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ArribaAbajo Sobre el amor

Fragmentos del libro en prensa «Al margen de la Ciencia»


José Ingegnieros



I

Amor y timidez son estados de espíritu absolutamente inseparables. Amar es temer. El amador teme a su amada como el albino teme a la luz; el amor ciega como el albinismo. La teme por sí y por ella. Teme ser inferior al concepto en que desearía ser tenido, no responder al juicio en que se le estima, romper el propio ensueño con una palabra inoportuna, con un atrevimiento imprevisor, con un gesto brusco. La pasión unánime es niebla que empaña, tul que mitiga, resplandor que deslumbra; idealiza las cosas borrando sus contornos, las esfuma en penumbras de imaginación, las fragiliza en demasía. En el espíritu ebrio de emociones la persona amada parece el polen de una flor endeble que toda leve aura puede volear para siempre; caja musical complicadísima cuyo engranaje trabaría un visible átomo de polvo; telaraña sentimental que se quiebra al calor de toda llama; seda suave de Esmirna que una gota de rocío mancha por toda la eternidad.

Amar es sufrir agradablemente; es gozar de una ansiedad perenne, de un sobresalto ininterrumpido. Es mirar al objeto amado y suponer que las miradas pueden ajarlo, tocar su mano con la inquietud de que sus dedos puedan resquebrajarse entre los propios; oírlo hablar temiendo que el de las palabras enmudezca sus labios.

El que ama llora a solas sin saber por qué: es un esclavo del propio miedo.

Hombres audaces con otras cien mujeres se espantan cierto día frente a una. El fenómeno parece extraño. ¿Cómo? ¿El más osado, el más impertinente, el más afortunado, tiembla   —385→   ante esa mujer? Es paradojal, pero lógico. El hombre que sabe engañar a mil casquivanas sin amarlas, es incapaz de conquistar a la única que ama. Citando se atreve -si alguna vez lo ensaya- se limita a ofrecer su esclavitud incondicional. Es la historia eterna: Don Juan se arroja a las plantas de doña Inés anhelando la esclavitud de su amor. Huelga decir que cualquiera Manón hace lo mismo con su caballero Des Grieux.

En todo conquistador y en toda coqueta hay un germen de Don Juan o de Manón.




II

El enamorado tiene la idea fija de su amor. Las sensaciones recibidas por su cerebro se asocian con otras que se refieren a la persona amada. Si ve un hermoso jardín, sueña un idilio pastoral; si oye un rumor de alas entre las ramas, supone que los pájaros se aman y desearía aletear como ellos; si un manjar sabe a miel, cree tener entre los propios los otros, labios y morderlos como ciruelas maduras, si toca un terciopelo, recuerda la mano cuyo contacto frisa sus nervios con inefable escalofrío; todo perfume despierta una comparación con el que de ella emana. Si ve el mar de índigo o de ultramarino, reconstruye un paseo romántico en barquilla, como en un verso de Musset; si un retazo de cielo, cree descubrir el parpadeo de sus ojos en la titilación de las más luminosas estrellas, como en una canción de Petrarca; si un bosque silencioso, supone que en traje agreste de ninfa va a salir de entre las frondas, como en una evocación de Pierre Louys. Todo breve ruido semeja un beso, toda apretura un abrazo, todo contacto una caricia. El cerebro del amante es un piano en el cual todas les teclas golpean sobre una sola tecla. Sus palabras rematan siempre en el mismo tema, su conversación es una interminable estrofa de versos monorrimos. Como a Dafne en la leyenda griega, Pan le ha enseñado a frasear sus soplos en una siringa de pasión, cuyas cañas suenan perpetuamente la historia de Psiquis y de Amor.




III

Las variedades del amor son infinitas. El uno ama sabiendo que es correspondido con vehemencia superior a todos los obstáculos, el otro se apaga lánguidamente y se suicida ante el amor imposible, éste mata en su crisis de celos; aquél   —386→   paga con su vida el precio de un amor absoluto, o ve triunfante un rival, o siente serpentear en su alma la pasión culpable: son los héroes de Shakespeare y de Goethe, de Zola y de Wagner, de Barrés y de D'Annunzio. Iguales todos por la intensidad de su fiebre devastadora, todos distintos por el color de su llama. Un mismo fuego devora heterogéneos combustibles, como un rayo único de sol se descompone en la infinita policromía del iris.




IV

Así como ciertas enfermedades suelen beneficiar a los pacientes -la tuberculosis embellece a Margarita Gauthier, la histeria ilumina a Santa Teresa, la locura inspira a Hamlet- el amor favorece a algunos emamorados. Este privilegio corresponde a los artistas; y es justo, por ser ellos los más sensibles a la plenitud de las pasiones. Nadie podría convencernos de que Wagner no amaba al escribir «Tristán e Isolda». Petrarca al rimar los sonetos a Laura, Casanova al esculpir su Dafne y Cloe. Leonardo al pintar la sonrisa de la Gioconda. La llama que consumió sus corazones nos ha dejado prodigiosas cenizas.

En los demás el amor es una divina catástrofe.




V

Cualquier hombre sufre en su vida cien dolencias corporales y diez afecciones peligrosas; sólo una o dos se vuelven crónicas y le acompañan hasta la muerte. Con el amor esa regla se repite; cien accesos pasan como nubes un cielo estival, uno o dos se arraigan en el espíritu y lo embargan por toda la existencia. En un año hay cien días de viento y sólo uno de ciclón.




VI

Amar a la mujer es servirla, someterse a sus más inestables anhelos, esclavizarse a su intención. Las mujeres dignas de ser amadas merecen del hombre el holocausto absoluto de la rendición incondicional, porque amar es el sacerdocio de un rito cuyo ídolo es la persona amada. Las hetairas que se entregan sin conquista no merecen el amor, porque inspiran   —387→   respetuosa, devoción. Amamos para dar felicidad más que para recibirla; el amador solo necesita la dicha subjetiva de complacer a quien ama. La juventud, la belleza, la gracia y el talento, sumados en un cuerpo lozano, esperan y necesitan el homenaje de servidores fieles; la beatitud de amar es por sí sola un bálsamo a todos los dolores, una compensación a todas las inquietudes, un acicate a todas las energías, una sonrisa a todas las esperanzas.




VII

La distancia agiganta las pasiones intensas, borrando en la memoria los lunares y los defectos para poner en relieve las cualidades y las virtudes. El que de cerca ama, de lejos idolatra; el que puede olvidar no ha amado nunca. Si la mala fortuna es el reactivo de la amistad verdadera, la ausencia es el árbitro más seguro del amor.




VIII

El matrimonio puede ser su antídoto más eficaz; si los químicos pudieran analizarlo encontrarían en él todos los elementos constitutivos del tedio y del hartazgo. Armando Charpentier, en un libro lleno de observaciones perspicaces, demostró que el amor sólo llega a sobrevivir un par de años en el consorcio; se refería, naturalmente, a los casos más favorables. Este juicio no implica una opinión contraria al matrimonio; ¿medio siglo de amistad completa no vale más que una pasajera fulguración de amor?

Por desgracia la amistad completa no siempre sobreviene con tanta prisa como el amor huye. Entonces la enfermedad cura desagradablemente y deja una cicatriz afrentosa como un estigma, la desarmonía conyugal, la infelicidad irremediable. Es decir, ordinariamente irremediable; pues tales cicatrices pueden extirparse mediante la cirugía del amor, que es la culpa, el engaño recíproco. Pero entonces aparece un peligro de otra clase, la recidiva; pocos infelices escapan a ella. Sólo es difícil la primera culpa.




IX

En Italia, país de las pasiones más vehementes, el amor está en todas las cosas: en las playas tranquilas, en   —388→   las nubes gárrulas, en las flores olientes como incensario, en los borujos de las olas en la tierra, en el mar. ¿Podía no estar en el corazón de Romeo?

Él vio en la sonrisa de Julieta un amanecer y en su primera palabra oyó una melopeya; desde ese minuto la amó locamente como todo el que sabe amar. El amor es una enfermedad así: atracción de precipicio, violencia de alud, fragor de catarata. La primera sonrisa fue el prefacio de otras mil; hubo caricias como aleteos de mariposas que hacen estremecer una corola, frases musicales como versos de Samain, suspiros suavísimos como favonios, promesas, ensueños, melancolías, toda la gama de alternativas que conoce quien ha amado alguna vez.

Pasaba innumerables noches al pie del balcón, atisbando el más leve suspiro, durmiendo muchas veces sobre los fríos mármoles de la calle solitaria. Enternecida Erato por la constancia del amante, dejó a sus ocho hermanas y vino en su ayuda, aconsejando a Julieta. Esta abrió una noche su ventana y lo divisó.

-¡Ojos que seréis la clara luz de los míos, mientras plazca al cielo! ¡Boca que besaría mil veces dulcemente, como la abeja sorbe el polen de los cálices predilectos! Seno delicioso, refugio de mis caricias, estuche único de mi adoración y mi ternura! ¡Cómo vivir sin vosotros! Yo podría morir aquí; y moriría, seguramente, alguna noche si antes que la muerte no viniese en mi ayuda vuestro amor. En cualquiera otra parte estoy tan cerca de la muerte como aquí. ¡Dejadme al menos expirar en este sitio, junto a vuestra persona, como sería mi dicha vivir, si pluguiera al cielo y a vos!

Un minuto después la luna envolvía sus cuerpos y se insinuaba tenuemente en ellos, como una etérea solución de perlas finas. Sólo el antiguo odio desleía un reflejo escarlata, entorno de ambos: su amor sentía ese halo triste, como el obstáculo de una maraña, imprecisa. Y las estrellas, en su titilación silenciosa, parecían lágrimas del llanto infinito con que la noche comprendía su angustia. Cada estrella una gota.

Se dieron el primer beso. Quien lo haya dado sabe que la primera vez el amor tiembla tímidamente sobre los labios, como la mañana primaveral cuando asoma sobre las colinas. La tibia humedad del primero que amanece entre los cuatro labios temblorosos -prolongado, interminable- tiene sabor a miel himeta y desciende como un filtro hasta los corazones. ¿No es más poderoso que el ofrecido por Brangania a Isolda y a Tristán, en el tempestuoso poema wagneriano?

Sobre el balcón y bajo la luna se estrecharon con frenesí muchas veces todavía, volcando sus bocas en los labios recíprocos,   —389→   como dos ánforas inagotables, desbordantes de besos, infinitas.

Desde entonces, después de la hora en que el véspero luce, las sombras trágicas de los sublimes amantes parecen despertar, inconscientes, eternas, pasearse por las calles, de Verona y llegarse hasta el balcón, poblado otrora por sus más caros ensueños, reviviendo las horas felices. Y la casa de Julieta, en las noches de luna, diríase el templo de un culto imaginario; y sale de sus ventanas un perfume hierático, extraño, como si fieles esclavas de Bitinia o de Frigia agitaran incensarios de amor; y se oyen palpitaciones, calofríos, anhelos, como si un enjambre de impolutas vestales se estremeciera por el vigoroso brazo de faunos robustos.