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ArribaAbajo El diario de Lucy Ocampo

Gastón Federico Tobal


A Eduardo Bunge

Serían las siete de la mañana cuando el landaulet de Ocampo se detuvo frente al hotel de la Avenida Alvear. La familia regresaba de la temporada balnearia de Mar del Plata. Por la portezuela que el portero se adelantó a abrir, descendieron los señores y los niños, alegres con la novedad del llegar. Lucy bajó la última. Un dejo de tristeza velaba la expresión delicadísima de aquella niña de veinte años, más encantadora aún, en el abandono de su atavío matinal.

Al bajar, después de estrechar a la vieja aya que le tendía los brazos, subió lentamente la espléndida escalera del hall, cruzó un pequeño corredor y abriendo una puerta penetró en su cuarto. Todo estaba cual lo había dejado al partir, una noche de enero: los cortinados envueltos; arrollada la rica carpeta de Esmirna en un extremo del encerado parquet; enfundados los muebles; cubiertos de gasas rosadas los suspensores eléctricos; los vasos sin flores... Lucy abrió las ventanas que daban sobre el jardín y fue recorriendo amorosamente todos los objetos que adornaban la estancia. Abrió el guardarropa y los roperos vacíos, se miró al espejo, movió la cama y luego, del cajón de un riquísimo secrétaire de palisandro, sacó un manojo de flores, de pétalos entumecidos y extraños. Debajo había un pequeño libro finamente encuadernado. Lo tomó y con trémula mano abrió las últimas páginas escritas. Era su pequeño confidente, el diario de su vida. Lucy leyó sus   —185→   páginas y a medida que leía, embargada por intensa emoción fue demudándose. Ellas decían así:

«Lunes 11 de noviembre.- En este momento acaba de retirarse Beba Frers. Vino esta tarde y se quedó a comer. Hemos tenido mucha gente porque es día de recibo y el santo de mamá. Eduardo Guerrero, mi asiduo festejante, estuvo también... ¡Pobre Guerrero!, esta noche mis nervios excitados no lo han podido soportar. A las diez me retiré del salón con el pretexto de una ligera enfermedad y me vine con Beba a mi cuarto. María debe estar enfurecida. Beba ha estado conmigo casi dos horas. ¡Teníamos que hablar tanto!

La noche está espléndida. Por el vano de la ventana entreabierta llegan hasta mí los efluvios perfumados del jardín. Hay algo de piadoso y de místico en este aire embalsamado de aromas de primavera, de retoños nuevos, y corolas frescas. En el vecino reloj de la Recoleta dan las doce... Las campanadas se suceden lentas, y en el continuado desgranarse de los tañidos en el viento, paréceme que la noche hubiera condensado sus palpitaciones misteriosas. El andar de un carruaje interrumpe el silencio. Me inclino... Es Beba que parte. En la calzada brillan los faroles de los coches estacionados; muchos quedan aún. Al fondo, en el cementerio, detrás de las frondas de los árboles ennegrecidas, las blancas cruces que coronan las tumbas, parecen almas de penitentes acurrucadas en hileras dispersas. Bañada por la luz de la luna se destaca, con contornos extraños, la imagen del Salvador que corona el templo, y al lado del pastor y de la grey inmóvil, el campanario, en la obscuridad, me hace pensar en un conjuro de aquellos seres, petrificado bajo el azul profundo en el que tiemblan las estrellas y brilla la luna pálida.

La cabeza me da vuelta y siento en los párpados una aridez febril: es la imagen de ese joven casi desconocido que me persigue, es su cara pálida, son sus ojos verdes, incomparablemente verdes. Se llama Alberto Lasala. Lo veo todas las mañanas por Florida cuando salimos a las once con Beba a caminar. Él viene con Charles, el hermano de Beba. Regresan de la Facultad. Me llamaron la atención sus ojos.

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-Mira -le dije hace unos días a Beba-, mira que hermosos son. ¿No sabes su nombre?

-Es Lasala -me dijo-, es de una familia muy vieja, pero no tienen fortuna. La madre es amiga de mamá. ¡Si vieras qué linda es! Enviudó hace poco y tiene dos chiquitas riquísimas. Él es muy amigo de Charles y tiene su misma edad, diez y nueve años.

-Cuando pasa -le respondí- yo no hago otra cosa que mirarle los ojos. ¡Qué hermoso contraste forma ese iris tan verde con las pestañas negras, la palidez de su semblante y el cabello obscuro caído sobre la frente!

-¡Qué daría por tener sus ojos! -añadió Beba-. Sería preciosa, aunque en realidad ninguna de las dos podemos quejarnos de nuestros ojos negros.

-Sin embargo, los cambiaría -le respondí sonriendo-. Estoy encantada de esas pupilas de esmeralda.

* * *

Pasaba esta mañana por lo de Frers, de vuelta del Socorro, cuando Beba que estaba en el jardín, hizo parar mi automóvil y me llamó.

-Bájate -gritaba corriendo a la vereda-, bájate que tengo que contarte una gran novedad. Sabes, Alberto Lasala está enamorado de ti. Me lo ha dicho Charles. Dice que ya había notado que cuando pasábamos se le mudaba el rostro y que ayer al verte que salías de lo de Fabre con tu mamá, le dijo: "Ahí viene Lucy Ocampo; mira qué encantadora". Y me contó Charles que el chico García, que venía con ellos, le dijo embromándole: "Che, Lasala, te apuntas muy alto. ¡Cuidado! Voy a decirle a la señora que pretendes desbancar a Guerrero". Y como se lo dijo casi en momentos en que tú pasabas, se turbó de tal modo, que se le encendió completamente el semblante.

Yo, que lo había notado, callaba encantada. Beba proseguía:

-¿Y por qué no le haces caso, Lucy? A esa edad es cuando los hombres saben amar. Es natural que con un muchacho tan joven no te vas a comprometer, pero siempre es una variación y una diversión deliciosa. ¿Tú crees que Guerrero   —187→   se puede inquietar? Cómo quieres que vaya a temer a un rival de diez y nueve años. Además, hijita, piensa que estamos en una época en que no hay diversiones: todo se compone de Palermo a la mañana, Palermo a la tarde y Palermo a la noche. Yo también tengo mi candidato, ¿sabes quién? Diego Arana, tú le conoces, ¿no es verdad? Es muy simpático y por la manera como me mira creo que el muchacho está enamorado de mí.

-¿Sabes, la interrumpí, que lo he visto a Diego en misa de once? Estaba en el Socorro.

-Pues el domingo, Lasala va a la de una. Ayer recuerdo que nos saludó cuando salíamos con Carmenza.

La señora de Frers desde el carruaje gritaba impaciente:

-Beba, son las once y cuarto y me vas a hacer perder la misa. Lucy, ¿quieres venir con nosotras a San Ignacio?

-Sí, ven... -decíame Beba caminando hacia el coche.

-Gracias, Anatilde -le respondí-, pero no puedo. Hoy es el santo de mamá y además tengo que almorzar temprano.

-¿Vas a alguna parte? -preguntó Beba.

-Sí, a misa de una -le respondí sonriendo.

Beba prorrumpió en un ¡ah! para mí desconcertador y luego en una alegre carcajada.

-¿Qué es eso, niñas? -preguntó Anatilde azorada.

-Nada, mamá; es que Lucy está muy devota. ¡Figúrate que oye dos misas!

Y mientras me besaba, añadió muy quedo:

-Veo que sigues mi consejo. ¡Hasta luego!

* * *

Debía ser tarde cuando llegué al Socorro, al detenerse el automóvil, llegaron a mí los ecos mitigados de las campanillas que entonaban el sanctus. Por el atrio asoleado y desierto avanzaba una sombra... No necesité volverme para saber que era él. Llegamos casi juntos a la puerta y él se detuvo, para dejarme pasar. Entonces yo alcé la vista y dejé caer en él una de esas miradas que sólo saben lanzar mis ojos ardientes y lánguidos, y en aquel batir de párpados sorprendí una voluptuosidad angustiosa en sus pupilas inmensas, vi crisparse sus labios exangües y palidecer más aún su rostro... Yo entré al templo radiante, con ansias infinitas de rezar...   —188→   y recé y debí rezar mucho, porque cuando los murmullos de los pequeños que venían a la doctrina interrumpieron mis ruegos, el templo estaba casi desierto. Cerca de la puerta me encontré con Carmenza, encantadora en su traje blanco. Debía tener algo extraño en mi fisonomía, porque Carmenza, mirándome, me dijo:

-Te noto, Lucy, algo raro, aunque hoy estás deliciosa.

Salimos juntas. Alberto saludó. Ese saludo a Carmenza, me produjo una angustia infinita. Recordé las palabras de Beba. ¡Él no estaba allí por mí, era por ella! Beba me ha asegurado esta noche que el doble encuentro con Carmenza es una casualidad y que no la festeja... ¿Será cierto?

Mañana empiezan los ejercicios en el Sagrado Corazón.

* * *

Sábado 14 de diciembre, 3 de la tarde.- Estoy desolada. El tiempo no puede seguir peor. Después de azotarnos varios días, la lluvia maligna ha cesado hoy, pero en cambio un viento asolador sacude con violencia las copas de los árboles. Beba me acaba de hablar por teléfono, diciéndome que la comisión de Damas de Misericordia no ha resuelto aún si suspenderá el dîner-concert que ha de celebrarse esta noche en el Pabellón de los Lagos, pues esperarán a ver si el tiempo se compone a las cuatro. ¡Cuántas esperanzas ciframos Beba y yo en esta fiesta! ¡Los conoceremos por fin! Nosotras estamos invitadas por Susana Torres, que da una gran comida de ochenta cubiertos. Charles ha reservado una mesa muy cerca de la de Castex y ha invitado a Diego y a Alberto. Nos los presentará cuando bajemos al jardín. Beba está encantada con Diego, pero estoy segura que a ambos la aventura no les hace mal. Beba es deliciosa, pero incapaz de amar; de Diego casi afirmaría otro tanto; en cambio el pobre Alberto... A veces me arrepiento de esta locura que puede ser cruel. Beba, sin embargo, me quita todos los escrúpulos. "No seas tonta -me repite a menudo-, ¿tú tienes la culpa de que el muchacho te quiera? ¿Y para él mismo qué más puede pretender?".

A la hora del almuerzo habló Susana con mamá para comunicarle que había invitado a Guerrero. Mamá quedó encantada.   —189→   "Ya ves -me dijo- como todo el mundo da como un hecho tu compromiso. Cuida bien como te portas y reflexiona que es locura que desdeñes a ese mozo que reúne todo lo que tú puedes desear. Figura, posición, dinero...". ¿Y el amor? Mamá no se preocupa si existe amor, no lo cuenta. Yo en cambio, que casi ya me había ido acostumbrando a este compromiso que veía venir, desde aquella tarde en que me encontré con Alberto en el Socorro, trato de evitar una declaración de Guerrero, porque no podría ni sabría mentir. Y, sin embargo, me doy cuenta de que con Lasala no me voy a casar. Oigo de nuevo la campanilla del teléfono. Debe ser Beba... Era ella, en efecto. Me hablaba muy contenta para decirme que el cochero que siempre acierta sobre el tiempo, le ha asegurado que a la tarde se va a componer. Dios lo quiera, porque si la fiesta se suspende no podré conocerle, pues nos vamos pasado mañana a la estancia, hasta enero, en que nos iremos al Bristol. Beba me dice también, que acaba de probarse su traje y que le queda espléndido. No ha querido decirme cómo es. El mío es elegantísimo: de espumilla blanca, con manojos de flores estampadas, de colores muy tenues, verdes y blues, adornado con bieses de terciopelo combinados, de los mismos colores, y en la bata un soberbio cuello de Irlanda. Mi sombrero también es traído, es modelo de Caroline Rebus, es gris, de paja con dos grandes amazonas, una topo y otra blue, y debajo, en el ala, tiene una coronita de rosas. Ayer, cuando vino Beba, me lo probé con el vestido: me quedaba elegantísimo. "A la verdad -repetía Beba-, no hay modista que tenga el gusto de esa mujer. Verás el mío".

* * *

Diciembre 15, 3 de la mañana.- ¡Ah, señor, qué noche incomparable! Me acabo de levantar al oír dar las tres. No puedo dormir. En vano pesa el sueño sobre mis párpados: ¡mis ojos no se pueden cerrar; quieren ver más, quieren ver más, aunque inútilmente se fatigan de mirar en la sombra!

La tarde se compuso y la noche no pudo ser mejor. A las ocho vino Beba con Charles a buscarme. Estaba preciosa,   —190→   con un traje de valencianas blanco, con cintas verdes y el sombrero blanco.

Cuando llegamos, el aspecto de la terraza, con tantas luces, era deslumbrador. Yo me senté casi al extremo de la larga mesa. De un lado tenía a Guerrero, del otro a Luisito Giménez, enseguida Beba, enfrente a Susanita y a Carmenza. Alberto que estaba en la mesa de Charles, muy cerca mío, al verme se sonrojó, y yo misma debía estar muy rosada porque Carmenza me dijo:

-Lucy, estás hoy como aquella tarde en el Socorro, ¿te acuerdas?

Las tres horas de la comida pasaron muy rápidas para mí, que en esta noche casi había perdido la noción del tiempo, fascinada como estaba por esos ojos glaucos, que, sin mirarlos, los adivinaba fijos sobre mí. A las once bajamos al jardín. Fue junto al cinematógrafo, donde Charles me lo presentó. Alberto me dio la mano casi temblando.

-Tiene los ojos trágicos -me dijo Beba, acercándose y presentándome a Diego, con quien conversaba, como con un viejo amigo.

-¿Qué te parece, Lucy, que diéramos una vuelta en el lago? -exclamó de repente.

A todas las muchachas y a Diego les pareció encantador. Alberto no contestó, pero vi en sus pupilas una expresión suplicante.

-No vayan, muchachas, que les puede hacer mal, pues está la noche muy fresca -nos dijo Anatilde.

-Y hay mucha humedad -añadió Susana, interrumpiendo la narración de no sé qué reminiscencias de una novela de Anatole France.

Ante la insistencia de Beba y la intercesión de Luisito Giménez y de Guerrero, Anatilde accedió y el señor Frers se decidió a acompañarnos.

Subimos a la góndola. Seríamos como quince. Guerrero, a ruegos de Beba, nos hizo de timonel. Ella se sentó al lado de Diego y detrás de ellos Susanita con Charles; yo subí la última y a mi lado, en el único lugar disponible, se sentó Alberto.

¡Qué algazara fue aquella! Todos reían y charlaban, espantando los pobres cisnes que huían asustados. Sólo él guardaba silencio, contemplando la imagen movediza de la luna sobre las aguas.

-Es mi astro -me dijo de pronto, con la voz animada de vehemencia-. ¡Es la eucaristía santa de las   —191→   almas tristes, la virgen infecunda, el símbolo de los que sienten amor y no abrigan esperanzas...!

Y yo, entonces, alcé los ojos y vi la hostia pálida suspendida en el azul profundo. Debajo el islote del centro me pareció el ara inmensa y en las dos hileras de casuarinas que bordean la orilla creí ver, detenida, una doble teoría de esos peregrinos tristes... Él continuaba:

-Es el astro de los desolados, de los que velan en la noche. No es inmutable como el sol: crece como las esperanzas y declina como la vida en los hombres... ¡Es la primera quimera que forjó el Hacedor antes de forjar el corazón del hombre!

Le miré. Estaba transfigurado. En sus cuencas hundidas brillábanle los ojos con una lumbre extraña. Estaba muy pálido y sus labios trémulos permanecían entreabiertos en un anhelo infinito. Yo, en tanto, sin apartar de sus ojos los míos y estrujando unas flores silvestres que él me había cortado, repetía muy quedamente como una plegaria:

-Es la eucaristía de los tristes... de los que aman sin esperanza...

* * *

-¿Qué tienes, Lucy, estás contrariada? -me dijo Beba al subir al coche-. ¿Has sufrido una desilusión? Yo en el lago no podía mirarte, porque el sombrero de Susana me lo impedía, pero no oí tu voz. ¡Pobre Lucy! ¡Veo que Alberto no te resulta! Yo en cambio estoy encantada con Diego. ¡Qué alegre y simpático es! En fin, Lucy, tú debes decidirte por Guerrero; un candidato serio como ese no se debe despreciar. ¿No has notado cómo te miraba? ¿Estaría celoso? ¡Lo que es Luisito Giménez, ha estado conmigo de amable!... Créeme que es un festejante que no me disgusta; es buen mozo y tiene mucho dinero. Susanita me dijo que mi sombrero me quedaba muy bien. ¿Viste el de ella? Era elegantísimo; no tenía más adorno que un gran ramo de ortigas y briznas blancas. Mañana voy, a preguntarle por teléfono a qué casa lo encargó. ¡Pero tú no me atiendes! -exclamó de repente, interrumpiéndose.

Subíamos la barranca de la Recoleta... Yo debía estar muy pálida porque al pasar el carruaje debajo de un foco de luz, Beba me dijo asustada:

-¿Pero, Lucy, qué tienes? Estás   —192→   demudada.

Y luego, tocándome las manos:

-¡Si las tienes heladas! Debió hacerte mal el paseo en el lago. Había mucha humedad, hacía mucho fresco.

-No -le respondí-, no tengo nada. ¿Sabes lo que tengo? Estoy enamorada.

-¿De Alberto?

-Sí, de Alberto. Hice mal... Tú lo sabes: On ne badine pas...

-Avec l'amour -concluyó Beba, y luego, asombrada, repitió esas palabras para ella ininteligibles-: Avec l'amour.

* * *

Va amaneciendo. Tiembla en el oriente el rosado vapor del alba y las cosas aclaran sus contornos en la niebla azul. Empieza el día, la hora de los fuertes; por eso en el cielo la mística eucaristía de los tristes se desvanece...».

* * *

Aquí concluía el manuscrito de Lucy. Cuando terminó su lectura, dos gruesas lágrimas se deslizaban angustiosas por sus mejillas pálidas. Se detuvo un instante para enjugarlas y luego, doblando la página, tomó una pluma y escribió con letra apocada y lánguida:

«Lunes, 30 de marzo.- Hemos llegado esta mañana de Mar del Plata. Me he comprometido el sábado pasado. En casa, todos, y sobre todo mamá, están muy contentos...».

Un golpecito en la puerta la interrumpió.

-Mademoiselle, peut on entrer?

-Entrez -respondió.

Era la bonne de chambre que traía un espléndido ramo de flores.

-C'est de votre fiancé -añadió la criada, colocándolo sobre la mesa.

Lucy, sin mirarlo, tomó el manojo de pétalos entumecidos, y extraños, y junto con el libro, los colocó de nuevo en el cajón de su riquísimo secrétaire de palisandro. Al levantarse, leyó en una fina tarjeta de pergamino prendida en el lazo del ramo, el nombre de su novio: «Eduardo Guerrero».