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ArribaAbajo Hoyos, novelista español

Carlos Octavio Bunge



I

Apenas apaciguados los últimos ecos de la escandalera que provocase en Madrid la publicación de Cuestión de ambiente, su autor, don Antonio de Hoyos y Vinent, desafía nuevamente a la crítica y a la maledicencia con otra novela de costumbres titulada A flor de piel.

El caso es que este joven y, talentoso escritor, hijo del distinguido diplomático español, marqués de Hoyos y hermano del actual marqués, pertenece a la grandeza de España y lleva una activísima vida social. Está vinculado a la más alta aristocracia y posee uno de los salones más selectos de Madrid. Habla pues con pleno conocimiento de causa cuando describe el gran mundo madrileño. De ahí que su descripción, viniendo de «uno de la casa», haya impresionado tanto a la nobleza que se veía retratada y satirizada en su primer novela.

La última, A flor de piel es todavía una descripción mucho más expresiva y gráfica que la primera. Preséntanse las costumbres e ideas de ciertos círculos aristocráticos con mayor viveza y colorido. ¡Y por cierto que el cuadro no resulta ahora más edificante!...

Aunque eminentes maestros como la señora Pardo Bazán y don Juan Valera se ocuparan del primer libro de Hoyos, el escritor no había sido aún tomado en serio. Se veía o creía ver siempre en él al hombre de mundo, dilettante de las letras, cuyas obras, si bien agradables y de fácil lectura, no representaban   —170→   el esfuerzo del profesional y carecían de gran valor literario.

Ya no se puede considerar así al joven aristócrata. Sus últimas obras, especialmente la novela de que nos ocupamos, lo colocan en la categoría de los grandes novelistas españoles de nuestros tiempos. Sabe presentar tipos reales, concibe interesantes tramas novelescas, posee un estilo vivo, rico y vario. Es todo un escritor.

Después del padre Coloma, nadie nos ha presentado con tanto realismo y verdad la alta sociedad española, como Hoyos en su novela A flor de piel. Leyendo este libro uno se siente maravillosamente transportado a los lujosos salones de la capital española. Uno oye hablar y ve pensar a la gente del gran mundo. Está así perfectamente justificada la frase de Stendhal que sirve de acápite al libro: «Una novela es un espejo que paseamos a lo largo del camino».

Como en Pequeñeces, en la novela de Hoyos sorprende la falta de disimulo entre los copetudos personajes, la ausencia de toda hipocresía convencional, o, si queréis, la exhibición cruda y cínica de los vicios y lacras morales. Decididamente, el español no es hipócrita. Sea como fuere, diríase que se complace en presentarse tal cual es. La maledicencia y el chisme, el chascarrillo y la chirigota reinan soberanamente en la sociedad de la corte. Todos se soplan y se cantan unos a otros, en tono de broma y en forma de farsa, las verdades más amargas y los insultos más hirientes.

La sociedad española que nos pinta Hoyos no es, creo, ni más ni menos depravada que la de cualquier otra corte contemporánea. Hasta talvez sea más ingenua en sus vicios. Pero es más cínica. Y éste es el rasgo capital, no del autor precisamente, sino de sus personajes, todos maledicentes, todos francos en sus arrebatos y crudos en sus expresiones. Diríase que viven en el amoralismo que estalla en Francia durante el siglo XVIII, como una violenta reacción contra el rigor excesivo de la antigua moral religiosa de los siglos medios. Diríase que los españoles que nos presenta Hoyos hacen con su cinismo una especie de teología al revés.



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II

Toda el desarrollo de la novela gira alrededor de la intriga de amor de una gran dama, la condesa de Monreal y un artista bohemio y fracasado, Willy Martínez. Junto a estos personajes se mueven otros varios, especialmente los amigos de Lina, la condesa. No falta, naturalmente, alguna chula procaz y algún admirado torero.

Los tipos de mujeres -Lina, María, la Pancorbo, la princesa Wladimirosky, Lucerito Soler- son todos realísimos. Se trata de verdaderas españolas, ya de la alta aristocracia, ya del bajo pueblo. Tienen el relieve de la verdad. En cambio, los personajes masculinos resultan esfumados y difusos. Sobre todo el héroe, Willy Martínez, que vive abyectamente de lo que le da su distinguida amante, la insulta y la befa con cobardía feroz, y no carece sin embargo de dignidad y de una elevada inteligencia artística. No es un canalla, ni deja de serlo. Es un abúlico y acaba triunfando. Se está muriendo de tuberculosis y de pronto reacciona, vive y obra. El lector no se explica los cambios de ese tipo de camaleón humano. El fondo de su carácter que pudiera explicarlos queda obscuro y enigmático, a punto de que apena que una hembra tan de carne y hueso como Lina se aparee a un hombre que más que tal es una sombra que el autor hace pasar caprichosamente por las páginas de su libro. El marido de esa pobre condesa es tan incomprensible casi como el amante. Sólo Julito, un personajillo secundario, resulta verdadero entre los señores y los chulos que se mueven en la novela, como las marionetas de un Guignol.




III

En cuanto al estilo, pueden sin duda hacérsele dos serias observaciones. Es demasiado desigual, y, en ciertos momentos, un tanto despreocupado, vacilante, lacio.

El mismo autor reconoce en su prólogo su falta de unidad.   —172→   «El estilo de una novela no puede ser uniforme -nos dice-, ha de variar en cada período, en cada párrafo, en cada frase, puesto que varían los estados de alma y las sensaciones que ha de reflejar. Y así como en pintura no podría usarse el mismo colorido para una marquesa versallesca a lo Watteau que para un asceta de Dominico Theotocópuli, así en literatura no puede usarse el mismo estilo para escribir una trajedia (sic) de dolor que una escena de mundano devaneo».

No estoy del todo de acuerdo con esta teoría literaria del señor de Hoyos. Pienso que cada obra de arte debe llevar en todas sus partes bien impresa la personalidad del autor.

Sólo cuando el autor hace hablar a sus personajes me parece francamente autorizado a variar y disfrazar su estilo. Cuando él habla por sí mismo paréceme que debe usar su estilo propio.

Todo grande escritor tiene una manera personal de estilo que no varía a cada página, y que igualmente le sirve para describir «una escena de mundano devaneo que una escena de dolor» .

El mismo Hoyos posee un estilo de carácter propio, aunque con esquiveces, alternativas y contrastes. Ese estilo recuerda tal vez, por su variedad, al de Jean Lorrain, que tiene tan felices intuiciones como lamentables ausencias...

Yo creo que el estilo de Hoyos no es aún definitivo. Ha de uniformarse y simplificarse en sus nuevas producciones. Su indisciplinada policromía acabará por regularizar sus líneas fundiendo acaso y esfumando ciertos tintes demasiado llamativos, ciertos clarobscuros demasiado violentos, a veces goyescos, a veces caricaturales.

El talento de este joven escritor se halla en pleno desenvolvimiento, casi diría en plena efervescencia. Parece una fuerza potente encerrada en estrechísima vasija y que pugna por romperla, estallar y difundirse.

Hay en su libro agudísimas notas, páginas realistas, encantadores aciertos, y también parrafadas inacabables, giros inelegantes, frases incorrectas. Codéanse un aristocrático casticismo y un cosmopolitismo exagerado. Se chocan sutiles   —173→   delicadezas de artista decadente y expresiones burdas y triviales...

No podría sin embargo, ni el más taimado crítico, acusar a Hoyos de falta de temperamento artístico. Lo tiene, y de sobra, diríase que para derrochar a diestra y siniestra. Revélase en las páginas de su obra algo más que un retórico: un luchador robusto y decidido. Pero este luchador no ha elegido todavía su arma: usa indistintamente y según los momentos, ya el fino florete francés, ya la pesada espada italiana, ya la maza, o el revólver ¡y hasta la lanza de Don Quijote!

Las letras castellanas tienen todavía mucho que esperar de ese escritor. Su complejo espíritu en que se revuelven y amalgaman el hidalgo y el snob, el nervioso aristócrata y el sanguíneo arrivista, el hombre de mundo y el hombre de letras, el pensador y el esteta, es un producto típico de nuestra época. Hoyos es un hombre moderno, esencialmente moderno. Se ve que ha nacido y vive en los tiempos del telégrafo sin hilos y del automóvil. No es un escritor naturalista lleno de fuerza y salud a la manera de la señora Pardo Bazán, ni un arcaico caballero a la moderna como Valle-Inclán, ni un resucitado del Renacimiento al modo de Valera, ni un alma rancia y grandiosamente castiza a lo Pereda y Pérez Galdós... Es algo distinto de todo eso, que casi raya en la literatura mórbida de nuestros días, y que resulta un tanto nuevo y casi exótico en España... Es, en una palabra, con sus condiciones y sus defectos, quizás más por sus defectos que por sus condiciones, un hijo genuino del siglo XX.