, que, en este caso, los tiene en profusión comparables a cualquiera, sin perjuicio de todas las malezas y demás vastas regiones estéticamente infrecuentables.

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Hugo pretendió, y creyó unir lo trágico y lo cómico en su teatro, como Shakespeare; y los juntó, en efecto; pero la unión fue combinación en Shakespeare, y, en Hugo, mezcla.




Leyendo el Eclesiastés

Ya en aquella época pudo notarse claramente cuanto más fuerte es la parte crítica que la parte dogmática; la parte negativa que la parte positiva, la pars destruens que la pars construens de lo que los hombres piensan y escriben debajo del sol.




Leyendo a Augusto Comte

Atreviéndose a hacer el paralelo, se pregunta el lector: ¿quién está más encerrado: un humilde preso en una celda estrecha pero con vistas al campo, al mar, al cielo, a los horizontes ilimitados, o el Papa en su palacio vasto, rico, pero que acaba en un muro?

Por lo menos, es indudable que esta última situación favorece la tendencia a creerse infalible.




Leyendo a Goethe

Cuando leo citas del Fausto, o cuando las hago yo mismo, ese libro me parece de una genialidad sin medida. Cuando lo leo directamente, no tanto. Para admirarlo, mi tendencia es a considerarlo, más bien que como un libro organizado, como una especie de repertorio de frases para citar, admirables aisladamente, y con el mérito colosal de haber sido hechas por una misma persona.




Leyendo a Spinoza

En general, los filósofos que se consideran como profundos son los que dan a la filosofía un aspecto más parecido al de   —164→   las matemáticas, es decir: los menos profundos de todos (pues son los que prescinden de más elementos de la realidad, para llegar a ese simplismo extremo).




Leyendo a Taine

Ya es incomprensible que los espíritus geniales puedan ser unilaterales, y paralogizarse; ¡cómo no ha de ser, entonces, el mayor de los misterios intelectuales, este hecho de que la misma genialidad representa tan frecuente una facilidad, una disposición para los paralogismos de esa clase?

La inteligencia de este autor hace pensar en un caudal anchuroso y magnífico, pero de aguas petrificantes. Todo lo que tocó, lo dejó rígido. Y la obra es como un museo de cristales: variados, brillantes, de una suprema belleza geométrica; mas la sustancia ha perdido toda plasticidad y no admite moldeos ni retoques: el que quiera trabajar sobre ella, tiene que empezar por romperla a martillazos.

Y el mismo cerebro de Taine... Un momento de fantasía: Supongamos que los cristales se perfeccionaran, en esa vida misteriosa que empieza a reconocerles la ciencia moderna, y «evolucionaran», evolucionaran tanto, que llegaran a pensar. Indudablemente, su manera de ver y explicar las cosas tendría ciertos caracteres especiales. Y ¿no le parece al lector que los cristales de genio harían teorías por el estilo de las de Taine?




Leyendo a Verlaine

Los procedimientos de estas escuelas son una tentativa (es algo que hemos comprendido mejor después de James y Bergson) para expresar con palabras nuestro psiquismo no discursivo: esa realidad mental «fluida», de que no es expresión adecuada al pensamiento lógico, esquema, ni el lenguaje, esquema de ese esquema. Por contradictorio que sea ese esfuerzo para expresar por la palabra lo que es rebelde a la palabra, se obtiene con él un poco, un principio de lo que desearíamos: sugerimos algo del psiqueo inexpresable. Lo que resulta hermoso y bueno, ya sea ese psiquismo no discursivo,   —165→   del común a todos los hombres, o a algunos materia simpatizable, ya sea del exclusivamente personal, porque entonces damos un vislumbre de nuestro tesoro interior.

Comprender esto, nos hace más simpático lo sincero de esas escuelas. También (lo que espanta e indigna, teniendo en cuenta la cantidad de engaño, de exageración, de artificio, de pose y de snobismo que se pone en esos procedimientos, y también la gran disposición de ellos, mayor todavía que en los corrientes, para hacerse mecánico y perder el espíritu) sentimos que hay una responsabilidad inmensa en manejar procedimientos que muerden hasta una región tan honda de las almas.

Y, precisamente, la verdad, la justeza, es mucho más difícil de obtener y de discernir en la expresión del psiqueo fluido que la esquematización discursiva, porque la falsedad no consiste ya en dar una idea por otra, lo que es grosero, sino en dar un matiz, un grado, por otro. Hay la misma diferencia que entre tocar mal el piano y tocar mal el violín: en el piano se toca una nota por otra, lo que es difícil de evitar y fácil de percibir: ese instrumento de notas fijas es el pensamiento discursivo, con sus ideas «solidificadas» por la acción de las palabras. Pero en estas otras tentativas, la determinación de lo verdadero, la discriminación de lo sincero y lo insincero, son cuestiones de afinación, de una delicadeza infinita.




Leyendo a Renán

Refutar a este autor, cuando abusa de su superioridad intelectual sobre nosotros para desconcertarnos demasiado, es tarea bastante fácil, al alcance de cualquier persona dotada de una consecuencia lógica normal, buen sentido y claro criterio. Pero, para refutarlo, habría que decir vulgaridades.

En época como ésta, no hay escritor mejor defendido.

Montevideo.





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